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EMILIA PIRIS GALEANO

  CUENTOS A DOS VOCES - Cuentos de MARISOL PALACIOS y EMILIA PIRIS GALEANO - Año 2004


CUENTOS A DOS VOCES - Cuentos de MARISOL PALACIOS y EMILIA PIRIS GALEANO - Año 2004

 "CUENTOS A DOS VOCES"

 


Cuentos de MARISOL PALACIOS y EMILIA PIRIS GALEANO.

 

 
Editorial Servilibro,
 
Asunción-Paraguay
 
2004. 132 páginas.
 
 
 
 
 
 
UN MOJÓN Y VARIAS DIRECCIONES

No se trata de un libro escrito a cuatro manos. Es un libro escrito de a dos pues Emilia Piris Galeano y Marisol Palacios han ido intercalando sus cuentos, quince en total, de los cuales uno solo está escrito de manera conjunta. Pero al mismo tiempo, y no es para hacer un mero juego de palabras -quizá el juego más peligroso de todos- estoy tentado a decir que se ha escrito con una sola voz ya que hay un aliento subterráneo común que corre bajo la apariencia superficial de las palabras. Por eso es difícil descubrir esa voz ya que para ello hay que sumergirse en los relatos y rescatar, de cada uno de ellos, lo esencial, el aliento íntimo con que han sido escritos.

En segundo lugar debería decir que estos cuentos fueron escritos por mujeres, como últimamente se ha puesto de moda. ¿Y por qué las mujeres no habrían de escribir? Así lo han venido haciendo desde la antigüedad hasta nuestros días. Por lo tanto prefiero pasar por alto este aspecto que algunos califican como "perspectiva de género" cuando en realidad es "perspectiva de sexo".

Centrándonos en los cuentos creo que la manera más apropiada de entrar en los relatos y en el auténtico espíritu del libro es haciéndolo por "EL PLAN EXITOSO" para sorprendernos de qué manera tan cuidadosa se va tejiendo la trama llena de sutilezas, de detalles pequeños que en su momento contarán en el armado de una historia que no deja de ser tétrica. La autora, de manera imperceptible para el lector (así como lo hace Cortázar en "La continuidad de los parques") va doblando el tiempo para desembocar en un final inesperado. Con un estilo que denota oficio, de manera sutil nos relaciona con esta historia cargada a la vez de mucha crueldad y no menos sufrimiento.

Casi lo mismo podría decirse de "RONDA MORTAL" aunque el estilo y ritmo son totalmente diferentes, como también es diferente la forma en que va creciendo el relato a partir de una noticia aparecida en un diario. La red que envuelve a los personajes centrales se ensancha por movimientos que parecen casuales, saltan como coincidencias. Y sin embargo no lo son. Todo apuntará a un solo objetivo que sólo se develará al final del relato. Las líneas que parten de ese núcleo (el descubrimiento de la noticia periodística) están como impulsadas por una fuerza centrífuga que sólo en el momento final se volverán sobre sí mismas en un golpe que sorprende al lector por inesperado, aunque perfectamente lógico con todo lo que se ha ido narrando hasta ese momento.

Pienso que una introducción a un texto es precisamente eso: abrirle una puerta al lector para ayudarle a penetrar en el mundo del escritor; o en este caso, con mayor precisión, al mundo de las escritoras. Por lo tanto, sirvan estas palabras sobre los dos cuentos mencionados como una manera de marcar un mojón, pero que sea uno de esos mojones múltiples que indican, en las encrucijadas de los caminos, las varias direcciones que se pueden seguir. Aunque en el caso de la literatura, a las varias direcciones que pueden proponer los autores están también todas aquellas otras que surgen de manera espontánea por parte del lector. Este debe ser uno de los grandes desafíos y al mismo tiempo el momento mágico en que se sustancia el fenómeno literario.

No quiero, finalmente, que mi amistad con Emilia tiña de subjetividad mi opinión, aun cuando soy un convencido que las mejores opiniones son aquellas que van impregnadas de subjetividad, la subjetividad del entusiasmo que surge del contacto con una obra lograda, el entusiasmo por haber compartido con unos seres imaginarios la aventura humana en toda su profundidad, con sus miserias y sus riquezas. Sólo los que lograron trepar con Romeo al balcón de Julieta; los que pudieron llorar con Pleberio la muerte de Melibea, y quienes jugaron al croquet en el jardín de la Reina de Corazones, pueden entender de qué se trata ese momento mágico en que nos olvidamos que somos lectores para convertirnos en cada uno de esos personajes que recorren tantas páginas que han llenado de felicidad nuestra vida. He aquí una oportunidad más que no debe ser desperdiciada. 
 
 
Asunción, mayo 2004
 
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PRELUDIO
 
 
Creemos que por alguna gracia inmerecida hemos estado accediendo al Planeta de la Invención. De él, nos ha cautivado la inexistencia de la lógica rígida e inexorable del mundo que cotidianamente habitamos.
 

De aquellas exploraciones, regresamos con el convencimiento de que, como la geografía del País del Amor, no es posible darlo a conocer por referencias; pero se puede hacer como el Viajero del Tiempo: traer la flor que prueba que estuviste allí.

El testimonio de nuestras incursiones en aquel territorio está ahora en tus manos; son los relatos de las páginas que siguen. No hay nadie más que pueda sentenciar con mayor precisión si el lugar visitado es el verdadero, o si los gigantes encantados -los mismos que perseguían a Don Quijote- nos han engañado.

Aun cuando el resultado fuera adverso, nos quedaría el privilegio de que antes del veredicto te hayas acercado a estos textos. Así, de todas maneras, se habrá completado el circuito de la comunicación; y si durante el proceso se te olvida el entorno inmediato, habremos sido agentes de la Imaginación, ese otro don exclusivo de la Humanidad que ojalá no decline.
 

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ÍNDICE

· El plan exitoso - Emilia Piris Galeano
· Destino griego - Marisol Palacios
· 343 - Emilia Piris Galeano
· Un caso interesante - Marisol Palacios
· Cuento Conjetural - Emilia Piris Galeano
· La alfombra - Emilia Piris Galeano
· Ronda Mortal - Marisol Palacios
· Villa Gallo - Emilia Piris Galeano
· Lluvia de Esperanza - Marisol Palacios
· Doble Milagro - Emilia Piris Galeano
· La amenaza - Emilia Piris Galeano
· El vestido de quince - Marisol Palacios
· El pacto - Marisol Palacios
· La viuda múltiple - Emilia Piris Galeano
· La carta decisiva - Marisol Palacios y Emilia Piris Galeano
 
 
 
 

EL PLAN EXITOSO

 

I

(...) ¿quién aguantaría los ultrajes y desdenes del mundo, (...)

las congojas del amor desairado,(...) cuando uno mismo

podría procurar su reposo con un simple estilete?

Shakespeare (Hamlet, Acto III, Esc. I)

 

La impresión que le causó la fotografía en primera plana se sonorizó en un gemido gutural. Soltó el periódico, que se desparramó en el piso. Zulema atropelló unos muebles en su carrera hacia la sala, donde estaba Óscar demudado y perplejo, sentado en el sillón. No le preguntó nada, pero comprendió que la gravedad del asunto lo había dejado en esas condiciones. Trémula, a su vez, levantó el periódico y pudo entender el porqué de la situación. Un titular destacado decía: "Artista retirado fallece en extrañas circunstancias". La información de tapa incluía una fotografía de Sebastián de tamaño regular, cuyo epígrafe rezaba: "Sebastián Krishna, artista plástico retirado desde hace unos meses, fue encontrado muerto ayer, a las 18.00, en su departamento del 2° piso, ubicado en el céntrico edificio Mborayhu. Todo hace presumir una autoeliminación, según los primeros informes policiales". (Inf. Pág.34)".

Zulema leyó para los dos los detalles del suceso:

"El extinto utilizó un revólver de su propiedad, calibre... Habría apoyado el arma contra la sien derecha. Llevaba alrededor de quince horas o más desde su deceso hasta el hallazgo. El hecho, pues se había producido a altas horas de la noche. Sobre su mesa de trabajo fueron encontradas notas y fichas referentes a personajes ilustres que habían terminado sus vidas por propia decisión. Una carpeta voluminosa contiene detalles minuciosos de la vida de Ernest Hemingway, Vicent van Gogh, Leopoldo Lugones y Mariano José de Larra. 'La vida trágica de Horacio Quiroga' se titula el libro profusamente subrayado que estaba a su lado, en la cama donde hallaron el cadáver. Su interés en el suicidio se evidencia en otros materiales de lectura, tales como 'El joven Werther' (Goethe) y una página extrañamente transcripta numerosas veces -de puño y letra- del Acto III, Escena I del 'Hamlet', de Shakespeare, donde el príncipe danés reflexiona sobre el tema de la muerte (ver recuadro en esta misma página)."

La crónica señalaba: "Fuentes policiales indican que el pintor venía atravesando un periodo depresivo, manifestado en un retiro del medio artístico y un alejamiento de familiares y amigos, agudizado en las últimas semanas, cuando ya ni contestaba los llamados telefónicos, según el testimonio de allegados."Se completaba la noticia con la transcripción del Hamlet, ya citada, una lista de veinte nombres de personajes famosos muertos por suicidio y una semblanza en la que, inevitablemente, aparecía el nombre de Óscar Santander, colega con el que se dio a conocer en el ambiente de las artes plásticas, mediante numerosas actividades organizadas y llevadas a cabo a través del OSSK atelier.

Terminada la lectura, Zulema mencionó a Óscar que ahora cobraba sentido la inquietud anímica que ella había notado en su marido. "Estabas tenso, parece como qué presentías algo, ¿no?. Debe haber sido una premonición, después de todo, era casi tu hermano.", le dijo, y a continuación resolvió que Oscar no se movería de la casa. El mejor amigo, su amigo del alma, su "amigo-gemelo", como solía llamarlo, se había suicidado y el dolor no lo dejaba reaccionar, por lo cual, ella se haría cargo de todo. Iría a ver cómo estaban las cosas. En cuanto a los funerales, ya se vería si podría asistir... Si su estado de desolación total se lo permitía, claro que ella misma le acompañaría, pero ahora, era mejor que se quedara al cuidado de Josefa, que ya había llegado y había asistido a la última parte de la lectura, santiguándose al comprender de lo que se trataba.

El portero subió a presentar sus condolencias a Oscar, que le miraba callado, como sin entender ni una palabra de cuanto le decía. Sin embargo, prestó mucha atención cuando el servidor se refirió a una actitud muy singular que había observado en Sebastián apenas unos días antes: "ya decía yo que algo raro le andaba pasando. El jueves pasado, por ejemplo, vino alrededor de las 06.30 a sentarse en las escaleras de entrada del edificio; estuvo controlando el tiempo, -digo, al parecer, porque miraba su reloj cada tanto- media hora después, o sea, a las 07.00, tal vez unos minutos después, salió apresuradamente y mirando a su alrededor, como temiendo que alguien lo viera. Yo estaba en la caseta de vidrio, observándolo. Él no me habló. Se lo iba a comentar a usted, pero no tuve la oportunidad." Mientras así hablaba, buscaba insistentemente a Zulema con la mirada. Ésta creyó entender el significado de tal gesto, arguyó que también ella había notado cierto comportamiento anormal en el ahora desaparecido, como "aquella información de las horas de regreso de tus viajes, Óscar. Me pedía que le escribiera ese dato y se lo dejara en la portería. Él decía que necesitaba saber las horas en las que podía encontrarte; todo esto a pesar de la posibilidad de la comunicación telefónica. Pero ya se sabe cómo era él, sus caprichos... A su insistencia, lo hice en dos o tres oportunidades, ¿no es cierto, 'don...?" El portero asentía. Antes de salir, Zulema se cuidó muy bien de que dejaran tranquilo a su marido, que descansara, porque realmente lo necesitaba.

 

II

 

¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso

de una vida afanosa, si no fuera por el temor de un algo, después de la muerte, (...),

temor que confunde nuestra voluntad y nos impulsa a soportar aquellos males

que nos afligen, antes de lanzarnos a otros que desconocemos?

Así la conciencia hace de nosotros unos cobardes (...)

Shakespeare ( Hamlet, Acto III, Esc. II)

 

Óscar estuvo sentado en la cama mucho tiempo, con la vista perdida en la penumbra del dormitorio matrimonial. aunque la claridad del hecho reciente lo abatía, la realidad lo sumía en un ambiente como de irrealidad; se encontraba suspendido. Ahora y sólo ahora él tenía un pasado: la vida que había vivido hasta ayer, ése era su pasado; con Sebastián poblando el mundo de los vivos, con la conciencia de que su amigo estaba en alguna parte de la ciudad, pensando, creando, trabajando en el plan, en ese "su plan", que él -Óscar- sólo pudo comprender cuando la ejecución se había disparado y un retroceso en el tiempo no se daría jamás en el mundo. Las preguntas lo apabullaban, puesto que respuestas posibles no existían. ¿Qué haría a partir de ahora? ¿cómo podría sobrellevar su propia existencia? ¿Por qué una amistad perfecta -terrenalmente hablando- concluía así? ¿Por qué su amigo, su hermano, prefirió esta forma de irse? ¿Por qué?

Sebastián había sido parte de su vida desde la niñez. Sus vidas habían estado estrechamente unidas; ahora también la muerte los había vinculado para siempre. Es cierto que desde el primer momento Óscar había sido el sostén, por ser el más fuerte, el animador del dúo, debido a la susceptibilidad de Sebastián, que era endeble - de modo visible- físicamente y de carácter. Siempre se declaraba rendido al primer embate. Así había sido siempre, cualesquiera fueran las circunstancias: exámenes finales, trabajos prácticos, deportes, pruebas de ingreso, los primeros trabajos y, claro, el amor.

Si hubo un episodio difícil en el desarrollo de su amistad, fue la aparición de Zulema. Fue durante el tercer año de pintura. Ella estaba en el de principiantes, y la simpatía nació instantáneamente entre los tres. Pasaron dos, tres meses. Cuando Sebastián empezaba a pensar cómo manifestar sus sentimientos a la joven, justo la tarde en que había previsto preguntárselo a Óscar, éste le anunció su noviazgo con Zulema. La noticia le fulminó el ánimo. Anduvo sin hablar tantos días, que Óscar tuvo que echar mano de todo su repertorio de reanimación sin conseguir nada; y cuando ya calculaba el sacrificio de su relación con Zulema, en aras de la recuperación de su amigo, Sebastián se sobrepuso, repentinamente. Luego de toda una semana de alejamiento -durante la cual ni se había presentado a clases- apareció ensayando una sonrisa, con un pedido tímido de disculpas. Todo parecía indicar que aquellas largas semanas de discusión relacionadas con "el destino desdichado de algunos seres que han nacido sólo para sufrir" (estas habían sido sus palabras en varias ocasiones), quedaban atrás. Óscar recordó que no hubo en su amigo indicio alguno de crisis, sino cuando luego de haber finalizado el curso, tres años después, en la fiesta de egreso, le anunció la boda y le solicitó que fuera su testigo. Óscar lo hizo del modo más natural de que era capaz. "Peor sería que tomara otra actitud", le decía por entonces a Zulema, que estaba -claro- ente-rada de todo.

Sebastián había puesto distancia por tres días, al cabo de los cuales los buscó para asegurarles que se sentía muy honrado de servir a dos caros amigos. Habló de la eterna gratitud que debía a Óscar, cuya alta estima de la lealtad fraternal conocía, "por lo cual no podría fallarle ¡nunca!", había dicho enfatizando esta expresión.

La pareja había recibido esta demostración de afecto como el mejor obsequio de bodas.

Después, en el trabajo, como era de esperar, Sebastián y Óscar se asociaron. Compartieron juntos un taller, el -en poco tiempo- prestigioso "OSSK atelier", razón social integrada por las iniciales de los nombres de ambos Óscar Santander y Sebastián Krishna.

Fueron cinco años de trabajo continuo, de gran producción, de exposiciones exitosas, de trascendencia internacional, inclusive. Después de este lapso, Sebastián empezó a demostrar cierto decaimiento. Su producción fue disminuyendo; hubo días en que el equipo no sabía de él. Balbucía alguna excusa cuando venía, y cuando tal cosa sucedía, no trabajaba. Traía sin falta algún material bibliográfico, cuya lectura no abandonaba ni un segundo, para luego despedirse sin mayores explicaciones.

Una tarde de esas, al regresar del taller, Óscar encontró a Sebastián conversando animadamente con Zulema. Ésta salió de compras apenas llegado su esposo y, entonces, Sebastián pidió a su amigo la liquidación de la sociedad. Después de todo, "el genio sos vos", le dijo y continuó: "No asumas ni por un momento que creí que todos estos años tuve que ver con el buen suceso de la empresa." No le dejó replicar a Óscar. Siguió diciendo que la amistad de ambos era indisoluble, pero que la sociedad era insostenible. Él trabajaría desde ahora por su cuenta. "No te opongas, por favor", le rogó. "Sé que puedo. Hasta ahora, sólo fui tu sombra; eso, la sombra que tu luz proyecta. Todo lo que el taller logró es exclusivo mérito tuyo", dijo, cerrando ya la puerta de salida, en la cual Óscar se apoyó, incapaz de lograr que su amigo reviera su decisión.

Tres años pasaron desde aquel hecho. La amistad no se perdió. Por el contrario, se reavivó. Sebastián visitaba a menudo el piso del matrimonio, pasaba varios domingos en compañía de sus amigos. Hablaba de su trabajo, de su próxima exposición. La tal "próxima" exposición sólo se concretó al segundo año y tuvo una discreta repercusión. No se deprimió, sin embargo. Óscar y Zulema lo alentaron, aunque el nivel de lo expuesto no había llegado a lo esperado, ya mejoraría, se dijeron. Como por otra parte estaban habituados a las excentricidades del pintor, no les dieron mayor importancia a los acontecimientos posteriores.

Hubo que prestarle atención, sin embargo, unos meses después. Fue cuando Óscar comenzó a observar en su amigo algunas actitudes que le resultaron particularmente raras. Óscar podía rememorarlas perfectamente ahora, con todos los detalles.

En esos días, le solicitó vehementemente que retirara sus pertenencias del salón que había ocupado en el atelier - que estaba cerrado desde que él salió- encareciéndole que tirara los papeles que encontrara en el cajón del escritorio; "ya sólo son basura", dijo. Que cargara en un bolso el contenido del último cajón de la gaveta gris. Óscar recordó que Sebastián todavía tenía una llave de aquel salón, por lo que le sonó por demás extraño el pedido. Cuando fue a cumplirlo, no pudo evitar ver entre los papeles del escritorio, dos mensajes de puño y letra de su esposa. "Volverá a las 16.00", decía uno, y el otro, "va a volver a las 13.00". No estaban firmados, es cierto. Pero los rasgos pertenecían a Zulema. Tampoco tenían fecha. La duda se instaló en su mente. Sin que hubiera tiempo de dilucidar este instantáneo torbellino interno, se encontró con algo que lo dejó de una sola pieza: entre los objetos de la gaveta había un revólver, con silenciador incluido. La vista del arma le puso los pelos de punta. ¿Qué significaba todo aquello? Después de la primera impresión, se serenó como pudo, lo guardó todo en un maletín. Lo transportó a su casa y no habló con nadie del asunto.

Otro día resolvió visitar a Sebastián en su departamento. Lo encontró totalmente entregado a una tarea de investigación bibliográfica. Lleno de entusiasmo, habló a Óscar del plan, de su plan, el cual -según le dijo- ya estaba en marcha. "Ya arranqué y estoy avanzado; creo que para que todo salga perfecto, voy a necesitar (¿cuándo no?) de que me des una mano. Vas a tener que darle tu toque maestro. Por favor, Óscar, cuando llegue el momento, voy a necesitar tu ayuda; prometé que me vas a ayudar", le dijo con una mirada de súplica que parecía implicar mucho más de lo que las simples palabras expresaban. Aquel día, Óscar se retiró confuso del departamento, y ya iba descendiendo las escaleras, cuando escuchó que su amigo lo llamaba, otra vez. Regresó. Sebastián le preguntó entonces acerca de sus pertenencias retiradas del atelier. "Si todavía no lo hiciste, no te preocupes. Voy a avisarte cuándo será la ocasión más propicia para que me las traigas". Cada una de las palabras las pronunciaba silabeándolas, casi como si las solfeara. Óscar observaba sus facciones tan familiares y no comprendía cómo sus espíritus, tan hermanados en otro tiempo, habían perdido aquella capacidad de comunicación sencilla que habían sabido cultivar por tanto tiempo. Mientras su amigo seguía hablando, Óscar no lograba encontrar la clave de los tramos por los que lo hacía caminar Sebastián y lo estaba haciendo a ciegas, sin saber hacia dónde se dirigían. ¿En qué iría a terminar esto? ¿Por qué él no se atrevía a preguntarle hacia dónde apuntaban estas peregrinas circunstancias que envolvían sus vidas como con un tul grisáceo que no se merecían? O tal vez no había nada raro en todo esto y eran sólo ocurrencias suyas, pensó. Volvió a atender a Sebastián, que ya desde hacía un rato estaba empeñado en mostrarle un "defecto" que tenía la puerta. Se tomó varios minutos para explicarle cómo podía cerrarse por dentro, estando uno afuera. Óscar lo miraba atónito, sin atinar a decir nada.

Todavía había más; durante dos semanas sucesivas, casi diariamente, al regresar, lo encontraba conversando con Zulema. Llegado Óscar, Sebastián se retiraba sin mencionar para nada sus famosas pertenencias.

Óscar entró en sospechas más serias cuando aquel lunes a las nueve, quiso comunicarse con su esposa. No pudo hacerlo. El teléfono estuvo ocupado por largos 35 minutos. El portero tuvo que subir a avisar a Zulema, quien le explicó que estaba hablando con Sebastián. ¿Tanto tiempo?, pensó Óscar, sin atreverse a expresarlo. El comentario de su esposa sobre el tema consistió en un indiferente: "el pobre está pasando por un momento difícil".

Sólo desde entonces, Óscar aguzó los sentidos. Sin que se lo propusiera conscientemente, un tropel de ideas acusatorias surgieron en su mente contra el amigo: ¿cómo y por qué le estaba haciendo esto a él? Quiso alejar de sí pensamientos de reproche sobre un hecho que no había comprobado, pero no quería que nadie le tomara por el estúpido de la película. La sola idea lo rebelaba, lo llenaba de ira. A su pesar, se sentía invadido por la indignación y el rencor. ¡Su amigo, su protegido, el indefenso; aquel a quien él, Óscar, siempre debió apoyar! ¿Había seducido a su esposa? Le latía la sien. Una inquietud angustiosa hizo presa de él y no le dejaba concentrarse en nada. Pero debía conservar la calma. "Aquí no ha pasado nada de lo que pueda acusarse a nadie, realmente", se autoconformaba. Se convenció de que debía actuar con prudencia. Se prometió prestar la máxima atención y las cosas continuaron como si nada.

El martes anunció su viaje al interior. Asistiría a la exposición regional; volvería el jueves a las 07.0  día, de regreso, al voltear la esquina del edificio, vio que Sebastián se alejaba rápidamente por la vereda. Óscar subió al piso y, curiosamente, Zulema no le comentó que su amigo estuviera de visita a tan temprana hora. ¡Qué miserables!, estallaba por dentro. Los condenaba a los dos; sin embargo, su odio más profundo estaba dirigido al amigo (¿podía seguir llamándolo así?), ya que lo señalaba como el incitador de la falta que, a estas alturas, para él era prácticamente un hecho consumado, aunque le faltaran piezas del rompecabezas.

Había asumido ya el papel de investigador y, como quien no quiere la cosa, pasó por el departamento de Sebastián. Este     continuaba inmerso en sus libros y refiriéndose nuevamente a su proyecto-obra maestra, con un entusiasmo inusitado. Óscar lo escuchaba con fingido interés, mientras buscaba de soslayo, en rápidas y panorámicas miradas sobre el abigarrado escritorio. Como notando la necesidad de hurgar en él, Sebastián le ofreció una bebida. Su ausencia fue aprovechada; Óscar pudo encontrar lo que buscaba con avidez, pero que -contradictoriamente- le hubiera gustado no descubrir: el mensaje de Zulema anunciando "Volverá el jueves a las 07.00". No se despidió. Lívido y exangüe, ganó la calle, lleno de dolor y de rabia.

Caminó un rato sin rumbo fijo, trató de poner en orden sus pensamientos. Fue ése el momento en que la idea que se había aposentado en su cerebro, se le hizo consciente. Todavía sacudió la cabeza como tratando de desalojarla, pero ya la suerte estaba echada. Sólo era cuestión de tiempo.

El momento propicio se presentó un sábado. Zulema iría a la casa de su madre esa noche y volvería muy tarde; él, a la cena anual de la asociación de artistas plásticos, donde se suponía que encontraría a Sebastián. Pero no estuvo. A las 23.00, Óscar dejó la concurrida cena, que había derivado en baile. Previsiblemente, la portería del edificio estaba desierta. Subió con sigilo hasta el piso. La puerta cedió al primer intento, por lo cual no tuvo necesidad de usar la llave que tenía en el bolsillo.

Con la enguantada mano, encendió la luz. Como si se tratara de un reflector de escena, el moderado resplandor iluminó la cama en la que reposaba Sebastián, de espaldas a la puerta. El hombro derecho del traidor ocupó por un momento su atención. Subía y bajaba en la cadencia de un sueño tranquilo, como no debían conciliar los felones, los que sólo merecen el sueño del que no despierten jamás, a fin de no continuar envenenando el aire con su tarea pérfida. Con gran seguridad se acercó con el revólver ya dispuesto. En el instante preciso en el que se produjeron simultáneamente, el giro de la cabeza del yacente, el rojo estallido silencioso sobre su sien derecha y la sonrisa de comprensión, gratitud y paz de Sebastián, una chispa le iluminó el cerebro: llegó a la inteligencia de que la misión asignada por el amigo frágil y dependiente, empezaba a cumplirse. Así tomó conciencia de que aún quedaban los demás "toques" de los que le había hablado Sebastián, para que el plan diseñado tuviera el éxito anunciado.

Emilia Piris Galeano

 

 

LA VIUDA MÚLTIPLE

 

En cada uno de los rostros se veía pintada la impaciencia, pero en el del novio -por lógicas razones- la desazón había descendido y se había arraigado. Todos estaban cejijuntos y muy callados, como temiendo que cualquier cuchicheo confirmara sus pensamientos. El sacerdote bostezaba en el altar. Los padrinos clavaban sus ojos en la puerta por la que había de entrar la novia. Cada segundo era una eternidad. La alfombra aguardaba reluciente el paso grácil de la novia. Pero los minutos trascurrían y... no se producía la ansiada llegada. Los velones del altar para un acontecimiento como éste, habían sido encendidos; las luces del altar mayor iluminaban con toda su potencia los primorosos arreglos realizados en claveles y crisantemos. Así también los lazos de seda se mostraban en todo su esplendor, prendidos en los lustrosos asientos; sentados en ellos, los invitados acallaban su temor de que la novia no apareciera nunca.

Cualquiera de los presentes -y de los que no estaban en el templo, pero sabían de la boda- sin embargo, más bien habrían esperado que el ausente fuera el novio, quien desoyendo a cuantos quisieron aconsejarlo, estaba allí, rezando por lo bajo, sin apartar la mirada de la puerta principal. Y no temía, por lo visto, afrontar la vida al lado de Adriana. A pesar de las advertencias sombrías, no obstante todas las voces que le habían susurrado su destino aciago, él había resuelto que no podría seguir viviendo sin Adriana. Por eso estaba allí, elegantemente ataviado, aunque nervioso, más por los invitados que por sí mismo.

Por qué negar que la posibilidad de suspensión de la boda me alegraba. El motivo exacto de ello ya me resultaba indefinido. No sabía explicar si era porque  la salvación de Mario o porque prefería saber que Adriana permanecería libre. Peligrosa, sí; con un pasado de misteriosos acontecimientos, también es cierto. Pero libre. Esto era importante no sólo para mí, estaba seguro de que también lo era para otros cuantos de los que estaban allí. Formábamos pues, en medio de aquel grupo temeroso, un puñado que esperaba secretamente salir del templo sin que se realizase la ceremonia.

Habíamos llegado a esta instancia, contra todo pronóstico. Estuvimos seguros de que Mario, escuchados nuestros argumentos, desistiría de la relación. No lo había hecho, y allí estábamos.

Fui uno de los primeros con los que se amistó apenas se mudó al pueblo y me confió unos meses después que había visto a Adriana desde el ómnibus en el que llegaba y ya le había interesado. Estuve presente la primera vez que Mario escuchó la voz de la joven. Esperaba mi turno en la barbería. Don Luis, el barbero, ejecutaba la delicada operación de pasar la filosa navaja justo por el mentón de Mario quien, cubierto por un paño blanco, tenía los ojos cerrados, como ganado por una profunda meditación. El Dr. Niccoli, anciano médico retirado, hablaba -cuándo no- de su hija. Nos tenía acostumbrados. Desde que se retiró, unos tres años atrás, había fijado residencia en nuestro pueblo, junto a su bella hija treintañera, de quien decía que estaba sola porque no había querido escuchar a su padre. Fue él quien difundió la historia de la cuádruple viudez de Adriana, su hija.

Apenas preguntaban de ella, el doctor decía: "Ahí está, pobre hija mía. Como siempre sola. Pero no puede decir que no le avisé. Se lo dije. 'No te cases, hija. Tu destino está escrito: vas a enviudar' Pero no, no me escuchó. Y sucedió tal y como estaba previsto. El muchacho falleció tres meses después del casamiento. No pasaron seis, cuando ella ya estaba nuevamente enamorada. Como yo sabía desde antes lo que pasaría, le avisé de vuelta y, pasados cinco meses: viuda nuevamente. Pero no tenía que llorar. Se lo dije: 'No llores. No quisiste hacerme caso. Ya sabías que eso sería así'. Y así, otras dos veces más. La última vez, se resistió; no iba a casarse, aunque amaba al muchacho. Tres matrimonios, tres funerales y la tercera viudez parecía que la habían hecho desistir. Al menos, yo lo creí. Lo hizo a escondidas. Lo supe el día de la boda. Ya no tuve fuerzas para reprocharla. Al año de casada, viuda. Entonces, me retiré y vinimos aquí...". Esta historia quedaba siempre sin concluir, porque a esas alturas -o antes de llegar a este punto- aparecía su hija, le recordaba amablemente que era hora de regresar a casa, ante lo cual el médico se despedía y salía sonriente en compañía de Adriana.

La escena descrita se desarrolló exactamente así en la barbería. Solo que antes de que el doctor saliera, el barbero reconvino cariñosamente a la joven, diciéndole que no debería ser tan exigente con el padre. "Déjelo, Adriana, que el doctor siempre es bienvenido y sus anécdotas nos encantan". La mujer miraba al barbero y a su padre, alternativamente. Desde el sillón, Mario observaba con atención. "No es que sea exigente, don Luis, pero como es ya la hora del almuerzo, he creído conveniente venir a buscarlo. Gracias por sus palabras. Hasta luego.", dijo la joven, trasponiendo la puerta. A través del vidrio, los presentes los vieron cruzar con dirección a su casa.

Los comentarios sobre la famosa cuádruple viudez de Adriana Niccoli siguieron por varios minutos. Las causas nunca pudieron ser aclaradas. Nadie, por lo particularmente sensible y personal del tema, jamás se atrevió a preguntárselo directamente. Nunca nadie escuchó tampoco que el Dr. Niccoli dijera por qué él tenía la certeza de la viudez de su hija. La gente estuvo, pues, habilitada a especular y había toda una "tormenta de ideas" respecto de esas posibles causas. La verdad es que, en contraste con la apariencia jovial y simpática de Adriana, algunas de las ideas eran oscuras y atribuían una horrenda maldición de siglos sobre la línea femenina de la familia; otras basaban sus argumentaciones en una supuesta suerte de envenenamiento, lento o rápido, al que era sometido el esposo a través de cada encuentro amoroso con la esposa, dotada de un "órgano productor de veneno". Agregaba esta versión que cuanto más intensas fueran las convivencias, menor era el tiempo de vida del "dichoso infeliz".

Este estado de cosas no había impedido que muchos de nosotros nos acercáramos a aspirar al menos el aroma de esa bella y aun más distinguida flor que era Adriana. En el transcurso de estos años, ella había acogido con benevolente actitud nuestras incursiones de conquista: aceptaba las flores que le enviábamos e intercambiábamos libros que luego comentábamos durante algún almuerzo o cena a los que acudíamos -sin falta- tres o cuatro "postulantes", sin el menor resquemor los unos contra los otros; por el contrario, éramos grandes amigos, como si el hecho de cortejar a Adriana nos hiciera socios de un club de fans.

Pocas veces veía a solas a cualquiera de nosotros. La única vez que me correspondió tal privilegio, se me ocurrió la inoportuna idea de llevar la conversación hacia el tema de su viudez. El instantáneo cambio de color de su rostro, el nervioso movimiento de cabeza y su crispación, me convencieron de que una rápida despedida era la mejor salida. Desde entonces, no había vuelto a acercarme al punto ni por casualidad. Por otra parte, la evidente y cada vez mayor superficialidad de nuestro trato en general, tanto con ella como con los demás admiradores, me llevó a la fácil inferencia de que algo semejante había sucedido entre ella y "los otros". Esto me daba -y no culpo a nadie de que me califique de ingenuo por ello- tranquilidad. No era yo el elegido para la confidencia, pero los demás tampoco.

Estando así las cosas, Mario ingresó a la historia. Lo suyo fue fulminante. Verla y presentarse ante ella con la resolución de "vivir a su lado para siempre" fueron hechos casi paralelos, según me repitió que se lo dijo él en la primera entrevista. Ésta tuvo lugar el mismo día en que la escuchó de cerca en la barbería. La bomba causó la conmoción que era de preverse: en todos los ámbitos -vereda, atrio de la iglesia, despensa, barbería, kioscos, reuniones de la esquina, lavanderías, etc., etc.- seguro que el tema del que se hablaba era la boda, que ya se daba como un hecho, cuando no se sabía todavía cuál había sido la reacción de Adriana.

Con el correr de unos pocos días, se despejó toda duda. Ella lo estaba considerando y se la veía más sonriente que nunca. Tampoco podía negarse que sus rubores eran frecuentes apenas se nombrara en su presencia al audaz pretendiente. Mientras, Mario era objeto de la atención de los más connotados habitantes del pueblo, que le ponían al tanto de los terribles antecedentes de su futura esposa. Escuchando a todos con la deferencia que le conocimos desde que llegó, no le vimos dudar ni -mucho menos- retroceder de su decisión. Y así, vimos a los tórtolos prodigarse un trato cariñoso, aun ante nosotros, por el lapso de tres meses, plazo que asignaron para la boda, y tiempo durante el cual pusimos nuestro feroz empeño en salvar de la muerte prematura que, estábamos seguros, tendría nuestro -a estas alturas- querido amigo. Tan seguros estábamos, que no habíamos avanzado en la dirección a cuyo tramo final él se acercaba de forma terca e inconsciente.

La fecha se prorrogó en dos ocasiones porque el doctor Niccoli iba acortando el camino de su viaje definitivo, con la consecuente pena de Adriana, que se ocupó más que nunca de su padre en esos meses. Cuando todos presumíamos que la tristeza por la partida del anciano médico retardaría la boda, ésta nos fue anunciada a través de una elegante invitación.

Y sí, aunque la novia se hizo esperar aquella noche -llegó con cuarenta y cinco minutos de retraso- el matrimonio fue bendecido.

La medianoche me encontró sentado, de viaje a una ciudad extranjera, para donde partí terminada la ceremonia, bastante anonadado por el acontecimiento. Me pesaba el no haber logrado que Mario renunciase a morir joven, como nosotros que, amando a Adriana, le evitamos un episodio aciago más en s u ya desafortunada vida. "Si he de vivir en adelante sin ella, será igual que morir", me había confesado días antes del casamiento. Así que, me fui del pueblo para olvidarme de todo.

Me fue bien. No me quejo. Pero después de tantos años, uno no se olvida de sus raíces y, si bien había cortado toda conexión con el pueblo, el recuerdo de mi vida pasada me acompañó minuto a minuto durante estos diez años.

Volví. Llegué ayer con intención de visitar en primer lugar el sitio donde reposan por la eternidad los míos y mi amigo Mario. Siendo ya noche y muy tarde, no salí del nuevo hotel. El pueblo se ha modernizado y hay gente nueva, desconocida.

Cuando me disponía a salir esta mañana, por poco perdí el conocimiento por la impresión. Vi a Adriana, acompañada de dos niños y de... ¡Mario!

Era un cuadro familiar muy tierno: Mario abrazaba a Adriana; la niña tomaba de la mano al padre; el niño, a la madre. Y todos sonrientes. ¿Quién se acordaría de la muerte en circunstancias como éstas?

Explicaciones. Razones. Información. Eso era lo que necesitaba afanosamente desde ese momento. No fui al cementerio como lo había programado. Esperé la noche para abandonar mi habitación, como si aquel aislamiento diurno me ayudase a asimilar la realidad.

Son las 23.00 y acabo de volver. ¿Qué diré? Sólo que el amor verdadero intuye la verdad, según esta experiencia. Se me ocurre pensar que Mario sea un hombre demasiado afortunado en todo, ya que me refieren que su prosperidad económica es también asombrosa; así pues, la vida no ha dejado de darme sorpresas.

Al bajar hoy, por puro azar, encontré al administrador del hotel, quien también se dirigía a la puerta de salida. Entablamos diálogo y así llegamos al tema que me interesa. Di con la persona indicada. Este señor, casualmente, había sido el administrador del hospital del Dr. Niccoli, el cual, asistido por su hija, había dirigido un sanatorio de enfermos cardiacos. "Precisamente, dijo, cuatro de los pacientes más graves se convirtieron en yernos del doctor, poco antes de que -sin que se pudiera evitar- sufrieran el ataque final".

Emilia Piris Galeano

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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