NOCHE DE LUNA NEGRA Y OTROS RELATOS
Enlace al ÍNDICE de la versión digital de NOCHE DE LUNA NEGRA Y OTROS RELATOS en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
A MANERA DE PRÓLOGO
CUENTO MEDIEVAL
FRIENDS TO BE FRIENDS: LA BELLA Y EL PERDEDOR
ACERCA DE LA EXISTENCIA DEL DIABLO
ADALBERTO BOGADO: POETA, CUENTISTA Y ENSAYISTA (1965-1999)
TODO UN LUNES
NOCHE DE LUNA NEGRA
FRIENDS TO BE FRIENDS: LA BELLA Y EL PERDEDOR
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«Con palabras de virtud se disfraza vuestra oculta concupiscencia tiránica» |
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Friedrich Nietzsche Así habló Zaratustra |
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La había conocido, así de vista, hacía un tiempo. Era bella, raramente hermosa. Su rostro angelical agregaba a su sinuosidad protuberante, exacta, de ese encanto extraño, que extravía, que animaliza; al menos si uno no se previene. En realidad uno nunca se previene de estas cosas. ¿Para qué? Después de todo.
Un día Alberto me dijo: Está muerta contigo y quiere salir una de estas noches.
-Y ¿de dónde puta vos la conocés? -le espeté, escéptico, como era natural ante tamaña noticia. Aunque siempre me supe encantador, también sabía que nadie nunca se daba cuenta de eso. Con su mirada me respondió que para algunos como él, todo era posible.
Llegó la noche aquella. Alberto fue a buscarme y pasamos a recoger a dos bellas señoritas de un edificio elegante, hasta suntuoso diría. Seguí sin entender nada.
-Hola -me dijo ella mientras subía al auto.
-Hola -le dije.
Salimos del lujoso lobby. El portero sonreía. La radiografié por completo en ese breve instante en el que contorsionó su cuerpo para acomodarse en el asiento trasero del auto. El olor de su perfume envolvió la pequeña atmósfera del habitáculo. Estaba muy amigable, me hablaba de mil cosas, me preguntaba cosas. Se acercaba. Su aliento me dejó sin aliento. Me tranquilicé. Saqué mi cabeza por la ventanilla para tomar aire. Ella brillaba. Por fin llegamos.
Después de unas horas en una estúpida discoteca con sus estúpidas músicas, abandonamos el recinto dancístico con una interesante borrachera. Fuimos directo a lo de Alberto. Su casa quedaba cerca del centro, así que no nos tomó mucho tiempo llegar. Todo muy amplio, todo muy lindo, todo muy limpio. Sofás enormes por todos lados, y un buen bar. Pensé que yo hasta podría trabajar para tener todo esto algún día.
Alberto y Katia se dirigieron presurosos hacia el dormitorio escaleras arriba. Yo quise tomar un poco más. Me muní de los elementos necesarios para seguir bebiendo y le dije a ella: «vamos a la sala». Encogió perpleja sus hermosos hombros pues no sabía a cuál de las salas me estaba refiriendo. Miré hacia donde estaba un sofá tan largo como un vagón de tren y le hice una seña con la boca, pues mis manos estaban ocupadas sosteniendo vasos, hielera y botella.
-Vamos -respondió con una sonrisa. La vida era perfecta.
Al rato estábamos hablando sentados en el suelo y recostados contra ese descomunal sofá que parecía más cómodo que mi misma cama. No me iba a perder ese sofá por nada del mundo, seguro.
El dueño de la casa seguía en su habitación, probablemente balanceándose sobre Katia, la amiga de Jimena, mi ocasional interlocutora, si de esa forma se la podía denominar. Prendí algunas luces, apagué otras, dejando bastante luz con que admirarla.
-Desvestite -le dije. Lo hizo sin hesitar y sonriendo. Ángel. Era perfecta y yo terrenal, demasiado terrenal.
-Tengo un poco de frío -dijo. Le presté mi camisa, estremecido.
Me contó su historia. Llegó de algún lado, hacía un tiempo. Tenía catorce, o algo así. No importaba, pues en ese entonces ya era una mujer. Ahora tenía diecinueve años. Era una supermujer. Una galaxia de mujeres -y yo estaba con ella: las ventajas de ser un seductor.
Continuó diciendo después de dos sorbos de whisky que desde aquellos tiempos se dedicó con cierto desenfreno a la farra. Me dijo que nunca pudo tener amigos, que todos se acercaban a ella con lisas y llanas intenciones de coito. Los bifes, y nada más. Me contó de un tipo, rubio, con algunos granos y varios autos que ni siquiera le preguntó el nombre. Otro se la quiso coger en el auto apenas pasó a buscarla. Sus compañeros de colegio, sus primos, sus vecinos, todos le planteaban o intentaban hacerle entender que harían cualquier cosa por acostarse con ella o por ponerle las manos en el culo. Algunos jefecillos -de algunas sinecuras obtenidas en esos tiempos, supuse yo- también... -me iba diciendo-; le interrumpí, ni hacía falta que me cuente. No era difícil creerle.
-Todos eran así de asquerosos -me dijo. En el instante en que me contaba eso, estaba sentada delante de mí, con su bombachita de color indefinido, clara, adivinable a veces, bien visible otras debajo de mi camisa con el típico cuello marrón -suciedad del proletario de medio pelo-. Tampoco importaba el color de la bombachita, ¿o sí? Creo que sí.
-Nunca conocí un tipo que no me haya querido montar o poner contra la pared -balbució en medio de una bocanada de humo.
-Yo preferiría que te me subas encima -le dije, en tanto oteaba lo mucho que ofrecía a través de ese escote.
-Creo que tiene sus ventajas -terminé, y ella no entendía un carajo de lo que yo le decía. Comencé a pensar en ese vaso de whisky un tanto lejano; es que repentinamente estaba tan relajado...
-No conocí ningún tipo que no sea asqueroso -volvió a insistir.
Yo podía jurar que en lo que me decía había mucho de verdad. ¿Quién no? Pensé. Era algo que uno podía concluir muy rápidamente. Seguía yo con ganas de beber un sorbo por lo menos mientras escuchaba esa historia y miraba también esos ojos tan bellamente insertos en ese cuerpo armoniosamente lujurioso. Hice apenas un gesto, ni siquiera un movimiento -ufff...- ella adivinó mis pensamientos. Alargó su brazo, demostrando a este impávido e indefenso hombrecillo que hasta sus movimientos estaban adornados de belleza. Se embuchó todo ese vaso de ese whisky alejado de mis manos. Me besó largamente, traspasando todo: en segundos el vaso fue mío, probablemente el mejor de los miles que habían devastado mis neuronas por años. Mi lengua, mi garganta, mi hígado no conocían ni toleraban otra cosa que el whisky, puro. Ni hielo, ni agua, ni soda. Desde aquel momento, todo cambió. Deberían patentarlo y venderlo: whisky con saliva. Ahora podía de nuevo seguir escuchándola.
-No podías tener amigos -le recordé, mientras ella cargaba hasta el tope otro vaso con su mano izquierda.
-Sigo sin poder -me dijo sin sacar ni dejar de mover lenta y rítmicamente su mano derecha dentro de mis pantalones.
-¿Entonces? -continué, con lo que me quedaba de voz.
-Cogía sin parar, porque después de todo a mí me gusta coger.
-Ah, qué bueno.
-Cogía, pero no tenía amigos.
-¿Entonces?
-Comencé a cobrar. Total, daba lo mismo. No, no era lo mismo. Comencé a tener plata. Al comenzar a cobrar se fueron algunos, los aprovechadores, y aparecieron otros, más generosos y más interesantes; creo que los que pagan son mejores que los que no. Los otros son unos miserables, desaparecen después de la segunda vez; los otros vuelven, siempre. Mediante eso pude mudarme, antes vivía en un lugar de mierda; ahora, bueno, ya viste vos. Y hasta elijo con quién coger. Vos pensás que es mentira pero antes cuando salía de joda por ahí, cogía con todo el mundo, andaba borracha desde que salía de casa. Te juro que algunos me suelen encontrar por ahí y me cuentan historias que yo ni me acuerdo. Había sido que me cogieron en tal lugar, en tal farra. Yo ni me acuerdo, a veces. Ahora cambió. Dejé de ser boluda.
-Ah -dije y se me borró la sonrisa-. Este perro de Alberto -pensé-, y yo que me había creído un rompecorazones, un afloja-gomas-de-bombachas, un winner. Idiota, yo. Demasiado perfecto para ser verdad. Demasiado mujer para un perdedor como yo. Prendí un cigarrillo. Cavilé por un largo rato. Así que desde aquel lejano día en que tenía catorce años y llegó a estos lares, esa fue su historia.
Sin embargo, estaba hablando y siendo tan amable conmigo, algo tendré -pensé-, para no sentirme más idiota de lo que siempre fui. Un poco consolado, la volví a mirar.
-Ah, que interesante. Pero debe haber algún lugar para el amor puro, para hacer con quien tenés ganas -retomé, intentando hacer proselitismo. Volví a mirarla de arriba abajo. Ufff, bella, simplemente bella. Mi bolsillo no estaba a la altura de esos lujos... Así que puse a trabajar mi atontado cerebro.
-Quiero ser tu amigo -le dije, pensando en la posibilidad de una gratuidad perenne, maravillosa. Me dije a mí mismo que las grandes conquistas exigen grandes sacrificios. Me hice de valor. Saqué sus manos de mis pantalones. Besé sus manos. Besé apenas sus labios color de manzana. La acaricié largamente, deslicé mis dedos entre su pelo, recorrí con mis palmas su suave rostro, pinché sus lóbulos una y otra vez, pellizqué su nariz por interminables minutos. La volví a besar largamente. Penosamente rescaté mi lengua de esa cueva húmeda y penosamente me levanté. Me miró como si fuera un idiota, como habitualmente me miran.
-Voy a traer más whisky -dije, con la arquetípica pose del galán que a la vez está siendo tierno y ni por acaso piensa en destrozar esas pocas ropas que son los últimos obstáculos que lo separan a uno del verdadero paraíso en la tierra. Tenía que hacerlo. Tenía que demostrarle que podía ser su amigo. Un amigo que sería recompensado en algún momento.
París bien vale cien misas -me dije-. Arriba se escuchaban los torturantes jadeos. Abajo el hielo repicaba en el vaso. Y yo que nunca me caractericé por la templanza. Éste era el supremo sacrificio. Pensé en echarme todo el hielo de la nevera encima. Desistí. No habría más hielo para el whisky. Tampoco era Francisco de Asís para revolcarme en la nieve. ¿Qué nieve? Conmigo no serviría tampoco ni si la hubiera. Era una cuestión mental. Para un SuperHombre.
Hablamos y hablamos por horas. Ella tirada en el piso, yo subido al sofá, contemplándola y sufriendo desgarradores y típicos dolores pélvicos. Finalmente, el hielo que pensé tirarme encima se había ido con la última botella de whisky.
-Vestite -le dije.
-¿No vamos a coger?
-No.
Obediente, se sacó mi camisa. Me miraba y sonreía, incrédula. Yo, por mi parte, pensaba que tal vez estaba viendo por última vez eso que estaba delante de mis ojos. Comenzó a vestirse lentamente. Ella me sonreía y brillaba. Me asaltaron dudas miles. ¿No me estaba jugando demasiado? Nunca fui de correr riesgos. Pero éste valía la pena.
Por fin, Alberto bajó con Katia. Su rostro radiante que apenas delataba su inmenso agotamiento contrastaba con el mío. Katia y él pensaron que algo había andado mal o que yo había bebido mucho. Creo que él por lo menos sabía que no había destilería de whisky que pudiera impedir a un hombre en su sano juicio poseer a esta mujer. Pero no cabía en sus cerebros de mentecatos nada de lo que realmente estaba aconteciendo.
-Idiotas -pensé. Salimos todos. Hablamos de boludeces todo el camino, Alberto se dormía en el volante. Pedí que me dejen a mí primero, por cualquier cosa. Llegamos a mi tabuco. Me despedí con un largo beso en esa frente reluciente y sensual como el mejor trasero. Ella me miró hasta que el auto de Alberto dobló la esquina. Sonreía. Se veía feliz. Por fin tenía un amigo: Yo.
ACERCA DE LA EXISTENCIA DEL DIABLO
Nunca dejes abandonada a tu mujer en ningún antro, boliche, consultorio, cybercafé, pub, bar, iglesia, shopping center, cine, bulevar, discoteca, minimercadomodelo, esquina de la ciudad; en ninguna situación, en ningún momento. Por más enojado que estés, por más que te haya dicho alguna dolorosa verdad -como todas las verdades-, por más que la quieras matar. Sobre todo si el mismísimo Luzbel anda por ahí cerca. Y miren que siempre anda por ahí. O si no fijate en lo que le pasó a Edgar.
Óscar era más bien taciturno, a veces chistoso, le gustaba la noche y tenía ojeras. Ocasionalmente ligaba algo, y ni siquiera porque quisiese. Pero andaba solo la mayor parte del tiempo. Andaba tirado y a veces hasta le gustaba, se le notaba. Esa mañana, fue invitado por unas compañeras de trabajo a salir de copas esa noche. Probablemente porque lo veían más taciturno que de costumbre, más malhumorado que nunca; le compadecieron, según parece. Luego de aceptar preguntó quiénes irían y se dio cuenta de que la imparidad del equipo lo dejaba solo. Tres varones y dos mujeres. Dos parejas y él. Estaba como que arrepentido de haber aceptado, pero volvió a sus papeles, se enfrascó en la mierda de su trabajo diario y pensó que a la tercera cerveza ya estaría mejor, esa noche. Y sería mejor que quedarse en su casa a hacer zapping y terminar la botella de ron guardada en el placard.
El horario marcado había llegado. Y Óscar se había presentado al bar de música, puntual. Ingresó al boliche saludando al tipo de la entrada. Éste apenas fijó la vista en él. Siguió fumando mientras Óscar se dirigía a la barra. Estaba vacía a esa hora. Había muy poca gente en todo el local: dos adolescentes flacas jugando al pool, y tres tipos solos sentados en una mesa muy cerca de la barra. Fijó su vista en los tres tipos. Parecían clones. Los tres estaban vestidos de la misma manera, con sus camisas a rayas verticales y remangaditas, sus pantalones de color claro y tela fina -de vestir le dicen-, sus zapatos pretendidamente elegantes y sus teléfonos celulares y sus aparatos de radiomensaje firmemente sujetados en la cintura. Tres tipos acerca de quienes él pensó eran de esos que ocupan un lugar al pedo en este planeta, sacando el aire a quienes merecen más que ellos respirar para vivir en este mundo. Típicos boludos, con razón están solos -se dijo Óscar, para luego reparar que él no tenía ni beeper, ni celular, e igual estaba solo.
Comenzó a llegar gente, y el mozo iba y venía llevando y trayendo botellas de cerveza. Hacía un calor de putas.
-Traeme una champañera, maestro, con mucho hielo -se dirigió Óscar al mozo.
-Bueno, espera-na un ratito ya enseguida, ahora después te traigo -le contestó el otro, al vuelo.
-Ok.
Seguía llegando gente. Óscar seguía solo en la barra. Había muchas pendejas solas, como era muy común últimamente. La mayoría mostrando la pancita y levantando el culo. Todas parecían distantes, como emburbujadas. Óscar no pudo conseguir que ninguna fijase sus ojos en él, por más de un segundo. Es que tampoco hacía muchos esfuerzos, pero nada, de todas maneras. Comenzó a fijarse en una, que debía ser muy jovencita. No la podía ver bien, a causa de la humareda y de la poca luz. Pero se podía adivinar su belleza. Había sin embargo, algo en ella que le llamaba la atención, más allá de su carita y su blusita ajustada. Pensó en las nuevas generaciones de mujeres. Lo único bueno que este país estaba produciendo últimamente. Recordó a su amigo Nicolás: Lo único bueno de la burguesía son sus mujeres. Ese aserto como que había quedado atrás, sin que eso signifique que la burguesía no continuase produciendo mujeres hermosas. Tampoco había dejado de ser cierto que eso fuese lo único bueno de ella. Pero había perdido la exclusividad. Ahora parecía que la raza había mejorado. Se había roto esa pirámide en cuya cúspide se encontraban las mujeres bellas. Había mujeres hermosas y cuerpos perfectos, en todos los ámbitos sociales. Para quebrantar a los pobres hombres la mayoría de las veces, para hacerlos felices muy pocas -pensó Óscar.
Óscar recordó que en su época las mujeres hermosas se contaban con los dedos y estaban reservadas. Para los otros. De repente, se le iluminó la mente; ya, era la ropa, el cabello. Había descubierto qué era lo que le llamaba la atención en esa chica. Por más que quisiese disimular, tenía ropas baratas, usadas hasta el cansancio aunque mantenidas con vida con mucho denuedo probablemente y un cabello que merecía mejor cuidado. Y la prueba final. Esperó a que fuese al baño para mirarla a los pies. Los zapatos siempre delatan. Estaban gastados, sucios, había tierra roja en uno de los lados, barro negro en el otro. Igual era hermosa. No quiso pensar en la ropa interior de la niña. Definitivamente ese no era su lugar. Seguro que había escapado de su arrabal. Pero el culo ese valía un fondo blanco.
Siguió mirando a su alrededor sin detener la vista ni el pensamiento en nada por un buen rato. Eso estaba aburrido. De repente sintió que una piel fresca y suave le tapaba los ojos. Se volteó sacando aquellas manos con sus manos, destapando sus ojos. Y vio aquel rostro fresco, como el alma que llevaba dentro, aquellos aros amontonados en cada oreja, docenas de trencitas, aquella sonrisa inocente y fácil, aquellos ojos claros, bellos, vivaces, tranquilizadores, que te dicen: «no todo está perdido, vivir no es tan malo, te invito a que no te suicides, aunque vos y tu vida sean una mierda, después de todo y a pesar de todo».
Nunca la había visto así. Primero porque odiaba su trabajo y todo lo relacionado con él le daba náuseas. Segundo porque ella era de esas que escondía todo debajo de esas ropas enormes, de esas blusas desteñidas a propósito, porque usaba esas horribles botas que parecían ortopédicas, porque andaba siempre jugando a ser fea. Quería probablemente diferenciarse de las tontuelas fashion que inundaban todos los espacios ciudadanos. Y ella no era ni fea ni tontuela, como lo empezaba a adivinar y lo acabaría de comprobar después. Esta noche, sin embargo, estaba algo concesiva con la estética permitiendo desentrañar algo de su belleza. Todo esto tomó por sorpresa a Óscar. Tardó en reaccionar. Un poco.
-Eh, Ceci, hola. ¿Cómo andás?
-Bien, Óscar ¿hace rato que llegaste?
-Y sí, pero no importa, me entretuve de todas maneras.
-Te presento a Edgar.
Ahí estaba Edgar, saludando a Óscar como quien saluda a un compañero del primer grado del padre, o a un tío remotísimo, que nos es presentado en un velorio.
-Hola.
-Hola.
Se sentaron todos al lado de la mesa de los boludos con camisas a rayas. Al rato, Óscar pudo escuchar que estaban hablando de autos y de centímetros cúbicos. Tomó servilletas de papel de la mesa e hizo unas bolitas con ellas y se las metió en los oídos. Enseguida llegaron Claudia y su novio Jacinto. Todos estaban riendo. Óscar tomaba y tomaba vasos de cerveza. Se comunicaba únicamente con el mozo y por señas. Éste le entendía a la perfección. Seguía mirando todos los culos femeninos que pasaban por ahí. De momentos pensaba en Ceci, y la miraba tan de soslayo que ni él se daba cuenta. Y Edgar no sentía el olor a azufre que flotaba en el ambiente.
Óscar era peligroso. Sobre todo porque se podía adivinar muy poco de él, porque hablaba lo justo, porque sabía observar y catalogar rápidamente a quienes le rodeaban. Procesaba información velozmente y siempre podía contar con que nadie se avispaba lo suficiente como para esperar algo de él. Siempre estaba como ausente, según los demás, si es que alguien se fijaba en él; pero no, estaba siempre ahí. Y era experimentado. Más sabía por viejo que por su misma condición demoníaca.
Ceci le dirigió repentinamente la palabra. Él la miró y vio esos labios rojos moverse para dar paso a esos blancos dientes y a veces a esa lengua sutil, húmeda, carnosa y lejana. Tuvo que sacarse las bolitas que se había metido en los oídos y explicar que no era por sus contertulios. Rieron todos. Ceci le repitió lo que le había dicho antes. La respuesta de Óscar se perdió junto con el ruido de la música.
Edgar era de esos tipos que juegan de duro. Empezando porque parecía vivir en un gimnasio. Buscaba siempre ostentar su físico con el estúpido recurso de usar ropa tres tallas menos que la suya. Las más de las veces, lo que estos personajes consiguen es que algún otro tipo les eche ojo. Era de esos que delante de la gente no toca, abraza, besa o toma de las manos a su mujer. Piropea en voz alta a las hembras que circulan cerca y de repente concede alguna sonrisa. Óscar se percató de eso y el olor a azufre se hizo más intenso. Edgar, sin embargo, aún seguía mirando culos anchos y ajenos. Óscar seguía bebiendo, lo que lo hacía más deletéreo. Y Edgar seguía sin percatarse del peligro.
De repente Ceci y Edgar se levantaron de la mesa, se dirigieron hacia el baño y se pusieron a hablar y gesticular interminablemente; Óscar no les prestó inmediata atención. Y siguió atisbando hacia cualquier lado. Llamó al mozo dos veces. Éste corrió presuroso en ambas ocasiones. Le explicó éste a Óscar que el otro mozo no había venido porque estaba enfermo. Estaba solo y no podía atender bien a los parroquianos. Óscar le disculpó. Le pidió entonces que le ponga más hielo en la champañera y que le traiga tres botellas de cerveza de una vez. Así se hizo.
De repente Ceci se sentó en la silla de al lado. Estiró su brazo izquierdo lleno de pulseras raras y llenó de cerveza su vaso. Se lo sorbió de un trago. Y comenzó a hablarle a Óscar. Su hermosa y vivificante sonrisa no había desaparecido, aunque se la veía algo turbada.
-¿Y tu novio?
-Se fue.
-¿Se fue?
-Se enojó parece.
-Ah.
Óscar era de hablar poco. Pero era como esos atacantes a los que uno no puede conceder un rebote en el área o en sus aledaños. Nunca dejes la pelota boyando cerca de él y cerca del arco. Se las agenciará para perforarlo, de cualquier manera. Pronto comenzó a charletear y a burlarse de quienes pasaban o estaban sentados por ahí cerca. Su auditorio reía. Hablaba y hablaba: de libros, de poetas, de teorías, de política, de historias; el viejo truco de aparentar culto, aunque en el fondo lo que a él le gustaba era el fútbol, como a cualquier hijo de vecino. Eso enloquece a las mujeres, acostumbradas a las conversaciones estúpidas y a los bobos que abundan por todos lados. Y al mismo casete de siempre. Él ya lo había comprobado. Mientras tanto, Claudia y Jacinto se besaban y tocaban. Óscar se puso a susurrar cosas al oído de Ceci, quien ora reía, ora le miraba con cara de asombro. Ceci comenzó a contarle cosas, él la escuchaba.
La noche se fue acortando y la lucidez también. Óscar y Ceci estaban bastante borrachos y reían y se pegaban el uno al otro cada vez más. Óscar no se sentía tan bien hacía mucho tiempo. Claudia y Jacinto estaban tan calientes que decidieron irse. Óscar y Ceci estaban tan calientes que decidieron quedarse y calentarse más. Más cerveza, más se acercarían ambos, unidos por el despecho que compartían. Óscar recordó que alguien había escrito alguna vez: «en el amor, el hombre y la mujer son dos resentidos contra un ex-amor».
Comenzó a clarear. Fueron echados amablemente por Simón, el mozo que trabajó solo toda la noche. Subieron al auto. Ya era de mañana. Vagaron por ahí buscando más cerveza. El coreano le miró extrañado a Óscar cuando escuchó el pedido. Éste volvió al auto y entregó a Ceci la bolsa con seis latas, y ella le devolvió su hermosa sonrisa. Y a ella no le molestaba el olor a azufre, aunque se estaba ahogando en él.
Vagaron y vagaron hasta aniquilar las seis latas. La luz de la mañana les hería a esas alturas.
-No quiero ir a casa -dijo ella.
-Bueno.
Ya estaban abriendo la puerta del departamento de él. Siguieron bebiendo aunque en la heladera no había ni una puta cerveza. La botella de vodka pronto yació exangüe en el basurero. Hablaron por horas. Llegaron a la mitad de una botella de whisky y ella se dormía en la alfombra. Él la contemplaba enternecido, cosa que no le sucedía hacía mucho tiempo. Y luego, envuelta en azufre, ella durmió...
Óscar la contempló por un buen rato. Sentía algo. Y eso es bueno -se dijo-. Después de un rato, optó también por ir a dormir. Se dirigió con paso vacilante hacia su dormitorio. No tardó en cerrar sus ojos.
Estaba atardeciendo, cuando Óscar sintió que la cama se estremecía. Ella se había arrojado desde la puerta y por poco echa a Óscar al suelo. Ahora estaba ahí, sonriente de nuevo, tirada a su lado. Se abrazaron sin decir palabra, y los besos no tardaron en llegar, aunque tardaron en irse. Prendieron el televisor.
-Quiero ver videoclips -dijo ella-, poné MTV.
-Bueno.
Parecían Beavis & Butthead burlándose de los estúpidos videoclips que se sucedían ante sus ojos. Luego él le preguntó si le había avisado a alguien acerca de su paradero.
-Sí. Le llamé a mamá y le dije que estaba en lo de Claudia.
-¿Y te creyó?
-Sí, siempre me quedo a dormir en lo de Claudia.
-Bien, entonces.
Apagaron el televisor y comenzaron a dar vueltas y vueltas en la cama, agarrados como animales en celo. Él le desprendió la camisola para sorprenderse gratamente, para comenzar a temblar ante aquello que inundó sus ojos y que era hermoso, y eso que no había visto todo. Le desprendió el corpiño y comenzó a besar y morder alternativa y desesperadamente aquellos pechos preciosos, duros y prestados. Bajó sus manos y su boca humedeciendo tanta piel como podía mientras ella emitía ininteligibles pero inequívocos sonidos; la pollera voló y quedó suspendida en el picaporte. Ella estaba hermosa con su bombachita blanca, sus botas tipo militar y tatuaje alrededor del ombligo como única prenda. La puso de espaldas suavemente y levantó ambos torsos. Miraban ambos sus cuerpos mojados en el espejo de la pared, mientras él la volteaba de nuevo para luego volver a bajar su lengua y su boca hasta que ella huyó del espejo y le miró implorándole que no.
-Basta, Óscar.
-Sí, bebé.
Volvieron al televisor, hablaron toda la noche, se apretujaron y sudaron mucho más.
-Es tarde -dijo ella-, llevame a casa.
-Sí.
Ella se vestía mientras Óscar despachaba un cigarrillo y terminaba su vaso de whisky. No hicieron el amor. Esa noche. Una semana después se encontraron de nuevo -como era lógico y como estaba escrito en el cielo que debía ser- en algún lugar y bebieron por horas. Luego ella le volvió a decir: «no me quiero ir a casa». Fueron a la casa de él e hicieron el amor durante todo aquel día. Ella se levantó de la cama únicamente para tomar el teléfono y decir a su mamá: me quedo en lo de Claudia y voy a estar ahí todo el día. La madre sintió un olor raro a través del teléfono, como azufre, pero no le dio importancia:
-¿Qué le digo a Edgar?
-Que no venga, que estoy estudiando.
-Portate bien mi hija.
-Sí, mamá.
Edgar nunca supo que Lucifer estaba cerca. Es que casi siempre es difícil adivinar su presencia ¿Cómo saberlo si Él es el maestro de los disfraces? Puede estar oculto en ese estúpido gordito, en ese tipo de camisa a rayas verticales y pantalón de vestir, en ese mejor amigo, en ese vecino que nunca se baña, en ese que te corta el pasto, en ese imbécil compañero de trabajo de la novia a quien uno saluda..., porque no tiene más remedio que hacerlo. Por eso no es bueno dejar plantada a la mujer de uno por ahí. Nunca. Aunque se lo merezca. Luzbel siempre anda rondando. Siempre.
TODO UN LUNES
Habíamos quedado con los perros en encontrarnos para sorber unas copas a eso de las 11:30 p. m. Cosa de los nuevos tiempos. Últimamente se hacía imposible contar con alguien antes de esa hora, hombre o mujer. Menos mal porque me había destruido la noche anterior en una innecesaria y reincidente maratón. Lleva tiempo y muchas fuerzas yerar, sobre todo cuando uno no tiene quince años. Como de costumbre, me había hecho la promesa de suspender para siempre ese tipo de actividades poco edificantes. Pero aquí estaba otra vez, derrotado por algo que era siempre más fuerte que uno.
Aunque estábamos en pleno noviembre, la noche estaba fresca, agradable y, si bien ese sempiterno calor agobiante e infernal al que fuimos condenados al nacer en estas latitudes parecía estar a la vuelta de la esquina esperando para envolvernos con su manto nefasto, por el momento se podía vivir, para después morir. Si hay algo en lo que no se puede depositar mucha confianza por aquí es en la brisa fresca y traidora. Me dispuse a no preocuparme por el clima ni por nada que pudiera turbarme. Nada iba a cambiar porque unos beodos se lamentaran acerca de todas esas cosas que a esta altura parecían inconmovibles. La política era ya así y los políticos eran aún peor, los ricos no iban a soltar nada, los latifundistas iban a seguir acaparando todo lo que pudiesen, los coimeros iban a seguir mordiendo, los burros ocuparían los más altos cargos, este país seguiría avanzando con entusiasmo digno de mejor causa hacia el cuarto mundo, los pobres no iban a ser redimidos nunca ya. Qué asco. O qué asco yo.
El mozo aún no se presentaba y yo hacía cinco minutos que ya estaba sentado en mi mesa con vista a la entrada del local. Creo que una vez más llegué temprano. Mis socios no aparecían, así que opté por sentarme a la barra. En una ciudad con tan pocas opciones este antro siempre ofrecía la posibilidad de encontrar a alguno/a que otro/a con quien socializar y, lo más importante, estaba abierto todos los días, cosa que con la crisis instalada hacía ya un buen tiempo era algo raro. Últimamente, todo se abría a mitad de semana, cuando mucho y sólo los fines de semana, en la mayoría de los casos. Obviamente me estoy refiriendo a lugares que no son restaurantes ni copetines, aunque por acá se llaman bares a los lugares en donde sirven empanadas y croquetas. Para mí, y creo estar en lo correcto, bar es un lugar donde uno se encuentra con amigotes, habla de boludeces (con excepción de los bares frecuentados por intelectuosos y otras especies afines), toma un trago, si es posible se emborracha, mira buenos culos, y si tiene suerte se levanta una hembra. También es bueno recalcar que algunas tipas van a levantar tipos y que se dan otros tipos de levantes menos aceptados socialmente. Bar no es aquel lugar en donde uno ni bien entra es azotado por el hedor a fritanga, y donde las empanadas, si el bar es de cuarta, son servidas con unas cuantas servilletas de papel de envolver usado en las ferreterías, cortadas por el mozo, a veces en la cara de uno.
Hablaba de este antro. Me gustaba porque siempre estaba abierto y me permitía escapar del insomnio y del ostracismo al que hacía rato me habían condenado las mujeres. Me aburría sí un poco que el dueño no invirtiera casi nada en renovar sus discos. Lo que para algunos era su atractivo, a mí ya me tenía harto. Sí, se habían quedado anclados en Pink Floyd y otras cosas setenteras. Le rogué al D. J. que por favor no pase esa noche nada de lo habitual y de paso le mencioné que la industria del disco seguía existiendo y facturando. Podían comprar alguna que otra cosa nueva. «¿Verdad?» -le dije-. El tipo sólo sonrió. Su rostro delataba que no tenía intenciones de complacerme, y probablemente tampoco cómo.
Yo seguía siendo el único adelantado. Los vagos y las vagas que nunca desaparecen, iban llegando poco a poco. Al día siguiente era lunes. Me pregunté si algunos de éstos y éstas tenían algún empleo decente. O si tenían alguno, como yo, por desgracia.
Llegó Emilio en primer lugar. Me pecheó un cigarrillo ni bien se sentó. Le pregunté si los cigarrillos ajenos sabían mejor o algo así, pues eran sus preferidos. Ni se inmutó, como todo pechero profesional.
-Vamos a alguna mesa. Todavía hay lugar -me dijo levantándose.
-Ok, vamos.
-No vienen los perros. O creen que es sábado o ya están demasiado en onda -me dijo mientras nos sentábamos.
-Están en onda.
-Sí, yo soy el que no estoy en onda marcando tarjeta a las 7 de la mañana, ¿quién puta habrá inventado el trabajo?
-Me decís a mí como si fuera que yo vivo de renta. Renunciá boludo, te estás plagueando al santo pedo. Yo, por mi parte, cuando gane la lotería canadiense voy a renunciar y le voy a meter una patada en el culo a mi jefe. Mientras tanto, me las aguanto.
-Qué genio...
-¿La viste a Nina?
-¿Nina?
-Sí. Nina Tragasables.
-¡Nina Tragasables!
-Está allá hablando con aquel de colita y remera negra, en la entrada.
-¿Ella con uno de colita y de remera negra?
-Sí...
-No te engañes, hombre. Lo conozco al personaje ese. Se hace nomás del alternativo el tipo, en realidad se muere por salir en esas páginas boludas de los diarios con su sonrisa de estúpido, tiene todos los discos de Ricky Martin, no se pierde un rally, cuando cambia de carro gasta una fortuna en buscahuellas, cintitas decorativas y todas esas pavadas, y para terminar, juega carrera en la Autopista.
-¿Y de dónde Nina se levantó a este tipo? Pensé que ya estaba retirada.
-Ya ves, sigue vigente.
-¿Y de dónde saca la guita el boludo? No le veo trabajando doce horas en una financiera.
-Para empezar, si trabajara en una financiera, no tendría plata para tirar. El viejo trabaja en la Aduana, está cagado en guita y este vago se dedica a reventar lo que el viejo roba. Y ahora se está haciendo esquilmar por Nina. Fijate en el tipo, todo bronceadito. Mientras tu jefe te está controlando cuánto tiempo estás en el baño cagando, este tipo está tomando sol con alguna banda.
Fijate lo que están tomando. No es precisamente un casco azul lo que destaparon en esa mesa.
-Con nuestra plata.
-Encima eso.
-¡Hee! -me dijo Emilio mientras miraba un culo a través del casco azul casi vacío en nuestra mesa-. Hija de puta, esta sí que le saca el jugo a lo que tiene. Pensé que se había secado, pero sigue, mojándose y mojando.
-¡Buenas! ¿Puedo?
-Roberto, por fin te desmarcaste viejo -le señaló acertadamente Emilio.
-Sí, cada vez se hace más difícil esto de huir de la bruja -suspiró el inquirido mientras vaciaba lo poco que quedaba del casco.
-Estábamos hablando de Nina -dije.
-Nina, Nina... -balbució Roberto mientras se rebuscaba con qué prender su cigarrillo.
-Nina Tragasables -le aclaró Emilio.
-¡Nina Tragasables! ¿Dónde está?
-Está allá -le dijimos con Emilio al unísono, indicando la mesita redonda pegada a la pantalla gigante, donde se veía a una señorita con el pelo muy corto y a un tipo con colita vistiendo una remera negra que tenía estampado un rostro barbudo coronado con una boina militar con una estrella en el medio. Roberto no pudo contener la risa y le explicamos por qué todo ese cuadro era un engaño. Inmediatamente requerí con la prontitud pertinente dos cascos azules más para así empezar a reprimir en serio nuestra sed.
Miré de nuevo a mi alrededor. El local estaba quedando pequeño. Tuvimos que pelear con una tipa que quería llevar las sillas que estaban aguardando a Luis y Marcos, quienes aún no llegaban. El público era variopinto aunque predominaba entre la concurrencia cierta tendencia a un decadentismo difuso, si es que tal cosa existe y yo supiera qué significaba. La gente entraba y salía de este salón exhausto de humo una y otra vez repitiendo un ejercicio que no podía comprender del todo. A veces alguien se levantaba y había una pequeña trifulca por el o los lugares vacíos que quedaban. Todos se miraban unos a otros y los que traspasaban el umbral eran radiografiados indisimulada y descaradamente, hasta que podían finalmente refugiarse en algún agujero y huir de ese maldito hábito de escrutar sin recato ninguno a los recién llegados. Tan grosera era la práctica esa que muchas veces uno quería ir y preguntar a los escrutadores de siempre qué carajo querían. Otra costumbre de nuestro subdesarrollo, pensé, como escupir, mear y tirar basura en cualquier lado.
Mientras, Luis y Marcos se acercaban también con cara de haber hecho un esfuerzo muy grande para poder estar ahí, para apenas tener el placer de tomar unos tragos. No cuesta mucho hacer felices a los hombres, me dije, algo que muchas mujeres no comprenderán nunca, aunque sea cierto que corren riesgos siendo permisivas, comprensivas y magnánimas. Ni bien se sentaron les dije a estos dos señores que se relajen porque ya había pasado todo. Les costó un poco, después de dos fondos blancos la cosa mejoró y Luis ya dejó de tener cara de que iba a ponerse a llorar. Suspiró. Marcos, por su parte, necesitó otro fondo blanco para estar mejor.
Emilio era separado; había llegado a ese estado por problemas de inicial incompatibilidad de caracteres que luego degeneraron en un odio atroz a su esposa. Llegó un momento en el que para él era más agradable tomar un café con un torturador o tereré con un cambista antes que mirar a María -que así se llamaba ella-; finalmente terminaron acrecentando el patrimonio de un abogado que hacía divorcios en cuatro cuotas a precio de contado.
Roberto estaba todavía casado. No parecía irle tan mal, pero no podía ya sobrevivir sin escaparse por lo menos una vez a la semana a tomar aunque sea un vaso de caña con el gomero de la esquina de su casa. Ya exhibía en su rostro el desgaste de la vida, de esa vida.
Luis y Marcos ya habían asumido oficialmente una doble vida y todos los kilombos que eso genera. Se les notaba también. La historia de Luis yo la conocía muy bien, pues desde cierto tiempo atrás me había elegido para desahogarse. Se había convertido en un putañero. Últimamente ya ni siquiera existía para él la posibilidad de seducir a una mujer, o por lo menos cortejarla, sino que -directamente- preguntaba: «¿Cuánto?»; no quería saber nada de rodeos, pagaba y basta. No quería siquiera cruzar palabras con mujer alguna. A veces era cash, a veces obsequiaba algún vaquero Guess falsificado, algún perfume, o se metía con alguna que le hacía pagar la luz, el celular, o alguna que otra cosa. Era uno de los sostenedores de ese sorprendente mundo de la prostitución soterrada que de un tiempo a esta parte había adquirido proporciones increíbles. Conocés a una, y ésta te conecta con aquella, y ésta con otra, conocés al poco tiempo a todo el plantel, titulares y suplentes, luego te vas a una fiestita, después a otra, siempre oblando, por supuesto.
Luis podía testificar haber visto a mujeres que uno ni siquiera imaginaba. Pertenecían a ese difuso mundo que pendula entre nuestra seudo-farándula, el modelaje de distinto jaez, el show business y nuestro penoso y grotesco remedo de jet set bananero. Algunas de ellas, las peores, las más caras y descaradas, las starlets, pueblan las páginas de sociales, aparecen en tapas de revistas diciendo —68→ estupideces, otras están casadas con tipos importantes, otras hasta tienen programas de televisión o son invitadas de otros programas como si fueran grandes personalidades, y el único mérito que tienen es tener un hermoso y siliconoso trasero. Y son putas, venden el culo por plata y son endiosadas por los medios impúdicamente. Y cogen con milicos, con jueces, con ministros. Son exquisitas, chupan whisky caro -con Coca Cola estas brutas-, champagney exigen los albergues más caros. Todo es cuestión de entrar en el circuito y empezar a sacar el dinero de algún lado para mantenerlas a ellas, a sus gustos y a veces hasta a sus machos, porque como toda puta, tienen algún tipo que les vive y a quien no cobran.
Sí, son estrellas, y nadie ignora que son putas. Que, es un oficio digno... el de ser puta, digo... cuando se lo ejerce para comer o dar de comer a algún crío o cuando es la única oferta laboral de la que se puede echar mano.
A Luis estas banditas y estas modelitos le estaban llevando a la quiebra económica y a un proceso de desertificación moral bastante lastimoso. Chupaba el santo día para bancarse toda esta situación, conseguía dinero por cualquier medio. Y, a veces, sus hijos no iban a la escuela porque les faltaban unas monedas para el pasaje. Era difícil no ser duro con él, aunque a veces me preguntaba quién puta era yo para juzgarlo a él, o a cualquiera. Más de una vez también uno se habrá sentido tentado de atisbar ese gineceo, de ser parte de ese mundillo de placeres y de ligarse alguna que otra de estas hembras espectaculares. Es difícil huir de la degradación, de cierto tipo de degradación. Porque uno se degrada, sin siquiera luchar muchas veces, o sin siquiera saberlo.
El mismísimo Luis me sacó de mis pensamientos.
-Metele un fondo blanco -me dijo sonriendo.
-Y sí -pensé.
El tipo de colita y remera negra estaba acomodando la segunda botella de champagne, mientras la gente seguía circulando frenéticamente por el salón del bar. Después de depositar mi vaso vacío en la mesa, nuevamente me dejé envolver por mis divagues. Y me puse a pensar otra vez en todas esas pendejas que componían esta nueva generación de golfas. No es que nunca haya habido putas de todas las calañas, pero esta eclosión era algo diferente, e inédita, al menos por estos parajes. Son -pensé- parte de un importante proceso de transformación al interior de la industria de la prostitución. En otros tiempos, estaban las putas de la calle y aquellas pendejitas venidas del interior, necesitadas de algunos pesos para sobrevivir a costa de quienes podían darles de comer o comprarles alguna bombacha. Ahora hay una diversidad que no respeta ni siquiera clases sociales. Uno encuentra mujeres dispuestas a ser contratadas en las universidades, en las agencias de modelaje, en la televisión, en los clubes finos, en las oficinas públicas y privadas. Y muchas ni siquiera parecen ser lo que son. ¿Dónde estaba la explicación? ¿Era esto parte del proceso de recomposición del sistema capitalista posindustrial? ¿Se debía esto a la globalización? ¿Era la consecuencia de la modernización de vidriera de algunas republiquetas? ¿De una desvergüenza incontrolable? ¿Del proceso de urbanización? ¿De la revolución científico-tecnológica? ¿De nuestro consumismo irrefrenable y enfermizo? ¿De la descomposición del tejido moral de la nación? ¿De un simple aumento geométrico de la oferta y de la demanda de este tipo de servicios? ¿De un neohedonismo no censurable? ¿De la cantidad inconmensurable de dinero sucio que circula por todos lados? Vaya uno a saber.
De repente, Luis volvió a sacarme de mis divagues.
-¿Se acuerdan de Antonio, el tipo ese que trabajaba en esa agencia de publicidad que queda enfrente a mi oficina? Antonio, alias «El Tierno»...
-Sí- dijimos todos al unísono.
-Si supieran... -dijo Luis mientras disparaba una bocanada que se perdía irremisiblemente en la pesada atmósfera del salón.
Todos lo miramos expectantes, pues por primera vez en la noche algo concitaba nuestra extraviada atención.
-Un tipo muy interesante. Todo un personaje... -musitó con voz entrecortada por la constante expulsión de bocanadas multiformes. Luego tomó el vaso y con un largo trago hizo desaparecer el contenido restante.
-¿Y? -le imploramos todos de nuevo al unísono. Luis se tomó nuevamente su tiempo para hacer uso de la palabra.
-Es toda una historia -dijo acrecentando nuestra impaciencia-, este personaje es digno de una novela.
-Contá de una vez y dejá de decir boludeces -le espetó Marcos sacándole el vaso de la mano. Mientras tanto el mozo se notificó por señas de que debía depositar dos botellas más en nuestra sudorosa champañera sin champagne.
-El tipo siempre fue famoso por especular esposas y novias ajenas. En eso era un maestro.
-¿Era?
-No sean impacientes, jóvenes. Ya continúo. «El Tierno» vivía siempre pescando la menor ocasión de la que pudiera sacar provecho de la ingenuidad femenina. Yo lo vi actuar una vez. Se ubicaba siempre cerca de la víctima elegida. A partir de ahí, era cuestión de esperar el momento. Era una cena. Se sentó al lado de la dama casada, como correspondía. Ni bien el marido se fue al baño comenzó a disparar:
-«Bebé, qué te hiciste en el pelo, te queda divino».
-«Qué me voy a hacer nada, está igual que siempre, nada que ver lo que decís».
-«Te juro que tenés algo diferente, te ves súper bien, súper linda».
-«Bueno, en realidad tengo unos claritos acá, pero casi nada y además este rodete no suelo usar».
-«Viste, te dije que había algo diferente, y no es que no estés siempre linda, sino que ahora hay algo que realza, no sé, tus ojos, tu sonrisa...».
-«Ay, gracias, pero vos estás mal, en serio te digo...».
-«Nadie puede estar mal contigo; cuando vos estás cerca, el sol sale, la lluvia se detiene, las flores despliegan sus pétalos, la cerveza se enfría, el mar se endulza, la espuma perdura, los impotentes tienen erecciones, la maldad se desvanece...».
-El tipo es un maestro -retomó Luis-. Fíjense que cuando habla de «erecciones», introduce como quien no quiere la cosa el tema sexual y entra en confianza rápidamente, preparando su estocada. Ya después le va a decir que tiene un lindo culo y qué sé yo más. El tipo sabía ocultar detrás de una supuesta galantería su lascivia incontenible. Yo les dije que lo estuve observando en la noche de marras. Esa vez, después de todo su palabrerío meloso, ella lo miraba y sonreía, y él le hacía ojitos y le sacaba la punta de la lengua. Seguramente después se la cogió. «El Tierno» siempre actuó así, y no es imposible creer que se cogió 123 esposas y 47 novias, según me contaron. Hasta que cometió un error.
-¿Un error? -(todos).
-Sí, comenzó a echarle ojo a la esposa de su mejor amigo. No sólo eso, sino que además de levantarse a la fulana, se metió a fondo con ella ¡y saltó todo, mis amigos! La mujer dejó a su marido y se fue a vivir con él. Y el tipo era su mejor amigo, eh..., pero el asunto se le escapó de las manos y al formalizar la cuestión fue demonizado por todo el mundo y no lo saludaba ni su mamá. Lo condenaron irremisiblemente, se convirtió en un paria social. Pero eso no fue todo.
-¿No fue todo? -(todos).
-No. Su jefe era amigo del marido y lo echó del trabajo. Con lo que este tipo le indemnizó se empezó a dedicar a la usura y a negocios raros. Al poco tiempo tenía una ristra de querellas por estafa y anduvo prófugo por un tiempo. Para más nadie quiso esconderlo ni ayudarlo. Desesperado, menesteroso, rotoso y oloroso, se entregó un día a la policía. Ah, un tiempo antes la esposa de su amigo lo había dejado. Pero aquí no termina la cosa.
-¿Hijo de puta, qué más le puede pasar a alguien? -dijo sobrecogido Emilio, mientras todos forcejeábamos por la botella que quedaba sin vaciar. Y se prendieron cuatro cigarrillos al mismo tiempo. En eso entraron dos mujeres ataviadas de manera bastante interesante, o mejor bastante desataviadas, pero nadie las miró por más de un segundo. Fijamos todos la vista en Luis.
-Te estás olvidando de algo muy importante, chico -le replicó Luis a Emilio, quien evidentemente no sabía que siempre podrá haber una desgracia más aguardando mientras uno no abandone este mundo-: ir a la cárcel -finalizó con mirada extraviada, al tiempo que sus bocanadas se abrazaban con otras bocanadas y desaparecían para siempre.
Nadie emitió sonido alguno, y el mozo recibió la orden de suspender el pedido de cervezas y reemplazarlas por whiskys dobles. Luis continuó:
-Voy a obviar muchos aspectos de su estadía en la cárcel, aunque es importante decir que al llegar lo tiraron en uno de esos pabellones de criminales de la peor ralea porque no tenía con qué solventar una estadía en un lugar un poco más acogedor que ese pabellón de asesinos y violadores donde fue a parar. El primer día le quitaron su colchón, sus pantalones, su champión, le obligaron a hacer un asado con los pocos guaraníes que tenía y lo pusieron a lavar y planchar las ropas de todo el pabellón. Pero «El Tierno» era un tipo talentoso y de muchos recursos, un tipo que no se arredra, así que muy pronto comenzó a hacer contactos y se reintrodujo en un mundo que él conocía muy bien: el de la usura. Abandonó rápido ese pabellón infernal con su cambio de situación económica; pero muy poco le duró la felicidad, pues de ahí nacieron otra vez sus problemas. Sin contar con la infraestructura ni los contactos suficientes, se puso a financiar actividades muy jodidas dentro del penal. Se metió en patios ajenos y un día lo agarraron entre cuatro querubines y lo estaban ablandando a patadas antes de agujerearlo cuando aparecieron unos guardias que lo salvaron de una muerte segura. Pero quedó más muerto que vivo. Ahora está internado en el hospital del penal, con un riñón caído, el hígado machucado y ahora no lo visita ni el capellán penitenciario. Dicen que es un castigo divino -sentenció solemne Luis mientras lanzaba la milésima bocanada de humo y se acababa de un trago su whisky doble, puro.
Por varios minutos, todos permanecimos silenciosos mientras vino a mi mente un caso bastante similar, el de Hugo, un individuo que desarrolló una insana afición por las hijas adolescentes de sus amigos. Este personaje se dedica a perseguir inocentes y no tan inocentes niñas hasta llevarlas a la cama. Utiliza como base de operaciones un club deportivo donde organiza campamentos, torneos de tenis y cosas parecidas para desarrollar sus actividades cuasidelictivas. Después de entrar en confianza con el pretexto del deporte y el sano esparcimiento, las invita a pasear en su lancha y así va creando las condiciones propicias para su deleznable quehacer. Lo curioso del caso es que una vez fue descubierto por uno de sus amigos, y éste fue y lo acusó ante su esposa, pero ésta lo sacó a patadas al pobre denunciante. Increíble, dirá uno. El pobre tipo se quedó perplejo hasta que averiguó que la esposa también estaba en lo suyo: levantar jóvenes hijos de sus amigos. Con razón que era un matrimonio tan bien avenido, la pareja perfecta, fue el comentario generalizado.
Me pregunté qué castigo esperaba a Hugo, si es que debíamos tener por cierta la teoría expiatoria de Luis. Después conté el caso y mis contertulios hicieron aún más ominoso el silencio ya previamente instalado. Mientras tanto, la gente seguía entrando y saliendo y Jim Morrison parecía sonreírnos desde la pared. Como nadie hablaba, no tuvimos más remedio que levantarnos y trastabillar hasta la salida. Todos seguían serios y eso que ninguno tenía una hija adolescente. Emilio me pecheó un cigarrillo otra vez y me juró que era la última vez en su vida. La fresca brisa había desaparecido y sequé el sudor de mi frente. Eran apenas las tres y cuarenta de la mañana. Todo un lunes.
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