Félix Fernández —nacido el 18 de mayo de 1899 en la compañía Jaguarete Pytâ, de Itauguá y fallecido en Asunción el 13 de setiembre de 1984—, decidió viajar a Buenos Aires. Pudo haber sido en 1930 ó 31. Para que sus ahorros le rindieran más, viajó en Tercera, sacando pasaje de ida y vuelta en el barco.
En La Boca se hospedó en la pensión de una paraguaya a la que, puntillosamente, le pagaba al término de cada día.
En el suplemento dominical de La Tribuna del 3 de noviembre de 1968 —reproducida in extenso por la revista digital Fa Re Mi, en Internet—, Félix cuenta que se estaba quedando sin dinero.
Antes de retornar, salió de su hospedaje y empezó a caminar por la calle Rivadavia. Ni siquiera había desayunado porque su economía ya era de abstinencia. Caminó una eternidad y al llegar a uno de los extremos de Buenos Aires se le ocurrió que debía escribir una obra en ese lugar.
“Me senté sobre un tronco y allí escribí Ñane aramboha. Puse el escrito en mi bolsillo y más o menos a las 7 de la tarde me encontré de regreso a la capital federal. Cuando llegué al centro —sin comer nada aún—, me encontré con Emilio Bobadilla Cáceres”, contaba el poeta y músico en aquella entrevista.
—Mba’éiko la iporâmíva rehejátava oréve (Qué obra nos vas a dejar)—, le preguntó Emilio.
—Casualmente ape areko che bolsíllope peteî iporâ regularmíva (Tengo en mi bolsillo, casualmente, una que les puede gustar)—, le contestó. Y le mostró el poema. Había imaginado una escena en la que más que un hombre y una mujer, la protagonista era la almohada. En torno a ella gira el recuerdo de un romance trunco. Ana de Jesús es el nombre de la amada que se fue. “Vino a mi mente como a la de un agonizante que ya no sabía lo que decía. Yo estaba sin comer y cualquier nombre era sustancioso”, explicaba con relación al nombre de ella.
Bobadilla Cáceres quedó boquiabierto al terminar de leer la obra que su amigo le acababa de exhibir. Le invitó luego a entrar a un bar Fernández disimuló su hambre. El café con leche que tomó apenas sirvió para que su estómago le recordara lo deshabitado que estaba. Lo que le alentó fue que Emilio le dijo que una casa grabadora podía comprar la obra.
Esa misma noche Bobadilla Cáceres le puso música a la letra. Al día siguiente, con el aporte de Agustín Barboza, la composición quedó lista. Los tres se dirigieron, entonces, al sello Víctor. Ofrecieron su mercancía. No había interés allí.
En Odeón la suerte les sonrió. Al administrador de la empresa le gustó lo que escuchó y trajo un contrato para firmar. “Había sido que la propuesta era que yo vendiera mis derechos de autor. Yo ya no sabía qué era lo que iba a vender. Anteayer yo había cenado y estábamos a miércoles. Hay que tener en cuenta eso, y lejos de mi casa”. Al 4 firmar, recibió 350 pesos argentinos.
Félix no cuenta, pero parte de ese dinero le tuvo que haber repartido entre sus coautores. Lo cierto es que con esa plata pudo recuperar el terreno perdido en cuanto a la alimentación.
Al día siguiente retornó a Asunción. La guarania Ñane aramboha le había sacado de un apuro y quedaba en Buenos Aires para iniciar su propia historia, ya ajena a sus autores.
Fuente: entrevista a Félix Fernández publicada por el diario