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VIRGILIO BAREIRO RIVEROS (+)

  MIS MEMORIAS, 2014 - Por VIRGILIO BAREIRO RIVEROS


MIS MEMORIAS, 2014 - Por VIRGILIO BAREIRO RIVEROS

MIS MEMORIAS

MENTIRAS Y VERDADES DE LA DICTADURA STRONISTA

Por VIRGILIO BAREIRO RIVEROS

Dibujo de tapa: CARLOS COLOMBINO

Diseño de tapa: SONIA MOURA ESCOBAR

© Editorial ARANDURÃ

ISBN: 978-99967-42-20-0

Asunción – Paraguay

Agosto 2014

 

 

INDICE

Prólogo por Alfredo Boccia Paz

Introducción

CAPÍTULO I

Mis inicios en la vida política

De Itauguá a Asunción

Estudiar era mi pasión

Mi primera prisión

Administración Nacional de Telecomunicaciones – ANTELCO

Mis inicios en la vida política

Mi ingreso al Partido Comunista

Partidos de oposición en la Argentina

Retorno al Paraguay

CAPÍTULO II

El inicio de un largo calvario

Ingreso a la prisión

Hacia mayores investigaciones

La clandestinidad de los comunistas durante la dictadura

De Investigaciones a las comisarías barriales

La cárcel tiene como rutina la nada

El régimen de visitas 

Pedidos a los guardias

La solapada solidaridad de algunas personas

Una poesía a Margarita

Consecuencias de mi prisión para la  familia 

Organizaciones y personas humanitarias de ayuda a los presos políticos

Trabajos manuales para no pensar

Los 15 años de mi hija Irene

La fuga de Agustín Goiburú y otros

La prisión para las autoridades

La fuga para los familiares

Capítulo III

16 años no es poco tiempo

Traslados a nuevas prisiones 

El tiempo perdido en la prisión

El campo de concentración de Emboscada

Los movimientos y los traslados durante los 16 años de prisión

El aislamiento y la paranoia

El regreso al hogar

Mi supuesta libertad en casa

Capítulo IV

El exilio, un viaje obligatorio

El castigo del destierro

De lo urbano a lo rural

Nuestras madres van a Europa

Una lengua indígena en Alemania

Otros paraguayos exiliados en Europa

Países solidarios con los presos políticos paraguayos

Rescatando mi vida en el exilio

Mi reincorporación a la vida política

Pensar en mi lengua materna 

Divulgando la cultura paraguaya

Giras por Alemania

Recorriendo el mundo durante el exilio

El intercambio cultural durante el exilio

Repercusión de mi exilio

Necesidad de informaciones sobre Paraguay

Por lo menos acercarnos al Paraguay

La noticia del Golpe en Paraguay

Capítulo V

El regreso, un ansiado sueño

Preparando el retorno al Paraguay.

Hacia una nueva política

De Mainz a Asunción

La reforma Constitucional con indemnización

El Archivo del Terror

El caso de radio Ñanduti

Volviendo a clases

La situación del Partido Comunista 25 años después

Capítulo VI

Algo más para pensar

Preguntas y respuestas sobre mis ideas políticas

Visitas realizadas 50 años después

Mis profundos agradecimientos

Fuentes consultadas



PRÓLOGO

El ingeniero Virgilio Bareiro ha decidido, por fin, venciendo las reticencias de su espíritu humilde, escribir las memorias de su vida política. Lo hace con esta obra en la que despliega un relato cargado de modestia en la que el protagonista parece pedir permiso al lector para relatar el tiempo que le tocó vivir.

Se trata, sin embargo, de uno de los símbolos vivientes más paradigmáticos de la resistencia ante la opresión stronista. La de Virgilio, el compañero, el guerrero de la coherencia, es una de las voces más respetadas entre los muchos y muchas que ofrendaron su libertad y su vida en la defensa de sus convicciones. Lo que va a empezar a leer, no es solo la versión de un sobreviviente de las prisiones de la dictadura, sino de alguien que en el exilio y en el país -con las libertades públicas recuperadas- no dejó nunca de levantar las mismas banderas que lo habían llevado a la cárcel.

Hay pues mucho que celebrar con la decisión de Virgilio. Con prosa simple, el autor nos revela sus orígenes en el seno de una familia pobre de Itauguá, situación desventajosa de la que el joven se sobrepone gracias al estudio constante. Una carrera universitaria y un trabajo importante en una empresa del Estado auguraban un futuro estable para cualquiera que se impusiera objetivos individualistas.

Ese no era el caso del ingeniero Bareiro, impregnado de un fuerte sentimiento de justicia y compromiso social, lo que lo llevó a la militancia política en el Partido Comunista Paraguayo. Esta actividad, clandestina y repleta de riesgos, se desarrollaba en un país que, atormentado por autoritarismos y enormes inequidades sociales, empezaría a vivir uno de sus periodos históricos más obscuros. Desde 1954, estaba en el poder en general Alfredo Stroessner, al frente de la trilogía de Fuerzas Armadas, Partido Colorado y Gobierno que lo sostenía.

Cuando Virgilio Bareiro fue apresado, a mediados de 1964, Stroessner llevaba diez años consolidando una estructura de dominación omnímoda y personalista que contaba con el apoyo efectivo e indisimulado de los Estados Unidos. Para entonces, centenares de opositores a su régimen poblaban las celdas de las dependencias policiales de Asunción y ciudades vecinas.

El ingeniero Bareiro se sumergió entonces en un sub- mundo de angustia y silencio, donde la tortura y la incomunicación acompañarían la travesía suya y de sus compañeros de prisión. Fuera de ese plano íntimo y oscuro, todos ellos eran muertos en vida, personas desaparecidas del mundo real, solo existentes en el afecto de sus familiares y unos pocos y pocas más, interesados en la suerte de los presos políticos.

Ni una línea en los diarios, ni una palabra en las radios, de ellos no se hablaba. Peor aún, eran los parias entre los presos, eran los comunistas en el país del campeón del anticomunismo.

Fueron 16 años de aislamiento, en los que fue testigo de toda clase de humillaciones y vejámenes a compatriotas de diferentes orígenes políticos, de distinta extracción social. Fue testigo también de pequeños actos de solidaridad, de pequeños milagros que permitían mantener la esperanza, de mensajes transmitidos de otras celdas con los nudillos de los dedos. En la Comisaría Séptima, Virgilio Bareiro vio como el médico Agustín Goiburú lograba escapar con algunos compañeros a través de un túnel inverosímil. Allí y en las Comisarías Primera y Tercera sobrevivió en celdas que no tenían nada, durmiendo en el piso, a veces sin comida, en condiciones tan atroces que resultan inimaginables.

Solo conociendo las condiciones en las que se encontraban los presos políticos paraguayos se puede entender que ellos hayan considerado su traslado al campo de concentración de Emboscada como una bendición del destino. Allí podían volver a comunicarse con los suyos y tener noticias del exterior.

La recuperación gradual después de tanto sufrimiento se dio de la única forma en que era posible: fuera de esa cárcel gigantesca en que se había convertido el Paraguay. Comenzó la etapa de un largo exilio europeo, donde el reencuentro con su esposa y su familia fueron un bálsamo al prolongado tormento interior.

Pero apenas se sintió en condiciones, Virgilio supo que debía aproximarse al Paraguay. Su vida, su lucha y sus convicciones estaban aquí, donde todavía reinaba el anciano tiranosaurio, desgastado por la tozudez de luchadores políticos y populares. Fue de los que primero volvió luego del golpe de 1989.

No regresó derrotado ni lleno de amargura. Vino a ayudar a construir, con la misma generosidad de su juventud, una democracia que se erguía trabajosamente. Los nuevos movimientos sociales y políticos que empezaron a surgir se acostumbraron a ver en sus asambleas, marchas y concentraciones la figura del viejo compañero socialista que abrazaba con la convicción de siempre las viejas banderas de un mundo mejor.

La transición paraguaya recorrió el cuarto de siglo siguiente con los déficits que todos conocemos. Muchas cosas y muchas personas cambiaron, pero nunca el optimismo de Virgilio. Tantos años de detención ilegal y sin juicio, tantos años de exilio, no impidieron que formule propuestas políticas aún vigentes y continúe su reflexión y su lucha política.

Nadie lo veía como un sobreviviente. Era, en todo caso, un símbolo de entusiasmo y coherencia. Que ahora él comparta estas memorias con los compañeros más jóvenes que no conocieron sino de oídas aquellos tiempos de tinieblas, es una gran noticia. Pero que, además, su texto sea coloquialmente sencillo y desprovisto de todo sentimiento de rencor convierte a este libro en un material fresco y agradable de leer.

Alfredo Boccia Paz



INTRODUCCIÓN

Muchas veces me he preguntado si a mis 85 años podría tener aún una buena memoria, si hurgando en mi pasado, recordando anécdotas, historias y emociones podría dejar huellas que constituyan testimonios de un retazo de la historia social y política de mi país en los tiempos de la Guerra Fría. Más que escribir, siempre preferí leer y más que recordar preferiría no olvidar. Temo que con el olvido esa amarga historia de opresión se vuelva a repetir. Temo que las nuevas generaciones desconozcan e ignoren los cruentos años de dictadura y autoritarismo que se vivieron en el Paraguay.

Muchos amigos, colegas y parientes me pidieron que narrara mis memorias, cosa que he resistido durante mucho tiempo, pero he aquí que estoy hoy rememorando, y como dijera el gran poeta francés Víctor Hugo, no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo.

Pido disculpas si al volcarme hacia este lejano recuerdo, si al adentrarme en los recónditos espacios de mi mente viva, no pudiera lograr transmitir toda la aparente verdad de los momentos pasados, se me borren algunos nombres o se nublen ciertos instantes, aunque las memorias que aquí se plasman están tan presentes como hace años.

Tengo la suerte de seguir acompañado de mi amada esposa, sostén de mi destino y que recorrió el mismo calvario juntamente con mis hijos. En este relato se hallarán detalles al respecto, narrados por mí desde la prisión o por mi esposa Elodia desde el hogar; juntos desde ambos lugares, aunque prisioneros del régimen dictatorial de Alfredo Stroessner Matiauda. Nos hallábamos aprisionados dentro de una sociedad que callaba, más por temor que por complacencia.

Juntos, Elodia y yo logramos sacar a luz estas historias, ejemplo de una familia perseguida por su ideología, que relata la nefasta forma de proceder de un gobierno caracterizado por el autoritarismo, la represión y la tortura.

La policía política de Stroessner pudo apresar y maltratar mi cuerpo, intentando por todos los medios de romper los lazos familiares. Divulgó mentiras y cometió atropellos. Robó objetos de mi casa, amenazó a mi esposa y a mis pequeños hijos. Interrumpió mi actividad profesional anulando mi participación en la formación de jóvenes profesionales tanto en el Colegio Militar como en la Facultad de Ingeniería; aunque nunca logró acallar mi voz, anular mi mente, doblegar mi pensamiento, cambiar mi ideología socialista, ni extinguir el amor en nuestra familia, dado que en la desgracia ella salió fortalecida como ejemplo de lucha, valor y fuerza.

Aquí reposan retazos de mi vida, anécdotas que para muchos se creerían formaban parte de una ficción que nadie quiso comprobar, una historia que para algunos nunca existió, una fábula sin moraleja que pocos querrían escuchar. Es cierto, muy diferente era la realidad vivida por los que estaban a favor del régimen, que eran indiferentes a los problemas sociales o para quienes se sentían más seguros permaneciendo en silencio ante las miserias humanas. Pensar constituía casi un delito en aquella época, así como pensar en contra del régimen y expresarlo implicaría la condena forzosa.

En los inicios de la dictadura, la sociedad paraguaya estaba dividida, no por marcados estratos sociales puesto que no existían mayores desigualdades económicas, sino que se fragmentaba por discrepancias políticas, desavenencias ideológicas, partidarias; y para Stroessner, quien no estaba con su gobierno constituía un enemigo extremo. Ya hacia el final de su gobierno emergieron los nuevos ricos, los barones de Itaipú, quienes aliados al régimen lograron amasar grandes fortunas protegidos por la benevolencia de un gobierno que supo “premiar”, con los recursos del Estado, a los ocasionales amigos comerciales. Se amplió de esta manera la brecha entre ricos y pobres.

Eran otras épocas, duras, difíciles, en la que no existían, o cuando no se respetaban los derechos humanos de los opositores al gobierno. El proceder ciudadano tenía dos opciones: callar o cantar loas al único líder -Stroessner-, al único partido -el Colorado-, al único poder del Estado -el Ejecutivo- o la única fuerza poderosa -la Milicia-. Pertenecer a una de estas esferas del gobierno, eran los estados posibles para una vida tranquila o para que se cumpliese aquel famoso y nostálgico refrán: “Éramos felices y no lo sabíamos”.

Pero esta memoria muestra la otra cara de la misma moneda, de un mismo tiempo, que sale del silencio después de muchos años para narrar verdades y mentiras de un periodo de nuestra historia nacional, que ojalá reposen en la mente de las futuras generaciones, como el vivido recuerdo de un mal sueño que nunca debió de haber florecido.




CAPITULO II

EL INICIO DE UN GRAN CALVARIO

 

Por la década del ’60 yo estudiaba inglés en el Centro Cultural Paraguayo Americano. Diariamente llegaba del trabajo a mi casa de Cerro Corá esquina Kennedy, denominada anteriormente Zorrilla esq. Buenos Aires, un lugar que correspondía al barrio Oriental (hoy Bernardino Caballero). Hacía un almuerzo liviano y me iba a la siesta a mis clases de inglés.

Informada sobre mi ideología política y con datos de mis actividades cotidianas, la policía del régimen de Alfredo Stroessner quería capturarme. Llegó a mi casa una cuadrilla de policía, pero lo hizo a destiempo. Arribó tarde porque a esa hora ya había salido para mi lugar de estudios.

“Recuerdo perfectamente ese 10 de agosto de 1964 -rememora Elodia-, cuando la policía entró a mi casa atropellando a punta de pistola y buscando a mi marido. En mi desesperación sólo atiné a pedir ayuda en casa de una vecina para darle aviso y ver si él lograba escapar hasta alguna embajada para pedir asilo. Ya me imaginaba a qué venía la policía. Tuve la suerte de que esta vecina pudo llamar al Centro Cultural para comunicarle que en nuestra casa estábamos pasando momentos malos. Volví a mi casa sin saber si a mi esposo le había llegado mi mensaje”.

Sí, me había llegado el mensaje. En ese momento no podía comunicarme a casa porque la policía había clausurado la línea telefónica. Lo cierto y concreto es que sabía que me habían llamado al Centro Cultural Paraguayo Americano para pasarme la información. No sabía exactamente lo que en mi casa sucedía y me sentí muy preocupado. Tampoco me imaginaba lo que se vendría. Yo tenía una camioneta de la ANTELCO, vehículo con el que volví a casa sabiendo que algo extraño estaba ocurriendo.

En el trayecto, mi vehículo se cruzó con la camioneta “Chevrolet Custom 10” colorada de la policía, llamada “la caperucita”, por su color. Yo venía rumbo a mi casa, pero para ese momento la policía ya se había retirado de allí. No obstante, en la esquina de Mcal. López y Kubitschek, frente a la Embajada de los Estados Unidos, la policía reconoció mi vehículo y lo detuvo. Al bajarme de la camioneta, allí mismo un oficial me tomó de los brazos, me colocó las esposas y quedé preso. Retuvieron mi vehículo y me trasladaron en la “caperucita” hasta la esquina de mi casa, que quedaba a unas pocas cuadras. Nos estacionamos sobre la calle Cerro Corá. Los de la “caperucita” llamaron a los oficiales que quedaron apostados en mi vivienda, diciéndoles que ya me habían tomado. “Ya lo tenemos”, dijo la voz de mi destino. Minutos después, me trasladaron hasta el tenebroso local del Departamento de Investigaciones de la Policía.

Toda esa tarde permanecí en zozobra, sin saber qué había pasado con mi familia. Permanecí allí hasta bien entrada la noche, donde me esperaba una sesión de “interrogatorio”, una sesión de salvaje tortura. ¿Quiénes llegaron a mi casa? ¿Qué le hicieron a mi familia? ¿Qué pasó allá?, repetía una y otra vez en mi mente.

“Llegó una cuadrilla de policía con armamentos pesados y rodearon nuestra casa -recuerda Elodia-. Este comando estaba al mando del torturador Camilo Almada Morel, de seudónimo Sapriza. Se apostaron en cada puerta y ventana existente en la casa para controlar todo el movimiento interno y también el de la calle. Yo vivía allí con cinco criaturas pequeñas. Mi hijo mayor Carlos tenía siete años, luego venían Irene, Luis Alberto, Jorge Antonio y mi hija menor Margarita con apenas ocho meses. Era justo la hora en que mi hijo mayor debía ir a la escuela. Al ver tanto armamento me preocupé mucho pensando en la seguridad de mis hijos, porque enseguida me di cuenta para qué venían. Este era el final de muchas noches de insomnio pensando en la posibilidad de una represión policial para mi familia. Eran como diez oficiales vestidos de particular que entraron gritando, atropellando y preguntando por Virgilio. ¿Dónde está? ¿Dónde está? Era el grito que inundaba la casa, mientras rompían todo a su paso, cuadros, muebles, colchones, enseres. La cuna de mi hija menor quedó hecha añicos”.

“Mi casa se volvió un verdadero desastre. No se podía circular por las cosas rotas tiradas al suelo o contra la pared. Ellos querían encontrar algo, yo no sabía qué. Luego supe que buscaban las evidencias de la “maldita” ideología. Los libros eran buenas pruebas, porque su lectura envenenaba la mente. Requisaron libros de pensamiento marxista, pero también los de matemática y filosofía que pertenecían a mi esposo -rememora Elodia-, Estos libros aumentarían las pruebas en su contra”.

“También rastreaban documentos comprometedores, informaciones de su Partido, pero por sobre todo, querían saber dónde se guardaba el dinero. Esto era lo que más preguntaban y deseaban. ¿Dónde está el dinero?, me gritaron varias veces. Pregunté si mi marido había asaltado un banco, pero no, sólo querían saber dónde estaba el dinero. Yo no sabía nada de esto porque dinero no teníamos, éramos más bien pobres y vivíamos del sueldo de mi marido. La policía habrá notado esto, porque no teníamos muebles importantes ni nada de valor. Nos robaron todo lo que ellos querían, además de los libros, se llevaron una máquina fotográfica, otra de escribir y hasta una carpeta de ñandutí que me había hecho mi suegra. También encontraron en el ropero un pequeño revólver calibre 22 que su jefe, don Salvador Guanes, le había regalado a mi marido cuando fueron de viaje hacia Saltos del Guairá y que nunca se había usado”.

“Se llevaron esas pequeñas cosas a falta de otras de mayor valor económico. Pero también había otro objetivo paralelo al simple hurto (este botín se repartían entre los oficiales) y era que los vecinos vieran la cantidad de evidencias que retiraban de la casa del apresado. Este policía Sapriza era el que más me apuraba, me increpaba y yo me ponía muy nerviosa. Ni a mí ni a mis hijos nos pegaron, pero me gritaba sin parar. En un momento dado otro policía le dijo a Sapriza: “Dejale na chamigo a la señora tranquila, ese co no es nuestro trabajo”. Pero él siguió rompiendo todo a su paso, parecía que le alteraba mucho el hecho de no encontrar a mi marido”.

“Esa siesta mi hijo mayor de ocho años subió a un ómnibus acompañado de una empleada para ir a la escuela, pero no pudo llegar a destino porque la policía les bajó del ómnibus y volvieron de vuelta a la casa. También nuestra vivienda estaba con trabajos de mantenimiento y teníamos algunos albañiles ocupados en el pulido del piso. Todos estos trabajadores fueron a parar a Investigaciones. Ellos no trabajaban en una casa de familia, sino en casa de comunistas y eso estaba penado por un régimen que no ocultaba su furia contra los marxistas. Fueron momentos de mucho desconcierto, temor e inseguridad. El miedo y la angustia se apoderaron de mi mente pensando en el futuro de mi marido, sabía que el castigo era grande, pero temía por su vida, ya que él era un alto jefe de la ANTELCO. Y así quedé vacía, con las manos sobre la cabeza-recuerda Elodia-, Sola, con cinco hijos pequeños, sin trabajo y con una vivienda asaltada y destrozada. Se habían llevado al único sostén de la familia, hijo, padre y esposo responsable”.

“Por varios días quedaron los guardias custodiando que nadie llegara hasta nosotros. Pero... ¿Quién se animaría? Mi casa se convirtió en el lugar maldito del barrio. Mi familia era la cruz que nadie querría sostener y mis hijos, eran niños a quienes había que rechazar. Nadie con quién jugar. No había que preguntarse si todo lo ocurrido era justo o legal, había que aceptar y luchar. Tenía yo que aprender a sobre-vivir, a enfrentar el desprecio y la humillación, a callar las injusticias para no recibir más castigo de la represión”.

“En realidad yo nunca había participado de ninguna cuestión política, pero aquí me tocaba sostener esa pesada carga para sacar adelante a toda una familia, que destrozada y humillada, todavía no lograba imaginar el largo calvario que le esperaba”.

“Tuve también que sostener a mi suegra, cuyo único hijo había caído en desgracia. Si el temor y la angustia me acompañaron en los primeros momentos, las necesidades básicas de sustentación nunca me abandonaron. Trabajar para alimentar a mi esposo preso y a mis pequeños hijos se volvió una imperiosa exigencia mía en la vida”.


HACIA MAYORES INVESTIGACIONES...

De la esquina de casa y sin llegar a ella, me llevaron directamente al Departamento de Investigaciones, ubicado detrás del local de la Policía de la Capital, sobre la calle Pdte. Franco casi Chile. La policía iba tomando a las personas individualmente y a través de las torturas extraían las informaciones para diversos fines. Buscaba conocer quiénes eran miembros de organizaciones clandestinas que hacían oposición al régimen del general Alfredo Stroessner. Así fue como la policía tuvo información sobre mi calidad de miembro del Partido Comunista.

Días antes de mi captura, había sido apresada una camarada que estuvo escondida en mi casa. Ella en una sesión de tortura “cantó” mi nombre. Con este dato, la policía quiso capturarme en la calle, sin que nadie de mi familia ni mis compañeros del Partido se informara del hecho. Me hicieron llamar con dicha persona, pero yo desconfié y no acudí a esa cita. También en otra oportunidad llegaron hasta la ANTELCO, donde me desempeñaba como alto funcionario técnico. Ocurrió que en el momento en que llegó la policía, yo estaba reunido con mi jefe, el Ing. Miguel Cirilo Guanes. La policía irrumpió de manera irrespetuosa, por lo que mi jefe los echó del lugar sin que pudieran concretar el cometido que llevaban. Finalmente decidieron venir a casa y apresarme como lo hicieron.

El mismo Sapriza me condujo ante el jefe de Investigaciones, Alberto Planás. Allí me propinó unos pequeños golpes con un látigo, sin consecuencias mayores. Ignoraba que aquello era apenas un anticipo de lo que me esperaba. Poco después me dejaron en una esquina, de pie, mirando a la pared, con las manos esposadas hacia atrás. Quedé así desde la siesta hasta la noche, cuando vinieron a llevarme al inicio de un prolongado martirio. Sentía las piernas muy dolidas, porque no me habían permitido sentarme en todo ese tiempo.

Esa misma noche y a altas horas, comenzó mi primera sesión de tortura, cuando ya no había mucha gente en la calle. Este cruel trato se realizó a poca distancia de la oficina de Investigaciones, donde había un edificio muy antiguo en el que se realizaban de manera permanente estas sesiones de tortura. Varias personas eran los protagonistas de la sesión de mi tortura. No recuerdo exactamente cuántas ni quiénes eran, empero quien hacía las preguntas con una carpeta en la mano y dirigía la tortura era Sapriza. Los otros me aprisionaban con fuerza para que yo respondiera lo que ellos deseaban saber.

En el edificio había innumerables elementos para torturar, como una bañera de inmersión donde introducían a los presos con las manos y pies esposados. Le arrojaban de espaldas en el agua sucia con restos de vómitos, heces y orinas de los torturados anteriores: ¡una verdadera inmundicia!

Calculaban corrientemente el tiempo de aguante del torturado mediante su respiración: se lo levantaba para un breve respiro, y evitar así su muerte por ahogamiento. Luego se repetía la operación una y otra vez. Por excederse a veces varios detenidos perdieron la vida. El orgullo de quien dirigía mi tortura consistía en que a él nunca se le había muerto ningún prisionero. Se jactaba de tener mucha habilidad, técnica y calidad para realizar ese tipo de “trabajo”.

Este procedimiento policial se realizaba a fin de conocer a otros miembros de las organizaciones a las cuales pertenecía el torturado. Datos como sus nombres, su seudónimo, las actividades que realizaba, dónde vivía, cómo se financiaba el grupo y otras cuestiones de interés para la policía.

Generalmente tenían una libretita donde anotaban las preguntas que realizaban al torturado y utilizaban para ello distintos métodos. Por ejemplo, la persuasión amistosa, “hable ingeniero, así vamos a terminar esto pronto, no vamos a continuar, es mejor para todos”, luego venía el más duro que te decía: “Vamos a eliminarle nomás ya, con éste no se puede hablar, no se consigue luego nada” o el de la intimación psicológica, “hablando, va a proteger a su familia, porque Ud. tiene esposa e hijos, ¿verdad, ingeniero? Es decir, cada uno tenía su procedimiento para tener el resultado esperado de una sesión. A veces colocaban a nuestra vista a otros torturados tirados en el suelo y nos decían, “Hablá si que, mírale a ése, ya contó todo sobre vos, ya no tenés salida'”. En estos procedimientos también acostumbraban utilizar una radio que sonaba fuerte para aplacar los gritos y alaridos de las víctimas.

Si bien en una sesión de tortura un prisionero recibía mucho dolor físico y maltrato psicológico, la sensación de muerte no le abandona en ningún momento. Uno sufría mucho en esos instantes de inmersión. Esa intensa falta de aire para respirar era sentida cuando uno volvía a salir afuera con la boca abierta, se sorbía en pocos segundos algo de oxígeno y se sentía que la vida continuaba tras ese hálito de salvación. Así te hacían sentir que aún seguías vivo aunque prontamente volvían a sumergirte en esa inmundicia. Una y otra vez, más y más...

Llegaba un momento en que el cuerpo y la mente ya no resistían, se rompía la resistencia, se quebraba su potente fortaleza y uno sólo anhelaba parar ese tormento. Detener esa angustia incesante, pensando que quizás no tenía sentido seguir guardando lo que ellos querían saber, datos que quizás ellos ya sabían. Muchos compañeros habían resistido hasta la muerte, otros que contaban mentiras y muchos que no tuvieron otra opción que soltar lo que sabían. Fueron diferentes los resultados obtenidos por la policía de esas sesiones de torturas.

Soporté varias horas de tortura y ya ni recuerdo cuántas. En un momento dado vino un señor, que era uno de los principales colaboradores de Martínez, jefe de la sección Política de Investigaciones, para suspender mi tortura. “Vamos a continuar mañana”, dijo a todos los policías y para el torturado. Luego se dirigió directamente a mí y me dijo: “Bueno, ahora vamos a parar. Vamos a investigar las respuestas que diste y continuamos mañana. Sin duda era una amenaza más.

Este colaborador del jefe, cuyo nombre ya ni recuerdo, antes de hacerse policía había sido miembro del Partido Comunista. En un momento dado lo apresaron y tanto lo torturaron que cambió de bando y pasó a trabajar para la policía. En realidad yo ni lo conocía, sino que de su mudanza me enteré a través de otros presos, quienes me hablaron mucho de él.

En otra ocasión este señor Martínez me preguntó si yo conocía a otro Martínez, un técnico en telecomunicaciones muy importante que había ido a la Argentina a trabajar en una empresa privada llamada TransRadio. Este señor que vivía en Buenos Aires, resultó ser hermano del Martínez policía. El me preguntaba y me sondeaba de todas las formas posibles para saber si su hermano estaba también metido en la política. Yo ni sabía que era su hermano, ni en qué andaba metido este técnico, de modo que nada pude contestarle. En verdad solamente lo conocí cuando estuve en Buenos Aires con mi jefe y sabía que era un técnico muy apreciado en la empresa argentina donde trabajaba. Lo que el policía Martínez quería saber era si la empresa TransRadio trabajaba con ANTELCO, para de esa manera conocer si allá se podían recibir informaciones de la oposición paraguaya desde Asunción.

En mi caso particular, la policía tenía una falsa información sobre mi actividad en el Partido Comunista, al creer que yo era el secretario de finanzas y que a mí me enviaban dinero desde el exterior para diferentes actividades. Ese fue el motivo por el cual la policía preguntaba a mi esposa si dónde estaba el dinero, dónde... Y como nada encontraron, quedaron desconcertados.

Otro problema para la policía era que yo trabajaba como Jefe Técnico en la ANTELCO, dado que todo el sistema de comunicaciones de nuestro país pasaba por esta institución. Imaginaban que yo podía utilizar sus elementos para enviar o recibir informaciones secretas, supuestamente. Sin embargo, la realidad era otra completamente distinta. Al afiliarme en Buenos Aires al Partido Comunista, ellos me aconsejaron que no activara políticamente debido al cargo que ocupaba en Asunción. Era un simple afiliado y simpatizante de ese partido, que por cierto gozaban sus adeptos de mayores libertades en la Argentina. Sostenía que con mi ideología no hacía daño a nadie.

 

 

LA CLANDESTINIDAD DE LOS COMUNISTAS DURANTE LA DICTADURA

 

En primer término, en esa época nadie diría públicamente: “yo soy comunista” porque estaba destinado a ir a la prisión de inmediato. Hubo casos de conocidos militantes que fueron directamente asesinados. Algunos compañeros nuestros fueron asesinados cerca del Mercado N° 4 en plena vía pública. Toda esa persecución ya se realizaba mucho antes de que Stroessner llegara al poder, sólo se intensificó mucho más durante su gobierno.

Según los archivos de la Técnica, Antonio Campos Alum, gran colaborador de Stroessner, cumplió con toda la práctica sostenida por la Liga Mundial Anticomunista, de la cual fue un activo dirigente del capítulo paraguayo. Su meta era acabar con el “comunismo apátrida”, misión encomendádale por el “Superior Gobierno”. Contó para el efecto con la “inquebrantable lealtad de sus principales colaboradores”'. Juan Arturo Hellmann y Felipe Nery Saldívar, así como la asistencia de un verdadero ejército de soplones denominados “pyragues”, que el mismo jefe se encargaba de reclutar. Estos pertenecían a un privilegiado grupo denominado “Agentes Especiales”, Dichas personas eran las encargadas de llevar a la práctica los delineamientos del “plan antisubversivo” dictado por Campos Alum. Este plan antisubversivo gozaba de la venia del presidente y demostraba una tremenda e inhumana crueldad para con los opositores a su régimen.

Mucha gente había ido al exilio, principalmente a la Argentina y al Uruguay, países a los que iban a parar muchos comunistas. Por ejemplo, el gran músico y compositor José Asunción Flores era comunista y vivía exiliado en la Argentina. Stroessner no le permitió cumplir su último deseo, cuando ya muy afectado por el mal de Chagas quiso volver al Paraguay, ver a su tierra y a su gente. Igual trato recibieron un hermano de Domingo Laíno y el gran músico Flerminio Giménez, quienes estaban catalogados como opositores y debieron huir al exterior por salvar su vida.

Antes de la ascensión al poder del general Stroessner, ya se generaban persecuciones políticas a los opositores, no importando que fuesen colorados, es decir miembros del partido que estaba en el poder. El fraccionamiento del Partido Colorado en Guiones y Tradicionalistas ya había causado el exilio de muchos de ellos. Nadie podía revelar que era comunista, ideología prohibida, por lo que la actividad del Partido debía realizarse en la clandestinidad. Muchos de sus miembros murieron en las sesiones de tortura y se cuenta además que algunos de ellos al descuido de la policía y tener una oportunidad, se suicidaron arrojándose del segundo piso del Departamento de Investigaciones.

En otros casos, si la policía se enteraba dónde se efectuaba alguna reunión, los esperaban a la entrada o la salida de la casa, y disparaban a quemarropa a quienes salían. Luego del acto, ellos se justificaban diciendo que se habían resistido a ser apresados. Recuerdo el día cuando en las cercanías de Eusebio Ayala y Amancio González, hubo una reunión de compañeros comunistas en una vivienda. La policía se enteró sobre la misma y fue a rodear la casa. Uno de los compañeros que participó de esa reunión, cuyo nombre no recuerdo, tenía para su defensa un revólver con el que mató a un oficial de policía en el enfrentamiento. Este compañero también quedó herido en la refriega, lo llevaron al hospital policial y finalmente lo mataron.

Hubo un caso de una chica paraguaya que salió del país. Ella fue a radicarse al Uruguay y de allí pasó al Brasil, donde finalmente la asesinaron. En aquella época había un acuerdo entre las dictaduras para matar comunistas, apresar, torturar o intercambiar no sólo informaciones sino también presos políticos. Este acuerdo se llamó el Operativo Cóndor. Otros desaparecidos en este Operativo fueron Carlos Mancuello, Amílcar Oviedo, Rodolfo y Benjamín Ramírez Villalba. El chileno Fuentes Alarcón y el paraguayo Antonio Maidana desaparecieron en Buenos Aires.

Los documentos personales del dirigente político Derlis Villagra fueron encontrados en el escritorio de Campos Alum, lo que constituye una prueba de que estuvo detenido en la Técnica. Derlis desapareció en 1975 y según testimonios de ex presos políticos, habría sido ejecutado luego de ser torturado. La lucha política de esa época era muy dura y por esa razón muchas personas salieron al exterior y no volvieron al país porque no había garantías. Por consiguiente, para que los comunistas pudieran vivir en Paraguay tenían que negar su condición de tales.

 

 

DE INVESTIGACIONES A LAS COMISARÍAS BARRIALES...

 

Luego de las sesiones de tortura, realizadas en la Técnica, todo prisionero era llevado a la cárcel. En los comienzos del régimen stronista, los presos eran trasladados a

Tacumbú, con los reos comunes, pero no entraban en contacto directo los unos con los otros. Un sector era destinado a los presos comunes, ladrones, criminales, estafadores y otro para los prisioneros políticos o para aquellas personas opositoras al gobierno.

Tanto los presos políticos como los reos comunes eran sometidos a trabajos forzados. Se los llevaba a picar piedras al cerro Tacumbú. Extraían unas piedras negras basálticas muy resistentes que luego eran vendidas por los oficiales a la Municipalidad de Asunción. Ellos se embolsaban este beneficio económico. Dicen que varias calles de Asunción fueron empedradas con el esfuerzo de los prisioneros. El cerro Tacumbú finalmente desapareció años después a consecuencia de la excesiva extracción de piedras. Un paisaje urbano de singular atractivo que fue transformado en un lugar degradado. Los trabajos forzados y la explotación de la mano de obra de los prisioneros eran muy comunes en esa época en nuestro país. Ellos permanecían a merced de la voluntad policiaca, que no respetaba los acuerdos internacionales de convivencia para las prisiones, que estaban vigentes en países más democráticos.

Con el correr del tiempo, iba aumentando en este lugar el número y la concentración de personas, fundamentalmente en los días de visitas. La policía encontró este aspecto riesgoso porque había mucha aglomeración y optó entonces por dispersar a los presos políticos trasladándolos a diferentes comisarías barriales.

Ya antes de asumir el poder Alfredo Stroessner en 1954, se hablaba de que había llegado a un acuerdo político, con los Estados Unidos. Era la época de una tenaz persecución nacional e internacional contra el comunismo. Este enfrentamiento que hubo entre occidentales y orientales, entre países socialistas y capitalistas se lo denominó “Guerra Fría”. A medida que se agravaba este enfrentamiento, iba en aumento la gran persecución a distintas organizaciones sociales y políticas dentro de nuestro país. Y no sólo en el Paraguay, sino también en países de Latinoamérica y Centroamérica, donde se consolidaron con mucha fuerza las crueles dictaduras militares.

El número de presos políticos en nuestro país se acrecentó enormemente. A la policía le resultaba difícil concentrar toda esa población en un solo lugar, en Tacumbú. Fue así que a los reclusos se los distribuyó a diferentes comisarías barriales de Asunción y sus alrededores, como a las de Luque, San Lorenzo, Fernando de la Mora. En ese entonces se decía que cada una tenía su propio preso político.

A mí ya no me tocó ir a Tacumbú, sino que de Investigaciones pasé a la Técnica y de allí a una comisaría de la Chacarita, la comisaría 9a. Estuve allí muy poco tiempo y luego (el 10 de octubre del 64) me trasladaron a la comisaría 7a. Fue allí donde pasé el tiempo más prolongado de mi prisión, aproximadamente 9 años seguidos. Tal comisaría se encuentra hasta hoy situada en el barrio Bernardino Caballero, que por entonces llevaba la denominación de Pinozá. La misma quedaba próxima a mi vivienda.

Allí conocí a otros prisioneros, que previamente habían estado en la cárcel de Tacumbú y fue por ellos que pude enterarme sobre la soberana crueldad que existió en aquel lugar. Los presos que eran detenidos en sus lugares de origen, eran posteriormente trasladados a la capital para mayor seguridad. Muchos eran oriundos del interior del país, de tierra bien adentro. Ellos llevaban varios años de encierro sin haber recibido visita alguna, y esto se debía a que sus parientes directos no sabían dónde se encontraban. Ignoraban inclusive si seguían vivos o simplemente no los visitaban porque no disponían de medios económicos para viajar hasta Asunción. Eran campesinos pobres que no sabían siquiera cómo llegarse hasta la Capital o dónde alojarse porque nunca la habían visitado. A todo esto se sumaba el temor de que sus compueblanos supieran que tenían un pariente preso por motivos políticos. Suponían en su conciencia acrítica que el hecho era una vergüenza y a la vez, motivo de discriminación; un peligro potencial para sus parientes.

En la comisaría 7a conocí a un prisionero llamado Antoliano Cardozo Reyes, apodado Antolín, un humilde campesino oriundo de Caazapá, antiguo preso de la dictadura stronista. Él llevaba ya cinco años en la prisión cuando me llevaron a dicha comisaría. Era un mundo desconocido por mí. Tampoco podía imaginar cuánto tiempo pasaría yo en la cárcel, ni las condiciones infrahumanas que me esperaban. Vivíamos bajo el imperio de un gobierno cruel, perverso y sin piedad para quienes no aceptaban su fascista ideología. Ellos se decían nacionalistas con mucho orgullo, pero además eran totalitarios, militaristas y antimarxistas.

” ¿Y por qué recuerdo siempre a Antolín Cardozo? Por obligarme a decir que este señor era un campesino venido de tierra adentro, de muy escasos recursos y que había incluso estado ya en Tacumbú. Él realizó estudios básicos de agronomía y sin ser ingeniero tenía bastantes conocimientos, puesto que sus estudios tenían un nivel medio. No creo que Antolín fuera de ideología marxista. Era sí una persona muy informada que había ayudado a otros campesinos de su pueblo a conseguir más y mejores resultados en sus cultivos mediante sus conocimientos de agronomía. Y no solamente los ayudó a cultivar sino que además los acompañó para que ellos se organizaran y reclamaran la asistencia que consideraban era una obligación del gobierno.

En esos días en que lo conocí, él recibió por primera vez la visita de su padre. El guardia llevó al prisionero hacia la parte delantera, éste vio a su padre y volvió a los pocos minutos junto a nosotros. Antolín regresó muy animado, feliz, eufórico y yo me pregunté: ¿Pero qué le pasa a este hombre? ¿Por qué está tan contento con una simple visita? Lo que yo no sabía era que durante, los cinco años de su prisión, nadie lo había venido a ver y tampoco nada se enteró de su familia durante todo ese tiempo.

En el país existían muchos presos en estas condiciones, es decir, jamás habían recibido visita alguna y aunque pareciera una cuestión sencilla, ese era el dolor más fuerte que se debía soportar dentro de la prisión. La parte corporal era capaz de resistir la tortura física, las inmundicias, el hambre, pero a la mente le es duro soportar el abandono o la indiferencia familiar. Era la época en que muchísima gente no se animaba a visitar a su pariente preso por temor, e incluso, según las circunstancias podían llegar a tener el mismo destino. Constituía un peligro visitar a un preso político.

En el caso de Antolín, no hubo desidia por parte de su familia. Primero porque ellos eran de Caazapá, lugar muy alejado de la Capital a la que nunca sus familiares habían llegado. Eran personas de extrema pobreza que seguramente ni para el pasaje tendrían. Él era campesino e hijo de campesino. Sin embargo, pese a su penosa situación, había realizado estudios de agronomía y poseía dotes de liderazgo. Esto último era mal visto por el régimen.

Después de cinco años, el padre de Antolín se armó de coraje y de medios para venir a visitar a su hijo a la prisión. Ocurre que los parientes no sabían dónde estaba su gente y otras veces, aunque lo supieran, temían acercarse a la prisión para averiguar si era verdad que allí se encontraba tal o cual persona. Lo que sabían a ciencia cierta es que estaba en la cárcel, luego debía investigar con otra gente su verdadadero paradero y hasta si el preso seguía con vida, porque la policía no daba información alguna.

El caso de Antolín Cardozo a mí me impresionó muchísimo y hace poco tiempo vi su imagen en un trabajo de investigación realizado por una escritora irlandesa de nombre Jennifer S. Hartley. Ella recogió informaciones sobre la política paraguaya de entonces y los expresidiarios de la época de la dictadura. La foto reportaba a un Antolín ya todo canoso y acudió así a mi memoria el recuerdo de los momentos vividos juntos. Cuando lo conocí era un hombre joven de unos 35 años. Me informaron que al salir de la prisión, volvió nuevamente a su pueblo a radicarse con su familia.

En aquella época, a mediados de los años 70, se había intentado organizar un movimiento campesino, rápidamente catalogado como “subversivo”, de lucha armada contra el gobierno. Un grupo de guerrilla para luchar en favor de los pobres, empero este movimiento fue al poco tiempo desbaratado y sus miembros apresados y trasladados a las comisarías luego de sesiones de tortura. El régimen stronista no escatimó esfuerzo para aniquilar todo intento de oposición al gobierno y tampoco debilitó sus fuerzas al momento de decidir la suerte de un prisionero político.


LA CÁRCEL TIENE COMO RUTINA LA NADA

Hablar de hábitos de vida útil dentro de la cárcel resulta algo difícil de describir, porque no existía horario ni actividad alguna, salvo conversar unos con otros rememorando lo que habíamos pasado antes o durante la prisión. Nos despertábamos bien temprano sin que nadie nos impusiera condiciones ni para acostarnos ni para levantarnos. Ambas cosas generalmente las hacíamos muy temprano. Abríamos los ojos y nos incorporábamos al amanecer, ya por el barullo de los alrededores, las voces de las autoridades o el trajín normal que tiene una comisaría.

Todo esto era así día a día, semana tras semana, mes a mes, año tras año. Ni siquiera contábamos con un simple calendario para ubicar una fecha del año. Sólo sentir que estábamos en la cárcel, que había pasado otra noche más y que nos esperaba otra nueva, sin nada de nada.

En los inicios de toda la prisión, soportábamos una total carencia. No podíamos tener material de lectura de ninguna especie, ni materiales para realizar alguna actividad manual o intelectual. Los que compartíamos la celda éramos de orígenes sociales diferentes. Proveníamos de distintos lugares del país, de diferentes edades y experiencias de vida. Teníamos diversos niveles de formación académica, desde campesinos semianalfabetos hasta profesionales.

Compartíamos la prisión con una persona que había participado en la guerra del Chaco (1932-1935) de nombre Dimas Acosta, quien con sus charlas enriquecía nuestros conocimientos sobre la historia de nuestro país. Comentaba además sus anécdotas bélicas y episodios resaltantes de ese acontecimiento histórico que enlutara al país. A todos nos gustaba su relato detallado y preciso.

Otros comentaban sus experiencias personales, contaban chistes o cosas familiares, que transcurridos los meses y los años ya lógicamente todos conocíamos de memoria las historias que cada uno contaba. Así le pedíamos al compañero, “contá un poco lo que te pasó en tal lugar en la guerra del Chaco o contá lo que te pasó en tal otra situación”, cosas que ya habíamos escuchado cientos de veces, pero no nos quedaba otra manera de pasar el tiempo. A esto se resumía la rutina en la prisión. Día tras día, sin salir de la celda, sin hacer ejercicios físicos, y sin siquiera contar con un lugar para realizar nuestras necesidades fisiológicas.

Si teníamos suerte, nos llevaban temprano al baño, que apenas duraba unos pocos minutos totalmente insuficientes para bañarnos y también para defecar. Algunos tenían tiempo para ducharse, otros preferían hacer sus necesidades y no ducharse por falta de tiempo. Nuestro reclamo permanente era poder ir al baño tranquilos. Tuvimos que imaginarnos una solución propia, que consistió en disponer de una lata vacía de leche en polvo (de la marca Nido) con lapa. Fue una solución, una alternativa, mas tenía sus consecuencias negativas, cada vez que algún compañero “iba al baño”. Si alguien sufría alguna descompostura y repetía varias veces la operación de “destapar el inodoro”, la cosa se complicaba y el olor era insoportable.

En realidad existían pequeñas cosas muy importantes, que nosotros deseábamos tener. Las insinuábamos de diversas maneras a los guardias, pero lastimosamente ellos no nos hacían caso y hasta corríamos el riesgo de ser castigados por sublevarnos en contra de la autoridad. Allí no era difícil recibir una amonestación, ya que cualquier manifestación en contra era tomada como excusa para mortificarnos. Nuestras intenciones y opiniones no caían nada bien, sólo debíamos aceptar lo que la autoridad disponía y en la forma en que ellos lo hacían. No teníamos derecho ni tan siquiera a una mínima explicación.


EL RÉGIMEN DE VISITAS

En la prisión pasábamos diversas circunstancias habituales y entre ellas recuerdo la oportunidad de la visita de mi madre y mi esposa juntas. La policía de guardia me llamó y dijo: “Ud. va a tener una sola visita y ahora va a decidir: quiere recibir a su esposa o quiere recibir a su madre

Esto me molestó de manera extraordinaria. Cómo es posible que uno tenga que decidir y decir: “No quiero ver a mi madre o no quiero ver a mi esposa. Fue una situación extremadamente penosa y difícil. Eso me enervó de manera tal que no aguanté la rabia y le mandé al diablo al oficial que fue a decirme eso. Ese día me quedé sin visita por mi rebeldía. Cuento esta anécdota para hacer notar la arbitrariedad enorme que se estilaba en las prisiones en relación a los presos políticos. Imponían ciertas condiciones tan absurdas como la mencionada. Mis hijos no pudieron visitarme durante mucho tiempo porque pusieron el horario a la siesta, hora en la que ellos iban a la escuela. Además no podían entrar varias personas juntas a verme, aunque fueran familiares directos, ni tampoco de manera sucesiva, es decir recibir primero a un familiar unos minutos y luego al otro en otros minutos.

Estas disposiciones variaban mucho, desconociéndose los motivos. A veces la visita era solamente entre semana (una vez) y otras eran permitidas únicamente los domingos, que era peor, ya que en esa época la policía tenía que ir a custodiar las canchas donde se realizaban partidos de fútbol. Cuando a los oficiales de nuestra comisaría les correspondía ir a la cancha, nosotros quedábamos imposibilitados de recibir visitas por “falta de personal”, pues todos habían ido al encuentro futbolístico y peor aún si el mismo era internacional. También podían presentarse otros motivos que impidieran las visitas. Por ejemplo, en los últimos tiempos de la dictadura, se llevaron a cabo manifestaciones en contra del gobierno y en esos casos todo el personal era movilizado para colaborar en la represión. En la comisaría veíamos cuando los oficiales preparaban todo tipo de artefactos que iban a utilizar durante la represión como: cable trenzado, alambre de púa retorcido, cachiporras y otros elementos para golpear a los manifestantes.

Como ya lo comentara, las únicas personas autorizadas para visitarme eran mis familiares directos, madre, esposa e hijos y nadie más. En cierta oportunidad un tío mío, hermano de mi madre, fue a visitarme a la cárcel. Recuerdo que se había producido un cambio político dentro del gobierno en que se consiguió que se formara un partido político de oposición nuevo o renovado del Partido Liberal, que se llamó “Leviral o Partido Liberal Radical Teete”, con el Dr. Carlos Levi Ruffinelli como principal referente.

Mi tío, Lorenzo Meza, consiguió vincularse a este grupo y obtuvo el permiso para ir a visitarme. Me planteó que podía hacer gestiones ante el Dr. Levi Ruffinelli para conseguir mi libertad. Yo le agradecí mucho, pero sabía que eran solamente ilusiones las que mi tío tenía, porque mi salida dependía exclusivamente de la voluntad del dictador. Lastimosamente, este pariente falleció sin que yo pudiera ir a verlo. Otra pariente que me visitó en prisión, pero ya cuando habían transcurrido 15 años, fue una hermana de mi madre, mi tía Sindulfa. Ella se llegó hasta la comisaría 3a, donde yo estaba. Lo hizo y la verdad es que no sé cómo le conoció y se relacionó con el comisario. Le solicitó el permiso y consiguió la autorización para ir a verme. Nos vimos por unos minutos, como ocurría en todos los casos.

Estos fueron los dos únicos parientes que me visitaron en la cárcel que no eran familiares directos. Yo creo que nuestros parientes cercanos no se llegaban a la cárcel no por un desinterés, sino simplemente porque estaba prohibido.


PEDIDOS A LOS GUARDIAS

Recuerdo este incidente: después de mucha insistencia y reclamos logramos que un guardia-cárcel, a quien le dijimos que era nuestro interés escuchar los partidos de fútbol domingueros, por lo menos nos dijera que se lo transmitiría a sus superiores. El comisario aceptó que los parientes nos trajesen una radio y fue así que felizmente conseguimos un pequeño receptor.

Por supuesto, lo que nosotros realmente queríamos escuchar (más que los partidos) eran noticias transmitidas por emisoras extranjeras, sobre la lucha que nuestro pueblo llevaba a cabo en el interior del país, así como las declaraciones de solidaridad de los países que apoyaban esas luchas. Esto se transmitía por Radio Moscú en algunas ocasiones. Estaba totalmente prohibido escuchar esta emisora dentro y fuera de la prisión. Había que hacerlo con mucho cuidado. Igualmente escuchábamos los partidos de fútbol los domingos, para justificar nuestro pedido.

Habitualmente, al mediodía y a la noche se transmitía por todas las emisoras del país la “Cadena Paraguaya de Radiodifusión”, un programa que brindaba noticias oficiales y música en honor al superior gobierno. En ese entonces y en ese horario la radio oficial del Estado trasmitía en cadena obligatoria con todas las otras emisoras privadas. Así se divulgaba la voz oficial del gobierno. Este programa sí se nos permitía escuchar dentro de la prisión con entera libertad.

Un día, durante la trasmisión de la misma, un compañero de celda, que era del Partido Liberal, tomó rabioso la radio y apagándola nos dijo muy enojado y en voz alta: “cierre esa radio y ese programa de porquería”. Entonces el guardia, que de forma permanente estaba frente a nuestra celda observándonos, enseguida pasó la información del incidente al jefe. Éste rápidamente se presentó ante nosotros para retirarnos la radio, diciéndonos: “bueno ahora hagan otra vez funcionar sus recursos mágicos (pe ne kurundú) para volver a obtener la radio”. En realidad tuvimos el aparato por un periodo muy, muy breve de tiempo y nos lo retiraron por una “falta” de nuestra parte. Pasó muchísimo tiempo para volver a conseguirlo.

Después de siete años de prisión en la comisaría 7a, ingresó por primera vez a nuestra celda un representante de las Naciones Unidas y de la Cruz Roja Internacional de la Comisión de Derechos Humanos de Suiza: lo consiguieron después de arduas gestiones con las autoridades por parte de las Naciones Unidas. El gobierno no admitía en el exterior que en nuestro país existiesen presos políticos.

Este representante que nos visitó preguntaba si salíamos al patio a caminar, si practicábamos deportes, si recibíamos visita diaria de nuestra gente, si teníamos material de lectura, si teníamos horario para escuchar música, si nos brindaban atención médica y si recibíamos medicamentos; es decir, una serie de derechos establecidos por las Naciones Unidas y que ellos contemplaban dentro de los reglamentos que regían para las prisiones en otros países. Nosotros tuvimos que contarle la verdad y decirle que nada de eso existía en las prisiones del Paraguay. A nosotros hasta nos causaba risa todo lo que este señor nos preguntaba porque: ¿qué diario íbamos a mirar, qué libros podríamos leer, ni qué radio íbamos a escuchar de forma ordinaria? Si todo nos estaba negado.

La Cruz Roja Internacional nos interrogó a cada uno con un extenso cuestionario sobre las condiciones de vida dentro de la prisión. Se llevaron todos los datos, pero también dejaron de manifiesto al jefe de la comisaría que los presos políticos tenían derecho a salir al patio a caminar, a tomar el sol, a leer periódicos, a escuchar música, ya que nada de eso existía donde nosotros estábamos.

Con esta presencia internacional, el Paraguay admitía que tenía presos políticos y ellos venían a ver si se respetaban los derechos humanos para los mismos. Esto se debió a la denuncia realizada por varias organizaciones humanitarias de Paraguay que se formaron para atender la suerte de los presos políticos. Éstas lograron después de muchos años conseguir la autorización para visitar nuestro país.

Antes de la presencia del representante de la Cruz Roja Internacional, tuvimos otras experiencias. Habíamos hecho denuncias a la Iglesia, o mejor dicho, nuestros parientes fueron los que llevaron nuestras voces hasta ella. Hicimos saber que fácilmente se nos negaban las visitas, que no teníamos material de lectura, que no teníamos atención médica ni medicamentos. Por ejemplo, hubo denuncias de parientes que a varios campesinos de zonas alejadas de nuestro país, se los trajo a Paraguarí. Se contaba que esos campesinos fueron depositados en el Cuartel de Paraguarí. Se los ataba al yugo o un arado como si fueran bueyes y eran utilizados para arar el campo como si fuesen animales. En dicha ciudad se hallaba el Comando de Artillería del Ejército, que tenía grandes plantaciones. Este cuartel militar tuvo durante muchos años como Comandante al general Gaspar Germán Martínez.

Se notaba de esta manera las pésimas condiciones en que eran tratados los presos políticos en el Paraguay, al ser considerados la lacra más nefasta de la sociedad y por cuyo motivo debían ser eliminados o como mínimo encarcelados.

De las denuncias hechas a la Iglesia en ese entonces, se ocupó un obispo de mucho prestigio de Villarrica, llamado Sinforiano Rodríguez. Divulgó en esa ciudad las condiciones en que se encontraban algunos presos políticos y esto era considerado por el régimen un sacrilegio. El gobierno insistió ante las autoridades eclesiásticas para que retiraran al obispo de ese lugar. Fue así que se lo sacó del obispado de Villarrica y (cosa rara) se lo colocó como Obispo Castrense, es decir, pasó a pertenecer a la milicia.

¿Y qué hizo él? Como obispo castrense estaba obligado a trabajar con el Ejército y también lo hacía con la policía. Tenía una jerarquía dentro de la milicia y por consiguiente podía visitar las cárceles. Debido a las denuncias recibidas de cómo se trataba a los prisioneros en Paraguarí y la de otros casos, estando ya en Asunción llegó a recorrer las distintas prisiones, preferentemente aquellas en las que había presos políticos. Un día, luego de visitar la comisaría 3a, fue luego a la 7a donde yo me encontraba. Estuvo acompañado de su edecán, que venía a ser un asistente adjunto. Se llegó hasta la comisaría 7a y no ingresó por la puerta principal, sino por detrás del edificio.

Este acontecimiento fue toda una sorpresa, porque le pidió al guardia que le abriera el portón y directamente se dirigió a nuestra celda. Eran horas muy tempranas de la mañana y nadie se esperaba esta visita. Ni siquiera el comisario estaba aún en su puesto. Ante su saludo, todos nosotros quedamos muy sorprendidos. El comenzó a averiguar quiénes éramos, qué hacíamos y por qué estábamos allí. Como no viera ninguna cama preguntó si dormíamos en el suelo. Por supuesto, respondimos. A continuación y con todo el respeto que se merecía, contestamos cortésmente las preguntas que el Obispo nos hiciera.

En el lugar había un hedor fortísimo, porque a esa hora de la mañana aún no habíamos higienizado mínimamente nuestra celda. Además, como no teníamos baño, hacíamos todas nuestras necesidades fisiológicas en la misma celda, en las latas de leche en polvo. Nosotros cuidábamos celosamente aquellas que tenían tapa, porque no solamente nos servirían para protegernos mejor del olor sino que además la utilizábamos para sentarnos. Pero a pesar de la tapa, con el calor y nuestros cuerpos sin buena higiene, el hedor que en el lugar había resultaba insoportable. De todo esto fue testigo el Monseñor Rodríguez.

Diariamente muy temprano, nos sacaban para ir a un baño una sola vez a la mañana y allí teníamos que elegir entre darnos una ducha rápida, limpiar nuestras latas o hacer alguna necesidad. Por supuesto esto ocurría solamente si estaban los oficiales “buenos”, porque si estaban los “malos”, ese día no nos sacaban de las celdas. Estas fueron las condiciones en que nos encontrábamos y lo que llegó a saber el Monseñor Rodríguez. Para ese entonces, los oficiales ya le habían dado aviso al comisario, que se vino corriendo a presentarse a su puesto de trabajo, pero llegó tarde y no hubo tiempo de esconder la realidad. Por tanto, para el monseñor, las pésimas condiciones en que vivíamos ya no eran exageraciones que se le habían contado a las autoridades eclesiásticas, sino que él lo había comprobado por sí mismo. Tuvo la oportunidad de ver y hablar con los prisioneros, de verificar las condiciones en que nos encontrábamos.

En la primera etapa de mi prisión en la comisaría 7a, me tocó permanecer en una celda que no era muy pequeña. Contaba con electricidad y un foco prendido durante todo el día y la noche. La luz permanecía encendida las 24 horas, porque los oficiales debían tener buena iluminación para ver y controlar nuestros movimientos. Si bien esta celda tenía una puerta ancha con rejas para la ventilación, tenía además otro problema mayor.

Quedaba justamente al lado de un chiquero donde los oficiales criaban cerdos, que generaba muchísimo olor, que molestaba todo el día. Recuerdo que entre el chiquero y el piso de la celda existía un desnivel de terreno de aproximadamente unos 50 cm. La pared divisoria entre ellos tenía grandes rajaduras. Por allí nos entraba todo el barro con excremento de los cerdos que se formaba fundamentalmente en días de lluvia. La verdad es que nosotros queríamos mudarnos de ese lugar y entonces se nos ocurrió una idea. Hablamos con los policías para decirles que esa pared corría el riesgo de desmoronarse con alguna lluvia y que nosotros podríamos escapamos por el boquete que se abriría. El policía quedó pensando y comunicó a sus superiores nuestro comentario. Este argumento sirvió para que nos cambiaran rápidamente a otra celda.

Lastimosamente el destino nos jugó una mala pasada, porque fuimos a parar a otra peor. Si bien esta nueva celda quedaba más cerca de la salida a la calle y no teníamos el chiquero al lado, la misma no contaba con ventanas y sólo tenía una puerta tablero para ingresar, lo que nos dejó sin ventilación. Las dimensiones aproximadas de esta celda eran de 4x4 mts, tenía piso y techo de cemento y era muy calurosa. Le hicieron a la puerta tablero una abertura de unos 20x20 cm por donde nos pasaban las cosas, como ser la comida y los objetos que nos enviaban nuestros familiares. Fue aquí donde nos visitó el Obispo Castrense.


LA SOLAPADA SOLIDARIDAD DE ALGUNAS PERSONAS

Un tiempo después de este acontecimiento, se formó una comisión de vecinos, que de hecho existían en varios barrios de Asunción. En este caso se formó la Comisión Vecinal del Barrio Pinozá, donde se encontraba la comisaría 7a. Esta comisión no era de ayuda a los presos políticos, sino que ellos tomaron como argumento el de ayudar a mejorar las instalaciones de la institución.

Así también, cuando llegaba el 30 de Agosto, Día de Santa Rosa, patrona de los policías, ellos llevaban obsequios a los oficiales y realizaban un pequeño ágape. Entre otras actividades, juntaban fondos para realizar algunas obras de infraestructura para el mejoramiento de la comisaría, con lo que nosotros también salíamos beneficiados indirectamente. Y fue así que esta comisión vecinal costeó la construcción de cuatro celdas muy pequeñas, pero que por lo menos tenían ventanas y puertas. Estos vecinos lograron transformar esa celda común llena de inmundicia en otra un poco más humana, más higiénica y más saludable. Las puertas daban a un pequeño pasillo en el que durante el día nosotros podíamos hacer caminatas. Cuánta alegría y alivio vino a representar esta donación.

Realmente fue todo un avance, porque en nuestra antigua celda, donde estábamos todos encimados con nuestras pertenencias, más algunos paquetes de alimentos, no teníamos espacio para movilizarnos. Solamente teníamos la opción de hacer ejercicios del tipo estacionario, es decir, saltar y movernos dentro de nuestro mismo lugar, alzar los brazos, mover las piernas, de modo a seguir manteniendo las condiciones físicas del cuerpo. A veces nos enseñábamos letras de músicas, porque algunos querían cantar sus canciones favoritas. No era fácil pasar el día sin hacer nada o haciendo cosas bastante conocidas y gastadas.

Para todos nosotros fue muy importante el aporte de esta comisión vecinal, porque vino a cambiar las condiciones en que nos encontrábamos. De una celda de 16 m2 en la que estábamos unas diez personas, a veces más otras veces menos, pasamos a ocupar otras celdas, que si bien eran más pequeñas tenían mayores comodidades. Lo fundamental es que disponíamos de un baño, con una pequeña duchita y un inodoro con cisterna. Este baño lo podíamos usar a cualquier hora del día, porque a la noche nos encerraban en las pequeñas celdas, que individualmente albergaban menos cantidad de presos. También durante el día podíamos caminar por el pasillo y a veces llegarnos hasta un pequeño patio interior donde veíamos el sol. Cuánto alivio representó este cambio para nuestros ajetreados cuerpos.

Entre los miembros de la comisión vecinal recuerdo a un señor de apellido Halley Mora, quien no era el escritor, sino un hermano suyo. Halley Mora tenía un negocio importante en la esquina de Kubitschek y Eusebio Ayala, donde hoy está un supermercado. También estaba otra persona de apellido Enciso, un pequeño industrial que fabricaba elásticos y que había sido compañero mío en el colegio. Enciso quedó muy sorprendido al verme privado de libertad en esa celda. A él le resultó difícil comprender y poder imaginar que estaba preso por mi ideología. Estando un día este compañero en la comisaría en compañía de otras personas, yo le pregunté si cuándo nos cambiarían a las nuevas celdas que estaban ya terminadas hacía meses y que ellos habían hecho construir con la comisión vecinal. Me respondió que hablaría con los miembros de la comisión vecinal y con el Club de Leones del barrio, para ver qué hacer. Yo supongo que habrán insistido mucho, hasta que las autoridades cedieron y un día nos trasladaron a nuestro nuevo “palacio”. Fue en este lugar donde llegó por primera vez a nuestro país aquella visita de representantes de las Naciones Unidas, hecho que lograron luego de varios fracasados intentos porque el gobierno no les permitía ingresar. Yo llevaba para entonces cerca de ocho años de prisión.

En la cárcel los presos políticos recibíamos comida, pero era realmente incomible. Solamente tenía maíz muy mal cocinado, hueso sin carne, agua, un poco de sal y nada más. Muchas veces nos tocó comer eso. Algunas personas que estábamos en la prisión y que teníamos la suerte de recibir víveres de nuestros familiares, nos sentíamos obligados por razones humanitarias a compartir con los compañeros lo poco que conseguíamos. Teníamos que ayudarnos mutuamente para sobrevivir. Conseguimos permiso de los oficiales para preparar nuestra propia comida y para ello contábamos con un pequeño calentador eléctrico o un calentador a alcohol. Con pocas cosas hacíamos comidas más sabrosas para mejorar nuestras condiciones de vida. Muchos presos eran del interior del país, de muy escasos recursos y sus familias no disponían de medios para hacerles llegar nada, por lo que debíamos compartir con ellos lo que nos llegaba de afuera.

Recuerdo a una señora que venía de Piribebuy. Ella era la abuela del compañero Derlis Villagra y venía una vez al mes. Muy generosamente siempre nos traía cecina. Ella misma compraba la carne, hacía de ella unas tiras, les colocaba sal y las secaba al sol. A eso llamamos cecina, que nos servía para mejorar el sabor de nuestra comida. En cierta oportunidad en que ella nos trajo nuevamente cecina, la mantuvimos colgada de una cuerda y un gato que merodeaba por allí, nos robó nuestro tan apreciado ingrediente. La solidaridad entre compañeros era admirable, pero no había otra forma de soportar esa penosa vida.

Una de las anécdotas que recuerdo de la comisaría es aquella de cuando mi hijo mayor, que estaba en la escuela, debía hacer la Primera Comunión. Con nosotros estaba un compañero de apellido Jiménez, quien era un sastre profesional que había trabajado en Buenos Aires. Él se ofreció a hacer un trajecito para mi hijo. Yo pregunté si cómo lo haríamos al no disponer de nada. Me dijo que le pidiera a mi madre que me trajera un traje viejo para utilizarlo como materia prima y realizar a partir de él un traje completo de pantalón y saco para mi hijo. Así se hizo y mi madre me trajo un viejo traje mío.

Comenzamos desatando el traje. Cortábamos la tela con hoja de afeitar, de las denominada Gillette. Este elemento lo podíamos tener dentro de la prisión porque no era punzante y además lo utilizábamos para afeitarnos. Fue así que este sastre me ayudó a cortar porque yo no sabía hacer eso, pero luego yo le ayudé a coser, a hilvanar y a hacer cosas menores porque yo no tenía conocimientos de sastrería.

De esa manera terminamos un trajecito completo, hermoso, hecho totalmente a mano, cosido con aguja e hilo. Finalmente los oficiales me permitieron usar la plancha para entregar nuestro trabajo bien planchado. Yo no le pude ver a mi hijo en el acto de su Primera Comunión, pero mi esposa me mostró posteriormente la foto de cómo lució él con ese traje, que lo realizamos con todo cariño.

Después formamos entre los dos compañeros de prisión un equipo de sastrería y como este sastre no tenía personas que le visitasen, encontramos la manera de trabajar y conseguir algunos guaraníes para subsistir. Llegamos a hacer varios trabajos. Algunas personas de manera solidaria nos hacían llegar la tela, sus medidas y los accesorios para que les hiciéramos trajes, pero ya para personas adultas. También transformábamos los viejos trajes en otros nuevos de diferente tamaño, hacíamos arreglos y cualquier otra cosa que nos mandaran. Yo llegué a aprender bastante sobre esta profesión e incluso hice varios pantalones costurados a mano. Esta era una de las formas en que nosotros pasábamos el tiempo, porque es difícil darse la idea de lo que significa su transcurso cuando uno no tiene nada que hacer, más que mover el pulgar uno alrededor del otro sin nada que leer y mucho que pensar.


 

 

UNA POESÍA A MARGARITA

Yo creo que es mucho decir “una poesía”, pero fue un escrito hecho con mucho amor. En la prisión yo no tenía medios para mandarle algún presente a mi hija pequeñita que cumplía 7 años y llegaba su cumpleaños. De niño uno espera ansioso recibir alguna sorpresa por su cumpleaños. Nosotros que estábamos en prisión no teníamos la posibilidad de enviarles regalos a nuestros hijos; así que preparé un pequeño texto para que su madre le dijera: “tu papá te manda esta poesía” y también que se la leyera porque lógicamente ella todavía no había aprendido a leer muy bien, pues recién estaba comenzando la escuela. Posiblemente al escucharla, ella tampoco podría interpretar la magnitud de mi angustia, pero yo quería que ella supiera que su padre la recordaba, que la quería y que no podía asistir a su cumpleaños. Eso se lo dije en el poema. Año tras año, yo no había podido asistir a su cumpleaños y una vez más, iba a estar ausente en ese día tan importante. Me disculpaba y le hacía llegar ese presente simbólico para acercarme de alguna forma a ella.

La madre era quien se encargaba de tratar de explicarle muchas cosas, que a esa edad no podemos aún comprender. Me contó que muchas veces al pasar frente a la comisaría, le decía a mi esposa con toda su inocencia: “Esta es la casa de papá, esta es la casa de papá”. Así surgió la idea de preparar un humilde gesto para ella, que lo realicé en un pequeño papel, del que hice un rollito y se lo entregué a escondidas a mi esposa. Ella después de leérselo a mi hija, lo guardó en el ropero. Muchos años después, ya al salir de la cárcel, yo lo encontré y lo pasé a máquina. Hasta hoy sigo emocionándome con estos recuerdos.


CONSECUENCIAS DE MI PRISIÓN PARA LA FAMILIA

El terror impuesto durante la dictadura stronista no sólo estaba destinado al político opositor, sino se extendía a toda su familia. Así también la anulación de sus derechos humanos no terminaba con los políticos, sino también se desplegaba a cualquier ciudadano que hiciera pública su oposición al régimen y a éstos se les prohibía el libre ejercicio de su profesión que podía ser la de periodista, médico, abogado, docente, sindicalista, etc.

No sólo se le persiguió a los comunistas, sino además a los propios colorados opositores, liberales y campesinos miembros de las ligas agrarias, en fin, la represión arrasó con gran parte de la población que se acentuaba en ciertos y determinados momentos.

Fue considerado el cerebro de esta modalidad represiva el ministro del Interior Edgar L. Ynsfrán, quien llegó a este cargo desde la asunción al mando de Alfredo Stroessner en 1954. Este personaje permaneció en su cargo hasta 1966 y fue el gran propulsor de la creación de Puerto Pdte. Stroessner, como centro importante de expansión hacia el Este. Fue también quien manipuló a un sector del Partido Liberal para que se presentara a elecciones presidenciales en la que Stroessner saldría nuevamente reelecto como presidente, pero con esto se daría visos democráticos a la elección. Si bien era un hombre inteligente y estratega, Stroessner lo sacó del cargo por temor a que le jugara una mala pasada en algún momento. Stroessner no permitía que otra persona lo opacara. Le obligó luego a vivir en silencio, lejos de las actividades políticas.

La represión estaba casi exclusivamente en manos de la policía y con poquísima participación del Ejército, que participaba sólo en operativos de gran envergadura, como por ejemplo el de “La Pascua Dolorosa”, en 1976. Aquí fueron apresados numerosos campesinos de las Ligas Agrarias del interior del país. La policía recibía los reportes de sus “informantes” que nada dejaban de vigilar, desde reuniones familiares (sobre todo de opositores), las realizadas en clubes sociales, centros de estudiantes secundarios y universitarios, grupos parroquiales o artísticos. Todos los grupos sociales eran espiados mediante pyragues vestidos de civil que participaban de estas reuniones, a través de escuchas telefónicas de líneas privadas y todo era registrado en los catálogos policiales. Se tomaba apunte hasta de las músicas de tinte social llamadas “de protesta” que se ejecutaban no sólo en lugares públicos sino además en las fiestas privadas. Muchas músicas no estaban bien conceptuadas, no podían transmitirse libremente en emisoras radiales y sus autores eran considerados “subversivos”.

“Las consecuencias de mi esposo en la prisión para mi familia se notaron de varias maneras, pero fue muy llamativo lo que ocurrió con mi hijo Carlos -recuerda Elodia- Él realizaba sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de la Capital y había sido un excelente estudiante con muy buenas calificaciones, salía siempre el mejor de su clase. Estando en el quinto curso de ese colegio, se debía entregar la bandera al mejor alumno. La tenía que recibir mi hijo como todos los años. En ese momento falleció su director Víctor Vasconcellos y asumió como director interino el Dr. Céspedes, quien mandó suspender dicho acto. Para el año siguiente el candidato a mejor egresado era un ahijado suyo, para lo cual el Ministerio de Educación sacó una resolución a través de la cual un estudiante no precisaba haber cursado todos los años en un mismo colegio para ser su mejor egresado, como era ya una tradición dentro del Colegio Nacional. De esta forma se abrió la posibilidad para que este estudiante obtuviera los honores aunque no haya hecho todos los cursos allí.

“Esta noticia no fue del agrado de los compañeros de mi hijo, ni tampoco del Centro de Estudiantes, quienes deseaban hacer publicaciones en los diarios y huelgas para dar a conocer tamaña injusticia. Yo les dije que no era conveniente porque ellos también entrarían en problemas. Las medallas para los alumnos pasan, pero la inteligencia y el honor de las personas permanecen por siempre. Fue así que a mi hijo le negaron su condición de mejor egresado de su promoción por ser hijo de un opositor.

“Sin ninguna duda en esta resolución del Ministerio hubo un tinte político, ya que el presidente Stroessner junto al ministro de Educación eran los invitados especiales del Colegio Nacional para la entrega de títulos a los flamantes bachilleres y en este caso particular, el hijo de un comunista no podía ofrecer un discurso de mejor egresado frente al presidente en un acto público. Mi hijo quedó moralmente muy desilusionado y temía seguir estudiando, porque suponía que el régimen lo seguiría persiguiendo y no le permitiría ingresar a la facultad. Sin embargo, hizo el cursillo preparatorio e ingresó entre los mejores puntajes en la facultad de Ingeniería de la UNA.

“En realidad esta carrera resultaba costosa para el presupuesto familiar, ya que por su horario ni siquiera podía él trabajar en los primeros cursos. Me llegué al Comité de Iglesias explicándole la situación de mi hijo, que ingresó en la facultad, pero que necesitaba de ayuda económica para proseguir sus estudios. Me dijeron que no era posible, porque la ayuda que ellos brindaban era sólo para los presos. Yo no me di por vencida y seguí insistiendo. Finalmente en esa organización llegué hasta el Dr. José Carlos Rodríguez Alcalá, cuya hermana era compañera de mi hijo en la facultad; ella conocía su trayectoria y su nivel académico. Fue así que el Comité de Iglesias le asignó una pequeña mensualidad en el primer año de su carrera, con la que compraba libros y pagaba su pasaje. Esto constituyó un gran alivio para nuestra situación”.


ORGANIZACIONES Y PERSONAS HUMANITARIAS DE AYUDA A LOS PRESOS POLÍTICOS

En la década de los 70 y con la visita del Comité de las Naciones Unidas, el gobierno de Alfredo Stroessner se comprometió a respetar los derechos humanos de los presos políticos; es decir, a partir de dicha visita, en las cárceles paraguayas se aplicarían los reglamentos que las NN.UU. establecían: hacer caminatas diarias, practicar deportes, recibir frecuentes visitas de parientes, contar con atención médica y odontológica, tener acceso a diarios y libros, etc.

Después de un año de su primera presencia en Paraguay, volvieron nuevamente dos representantes de las Naciones Unidas para verificar si efectivamente se había cumplido el compromiso asumido por el gobierno. Uno de estos representantes era un médico que se llegó hasta la prisión. Él nos inspeccionó y conocía a través de los informes del año anterior cuál era el estado de salud de cada uno de los prisioneros. Nos preguntó si al compañero ya se le habían extraído el diente, si a tal otro se le entregó los medicamentos para su presión, si habíamos recibido material de lectura, si salíamos al patio, etc. etc. Nosotros le dijimos que no se había hecho nada de eso. Lo cierto y concreto es que un año después de aquella primera visita, el gobierno no había cumplido ningún compromiso asumido.

Al año siguiente, habría nuevamente una tercera visita de las Naciones Unidas. Con esto la presión era cada vez más fuerte y fue así que la policía comenzó a entregarnos diarios. Nos trajo un montoncito de periódicos viejos. El más reciente tenía un mes de atraso y no estaba completo. La mayoría de los periódicos traídos eran del diario Patria, vocero oficial del Partido Colorado y de circulación obligatoria en todas las instituciones públicas. Los policías también nos entregaron algunas revistas publicadas por la Iglesia Católica. A pesar de la desilusión en nuestro material de lectura, sin embargo fue un gran acontecimiento ya que teníamos algo para leer y distraernos. Todo esto se realizaba para dar cumplimiento al compromiso asumido por el gobierno ante las Naciones Unidas. Pasó mucho más tiempo para que tuviéramos permiso para oír la radio, que nuevamente la volvimos a conseguir utilizando la excusa de escuchar partidos de fútbol.

Sin duda alguna, en el mejoramiento de las condiciones de vida dentro de la prisión, las organizaciones humanitarias de ayuda jugaron un papel muy importante, tanto las nacionales como las internacionales. Prestaban auxilio no sólo a los presos políticos sino también a sus respectivas familias.

“Cuando venía alguna noticia o llegaba el resultado de los informes de las Naciones Unidas e incluso a veces pequeñas ayudas económicas desde el exterior -recuerda Elodia-, nos hacían llamar a alguna casa particular, pero siempre a escondidas.

“La encargada de organizar estas actividades era la señora Carmen de Lara Castro, doña “Coca” como se la llamaba cariñosamente. Una heroína y verdadera luchadora por los derechos humanos de los presos políticos de nuestro país.

Cuando venían personas desde Inglaterra, Francia o Alemania, enseguida ella nos hacía llamar. Para ayudar a los presos políticos llegaron desde el exterior representantes de Amnesty International, Naciones Unidas, Cruz Roja y en Asunción funcionaba el Comité de Iglesias para Ayudas de Emergencias. Estas organizaciones internacionales insistían ante las autoridades para visitar el Paraguay y sobre todo cuando doña Carmen les hacía llegar sus informes. Ella le ayudó a presos de la 7a, donde estaba mi marido, a sacar clandestinamente de la cárcel un documento, escrito por los mismos prisioneros, en el que se narraba las condiciones infrahumanas en que ellos vivían. Esto fue publicado en la voz oficial del Partido Liberal, llamado “El Liberal”. Un periódico de relativa circulación que era muy apreciado por la oposición.

“En ese entonces el comisario de la 7a estudiaba Derecho en la Universidad Nacional y los alumnos de esa casa de estudios colocaron el recorte periodístico, realizado por los detenidos y en el que aparecía su nombre, en el cartel de anuncios de la Universidad. De esa manera sus compañeros conocieron la actividad oculta de su profesión. Por supuesto que esto no fue del agrado del comisario, quien les reclamó duramente a los detenidos de la 7a sobre dicha publicación. Pero como eran varios los prisioneros y no podía precisar exactamente quién fue el verdadero autor, todos recibieron una suspensión de visitas en esa semana y ración disminuida de alimentos.

“El hijo de doña Carmen, Jorge Lara Castro, muchas veces llegó hasta mi casa con un auto para llevarme a reuniones en su casa -rememora Elodia- En esa vivienda me entrevisté en varias ocasiones con las personas que venían del extranjero. Recuerdo perfectamente el día en que Virgilio cumplía 8 años de prisión y estando aún en la comisaría 7a, doña Carmen nos mandó llamar junto a otros familiares de presos para conversar en esa oportunidad con un señor que venía de Francia y pertenecía a una Organización Humanitaria. Este señor deseaba recabar informaciones sobre la situación política del Paraguay y el estado general de sus presos. Algunos parientes de otros prisioneros pudieron satisfacer sus deseos y brindarle informaciones sobre política paraguaya, pero como yo me pasaba la vida trabajando y no sabía nada de eso, sólo pude hablar de la situación en que se encontraba mi marido.

“En esa ocasión comenté que visitaba semanalmente a mi esposo para llevarle víveres. Las autoridades nos daban un horario, que generalmente era a la siesta. Con el sofocante calor yo iba caminando hasta la comisaría distante unas siete cuadras de mi vivienda, acompañada muchas veces de mi hija menor, Margarita. Ambas íbamos bien cargadas con bolsones muy pesados. Llegábamos a la hora exacta o un poco antes, porque si nos retrasábamos un minuto ya no podíamos ver a nuestro familiar. Sin embargo, una vez allí, nos hacían sentar y esperar un largo tiempo, mientras ellos tomaban tereré, hablaban por teléfono, afilaban con sus novias, se burlaban de nosotras, contaban chistes o simplemente esperaban hasta que se les antojara traer a nuestros presos. Por supuesto su objetivo era mortificar y hacer sufrir a los familiares, nos hacían escuchar mentiras, nos inventaban historias y todo eso para que nosotros los abandonáramos. Buscaban desunir a la familia y que los parientes dejaran tirados a su suerte a los prisioneros.

“Claro está que todo esto ocurría si teníamos suerte, porque a veces simplemente nos decían que ese día no habría visita, ya sea porque estaban castigados o algún acontecimiento externo había ocurrido y motivaba que se prohibiera toda visita a los presos políticos. De esa manera nos teníamos que volver a casa con toda nuestra carga a cuestas.

“Nosotros sabíamos perfectamente que estas organizaciones humanitarias de ayuda no podían obtener ninguna libertad de los reclusos, ni mejoramiento de las medidas dentro las prisiones, porque todo eso dependía del “Superior Gobierno”, como ellos se hacían llamar. El trabajo de estas Organizaciones Humanitarias consistía en realizar publicaciones en la prensa del exterior para divulgar sobre la situación política en el Paraguay y la de sus presos. De esa manera pretendían lograr apoyo y buscar la presión internacional para que los soltaran o por lo menos mejoraran sus condiciones de reclusión.

“Pero esa penosa situación vivida en las cárceles no estaba solamente allí, sino también fuera de ella. Los familiares de los presos políticos, sobre todo de los socialistas, nos convertimos en ciudadanos inaceptables, despreciados. Aquí en el barrio yo era ignorada. Me decían “la comunista”, sin serlo por supuesto. Los vecinos me negaban el saludo y mis pequeños hijos, que eran inocentes, no tenían con quién jugar porque sus padres les prohibían que se relacionasen con mis hijos. Yo era la oveja negra del barrio, un paria social. Muchos vecinos me hicieron la vida imposible, era una etapa muy dura de sobrellevar. En realidad la gente tenía temor de relacionarse con los familiares de los presos políticos. No obstante, a pesar de esta situación, con el correr del tiempo y a medida que la represión iba cediendo más, algunos vecinos se llegaron hasta mi casa para traerme trabajos de costura.

“Por necesidad yo me hice modista -recuerda Elodia- Era lo que alguna vez había aprendido a hacer pero que ya nada recordaba porque nunca antes había trabajado. Ante la necesidad me dediqué a la costura con mucha responsabilidad y minuciosidad. Yo les cosía las ropas a muchas damas de la alta sociedad. Después de caer preso mi marido, recibí inmediatamente la ayuda económica de mi hermano mayor, Pedro Chamorro. El me pasaba una pequeña mensualidad para alimentar a mis hijos. Eso lo hizo durante varios años, hasta que yo pude sostenerme sola. Desde luego que el trabajo de una modista no era muy remunerado, pero con esa ayuda de mi hermano me alcanzaba para dar de comer, vestir y hacer estudiar a mis hijos, incluyendo a mi marido arrestado.

“En ese momento me armé de mucho valor, ya que tenía muchas bocas que alimentar y cinco niños que educar. Trabajé día y noche para conseguir honradamente el sustento familiar. Hubo veces en que me acostaba rendida a dormir unas pocas horas, para luego levantarme y seguir trabajando. Tenía compromisos laborales que cumplir y necesitaba el dinero. Mucha gente me conocía y me ayudaba trayéndome trabajo, pero allí terminaba nuestra relación. No había posibilidades de reuniones ni de encuentros sociales, incluso algunos familiares nos abandonaron por temor.

“Yo era consciente de la situación, del miedo que tenían las personas y aunque me doliera muy profundamente, no podía más que aceptar. Temían sobre todo de la policía porque ésta siempre circulaba por mi casa. En los primeros tiempos su presencia fue permanente. Vestidos de particular, se paseaban de una esquina a otra controlando quién entraba o salía de mi casa. Ante toda esta traumática situación, me sentía muy presionada y la única forma de desahogarme era regañándole a mis hijos constantemente, pobres inocentes que nada tenían que ver con el problema. Yo era consciente del daño que les hacía, porque esa tensión era absorbida por toda la familia. Fue así que recurrí a un médico para ver cómo sostener esta pesada carga en mi vida. Este me dijo que era mi forma de descargar ese peso tan grande sobre mí.

“La presión psicológica por la prisión de mi esposo, las penurias económicas por las que atravesaba mi familia, el rechazo social sumado al exceso de trabajo cotidiano me producía una gran angustia que la descargaba en mis hijos. Y en quién más podría hacerlo, eran ellos los que estaban a mi lado. Cuántas veces tuve ganas de irme yo a recluirme a la cárcel y que viniera Virgilio a lidiar con todos los problemas de la casa. Pensaba que si él no se hubiese metido en política, nuestra familia no estaría sufriendo de la manera en que lo hacíamos. Pero bueno, esa era la verdadera situación y el destino que a cada uno nos tocó padecer, Virgilio desde adentro y yo desde afuera”.

Me contaron compañeros del Partido que estando ellos en la comisaría 3a (yo no estaba allí en ese momento) en cierta ocasión se tuvo la visita de un grupo de diputados, senadores y otros altos funcionarios de Chile. Estos altos representantes extranjeros consiguieron el permiso de las autoridades para visitar a los presos políticos en Asunción. Luego de la visita de esa Comisión chilena, la policía reacondicionó el área de las celdas. Construyeron un bañito al interior de las mismas para que los presos de esa comisaría, tuvieran las mínimas condiciones para tener una estadía más humana.


TRABAJOS MANUALES PARA NO PENSAR

Pasaban los años y algunos compañeros iban saliendo de la 7a, otros eran trasladados a otras comisarías, pero mi destino seguía siendo permanecer encerrado en ese lugar, pensando cómo consumir ese tiempo que se hacía cada vez más largo y pesado.

Una de las formas de distracción que encontramos fue la realización de actividades manuales y hasta artísticas se podría decir. Tratábamos de conseguir elementos para fabricar juegos de entretenimiento como dama, ajedrez y dados con los materiales que los oficiales tiraban a la basura.

Entre varios compañeros fabricamos piezas de ajedrez de la madera de viejos palos de escoba. Uno de esos primeros trabajos manuales lo realizamos para el compañero Goiburú, quien lo envió de obsequio a un amigo. Salieron piezas muy hermosas de ajedrez. Nos resultaba más fácil utilizar el palo de escoba porque ya era cilíndrico y la madera no era dura. Nos permitieron usar un pequeño cuchillo y lo cortamos en trozos cortos. Sólo nos restaba dar forma a las diferentes piezas de ajedrez utilizando como herramienta la lija. Primeramente utilizábamos una lija más gruesa para gastar fácilmente dándole a grosso modo una forma determinada. Luego usábamos otras más finas para hacerle la terminación y finalmente lo pulíamos con un paño.

Al lado de nuestra celda había un depósito donde se tiraban diferentes tipos de desechos, de allí conseguíamos tablitas, palillos y otros objetos que para nosotros constituían valiosos elementos de trabajo y podíamos sacarles provecho. Cada preso tenía alguna habilidad, algunos hacían cintos, ya que lo habían aprendido en la escuela primaria. Otros sabían tallar la madera y muchos hacían pantallas o sombrero de caranday. También hicimos arpas de madera de aproximadamente unos 30 cm. de alto y otras manualidades. En una época nos permitieron tener hilos, con los que pudimos tejer.

Un compañero de prisión oriundo de Carapeguá era muy hábil con los tejidos. Él me obsequió un pequeño bastidor. Con esto fabricábamos fajas, cintos y bolsos femeninos. Para mi hija tejí un poncho multicolor realizado con hilo de algodón muy bonito.


LOS 15 AÑOS DE MI HIJA IRENE

Se acercaban los 15 años de mi hija Irene y yo quería hacerle un regalo significativo. Fabriqué un arpa pequeña utilizando como material huesos que ponían en nuestra comida. Aquellos huesos que hallaba en el locro, yo los retiraba, los limpiaba cuidadosamente, los secaba al sol y así se blanqueaban para ser utilizados. El arpa estaba realizada completamente en hueso y tallarla me llevó 8 meses de trabajo diario. La comencé en enero de 1973 y quedó lista para septiembre, mes de su cumpleaños.

La única herramienta utilizada para su fabricación fue el papel de lija. Comencé con una lija de granos gruesos y luego iba usando otras de granos cada vez más finos hasta que al final la pulí con un paño. Tenía 15 cuerdas en honor a los años que cumplía mi hija. Para las mismas utilicé unos hilos de atar de material plástico que venían en varios colores. Estas cuerdas eran rojas. Además tenía unas incrustaciones también rojas, como si fuesen rubíes, realizadas del mango de viejos cepillos de diente.

Cuando empecé este trabajo un oficial me vio manipulando el hueso y me preguntó si qué estaba haciendo. Le contesté que iba a hacer un arpa. Me miró incrédulo y no me dijo nada. Pasó luego a la otra ventanilla en la siguiente celda y le señaló al compañero: “allí está vuestro ingeniero loco, porque dice que va hacer un arpa de un hueso”.

Yo fui trabajando en lo mío pasando el tiempo de esa manera y entusiasmado con el regalo que le haría a mi hija. La policía siguió todo este proceso de fabricación, viendo cómo poco a poco el arpa iba cobrando forma. Con toda delicadeza yo gastaba el hueso con lija para darle su forma característica. Al terminar mi arpa, orgulloso la coloqué sobre una ventana. Un oficial de guardia vio que ya estaba lisia para su entrega. Se acercó y me dijo que quería llevar a mostrarle mi trabajo al comisario. Quedé inmóvil, estupefacto, porque desconfiaba del desenlace de ese pedido. Temía que me lo sacaran. Yo que nunca rezaba, allí me puse a hacerlo. Ya no me quedaba tiempo para hacer absolutamente nada. La fecha del cumpleaños de mi hija estaba muy cerca y pensaba que podía quedarme sin el sueño realizado.

Para mi suerte, el oficial llevó el arpa a mostrársela al comisario y me la trajo de vuelta. Esa fue la mayor felicidad que sentí en prisión, volver a ver ese trabajo que me había llevado meses terminar y sobre todo porque pude hacerle un regalo hermoso a mi hija, realizado con todo cariño. Transformar esos pelados y tristes huesos que nos ponían en la comida en una obra de amor. Esas son las contradicciones que a cada paso nos coloca la vida, transformar un hecho negativo en un acto positivo. Luchar por un sueño y sentir la satisfacción del esfuerzo cumplido, debe ser unas de las recompensas más satisfactorias que recibe una persona.

Después de muchos años, este pequeño instrumento en manos de mi hija sigue constituyendo un elemento cargado de recuerdos inolvidables, imborrables.


 

LA FUGA DE AGUSTÍN GOIBURÚ Y OTROS

Recuerdo claramente a algunos camaradas con quienes estuvimos en la comisaría 7a, como al capitán Maidana Arias por ejemplo. Él había participado de la revuelta militar en contra del gobierno de Stroessner, que tuvo lugar en la ciudad de Concepción y que fracasó. Luego de este episodio Maidana Arias logró salir del país y se fue a la Argentina. Desde allí junto a otros compañeros, lograron reagruparse para intentar ingresar nuevamente a nuestro país.

El objetivo era hacer un levantamiento de un grupo de militares acompañados por algunos campesinos en contra del gobierno. Pero este movimiento tampoco tuvo éxito. Las autoridades nacionales lograron apresar a dos de los miembros del grupo opositor: al capitán Américo Villagra y al capitán Maidana Arias. Ambos participaron de dicho levantamiento militar. Estos dos militares fueron a parar también a la comisaría 7a y estuvieron un tiempo con nosotros, para luego salir en libertad. Villagra, ya libre, volvió a la Argentina, allí lo ajusticiaron y nunca más se volvió a saber de él. El capitán Maidana Arias permaneció más tiempo en la prisión, hasta que se fugó para conseguir su libertad.

Este hecho lo organizó en connivencia con otros compañeros de su celda. Cuando nos enteramos de que Maidana estaba preparando su fuga, nos entraron también ganas de salir en libertad, pero sabíamos que no era una tarea sencilla y nuestros familiares podrían pagar las consecuencias. Eso detuvo nuestros pensamientos.

En la comisaría 7a se habían construido aquellas cuatro celdas nuevas a través de la comisión vecinal de Pinozá. Eran cuatro celdas una al lado de la otra. Este grupo de Maidana Arias se encontraba en la primera, que era la más próxima a la calle. Los separaba unos dos metros aproximadamente de distancia.

Otro compañero de esa primera celda era un doctor en medicina llamado Agustín Goiburú. Él había ido a pescar a la costa del Paraná, en una islita. Estando allí se le acercó una pequeña embarcación de la Marina, tuvieron un entredicho verbal y lo apresaron para esclarecer los hechos. Ya en la costa se enteraron que era un opositor muy conocido y lo trajeron a Asunción. Inicialmente lo tuvieron preso en la Marina y luego fue entregado a la Policía. Lo encerraron en una celda de la comisaría 5a y de allí pasó a la 7a.

Por las noches, cuando no había comunicación entre los ocupantes de las diferentes celdas, los de la primera cavaban un túnel para fugarse sin que el resto conociera sus intenciones. Este túnel circular, de unos 60 cm de diámetro, comunicaba en línea recta la primera celda con la vereda externa. Ellos trabajaban durante la noche con mínimos materiales para cavar y luego en la mañana siguiente tiraban la arena extraída en el inodoro de nuestro baño. Fue un trabajo de hormiga durante varios meses. Como la arena no se disuelve, todo ese material iba acumulándose en la cañería. Llegó el momento en que el baño se trancó. Los de las otras celdas no estábamos enterados de este plan y por supuesto lo que pensábamos hacer era llamar a las autoridades para destrancar nuestro baño. El túnel estaba casi listo y ellos tenían planeado escaparse el 8 de diciembre. Surgió este inconveniente y a los compañeros de la primera celda no les quedó otra salida más que contarnos la verdadera situación. Así ese grupo decidió llamar a algunos de los compañeros considerados los representantes de las otras celdas. Estando yo entre ellos recibimos la noticia del plan de fuga y nos pidieron solidaridad. Nos rogaron por favor que no contáramos a las autoridades que el baño estaba trancado y que guardáramos su secreto. Nos pidieron encarecidamente que no echáramos a perder tantos meses de trabajo minucioso.

Eso hicimos. Les dejamos terminar su túnel y esperar la fecha de Caacupé para que ellos se fugaran. Consideramos esta decisión nuestra como una forma de solidarizarnos con los compañeros de la primera celda, atendiendo sus ansias de libertad y la inmensa labor que ya habían realizado. En teoría, de este plan participaron los cuatro prisioneros de la primera celda, pero al final se les adhirieron otros dos más, siendo uno de estos últimos un compañero mío de celda.

En realidad, a nosotros nos extrañaba mucho el movimiento raro y constante que había en la primera celda. Ella era muy visitada por compañeros de otras celdas. Cuando les preguntábamos qué pasaba, ellos se justificaban diciendo que iban a escuchar partido de fútbol. De cualquier manera intuíamos que algo extraño allí ocurría, que algo importante se nos ocultaba.

Así llegó el día en que se terminó el trabajo del túnel y se produjo con éxito la fuga. Por supuesto, algunas personas del exterior les ayudaron para concretar este objetivo. Solos desde adentro era imposible pensar y concretar una fuga victoriosa. Esas personas de afuera llegaron en una camioneta, que se ubicó en la calle justo junto a la boca del túnel. Entre tanto, otro individuo disfrazado de supuesto oficial de policía se dirigió a uno de los oficiales de bajo rango que prestaba guardia. Le dijo que dejaba su camioneta en la calle porque se había descompuesto. Que su chofer la arreglaría y le avisaría cuando estuviera lista. Este personaje se sentó a esperar, a observar el movimiento interior de la comisaría y a distraer al guardia mientras los presidiarios avanzaban desde su cárcel hacia el exterior por el túnel. Una vez que estuvieron dentro del vehículo, el chofer fue a avisar al jefe que ya estaba “arreglada” la camioneta. De esta manera estos compañeros de la primera celda lograron salir y fueron a refugiarse a la Embajada de Chile, pidiendo asilo político.

Evidentemente para el éxito de este plan de fuga, se precisaba de gente de afuera comprometida en el mismo. Los prisioneros necesitaban de alguien que los rescatara, que los mantuvieran escondidos hasta que pudieran entrar clandestinamente a las embajadas extranjeras para pedir asilo político. Para este caso, entre esas personas externas comprometidas estaban los parientes de los presos fugados que solían venir de visita.

Realmente esta fuga repercutió muy fuerte no solamente entre los reos que nos quedamos, sino también en los responsables de la institución. Las altas autoridades se preguntaban cómo era posible que esos policías les dejaran escapar, cómo es que los prisioneros disponían de elementos para hacer un túnel y sobre todo, cómo es que todo ese movimiento pasó desapercibido para las autoridades

Los que allí quedamos sufrimos medidas represivas mucho más intensas. Nos sacaron toda la poca ropa que teníamos, nos llevaron nuestros pequeños enseres y hasta los platos para comer. Quedamos en ropas menores y sin nuestras pertenencias por mucho tiempo. Escaseó el alimento porque no permitieron visitas de nuestros parientes. La comida que ellos nos daban era para animales, incomible. También nuestros familiares sufrieron las consecuencias porque venían y no les permitían vernos ni tampoco tenían información sobre nuestra situación. Fue una etapa muy dura nuevamente y esto se prolongó por bastante tiempo.

Rápidamente hubo cambio de las autoridades de la comisaría. No había perdón para nadie que cometiera una falla. Todo descuido o falta de la policía con respecto a los presos políticos sería fuertemente sancionado.


LA PRISIÓN PARA LAS AUTORIDADES

La fuga, además de repercutir con medidas internas restrictivas de todo tipo para los prisioneros que quedamos, también trascendió para los funcionarios de la institución. Al comisario de la 7a, de apellido Gatti, esa misma noche lo llevaron preso, al igual que al sargento que estuvo de guardia y al subcomisario. A otros dos subcomisarios que esa noche no estuvieron de guardia, uno de ellos de apellido Villagra, los llevaron presos al día siguiente.

Ellos fueron privados de su libertad y tratados exactamente como si fueran prisioneros políticos. Los trasladaron a la comisaría 1a, ubicada en Arias esq. Rodi, cerca del Hospital de Clínicas. En ese lugar ellos fueron engrillados y fijados al piso. Se colocaron unas viguetas al piso con perforaciones y grillos para los pies de cada prisionero.

El mismo trato inhumano que recibieron los presos políticos recibían también los oficiales de manos de sus propios compañeros de la institución policial. Me comentaron un tiempo después que el comisario Gatti, estando en estas circunstancias, se enfermó. El pidió desesperadamente a la guardia que le trajeran un médico y que le hicieran llegar medicamentos. Los guardias se lo negaron e hicieron caso omiso a su pedido. Después de 8 días y ya mejorado de salud, llegó el comisario de la Institución y le saludó: ¿Que tal Gatti?, pero él, todavía molesto por el trato recibido de su propio compañero, le negó el saludo a su camarada. Por no haber contestado el saludo del comisario, a Gatti se le negó la visita por un buen tiempo.

Estas anécdotas narradas demuestran la crueldad de toda esta gente del régimen stronista y no sólo con los prisioneros políticos, enemigos del gobierno, sino también con sus propios camaradas con quienes tenían mucho tiempo y actividad de servicio. Llegar a ser comisario, una alta jerarquía dentro del estamento policial, requería muchos años de estudio, de trabajo y de dedicación.

Las repercusiones internas debido a la fuga acaecida en la comisaría 7a, que le tocó tanto a los detenidos políticos como a los funcionarios de esa comisaría, tuvieron además implicancias externas. Por ejemplo a la hermana del Dr. Goiburú la llevaron presa y así pasó con otros parientes de los fugados. Este era el destino que tenía cualquier persona que se solidarizara con los prisioneros políticos, como también ocurrió con el hijo de la Sra. Carmen de Lara Castro. Muy joven lo llevaron a la cárcel para influir de esa manera en la conducta fraterna de su madre, que siempre andaba activando y luchando por los derechos de los presos políticos, actividad castigada por el régimen.

Era muy difícil encontrar personas que se solidarizaran con nosotros. La gente no se animaba a llegar a la casa de los familiares de estos prisioneros, incluso los parientes y amigos más cercanos. Estos familiares constituían buenos candidatos para ir también a prisión por la supuesta confabulación con el detenido. Por consiguiente las actividades de solidaridad solamente podían hacerse en forma clandestina y de ellas no teníamos conocimiento dentro de la cárcel.


LA FUGA PARA LOS FAMILIARES

“Para los familiares de los prisioneros de la comisaría 7a, las consecuencias de la fuga fueron también muy duras. Recuerdo que le llevaba yo a mi hijo al médico -rememora Elodia— y me encontré con el hermano de mi cuñada quien me preguntó: “¿Dónde se fue tu marido? Se fugaron los presos de la 7a”. Yo no estaba enterada de nada, pero había sido que la noticia ya había aparecido en un periódico capitalino. Yo le contesté que él seguía en prisión, pero me quedé sumamente preocupada y con mucho miedo. En seguida pensé que la misma policía le organizó una supuesta huida para luego matarlo.

“Ante esta incertidumbre, hablé con el padre Yubero, cura párroco de la iglesia Virgen del Carmen, con quien muchas veces charlaba para desahogarme. Él me dijo que se iría a comprobar si Virgilio seguía en ese lugar y sobre todo con vida. Las autoridades no le dejaron ingresar al cura. Permanecí con este desasosiego durante mucho tiempo. Cada semana seguía yendo e insistiendo para ver a mi marido.

“Ellos no me permitían el ingreso, pero sin embargo hacían ingresar las cosas que yo llevaba habitualmente. Luego me devolvían los bolsones con su ropa sucia y este detalle me tranquilizaba, porque constituía un indicio de que Virgilio seguía en ese lugar con vida, a pesar de que no tenía la plena seguridad, porque consideraba que la policía era capaz de armar todo ese teatro para engañarme. Seguimos de esta manera varios meses, hasta que un día volvieron a habilitar las visitas”.

Estas fueron algunas de las anécdotas vividas durante aquel periodo de la fuga en la comisaría 7a. Esto no cayó desapercibido para ningún sector de la ciudadanía, porque constituyó una burla para toda la seguridad desplegada por la policía. Estaba capacitada en importantes centros de entrenamientos del exterior para proteger y asegurar la permanencia del régimen dictatorial.

 

 

 

 

 

 

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