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ELIGIO AYALA (+)

  MIGRACIONES PARAGUAYAS, 1915 - Por ELIGIO AYALA


MIGRACIONES PARAGUAYAS, 1915 - Por ELIGIO AYALA

MIGRACIONES PARAGUAYAS

ALGUNAS DE SUS CAUSAS

ENSAYO ESCRITO EN BERNA (SUIZA), JUNIO 1915

Por ELIGIO AYALA

ARCHIVO DEL LIBERALISMO

Asunción – Paraguay

1989 (146 páginas)



PRÓLOGO

Los ensayos escritos por Eligió Ayala durante su estadía en Europa (1911-1919), no tenían el propósito de ser publicados (1). Quizás esto se deba a que, como él mismo lo señalara, escribía “para aprender y no enseñar” y con el fin de “ordenar, sistematizar y desenvolver las reflexiones” sobre los que él consideraba “importantes problemas sociales del Paraguay”.

Sin embargo, en su trabajo acerca de las migraciones paraguayas, él mismo rompió, por primera vez, con el silencio autoimpuesto a sus obras, y le agregó un prólogo que denominó ADVERTENCIA. Desafortunadamente, no vivió para ver publicado este ensayo editado póstumamente en 1941, en Santiago de Chile.

La primera edición de este trabajo realizada “por dos amigos admiradores de su brillante obra gubernativa” (2), se agotó hace varias décadas. Después de 74 años de haber sido escrito en Europa, se publica hoy, por primera vez en el Paraguay, gracias a la iniciativa del Centro Cívico Cultural Eligió Avala y al apoyo del Archivo del Liberalismo.

Esta edición aparece con el título original que le diera el propio autor: MIGRACIONES PARAGUAYAS: ALGUNAS DE SUS CAUSAS. Además, se le agregó un tercer inciso a la ADVERTENCIA —que fuera omitido en la primera edición—,-se hicieron algunas correcciones contrastando con el manuscrito original (3) y se tradujeron al español las citas de Ayala en otros idiomas. Todas las traducciones y notas del editor aparecen con un (*). En forma de anexo, se incluyeron extractos de la Memoria del Ministerio de Hacienda (1921) y dos Mensajes al Congreso Nacional (1926 y 1927) en los que Eligió Ayala hacía especial referencia al tema en cuestión. Estos anexos son importantes ya que permiten comparar cómo pensaba Ayala el intelectual y cómo actuaba Ayala el estadista. Finalmente, se agregó una reseña biográfica del autor realizada por Pastor Urbieta Rojas.

Se han escrito pocos trabajos sobre un fenómeno tan acuciante en la historia de nuestro país como es el de las migraciones. Esta obra constituye el primer análisis sistemático del tema, por lo que es una lectura obligada tanto para los estudiosos de la materia, como para todos los que quieran informarse sobre los antecedentes de un problema ignorado por décadas y que ha generado recientemente algunas interpretaciones superficiales, especialmente con referencia a la posible repatriación de paraguayos de la Argentina.

La importancia de este trabajo de Ayala consiste en primer término, en haber identificado a las migraciones (internas y externas) como un fenómeno que afecta el desarrollo socioeconómico del Paraguay, haciendo propuestas concretas de cómo solucionarlo y en segundo término, por la riqueza intelectual que se manifiesta en la gran variedad de autores citados y consultados en Francés, Inglés y Alemán, así como por el manejo de conceptos e ideas avanzadas para su época. En ese sentido, cabe resaltar aquí el hecho de que Ayala se adelantó en varios años a la formulación explícita de la famosa teoría migratoria del “Push-Pull” (Expulsión- Atracción), sistematizada por el sociólogo norteamericano Everett Lee (4). Y lo más importante y avanzado para su época (y para la actualidad) constituye su postura crítica frente al tratamiento unicausal del objeto de estudio. Hay que destacar que Ayala, sin haber conocido la obra de Max Weber, coincidía con la postura del gran sociólogo alemán de no considerar a lo económico —pese a su importancia- como el único factor causal de la historia.

Ayala manifestaba su preocupación por el éxodo rural, al cual consideraba uno de los graves problemas del Paraguay, dado que —tanto en su época como en el presente- la agricultura representa la actividad económica más importante del país.

Para explicar el fenómeno migratorio paraguayo en un contexto mundial, Ayala hace una breve reseña acerca de la transición del feudalismo al capitalismo y los efectos de esta, especialmente sobre la tenencia y distribución de la tierra; examina la relación entre las clases sociales y sus nuevas relaciones de producción y analiza algunas de las doctrinas de la época en referencia a esta transición.

En su ensayo, que no es una investigación empírica, sino más bien una discusión teórica, él analiza diferentes hipótesis en torno a los factores causales de las migraciones en general y las del Paraguay en particular. De esta manera, Ayala a lo largo de sus capítulos examina el peso del latifundio, la mala moneda, las revoluciones, lo político y lo económico (como posibles causas de las migraciones), tratando de identificar cómo dichos factores se constituyen en variable explicativas de la expulsión y de la atracción. Cabe mencionar que si bien la teoría de expulsión-atracción es considerada por muchos dentistas sociales como una teoría superada porque deja sin explicar algunos rasgos importantes del proceso migratorio, la misma constituyó un aporte a la teoría del conocimiento y tiene aún adeptos (5).

Finalmente, cuando el lector llega a las conclusiones del ensayo, advierte que desde la época de Ayala, la cuestión agraria era —y sigue siendo hoy— uno de los problemas centrales del país. Concretamente, la distribución agraria es, a juicio de Ayala, “el resorte más potente y actual de las migraciones paraguayas”. De allí la necesidad de una “radical y acertada legislación agraria... [que] reanimará inmediatamente la economía rural, reactivará toda la economía nacional.

Este libro ha sido reeditado en memoria de Eligió Ayala, gran estadista e intelectual paraguayo y en homenaje a los cientos de miles de compatriotas en el exterior que por razones económicas y/o políticas tuvieron que abandonar su patria.

Jorge Riquelme Manzoni


NOTAS

(1) Pastore, Carlos; “Prologo” en Evolución de la Economía Agraria en el

Paraguay de Eligió Ayala; Ed. Histórica y Fundación Naumann, Asunción, 1986 p. 14.

Benítez Justo P.; Ensayos sobre el liberalismo Paraguayo; Archivo del Liberalismo, Asunción 1988 p. 283.

(2) Según el Dr. Abelardo Ayala, (hijo del estadista) los dos primeros editores de la obra MIGRACIONES fueron Alfredo Jaegli y Rodolfo González.

(3) Proporcionado gentilmente por el Dr. Abelardo Ayala.

(4) Dicha teoría señala que en el proceso migratorio operan factores positivos o de “atracción” y negativos o de “expulsión”, relacionados con el lugar de origen y el lugar de destino (Riquelme, Marcial, y Manzoni, Yolanda; Migraciones Internas y Empleo; Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, Colección Investigaciones de Campo. México, D.F., 1985 pp. 28-30),

(5) Conferencia Episcopal Paraguaya; El Fenómeno Migratorio en el Paraguay, Cuadernos de Pastoral Social Nº 5, (Coordinador Amado Prieto Bazán) Asunción 1985.

Pastore, Carlos: “Emigración y Repatriación de Paraguayos. Investigación y Trabajo de Campo Hecho en 1942” en Historia Paraguaya, Anuario de la Academia Paraguaya de la Historia Vol. XX, Asunción 1983, pp 45-74 Rivarola Domingo; “Aspectos de la Migración Paraguaya"; Revista Paraguaya de Sociología Vol. 8, 9, Enero-Agosto 1967, Centro Paraguayo de Estudios Sociológicos, Asunción, pp. 40-88.



CONTENIDO

Prólogo

Advertencia

Las Migraciones en el Paraguay

El Latifundio

Crítica de la Doctrina del Liberalismo Social sobre el Latifundio

El Latifundio en el Paraguay

La Mala Moneda  

Las Revoluciones

Causas Económicas de las Migraciones

La Política

Periodicidad de la Agricultura

La Migración a la Capital

Conclusión

Anexos


ADVERTENCIA

 

I

Otros escriben y que ellos escriban para enseñar. Yo escribo para aprender.

He escrito este ensayo para ordenar, sistematizar y desenvolver las reflexiones que me había sugerido uno de los más importantes problemas sociales del Paraguay.

Él es un ensayo modesto y de buena fe. Más no hay que decir de él.

No presumo: de escribir para los sabios, no abrigo la intención de aleccionar a nadie. Lo he escrito en la creencia de que mis lectores todos son colaboradores míos y atraídos por la esperanza de que lo leerán con atención inteligente y me ayudarán generosamente a corregirme de mis errores. Si todos buscamos la verdad, no sé por qué seremos enemigos y no confederados.

Estoy persuadido de que erraré. No soy en efecto, más que un modesto principiante en lucubraciones de esta laya. Lejos de pretender enseñar, pues, agradeceré a quienes esto trabajo sirva de pretexto para enseñarme.

No me han impulsado tampoco al escribirlo ningún resentimiento, ninguna emulación, ninguna vanidad. Yo no tengo ni humillaciones que vengar ni rencores que satisfacer, ni ambiciosas ilusiones que realizar.

Tampoco he pensado en compradores, en recompensas y en aplausos. Si yo esperase algún encomio por este ensayo, daría prueba de que ignoro total y absolutamente la psicología de los paraguayos. Me atrevo a decir más; me arrepentiré sinceramente de este trabajo mío si alguna aprobación le fuere dispensada en el Paraguay. Ella demostraría que no estoy ni por cima ni por bajo de lo vulgar, de lo ordinario, de los prejuicios corrientes, que carezco todavía de carácter propio.

 

II

El mismo móvil que me había inducido a escribir este ensayo, me ha impulsado a publicarlo.

El que se esconde de la opinión pública y se aísla, se prefiere a sí mismo. Y el que se prefiere a sí mismo se cree superior a todos, presume de que ya no necesita aprender y nada aprende ni aprenderá jamás.

Yo no pretendo escribir dogmas indiscutibles. No soy tan incauto para condenar a arresto el desenvolvimiento de mis aptitudes intelectuales por la fanática aceptación de un principio, de un credo o de un sistema.

Yo carezco de esa ciencia semicoagulada, escrita para la enseñanza y para los exámenes, que es siempre popular y bien acogida porque halaga la pereza de unos y encarece los prejuicios de otros.

Los que escriben esta ciencia quieren ser creídos, no discutidos y comprendidos.

Y publico este ensayo para que él pueda nutrirse, crecer y robustecerse con el alimento de la crítica sana.

Yo creo también que en todo caso, “es preferible ser necio con todos que cuerdo a solas”.

 

III

No publico estas reflexiones sin mi nombre propio. Mi pobre nombre está desnudo de toda reputación y de todo prestigio intelectual. Él es punto menos que ignorado y no puede interesar a nadie. Soy un mocito vagabundo sin tradición y sin historia a quien un tiempo abrazaba la ambición fibrosa de hacer algo bueno por su patria. Nada más el que carece de un nombre que pueda dar fama a sus obras debe procurar que sus obras den fama a su nombre.

Además para juzgar las ideas, no es preciso saber con qué apelativos fue bautizado el que las ha concebido y emitido. “Todos los hombres son respetables. Son las ideas las que hay que combatir” (Gabriel Alomar).

El pseudónimo equivale a enmascarar para arengar al público, escribió Schopenhauer.

Yo creo, al contrario, que la firma propia vale tanto como enmascarar la obra para pasarla a los lectores. Cuando los intelectuales paraguayos se les expone alguna idea —un gran atrevimiento— no consideran si ella es errónea o acertada. Todo cuanto tiene importancia para ellos, es conocer el autor de cuanto se dice. Conocido el autor prescinden de estudiar su obra porque enseguida la simpatía o antipatía personal se convierte en unidad de medida del valor de su trabajo. Cada uno se disfraza con sus pequeños prejuicios para juzgar. Y entonces el mérito de lo escrito no depende de la obra sino del obrero. El pseudónimo es el sacrificio de sí mismo a favor de la obra. La firma propia es el sacrificio de la obra a su nombre. Así es en el Paraguay a mi juicio.

Y sobretodo a mí me ha producido siempre repulsión natural y sinceramente, el hacer flamear la bandera del propio yo por delante de todo cuanto se hace, se dice o escribe.

 

IV

Escribí este trabajo hace muchos años, en una tranquila y bella ciudad europea: en Berna, en el mes de junio de 1915.

Lo escribía sin bandera política plantada a la puerta, sin sectarismo, sin pasión, fuera de los prejuicios políticos partidistas. Las reflexiones condensadas en él, están basadas en mi corta experiencia política hasta el año 1911.

Los que quieran juzgarlo imparcialmente, habrán de respetar esta circunstancia.

Y no habrán de olvidar tampoco lo que ya he dicho al principio: Yo escribo para aprender; que otros escriban para enseñar.

 

V

Ahora punto. “Der Autor hat den Mund zu hallen, wenn sein Werk den Mund anf tut” (Nietzische).

 

[El autor debe callarse la boca, cuando su obra abre la suya (*)]

(*) Traduccion del autor.



CAPITULO II

EL LATIFUNDIO

 

El sistema jurídico de la propiedad privada se tradujo durante el régimen económico feudal, en un sistema de privilegios y de usurpaciones que abolía el libre ejercicio de la actividad. La reacción contra el régimen feudal orientó sus baterías contra esos privilegios. La concentración de la propiedad inmueble, su vinculación, su sustracción casi completa al comercio, eran como la más poderosa fortificación que defendía el régimen feudal.

El socialismo agrario preconizó la abolición de la propiedad privada del suelo como medio de desmoronar las viejas fortalezas de los privilegios medioevales, para realizar el ideal de igualdad natural entre todos los hombres.

El liberalismo individualista sugirió otro medio: la libre concurrencia, la libertad de las transacciones económicas, sin abolir la propiedad privada. El interés personal, el egoísmo, según él, establecerían la armonía social, desplegarían las energías productivas y contribuirían a la satisfacción de las necesidades económicas. La propiedad privada aguijonea ese interés, sin el cual la actividad de producción se extenuaría. El liberalismo pues consideró necesaria la conservación de la propiedad individual.

El liberalismo triunfó, el régimen feudal, fue derogado, quedó sancionado el régimen moderno de la libertad económica desde principios del siglo XIX. Los hechos que respondieron a las aspiraciones de la emancipación económica, permitieron juzgarlo. El juicio era inapelable porque estaba dictado por sus resultados mismos.

La libre concurrencia aceleró la producción, pero perturbo equitativa distribución de la riqueza; acentuó la desigualdad de condiciones, el antagonismo de las clases económicas. La riqueza, aumentó, los ricos fueron más ricos pero al mismo tiempo, se formó la gran masa del proletariado cuyo bienestar disminuyó.

Se había intentado corregir la miseria con el progreso. Y el resultado fue el progreso de la miseria.

El industrialismo sembró la pobreza alrededor de la opulencia.

El proletariado fue el factor esencial de la producción, aportó el trabajo, sin cuya vivificante virtud, se extinguiría el aliento de la vida social. Sin embargo, las condiciones ineludibles de su vida dependían de otra clase social, de la monopolizadora de los instrumentos de la producción. Nuevos privilegios sucedieron a los demolidos; una dependencia económica más estrecha, el pauperismo, desmintió las esperanzas de emancipación de la clase obrera, de igualdad social.

Muchos principios del liberalismo caducaron al iniciarse su aplicación, las utopías abortaron el contacto de la realidad.

Nuevas relaciones económicas, nuevas desigualdades plantearon nuevos problemas; pero el soñado ideal era todavía un horizonte que se alejaba siempre del que creía aproximársele.

Una tendencia del socialismo quizo disciplinar solamente, organizar, dirigir a la satisfacción de los fines sociales, las fuerzas desatadas por el liberalismo, caóticamente ejercitadas. Preconiza la intervención del Estado entre productores y consumidores para rectificar las desigualdades, y apoyar al débil.

Este es el socialismo superficial, que pretende remoldear los efectos sin afectar sus causas, sin reconstruir el régimen económico liberal. El primer impulso fue dado por las originales sugestiones de Sismondi. Las primeras leyes obreras de fines del siglo XVIII iniciaron la realización práctica de algunas de las reformas sugeridas por ella en Inglaterra.

En Alemania tuvo su plena realización en la economía ética normativa social, conocida vulgarmente con el nombre de socialismo de cátedra, “economía socializante" al decir de Leroy-Beaulieu. Los más grandes economistas alemanes, los Schmöller, Wagner y Brentano con sus enseñanzas, su propaganda tesonera y esclarecida, lograron embeber en ella las instituciones económicas alemanas.

A esta tendencia socialista debió Alemania gran parte de la musculosa fortaleza de su economía nacional.

Otra tendencia del socialismo quizo abolir los males sociales con abolir sus causas, con la refección radical del liberalismo económico. Para evitar los efectos de la concurrencia desenfrenada, del caos y la anarquía de las actividades productivas, propuso la extinción de la libre concurrencia; para abolir la libre concurrencia, la derogación del régimen jurídico de la propiedad privada. Esta tendencia se incorporó en lo que se conoce con los nombres de comunismo, colectivismo crítico, colectivismo agrario.

Las reformas propagadas por las sectas socialistas radicales, tuvieron poca eficacia. Apenas si esporádicamente se hicieron ensayos infructuosos de la aplicación de algunas de ellas. Estorbaron su realización no solamente dificultades prácticas, objetivas, financieras y administrativas, sino la constitución psicológica misma del hombre. No pudieron armonizar la abolición de la concurrencia, del interés personal, con la necesidad de estimular el progreso económico, la producción.

A fines del siglo XIX, estaban fuera de la circulación de las ideas, perdieron el prestigio que tenían al iniciarse. Privadas del calor y la agitación de la propaganda activa, quedaron como congeladas.

Una nueva tendencia socialista ha reagitado las viejas cuestiones del socialismo y las ha prestado un interés particular, desde hace pocos años en Alemania. Ella es la llamada liberalismo social, representada por Franz Oppenheimer, profesor de economía nacional en la Universidad de Berlín.

El liberalismo social, carece de importancia científica. El no es más que la vulgarización y sistematización de principios económicos enseñados por Gumplowicz, Dühring, Flürschein y Hertzka.

En Alemania ha ejercido una indigente influencia en la ciencia económica y en las instituciones prácticas.

Los libros de Oppenheimer, tienen sin embargo algunos méritos indiscutibles. Por su claridad, la nitidez de la exposición, la seductora ordenación de las ideas, el vigor y el fuego en la argumentación, están en el rango de las obras económicas clásicas, y maestras.

Ellas, además han atraído la atención al antiguo problema del latifundio y han suscitado sagaces investigaciones de sus efectos. Y muchos en España y Sud América se han hecho adeptos, y hasta plagiarios de su doctrina.

Según este liberalismo reformadlo, la causa de la desarmonía social, no son ni la libre concurrencia, ni la propiedad privada, sino el monopolio. Y el monopolio que origina los males sociales, es el monopolio jurídico de la propiedad privada del suelo, el latifundio. El suelo no es un monopolio natural. Si su distribución fuera equitativa, y si cada familia no tuviera más que la extensión que puede cultivar, habría tierras labrantías para todos.

El régimen actual de la propiedad privada del suelo, permite la apropiación exclusiva de mayor extensión que la necesaria para cada familia, y la conservación de esa propiedad aun sin su posesión actual, efectiva, sin su cultivo. En ejercicio de este derecho real de propiedad una clase social ha acumulado grandes extensiones de tierra, y ha excluido a otra de su posesión útil. Se han formado la oligarquía agraria, y el proletariado; las grandes propiedades inmuebles sin obreros que las bonifiquen, y una gran musa de obreros sin tierras que cultivar. Algunos, los propietarios, tienen más de lo que necesitan, otros carecen de lo absolutamente necesario para vivir.

Los grandes propietarios adquieren un poder, un privilegio con el monopolio agrario. Los obreros necesitan producir para vivir. Uno de los medios esenciales de la producción es la tierra, cuya posesión les ha sustraído el monopolio agrario. Luego para cultivarla, para ganarse la vida, han de someterse a las condiciones del trabajo que los propietarios del suelo les impongan, han de aceptar el salario que voluntariamente se avenga a pagarles.

El latifundio, además puede intensificar la aplicación del capital y de las máquinas a la explotación del suelo, y el capital y las máquinas economizan la mano de obra, expulsan a una gran cantidad de obreros de la tierra, del taller natural del trabajo. Esos obreros no pueden adquirir tierras labrantías que cultivar porque ellas son muy caras, porque están monopolizadas por la aristocracia agraria. El latifundio, pues, impone un salario bajo, y el bajo salario, eleva la renta agraria. Además, produce una superabundancia de obreros, una masa de obreros que carece de trabajo en las grandes explotaciones agrarias, y de tierras para producir los medios de su subsistencia.

El liberalismo transformó las relaciones económicas medioevales. Desde que él triunfó, la agricultura dejó de ser la actividad económica fundamental. Al lado de ella la industria abrió un vasto nuevo mercado del trabajo.

La libertad de migrar de un lugar a otro, la de contratar, permitieron a los trabajadores sin tierras seleccionar las ventajas de los diferentes mercados de trabajo.

Los obreros agrícolas sin ocupación, y los disconformes con el salario rural impuesto por los propietarios agrarios, migraron a los centros industriales. La superabundancia de obreros originada por los latifundios produjo sus efectos en las industrias. Los obreros tuvieron que buscar patronos, trabajo. En vez de depender los empresarios industriales de los obreros, los obreros dependieron de ellos; en vez de varios capitalistas que demandan el trabajo de un obrero, varios obreros solicitaron salario de cada capitalista.

El exceso obreros produjo la concurrencia entre los mismos y esta concurrencia rebajó el nivel del salario. La rebaja del salario aumentó el provecho de los empresarios industriales, así como el salario impuesto por el monopolio agrario, acrecentó la renta de la tierra.

En los centros urbanos también se formó un sedimento de obreros sin trabajo y de trabajadores con salario deficiente. Se renovaron en ellos los mismos agravios que respecto de los latifundios. Y los nuevos descontentos hicieron otro esfuerzo para mejorar sus condiciones de vida: emigraron.

La afluencia de obreros baratos a los países nuevos, a América primero, condicionó la expansión agrícola de los misinos. La producción más barata pudo hacer una ruinosa concurrencia a la agricultura europea.

Esta concurrencia reforzó los efectos de los latifundios. Los latifundios para resistirla aplicaron menos obreros, disminuyeron el costo de la producción; el número de obreros excedió más todavía la demanda del trabajo. Al par de aumentar el “ejército de reserva” de los obreros sin trabajo, descendió el monto del salario. La emigración aumentó, el antagonismo de clases fue más hiriente, excitó sentimientos más agrarios de rebeldía. La opulencia y la miseria, las agitaciones demagógicas, la anarquía social, la relajación moral de las costumbres, la depresión del carácter, el pavoroso problema social, fueron los últimos eslabones de la cadena de perturbaciones sociales determinada por el latifundio.

Así arguye el liberalismo social.

Oppenheimer apoya esta teoría en la evolución económica de Alemania desde mediados del siglo XIX; cree encontrar en ella su confirmación, con el concurso de la estadística. Entre 1885 y 1890 migraron según él del Sud y el Oeste de Alemania a los núcleos industriales el 13 % de hi población; del Noroeste, el 30 % y del Este el 75 %.

Se sabe que en la Prusia oriental predominan los latifundios; las tierras cultivables están aplicadas principalmente a la gran producción de cereales (1). En la parte meridional, en la región del Rhin, florecen los pequeños cultivos, las pequeñas propiedades agrarias, están  difundidas las industrias.

Conforme a esta revelación estadística, pues, la región de las grandes propiedades inmuebles es la más inhospitalaria para la población rural, el latifundio es el demonio que le ahuyenta. Al Este de Prusia, en las grandes explotaciones rurales, el monopolio agrario ha conferido el poder de deprimir el salario de los obreros, de descontarlos, rebajarlos y de aumentar la renta agraria, el incremento no ganadlo, el Mehrwert (*) (Oppenheimer).

El latifundio, según Oppenheimer, es la gran propiedad inmueble aplicada a la producción para el mercado, con la preocupación de ganar, no con la de satisfacer las necesidades del productor solamente, por medio de obreros asalariados libres, que tienen la facultad de contratar, de rehusar las condiciones de trabajo que no les satisfagan, por medio de capital y máquinas y procedimientos científicos.

La presión económica ejercida por el latifundio sobre las condiciones del trabajo, ha sido la causa del éxodo rural, de las emigraciones, y de los desarreglos económicos en Alemania, según el liberalismo social. Los obreros agrícolas obedecieron a esa presión y se precipitaron a los centros industriales y de estos a América, donde creyeron encontrarían más favorables condiciones del trabajo, mayor salario, menor presión económica.

(1) Sering; Brentano; Fuchs; F. Knapp.

(*) Plusvalía.

Si no existiese el monopolio jurídico agrario, los trabajadores tendrían sus propias tierras de labor. Si la repartición del suelo fuera proporcionada a las necesidades de cada familia y su capacidad para cultivarla, no habría insuficiencia, monopolio natural del suelo en Alemania, escribe Oppenheimer. En su concepto una hectárea por cada miembro de una familia, término medio, 5 hectáreas de tierra bastarían a una familia para producir los medios de su subsistencia confortable.

En Alemania existe 32.000.000 hectáreas de tierras labrantías. Según la estadística del año 1907 no había en Alemania más que 17.000.000 de obreros cuya ocupación habitual era la agricultura. Y casi 10.000.000 de los 17.000.000 carecían de tierras de cultivo, o tenían posesiones muy pequeñas: constituían el proletariado rural.

Habría, pues, tierras que repartir entre todos los cultivadores, no solamente a 5 hectáreas por familia, sino el doble de lo que bastaría para la subsistencia de cada una.

Los trabajadores rurales no tendrían necesidad de solicitar trabajo en los latifundios para vivir, puesto que cada uno podría producir para sí. El exceso de obreros no existiría, el salario se elevaría a la cantidad que exige una vida sana, satisfecha, robusta del obrero. Los obreros impondrían el monto del salario a los patronos, en vez de que los patronos a los obreros; en vez de varios obreros postulantes del trabajo ante un patrono, varios patronos demandarían el trabajo de un obrero.

El latifundio, será imposible; sus privilegios serían atacados victoriosamente por la concurrencia. Si el salario pagado en ellos no satisfaciera a los obreros, éstos podrían vivir del cultivo de una posesión propia de tierra.

Si la población aumentase en las ciudades y el mayor consumo de productos agrícolas elevase los precios de éstos, aumentarían enseguida los cultivos agrícolas, mayor número de obreros se dedicarían a la agricultura, una parte de la población urbana se deslizaría a la campaña y el equilibrio se restablecería.

La renta agraria, la apropiación de una parte del producto del trabajo, sin trabajo, sin haberla ganado, la usurpación de una parte de la producción al productor, sin recompensa, sería imposible. Abortaría, desaparecería la injustificada apropiación de la renta por el propietario, que es como un premio de su funesto monopolio.

El monopolio jurídico de la propiedad del suelo, pues, es el diente ponzoñoso en el organismo económico, según el liberalismo social. Hay que arrancarlo para realizar el ideal de la justicia en la sociedad.

El liberalismo social, es por consiguiente una tendencia del socialismo, aspira a realizar sus mismos fines. Difiere de él en los medios sugeridos para realizarlos. Cree que ellos pueden ser realizados sin el comunismo y el colectivismo, sin suprimir la propiedad individual y la libre concurrencia.

El amor al trabajo, la disciplina, el deber, el hábito, según el socialismo suplirían el acicate del interés privado. A juicio del liberalismo social, ellos no bastarán para desplegar la actividad económica, para impulsar la producción, dada la naturaleza actual del hombre.

El liberalismo social, lejos de oponerse a la libre concurrencia pretende restablecerla.

El monopolio jurídico del suelo extrangula la libre concurrencia. Sus privilegios, sus usurpaciones existen porque la iniciativa privada, el interés personal, no pueden atacarla. Sólo ese monopolio estorba la función social de adaptación, de cooperación, de justicia propia de la libre concurrencia.

La supresión de ese monopolio abrirá todos los canales del libre ejercicio de la actividad económica. La libre concurrencia, el interés económico individual condicionaron la justicia social, establecieron la armonía, el equilibrio en la sociedad.

El liberalismo social adhiere al concepto del “hombre económico" del liberalismo tradicional. Así como hay una ley aplicable a todos los gases, dice Oppenheimer, hay una ley aplicable a todos los hombres. Esa ley es la del interés económico individual.

El primer resorte de la actividad humana son las necesidades económicas según él.

El liberalismo social, pues, es una reconstrucción del liberalismo clásico, se apoya en sus mismas columnas, de su vieja cantera extrae los medios para realizar los fines del socialismo.

Estos son los principios fundamentales, en comprimida síntesis, del liberalismo social.




CAPITULO III

CRITICA DE LA DOCTRINA DEL LIBERALISMO SOCIAL SOBRE EL LATIFUNDIO

 

De lejos se perciben las grietas de la reconstrucción científica socialista. Hay en ellas contradicciones fundamentales que dislocan las piezas de su armazón.

El latifundio definido por Oppenheimer existe también en América, como en Prusia, en los países nuevos como en Europa. En la región occidental de América, a mediados del siglo XIX, las grandes explotaciones capitalistas del inmueble, eran también colosos imperantes. Producían para el mercado internacional, para la exportación, absorbían grandes capitales, aplicaban instrumentos perfeccionados de producción, y ocupaban a masas enormes de obreros asalariados. Tampoco faltaban en ellas la especie de secreción espontánea de la gran producción agrícola capitalista: la renta agraria.

La influencia perturbadora de la armonía social, de sus usurpaciones, fue también poderosa y amplia. Las leyes americanas del Homestead, revelan la existencia de sus morbosos efectos, y la ineficacia de las mismas, su poder triunfante. Los latifundios absorbían la pequeña propiedad, y disolvían las familias. El Homestead federal creado para atajar su expansión, sirvió para impulsarla. Este hecho afirmó en muchos comunistas europeos la convicción de que la gran propiedad inmueble es ley de la repartición del suelo, es el triunfo del más apto en las luchas de adaptación de la economía rural. Los efectos de las leyes del Homestead fueron considerados como continuación de la ley de “acumulación” del socialismo marxista.

Los latifundios de la América del Norte precisamente sugirieron a Henry George su famoso libro, que tempesteó en el mar de las teorías económicas, durante medio siglo.

A juicio de Henry George, la apropiación privada de la renta agraria es el resorte de las perturbaciones sociales, de las crisis económicas, de la depresión del salario, del doloroso contraste entre la opulencia y la miseria.

El liberalismo social pretende revocar este diagnóstico. La renta agraria, escribe Oppenheimer, no es el agente morboso, sino manifestación del mismo.

Las grandes explotaciones agrícolas americanas serían imposibles sin el ejército de obreros disponibles, forzados a vender sus trabajos a precios irrisorios. El bajo salario hizo económica la gran producción agrícola, el menor costo de la producción, elevó el poder de la producción agraria americana con que venció en la concurrencia con la producción agraria europea.

El consumo aumentó con la baratura de los productos agrícolas, la amplitud del mercado, aumentó la ganancia. La ganancia es la savia de la gran producción agraria capitalista; sin ella no existiría, el capital sería aplicado a otra producción.

La reserva de obreros que condicionó el latifundio de explotación americano, que alimentó sus ganancias, sus gruesas rentas, provino de los latifundios europeos; los obreros vomitados por los latifundios europeos fueron a América a vivificar los latifundios americanos. Luego la causa primera de los latifundios americanos es la presión económica ejercida por los latifundios en Europa, arguye Oppenheimer.

Este razonamiento extrangula la tesis del liberalismo social. El factor dinámico de las migraciones en Europa se convierte en efecto de las migraciones en América. Según el más autorizado representante de la misma teoría, el latifundio impele la población y aspira la población; impele la población en la Prusia oriental, la aspira en América occidental. El latifundio, pues, es un extraño y raro factor del movimiento de la población; es causa al Este, es efecto al Oeste; a la derecha es un déspota que usurpa, que oprime, a la izquierda un súbdito que necesita ser socorrido, es un derivado, un reflejo. El meridiano, pues, decide de la verdad, como diría Pascal.

Los hechos son despiadados con la teoría de Oppenheimer.

Los mismos latifundios impelentes de la población en la Prusia oriental según ella, son el refugio de los trabajadores ambulantes, de los saisonarbeiter (*). A ellos acudieron los obreros rusos, húngaros, a llenar el vacío que habían dejado los emigrantes alemanes.

La despoblación, pues, fue un fenómeno aparente simplemente.

El movimiento de la población consistió en la sustitución de una categoría de obreros, por otra; de asalariados nacionales, por otros extranjeros; de obreros a salarios elevados, por otros de menor salario. El latifundio era como una bomba aspirante impelente de la población.

Los latifundios americanos no fueron tampoco núcleos de concentración de los obreros asalariados exclusivamente. Iniciada la expansión industrial, se operó en América también la urbanización precipitada y caótica. El torrente de la inmigración se bifurcó en dos: una a los centros urbanos, otra a los latifundios de explotación agrícola. Más tarde se produjo en los mismos latifundios una contra-corriente de la población a los centros industriales, el éxodo rural. El fenómeno de la transvasación de la población, de la ciudad a la campaña y de ésta a aquélla, existe también en América como en todos los países civilizados.

Los latifundios americanos, primero poblaron las regiones desiertas, las colonizaron, estimularon su explotación, su valorización. Poco después ejercitaron también respecto de la población la función de la bomba aspirante impelente, como en Prusia.

Luego el latifundio es un caprichoso demonio que puebla la tierra, la despuebla y la repuebla; aspira la población y la impele fuera de sí. Y si despuebla y repuebla, en conclusión no despuebla.

El liberalismo social pretende explicar todas las perturbaciones económicas con el factor único del latifundio de explotación. Y el latifundio no explica nada por sí solo: él también necesita explicación.

Es una doctrina de cartón. Decorada con pretensiosas máximas y principios con letras mayúsculas y etiquetas coloreadas. Basta golpearlo con los nudillos de los dedos para que suene a hueco.

El monopolio jurídico de la propiedad del suelo, no explica por sí solo las migraciones. Es preciso estudiar su acción, observar y analizar concretamente su ejercicio, para saber si la potencia que se le atribuye es efectiva. Es gibt Theorien die man nicht heftiger angreifen kann als dadurch, dass man sie vollständig entwickelt (*) (Max Steiner).

El monopolio de la propiedad del suelo, obra indirectamente, por medio del salario sobre las migraciones. El monopolio confiere el poder de decapitar el salario, de imponer el que convenga a los intereses del propietario, según el liberalismo social.

Este poder diabólico atribuido al latifundio es también imaginario en el régimen económico moderno. De él estaba dotado y de él abusó en el feudalismo; las libertades personales, la de contratar, de asociarse y de migrar lo han restringido, le han subyugado en nuestra época.

El latifundio mismo, es a veces determinado por el nivel del salario, el salario se impone al latifundio, y el latifundio se supedita al salario.

Las leyes liberales de Stein-Hardenberg en Prusia, extinguieron la omnipotencia de los latifundios. El progreso de la instrucción pública, la mayor amplitud y rapidez de las comunicaciones, el deseo de mayor bienestar, el sentimiento de la independencia personal, aumentaron las aspiraciones de los obreros. Las leyes liberales les acordaron medios para exigir su realización. La facultad de migrar libremente, secundada por la multiplicación de los medios baratos de transporte, dieron fuerza a sus reclamaciones en la campaña. El derecho de asociarse, y la organización efectiva de la clase obrera, les confirió el poder para resistir la imposición de la clase capitalista en los centros urbanos. El salario se elevó primero mediante esta organización, en los centros industriales. Antes de las leyes liberales, los salarios eran pagados en especie, en la campaña, con parte de la producción. En la gran producción agraria capitalista, los propietarios ávidos de mayor ganancia, no quisieron que los obreros tuviesen parte en ella. Ellos mismos impusieron la sustitución del salario natural por el salario en moneda, para evitar esa participación (1). Esta transformación del salario, favoreció la libertad de los obreros rurales, su movilidad, su independencia.

Cuando los salarios aumentaron en las industrias, exigieron ellos también mayor salario. Si sus exigencias no eran satisfechas, migraban.

La concentración urbana, disminuyó la oferta de obreros rurales, y la elevación de los salarios agrícolas se impuso a los grandes productores de cereales en la Prusia oriental, efectivamente.

Son, pues, los asalariados mismos los que impusieron la elevación del salario en los latifundios; fue el nuevo ambiente social creado por las leyes sociales liberales, el que ahogó su prepotencia.

Los grandes propietarios en vez de descontar el salario para elevar la renta, fueron forzados a roer la propia renta para pagar más altos salarios.

Desde 1850 el nivel del salario se elevaba sensiblemente en Alemania. Los grandes productores de cereales no podían resistir la concurrencia americana, precisamente porque los salarios habían aumentado, y no podían reducir el costo de la producción en la proporción en que cayeron los precios de los productos agrícolas (2).

De aquí la queja de los “agrarios” de los latifundios de explotación contra la falta de obreros, de “mano de obra”. En realidad no faltaban obreros; la verdad escondida en el fondo de esa queja es que los productores no podían y no querían pagar los salarios exigidos por los obreros.

Los obreros rurales migraron porque no se les pagó el salario que pueda compadecer con sus nuevas aspiraciones, no porque se les diezmaba sus salarios actuales. La facultad de migrar es la que en última instancia impuso un nuevo nivel del salario en los latifundios.

Los latifundios sufrieron grandes pérdidas a causa de la deserción de los obreros, de las nuevas aptitudes que adquirieron para la resistencia, en las épocas de las cosechas sobre todo. La pequeña propiedad quedó casi inafectada por esa transformación económica, porque en sus cultivos no se empleaban los obreros asalariados.

La libertad de migrar arrancó a los latifundios sus antiguos privilegios, lesionó sus intereses.

La amarga y eterna queja de los grandes productores agrarios del Este de Alemania, el problema de la falta de obreros, Die Leutot, denuncian cuán sensible ha sido esa lesión.

Y porque ese golpe ha recibido de la libertad de migrar, exigen siempre como solución de ese problema, la restricción de esa libertad, el restablecimiento de la vinculación del obrero en el suelo, de las trabas medioevales de la libertad (3).

El éxodo rural lastima los intereses de los grandes latifundios, y por eso los “agrarios” en Alemania se preocupan de inmovilizar la clase obrera en la campaña. Esta tendencia reaccionaria se traduce en la ley de Rentengut (*), sancionada en Prusia a iniciativa de  V. Miquel (4).

La elevación del salario de los obreros alemanes, determinó la aplicación de obreros extranjeros, los saisonarbeiter. Este cambio ha sido impuesto por las transformaciones del mercado, no por la voluntaria decisión do los grandes propietarios. Los obreros extranjeros ambulantes eran de calidad inferior a los alemanes, y el salario que exigían era siempre mucho más elevado que el que se pagaba antes de la concurrencia americana. Los latifundios, pues, estuvieron obligados a pagar salarios más elevados a obreros de peor calidad, a pesar de la depresión de los precios de los productos agrícolas, desde mediados del siglo XIX en Prusia.

Los obreros ambulantes, saisonarbeiter, son un recurso efímero de los latifundios. La oferta de los mismos disminuirá en proporción que se intensifique la agricultura en los países de que provienen, tales como Rusia, Austria, los países balcánicos, Italia. Y la intensificación de la producción agrícola en esos países será impuesta por el aumento de la población (5).

La elevación de los salarios ha estimulado a veces la constitución de los latifundios. Cuando la población rural se enrarece e impulsa arriba el salario, son más económicas las explotaciones agrarias extensivas.

La evolución agrícola en Inglaterra confirma esta aserción. En Inglaterra también la concurrencia americana, desde que se adoptó el régimen del libre cambio -1846- trazó nuevas rutas a la gran explotación agraria. Esa concurrencia determinó la derivación de la agricultura en la ganadería, la transformación die las tierras labrantías en dehesas, la de la pequeña propiedad en la gran propiedad inmueble.

La importancia de los productos americanos, rebajó los precios, y la elevación del salario, imposibilitó la reducción necesaria del costo de producción. En la misma época, en efecto, en que culminó la concurrencia americana, los salarios rurales se elevaron sensiblemente. El monto del salario fue una de las más poderosas causas determinantes de las explotaciones agrarias.

En Prusia también la elevación del salario influyó en la concentración de la propiedad inmueble. El progreso industrial, y las reformas sociales, produjeron un desnivel entre el salario rural y el industrial. La clase obrera rural se sintió atraída fuera de la campaña. La pequeña producción agrícola fue menos económica, por la baja de los precios, la pequeña propiedad fue menos atractiva, al par que las diversas causas sociales aumentaban la atracción a las ciudades. Las ventajas de la expansión económica de los países nuevos constituyeron también una seductora perspectiva para ellos. Estos estímulos económicos determinaron la venta de las pequeñas propiedades, las migraciones, los latifundios y la gran producción agrícola extensiva.

Más tarde, cuando la presión de la concurrencia americana fue más intensa, y cuando la elevación del salario debilitó las fuerzas de resistencia de la agricultura, se operó en Alemania también la transición gradual de la agricultura a la ganadería, la conversión de las tierras cultivadas en “pasto” (6). Esta transición fue más lenta, menos comprensiva, menos amplia en Alemania que en Inglaterra. Las condiciones climatológicas la impulsaron en esta y la obstaculizaron en aquella (7).

No cabe negar que en determinadas etapas de la evolución económica los latifundios pueden lograr elevar la renta y debilitar el salario. Pero esta prosperidad esta efímera en el régimen económico moderno. La elevación de las rentas, valorizará las tierras menos fértiles, los cultivos agrícolas se multiplicarán e intensificarán, y la mayor producción reducirá los precios de los productos y las rentas agrarias (8).

Efectivamente, desde mediados del siglo XIX la renta agraria rural, cayó en toda Europa (9). La predicción de Ricardo fue desmentida por los hechos, el pedestal de las quimeras de Henry George se despedazó.

Los latifundios, a pesar del poder despótico con que les obsequió el liberalismo social, fueron impotentes para impedir su propia ruina. En el siglo XVIII el Estado obedecía a los intereses de la oligarquía agraria; desde mediados del siglo XIX en Alemania, la antigua oligarquía pedía al Estado le socorra para mantenerse de pie. De aquí su campaña a favor de la protección aduanera, de los derechos prohibitivos, el Schutzzoll. (*), para escudarse contra los golpes de la concurrencia americana.

Los datos estadísticos invocados por Oppenheimer no pueden salvar del naufragio a su teoría. Es verdad que el éxodo rural fue mayor en Prusia oriental, región de los latifundios, que al Sud-Oeste de Alemania, donde los cultivos agrícolas son intensivos; pero la deducción es falsa, la conclusión contradice las premisas.

La mayor migración del Este de Prusia, no prueba el decreto de expulsión de los latifundios. Es natural que ella haya sido mayor en esa región, porque en ella estaba como concentrada por causas económicas o históricas la clase asalariada, emancipada por las leyes Stein-Hardenberg. Y la clase obrera asalariada es siempre la más movediza. La movilización de esa clase no fue decretada por los grandes propietarios; al contrario, fue tenazmente combatida y estorbada por ellos (10).

La emancipación del proletariado rural en Prusia, la abolición del Erbuntertanigkeit (*), las migraciones, arruinaron muchas grandes explotaciones rurales capitalistas. Las migraciones por consiguiente no pueden haber sido impuestas por la opresión despótica de los latifundios. No cabe concebir que latifundios empleen su propio poder en castigarse a sí mismos, en contrariar sus propios intereses.

El latifundio, pues, no es el inflexible brazo de acero que oprime y empuja la población rural en todas direcciones; que comprime el salario según el capricho del interés personal; que dicta las transformaciones económicas.

El latifundio cede a las exigencias del mercado pasivamente, se pliega a sus cambios, obedece a imposiciones externas. No es el punto de llegada. Las causas de la variación del salario son múltiples, son sociales.

El liberalismo social ha generalizado la antigua prepotencia de los latifundios, la anterior al triunfo del liberalismo económico, a los efectos del moderno régimen económico. Y esa generalización es abusiva, errónea; es un dogmatismo peligroso, extraviado. Considera como inexistentes los hechos actuales y como existentes todavía los que existieron antes, y han dejado de existir en gran parte. Una verdad limitada es el principio de su error. Hay algo en lo que dice pero no dice todo lo que hay.

El latifundio es un poder fallido. Atacado por todos los flancos, se encuentra en retirada. Y si las manifestaciones de la evolución económica actual no engañan, esa retirada se convertirá en plena derrota en lo porvenir.

Si el latifundio tuviera el poder de imponer el salario, el de usurpar despiadadamente el producto del trabajo, no sería, con todo, el factor de las migraciones. La influencia del salario en el movimiento de la población es fugaz e intermitente. Ni la elevación, ni la baja del salario atraen o impulsan necesariamente los desplazamientos de un lugar a otro de parte de la población.

La concentración urbana es un fenómeno universal y constante. Ella existe hasta en Dinamarca, donde el latifundio ejerce escasa influencia. El éxodo rural, también procede de las pequeñas propiedades inmuebles donde apenas si existen obreros asalariados.

El salario no ha sido siempre mayor en los centros industriales, que en la campaña.

Muchos trabajadores rurales, y pequeños propietarios abandonan sus ocupaciones, sus tierras y van a vivir con infinitas penurias en las ciudades. Otros viven con grandes privaciones en la ciudad, a pesar de ofrecérseles hasta tierras propias gratuitamente para regresar a la campaña (11).

El éxodo rural se mueve como automáticamente, con cierta misteriosa espontaneidad y con una persistencia sorprendente. El retorno de la población urbana a la campaña, es pesado, perezoso, difícil, como si remontase una pendiente. Desde hace más de un siglo suena la potente voz de alarma Back to the land (*) en los gigantescos centros urbanos ingleses. Y sin embargo, la concentración de la población y la emigración no ha detenido su movimiento siempre creciente, y el año 1913 alcanzaron proporciones casi sin paralelo en su historia. La ley de Allotment 1887, así como la de 1892, fueron frustradas porque no había demanda de la pequeña propiedad.

Centenares de sistemas, de colonias, de tierras gratuitas, de elevados salarios, de créditos, mil formas de protección directa, costosos esfuerzos frustrados, proclaman en la historia económica de todos los países, desde Escocia, hasta Australia y Nueva Zelandia, cuán difícil es descentralizar la población.

Estos hechos enseñan que el salario, tampoco es el primer factor dinámico de las migraciones. Enseñan sobre todo que la actividad humana no está dominada por impulsos económicos solamente. Motivos sociales dominan ese impulso en la sociedad.

El defecto capital del liberalismo social es su unilateralidad, su exclusivismo, su dogmatismo. En él, la “presión” económica de los latifundios es el único resorte de las migraciones.

Aun cuando esa presión fuera efectivamente el factor dinámico de las migraciones, la teoría sería incompleta.

Su falta no consistiría en defender lo falso sino en afirmar una verdad con exclusión de otra. Las causas de impulsión de las migraciones son complejas, son múltiples.

El defecto del liberalismo social, además consiste en prescindir de las causas de atracción de las migraciones.

La fuerza centrípeta de las ciudades, las que imantan la inmigración en los países nuevos, las causas finales, han sido en determinados períodos de la historia, más poderosas que las causas eficientes, expulsoras, y a veces las únicas de las grandes corrientes de la población.

Los primeros emigrantes a América no fueron el residuo del pauperismo europeo. Muchos pequeños propietarios mismos vendieron o hipotecaron sus propiedades inmuebles para emigrar.

Eran hombres audaces, ambiciosos, intrépidos, que desafiaban el misterio, se lanzaban a países lejanos e ignorados, para realizar un ideal político, religioso o de mero bienestar personal.

Los más no fueron impulsados por la miseria, sino seducidos por la esperanza de aumentar la suma de su personalidad, de adquirir las condiciones de una vida independiente, y más desahogada.

La emigración de la clase proletaria inculta, la de los obreros manuales de Italia, Rusia y Hungría, ha llegado a su apogeo recién a principios del siglo XX. Los primeros emigrantes fueron a hacerse propietarios, con pequeños en capitales, a enriquecerse. La emigración moderna suple la demanda de obreros manuales baratos en las industrias americanas. Aquellos impulsaron el desate de la agricultura americana; éstos el de la industria manufacturera.

A mediados del siglo XIX la emigración alemana fue inmantada, sugestionada sobre todo por las perspectiva de vida mejor allende el océano, no impelida por la “presión” de los latifundios, o la miseria. Así se comprende que la población rural se encogiese precisamente cuando el salario aumentaba, y las condiciones de vida mejoraban, justamente en el período de convalescencia social, después del feudalismo, cuando el liberalismo robustecía el organismo económico como un prodigioso estimulante.

El liberalismo social adopta la vieja fórmula del egoísmo, del interés personal perteneciente al liberalismo clásico y por consiguiente se ha dejado contagiar por todos sus errores.

Los intereses egoístas no son los únicos móviles de los actos económicos del hombre, y mucho menos de todos los actos humanos; no explican por sí solos ni el proceso económico ni el social.

La cultura en su lenta elaboración durante siglos, ha remolcado el primitivo egoísmo humano; ha infundido en él elementos éticos. El interés de la familia, el de la conservación de la unidad social, imprimen nueva dirección al egoísmo individual en las sociedades contemporáneas. El viejo liberalismo individualista tuvo en parte razón. Efectivamente son nuestras propias necesidades las que nos imponen el esfuerzo por satisfacerlas (12). Aparentemente, el interés personal mueve todo el organismo social. En una gran ciudad, ese interés provee de alimentos a la población, mueve a los trenes, las fábricas y alimenta las vanidades. El comercio provee a todos desde los medios más esenciales para conservar la vida hasta las bagatelas que complacen la fantasía (13).

Esta apariencia ha inspirado la creencia de que el interés privado anima la actividad y es capaz de establecer la armonía social. Pero ella es una falsa abstracción.

Muchas instituciones actuales han derivado del altruismo en el pasado (14). No todas las necesidades humanas podrían ser satisfechas sin la compasión, la amistad, el amor, el sentimiento del deber y del derecho.

Al iniciarse el liberalismo, el egoísmo fue la fuerza motriz del desenvolvimiento material de la civilización. El caos que engendró, fue corregido por la cooperación social, la solidaridad, el altruismo. En las sociedades actuales, los motivos altruistas deciden, también de los actos económicos. Ellos dan adecuada dirección social al interés personal. La escuela económica alemana, representada por Wagner, Schmöller, Schoenberg y Brentano, ha enseñado con irrefutable autoridad este atributo de la actividad económica.

El egoísmo, la actividad para obtener con el menor esfuerzo el mayor beneficio, es natural y moralmente legítima. Pero el egoísmo no es una potencia fija, de intensidad permanente, como una ley física. La actividad que de el deriva obedece a las orientaciones de la educación, de las costumbres, de la moral, de la cultura.

Los motivos de la voluntaria determinación a obrar gobiernan, guían la actividad. La variedad de esos motivos imprime diversas orientaciones a la actividad económica.

El honor, la ambición, el espíritu de clase, la vanidad, el temor al castigo, la vergüenza, la reprobación social, la esperanza de la recompensa, de aprobación, de aplauso, el ansia de notoriedad..., también determinan los actos económicos. Estos motivos se multiplican y vigorizan con el progreso de la cultura (15),

La actividad económica nacional tiene un aparente carácter positivo, amoral, material; parece no tuviera por objeto más que la adquisición, la producción la repartición y el consumo de la riqueza material. Estos intereses parecen fueran el eje de las luchas sociales, de las más encontradas preocupaciones humanas.

Esta apariencia sin embargo cubre una finalidad ética, inmaterial, educativa, real y esencial a la actividad económica.

La actividad económica no se ejercita aislada en la sociedad; está vinculada en los fines morales, intelectuales, estéticos, jurídicos, sociales.

Científicamente, por exigencias del método, puede abstraerse la actividad económica, de la política, la moral, la religiosa, la estética, cultural, para formular sus leyes, sus principios (16).

En la vida social, real, integra, no existe desprendida de las condiciones mórales, jurídicas, intelectuales,... del bienestar social; ella es una actividad cooperante en el proceso de la cultura social, es base del cumplimiento de los deberes sociales.

De una actividad específica de producción se dice que es económica cuando lo producido excede tal costo de la producción. Aun cuando existiese producción efectiva, la actividad no sería económica, según esta acepción de la palabra, si no fuera ventajosa, si el balance entre los beneficios y los gastos no fuera favorable al productor (17).

Este atributo especial de la actividad productiva, es base de la prosperidad económica, material, es condición del progreso. Pero algunas escuelas económicas, y algunas teorías científicas han deducido de él erróneas conclusiones. Se ha apoyado esta falsedad como un postulado de que la actividad económica no tiene otro estímulo, otro móvil, que obtener el máximo de ventajas con el mismo costo. Se ha considerado que la producción económica, es el fin primordial de la actividad económica. Esta deducción es extraviada.

La riqueza y la ganancia son fenómenos económicos primarios; pero no solo los únicos —Weheder. Natinn die das glaubt und danach handelt (*),— escribió Onken.

La economía no es meramente una actividad productiva. La producción es un medio, no un fin de la plena actividad económica. La producción debe condicionar el bienestar general, debe satisfacer las necesidades morales, estéticas, intelectuales, no debe quebrantar sino vigorizar los principios de justicia, de equidad, de moralidad. “Lo que interesa a la sociedad no es la cantidad producida, sino la amplitud con que ella contribuye al desarrollo de la vida personal”.

Una de las fuerzas productivas es el hombre. Y si el fin económico no fuera más que la mayor producción lucrativa, podría realizarla a costa de la degradación de la dignidad humana, podría convertirse al hombre en instrumento material de la ganancia. Los sufrimientos de una clase alimentarían los goces y la orgullosa opulencia de otra.

Un trust podría acaparar todas las fuentes de la producción nacional económica en el Paraguay, por ejemplo. La aplicación del capital, de métodos científicos, centuplica la producción. Pero preocupado de las ventajas egoístas podría exagerar arbitrariamente los precios de consumo, exportar todos los productos. La exportación podría abultar, elevarse, adquirir las dimensiones de una montaña; la ganancia de una empresa multiplicarse cada día. Y sin embargo la población nacional viviría esclava de tiránicas privaciones, se degradaría y sufriría. El provecho de las empresas subiría a las nubes, la población nacional se hundiría en el abismo. La riqueza producida, la que debiera dignificar al hombre, emanciparle de las necesidades, la riqueza producida con el trabajo del paraguayo, serviría como instrumento de opresión del mismo paraguayo.

La actividad económica podría ser demasiado productiva, muy “económica”, pero tal economía nacional sería monstruosa, criminal, patológica, no sería la actividad propia de un organismo social, de una actividad orgánica, vinculada en los deberes de justicia social.

La actividad que no tiene otro fin que la producción, el lucro, la que movida sólo por el interés colectivo, puede ser productiva, pero no una verdadera y plena actividad económica. Tal actividad es incompleta, espúrea, enferma.

Un hombre sano que formase una fortuna con defraudación, el dolo, la malicia, que sustituyese una especie “financismo paraguayo” al trabajo honesto, ejercitaría una actividad muy productiva, obtendría el mayor provecho con el menor esfuerzo, satisfaría su interés egoísta.

Esa actividad sin embargo sería insocial. A tal “financista” habría que fabricarle una sociedad especial como se fabrica una barraca de madera, o encerrarle en un calabozo.

Ella repugna a la naturaleza psicológica al carácter ético y social del hombre actual.

Luego las determinaciones de los intereses egoístas no son la única ley de la actividad humana, así como una “ley única de todos los gases”.

Y porque los intereses egoístas no son el único resorte de la actividad humana, ni la producción “económica” su único fin, el latifundio no puede ser el primer factor dinámico de las migraciones.

La fuerza que arrastró a las multitudes hipnotizadas, en las cruzadas, no fueron la ambición de la riqueza, los cálculos fríos del egoísmo. El renacimiento italiano no fue tampoco determinado por intereses económicos (18).

Las migraciones de la población han existido en todos los tiempos. Las causas de las migraciones no han sido siempre las mismas, no han sido siempre necesidades económicas, y mucho menos “la presión” ejercida sobre el salario por los latifundios.

Todos los años migra a América la parte más escogida, la élite, de los artistas de Europa. La perspectiva de la ganancia los atrae; pero no es empujada por los latifundios.

La gran peregrinación de estudiantes de todas parlen del mundo a institutos de enseñanza europeos, los desocupados y los rentistas extranjeros que van a ambular por las alamedas de París, constituyen ciertamente migraciones de la población y sin embargo ni los intereses económicos, ni las caprichosas incomodidades de los latifundios, influyen en ellos. En vez de ganar, gastan dinero, en vez de buscar pequeñas propiedades, abandonan sus propiedades.

Hay pues evidentemente migraciones en todos los países que no son “vómitos” de los latifundios.

Cabría argüir en representación del liberalismo social, a vista de estas objeciones que la acumulación de la propiedad inmueble, sustrae su posesión y usufructo privado a la clase obrera y que esa desposesión agraria le arroja fuera de la campaña.

Esta argumentación trasladaría la causa del éxodo rural de la presión del latifundio a la carencia de la pequeña propiedad a su absorción y extinción; convertiría el latifundio de factor positivo, en factor negativo de las migraciones. Los latifundios de posesión muerta, la propiedad de grandes extensiones de tierras inexplotadas, los destinados a la caza, al sport. Como en Escocia y en Tirol las propiedades de las iglesias, de los claustros, los aplicados a la especulación, a aprovechar la valorización pasiva del suelo, serían factores de la migración.

Pero entonces la teoría estaría trasladada a otra barca. El liberalismo social, en efecto, imputa el éxodo rural a la presión del latifundio sobre el salario, a su arbitrario poder de restringirlo para aumentar la renta. El latifundio considerado como factor de las migraciones, es el económico de explotación. Según la definición de Oppenheimer, hay en el latifundio obreros asalariados y producción capitalista. En los latifundios inexplotados no hay gran producción para el mercado, aplicación de capitales, obreros asalariados.

En concepto del liberalismo social el latifundio es un agente dinámico de la despoblación rural. Y los latifundios inexplotados no despueblan, no pueden despoblar las tierras sustraídas a la población, a las posiciones pequeñas, al trabajo. No despueblan: impiden que la tierra sea poblada.

Ellos, pues, no están incluidos en la definición de Oppenheimer. Sin embargo, aun cuando Los hubiese comprendido, la doctrina no quedaría comprobada, tampoco podría sobrenadar.

Estos latifundios no pueden ser considerados, ni como indirecta causa de la despoblación rural.

No es la carencia de la pequeña propiedad rural, la causa del éxodo rural, en todos los casos. A veces es el éxodo rural mismo la causa de la concentración de la propiedad inmueble, de la absorción de la pequeña propiedad por la grande.

De las regiones donde predominan los pequeños cultivos agrícolas, también migra gran parte de la población.

Está demostrado hoy que los pequeños cultivos, no pueden ocupar todo el crecimiento natural de la población. Hay en ellos un excedente de la población, forzada a vagabundear, a buscar medio de vida en otros trabajos.

Además, en la época moderna, gran parte de la población rural no puede resignarse a vivir de los productos del suelo solamente, en apartados retiros, en la atmósfera de aburrimiento, de hastío, de fastidio y de tedio.

La primitiva vida rural patriarcal ya no compadece con la edad del ferrocarril, de los periódicos, la comunicación barata, y la educación obligatoria en la campanil. Otras ambiciones le alientan, la de distinguirse, de distraerse, de elevarse, de perfeccionarse. Hay en los campesinos también necesidades morales, intelectuales, estéticas, que rompen la resignación a la vida rural vegetativa, que priman sobre los intereses económicos, materiales. Por estos motivos muchos pequeños propietarios mismos migran a los centros donde hay superiores ventajas intelectuales y sociales para la vida. Por consiguiente aun cuando se realizase la quimera del liberalismo social, de la participación agraria proporcional a las aptitudes y necesidades de cada familia, habría migraciones.

Los latifundios inexplotados ejercen actualmente muy modesta influencia como obstáculo de la población de la tierra. En todas partes van extinguiéndose gradualmente. En pocos países de Europa restan en número relativamente pequeño. Son un lujo que sólo puede ser conservado por los pocos resignados a sufrir las grandes pérdidas que representa su inexplotación.

El peor enemigo, de esos latifundios es la valoración de las tierras, la mayor demanda de las mismas y los impuestos. A los propietarios les conviene más arrendarlos: venderlos por lotes. Hasta en Inglaterra se han movilizado esos latifundios, han entrado en el comercio en los últimos tiempos.

Hay también, otra categoría de latifundios que el liberalismo social no tiene en cuenta y que refuta sus conclusiones.

Existen grandes latifundios explotados que no constituyen los latifundios de explotación capitalista. Los latifundios de Inglaterra, de Irlanda a mediados del siglo XIX, los de Cicilia, están sometidos al sistema de arrendamientos. La propiedad real está concentrada en pocos propietarios; la explotación del inmueble se efectúa por los arrendatarios, los pequeños poseedores. Esta explotación no es capitalista, no es la gran producción para el mercado; los cultivadores no son asalariados. Estos latifundios también pueblan.

Irlanda, antes de la gran crisis de Potatoe desease (*) 1846-1847 (19), estaba más bien superpoblada. En 1841 la población irlandesa alcanzó el máximo de 8.175.124, el mismo año también las pequeñas posesiones estaban en su apogeo. Había, el año 1841, 390.431 posesiones de 1 a 5 acres; 252,799 de 5 a 15 acres. Antes, ni después jumas han llegado a ese número.

Los grandes latifundios de propiedad inmueble estaban en su auge; los cultivadores eran pequeños locatarios del suelo.

La gran emigración de Irlanda, fue causada por un sistema ruinoso de explotación. Los cultivadores no pudieron resistir la mala cosecha, principalmente porque sus posesiones eran demasiado pequeñas y la producción uniforme. En general, los emigrantes no fueron directamente desahuciados por los grandes propietarios de inmuebles.

En vez del latifundio, fue el sistema de repartición agraria recomendado por el mismo liberalismo social, las pequeñas posesiones, el motor de la emigración.

El liberalismo social juzga que el latifundio, despuebla, y la pequeña propiedad ancla la población en el suelo, y los hechos constatan que en ciertas faces de la evolución económica el latifundio multiplica la población, y la pequeña propiedad despuebla. Sin embargo, propone como medio para atajar las migraciones, la dislocación de los latifundios y la multiplicación de la pequeña propiedad. Esto equivale a pretender curar el mal con su propia causa. En último análisis, el liberalismo social es una extravagante homeopatía agraria.

El liberalismo social acusa al latifundio de todos los desórdenes sociales. Hace inculpaciones sectarias, no es un estudio científico, imparcial, positivo, de su origen, sus resultados, sus leyes. Le imputa perturbaciones que manifiestamente no derivan de él; pero se aparta sistemáticamente de algunos de sus directos efectos, y de sus beneficios. Y esta parcialidad deforma la verdad, falsea los hechos, enerva sus conclusiones.

El latifundio, también ejercita en determinados lares de la evolución económica, funciones útiles necesarias. Los latifundios estimularon el florecimiento de la agricultura en el siglo XVIII en Inglaterra. La gran producción de cereales, condicionó el perfeccionamiento de la técnica y la economía agraria; aplicó instrumentos perfeccionados de producción, procedimientos científicos y capitales a la explotación agrícola; inició la agricultura racional. La gran producción agraria capitalista ejercitó una benéfica función directora, educadora en la economía rural, y fomentó la riqueza nacional (20). En los progresos de la agricultura inglesa se inspiraron las grandes reformas agrícolas en el continente europeo. En ellos se informó Thaer en su tarea de racionalización de la agricultura alemana.

La gran producción agraria inglesa lesionó, sin duda, algunos intereses de clase, produjo desgarramiento dolorosos en el organismo económico. Pero las dislocaciones por ella producidas condicionaron la transición al perfeccionamiento, no a la regresión, de la producción económica nacional.

En la época de la gran depresión agrícola producida por la concurrencia americana, los latifundios ingleses ejercitaron, también una útil función de asistencia económica. El sistema de arrendamiento aplicado en la explotación de los mismos, atenuó los efectos de la concurrencia y facilitó la transición económica. Los grandes propietarios soportaron parte de las pérdidas de los cultivadores; las cargas repartidas entre los locadores y locatarios, fueron mucho más leves. Se estableció entre ambos una cooperación recíproca que disminuyó las pérdidas y aceleró la adaptación económica impuesta por las transformaciones del mercado internacional.

En Alemania, también la gran propiedad inmueble aportó ventajas sociales, económicas, técnicas, políticas a la población. En la administración pública, en los municipios, en la policía, en la enseñanza, ejerció funciones educativas y directivas (21).

En América los latifundios, la especulación, contribuyeron a poblar las regiones vírgenes del oeste con celeridad vertiginosa. Los ferrocarriles, la efervescencia de los negocios, la pasión de la ganancia, el aumento de la riqueza, la expansión económica nacional, fueron alentados por los grandes propietarios y especuladores.

Teóricamente la pequeña propiedad es más ventajosa que la grande, y más necesaria en Europa sobre todo. Cabe concebir el sistema de repartición del suelo a 5 o 10 hectáreas por familia en los países viejos, densamente poblados, donde la demanda de pequeñas tierras labrantías, es intensa y los precios de las tierras elevados, tal como preconiza el utópico del liberalismo social. En los países nuevos, donde la población es dispersa, escasa, y donde las tierras fértiles abundan y son relativamente baratas, es imposible su realización.

La pequeña propiedad supone el cultivo intenso y este régimen de cultivo no depende de la voluntad del cultivador, sino de las condiciones del mercado, del grado de desarrollo económico del país. La pequeña propiedad requiere población densa, preparación especial en los cultivadores, cooperación, crédito, medios de transporte y consumo y precio ventajosos de los productos propios de los pequeños cultivos.

Si no existe esta especie de atmósfera económica, en un país, en una época determinada todos los esfuerzos para formar por medios artificiales la pequeña propiedad rural, serán infructuosos.

En las primeras fases de la evolución económica, en un país la producción agrícola ha de ser necesariamente extensiva, predominarán los latifundios de explotación, la gran producción capitalista agraria.

La Argentina no se enriquecería con el cultivo de lentejas, con confiscar los latifundios, con repartir 10 hectáreas a cada una de las familias de su diminuta población. La pequeña propiedad no puede producir la prodigiosa cantidad de trigo y carne que ella exporta.

Su gran exportación es la proyección natural de los latifundios económicos de explotación.

Los latifundios en ciertos países, respecto de determinadas producciones, en regiones adecuadas, son factores poderosos, esenciales de la expansión económica. Pueblan los desiertos, aportan capital, animan el trabajo. No podrían despoblar regiones inhabitadas y vírgenes, absorben la población porque gracias al bajo precio de las tierras, pueden pagar mejor salario.

El latifundio por consiguiente no es el diente ponzoñoso que inficiona el organismo económico, que relaja las normales funciones sociales, y engendra las migraciones. El latifundio, también puede vigorizar la economía nacional, servir de base al bienestar social, y poblar.

Las migraciones son un fenómeno social, de gran complejidad. Sus causas son variadas, numerosas, a pesar de su aparente simplicidad y uniformidad.

La creencia de que el latifundio económico de explotación es el único factor dinámico de las migraciones, el único agente morboso de todas las perturbaciones sociales, es pueril.

Esa creencia abrigan los pocos adeptos del liberalismo social; ella existe, pero no es científica, no es una sana interpretación de los hechos, de la realidad. El absolutismo en las teorías científicas no es menos desgraciado que en la política.

El latifundio no es la única, ni la principal causa de las migraciones. Las migraciones no son una nociva perturbación social en todos los casos. Migraciones hubo en la historia que fueron vehículos de civilización y cultura; que las han renovado, rejuvenecido y han hecho retoñar.

Luego, si el latifundio fuese el único factor de las mismas, no sería el de todas las perturbaciones sociales, tampoco.

El latifundio es una de las formas de la repartición del suelo. Y no se conoce hasta ahora una forma típica, ideal de esa repartición. Cada época, cada país, cada categoría de la producción agraria, cada etapa de la evolución económica, requiere una distribución propia del suelo (22).

El latifundio puede producir desplazamientos transitorios de la población, sin duda. Si bruscamente se convierten tierras labrantías densamente pobladas, en dehesas, se las aplica a la ganadería, o a la gran producción extensiva, claro está, la población será impelida a otra parte. En realidad la despoblación local será causada en este caso por una pasajera desadaptación, entre diferentes producciones, por un proceso de transición, determinado por las condiciones generales económicas. La transición podrá causar pérdidas a determinadas clases de la población, pero desde el punto de vista de la economía nacional, puede ser necesaria, ventajosa, progresiva. Toda gran reforma disloca siempre el sistema preestablecido y lesiona algunos intereses privados, transitoriamente. Toda gran creación súbita rompe el equilibrio anterior. El progreso, también tiene su costo de producción. El malestar social engendrado por los progresos económicos, no contradice esos progresos: es un síntoma de la transición a un plano superior de reorganización.

Las pequeñas propiedades inmuebles, también tienen sus desventajas. Sus cultivadores se habitúan a una vida vegetativa, atrasada y miserable; se extenúan en ellos la voluntad, la energía personal para elevarse, progresar. No pueden aplicar los progresos técnicos, y para suplirlos, se someten a trabajos excesivos que degradan la personalidad humana. Imponen trabajo excesivo a los niños, estorban su educación, su cultura, favorecen la ignorancia (23). Suspicaces, viven rígidos en un organismo estrecho; aisladas no saben aprovechar las fuerzas de la cooperación; rutinarios, se asustan de toda reforma, atajan la racionalización de la agricultura.

Con la abolición de los latifundios solamente, o con sustituirlos por la pequeña propiedad agraria, no se podrá prevenir las migraciones, y mucho menos todas las perturbaciones sociales.

En la economía agraria se impone el relativismo del juicio. Ninguna institución económica es absolutamente buena o mala.

Toda institución humana es la mejor en ciertos casos, la peor en otros. El latifundio, agente de desequilibrio en determinadas condiciones económicas, puede ser necesario, productivo, elemento del progreso económico, en otras.

Hay que prevenirse contra las sugestiones de las fórmulas absolutas, dogmáticas, verbales del liberalismo social, respecto del latifundio. Las formulas dogmáticas son menos generales a medida que se profundizan los hechos.

El relativismo no puede coagularse tampoco en el quietismo, en la inacción, en la justificación de lodo cuanto existe porque solamente ha existido. Un vicio no puede ser corregido con otro vicio.

Hay que reformar, hay que intentar corregir en cada caso los desórdenes económicos que la experiencia revele. Para eso es preciso un trabajo serio, inteligente, continuo; es preciso investigar sus causas morales y psicológicas. Las reformas deben ser rumiadas, inducidas de la realidad concreta.

Las migraciones no se atajarán en el Paraguay con grandes palabras, con fórmulas absolutas, universales, basadas en generalizaciones huecas, abusivas, audaces, en esa especie de patinaje científico, que resbala sobre la superficie de los hechos, y no penetra en el fondo.

Los latifundios deben ser respetados si son necesarios, reformados si entorpecen el desarrollo económico.

La legislación agraria debe fomentar el latifundio o la pequeña propiedad, o ambos equilibrados, según las diferentes mutaciones de la economía nacional.

Esto no sería una veleidad caprichosa, un oportunismo miope, sino consecuencia con las determinaciones de la realidad. La verdadera inconsecuencia consiste en no aplicar nuevas instituciones, en reformar cuando la base de la realidad ha cambiado; en no cambiar cuando la rivalidad cambia, y en cambiar cuando ella permanece la misma. Cambiar cuando las circunstancias cambian no es inconsecuencia. Generalmente lo que se llama inconsecuencia no es más que la multiplicación de la personalidad. Quand on varié die bonne foi, avec reflexión et sans intéret personnel, il est clair qu’on entend varier vers le mieux” (*) (Jules Lamaitre).


NOTAS

(*) Trabajadores estacionales, “obreros ambulantes".

(*) Hay teorías que no se pueden atacar más enérgicamente que desarrollándolas completamente.

(1)     David; Sozialismus und Landwirtschatf, 1903.

(2) M. Siring; Die Landwirtschaftliche Konkurrenz Nordamerikanische Gegenwart und Zukuntf, 1887.

(3) L. Brentano, 1914.

(*) Producto de la renta.

(4) Ley de 25 de Junio de 1890.

(5) Hildebrand; Die ErsdhüHerung der Industrieherrschafl.

(6) Schäffle.

(7) M. Sering; J. Conrad.

(8) Lexis.

(9) Leroy-Beaulieu.

(*) Protección aduanera.

(10) F. Knapp.

(*) Súbdito por herencia.

(11)   E. Bernstein; Die heutige Socialdemokratie in Theorie und Praxis, 1905

(*) Volver a la tierra.

(12) Hesse.

(13) Lyonell Taylor; Conferencia en la Facultad de Economía; Londres 1912

(14) F. Lange.

(15) .Schoenberg.

(16) J. Kevnes; Scope and Method of Political Economy.

(17) Adolf Kramer.

(*) Una nación que cree en eso y actúa de acuerdo a ello.

(18) K. Lamprecht.

(*) Plaga de la Papa.,

(19) Alfred. Russell Wallace; Land Nationalitation, 1882. En 1821 Irlanda tenía 6.801.827 habitantes; en 1901, 4.416.564. En 1905 había solamente 62.126 posesiones de 1-5 acres y 154.560 de 5.-15 acres.

(20) H. O. Meredith.

(21)  Shäffle.

(22) Adolf Wagner.

(23) Kautsky; Die Agrarfrage, 1889.

(*) Cuando se cambia de buena fe, con reflexión y sin interés personal, es claro que se cambia hacia lo mejor,




CAPITULO IV

EL LATIFUNDIO EN EL PARAGUAY

 

En el Paraguay el latifundio no es el factor directo de las migraciones y no puede ser el único factor de ellas.

Existen en él los latifundios de posesión muerta, las grandes propiedades inmuebles, inmovilizadas, que esperan pasivamente la valorización espontánea. Ellos podrían ser considerados como agentes preventivos de la población del suelo. Pero ejercen actualmente débil influencia en el movimiento de la población rural. Representan más bien posibles influencias perturbadoras de la estabilidad de la población rural en el futuro, que actuales estorbos del aumento de la población.

Los latifundios de explotación, los hatos, los yerbales, los “quebrachales”, por el contrario son potencias que ejercitan compleja acción sobre la población. Influyen no solamente en su movimiento, sino también en su bienestar, en su cultura, en su vigor físico.

No cabe afirmar respecto de los latifundios en general que son los factores de la emigración.

En la Argentina hay más latifundios que en el Paraguay y abarcan una extensión superficial mucho más considerable. Y sin embargo, en el Paraguay, que no tiene ni la décima parte de la población argentina la emigración es muchas veces mayor.

Los yerbales, los quebrachales y otras explotaciones semejantes son fuerzas centrípetas de la clase obrera, la concentran en las regiones desiertas, no la expulsan. Ellas producen tal vez caóticas concentraciones de la población, dentro del territorio nacional, extenúan tal vez la elasticidad de otras explotaciones y el vigor de la raza; pero evidentemente, no son las fuerzas que impulsan la emigración.

La ganadería extensiva ahorra la mano de obra, y desarraiga la población rural del suelo. Sin embargo, ella es y será siempre una de las más poderosas energías de la producción económica nacional. Y como toda producción, necesita del trabajo, aplica obreros, ocupa una parte de la población.

Absorbe menos obreros que la agricultura, y los obreros en ella ocupados, viven más desvinculados del suelo. Con todo los absorbe. No cabría afirmar que la una expulsa y la otra atrae la población. La influencia de la agricultura y la ganadería sobre la población rural, es simplemente una cuestión de más o menos.

El entorpecimiento de la ganadería lesionaría hondamente la producción económica nacional. Y la ganadería extensiva requiere grandes campos para su desarrollo, acumulación de la propiedad inmueble. Las grandes estancias son verdaderos latifundios económicos de explotación.

Si se aboliera todo latifundio, toda gran concentración de la propiedad, privada del inmueble, se privaría a la ganadería de una de las condiciones primordiales de su expansión; la ruina de la ganadería debilitaría considerablemente la producción nacional. Y la languidez económica, encogería el mercado de trabajo, y condicionaría la despoblación.

En las condiciones actuales de nuestro mercado y en la etapa actual de nuestra evolución económica, los latifundios de explotación son necesarios, son fuerzas que vigorizan las energías productivas. Una hipertrofia de los mismos puede atrofiar otras energías productivas, perturbar la actividad de su excesiva dilatación.

En el Paraguay el desequilibrio entre la ganadería y la agricultura ha producido un gran desarreglo económico que estimula las migraciones. No es la gran propiedad inmueble el resorte del mal, sino la brusca desadaptación entre ella y la pequeña propiedad. Y esa desadaptación proviene principalmente de una imprevisora y atrasada política económica, de las deficiencias de las leyes agrarias, y de la mala administración pública.

La brusca alteración de los precios, de los salarios, también producen grandes perturbaciones económicas, crisis que influyen en la redistribución de la población. Sin embargo, estos hechos no demuestran por sí mismo que sus causas son la existencia de la pequeña y de la gran propiedad, o de los precios y los salarios, en una palabra, la institución jurídica de la propiedad privada. Si se creyera que esta institución misma es el origen de las desadaptaciones, se caería en el socialismo y el peor de los socialismos.

El colectivismo agrario, la nacionalización del suelo son utopías irrealizables, a mi juicio, en el Paraguay.

En el Paraguay no hay que perder el tiempo en utopías; hay que sacrificar las fórmulas de perfección fantástica a favor de las reformas prácticas, de posibilidad inmediata, realizables.

El predominio y el aislamiento de la gran propiedad, lesionan la producción económica. Sus productos tienen menor consumo, la falta de obreros, les expone a grandes pérdidas. La producción del suelo es deficiente, no intensifica su cultivo.

Cuando la pequeña propiedad predomina, se entorpece la racionalización de la producción agraria, los progresos técnicos; la producción tiende a exceder la demanda, los precios bajan; la cultura intelectual y económica de sus propietarios se retarda.

Ambas categorías de propiedad son incompletas separadamente, porque una es complemento de la otra.

Las grandes propiedades aumentan su producción y sus ganancias, en la verdad de las pequeñas. Los pequeños propietarios les proveen del trabajo y consumen sus productos.

Las pequeñas propiedades también obtienen ventajas de las grandes. Las grandes propiedades les ofrecen ejemplos del perfeccionamiento de los cultivos, de las aplicaciones técnicas y constituyen un mercado del trabajo. Los pequeños propietarios reciben de ellos asistencia directa o indirecta: consejos, ejemplos, créditos, estímulo, enseñanza (1).

La pequeña y la gran propiedad son necesarias. El gran problema agrario consiste en ordenar y regular su coexistencia.

Así como para mantenerse de pie es preciso no inclinarse demasiado hacia un lado o hacia el otro.


NOTA

(1) Th. von der Goltz.




CAPITULO VII

CAUSAS ECONÓMICAS DE LAS MIGRACIONES

 

La Revolución de 1904 turbo un largo período de semiesclavitud política en el Paraguay. Ninguna llegó a producir tan general y profundo sacudimiento social. Hasta entonces la reacción contra la barbarie política se manifestaba en erupciones locales de la violencia, en los regimientos, en los cuarteles, en los atrios electorales. La inmensa mayoría de la población era mera espectadora de los actos de brutalidad política, pasajeros en su mayor parte.

La Revolución de 1904, afectó a toda la sociedad, fue una gran revolución popular, ante la cual casi nadie quedó indiferente. Ella removió muchos hábitos, extirpó muchas corruptelas políticas y sugirió nuevos ideales, y nuevas aspiraciones.

Sepultó un mundo de bárbaras tradiciones, dislocó todo un régimen político retrógrado, esterilizador, tiránico, funesto.

Sin embargo, el régimen político que sustituyó al demolido no produjo mejores efectos. La organización del ejército, su preparación técnica, su administración fueron mejores, su disciplina, su moralidad, retrocedieron.

En la actividad propiamente política se depositó grandes esperanzas, hermosas ilusiones. Y esperanzas e ilusiones fueron desvanecidas por torpes extravíos.

La Revolución reavivó las antiguas rivalidades políticas, las intensificó y multiplicó porque la esfera de su influencia fue mayor. Las pasiones se enconaron, las intransigencias fueron más insensatas y el odio más feroz que nunca, Todos vivían engañados unos por otros. No contentos de ser hombres quisieron ser políticos y se convirtieron en fieras; ofrecieron el afligente espectáculo de hermanos que se desgarran unos a otros por quimeras, por prejuicios y resentimientos estúpidos.

Estos sentimientos difundidos en la población rural, engendraron las persecuciones, las expoliaciones, las querellas sangrientas en todas partes. Los jefes políticos avivaban la orgía de las pasiones, estimulaban la anarquía. Las vejaciones corporales, las persecuciones, las venganzas, el terror recobraron su viejo imperio y camparon audazmente. Los que no se sentían asistidos por las simpatías de la “autoridad”, perdían la esperanza del bienestar y de la libertad. Muchos obreros rurales, que abrigaban pasiones políticas contrarias a las del partido gobernante, emigraron, amedrentados, aterrorizados, con amargo despecho en el corazón.

La brusca afluencia de obreros en las fronteras del Chaco argentino, rebajó el nivel del salario por la concurrencia, aumentó la ganancia de las empresas industriales. El mayor provecho de las empresas excitó la ampliación y multiplicación de las mismas.

Otra causa además, aceleró la expansión industrial en el Chaco: el defectuoso régimen monetario argentino.

El medio circulante abultó exageradamente, excedió la demanda del mercado porque no existía en el sistema bancario argentino, medios adecuados para regularlo. La hipertrofia del medio circulante, despertó la pasión de la especulación.

La fácil adquisición del capital, la abundancia de obreros, la gran oferta de obreros paraguayos, la mayor ganancia produjeron una inflación industrial artificial, especulativa, en el chaco argentino.

Las tierras adquirieron precios fabulosos, las ganancias se dilataron en los obrajes, en las estancias, se multiplicaron las obras públicas y las empresas industriales particulares. La artificial y brusca dilatación de los negocios, creó la demanda de obreros.

Las primeras emigraciones paraguayas impulsaron la expansión de las industrias; esta expansión se convirtió, después en fuerza de atracción de obreros paraguayos.

Cuando hubo aumentado la demanda de obreros, agentes de las empresas extranjeras recorrieron la campaña paraguaya, hicieron cabrillear ante los más aptos para el trabajo el espejuelo de salarios elevados. Los agentes les pagaban sus deudas, les pagaban el pasaje, les entregaban en efectivo anticipadamente gran parte del salario futuro. Esta propaganda engañosa, malsana, favorecida por la indiferencia y la ineptitud de los gobernantes, engendró en nuestra población rural una sugestión inconsciente, patológica. Y esa sugestión colectiva produjo un flujo enorme de la emigración, algo como una nueva cruzada a los “obrajes”, a los quebrachales, los yerbales y los “gomales”, extranjeros.

Sin embargo, estos hechos no explican el fenómeno de la emigración paraguaya en toda su plenitud. Ellos constituyen solamente las fuerzas de atracción en el extranjero. El salario nominal elevado, el pago anticipado del mismo, el del pasaje, etc,, no tendrían tan elásticos efectos si en el Paraguay mismo no existiesen otras causas que secundan su influencia, causas interinas de impulsión de la emigración, que empujan hacia afuera a la población rural.

Las persecuciones políticas fueron causas transitorias de las primeras emigraciones, solamente. Ellas cesaron más tarde y la emigración fue mayor sin embargo.

Una de las poderosas causas internas de la despoblación rural, es el desequilibrio de la economía rural.

La ganadería cuantitativa, sin el complemento de las industrias derivadas de ella, se ha dilatado en proposiciones anómalas en el Paraguay. La facilidad de la producción ganadera, la abundancia de campos de pastoreo, el escaso número de obreros que exige, han estimulado su desarrollo, han atraído el capital. La expansión de la ganadería, ha absorbido gran extensión de campos, esa absorción ha un mentado la demanda de tierras y ha elevado los precios de las mismas.

La agricultura por el contrario carecía de las condiciones necesarias para su expansión. Carecía de capital, de mercado, de medios de transporte, de instrumentos, de obreros inteligentes. No era atractiva, no era provechosa, no excitaba ningún interés. El capital se apartó de ella. Los agricultores prefirieron vender sus tierras y seducidos por la elevación de sus precios, las vendieron. Las tierras labrantías, las mejores tierras fiscales adquiridas conforme a la Ley del Hogar, fueron absorbidas por los propietarios de las estancias: se formaron los grandes latifundios de explotación ganadera. La ganadería extensiva desplazó a la agricultura, se dilató a sus expensas. El demonio de la gran propiedad espantó a la población. Para convertir las pequeñas posesiones de cultivo en dehesas, había que desalojar a sus poseedores. Los que no eran propietarios de las tierras que cultivaban, la mayor parte de los agricultores, fueron desahuciados. Los pequeños propietarios desocupaban, también sus posesiones, puesto que las vendían a los grandes propietarios.

Los deshausios aumentaron la depresión agrícola. Gran parte de los cultivadores quedaron sin tierra que cultivar ventajosamente; la agricultura cuanto más deficiente y menos productiva, era menos atractiva.

Los cultivadores se desvincularon del suelo, y perdieron la afección a las explotaciones agrícolas. Se formó el asalariado rural, la clase flotante, movediza, errante tras quimeras, siempre descontenta del presente.

Gran parte de la población rural, pues, quedó sin ocupación, y gran parte de los que se ocupaban en trabajos agrícolas ansiaban encontrar otras ocupaciones más lucrativas.

En esta situación es muy natural que estén inclinados a creer en las promesas de bienestar y se dejen seducir por las perspectivas lejanas de una prosperidad imaginada y ansiada.

Se encontraban como en la cumbre de una pendiente resbaladiza. La menor atracción bastaba para deslizarlos. Así se explica la influencia ejercida en nuestra población rural por los agentes, las empresas extranjeras. La influencia de la propaganda de los agentes, la de sus engañosas promesas, fue tan funesta como la instigación al crimen, en la campaña. El gobierno debió reglamentarla, restringirla.

Los efectos de la crisis agraria, fueron secundados por otros factores internos de la emigración.

En el Paraguay no existe todavía ninguna actividad industrial. La única industria nacional, es la política, pero ella es destructiva, no productiva. Todos los productos industriales, todos los objetos manufacturados son importados. Se importa además, una cantidad prodigiosa de bebidas alcohólicas. El paraguayo trabaja poco, pero bebe mucho. A este consumo se agregan los gastos improductivos enormes de la administración pública. La burocracia, la politiquería absorben, sumas colosales estérilmente, des cuentan una gran parte de nuestra enfermiza producción.

La producción nacional, la exportación por el contrario desmayan, languidecen. La ganadería, cuyo desarrollo es meramente cuantitativo, carece de amplio mercado en el exterior, elabora relativamente pocos productos exportables.

La agricultura es la fuente principal de la producción nacional, pero está deprimida por la defectuosa distribución agraria, desplazada por la ganadería extensiva. La exportación de productos agrícolas es por consiguiente cuantitativa y cualitativamente deficiente, limitada, paupérrima.

Nuestra productividad económica está atrofiada, contraída. La deficiente y aniquilada producción agrícola, la escasa intensidad de la ganadería, la ausencia de la producción industrial, no favorecen la formación del capital nacional. El proceso de formación y acumulación, de reserva del capital, no existe; carecemos de un ahorro nacional.

La gran importación, y los enormes gastos improductivos de la política se pagan por consiguiente con capital, en gran parte.

La exportación de capital determina la exportación de obreros, también; el capital exportado arrastra consigo parte de la población, atrae la emigración.

La exportación de capital, en efecto, extenúa la actividad productiva, eleva el interés, hace menos rentables las empresas de producción. La actividad industrial no puede iniciarse, las otras actividades productivas se encogen, se arrugan, en vez de dilatarse, intensificarse. Con el encogimiento de la actividad productiva, decrece el trabajo, la demanda de obreros y los salarios caen.

Así, la pendiente económica por donde los obreros paraguayos se precipitan al extranjero, adquiere un abrupto declive, y la emigración aumenta.

Esta emigración misma intensifica sus causas determinantes. Cuanto mayor la emigración, menor es la capacidad del consumo del mercada nacional. El menor consumo, desalienta la producción, la aplicación del trabajo.

Nuestra embrionaria producción nacional pues, está atacada por todos los flacos. Por la hipertrofia de la importación de artículos manufacturados, de bebidas alcohólicas, y los gastos estériles, gigantescos de la politiquería, por la falta de capital, por la emigración y por la contracción del mercado nacional.

En síntesis, nuestra ruina económica es una de las causas fundamentales de la emigración. La paralización de la actividad productiva económica, la decadencia agrícola, la indigencia industrial, la política, son las fuerzas que han decretado la expulsión de la población. La emigración es el efecto, no la causa de nuestra ruina económica.

Esta misma ruina económica del Paraguay, ha estimulado la artificial dilatación de las industrias en el Chaco argentino. Y esa dilatación artificial de las industrias argentinas ha aumentado la succión de nuestra población, y ha contribuido a aniquilar nuestra productividad económica. Nuestros vecinos se han engrandecido a costa nuestra en las fronteras, como los torbellinos de Deseartes, que aumentan unos a costa de otros.

Estos elementales fenómenos económicos, ponen de relieve el prodigio de ceguera, de ignorancia, de errores de los gobernantes paraguayos.

A medida que disminuía la población, crecía el esfuerzo por aumentarla. Pero en vez de aumentarla con atajar la emigración, con extirpar sus causas, hacían desesperados esfuerzos por atraer la inmigración extranjera. No concibieron que si los paraguayos no les convenían permanecer en el país, y emigraban, con mayor razón emigrarían los extranjeros.

Gastaron sumas cuantiosas para hacer propaganda en el extranjero, para fundar colonias agrícolas de inmigrantes en el país, sumas considerables en pasajes de inmigrantes. Entre tanto no había mapas en los colegios y los jefes políticos azotaban a los agricultores porque no llevaban el mismo color de trapo que ellos. Carecían de una política definida de la inmigración, no sabían para qué trabajos atraerían a los inmigrantes, no seleccionaban su calidad, no se ocupaban en adaptar sus aptitudes a sus ocupaciones.

Llegaban los inmigrantes al Paraguay, no encontraban condiciones económicas favorables para el ejercicio de sus profesiones, carecían de aptitudes pana ocupaciones provechosas en el país, y por supuesto, en vez de la soñada felicidad, encontraban una desesperante realidad. Regresaban a su patria desengañados, chasqueados, furiosos contra el Paraguay. El gobierno perdía la plata, los inmigrantes, las tierras fiscales, y su crédito, y adquiría una pésima reputación. En realidad el gobierno pagaba a los agentes de su propio desprestigio. Y perdía más todavía con la emigración de los paraguayos.

Es insensato y absurdo esforzarse por inmantar la inmigración en el Paraguay, e ignorar y dejar subsistentes las causas que expulsan al trabajador paraguayo mismo fuera de su patria.

Estas torpezas económicas, sin embargo no existieron en el Paraguay, solamente. Si se abre la historia económica se nos presentan mil otros ejemplos.

Colbert, gastó sumas inmensas para implantar industrias manufactureras en Francia. Les otorgaba subvenciones, premios, exención de impuestos. Revocado el Edicto de Nantes, se desencadenaron nuevamente las persecuciones religiosas. Y esas persecuciones expulsaron de Francia a los industriales. El arte y el dinero huyeron a Inglaterra y Alemania y desde allí, hicieron la concurrencia a Francia. El dinero francés era aplicado por la política de Colbert, para fundar industrias y atraer a industriales, y el dinero y la inteligencia francesas, las industrias y los industriales franceses, fueron expulsados de Francia por la intolerancia religiosa.

La emigración no se atajará con mecanismos legales parciales y transitorios. Sería erróneo prohibir la emigración, por ejemplo. La prohibición de emigrar no aboliría las causas de la emigración, y equivaldría a imponer penosos sacrificios a muchos obreros paraguayos. Sería injusto privar a los obreros paraguayos del derecho que tienen de buscar y de procurar obtener mejores condiciones de vida.

La reinmigración de los paraguayos sería, también contraproducente, mientras subsistan las causas que les impulsaron a emigrar.

La emigración no cesará sino cuando se transforme la coyuntura económica que la determina. Esa coyuntura felizmente no puede ser permanente y no durará largo tiempo.

La especulación, la inflación industrial, toda esa espumosa prosperidad económica de la Argentina, se desvanecerá pronto, la actividad económica ha de redescender necesariamente a su nivel natural. Entonces se contraerán las empresas, disminuirán la demanda de obreros y el salario.

Y esa será la nueva coyuntura que el gobierno paraguayo debe aprovechar, para invertir la corriente de la migración: para convertir la emigración en un torrente de reinmigración paraguaya e inmigración extranjera.

La pendiente inclinada ahora del Paraguay hacia la Argentina, se inclinará de la Argentina, del extranjero, hacia el Paraguay.

Para eso el gobierno debe reformar radicalmente la constitución agraria, debe fomentar la intensificación e industrialización de la producción agropecuaria, debe iniciar el desarrollo de una actividad industrial nacional, estimular las asociaciones cooperativas, y la instrucción agrícola práctica.

La extinción de la crisis agraria; reavivará la agricultura, estimulará la producción nacional y entonces renacerá nuestro vigor económico. Entonces habrá trabajo, el trabajo será productivo y el salario será mayor. Nuestros obreros en vez de ir del Paraguay afuera a buscar trabajo, vendrán de afuera al Paraguay a trabajar, a vivir y a prosperar.

La población aumentará, con ella la capacidad del mercado nacional, y con el mercado nacional la producción. Se formará el ahorro nacional, el capital nacional.

Por esta senda, creo yo, llegará también el Paraguay.



CAPITULO VIII

LA POLÍTICA

 

Las actividades sociales parece estuvieran sometidas al mismo principio de limitación, transmutación y conservación de la energía. Cuando una de ellas predomina en una época, las otras parecen languidecer. Cuando el progreso económico triunfa, y las ventajas materiales son el objeto principal de la actividad social, el progreso espiritual desmaya, se detiene o retrocede.

En todos los países, en determinadas épocas de su historia, ha habido una actividad social triunfante, mientras las otras adormecen.

En ciertas épocas predominó la actividad comercial, en otras prevalecieron las luchas religiosas.

Hubo épocas caracterizadas por 1a actividad guerrera, otras por la industrial.

Y es natural que así suceda. En la sociedad prevalece en ciertas épocas un ideal, un concepto determinado de la vida, un propósito, un fin hacia el cual convergen las actividades sociales.

El gobierno de la sociedad, la voluntad social elimina los actos que contrarían la realización del fin prevaleciente, y favorece los que cooperan en su realización. Así se produce una adaptación al fin concebido y aceptado. Este fin determina una específica selección social.

Si la ambición, el propósito, la preocupación prevaleciente en una sociedad es la militar, la formación de organismos vigorosos y sanos, aptos para resistir las fatigas de la guerra, se eliminan los organismos débiles, y se prescinden de las otras actividades sociales que no concurren a satisfacer los fines inmediatos de la guerra. Así en la Antigua Esparta.

En una sociedad cuyo ideal activo es el cristiano, de amor recíproco, de compasión, de caridad, del desinterés personal, como en la Edad Media, los esfuerzos tienden a aniquilar a los individuos audaces, crueles, despiadados, egoístas.

En la época del Renacimiento la actividad social fue impulsada por otros estímulos, tales como el entusiasmo por el arte, la ambición de gloria guerrera, la avidez de conocimientos, el ansia de una vida personal, plena, robusta, libre.

Triunfaron entonces los grandes artistas, los hombres intrépidos valientes, atrevidos, las voluntades vigorosas, altivas, independientes. Los tímidos, débiles, irresolutos, los monjes y santos fueron desplazados, relegados a la retaguardia de la evolución social.

En la época de la gran expansión capitalista el apetito de la ganancia era el primer motor de la concurrencia. El éxito económico se convirtió en la medida de todos los valores. Predominaron las cualidades capaces de asegurarlo: la audacia, la mala fe, la crueldad, todas las depravaciones del egoísmo. Los sentimientos de justicia, de bondad, la preocupación desinteresada de la verdad, de la sana ambición de vivir bien, una vida amplia, completa, se atrofiaron.

El ansia de obtener el provecho pervirtió el trabajo. La transformó de energía sana exteriorización de la fortaleza, cuyo fin es el bienestar, la felicidad, en una actividad espasmódica de la fiebre, de la pasión, que aniquilan moral y físicamente.

Después de la revolución económica inglesa, a mediados del siglo XVIII, el espíritu de empresa, el incentivo de la ganancia, enseñorearon todas las iniciativas, toda la voluntad social.

Los talentos de todas las clases sociales, caracterizados por su aptitud para la especulación, para organizar y dirigir las empresas económicas, constituyeron una nueva aristocracia, la aristocracia de los empresarios.

La pasión de la utilidad, de la ganancia los dominaba. Aborrecían el sentimiento y el verbalismo ampuloso y hueco. De ellos dijo Burke: “el libro mayor es su biblia, la bolsa su iglesia y el dinero su dios”.

El maquinismo industrial, la máquina más poderosa del comercio, de la falsificación, deformaron todos los sentimientos e ideas; todo se industrializó, mecanizó: the whole is Birminghanized (*), escribió Emerson, al juzgar aquella época.

El Paraguay está en la era política. La tradición de nuestro país es puramente política. Nous sommes un pays de governementt (**), al decir de Maurice Barréis.

Nuestro dios nacional es la pasión por la utilidad política. En el Paraguay no existe la preocupación religiosa, ni la industrial, ni la agrícola, ni la guerrera; en el Paraguay se hace política y nada más que política. El Poder Ejecutivo es el poder efectivo del Estado en el Paraguay, como el Ministerio en Inglaterra. El mueve toda la máquina de la administración, disminuye los puestos públicos, reparte sueldos, es la energía dinámica en la mecánica administrativa. Todos los demás poderes constitucionales, el Parlamento, el Poder Judicial, son rodajes secundarios. El Poder Ejecutivo pliega el ejército a su propia dirección, a sus propios intereses, si el ejército no se ha convertido en el Poder Ejecutivo.

Los que ejercen el Poder Ejecutivo, luchan por conservarlo; los que están fuera de él, luchan por adquirirlo.

Un grupo usufructúa el Poder, otros se esfuerzan en adquirir el usufructo. Estas dos actividades antagónicas constituyen la política.

La actividad política comprende casi toda la actividad social, y divide la sociedad en dos grandes grupos o partidos. El uno que ejercita el Poder y excluye al otro de su ejercicio; el otro, que se esfuerza por adquirir el Poder y estorba al que lo ejercita; una mayoría y una minoría, un grupo más fuerte y otro débil. No existe jamás en cada grupo la cohesión necesaria para mantener su unidad. Pero las dos únicas direcciones de todas las actividades políticas dispersas indisciplinadas, las dos únicas aspiraciones directoras de los partidos, son adquirir el Poder Ejecutivo y conservar el Poder Ejecutivo.

Para la consecución de estos fines la actividad individual es demasiado débil. Por este motivo se constituyen las asociaciones, sindicatos, o regimientos llamados partidos políticos, para adquirir o conservar el Poder Ejecutivo.

Los partidos pues, son la manifestación concreta de esas dos tendencias de la vida social en el Paraguay.

La política paraguaya, y sus funestos efectos sociales han exitado el interés y el estudio de autorizados escritores en el Paraguay y en el extranjero. Unos arguyen que nuestros vicios políticos emanan de nuestra innata incapacidad para estimar condiciones esenciales del orden y la libertad. Otros piensan que ellos derivan del error político inicial de haber adoptado una constitución política inadecuada a nuestro estado de cultura política.

El Paraguay es incapaz de gobernarse, afirman los pocos que se han ocupado en la vida política de nuestro país, como si el Paraguay hubiese abdicado alguna vez la voluntad de gobernarse y como si hubiese recusado a su propio gobierno una sola vez. El Paraguay ha pugnado siempre por gobernarse libremente, se ha rebelado decidida y altivamente contra toda intervención extranjera.

Ama su independencia política y se ha sacrificado por ella como ningún otro pueblo civilizado del mundo. Nunca ha consentido en ser un protectorado de nadie. Las convulsiones internas, las revoluciones todas acusan la exigencia de gobernarse, la capacidad innegable para gobernarse a sí mismo.

Incapaces de gobernarse son los pueblos sin deseos, sin sueños, sin ideales, sumidos en la indiferencia triste y vacía, en el merasmo del espíritu, inmovilizados en el pasado y las tradiciones muertas.

Incapaces de gobernarse son los pueblos que carecen de voluntad, los pueblos sumisos, pasivos, inertes, los que viven remolcados por otros, los que asienten en soportar una dirección política extraña y postiza.

El Paraguay no es una colonia africana. El Paraguay se ha gobernado siempre y se gobierna. Y este hecho es una prueba indiscutible, irrefutable de que es capaz de gobernarse. Afirmar lo contrario es negar los hechos, no es juzgarlos. Cabe decir del Paraguay que no se gobierna bien, en caso extremo, que es incapaz de gobernarse bien; pero no que es incapaz de gobernarse.

Hemos adoptado una Constitución política, un ideal avanzado de gobierno. Nuestra vida política práctica no compadece todavía íntegramente con nuestro ideal político. No nos gobernamos bien, si juzgamos nuestra actividad gubernativa con la unidad de medida de muestra Constitución política.

Pero hay gran diferencia, y gran distancia entre la incapacidad de gobernarse y el hecho de no haber realizado todavía nuestro propio ideal político. Este defecto se advierte en los países de más avanzada cultura política. En todos ellos existe una discrepancia muy patente entré gobierno que es y el que debiera ser, conforme al ideal de sus instituciones políticas.

El concepto de “buen gobierno” y de “mal gobierno" es subjetivo, personal, variable. El varía en cada individuo en cada estado social, en cada época. Buen gobierno para unos puede ser mal gobierno para otros. El gobierno que ha sido el mejor en su época, es el peor en otra.

El hecho de gobernarse por el contrario es concreto, actual, objetivo. El hecho de gobierno se constata, la calidad del mismo se juzga. Y se juzga del mérito o demerito del gobierno conforme, a un criterio subjetivo. No hay que confundir berzas con capachos.

Todos los críticos de ¡nuestras instituciones convienen en que el vicio radical, fundamental, primario de nuestra política, es el afán de adquirir y conservar el Poder.

El defecto de los partidos políticos, se ha dicho, es que tengan por fin el ataque y la defensa del Poder.

Y a este defecto se ha atribuido numerosas y funestas consecuencias, casi todos nuestros males sociales.

Se cree que de ese exclusivismo emanan las revoluciones, la anarquía, la indisciplina de los partidos, la pasión exclusiva por la política; que él atiza el fanatismo, la intolerancia, y aviva el rencor de las pasiones. Ese exclusivismo en efecto, excluye la transacción, los términos medios. Un partido está en el Poder o fuera de él; tiene Poder o carece de él. La alternativa es invencible. Este juicio tan en boga en el Paraguay, es erróneo en mi concepto, es un falso punto de vista que no acierta la verdad.

Se tacha en los partidos políticos paraguayos el único atributo propio de todo partido, su única cualidad natural, normal, legítima.

Todo partido político en toda sociedad tiene la tendencia a adquirir y conservar el Poder.

Un grupo de personas animadas por la convicción común respecto de determinados fines del Estado, que pretenda realizar esos fines, constituye un partido.

Para realizar esos fines, se requiere poder y el órgano más robusto del poder social, es el gobierno. Por esta razón se advierte en todos los partidos el esfuerzo por adquirir el Poder y conservarlo para satisfacer sus intereses.

Todos los intereses humamos tienen la necesaria tendencia psicológica a dominar y conservarse. Y tanto para dominar como para conservarse, se requiere, poder. Las luchas sociales son manifestaciones de antagonismos entre poderes, fuerzas sociales. En todo grupo social permanente, escribió G. Jellineck, existe la tendencia a adquirir el poder y conservarlo. La vida política entre el grupo social que ejercita el Poder del Estado y los grupos que pretenden adquirirlo.

En Inglaterra por ejemplo, el país de más avanzada cultura política, la lucha de los partidos ha sido siempre una lucha por la posesión del Ministerio, el poder efectivo del Estado. Tories y Whigs eran como dos facciones de la aristocracia, oligárquicas, que disputaban el poder político para satisfacer sus intereses. El partido de los Tories representaba la tendencia conservadora; en la práctica no defendían más que los intereses agrarios, las elevadas rentas, y la acumulación de la propiedad inmueble, los Whigs representaban la tendencia liberal y favorecían los intereses industriales, el libre cambio, la libre concurrencia.

El partido dominante, constituía una verdadera oligarquía, una dominación de clase, “The minority has only one right”, dijo Cobden, “viz. to use every effort to become in its turn majority (*)”.

Tories y Whigs, sin embargo, trataban de captarse la simpatía popular y procuraban satisfacer las exigencias del pueblo, por concesiones, y reformas. Por esta razón la regimentación de clase no llegó a estorbar la evolución política y económica del país.

Después de las modernas reformas electorales, desde 1868, los partidos ingleses han perdido su carácter de facciones de la nobleza, son más democráticos y populares. Pero subsiste en todos la misma permanente preocupación de adquirir o conservar el poder político. “Politically spielaking”, ha dicho Lord Rosebery, el primer orador y el más eminente parlamentario actualmente en Inglaterra, “we begin and end with party. —We are all striving to put ourselves or our leaders into offices or to expell other people from them... (**)”.

Esta misma tendencia existe en todos los partidos actualmente, en todas partes. Son diferentes tal vez los métodos de sus luchas, de sus propagandas, pero todos se esfuerzan por adquirir o conservar el poder.

Y no solamente los partidos políticos luchan por adquirir el poder, sino también los partidos económicos, los que se proponen la realización de reformas merante sociales, los partidos socialistas y hasta ciertos partidos religiosos.

Baste citar sólo un ejemplo. Lassalle, el más genial de cuantos agitadores, y organizadores de partidos han existido jamás, formó en 2 años, de 1862 a 1864, el partido socialista alemán, el más grande y el mejor organizado de los partidos socialistas en Europa. Lassalle adhirió a la teoría del salario de Ricardo, defendió la ley bronce. A su juicio, esa ley no podrá ser derogada, mientras la clase obrera esté privada de los instrumentos de producción, mientras las funciones de capitalistas y de obreros estén desvinculadas. Los capitalistas impondrán siempre, mientras estén en posesión exclusiva de esos medios.

La reforma económica sugerida y defendida por él, consiste en formar cooperativas de producción para restituir a la clase obrera los instrumentos de producción.

El capital necesario para constituir las cooperativas de producción había de aportar el Estado. Se proponía pues, realizar su reforma por medio del Estado. El Estado actual, dijo, no consentirá la organización de las cooperativas de producción, porque el poder del Estado está monopolizado por la clase capitalista y porque no es concebible que esa clase obre contra sus propios intereses. La clase capitalista no dará capital a las asociaciones obreras destinadas a arrancarle la posesión del capital, los medios de producción, sus privilegios, los instrumentos de su usurpación y dominación. Luego es preciso que la clase obrera tenga el poder del Estado, es preciso que se organice y adquiera el poder. Sólo así podrá obtener del Estado el capital necesario para las cooperativas de producción, solo con ese medio podrá romper la influencia política de la clase capitalista.

El gran partido fundado por Lassalle pues, a pesar de ser exclusivamente socialista, tuvo por objeto adquirir el poder político como medio para realizar sus fines.

Los “Trade Unions (*)” en Inglaterra, que no son socialistas, han considerado, también el poder del Estado, el legislativo, como el medio más eficaz para realizar las reformas que creen necesarias. Sólo en cortos períodos de su historia, algunas facciones de los mismos, han creído innecesaria la cooperación del poder del Estado. Así “Owenism” de 1833 a 1834, “despised polítical actions (**)” (1).

Todos los partidos pues, políticos y no políticos en los países más civilizados y cultos pretenden adquirir y conservar el poder.

Nuestros partidos acusan la misma tendencia de todo partido político en todo país culto.

Esta tendencia no es una patológica deformación de nuestros partidos: ella es normal, natural, lógica derivación de la naturaleza misma de un partido político.

Si nuestros partidos carecieran de ella, no serían partidos reales, vivos, activos, no existirían.

Los elementos esenciales de todo Estado son: el territorio, la población y el poder político. El órgano del poder político es el gobierno, concretamente, el Poder Ejecutivo en el Paraguay.

Y al fin y al cabo para algo está ahí el Poder Ejecutivo, alguien debe ejercitarlo, un grupo de hombres, los representantes de un partido. ¿A dónde pues, está la úlcera política?

Hay en el Paraguay un arraigado e insensato prejuicio hereditario que inficiona nuestra política, nuestros partidos, nuestras luchas republicanas.

Los puestos públicos, la Presidencia de la República, Los ministerios, los cargos de senador y diputado, son considerados como títulos de la consideración publica, de prestigió, de distinción social.

El prestigio intelectual, el militar, el de la riqueza, no existe: no hay privilegios de nacimiento, ni de nobleza. La única aristocracia paraguaya, es la aristocracia de los altos funcionarios públicos. Un elevado cargo público ejerce una fascinación misteriosa en la opinión pública; sugestiona, atrae, excita la admiración, la envidia, cierta muda idolatría.

El comerciante que con un brillante talento para los negocios y con su trabajo perseverante e inteligente ha hecho fortuna; el poeta que ha escrito inspirados versos, el catedrático de la Universidad, que diserta y escribe, con sagaz penetración, el juez probo y recto, el militar, el periodista, todos viven en triste obscuridad, ignorados, desdeñados, si no ocupan un elevado puesto político, sino con diputados, senadores o ministros.

Por el contrario, cualquier mentecatillo gozará de todas las reputaciones, de la de economista, financista, jurisconsulto, poeta y estratega y geómetra, desde que le caiga en suerte un puesto político.

El más torpe de los estudiantes injertado en un Ministerio por la gracia de un motín cuartelero, eclipsa a su maestro, su protector, su amigo. Y ese capricho de la suerte bastará para que el amigo, el protector y el maestro, se humille ante él, procure interpretar sus gestos, para satisfacer sus deseos, para prodigarle las más serviles adulaciones.

El modesto sargento que divierte la población de los suburbios de la ciudad con su cómico baile santa-fe, no atraerá la mirada de nadie, no será admitido en la “sociedad”. Pero si por la virtud de un complot afortunado de la noche, amanece investido del cargo de ministro, recibirá en el acto el homenaje de estudiantes y profesores, de comerciantes e industriales, de intelectuales y banqueros, y las familias le abrirán sus puertas y sus brazos, la “sociedad” le canonizará en el acto.

Si se pesquiza las aspiraciones que juguetean en el alma de un joven estudiante, de buena familia, rico independiente, las esperanzas que acarician su riente juventud, se encuentra siempre ahí la silueta de un diputado, de un senador, o de un ministro.

El profesional, el abogado, el médico, el comerciante, envejecidos en sus labores, enriquecidos honradamente, que gozan de subidas rentas, que no necesitan nada de nadie, creen encontrarse en situación desairada si no ocupan un puesto político. Viven arrepentidos, avergonzados, como abatidos por una nostalgia y devorados por un remordimiento.

El oposicionista, es decir, el que carece de un alto puesto público. protesta furioso, contra los actos de los gobernantes, se estremece de indignación ante los males que se hace a su patria, ante los concusionarios, enemigos de la equidad, de la virtud, de la constitución. Su gesto airado, su mirada furiosa, huraña, sus cabellos erizados, su frente sudorosa, todas sus actitudes denuncian la rebeldía contra la “injusticia”. Pero se le ofrece un puesto público y en seguida se opera en él una transformación prodigiosa. Su pasión que tormenteaba hace un momento, se calmó, sus gestos contraídos se desatan, su fisonomía presenta el aire contento, sereno, su mirada es viva, alegre, sus nervios se suavizan, se enternece y sonríe. Le ha besado el sol, ha aprisionado la fortuna, ha llegado a la cumbre y va a descansar al fin. El mejor gobierno es el que le da colocación. Al fin descubre esta verdad.

Los únicos distinguidos, sabios, patriotas, son los que tienen buenos puestos públicos; los que carecen de ellos, son gañanes, ignorantes, insignificantes y no merecen ni reciben homenaje de la “sociedad”.

Para ser diputado, o ministro no se requiere preparación: el puesto hace todo. El hombre inteligente, el reformador de talento, el salvador, a quien todos idolatraban en su pupitre ministerial, pierde todas sus buenas cualidades con la pérdida del puesto. El hombre es el mismo; pero no se le conoce más, ha muerto en vida, desde que no es ministro. El velo del prestigio ha caído; el sainete ha terminado. Y la opinión se vuelve al revés: principia a estimar a quien había despreciado y a despreciar a quien había estimado.

De este ridículo prejuicio ha derivado la preocupación de vivir de sueldos. Los puestos públicos son considerados no solamente como título de distinción social, sino como fuente de recursos.

El prestigio social del puesto presta a la percepción del sueldo que le corresponde un sabor particular.

Todos, hasta los hombres que gozan de grandes fortunas, lo perciben con deleite inefable, con un contento indefinible, infinito.

El doble y el triple que podrían ganar como comerciantes, industriales, abogados, médicos, ingenieros, no les satisfarían, no les produciría la misma fruición obtener la tercera parte como diputado, senador o ministro, intendente municipal o ataché de una legación, les sería mil veces más dulce y .delicioso. Personas decentes y ricas, no tienen escrúpulos en ser postulantes miserables de cargos de que son indignos, que son incapaces de desempeñar. Pierden en hacerse insoportables en bajas adulaciones el tiempo que podrían emplear en dignificarse, en elevarse, en todo caso, en quedarse en casa y vivir bien. En vez de reírse de los demás, hacen que los otros se rían de ellos. Y todo voluntariamente y sin necesidad, por obedecer a un ridículo prejuicio de la opinión, a una quimera, a una vanidad tonta.

Los puestos públicos son considerados como un fin a causa de este prejuicio. Los puestos públicos son el soñado ideal de todos, el título ansiado para distinguirse, para divertirse y para ganar plata; ellos sintetizan las más optimistas aspiraciones y constituyen la meta suprema de todos los esfuerzos. Nadie aspira en el Paraguay a ser médico distinguido, abogado descollante, pedagogo, oficial, comerciante.

Las profesiones, los títulos académicos, hasta la riqueza no son el término de la ambición de nadie, sino algo así como las arteriolas por donde se llega a los elevados puestos públicos. No se piensa en lo que es bueno, verdadero y útil, sino en perfeccionarse en los servilismos que conducen a las elevadas posiciones en el Presupuesto.

El fin de la política, de los partidos, de las luchan electorales, es llegar a ellos. El Poder Ejecutivo es el poder distributor de los puestos públicos, él asegura su obtención y conservación. Y por esa razón ese poder es el fin de la actividad política. Los partidos políticos pues, luchan en el Paraguay por adquirir y conservar el poder del Estado, el motor efectivo de ese poder, el Poder Ejecutivo, como fin, como fuente de distinción, de prestigio social, y como fuente de ganancias y de recursos.

Y esta es la úlcera de la política y de los partidos políticos paraguayos, esta es la mancha que le distingue de la política sana de otros países cultos.

En otras partes el poder político es un medio para satisfacer otros intereses, para realizar otros fines; en el Paraguay él es un fin en sí mismo, es el término de las ambiciones.

En esto consiste la perversión de la política paraguaya. Esta perversión política es el agente morboso que inficiona nuestra organización social. No hay función social a donde no llegue su aliento venenoso; es un cáustico que disuelve todo, la moralidad de las costumbres, la solidaridad, la disciplina social. La política así depravada ha absorbido todas las aspiraciones, todas las ambiciones individuales, ella es el principal estímulo de todos los esfuerzos políticos.

En Inglaterra, hasta mediados del siglo XIX la gran propiedad agraria confería las consideraciones sociales y políticas.

Los que desde la época de la reina Elisabeth, se habían enriquecido en el comercio, transformaban en propiedad inmueble sus riquezas. Con la propiedad inmueble adquirían el principal título del prestigio social.

El poder político, el poder legislativo, era entonces un medio para facilitar la adquisición de la propiedad agraria y para garantizar su conservación.

La oligarquía agraria empleaba el Parlamento para rodear sus propiedades inmuebles de las garantías legales de su conservación, para defenderlas contra los impuestos onerosos, y en ciertos casos para aumentar su productividad por medio de leyes protectoras contra la concurrencia extranjera y por medio de premios.

La primera preocupación de la clase rica, fue adquirir inmuebles, la característica y la fuerza de la raza inglesa, se ha dicho es, “the earth hunger (*)”, la preferencia de la propiedad inmueble. “English principles mean a primary regard to the interest of property (**)’, dijo Emerson (2).

En el Paraguay es costumbre conferir a ciertas propiedades inmuebles los nombres de sus dueños; se les denomina Villa Peña, Villa González. En Inglaterra los lores recibían los nombres de sus tierras, en vez de conferírselos.

De esta preferencia de la propiedad inmueble, y de la aplicación del poder del Estado a su adquisición y conservación, resultaron los latifundios gigantescos que caracterizan la distribución de la propiedad agraria en Inglaterra hasta hoy.

En Í786, todo el suelo inglés estaba apropiado por 250.000 corporaciones y propietarios personales; en 1822, por 32.000 según Emerson (3).

Desde mediados del siglo XIX, la clase industrial triunfó sobre la agraria, y el Parlamento fue aplicado a la protección de los intereses comerciales e industriales. El antiguo prejuicio agrario se debilitó; pero el poder político fue siempre considerado como medio, el más eficaz para satisfacer intereses económicos.

El poder político había conferido antes los grandes privilegios agrarios a los “Land-lords (*)’’; y de estos privilegios económicos dependió después, el poder político. El poder político pues, no es considerado como fin en Inglaterra, por los partidos políticos, sino como medio para llevar a la práctica sus programas económicos, principalmente.

En los partidos socialistas, en el programa de Lasalle, en el colectivismo agrario, el poder del Estado, es considerado también como medio para realizar reformas económicas, no como fin de la actividad social.

En el Paraguay, el poder político, el Poder Ejecutivo, la administración, los puestos públicos y sus sueldos, son el fin predilecto de los partidos. Los partidos carecen de fines políticos, sociales o económicos ulteriores. Los principios e ideales enumerados en sus programas, son fórmulas teóricas, ensayos especulativos que no viven en ninguna propaganda activa, son decoraciones exóticas.

La política se ha convertido en una profesión lucrativa y honrosa, en una industria, así como la medicina o el comercio o una fábrica de cañones en otras partes. Se ingresa en la política, en los partidos políticos, para adquirir puestos públicos, para distinguirse, divertirse y ganar plata.

Los puestos públicos se han convertido en instrumento de las figuraciones falsas, precipitadas, en un aparato reflector de una falsa aureola, y la ambición de adquirirlos, y la vanidad de brillar sin aptitudes, en verdadera monomanía pública, social.

A hombres cuerdos que han hecho su fortuna con larga y paciente labor, o con la usura, con tragar el alimento de mil familias inocentes, se les ha arruinado con alimentar en ellos la visión, el ensueño de que llegarán a ser ministros o presidentes. Un sólo defecto a veces destruye todas las virtudes. “Il coute nnoins a certains hommes de s’enrichir de mille vertus que de se corregir d’un seul défaut (**)”.

El prejuicio político crea en todos un imperfecto, un falso ideal de vida, el de vivir en los puestos y de los puestos públicos. De él deriva el sentimiento de privaciones de los que no pueden adquirirlos, sentimiento que no existiría sin él. “Das Leiden geht nicht hervor aus dem Nichlt-haben soudern aus dem Haben-wollen und doch nicht haben (*)” (Schopenhauer). Muchos por obtener un puesto público, distinciones efímeras, se hacen ridículos y desgraciados vitalicios. Es un resorte caprichoso que tuerce el buen sentido, que mueve todo al revés. “L’interét particulier fascine lesa yeux, retrécit l’esprit (**)” (Voltaire). Este erróneo concepto de la vida ha prostituido nuestra política.

Los efectos de la relajación política son múltiples y complejos.

Por respeto al asunto en que me ocupo, voy a exponer algunos de los principales efectos económicos solamente.

Ese prejuicio atrae a los puestos de la administración pública a la mayoría de la población, a los que han adquirido alguna instrucción, y les aparta de las industrias, del comercio, de las ocupaciones económicas productivas. Los médicos se injertan en el Parlamento y los ministerios como si fueran hospitales clínicos, los pedagogos se hacen ministros o diputados, los agrónomos, perceptores de impuestos. Para los Tribunales mismos no quedan más que residuos deteriorados. Todos se congregan alrededor de los puestos públicos, se empujan, se atropellan, se tumban unos a otros, en excitación enferma, en oleaje turbulento, nervioso, continúo; cada uno quiere ser el primero en llegar a las posiciones mejor rentadas. Se desdeña la actividad económica productiva y se devora improductivamente la exangüe producción nacional. De ahí el oneroso y estéril estatismo, el parasitismo peor que una plaga en el Paraguay. Primer zarpazo a la economía nacional.

Para fabricar salchichas se requieren aptitudes especiales; para ser legislador o ministro en el Paraguay el talento y los conocimientos son superfluos. La preparación, el carácter, la honestidad a veces estorban. Valen más ciertas contorsiones y genuflexiones del cuerpo que veinte años de estudios, que la decencia y la probidad.

Los que ocupan los puestos públicos creen saber todo, se creen aptos para todo; pierden la conciencia de la propia ineptitud. No saben que “the Science of power is forced to remember the power of science (*)” (Emerson). Los políticos paraguayos creen que basta patinar de un puesto a otro, de ministerio a ministerio y recoger las rentas que les son anexas para ser estadisa. “Incapable d’etre commis d’un burean et capable de gouverner l’Etat (**)” (Voltaine).

En el Paraguay para brillar con reputaciones falsas basta ser diputado, senador o ministro. Luego, es lógico que la pasión dominante sea la de adquirir esos puestos y conservarlos y que para eso en vez de estudiar, de prepararse y dignificarse, se adule, se intrigue o se implore servilmente. Por esta razón la mayor parte de los que ejercen los elevados cargos políticos son los arribistas petulantes. Todas las magistraturas han sido profanadas por la inepcia más franca y por la nulidad más absoluta. Así se ha llenado el Parlamento y los ministerios de aprendices, que se instruyen en almanaques del año pasado y destrozan la actividad económica nacional con sus caóticos y torpes ensayos legislativos.

Todo se hace al azar, por tanteo, por instinto como en  un acceso de sonambulismo; todo se reforma sin necesidad, y nada se reforma de lo que es preciso reformar.

En un mar flotante de pasiones y apetitos, sin principios directores, sin sistemas, sin conocimientos, sin brújula, la intervención del Estado en la esfera económica se ha convertido en un oportunismo de detalle, de expediente, al día, que libra la economía nacional al capricho de los intereses particulares pequeños del presente.

No hay sistema, ni plan, ni métodos, ni fines económicos en el gobierno. Cada revolución, cada nuevo ministro, las intrigas de los válidos rompen la continuidad, coherencia, el proceso regular de la política económica.

Cada partido es como un torbellino de pasiones, de concupiscencias, de ideales y esperanzas, que se eleva un momento, sube, gira sobre sí mismo, remueve y alza los desperdicios políticos del arroyo y se disipa. Ningún partido cae a medias. Cada cambio de partido en el gobierno, disloca todo lo hecho anteriormente. La tradición, la corriente de actos sucesivos, continuos, progresistas, son imposibles.

Un empirismo ignorante yerra del proteccionismo al libre cambio; hoy crea premios para fomentar una producción determinada, mañana se la decapita con impuestos prohibitivos. Una constante oscilación entre mil sistemas, principios e intereses contradictorios, una ligereza peor que la barbarie ha estorbado la evolución natural de la economía nacional, ha mantenido plegadas, presas, sus energías. “Es gibt kein härteres Menschen, Unglück in allen Schicksale, als wenn die Mächtigen der Erde nicht auch die ersten Menschen sind. Da wird alles falsch, und schief und ungeheuer (*)” (Nietzsche). Otro zarpazo a la economía nacional.

El fin político es ocupar un puesto en la administración pública y la única preocupación en el puesto, es conservarse en él aumentar el sueldo y disminuir el trabajo. Todo se subordina al interés propio; el interés personal es el supremo criterio del bien y del mal; él simula la ciencia, el patriotismo, todo, a veces hasta el desinterés.

De aquí surge un egoísmo miope que ve rivales en todos los demás; un caos político en que todas las fuerzas se estorban, y una anarquía, que es la senda de los abismos. Todos desconfían unos de otros, se maldicen, se calumnian, traicionan y se espían; cada lengua es un puñal afilado, una lámina emponzoñada que ulcera los corazones e inyecta en ellos discordia.

Se odian como concurrentes, porque cada uno no busca más que mayores ventajas en la política; se consideran como obstáculos o instrumentos, no se soportan sino cuando el uno es instrumento del otro. Son enemigos o cómplices.

Son incapaces de elevar la vista a las cumbres, de ver las grandes líneas, los horizontes lejanos del porvenir nacional. El único ideal son las ventajas externas, inmediatas, materiales.

A cada uno le parece que la más ligera fricción a su menor interés personal disloca todo el Paraguay. Las ventajas que aprovechan a otro, les parece que es la usurpación del bien propio. De ahí las locas disputas políticas, la embriaguez de las pasiones, la eterna recriminación mutua de los políticos, de los partidos políticos.

La adhesión a los principios políticos, el compañerismo, la consecuencia política, el decoro personal, las obligaciones comunes, se desvanecen ante el exclusivo interés de adquirir y conservar el puesto.

La traición, la perfidia, el complot, la abyección, son medios lícitos según los sofismas del prejuicio imperante.

Ni la perversidad, ni la impudicia, ni la claudicación, ni el crimen, han sido obstáculos para hacer “carrera” política en el Paraguay. Para escapar al castigo ha bastado agravar la falta. El fin justifica los medios; el éxito legítima todo. De ahí la idolatría del éxito político.

No se respeta el mérito, no se desprecia el vicio, nadie se indigna sinceramente contra la injusticia, nadie es justo. Los culpables pierden la conciencia de sus faltas, los hombres virtuosos, el pudor, y los partidos su nobleza. Buenos y malos viven en cada partido en camaradería hipócrita, sin sinceridad, sin confianza recíproca, sin gratitud, sin generosidad. El interés los divide y los une y reconcilia sucesivamente. Los enemigos de ayer conspiran juntos; amigos de hoy, se venderán mañana. En vez de partidos se forman círculos esporádicos y convulsivos de pequeños ambiciosos.

Ninguna sanción de las peores depravaciones, ningún estímulo de la decencia en la política. Nadie siente, el remordimiento de haber traicionado un principio noble, una aspiración generosa.

Todos hacen sonar la gruesa cuerda del honor, del desinterés, del patriotismo, de la razón de Estado, de la patria; declaman con gesto altivo, arrogante las máximas de alto tono, en una jerga pedantesca.

Y en ese laboratorio de palabras sonoras no hay ni sinceridad, ni modestia.

Cuando se examina su significado se encuentra que ellas no son sino denominaciones decentes, del interés del partido, de los amigos, del interés propio o del cinismo.

Al patriotismo, al interés nacional, han sustituido la demagogia, la embriaguez, y el libertinaje de los intereses de comités, la raposía, la materia, el politicismo.

Los partidos en vez de ser útiles a la patria, utilizan la patria; en vez de servir sanos intereses nacionales en el gobierno, hacen que el gobierno les sirva a ellos.

Dos o tres caudillos a la cabeza de sus partidos han luchado unos contra otros desde la Independencia como si en todo el Paraguay no existiera espacio suficiente para ellos. Cada uno busca su fortuna en la ruina del otro. Derrocan y son derrocados, persiguen y son perseguidos, encarcelan y son encarcelados, destierran y son desterrados.

Y las conspiraciones, las amenazas, las represalias, las revoluciones, que fluyen del politicismo como excresencia abominable, han difundido en nuestra población rural la marejada de la agitación, la incertidumbre, los rencores, y las disensiones, han canalizado la emigración y han amenazado convertir en una Galilea desierta nuestro riente suelo, nuestro hermoso país.

Esta es otra de las funestas consecuencias económicas de la depravación política.

En vano se pretenderá abolir estos vicios, sin extirpar el prejuicio que los engendra.

No se saneará nuestra política ni con nuevos sistemas electorales, ni con el voto secreto, la representación proporcional o el feminismo, ni con la tolerancia, ni con el fanatismo, ni con la indulgencia, ni con las severas represiones. No se la corregirá con reformas legales, con aumentar el número de representantes, con rehacer la Constitución política. Ese prejuicio pervertirá, depravará las mejores instituciones, y sin él cualquier institución será buena y útil.

Hay que extirpar el prejuicio mismo de las almas, hay que crear nuevos ideales de vida, hay que reorientar, remoldear la psicología colectiva. Es mayor lo que es preciso destruir que lo que es preciso crear, reformar en el Paraguay. Antes de sembrar, hay que extirpar la maleza, para que la semilla arraigue.

Cuando se llegue al fin a sentir que se puede vivir mejor fuera de un puesto público, que el talento brilla más en el periodismo, en la cátedra, en la tribuna popular, que la ilustración y la probidad valen más que las estériles y volanteras celebridades oficiales, “las glorias viajeras”, entonces la política se regenerará por sí misma.

Todos los ensayos de reforma política se han frustrado porque se ha pretendido corregir los vicios con otros vicios, en vez de arrancar sus causas.

De todas las tentativas hechas para higienizar la política, la peor ha sido la llamada política de “concordia”, de “tolerancia”. Este recurso consiste en la práctica en dar buenos sueldos a los que con sus gritos y amenazas, sus injurias e invectivas molestan a los gobernantes.

Es un tráfico en que cada uno cree obtener ventajas.

Los gobernantes los compran, los “oposicionistas” se venden. Así se cree asegurar la tranquilidad de todos; con prostituir todos los partidos.

Desde el momento que molestar a los gobernantes con antemas e invectivas dan mejor derecho a elevados salarios que el trabajo, el talento, la probidad, la oposición se convierte en profesión de los menos aptos. De aquí la política a ladridos.

Todos los que no tienen medios de vivir, los vividores, los que no pueden caer porque ya están abajo, se hacen sediciosos, imperiosos, fastidiosos, para vivir de rentas fiscales. Es natural que se prefiera el trayecto más corto y la dirección de la menor resistencia. “Celui qui reve la fortune la réve inmediate (*)” (Juvenal).

Esta tolerancia suprime la distinción entre buenos y malos, establece una promiscuidad política inmoral, suprime las categorías sociales establecidas por el mérito, la autoridad y el respeto a la autoridad.

Los puestos son pasajeros, los favores se olvidan, las conciliaciones lucrativas son transitorias, todo pasa como una moda; el único resultado permanente es la degeneración política, la inmoralidad servil, la repugnante prostitución moral de nuestras instituciones.

La calma se establece algunos meses; pero el mismo sistema engendra nuevos descontentos. Claro está lo que envenena la moralidad pública, no puede servir para conservarla. La indulgencia respecto de un vicio, cultiva mil otros peores. Con premiar a los corrompidos no se reprime la corrupción.

La tolerancia es necesaria, es legítima, es justa; pero ella debe ser selectiva y no abolitiva de todo valor moral. “Una sociedad es tolerante cuatrillo todas las creencias hablan y se las oye en calma: no cuando hay esta calma porque callan todas” (Leopoldo Alas).


NOTAS

(*) El todo es [??]

(**) Somos un país de gobierno.

(*) La minoría tiene un solo derecho, de emplear todos los esfuerzos convertirse en mayoría. .

(**) Políticamente hablando, comenzamos y terminamos con partido. Todos estamos luchando por colocarnos o colocar nuestros líderes en puestos o expulsar a otros de ellos.

(*) Sindicatos.

(**) Despreciaba las acciones políticas.

(1) Webb; History of Trade Unionism, 1884.

(*) Literalmente, “Hambre de tierra”.

(**) Principios ingleses significan una atención primordial a los intereses de las propiedad.

(2) Emerson; English Traits.

(3) Ibid.

(*) Señores feudales.

(**) Cuesta menos a ciertos hombres enriquecerse de mil virtudes, que corregir un sólo defecto.

(*) El sufrir no proviene del no tener, sino del querer tener y sin embargo no tener.

(**) El  interés particular atrae la vista, eleva el espíritu.

(*) La ciencia del poder es forzada a recordar el poder de la ciencia.

(**) Incapaz de ser empleado de oficina, pero capaz de gobernar el Estado.

(*) No hay desgracia mayor en todo destino humano, que cuando los poderosos de la tierra no son también los primeros hombres, entonces todo se vuelve falso, desviado y desmedido.

(*) El que sueña con la fortuna, la sueña inmediata.



CAPITULO IX

PERIODICIDAD DE LA AGRICULTURA

 

El desequilibrio de la economía agraria es una de las causas de la formación del proletariado rural, de la clase que vive de salarios en el Paraguay.

En las ocupaciones agrícolas la demanda de trabajo asalariado es irregular, intermitente. Desde          luego en las pequeñas posesiones agrícolas, cultivadas por el poseedor y su familia, no existe esa demanda. Hay aplicación de jornaleros solamente en las grandes propiedades agrícolas no directamente explotadas por sus propietarios, o para cuya explotación no basta el trabajo de los miembros de la familia.

Las explotaciones agrarias que demandan gran número de jornaleros son poco numerosas y poco desarrolladas todavía en el Paraguay. La ganadería extensiva, ocupa a pocos asalariados.

A causa de la depresión agrícola, la demanda de “brazo” en las explotaciones agrícolas está restringida.

Los cultivos agrícolas son discontinuos, durante una parte del año se paralizan. No existen industrias domésticas que podrían suplir ese paréntesis, evitar el paro forzoso del trabajo. La demanda de jornaleros pues, es no solamente poco intensa, sino que está limitada a algunas estaciones del año. Anualmente, durante varios meses, los jornaleros carecen de trabajo, se seca la fuente de sus recursos, de sus medios de vida

Esta periodicidad de la agricultura es una de las causas más importantes de la desafección de los asalariados a la profesión agrícola. Su influencia es más sensible cuanto menos intensiva y menos diversificada está la agricultura.

Por el contrario, los obrajes, los gomales, los yerbales, las industrias en general ofrecen ocupaciones más permanentes, regulares y continuas durante todo el año a los jornaleros. La continuidad del trabajo, constituye una compensación del menor salario.

Aun cuando los salarios agrícolas fueran más elevados que los industriales, serían menos atrayentes, porque son irregulares y discontinuos. Es preferible el salario menor, con tal de ser más seguro, continuo y estable.

Por estos motivos los jornaleros paraguayos se sienten impulsados a emigrar a los centros industriales extranjeros. Prefieren los duros trabajos continuos en el extranjero a las intermitentes y poco lucrativas labores agrícolas en el país.

La periodicidad de la agricultura y la indigencia industrial, son por consiguiente otro factor de la emigración paraguaya.

La periodicidad de la agricultura ha ejercido siempre gran influencia sobre la población rural, sobre sus relaciones jurídicas y económicas, desde la más remota antigüedad.

Ella influyó, seguramente en la abolición de la esclavitud determinó la servidumbre agraria y las migraciones.

La esclavitud era manifiestamente ineconómica en la agricultura. El costo de los esclavos, el de los medios de su subsistencia, el de sus enfermedades, son necesidades permanentes. La aplicación de sus trabajos por el contrario, solo era posible durante la estación del cultivo y de la cosecha. Después, su inactividad importaba la pérdida de los intereses del capital que representan. La muerte o la evasión de un esclavo era una gran pérdida de capital.

En la servidumbre, los cultivadores agrícolas están obligados a trabajar en las posesiones de los grandes propietarios en determinados períodos de tiempo. Los propietarios costean su manutención solamente mientras utilizan sus trabajos. Los siervos mueren, enferman o quedan sin trabajo en el invierno, por cuenta propia.

Estas ventajas económicas indujeron a los propietarios de los grandes latifundios romanos a sustituir en sus explotaciones agrarias, por colonos, siervos, a los esclavos.

Los latifundios se dividieron en villas y colonias. En las primeras se conservaba el número de esclavos necesarios para los trabajos de todo el año.

Las colonias se componían de arrendatarios, obligados a prestar servicios en las explotaciones del propietario, ademán del precio del arrendamiento. Con ellos se satisfacía la mayor demanda periódica del trabajo, tal como en la época de las cosechas. Pero cuando estos colonos libres, principiaron a rehusar el trabajo en interés ajeno, los propietarios les vincularon en el suelo por medios legales e ilegales, que restringieron su libertad, y les convirtieron en siervos.

Los mismos motivos económicos determinaron la formación de las colonias de siervos en los grandes latifundios en la Edad Media.

El interés económico de los grandes propietarios produjo esta transformación en las relaciones jurídicas de los obreros rústicos.

Los obreros también obedecieron a los estímulos del interés propio. Comprendieron que en las ciudades, donde se habían iniciado los primeros núcleos industriales, las ocupaciones eran más ventajosas.

No solamente evadían en ellas el riguroso tratamiento, las inhumanas exigencias de los grandes propietarios; obtenían además trabajos permanentes, regulares, en las industrias. Iniciáronse la migración a las ciudades, la resistencia contra el sistema de la libertad.

Los grandes propietarios ahogaron esta reacción con la supresión de la libertad de trasladarse de un lugar a otro con la supresión de la libertad de trasladarse de un lugar a otro, con la imposición de la servidumbre rural.

La periodicidad de las explotaciones agrarias fue por consiguiente la causa última de la esclavitud del trabajo en la campaña (1).

Con todo la migración a las ciudades no fue completamente detenida. La libertad que en ellas encontraban los siervos, y las más estables condiciones de la vida, fueron una fuerza centrípeta incontrarrestable. La servidumbre la atenuó pero jamás pudo atajarla completamente. Todas las prohibiciones, las leyes y las penas más severas, no fueron eficaces para abolirla.

La migración a las ciudades, la falta de obreros en la campaña, el éxodo rural y la concentración urbana, son fenómenos tan antiguos como los latifundios de explotación agraria, las explotaciones que requieren el trabajo asalariado. Sólo su intensidad ha fluctuado en diferentes épocas. Y la más poderosa fuerza de atracción en las ciudades ha sido siempre la regularidad y continuidad de los trabajos industriales, y la fuerza de impulsión en la campaña, la periodicidad de los trabajos agrícolas.

La misma constitución del trabajo, que en la época feudal, la servidumbre, la vinculación del cultivador en el suelo cultivado, Erbuntertanigkeit, existió en Prusia, hasta principios del siglo XIX.

Las leyes de Stein-Hardemberg, emanciparon el trabajo agrícola. Los antiguos siervos desde 1850 tuvieron el derecho de contratar y el de migrar. Y desde esa época el fenómeno de la urbanización, y el de la escasez de la mano de obra en los latifundios de Prusia oriental, fueron más intensos. Los obreros agrícolas que también querían vivir durante el invierno, migraron a los centros industriales principalmente porque prefirieron los trabajos industriales aún con menor salario, por su continuidad, a los intermitentes trabajos agrícolas.

Esta misma influencia se manifiesta en la emigración de los jornaleros paraguayos y en la concentración urbana.


NOTA

(1)     Lujo Brentano; Die Ländliche Arbeiterfrage, 29 de Abril, 1914, en Berliner Tageblatt.



CAPITULO X

LA MIGRACIÓN A LA CAPITAL

 

Las ciudades desde su origen, han tenido siempre una intensa fuerza centrípeta respecto de la población rural. El liberalismo individualista iniciado en el siglo XVIII, desató las ligaduras, favoreció la eficacia, multiplicó los efectos, de una fuerza preexistente, no la creó; aceleró la concentración urbana, no la originó.

La influencia de la concentración urbana, y del enrarecimiento de la población rural, ha sido siempre variada y profunda. El movimiento de la población ha afectado la organización social, ha trazado nuevas configuraciones en el organismo económico. Un moderno profesor de sociología, le considera como factor primario de la evolución de las sociedades: Gesetz der Stroming (1).

A pesar de haber determinado transformaciones sociales tan potentes y trascendentales, a pesar de su generalidad e importancia, el éxodo rural ha sido siempre estudiado con cierta negligencia, superficialmente, con defectuosos métodos. Se ha creído siempre explicarlo con generalizaciones vagas, con fórmulas especulativas.

Con el salario, el ferrocarril, la libertad económica, la instrucción pública obligatoria, el militarismo, la decadencia de la religión se creía resolver la cuestión. No se percibió que muchos de estos factores del “éxodo rural", eran precisamente efectos y no causas del mismo.

En 1908 Oscar Mulert, publicó un libro (2), en que despedazó los añejos hábitos cristalizados, tacho los anticuados sofismas de la rutina, sugirió nuevos métodos de investigación y aportó un valioso caudal de originales conocimientos. El marca una época en la investigación de las causas de la concentración urbana.

Aplicó su investigación a 21 familias trasladadas de la campaña a la ciudad de Koenigsberg. Clasificó la naturaleza de sus trabajos, la de sus contratos; determinó sus ganancias, y sus gastos, y buscó en cada una las causas concretas y reales de su migración a la ciudad.

Constató las aspiraciones que les han impulsado hacia la ciudad y examinó la realización de esas aspiraciones, las condiciones de vida de las familias inmigradas, comparadas con las anteriores de la vida en la campaña. Esta es la parte más original de la obra.

Las inducciones y las constataciones de Mulert, tienen una importancia local, limitada a la Prusia oriental.

Pero su método, por las nuevas investigaciones que ha suscitado, su obra ha sido punto menos que revolucionaría en la ciencia económica. Los estudios positivos por ella sugeridos, han contribuido a destronar los viejos dogmas autoritarios que explican todo abstractamente y nada explican concreta y realmente.

Evidentemente, el salario, los medios de comunicación, las leyes liberales influyen en el movimiento de la población rural, pero ellos no explican todo el movimiento y sobre todo sus efectos. Cuándo son causas de las migraciones, cuándo sus efectos; en una región obran como causa, en otra se manifiestan como efecto: algunas de ellas influyen en determinadas clases, en otras, no; en algunas clases son resultados, en otras, causas.

Esas generalizaciones baratas, son casi inútiles, cuando se trata de orientar el movimiento, o de detenerlo, cuando se intenta corregir sus efectos o abolirlos por la supresión de sus causas, en cada caso, en cada localidad, en cada época, en las diferentes clases sociales.

En el Paraguay también, se destaca la influencia de los fenómenos sociales que condicionan la migración a las ciudades en todas partes, que la estimulan, que la aceleran o detienen.

Alguna influencia ejercen, seguramente, el salario, medios de comunicación, la educación popular, el servicio militar.

La mayor facilidad de comunicación ha transmitido a la campaña el eco de otra vida, de una vida más animada, más agradable, más próspera; una visión de los placeres, de las alegrías, del bullicio, de la ciudad. Ella ha atraído parte de la población rural a la capital, como en todas partes.

Nuestro sistema de educación desprestigia la vida rural, prepara al funcionarismo, alimenta “la boa constrictora de la burocracia” (3). La educación agrícola está ausente en nuestro régimen de instrucción pública. Al gusto de trabajar se ha sustituido el de las figuraciones precipitadas y falsas.

La centralización administrativa, es un aparato que intensifica la atracción de la vida urbana y acentúa la monotonía y el tedio de la vida rural.

En la ciudad los salarios son pagados en moneda efectiva, en la campaña, gran parte de él, está incluido en la provisión de los medios de alimentación y de la habitación. Este hecho produce el espejismo que tanto seduce a la gente de afuera, de la superioridad del salario en la ciudad. El pago del salario en moneda efectiva, facilita las distracciones, la adquisición de bagatelas de lujo, la satisfacción de las tentaciones que en la vida urbana asechan.

Estas fuerzas obran en el Paraguay como en todos los países civilizados.

La exposición de los factores generales de la concentración urbana, tendría el escaso valor de la repetición, de la vulgarización de conocimientos corrientes, casi dogmáticos. No quiero disertar en generalidades harto conocidas. Prefiero ensayar la determinación de algunos de los principales motores locales de la migración a la Capital, en el Paraguay.

Las causas impulsoras de las migraciones cuya suscinta exposición constituyen los capítulos anteriores, son las que también empujan a una parte de la población rural hacia las ciudades dentro del país.

El desequilibrio de la economía agraria ha dotado a la clase agrícola de la movilidad, y flexibilidad propia de la clase asalariada, sin posesiones estables, la ha divorciado del suelo; ella ha decretado la “movilización” rural.

La monotonía, el aburrimiento, la nostalgia, llenan el vacío dejado en el alma de los trabajadores rurales la ausencia de todo interés en la agricultura.

En este estado de “movilización”, ceden naturalmente a la mayor atracción o siguen la senda de la menor resistencia, se deslizan del plano de la mayor posición económica, al de la menor presión.

Unos se dejan seducir por la propaganda dé los agentes extranjeros, en que se calla todo lo malo y se inventa é infla lo bueno. Otros atraídos por la fama de la ciudad, por las ventajas de la vida colectiva, la mejor policía, la oportunidad para la instrucción, para el tratamiento de las enfermedades, por la fama de la vida fácil, regocijada, la de los placeres intensos y variados, toman camino de la Asunción.

La Capital tiene además una ventaja particular para el campesino paraguayo.

La peculiaridad de la vida rural paraguaya es la carencia de hogares independientes y confortables. Este fenómeno es uno de tantos reflejos sociales de la defectuosa repartición del suelo, de la inseguridad e inestabilidad de las posesiones agrarias. No hay casas en la campaña. En las estancias, los jornaleros viven como apéndices en las barracas de sus patrones, que no reúnen las condiciones del hogar más rudimentario. En verano viven a la sombra de los naranjos, en invierno, en graneros mal ventilados, en ahumadas alacenas.

Los jornaleros en las labores agrícolas viven amasados en pequeñas cabañas de barro y paja, en la más primitiva promiscuidad. En ellas no existen las condiciones esenciales del bienestar físico y moral. En muchas jamás se ha visto ni colchones, ni almohadas. Sobre varas de palo ligadas entre sí por medio de juncos, “el sobrado” entre harapos fétidos, entre el humo, el polvo y los insectos, reposan de sus fatigosas y largas labores los pobres labriegos.

No es posible que en esas rústicas cabañas se experimenten los dulces placeres de la vida familiar, se formen esos sentimientos tiernos cuyo recuerdo nos acarician, toda la vida. La juventud pierde en ellas sus encantos, el amor sus delicias, el corazón sus alegrías.

Y no es sorprendente que el hogar del pobre campesino, revele este trágico gesto de vida. En la Capital misma, casi la mitad de la población, vive todavía en fétidas pocilgas, en pulgosas zahúrdas y tugurios sucios. Los ranchos de la “Chacarita” parecen hubiesen sido conservados como raro ejemplar de un sistema de calabozos para familias inocentes, en nuestro siglo. Jamás facilidad de crédito para construirlos o refaccionarlos, ni modelos, ni consejos. A veces espantado por alguna epidemia, el gobierno ha ordenado la incineración de algunos; jamás se ha preocupado de hacer construir otras mejores. Allí están los hechos, la prueba “instrumental” de la despreocupación, de la negligencia, de la indiferencia, culpable e imperdonable de los gobernantes paraguayos respecto de la higiene social.

Una población mal alimentada, que vive en “landis” tan deprimentes de la vida, no puede llegar a ser el pueblo robusto, musculoso y sanguíneo que piden a voces nuestro desarrollo económico, nuestra organización política, nuestra evolución social y nuestra independencia nacional.

La falta de casas es la más funesta afección patológica de la población rural. Ella impone la promiscuidad en los pocos hogares existentes. Y esa promiscuidad es la que ha relajado las costumbres, ha depravado las relaciones sexuales y ha condicionado el concubinato en la campaña. El concubinato imposibilita la organización de la familia y la disolución de la familia es a su vez otra de las concausas de que nuestra población rural sea tan escurridiza e inestable.

En la Capital es relativamente más fácil vivir en apartamentos independientes, formar un hogar aparte. Y esta es otra de las ventajas que atraen a ella a una parte de la población rural.

Estas causas parciales, sin embargo, carecen de importancia. Todas en efecto, reciben el empuje de otras causas fundamentales, primarias, son como radiaciones de una potencia superior.

En la Capital la influencia extranjera subyuga. Todo se recibe del exterior: modelos, consejos, inspiración. Se importan los medios de cultura; de afuera recibimos libros como recibimos corbatas y sombreros. Hasta la prensa no es más que el reflejo de modalidades extranjeras. Un periódico para vestir de gala, transcribe articulejos superficiales y desmadejados publicados en el exterior, escritos por cronistas exóticos y gacetilleros mal pagados. Otras veces reimprimen piezas desconocidas de ensayos pueriles publicados en ordinarias revistas españolas.

Lo que se ha hecho en otras partes es lo mejor. Y la peor censura que nos hacemos a nosotros mismos es que no se haga en el Paraguay lo que en casa de los vecinos. Así se formula el juicio corriente, tal es la suprema decisión.

En vez de hacer lo que nos conviene, se levanta la cabeza sobre el muro para pesquizar y calcar lo que ha hecho allende nuestras fronteras; se busca criterios afuera, siempre en el otro lado.

La Capital es como un museo de instituciones, de ideas y usos exóticos, recogidos al azar en el extranjero

No nos preocupamos de desarrollar una civilización original. En vez de vaciar la civilización extranjera en nuestros moldes propios, plegamos nuestra civilización mecánicamente a la extranjera.

No existe verdadera imitación activa en la Capital, sino sumisión pasiva, aprehensión casi material, vasallaje

En la campaña existe el mismo vasallaje respecto de la Capital. Todo se espera de ella, todo se recibe de ella; se la escucha hasta para saber lo que se ha de sentir y preferir, se obedece a los gustos y caprichos que en ella están de moda.

En la campaña no se oye y no se lee más que alabanzas de la Capital. En las escuelas se informa que todo está en Asunción: los poderes públicos, las autoridades, los altos funcionarios, las personalidades de la literatura, de la ciencia, de la política. Jamás palabra de la riente naturaleza, de la tranquila vida de la campaña, de su quietud sedante.

En los diarios no se escribe respecto de la campaña más que crónicas empalagosas de los abigeatos y los estragos de la fiebre aftosa. Respecto de la Capital, la de los bailes, la de las recepciones aparatosas, deslumbrantes de las manifestaciones fastuosas, sonoras, brillantes. Sombra de la campaña, pompa, brillo, distracciones, alegrías de la Capital; de la campaña todo lo desconsolador y triste de la Capital, lo que seduce, encanta, atrae, hasta el vicio con sus esmaltes fascinadores, y sus reverberaciones seductoras.

En los periódicos de la Capital nada hace prescindir las miserias del proletariado asunceno hacinado en las covachas sin muebles, sin aire, sin luz, en las pequeñas grutas húmedas y malsanas que les sirven de hogar. En cambio se ridiculiza en ellos hasta las fiestas, los trajes, los hábitos de los campesinos.

El sistema de educación, la prensa, los prejuicios políticos, han enturbiado el sentimiento alegre y tierno de la población rural. Ellos han contribuido a disminuir en los campesinos la ingenua espontaneidad, el amor a la naturaleza tranquila, al gusto de la vida sencilla, que se satisface con poco, para la que el lujo es superfluo.

La campaña está todavía tan desdeñada en el Paraguay como hace cuatro siglos en Europa. En el siglo XVII, en Francia, la naturaleza, era considerada como expresión del mal gusto, de la rusticidad, de lo vulgar de lo ordinario.

En la literatura clásica francesa apenas existen descripciones de la campaña, de la vida rural.

A fines del siglo XVII se inició la reacción. La Bruyére y Fenelón hicieron algunas exquisitas pinturas de paisajes naturales en algunas de sus obras.

Después del romanticismo, el naturalismo de Rousseau, el conocimiento divulgado de las miserias de la vida urbana, suscitaron la afección de la campaña.

Rousseau incorporó en la lengua francesa las más hermosas sinfonías de la naturaleza, Chateaubriand, sus coloridos frescos, su amplitud armoniosa y brillante.

La reacción llegó a extremos ridículos. Se lloraba ante la luna; el susurro de las hojas estremecía, y la realidad grosera era sinónimo de naturalidad.

La riqueza, la reputación, el prestigio personal, todo se ha improvisado en la Capital, en el Paraguay. Y todo se ha realizado en la Capital principalmente por medio de la política, al influjo del prejuicio político. La adulación servil, la hipócrita camaradería, el favor de un regimiento han sido bastantes para llegar al término de las ambiciones.

Los medios más eficaces para hacer “carrera” han sido precisamente los que están al alcance de todos.

Negrillos de las más apartadas rinconadas, han llegado a ser ministros, gobernantes en la Capital, a ostentar la mueca cómica de estadistas.

Ha habido cow boys que a los 40 años han cambiado el recado “chapeado” por el pupitre de un ministerio, sin otros títulos que la adulación, la intriga y la abyección servil. Rudos mayordomos de estancias, con trasladarse a la Capital han realizado sus sueños de felicidad: han defraudado fondos públicos impunemente y han perseguido a sus compatriotas como a perros les disputan su presa.

Por el contrario la campaña ha servido de refugio a los caídos en la Capital, a los que han sido tumbados abajo por la veleidosa fortuna política.

Ex-presidentes han ido a cultivar hortalizas, o a sembrar alfalfa en los arrabales de algún modesto “pueblo” de la campaña. Ex-ministros y ex-legisladores, han regentado zapaterías con heroica modestia y resignación. Lo que prueba que no han llegado, no se han elevado hasta la altura de las elevadas funciones públicas, sino que las elevadas funciones públicas se han rebajado a ellos, en uno de sus reflujos, y bajamareas políticas, tan frecuentes en el Paraguay.

A la campaña vuelven los obreros emigrados con sus ponchos flamantes, sus grandes pañuelos colgados del cuello, sus anchos cinturones coloreados. Otras veces los empleadillos y los estudiantes desaplicados de la Capital, con sus bruñidos zapatos, sus corbatas multicolores, sus largos cabellos aceitados y escrupulosamente peinados en crenchas rectilíneas.

Llegan a la aldea natal, al hogar familiar, son pequeños parvenus que van a triunfar con su falso y fugaz esplandor, a brillar un momento, a descollar sobre sus padres, sus amigos, sus vecinos y a alejarse otra vez.

Estos hechos inducen a los campesinos a creer que la mejor ventura reside en la Capital, en la campaña, la desgracia; que en la Capital hasta los más pequeños pueden llegar a ser grandes y que a la campaña sólo van los “grandes” cuando vuelven a ser pequeños.

Los campesinos concluyen por creer que se encuentran en una situación desairada, que permanecen en la condición de abandonados, de desdeñados. La campaña les parece sombría, triste, desierta. Creen hasta vergonzoso é injusto quedarse en ella, sienten en el alma una amarga nostalgia, están en el estado de ánimo del que ha perdido su tren.

Conciben nuevas aspiraciones, otros ideales de felicidad futura. Y el prejuicio, como un amigo traidor y perverso, les señala la Capital, como la meta de la dicha soñada. “On est fiable á l’invahisement des préjuges (*)”.

La quimera de la vida mejor flota ante ellos, fuera de ellos; se inflan de ilusiones y esperanzas, se convierten en otros hombres y experimentan disgusto de la vida que viven.

Sugestionados por la fama de la Capital, desalentados por la indiferencia y el desprestigio que deprimen la campaña, no tienen otro ideal, otro sueño, que irse a la Capital, huir de la campaña.

No viven más donde están, viven fuera de sí mismo, en el futuro, en la ficticia mansión coloreada por la fantasía.

Enamorados del ideal, embriagados de esperanzas, desprecian el lugar en que viven, su vida actual, se desprecian a sí mismos. Viven aburridos, descontentos, tristes, hipnotizados por la Capital.

Viven en la campaña como globos cautivos, inflados, flotantes dispuestos a alejarse. Las órdenes de desahucio de los grandes propietarios de inmuebles, o la ira de los fanáticos jefes políticos, son el esperado pretexto para ir a vagabundear a la Capital.

Viven en la Capital y antes de dos meses están contagiados de la enfermedad de que padecen sus habitantes: el deseo de salir de ella, la manía del “veraneo”.

Domésticos, jornaleros y escribientes se mezclan con los rentistas en los trenes de excursión. En vez de quedarse en casa los días feriados a descansar de las fatigas de la semana, van a disipar sus ganancias en pagar caro molestias y aburrimientos más abrumadores que el trabajo de 8 días. A los paraguayos les es preciso siempre hacer lo que otros hacen para sentirse libres y satisfechos.

Los que carecen de trabajo y de recursos veranean con el dinero de los que se quedan en la ciudad.

Y con todo, ninguno encuentra en la Capital tampoco la ansiada felicidad tras la que han corrido. Desde que llegan a ella, la imaginación deja de matizarla, la ilusión aborta donde principia la realidad, y la realidad no en mejor que en la campaña.

La felicidad no es un estado exterior, material; es un concepto, un estado moral. No se la siente sino por su ausencia. Cuando la quimera va más allá de los medios de realizarla, no hay dicha posible. Los deseos insaciables empobrecen. El hombre fuerte y feliz es el que se contenta con las condiciones de su vida, con lo que es, el que no quiere sino lo que puede.

Las privaciones que sufrían en la campaña, no provenían de las condiciones de su vida, sino de sí mismos, de sus quimeras, de haberse dejado vencer por las tentaciones, de haber considerado como posibles deseos insensatos. “Los hombrías viven atormentados por la opinión que tienen de las cosas, no por las cosas mismas”, dijo Montaigne “Tout pouvioir que devient-il si nous savons modérer nos désirs, oh Fortune-A nons á nos passions, seules tu dois-divinité (*)” (Juvenal).

Es muy natural que todos deseen la felicidad. “La felicidad es el primer deseo impreso en nosotros por la naturaleza, y el único que no nos abandona jamás”. Pero es insensato cifrar en quimeras irrealizables, y despreciar nuestra condición de vida por errar aturdidos iras ella

La miseria no consiste en la privación de ciertos medios de vida, sino en la necesidad que se siente de ellos. Los paraguayos de nuestras selvas carecen de jabón y cuello parado y, sin embargo, no se creen pobres porque no sienten la necesidad de usarlos. “Le pauvre sano désir posséde le plus grand des trésovs; il se posséde luiméme (*). (A. France).

Nos quejamos en el Paraguay del éxodo rural, y nosotros mismos lo estimulamos con nuestras frívolas y tontas vanidades; nos alarmamos de la despoblación rural, y alimentamos en la población rural, las quimeras que le incitan a huir de la campaña.

Por condenar y desarraigar este prejuicio nacional han de principiar nuestras reformas para prevenir la perturbadora y caótica concentración urbana, si queremos que sean eficaces. Debemos corregirnos a nosotros mismos para corregir nuestros desarreglos económicos y políticos. Sino, nuestras pretendidas reformas sociales serán sofismas, frases y palabras, siempre la misma brasa que ha alimentado la hoguera de los desengaños nacionales.


NOTAS

(1) Franz Oppenheimer, Universidad de Berlín.

(2) Vierundzwansig- ostpreussische Arbeiter und Arbeiterfamillien

(3) Von Wilamwitz-Wollendorf, Profesor de elocuencia en la Universidad de Berlín.

(*) Somos débiles a la invasión de los prejuicios.

(*) En qué se convierte el poder si sabemos moderar nuestros deseos? Oh! Fortuna nuestra, a nuestras pasiones sólo tú debes divinidad.

(*) El pobre sin deseos posee el más grande de los tesoros, él se posee a sí mismo.

 

 

 

 

 

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