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FRANCISCO (PANCHO) ODDONE (+)

  LOS ASESINOS LLEGARON DEL SUR, 2005 - Novela de PANCHO ODDONE


LOS ASESINOS LLEGARON DEL SUR, 2005 - Novela de  PANCHO ODDONE

LOS ASESINOS LLEGARON DEL SUR 

 

Novela de  PANCHO ODDONE

 

 

Editor: ARANDURÃ EDITORIAL

 Año:  2005

Asunción-Paraguay

 

 

 

“Sin embargo, algo de halcón, de condottiero, de ave de presa o de profesional de la muerte había en los ojos de Manuel, mientras observaba la lucha de los perros con el jabalí, tan violenta como la sensación de dasaliento al finalizar la batalla, continuada por el inevitable retorno a la rutina y al vacío de la espera, hasta la próxima lucha”

Manuel, el protagonista principal de Los asesinos llegaron del sur, inicia su extraordinaria aventura personal en Buenos Aires en una fecha imprecisa entre 1870 y 1880. Su nebuloso origen aristocrático se confunde con audaces convicciones anarquistas en una curiosa amalgama de sentimientos e intereses aparentemente contradictorios. Del extraño enfrentamiento de su dura personalidad con un mundo hostil, amenazador y desconocido surge la epopeya del aventurero genovés enfrentado a los intereses, abusos y arbitrariedades de los señores vernáculos, dueños de la tierra.

La pasión por la lucha y la fuerza arrasadora de una arrogancia que se torna insoportable para sus enemigos, define un rumbo insólito entre el amor y la muerte.

Esta nueva novela de Pancho Oddone, escrita en su conocido estilo enérgico, a la vez sutil y profundo, indaga en la apasionante lucha por la sobrevivencia de un hombre solo, ante la impiedad del desierto y la previsible ferocidad de los asesinos que llegaron del sur.

 

 

UNO

El jabalí embistió la masa confusa y cambiante de perros que giraba a su alrededor entre ladridos, mordiscos y retrocesos aterrados.

Un perro negro y flaco, sudado de furia, coraje y miedo, le clavó los colmillos y fue arrastrado y revolcado entre el barro y la sangre que despedía un vapor fétido, en el calor abrumador de la tarde.

Los perros lanzaban mordiscos contra las patas, la cola y la trompa del jabalí. Algunos, con previsible mala fortuna, quedaban colgados de los colmillos y luchaban por liberarse mientras aullaban ensangrentados. Pero no cejaban en el ataque. El jabalí se esforzaba por desbaratar ese sitio hostil, enloquecido y ruidoso, en el que se mezclaban aullidos de dolor y ladridos feroces sobre el gemido de agonía de dos de los perros para los cuales la batalla había terminado y esperaban el fin con las tripas al descubierto.

Manuel contemplaba la escena con interés y excitación. Había observado episodios similares desde su lejana juventud, años que sentía como recuerdos todavía vivos entre la bruma de su extraña historia.

A lo largo del tiempo, en lugar de habituarse con indiferencia a la ferocidad de la lucha, a la violencia, a la mezcla ensordecedora de ladridos, gruñidos, aullidos de miedo y coraje que expresaban el instinto de matar y sobrevivir, sentía que esa pequeña y enorme guerra le encendía la sangre.

El corazón le golpeaba en el pecho. Una fuerza extraña llenaba su mirada, mientras observaba los detalles del combate a través de la mira del Winchester, esperando que los perros se apartaran de su blanco durante un segundo fugaz, suficiente para el disparo generalmente certero.

De la misma manera, con el mismo interés e igual pasión había mirado durante su larga madurez la lucha entre los hombres. Como el cazador que sabe observar y no se apresura. Espera la oportunidad y llega al momento decisivo del disparo, después de una búsqueda minuciosa del rastro que lo conduce al objetivo propuesto.

La bala del 44 atravesó la trompa del jabalí y se hundió en sus entrañas. El pesado animal saltó, retorciéndose como alrededor de un eje que lo atravesara longitudinalmente. Cayó de costado en un rigor viejo y sin tiempo. Como si siempre hubiera estado allí, inmóvil, ajeno a los ladridos, a los mordiscos, a los gritos de los peones que azuzaban a los perros y aún al estruendo del disparo que rompió el silencio profundo de la tarde y resonó en el fondo del valle.

Manuel miró entonces con indiferencia, con extraña pena y una cierta frustración.

El drama de la vida y de la muerte había terminado.

Lentamente enfundó el Winchester en la cartuchera de la montura. Los perros se alejaron del jabalí para lamerse las heridas en silencio, desinteresados del enemigo derrotado. El capataz se acercó a los perros despanzurrados y con dos breves y expertos golpes de cuchillo terminó con su agonía.

—Entérralos, Cirilo —dijo Manuel.

No desmontó en ningún momento. Erguido sobre la sencilla montura casera miró a su alrededor, recordando el escenario de viejas historias.

Dos peones ataron el jabalí a sus monturas para arrastrarlo y la pequeña caravana se puso en marcha cuando cuatro grandes caranchos iniciaban un planeo pesado, prudente y expectante sobre los despojos de los perros todavía sin enterrar.

La pequeña tropa siguió una picada que atravesaba el monte, por la que el ganado cimarrón llegaba a una aguada artificial, a menos de mil metros de la Casa Grande. En largos tramos del recorrido los jinetes debían agacharse —estirados sobre la cruz del caballo— para evitar las ramas duras y las espinas pulidas como navajas.

La picada parecía un túnel del que no se adivinaba el fin.

Las historias que los hombres murmuraban en la Casa Grande recordaban a quienes se extraviaron en el bosque porque cometieron la torpeza de perseguir jabalíes o pumas fuera de la huella de los animales. Resultaba difícil retomar al camino correcto si no se había vivido durante muchos años en el territorio, recorriéndolo incesantemente.

Pocos hombres vivieron la aventura y retomaron. Uno de ellos fue Manuel, al mismo tiempo que los indios, las vacas y los animales salvajes.

Había transcurrido cincuenta años de su vida ampliando el perímetro de la propiedad, con los recursos de la imaginación, de la fuerza y la tenacidad. Los límites cambiaron y los kilómetros cuadrados se multiplicaron por obra del azar, de la violencia y de la astucia.

El largo valle se recostaba hacia el norte en una cadena de sierras bajas, detrás de las cuales empezaba el impreciso límite de la provincia de Santiago del Estero.

Hacia el oeste, el monte —refugio de pumas y jabalíes— terminaba después de veinte kilómetros en las Salinas Grandes. El desierto, un infierno despiadado de calor, donde el sol estallaba en la inmensidad blanca destruyendo los ojos de quienes intentaran contemplarlo y el espíritu de los que pretendieran sobrevivirlo.

Solo hacia el este el valle era relativamente fértil, si así puede calificarse una vegetación de pastos duros, espinillos y cactus que alimentaba animales flacos, fuertes, de carne magra y sabrosa.

La ambición de Manuel miraba al sur. Así había sido desde mucho tiempo atrás, cuando todavía no era el viejo Manuel, sino Manuel el joven, un gringo misterioso y audaz del cual decían que había retomado de la muerte.

A lo largo de los años fue ampliando su territorio en esa dirección. Incorporó praderas fértiles y alternó cultivos desconocidos en el territorio con vacas y caballos.

Sin embargo, la pasión lo inclinaba en sentido contrario a la ambición. A pesar de la acumulación de años, experiencia y riqueza, seguía siendo el extranjero solitario, introvertido, violento y tenaz que se había hecho dueño de un pedazo de campo árido, pegado a los cerros y al monte espeso, seco y traicionero, donde se sentía verdaderamente libre. Hasta sorprendentemente feliz —si constituía una torturada forma de felicidad la serena y extraña actitud de condenado con que atravesaba el monte— como si se sintiera satisfecho de ser propietario del infierno.

El campo fértil fue una condición para satisfacer su voluntad de poder y riqueza. Por eso lo había conquistado. El desierto, el monte inhóspito, los cerros arenosos, constituían una necesidad vital. El pan duro de un alma imperiosa cuyos límites y naturaleza no se podían precisar.

Para los hijos de los hijos de sus compañeros de armas y luchas, Manuel era más antiguo que el territorio. Ningún habitante permanente o transitorio se atrevió a llamarlo gringo, y si alguna vez alguien lo hizo, la consecuencia de la observación quedó enredada en la oscuridad.

Nadie conocía el origen de Manuel. Se conjeturaba con la misteriosa posibilidad de que no tuviera ninguno, como si eso fuera posible. Finalmente se creó una leyenda que terminó siendo historia.

Relatos temerosos, murmurados alrededor de los fogones o traídos por el viento, se mezclaban confusamente con recuerdos de malones, cargas de caballería e incendios misteriosos, con el sordo galope de una tropa fantasmal, durante largas noches de temor y desconcierto.

Decían que todo había ocurrido por la decisión sobrecogedora y demoníaca de unos pocos hombres que resolvieron apropiarse de lo que nadie reclamaba por feo, pobre y abandonado.

Los enemigos elaboraron la tortuosa leyenda de que el origen de Manuel —el verdadero origen que lo proyectó como jefe, condottiero, verdugo y profanador de voluntades— tuvo lugar un enrojecido amanecer en el desierto, matando indios desprevenidos que tuvieron la loca pretensión de disputarle la tierra elegida para establecer su imperio.

Los agricultores italianos incorporados por Manuel a sus campos, confundidos por las noches inmensas cuajadas de estrellas o por el misterio de la América mágica e inesperada, imaginaron que en un remoto pasado Manuel había sido abandonado por un corsario genovés en alguna playa desierta para que lo matara la malaria, el hambre, los indios o su propia violencia.

La leyenda siguió su curso y se incorporó a la pretenciosa y cultivada imaginación de alguna mujer enamorada, seducida o secuestrada por Manuel y resultó —a través de un complejo y alambicado razonamiento absolutamente improbable— que el corsario genovés había sido el mismo que en una enigmática decisión, imposible de descifrar para los espíritus simples y como consecuencia de un impulso trágico, exterminó a la tripulación de cualquier manera, para luego abandonar el barco a la deriva. Después nadó hasta la playa cercana del continente desconocido, con el objetivo convencional y rutinario de descubrir el nuevo mundo.

Algunas voces en la capital del país —lejanas y no obstante ello, prudentes—, relataron episodios contradictorios sobre la breve permanencia de Manuel. Seguirían siendo, a lo largo de los años, comentarios audaces, protegidos por la distancia y el anonimato, la mayoría de las veces estimulados por los enemigos, que con el tiempo serían muchos y poderosos.

Sin embargo, la tenacidad y la insidia no lograron descubrir antecedentes de Manuel en los archivos de la policía, imprecisos e incompletos por aquellos años, relativamente lejos del fin del siglo.

La policía era una ficción. El ejército —un proyecto inconcreto en gestación, desprendido de las montoneras y las guerras fratricidas— ejercitaba una limitada autoridad militar y política. De acuerdo a la decisión de sus jefes, se preocupaba por quienes pudieran alterar o perturbar los valores trascendentales de una ambigua nacionalidad incipiente y a la vez se dedicaba a la metódica y prolija actividad de conquistar el territorio dominado por los indios mediante el elemental y seguro sistema del exterminio.

El ejército no tenía suficientes cuadros, ni tiempo, ni presupuesto para investigar a erráticos aventureros extranjeros, objetos de la maledicencia de los políticos.

Esa tarea fue cumplida por la policía muchos años más tarde. Para entonces Manuel había puesto sus asuntos en orden. Sabía que los papeles en el Nuevo Mundo, igual que en el Viejo, eran más importantes que la conducta y los hechos.

La fantástica leyenda generada por la vida del condottiero criollo fue distorsionada, transformada y exagerada, lo cual agregó connotaciones dramáticas y de alguna manera inverosímiles a muchos hechos que fueron reales y verosímiles.

Tuvo la suerte de conquistar el poder lejos del poder. Casi en el más completo anonimato.

Cuando los enemigos advirtieron su presencia no eran tan viejos como para haber visto el origen de su historia ni tan afortunados como para sobrevivir sin miedo, en el caso de que hubieran sido protagonistas enconados en la guerra por el territorio.

Resulta inútil comentar que Manuel jamás relató a nadie los detalles de su crónica personal ni pretendió inventar una aventura heroica como valioso antecedente de su actividad política. Nunca dijo que había llegado al país para luchar por su grandeza. Tampoco para aprovecharse de él. Simplemente no dijo nada.

Muchos años más tarde, cuando los hijos de sus hijos padecían y gozaban las aventuras y desventuras de las cotidianas crisis y bonanzas políticas de la nación, un pariente estudioso, investigador de historias personales y familiares, analista de linajes turbios o luminosos, se propuso buscar las raíces del sombrío aventurero italiano. Los parientes peninsulares rebuscaron en la memoria. Desempolvaron viejos documentos de familia y proporcionaron datos imprecisos y perturbadores.

Alguien vagamente parecido a Manuel, alejado voluntariamente de la memoria común de la familia, había huido en algún momento de Florencia acusado de participar en el asesinato del cuarto duque de Saboya, cuando apenas era un estudiante extraviado por la literatura y la bohemia.

Esta información no hizo más que confundir su origen y agregó una condición sorprendente a la extraordinaria historia de Manuel. Sin embargo, pocos quisieron creerlo porque proponía un origen discutiblemente heroico.

Se supo —esta es una manera de expresarse bastante imprecisa— que el anarquista fabricante de la bomba y autor del gesto de arrojarla contra el desprevenido duque, pretendió inmortalizarse a través de un gesto ridículo y sin precedentes, lo cual tomó la versión más increíble. Aparentemente había rogado a un compañero de ideología y aventura que pintara un cuadro con su imagen junto al cadáver, el coche destrozado y los dos caballos víctimas inocentes del atentado. Al parecer la policía no tuvo paciencia y se negó a esperar que se concretara esa expresión de cultura plástica. El terrorista fue sometido a los rutinarios vejámenes que establecen los manuales, con la convicción de que de esa manera tradicional y eficiente se obtendría una lista de sus amigos y cómplices.

Encontraron el nombre de Manuel.

El investigador de heráldica, tradiciones y crónicas del pasado, descubrió un personaje con el mismo apellido de Manuel, en las crónicas florentinas escritas por Guicciardini durante el siglo XV.

El antecedente notable de este borroso antepasado consistía en que sus antecesores inmediatos habían sido expulsados de Perugia por envenenadores, arte y oficio muy cotizado en esa época sutil y violenta por las variadas y excitantes propuestas destinadas a exterminar a un enemigo, una esposa, un amante fastidioso e inútil, algún competidor en el poder o un padre avaro.

El hijo preclaro de los envenenadores de Perugia reaparece en las crónicas como condottiero, al servicio de César Borgia, durante las guerras de la Romaña. Adquirió particular notoriedad cuando sus jefes directos, los Orsini, fueron asesinados en Cinigaglia por el duque de Valentinois en una oportuna decisión, sin duda inspirada por Maquiavelo, con lo cual terminó la conspiración destinada a frustrar su carrera por el poder.

Se supone que este personaje, antepasado heroico y remoto de Manuel, murió finalmente ante las murallas de Nápoles. Dejó una numerosa descendencia en Florencia, Lucca y Génova, como consecuencia de que las principales actividades que desarrolló en su vida tuvieron un énfasis especial en relación con la vida y con la muerte, lo cual se tradujo en un entusiasmo profesional y apasionado por la guerra y las mujeres.

Muchos años más tarde, un descendiente del tesonero investigador —removedor de historias sagradas y profanas, orgulloso cronista de conductas familiares— relató estos antecedentes, no sin cierta solidaria y entusiasta imprudencia, en círculos respetables de la capital del territorio.

Don Manuel había muerto. Antecedentes atractivos como estos vinieron a enriquecer la leyenda, distanciando aún más el mito de la realidad.

Sin embargo, algo de halcón, de condottiero, de ave de presa o de profesional de la muerte había en los ojos de Manuel, mientras observaba la lucha de los perros con el jabalí, tan violenta como la sensación de desaliento al finalizar la batalla, continuada por el inevitable retorno a la rutina y al vacío de la espera, hasta la próxima lucha.

La verdadera leyenda de Manuel, la que comenzó en aquellos tormentosos días de fines del siglo XIX, no incluía antecedentes tan remotos y románticos como aquellos que se conocieron más tarde.

Comenzó en Buenos Aires en una fecha bastante imprecisa entre 1870 y 1880. No hubo registro de su ingreso al país. Fue un inmigrante clandestino, como consecuencia probable de su protagonismo en el dramático episodio en Florencia, aun cuando nadie pudo probar que estuviera vinculado al asesinato, si es que se puede calificar de esta manera un magnicidio con fundamentos políticos y filosóficos.

Asesinato, en realidad —explicó Manuel ante variados auditorios—, consistía en matar a alguien para robarle, para defenderse de un robo o para vengar la dignidad ultrajada por la acción impropia del adulterio, si es que en todos los casos es posible con cierto espíritu justiciero saber quién es la víctima real de esta acción. Generalmente se trata de circunstancias oscuras, contradictorias y discutibles, en las cuales el juicio de valor depende de la perspectiva y del rol de los protagonistas, ya sea como presuntamente burlado o como instrumento del destino, destinado a reivindicar la femineidad de una mujer postergada por la incomprensión de un marido mediocre.

En este terreno —concluía Manuel— todo es muy ambiguo. Pura semántica.

El episodio terminal, protagonizado por el Duque de Saboya, fue en cambio un mero hecho político. Absolutamente ajeno a su encantadora personalidad como a la noble conducta de los caballos inmolados, todos los cuales —el duque y los caballos— cumplían cabalmente la función para la cual habían sido engendrados y preparados, con el objeto de gravitar en la sociedad italiana.

Manuel nunca hubiera imaginado que este pensamiento constituiría, con el correr de los años, el fundamento filosófico de la acción de los terroristas modernos, si es que existen en realidad terroristas modernos, antiguos, contemporáneos, históricos, anacrónicos o solamente paranoicos. La reflexión sobre la naturaleza de la conducta humana en circunstancias límite podría constituir el objetivo de la faena de un sicoanalista, pero no tiene que ver con esta historia.

Lo cierto es que la familia, en su rama florentina y genovesa, tuvo una franca participación en la fuga de Manuel, en la organización de su viaje y en la imposición arbitraria y transitoria de un nombre escogido al azar, con el objeto de burlar la curiosidad de algún informante al servicio del orden.

De manera que la familia tuvo que ver con su ingreso al Nuevo Mundo, a través de las aguas barrosas del Río de la Plata y bajo el calor sofocante del mes de febrero.

El nombre de la ciudad, Nuestra Señora de los Buenos Aires, generó una de las primeras dudas existenciales del joven ácrata, manipulado con cierta crueldad florentina por quienes lo enviaron al exilio, no porque estuvieran interesados en protegerlo sino para librarse de él y terminar definitivamente con la estupidez juvenil revolucionaria, en su circunstancia más comprometida.

La discutible conducta de los representantes más virtuosos de la familia determinó que Manuel nunca hablara de ellos, a pesar de que los años, el poder, la riqueza y la representatividad política que alcanzó en su país de adopción, le hubieran permitido restablecer la relación sobre nuevas bases.

Era un tiempo nuevo y una geografía diferente. Con relativa seguridad podía suponerse que aquellos que conspiraron contra su agradable y culta sobrevivencia en los irregulares empedrados de la Florencia natal, estarían ya definitivamente incorporados a la crónica de la ciudad, en el irreversible carácter de difuntos.

La decisión de ignorar a la familia podía tener otro fundamento. En el fondo de su espíritu, en el hueco insondable de sus convicciones más íntimas, a través de la lenta y vibrante acumulación de primitivos conocimientos sobre la vida, la muerte, las acciones humanas y el destino, Manuel pareció alcanzar la oscura pero sólida convicción de que había nacido espontáneamente, como consecuencia de algún fenómeno imprevisible, caótico y esotérico, en medio de un vendaval de pasiones, instintos y certezas, sin lazos carnales ni espirituales con el pasado y menos aún con compromisos genéticos con un hombre y una mujer. Manuel se consideraba más bien un fenómeno telúrico, no el resultado de la plácida o tempestuosa convivencia de una pareja.

Esta extraña convicción boyaba misteriosamente en el fondo de la determinación de no buscar una relación visible y real con quienes lo engendraron, y se prolongó de manera vaga y contradictoria hacia quienes él engendró, a lo largo de su vida signada por la búsqueda del poder.

La ausencia de una relación profunda y consciente con sus hijos no implicó ignorar los compromisos en el plano social. Fue un abismo profundo y aséptico que lo separó de los seres que vivieron a su alrededor, procreados en la sorda violencia de su desapacible sexualidad.


 

DOS

Mientras orientaba innecesariamente el caballo por la picada del bosque, Manuel pensaba que esa era la imagen de su vida. Una larga soledad rodeada de una impenetrable mezcla de aridez, salvajismo y pasión por sobrevivir y permanecer.

Evitaba que alguien marchara adelante de su caballo para abrirle paso o aventar un peligro. No toleraba seguir la espalda de nadie, de manera que los que a su vez contemplaban necesariamente la suya constituían apenas un rumor controlado.

Así era ahora, cuando ya habían tenido lugar la mayor parte de los hechos extraordinarios que lo tuvieron como protagonista necesario.

Había transcurrido gran parte de la vida, porque aunque cualquiera, y él en primer lugar, pudiera pensar lo contrario, la vida tiene un límite razonable en el tiempo, que escapa a la idea fatigosa de la eternidad.

Durante muchos años un rumor a sus espaldas le hacía tensar los músculos y alertar los sentidos, como a un puma salvaje que huele al enemigo.

Abandonó relativamente la actitud de alerta constante, a pesar de que uno de los últimos episodios de violencia que envolvió a la familia, a esta, la que había creado por la mera gravitación de los actos incontrolados de su vida y no por una decisión madura y soberana para sobrevivir y prolongarse en el tiempo, lo tuvo como actor principal.

Manuel fue la persona —condición histórica— sin la cual el hecho no se hubiera desmoronado sobre todos, amenazando convertirse en una tragedia por una mula desjarretada, que en realidad a nadie le importaba demasiado salvo a Manuel hijo, el mayor de su descendencia, orgulloso propietario del animal.

La mula fue descubierta por los peones en el establo, con las patas traseras sangrando. Fue una semana después que Santiago, el más joven de los hijos de Manuel, tropezó — porque en realidad fue un encuentro imprevisto— con Esteban Rodríguez, el mayor de los nietos del propietario de la estancia Las Rosas, precisamente al sur de la propiedad de Manuel, que se extendía en un largo y espacioso valle fértil hasta el corazón del territorio y cerca de la capital del departamento.

La estancia Las Rosas soportaba, como una carga fatal, el acoso impaciente, la dura ambición de Manuel que —por la fuerza o la astucia, por la ilegalidad de la ley bien manejada y una decisión implacable— fue cercenada, mutilada o recuperada —eufemismo insólito y arbitrario que le maravillaba- por el jefe de la Casa Grande, quien sostenía fríamente que la tierra le pertenecía.

Había llegado antes que sus vecinos y simplemente con la mirada, porque no había ni era necesaria una alambrada, recorrió lentamente el límite que trazó su ambición, lo cual implicaba una parte importante del territorio que alcanzaba y penetraba el impreciso perímetro de Las Rosas. Un límite amplio que se perdía en el gris azulado de los cerros vecinos a Santiago del Estero y se introducía empecinado en la muerte de las Salinas Grandes.

La mirada que señaló los límites —relativamente arbitrarios por la generosidad de su fantasía y se tomaron reales por la ocupación física— se dirigió inicialmente hacia el Norte, poblado por indios miserables ignorados por el gobierno que no intentaba llevar a la práctica la superchería de la declamada institucionalización.

El oeste y el este estaban desiertos y no eran de nadie. Los Rodríguez, supuestos propietarios de las tierras del sur, aparecieron más tarde con sus demandas.

Los indios prefirieron el monte y los cerros. Creyeron que de esa manera preservaban su seguridad.

Fue un error fatal. El ejército había decidido no pelear en terreno desfavorable, de manera que esquivaba las tolderías. No pensaron en Manuel, porque ignoraban sus propósitos. Sabían de su presencia en el territorio pero desconocían la soberbia decisión de convertirse en el único dueño de la tierra, aplicando métodos más heterodoxos que los empleados por un ejército muchas veces negociador, manejado por políticos urbanos.

De manera que cuando lo tuvieron encima, a él y a sus peones soldados armados con modernos Winchester y alentados por la clara decisión de matarlos, puede decirse que ya estaban simplemente muertos.

Los sobrevivientes huyeron rumbo al norte o se aventuraron a través de las Salinas Grandes, como una mejor alternativa que la de enfrentar los cuchillos de los peones del ejército privado de Manuel, manejados con la notoria intención de sacarles los ojos. Para que no tuvieran la audacia de mirar la tierra de otros, decía el caudillo ex anarquista en un gesto que se adivinaba misteriosa y trágicamente florentino, en el mejor estilo de su antepasado, el guerrero del duque de Valentinois.

Los indios no conocían las crónicas de Guicciardini. Tampoco tuvieron tiempo de pedir explicaciones. Se preocuparon por salvar la vida. Fueron pocos los que tuvieron esa oportunidad. Las mujeres fueron incorporadas al vivac de Manuel después de la victoria.

Continuando esta interrumpida historia, debo recordar que fue Santiago entonces quien llegó con la novedad de que los Rodríguez comentaban en el pueblo —a quien quisiera oírlos y a quienes no podían evitar escucharlos— que eran los auténticos dueños de las tierras del sur.

Decían que así lo establecían los viejos documentos coloniales y las sentencias dadas a conocer por los tribunales del territorio en algunas etapas de la larga disputa. Insistían en que finalmente los asesinos de Don Manuel pagarían por los atropellos, abusos y violaciones.

Estas fueron las palabras de Esteban Rodríguez, el mayor de los nietos. Los padres no venían al campo. Se sentían sin fuerzas para continuar una pelea que parecía durar demasiado, en la cual habían sido derrotados por el desprejuicio  y la   inmoralidad de Manuel, para quien la norma consistía en no respetar los acuerdos privados ni los públicos.

Perdieron gran parte de la tierra, perdieron la convicción de suponer que la justicia y el orden constituían parte de la vida corriente y perdieron la esperanza de encontrar los recursos materiales y jurídicos destinados a poner freno a la voluntad posesiva de Manuel.

El caudillo no se había detenido ante los indios, ni ante el ejército, ni ante el poder de los poderosos hacendados del sur, para cumplir sus propósitos.

El mayor de los Rodríguez hizo la crónica de las últimas acciones legales de la familia ante un público silencioso y formalmente solidario en la vieja cantina de la Villa. La violencia de sus comentarios, nacidos de la frustración y el hartazgo, le ponía trabas en la lengua, por lo cual sus absortos y mudos interlocutores potenciales se preguntaron si se debía solamente a su rabiosa indignación de permanente derrotado o al vino que consumía desde las últimas horas de la siesta.

Esto fue precisamente lo que dijo en ese mismo lugar, ante el mismo público que no se había movido de su sitio y en presencia del mayor de los Rodríguez, el menor de los hijos de Manuel.

Sentado a sus espaldas comentó que la lengua se les trababa a los Rodríguez por borrachos y cobardes, y porque cada vez que miraban para otro lado sus mujeres tenían entre las piernas a un tipo que ni siquiera era de la casa y que no tenía aparentemente derecho de estar en ese lugar.

Todos recordaron más tarde el episodio y coincidieron en que el comentario de Santiago, destinado a afirmar públicamente que los Rodríguez eran cornudos, había sido extemporáneo, posiblemente antojadizo o por lo menos desproporcionado por el tema que trataba.

No podía haber precisión, acierto, seguridad o verdadero conocimiento, aunque según un rumor impreciso y malicioso —como todos los que tratan estos asuntos— la madre de este Rodríguez protagonista del episodio, muchos años atrás, cuando comenzó la rencilla por unos miles de kilómetros de tierra que poco a poco se convirtió en una batalla, fue la heroína, víctima o cómplice de una aventura protagonizada por Manuel.

Decían que si bien el aventurero ítalo criollo no se cansó de dormir con ella, decidió después de pocos meses de pasión y deleite acompañarla en el retomo a la casa de sus padres. No por fastidiosa o porque extrañaba a su familia, como dijeron algunas vecinas malévolas, sino por un acuerdo entre los amantes que trascendería la aventura y el tiempo.

Cuando Lucía Rodríguez volvió a Las Rosas hubo un llanto discreto, apenas audible, casi un murmullo, como todos los que suelen expresar penas profundas. Por lo cual imaginaron que Manuel había tomado la decisión de poner fin al cautiverio.

Años más tarde la muchacha se casó, tuvo hijos y también nietos, pero esto ocurrió muchos años después del rapto, seducción o aventura, que en ningún caso constituyó una violación como insinuó malévolamente muchos años más tarde el juez de paz, que cumplirá un rol importante pero circunstancial en esta historia.

No era el estilo de Manuel. De manera que, por el tiempo transcurrido y la cronología de los sucesos, parecía infundado el rumor —que a veces tomaba estado de comentario social del territorio— que la guerra entre la gente de Manuel y los Rodríguez era algo así como una riña grande entre parientes consanguíneos.

Sin embargo, nadie pudo saber, aunque sí conjeturar — porque la historia entre Lucía y Manuel se había prolongado en el tiempo— si eran hermanos o medio hermanos los que se enfrentaron en la cantina de la Villa. Porque en eso terminó el intercambio de observaciones sobre las cualidades de las familias, expresadas con vehemencia y relativa autoridad por sus voceros ocasionales.

Santiago no había previsto que en el lugar había peones de Las Rosas y si lo advirtió, con su natural temeridad, no hizo caso de la peligrosa situación.

Regresó a la Casa Grande balanceándose como borracho sobre el caballo, que alguien le ayudó a montar, aferrando con una mano el pomo de la montura mientras con la otra trataba de parar la sangre y sujetar las tripas que pretendían escapársele por un atajo a la altura del estómago.

La vieja Hermida, una de las mujeres indias capturadas por los peones soldados de Manuel durante la guerra —si así puede llamarse a esa cacería a la que parecen estar irremediablemente condenados los indios en cualquier lugar del planeta— fue la que con talento artesano y habilidad manual cosió cuidadosamente la herida, aprovechando los momentos en que Santiago se desmayaba por el dolor.

Los desmayos eran recibidos con fastidio por Manuel, más interesado en los comentarios legales del mayor de los Rodríguez que en el relato de la anécdota menor que había generado la cuchillada de uno de los peones de Las Rosas.

La conclusión fue que tenía que ver con la titularidad de la tierra en disputa, la mayor o menor permanencia de cada uno de los pretendientes al dominio. En ese sentido, Manuel podía estar seguro que nadie, ni los indios porque ya estaban muertos, ni el ejército que siempre estuvo de paso, ni los conquistadores que fueron audaces pero no tan locos como para quedarse a vivir entre jabalíes, pumas, desierto y salitre, podían exhibir mejores títulos que él, que hasta se había tomado el trabajo de quemar un campamento de ferrocarril para desviarlo de su trazado original y no penetrara su territorio.

Los viejos Rodríguez, de la primera generación de presuntos pretendientes a la propiedad de la tierra, estaban muertos o acobardados y no aparecían por la estancia. Los de la segunda generación habían corrido la misma suerte y los que quedaron prefirieron dedicarse a actividades comerciales en la capital del territorio, en condiciones menos riesgosas y sin un vecino al que los calificativos de asesino y demente parecían haberse incorporado definitivamente a su nombre de pila.

Los de la tercera generación, los jóvenes que ya no eran tan jóvenes, alternaban su permanencia en la estancia con largos períodos en la capital del territorio y aún en la capital de la Nación, donde también reivindicaron títulos de propiedad originados en la colonia, con mayor éxito que los exhibidos pura condenar la supuesta usurpación de Manuel.

A estos últimos había que correr definitivamente, fue la opinión de Manuel hijo. Hablaba con su padre mientras echaba aguardiente entre los labios temblorosos de su hermano y sobre la herida remendada por la vieja india.

Propuso hacer una incursión esa noche y castigar a los culpables. Había que llegar inclusive a los razonables extremos a que llega la justicia si respondían el ataque de que había sido víctima Santiago. La conducta propuesta sería amparada por la figura legal de la defensa propia.

Enfrentar a los Rodríguez y castigarlos en una lucha definitiva era tarea de hombres e implicaba castigar a los hombres de Las Rosas. Las mujeres no tenían responsabilidad en la estúpida conducta de los Rodríguez.

Los hijos de Manuel habían heredado la actitud generosa y comprensiva de su progenitor. Las mujeres podían estar seguras de que no correrían ningún riesgo de violencia.

Tal vez podrían enfrentar otra clase de riesgos, pero nadie pudo decir entonces, ni tuvo el derecho de comentar aviesamente a lo largo de la larga y apasionante vida del ex anarquista y condottiero ítalo criollo, que alguna vez hubiera arriesgado la vida de una mujer.

Luego de un largo silencio, Manuel dijo que no era posible convertirse en asesinos para vengar una pelea de cantina. Esa era conducta de matones y compadritos que necesitaban ser considerados. No era su caso, ni el de sus hijos.

Alguien preguntó qué podía ocurrir si Santiago moría como consecuencia de la cuchillada. Manuel respondió de manera cortante, poniendo punto final a la historia: Lo enterramos.

El silencio continuó a la tajante afirmación del caudillo. Nadie marcharía a contarle la historia al comisario de la Villa, que a esa altura estaría enterado del episodio hasta en sus últimos detalles.

De manera que cuando una semana más tarde uno de los peones interrumpió la comida de la familia en el amplio y poco iluminado comedor, con piso de cerámica casera, de la Casa Grande y dijo que habían escuchado un ruido en los corrales y la mula trotadora de Manuel, el mayor de los hijos, había sido encontrada desjarretada, la cosa adquirió un nuevo sentido.

No se debía reaccionar por la cuchillada traidora de un peón que no tenía siquiera nombre y apellido en una sucia cantina instalada vaya a saber por quién, en un agujero desterrado de la vida civilizada como esa Villa de la que, curiosamente, pocos sabían que Manuel había sido su fundador muchos años atrás. Eso era nada más que una pelea buena o mala. Y estaba en la naturaleza misma de esos episodios que alguien se vaya con algo roto o cortado, o que se quede para siempre y justifique el trabajo del único enterrador que tuvo el territorio durante más de cuarenta años.

Pero un hecho brutal e intolerable había irrumpido la paz recoleta de la Casa Grande. Se había invadido la propiedad privada con intención depredatoria, dijo Juan, otro de los hijos de Manuel que se preparaba para ser abogado. Eso no podía tolerarse porque la propiedad es sagrada para los hombres. No habían desjarretado solamente una mula trotadora. Habían destruido un objeto valioso, propiedad de la casa.

Nadie dudó que los responsables de la agresión habían sido los Rodríguez, a quienes no se les criticaba ni criticaría el deseo de vengar una buena cantidad de agravios reales o imaginarios. Pero fueron justamente condenados por la invasión de la propiedad y la destrucción de un patrimonio.

-De aceptarse esa conducta contraria al orden, a las leyes, a las buenas costumbres y al honor— dijo Manuel con voz firme y tensa— todo estaría perdido. Los anarquistas terminarán repartiéndose lo que hemos ganado con nuestro esfuerzo y trabajo. Tolerar sin respuesta esos hechos significa abrir las puertas al caos, a la subversión y al terrorismo.

No era posible tolerar tales infamias en un país donde cada uno tenía la posibilidad de alcanzar lo que pudiera, según sus méritos y aptitudes.

Manuel no se exaltaba cuando explicaba sus puntos de vista sobre el orden y la organización de la Nación. Su voz de bajo se tornaba aún más profunda, serena y ponderada, lo cual le había permitido, además de otros recursos menos formales, desarrollar una intensa vida política que le dio el control casi absoluto del territorio.

No fue gobernador porque no quiso aceptar los ofrecimientos de los caudillos de la capital. Algún estúpido, que nunca falta, podía en un gesto de obsecuencia indagar en el pasado, con la pretensión de escribir la historia de un luchador que triunfó sobre la adversidad con nobleza y autenticidad principista. Mejor era dejar esos años en la nebulosa, porque no todos están obligados a entender en qué consiste la lucha por el poder personal y el progreso de la comunidad.


 

TRES

Esa misma noche cabalgaron hasta Las Rosas.

En medio del pelotón de peones soldados, sobre un carro descubierto arrastrado por dos mulas, se bamboleaba trágicamente la mula muerta.

Santiago pretendió acompañarlos y pidió que lo acostaran al lado de la mula, pero Manuel estimó que harían una pareja grotesca, lo cual quitaría seriedad al acto reivindicatorio de principios por el cual iniciaba la campaña.

El operativo implicó una verdadera operación militar, aunque no la primera, ni la más importante, ni la definitiva en la larga guerra de Manuel contra los Rodríguez.

Hubo episodios que trajeron reminiscencias de leyendas clásicas. Desde el rapto de las Sabinas hasta la guerra de las Dos Rosas. El hecho de que los fundadores y capitanes de ambas familias fueran europeos agregaba un oscuro carácter de conquistadores heroicos, injustos, brutales y despiadados, competencia en la que Manuel aventajó al español, que a esa altura de la vida parecía una elegante expresión de la decadencia de la raza y no de su bizarría.

Don Vicente Rodríguez, padre de la joven seducida y raptada por Manuel, no usó durante su permanencia en el territorio el nombre completo a que tenía derecho. La sencillez de la auténtica hidalguía que exhibió durante su vida lo eximió de usar nombre y títulos, verdaderamente abrumadores, en una tierra de indios, mestizos, gauchos malos y buenos, inmigrantes humildes y miserables, soldados duros y simples, aventureros italianos y buhoneros árabes.

Don Vicente se presentó con todos sus títulos en una sola y desdichada oportunidad, en ocasión de la primera y única entrevista que celebró con Manuel, que además de joven era desenfadado e insolente.

El noble español supuso equivocadamente que la mención de su linaje debía necesariamente apabullar al gringuito atropellador, como calificó entre sus amigos al pendenciero depredador de bienes ajenos. Cuando terminó su presentación como Vicente Rodríguez de Lara y Villalba, Marqués de Uceda y Lorda, Manuel escupió con deliberada grosería hacia un costado y comentó: Me cago en los aristócratas.

Iniciado el diálogo de esta manera, resultó imposible hacer un análisis objetivo de los reclamos de los Rodríguez y menos aún pudo arribarse a un acuerdo mínimo, a partir del cual se crearan las condiciones para iniciar una discusión razonable tendiente a revertir la tozuda actitud de Manuel y analizar si realmente había extendido su brazo, o su mirada, con alguna imprudencia en el momento en que decidió definir los límites de su propiedad.

Aquel fue el único principio de diálogo formal entre los dos hombres que iniciaron el conflicto. Mal principio sin duda para cualquier cosa, porque diálogo en realidad no hubo nunca entre el aristócrata español y el italiano anarquista, que todavía lo era o apenas empezaba a dejar de serlo.

El enfrentamiento provocó un abismo de odio, exacerbado como consecuencia del secuestro, seducción o fuga espontánea de Lucía, la querida hija de Don Vicente, cuando vivió largos y apasionados meses de cautiverio en la Casa Grande.

Sobre este episodio existen comentarios tan contradictorios como sus consecuencias.

Manuel era mucho más joven que Don Vicente y de la misma edad que Lucía. Bien parecido, rubio y con ojos oscuros, alto e insolente, flaco y musculoso, con una breve barba deliberadamente descuidada. Atravesaba el campo como un vendaval montado en una yegua tordilla de larga crin.

Todo hace suponer que las mujeres del territorio, las pocas condenadas por sus familias a sobrevivir en ese páramo inhospitalario, contemplaban la aparición con cierto excitado regocijo.

Los cuentos de las viejas —que entonces también eran jóvenes y testigos anónimos de la historia— consignaron que la bella Lucía no escapó al encanto cerril y descarado de Manuel. El encuentro con el Centauro no parece haber sido casual, de manera que según esos mismos rumores no hubo de su parte mayor resistencia cuando fue guiada con cabalgadura y todo hasta la Casa Grande.

Origen parecido tuvo la insidiosa versión, determinada seguramente por la malignidad, la envidia o el resentimiento, de que en el operativo de seducción desarrollado por Manuel hubo algún cálculo movido por su naturaleza realista, característica esencial de la raza, orientado sutilmente a neutralizar de alguna manera a Don Vicente Rodríguez.

Lucía volvió a Las Rosas después que los tribunales de la capital del territorio ratificaron el dominio legal de Manuel sobre una extensa franja de campo fértil que penetraba profundamente en la zona que Don Vicente Rodríguez había reivindicado inicialmente como suya, fundado en los famosos títulos de la corona española.

Por esa franja —que se amplió hacia el este y el oeste como consecuencia de la mera ocupación física o porque las vacas de Manuel alentaban un cabal sentido de libertad e independencia, inspiradas tal vez por los olvidados principios anarquistas de su propietario— marchaba la procesión de la Mula Muerta, nombre con que se incorporó el episodio al folclore del territorio.

Una caravana de veinticinco hombres armados, entre ellos siete hijos de Manuel, con el caudillo a la cabeza, se puso en marcha hacia Las Rosas dos horas después de descubrir la mula desjarretada.

Las antorchas iluminaban innecesariamente el camino que cualquiera de los integrantes del grupo podía recorrer con los ojos vendados. Las luces tenían un sentido ritual durante la procesión de la Mula Muerta y los reflejos obligaban a que involuntariamente se miraban las caras tensas e inexpresivas.

El silencio de los hombres penetraba los rumores del campo y generaba resonancias ominosas en los montes vecinos. Nadie sabía, ni quería pensar seguramente en ello, lo que ocurriría cuando divisaran las luces de Las Rosas.

Manuel no explicó su plan, consecuente con el estilo de conducción no compartida que orientaba su conducta en la paz como en la guerra.

Reservaba para sí todas las decisiones y también las responsabilidades, de manera que los hombres a su servicio se limitaban a cumplir las órdenes o a desertar, lo que rara vez ocurrió desde que, solamente con un Winchester en la mano y dos extrañas muertes a su espalda, fundó, en medio del desierto, el cementerio, vecino al cual se desarrolló ese sucio derroche de pasividad e inacción que era la Villa.

Manuel era increíblemente joven —condición sorprendente para los que hoy pensaban que era más viejo que el tiempo, que el desierto y los montes y los pesados caranchos que arrastraban trozos de carroña— cuando llegó casi muerto de hambre y sed al rancho de adobe de Juan Mantilla y su hermana Teresa.

Ninguno de los que ahora vivían en este despreciable rincón del territorio conocieron ese cuadrado de barro y paja, ni tampoco conocieron a Juan Mantilla, ni supieron nunca por qué razón fue a instalarse precisamente en ese lugar, a tantos kilómetros de Quilino, que entonces era un breve mojón de adobe en el desierto, pero con estafeta postal, almacén de ramos generales y una carnicería de vida efímera, porque los pocos que vivían en Quilino y los puesteros de las estancias vecinas comían de sus propios animales.

Algunas veces viajaban hasta Deán Funes y compraban lo que necesitaban durante un mes o seis meses o un año, y de acuerdo a sus previsiones la carne fresca se convertía en charqui para que durara más.

De manera que la inútil carnicería se convirtió en depósito del almacén de Ramos Generales. Años más tarde, se cayó el techo por falta de cuidado. Entonces el gallego Pedrozo, dueño del almacén, lo dedicó a encerrar cerdos o cabritos, cuando los pumas rondaban por la vecindad.

Juan Mantilla fue el carnicero frustrado de Quilino. Cuando advirtió que no había a quién matar el hambre con su carnicería y había empezado él mismo a sentirlo, le cambió a Pedrozo sus pocos elementos de trabajo por un pedazo de tierra que el gallego describió como fértil, en medio del desierto.

Allí fue con su hermana, con la cual había llegado a Quilino desde el sur y luego partió hacia el norte, hacia la tierra prometida, obtenida a cambio de unos trastos metálicos que nunca más tuvieron la esperanza de convertirse en carnicería.

Juan Mantilla cavó un profundo pozo para encontrar agua en el terreno cedido por Pedrozo. Algunas veces, desesperado por la aparente inutilidad del esfuerzo, ahogado por el calor de la tierra, miraba hacia arriba en busca de aire respirable. Descubría, contra el cielo profundamente azul sin una nube premonitoria, la sonrisa solidaria de su hermana y la tierna mirada de sus ojos azules.

Entonces retornaba a la tarea con fiereza, porque ya no bastaba la fuerza. Empujado por una energía sobrehumana, golpeaba, rasgaba, rompía y apuntalaba, hasta que el pico quedo pegado al fondo del pozo contra la tierra húmeda.

Entonces supo que no iban a morir, ni huir, ni retroceder, ni se aterrarían por la soledad.

Construyeron la casa, que era un gran cuadrado de barro y paja, que nadie sabrá nunca de dónde sacó para hacer los adobes, y con el tiempo construyó otra planta encima de la primera para que la parte de abajo hiciera de cocina y comedor y la de arriba de dormitorio.

Si Juan Mantilla hubiera nacido quinientos años antes habría sido conquistador y guerrero. Seguramente, con ese nombre, descendía de conquistadores y guerreros. De aquellos que atravesaron el territorio desde el noroeste árido, desértico, y marcharon agobiados por el calor y el hambre hacia el litoral, que era más una idea, un espejismo, que un curso de agua verdadero en el que pocos lograron hundir las manos y saciar la sed.

A esta casa cuadrada, sólida, refugio de esa extraña pareja de hermanos, llegó un día Manuel casi arrastrándose, sucio de sangre y tierra, o fue encontrado por azar por Juan Mantilla o su hermana. Agonizaba por la sed y allí recibió la bendición del agua, del pozo abierto con la sangre y la tenacidad del ex carnicero, gaucho serio y habilidoso, domador de caballos y cazador experto.

Para Manuel fue asombroso encontrar a ese hombre y esa mujer en medio del desierto. Nunca había visto en su breve vida errante una pareja de hermanos que buscara con tal determinación la soledad, huyendo de la comunicación con la gente, sin aparente sentido ni razón.

Hasta que imaginó, o fue sorprendido, por la desconcertante intuición de que algo trágico se escondía en esa conducta y supo —por los dramáticos sucesos que debió conocer involuntariamente— que una extraña maldición se entretejía en los equívocos derroteros de la sangre.

En esa casa cuadrada de adobe vivió varios años y en sus alrededores aprendió a cazar jabalíes a cuchillo y pumas cebados, y a montar como un domador, a partir del momento en que Juan Mantilla llegó montado en un padrillo llevando una yegua del bozal, animales que le compró al gallego Pedrozo a cambio de la promesa de pagarle con la cría.

Manuel descubrió lo que ocurría en la inmensidad del desierto, aparentemente vacío y sin ruidos. Aprendió a internarse en el monte con un pedazo de charqui y una bota de agua hecha de panza de potro, donde permanecía días y semanas cazando y perdiéndose hasta encontrar nuevamente el rumbo correcto.

De aquella casa salió con los dos cadáveres y a menos de cincuenta metros cavó una fosa. Una para los dos. Allí los enterró y en un pedazo de quebracho que pulió pacientemente grabó simplemente el nombre de ambos: Juan Mantilla y Teresa Mantilla.

Ese fue el único recuerdo que durante muchos años trastornó el rostro hermético y anguloso de Manuel con una amenaza de llanto. Cuando concluyó el extraño funeral bajo un sol desesperante volvió a la casa, sacó varias cajas de balas, algunos cuchillos, menos el que todavía ensangrentado yacía al lado de la cama en la que había encontrado los cadáveres de los hermanos, y en un acto de exorcismo partió a hachazos todo lo que encontró de madera, inclusive la cama en la que se había celebrado obviamente la trágica unión voluntaria del amor y la muerte y le prendió fuego.

Con algunas armas, tres caballos y un carro tirado por una mula, marchó hacia el norte.

Una sola vez volvió la cabeza para ver, en el crepúsculo amoratado y cálido, la larga columna de humo que se elevaba desde donde había estado la casa de adobe, construida en el lugar menos a propósito, como una empecinada y loca afirmación de un amor sin esperanza.

Nadie pudo explicar jamás por qué y cuándo, alrededor de aquella primera y durante mucho tiempo única tumba, aparecieron otras, hasta convertirse quince años más tarde en el cementerio de la Villa, aldea que se construyó sobre las ruinas para entonces desaparecidas de la casa cuadrada de adobe de Juan Mantilla.

Por una extraña alquimia del pensamiento ese recuerdo retomó vivido en la mente de Manuel, durante la lúgubre procesión de la Mula Muerta, como si la marcha hacia el sur, de alguna manera corolario de efímeras conquistas materiales, fuera la continuación cíclica de su marcha hacia el norte, que tuvo lugar bajo el signo del desamparo y el miedo.

El ruido de las ruedas del carro y los chillidos de las lechuzas tomaron más profundo y ominoso el silencio de los hombres. Llegaron a Las Rosas sin hacer preguntas ni formular comentarios. La mancha blanca de la enorme casa de los Rodríguez surgió entre los álamos y paraísos. La ausencia de ruidos y movimientos les advirtió que sabían de su presencia, a través de la misteriosa y precisa comunicación de la pradera, y si no conocían el designio que guiaba al viejo Manuel — que para entonces ya estaba empezando a serlo— tampoco podrían ignorar que no se trataba de una visita de cortesía.

Ni los perros salieron a ladrar a los furtivos visitantes de la noche, que no hicieron nada por disimular su presencia, como si fuera deber de las lechuzas y de los pájaros nocturnos, espantados por el paso de la tropa, informar a los de la casa que la venganza estaba en marcha. Entonces la oscuridad, el calor agobiador y la brisa ardiente del verano que impedía el descanso, la entrega y la serenidad de un refugio seguro, se precipitaron desde el norte prologando la amenaza de un árido y seco mandamiento de muerte.

De manera que cuando la tropa se detuvo frente a la casa, rodeando el grotesco espectáculo de la mula muerta, y Manuel miró la única ventana iluminada en el primer piso, todos fueron sorprendidos por una voz aguda y mansamente colérica, que nada tenía que ver con los disparos de fusil que esperaban, ni con los gritos y amenazas para los que inconscientemente se habían preparado durante la marcha.

—¿Está allí ese viejo ladrón de mujeres? —preguntó la extraña voz de Lucía.

Porque aunque ninguno de los integrantes de la tropa invasora, salvo Manuel, la habían escuchado nunca, ni la habían visto o sorprendido en algún viaje a la capital del territorio o en el almacén de ramos generales de Pedrozo, en Quilino, todos sabían que era la única mujer que estaba siempre en Las Rosas y a pesar de lo que decía la leyenda sobre el supuesto llanto cuando fue secuestrada o seducida por Manuel, todos sabían y repetían con cierto placer que la altura y la fuerza de los hombres de la casa vacilaba varios palmos debajo de la energía y la autoridad de Lucía, a quien nadie se atrevió jamás a llamar vieja y sí señora.

Aún mucho tiempo después, cuando ya se había marginado del territorio al que volvió varios años más tarde para morir, porque quería ser enterrada en el campo de la batalla y la disputa, como si una misteriosa premonición le indicara que tarde o temprano ese territorio sería de Manuel y ella podría volver de esa manera fatal, definitiva y sin necesidad de esperanza a la Casa Grande.

Manuel no contestó. Continuó mirando hacia la ventana y algunos pudieron jurar que a la luz de las antorchas advirtieron una especie de sonrisa divertida en sus labios, como un relámpago involuntario en la máscara de la deliberación y la venganza que había encabezado la caravana desde la Casa Grande.

Continuó en silencio mientras desmontó lentamente. Sin dar instrucciones que consideró innecesarias, marchó hacia la puerta principal de la casa y la abrió sin tomarse el trabajo de golpear previamente. Luego la cerró a sus espaldas.

Más de una hora permaneció dentro de la casa. Los hombres de su tropa, dirigidos por Manuel hijo, tomaron posición en el jardín y detrás de la casa dispuestos a impedir que alguien escapara, conducta por demás curiosa e inútil ya que el viejo había desaparecido adentro de la casa sin dar explicaciones y si allí estaban los hombres de Rodríguez, tenían el mejor rehén para obtener de los sitiadores lo que se les ocurriera.

Esa antilógica parecía cobrar un sentido contrario al que debió interpretarse, si se recordaba el origen de la expedición y el espectáculo de la mula muerta, como un absurdo desperdicio abandonado en medio del jardín. En realidad, pareció que los hombres no rodearon la casa para evitar que alguien saliera, sino para que nadie entrara y perturbara esa imposible, impensable, poco probable nueva boda de violencia y amor entre Lucía y Manuel.

Nadie supo entonces lo que ocurrió dentro de la casa, sobre qué hablaron ni a qué conclusión llegaron, si es que debían llegar a alguna. Pero evidentemente hubo un pacto, un acuerdo de mutua satisfacción, porque cuando el viejo salió, reagrupó a sus hombres y les ordenó arriar la caballada de los Rodríguez que estaba en los establos hacia la Casa Grande, pero ordenó también quemar los establos. Cuando todos cumplían sus órdenes alegremente, una figura los observaba desde la ventana del primer piso y al mirarla todos comprendieron por qué llamaban La Señora a esa imagen de bella madurez, fina y casi irreal que tuvo un irreprimible gesto de despedida, suave, casi inadvertido para Manuel, que había impuesto su justicia una vez más para sancionar el atropello de que había sido objeto la mula trotadora.

No se vio a ninguno de los Rodríguez, ni a sus peones que fueron tragados por la tierra, la noche y el miedo... o por la decisión de Lucía, la única capaz de dialogar con Manuel y pactar con él.

Durante mucho tiempo se habló del extraño episodio de la venganza de la mula o de la procesión de la mula muerta, aun después que los establos fueron reconstruidos y se volvió a ver a los Rodríguez en la Villa. Pero nadie se atrevió a preguntarles dónde estaban aquella noche y por qué tardaron tanto tiempo en dejarse ver a la luz del día, porque los Rodríguez podían ser flojos con el viejo Manuel, pero no lo serían con cualquiera.

Lo que se supo es que los hombres de Manuel no volvieron con la mula a la Casa Grande, sino que la dejaron abandonada en el jardín y antes que se pudriera y empezara a despedir olor fue enterrada en ese mismo lugar y allí las flores crecieron con más energía, belleza y color a pesar del viento abrasador del verano y la aridez del invierno con escasas lluvias.

Cuando los restos de la casa se vendieron muchos años más tarde, ya desmembrada del campo que la continuaba hacia el norte, finalmente en manos de Manuel, porque nunca había sido suyo en realidad, el hombre encargado de la operación no supo explicar, no sabía y nadie le dijo por qué extraña razón ese rincón tan bello del jardín se llamaba Canteros de la Mula Muerta.

Y claro está que le cambió el nombre, porque ese no resultaba atractivo en su opinión de rutinario vendedor de propiedades para compradores de propiedades de fin de semana, ni aun considerando en un alarde de imaginación y creatividad sus resonancias folclóricas.

Muchos años pasaron desde aquel episodio, sainete o drama y seguramente el número de años podría contarse, no así el tiempo real vivido por Manuel y los hombres y mujeres de la Casa Grande.


 

INDICE

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco 

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez 

Once 

Doce

Trece 

Catorce 

Quince 

 

 

 

 

 

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