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NICOLÁS DEL TECHO

  HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY LA COMPAÑÍA DE JESÚS - V (NICOLÁS DEL TECHO)


HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY  LA COMPAÑÍA DE JESÚS - V (NICOLÁS DEL TECHO)

HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY

DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Volumen V

Autor: NICOLÁS DEL TECHO

 

Editorial: A. de Uribe y Compañía

Año: 1897

 

Versión digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY



TOMO QUINTO


(Tomo V) LIBRO DUODÉCIMO (141 kb.)

(Tomo V) LIBRO DECIMOTERCERO (101 kb.)

(Tomo V) LIBRO DECIMOCUARTO (77 kb.)


CONTENIDO DEL TOMO QUINTO

LIBRO DUODÉCIMO

CAPÍTULO PRIMERO.– Vida y virtudes de los PP. César Gracián y Blas Gutiérrez.
CAPÍTULO II.– Congregación provincial que se celebró en la ciudad de Córdoba.
CAPÍTULO III.– Últimos años del P. Antonio Ruiz.
CAPÍTULO IV.– Virtudes y hechos memorables del P. Antonio Ruiz.
CAPÍTULO V.– Destrucción del pueblo de San Joaquín.
CAPÍTULO VI.– Asaltan los mamelucos la reducción de Santa Teresa.
CAPÍTULO VII.– Desórdenes que hubo en la provincia del Tape.
CAPÍTULO VIII.– Refiérense varios sucesos del Uruguay.
CAPÍTULO IX.– Muere el P. Nicolás Henard; sus alabanzas.
CAPÍTULO X.– Algunos hechos de los jesuitas de Córdoba en el Tucumán (1638).
CAPÍTULO XI.– Varias excursiones que se hicieron por el Tucumán (1635).
CAPÍTULO XII.– Fúndase una reducción en el país de los ocloyas.
CAPÍTULO XIII.– Destruyen los mamelucos las reducciones de San Carlos y de los Apóstoles San Pedro y San Pablo.
CAPÍTULO XIV.– Los indios abandonan sus pueblos, después de pelear contra los mamelucos.
CAPÍTULO XV.– Vicisitudes de la guerra, y emigración de los neófitos de San Nicolás á la orilla citerior del Uruguay.
CAPÍTULO XVI.– Son derrotados los mamelucos por los neófitos.
CAPÍTULO XVII.– Comienzan á emigrar los neófitos del Tape.
CAPÍTULO XVIII.– Continúa la emigración de los neófitos del Tape.
CAPÍTULO XIX.– Trabajos que pasaron los emigrantes.
CAPÍTULO XX.– Concédense á los neófitos armas de fuego.
CAPÍTULO XXI. – Después de la emigración, los misioneros recorren el campo en busca de los indios que andaban fugitivos.
CAPÍTULO XXII.– Entrada que se hizo á los pueblos gentiles del Paraná.
CAPÍTULO XXIII.– Los de Itatín son afligidos con varias calamidades.
CAPÍTULO XXIV.– Los jesuitas recorren fructuosamente el Tucumán.
CAPÍTULO XXV.– La reducción fundada en el país de los ocloyas es entregada á los franciscanos.
CAPÍTULO XXVI.– Los PP. Gaspar Osorio y Antonio Ripario van á la provincia del Chaco.
CAPÍTULO XXVII.– Muerte de los PP. Gaspar Osorio y Antonio Ripario.
CAPÍTULO XXVIII.– Hechos memorables del P. Gaspar Osorio.
CAPÍTULO XXIX.– Vida del P. Antonio Ripario.
CAPÍTULO XXX.– Virtudes de los PP. Juan Cereceda y Gonzalo Juste.
CAPÍTULO XXXI.– El P. Diego de Alfaro es muerto por los mamelucos.
CAPÍTULO XXXII.– Vida del P. Diego de Alfaro.
CAPÍTULO XXXIII.– El P. Claudio Ruyer, sucesor del P. Alfaro, procura la conversión de los indios caracarás.
CAPÍTULO XXXIV. – Refiérense varios sucesos ocurridos en la Asunción.
CAPÍTULO XXXV.– El P. Boroa visita la provincia de Itatín.
CAPÍTULO XXXVI.– Entrada que se hizo al Tape (año 1640).
CAPÍTULO XXXVII.– Expédición que se hizo á Livi.
CAPÍTULO XXXVIII.– Explórase la región superior del Uruguay.
CAPÍTULO XXXIX. – De la guerra calchaquí.
CAPÍTULO XL.– Varios sucesos ocurridos en el Paraná y el Uruguay.
CAPÍTULO XLI.– Es Procurador el P. Francisco Díaz Taño.
CAPÍTULO XLII.– Alborotos que hubo en Río Janeiro.
CAPÍTULO XLIII.– Alteróse el orden en la ciudad de San Pablo.
CAPÍTULO XLIV.– Alabanzas de quienes defendieron á los indios.
CAPÍTULO XLV.– Llegan á Buenos Aires el P. Francisco Díaz Taño y sus compañeros de viaje.

LIBRO DÉCIMOTERCERO

CAPÍTULO PRIMERO.– El P. Francisco Lupercio visita la provincia del Paraguay (año 1641).
CAPÍTULO II.– Lo que llevaron á cabo los misioneros en el Tucumán.
CAPÍTULO III.– La Compañía vuelve á establecerse en el valle de Calchaquí.
CAPÍTULO IV.– Yendo los misioneros de camino á los abipones, predican á los mataraes.
CAPÍTULO V.– Expedición á los abipones.
CAPÍTULO VI.– Costumbres de los abipones.
CAPÍTULO VII.– Los mamelucos son derrotados por los neófitos.
CAPÍTULO VIII.– Lo que sucedió después de la batalla.
CAPÍTULO IX.– Dos muchachas cautivas huyen de los mamelucos.
CAPÍTULO X.– Recobran su libertad muchos cautivos.
CAPÍTULO XI.– El P. Francisco Lupercio visita el Paraná y el Uruguay.
CAPÍTULO XII.– Provechosa excursión que se hizo desde Córdoba.
CAPÍTULO XIII.– Expediciones de los jesuitas de Estero.
CAPÍTULO XIV.– Muere El P. Horacio Morelli; sus alabanzas.
CAPÍTULO XV.– Hechos que tuvieron lugar en varios Colegios.
CAPÍTULO XVI.– Conmemórase por los neófitos el primer centenario de la Compañía.
CAPÍTULO XVII.– Feliz muerte de dos cónyuges.
CAPÍTULO XVIII.– Dos muchachas huyen de la cautividad de los mamelucos.
CAPÍTULO XIX.– Son castigados los vejadores de los neófitos.
CAPÍTULO XX.– Vida del P. Alonso Nieto de Herrera.
CAPÍTULO XXI.– Lo que se hizo en el Colegio de Córdoba.
CAPÍTULO XXII.– Vida y misiones del Padre Juan Díaz de Ocaña.
CAPÍTULO XXIII.– Inténtase en vano entrar á la provincia del Chaco.
CAPÍTULO XXIV.– Cosas memorables que sucedieron en el valle de Calchaquí.
CAPÍTULO XXV.– Vida y muerte del P. Pedro Marqués.
CAPÍTULO XXVI.– Cosas que sucedieron en el Uruguay.
CAPÍTULO XXVII.– El Provincial Francisco Lupercio visita la región de Itatín.
CAPÍTULO XXVIII.– Expedición que se hizo á Villarica.

LIBRO DÉCIMOCUARTO

CAPÍTULO PRIMERO. – Controversia que hubo sobre la consagración del Obispo del Paraguay.
CAPÍTULO II.– Atribúyese á la Compañía el hallazgo de oro en el Uruguay.
CAPÍTULO III.– Renuévase la calumnia referente al oro del Uruguay.
CAPÍTULO IV.– Canta la palinodia nuestro calumniador y es castigado.
CAPÍTULO V.– Dos oidores de la Real Audiencia de Charcas buscan de nuevo el oro del Uruguay.
CAPÍTULO VI.– Es acusada la Compañía de haber enviado fuera de América oro del Uruguay; demuéstrase la falsedad de esto.
CAPÍTULO VII.– Invéntase contra los jesuitas la calumnia de que se oponían al pago de los servicios reales.
CAPÍTULO VIII.– Servicios que han prestado los religiosos en el Paraguay.
CAPÍTULO IX.– Imposturas tocantes á la traducción del Catecismo por los misioneros.
CAPÍTULO X.– Sana doctrina de la Compañía referente á la consagración de los Obispos.
CAPÍTULO XI. – Lo que llevaron á cabo los misioneros de Córdoba.
CAPÍTULO XII.– Breve recopilación de lo que sucedió en varios lugares.
CAPÍTULO XIII.– Muere una viuda por defender su honestidad.
CAPÍTULO XIV.– Graves turbaciones que hubo en Santa Fe, pueblo de Itatín.
CAPÍTULO XV.– El P. Romero predica el Evangelio al otro lado del río Paraguay.
CAPÍTULO XVI.– El P. Romero echa los cimientos de la reducción de Santa Bárbara.
CAPÍTULO XVII.– Los indios se conjuran para dar muerte al P. Romero.
CAPÍTULO XVIII.– Son asesinados los Padres Mateo Fernández, Pedro Romero y el neófito González.
CAPÍTULO XIX.– Lo que sucedió después del martirio del P. Romero.
CAPÍTULO XX.– Vida del P. Pedro Romero.
CAPÍTULO XXI.– De la oración, mortificación y obediencia del P. Romero.
CAPÍTULO XXII.– Otras virtudes del P. Romero.
CAPÍTULO XXIII.– Muere el P. Juan Eugenio Valtodano; sus alabanzas.
CAPÍTULO XXIV.– Estado de la provincia.



LIBRO DUODÉCIMO


CAPÍTULO PRIMERO

VIDA Y VIRTUDES DE LOS PP. CÉSAR GRACIÁN Y BLAS GUTIÉRREZ.

En el mes de Enero del año 1637 falleció el P, César Gracián, nacido en Bovini, población de la Apulia. Era hijo de D, Iñigo Guevara, señor de Bovini, y entró á gusto de su padre en la Compañía, de la cual fué ornamento. Hizo en Nápoles el noviciado y sus estudios de Filosofía; luego solicitó, aunque en vano, ir á Constantinopla. Enviado al Paraguay, explicó en Córdoba tres años los libros de Aristóteles y diez Teología. Nadie dudaba que el ser Catedrático no le agradaba, pues no podía disimular sus deseos de consagrarse á la evangelización de los indios. Pero los Provinciales querían utilizar los servicios del P. Gracián en la enseñanza, pues con sus palabras, ejemplos y virtudes educaba maravillosamente la juventud. Impedido de hacer largas excursiones, iba con frecuencia á las cercanas aldeas de los indios; durante la peste cuidó igualmente de españoles, indios y negros: entonces contrajo una grave dolencia, de la cual murió. Tan sensible como esta pérdida fué la del P. Blas Gutiérrez. Era castellano; ya en edad madura navegó á las Indias, y se puso al servicio del Arzobispo de Lima, Toribio de Mogrovejo; al fallecer éste, marchó con el gobernador Don Alonso de Ribera á Chile, donde ingresó en la Compañía. Desempeñó en Córdoba por espacio de veinte años, y laudablemente, el cargo de enfermero. Tuvo muchas virtudes y especialmente inagotable caridad. Con los de casa y de fuera de ella ejercía los más humildes oficios, y tal se portó, que alcanzó fama de santo. Imitando á San Francisco Javier, más de una vez chupó el pus de las úlceras. Había un indio tan sucio y con llagas tan mal olientes, que cierto religioso se puso malo al visitarlo; el P. Gutiérrez, no solamente cuidó al paciente, sino que se aplicó á la boca un emplasto lleno de materia. Con ocasión de cuidar á un fraile dominico, se contagió de la enfermedad que éste padecía, y estuvo algunos años con el cuerpo cubierto de úlceras dolorosas; sin embargo, continuó ejerciendo sus caritativas obras, hasta que, agravándose su padecimiento, pasó á mejor vida.


CAPÍTULO II

CONGREGACIÓN PROVINCIAL QUE SE CELEBRO EN LA CIUDAD DE CÓRDOBA.

Al concluir el año en la Congregación provincial, fué elegido procurador el P. Francisco Díaz Taño. El Obispo del Tucumán, Don Melchor de Maldonado, escribió al Provincial deplorando el lamentable estado de la diócesisy rogándole que la Compañía se encargara de la cura de almas en los pueblos de indios, que se veían faltos de auxilios espirituales, y para que accediese, concedió á los Padres que eligiera facultades amplísimas. Además, por conducto del P. Díaz Taño, envió una carta al rey, cuyo compendio es el siguiente: «Vuestra Majestad Católica escribió á mi antecesor para que le expusiera las necesidades del Tucumán, á fin de remediarlas. Yo cumpliré este mandato, y con facilidad, pues he recorrido las tres cuartas partes de tierra tan vasta. En el Tucumán, que mide cuatrocientas leguas de longitud, hay ocho poblaciones de españoles y algunos millares de neófitos diseminados en extensas regiones, los más de los cuales, por no tener sacerdotes que los doctrinen, abandonan la religión cristiana y vuelven á sus primitivos errores. Otros países están habitados por innumerables infieles. En cuanto á los neófitos sumisos, se cuentan ocho regiones sin sacerdote alguno, y sin esperanza de tenerlo, pues hay uno tan sólo en cada pueblo de españoles. Yo no puedo estar en todas partes; así que muchas almas redimidas con la sangre de Cristo, y de las cuales debemos responder vos y yo, se pierden. Los sacerdotes que residen en las poblaciones de neófitos, son ineptos en su mayoría. Los frailes son pocos y apenas pueden cumplir las obligaciones de su Orden. Debemos procurar que la Compañía de Jesús se encargue de gobernar las parroquias, pues sus hijos velan día y noche por la salvación de indios y españoles. Ahora, en la Congregación provincial que la Compañía ha celebrado en Córdoba, pedí que jesuitas selectos fueran á la provincia del Chaco para conquistarla, no con armas, sino con la espada de la divina palabra, y que los de las ciudades salgan con frecuencia á las aldeas indias y quintas de españoles, y ejerzan el ministerio sagrado. Aunque el Provincial teme que por esto padezcan las mismas persecuciones que en el Paraguay, ha prometido que sus religiosos recorrerán el Tucumán; y como en este caso quedarán desiertos los Colegios, ruego á Vuestra Majestad que envíe á mi diócesis cuarenta jesuitas con el Procurador que vendrá pronto; yo los mantendría de buen grado si mis rentas fuesen mayores.» Hasta aquí el Obispo Maldonado. En la Congregación provincial se acordó hacer una expedición al Chaco. El P. Antonio Ruiz, testigo de las invasiones del Tape y el Guairá, fué enviado á España para sustituir al P. Díaz Taño é interceder con el monarca y con el Consejo, á fin de evitar en lo futuro que los mamelucos siguieran devastando la afligida provincia del Paraguay; como ya no hablaré más del Padre Ruiz, concluiré de referir su vida y diré algo de sus virtudes.


CAPÍTULO III

ÚLTIMOS AÑOS DEL P. ANTONIO RUIZ.

Habiendo salido del puerto de Buenos Aires juntamente con el P. Francisco Díaz Taño, después de feliz navegación llegó á Río Janeiro, en el Brasil. Allí permaneció medio año, y quiso Dios que predicase con fruto en los pueblos de los mamelucos y de sus fautores; algunos desistieron de dedicarse á cautivar hombres. Las autoridades les entregaron escritos auténticos en los que condenaban las atrocidades de los mamelucos, y tan importantes que resolvió presentarlos al rey Católico. Embarcóse con rumbo á Portugal, y en la travesía apaciguó los ánimos de los marineros, dispuestos ya á dirimir sus controversias por medio de la fuerza. Desde Lisboa fué á Madrid, donde enfermó gravemente, y recobró la salud, según se cree, por la intervención de San Ignacio. Mostrósele propicio el monarca, naturalmente inclinado á socorrer á los indios y lamentarse de sus desgracias. Leyóá éste un cuaderno en que tenía apuntadas las crueldades de los mamelucos, y solicitó que se reuniera una Junta de Consejeros de España y Portugal para que, enterados del asunto, remediaran tan grandes males. He aquí lo que pidió el P. Ruiz: que se cumpliese la Real cédula dada en Lisboa el año 1611, por la que se condenaba el servicio personal de los indios, y que se impetrara del Sumo Pontífice la confirmación de los Breves de Paulo III y Clemente VIII, que prohibían lo mismo; que los infractores de estas disposiciones estuvieran sometidos á la jurisdicción del Santo Oficio, y restituyesen la libertad á los indios; que los mamelucos fuesen castigados, por ser autores de graves delitos: todo esto lo aprobó Su Majestad por una cédula, de la que se desprende cuán piadoso era el Rey; pondré aquí un extracto: «Habiendo los mamelucos destruído los pueblos fundados en el Guairá por la Compañía de Jesús y cautivado cerca de treinta mil personas, continuaron sus devastaciones por la provincia del Tape, y amenazaron invadir la del Uruguay, vendiendo los indios como esclavos, contra el derecho de gentes y contra las leyes. Nos, queriendo castigar tales desmanes cual es debido y evitarlos en lo sucesivo, declaramos que las incursiones de los mamelucos han sido injustas, opuestas á los mandamientos de Dios y del rey, y que no se pueden repetir sin desdoro de la religión. Manifestamos que el conocimiento de semejantes delitos queda reservado al Tribunal del Santo Oficio, y ordenamos que todos los indios reducidos á esclavitud sean libres; quienes hagan lo opuesto serán considerados reos de lesa majestad, y pagarán su culpa con la vida y la confiscación de bienes.» Otras cosas loables decretó el monarca. Solicitó además el P. Ruiz que los indios reducidos por la Compañía en las provincias del Paraná, el Guairá, Tape y Uruguay, no estuviesen obligados al servicio personal ni á pagar contribuciones, y que los nuevamente convertidos hasta los veinte años de haber recibido el Bautismo no soportasen impuestos. En Madrid imprimió una gramática y vocabulario de la lengua guaraní, y en el mismo idioma un catecismo. Con sus oraciones devolvió la salud á una mujer poseída por tres legiones de diablos (1). Convirtió á un ateo, y le ayudó á bien morir. En el Real Palacio se granjeó el afecto de los magnates, y obtuvo cuanto quiso. Acabados sus asuntos, volvió á Lisboa, donde supo que los mamelucos habían de nuevo asaltado las reducciones, y también las turbulencias de Río Janeiro, la expulsión de los jesuitas de San Pablo y el cautiverio de los neófitos, de cuyos sucesos me ocuparé más adelante. Tornó á Madrid, y solicitó del Rey otras cartas, en las que se ordenaba á los gobernadores y restantes autoridades que tomasen medidas eficaces en defensa de los indios; provisto de ellas, se embarcó en Sevilla; llegado á Lima, con la protección del Virrey hizo que las órdenes de Su Majestad se cumplieran en cuanto era posible. Detúvose en Lima algunos años, y sirvió de mucho para defender la Compañía contra sus adversarios. Luego fué al Tucumán, mas el Provincial le escribió diciendo que regresara á Lima; en la ida y vuelta anduvo mil leguas; allí interpuso su mediación con los Virreyes y otros magistrados en favor de los neófitos. Falleció el año 1652, á los setenta de su edad, con fama de santo. Llevaron su cadáver en hombros el Virrey del Perú y los Oidores. No faltaron prodigios que atestiguaban su santidad. El venerable mercenario Fr. Pedro Urraca y otro religioso afirmaron haber visto cómo el alma del P. Ruiz volaba al cielo apenas abandonó su cuerpo.


CAPÍTULO IV

VIRTUDES Y HECHOS MEMORABLES DEL P. ANTONIO RUIZ.

Con frecuencia recibió inspiraciones de Cristo para arreglar su vida. Con aumento del amor divino aprendió por revelación muchas cosas tocantes al estado de los bienaventurados, á los atributos del Señor y á otros misterios. Tenía familiar trato con la Reina de los cielos, de la que obtenía salud, consuelo, defensa y consejos cuando enfermaba, estaba triste, combatido ó vacilante. Dos veces lo curó San Ignacio, y otras tantas le reprendió, pues hallándose en cama con una pierna al aire, Cristo, que lo veía, dijo á San Ignacio: «¿Este es de la Compañía?» Respondió el santo: «Si es jesuita, ¿por qué no está en el lecho con mayor decencia?» Dichas estas palabras desapareció San Ignacio. Jamás acabaría si quisiera enumerar sus celestiales ilustraciones, sus conversaciones interiores con Dios, las conciencias que iluminó, los efectos estupendos de su oración y otras cosas análogas: por no ser difuso, remito al lector á lo que escribió su panegirista, Francisco Xarque, con elegancia inusitada. Sí diré que tanto lo estimaba todo el mundo, que hasta el rey se complacía en hablar con él. En el palacio del monarca y en el de los virreyes peruanos se atrajo el afecto de los magnates. El Obispo del Cuzco lo alabó, afirmando que virtud como la suya se veía raras veces. El Obispo de Guamanga quiso llevárselo á su diócesis, y le ofreció una renta de cuatrocientos escudos de oro. Y estas distinciones las merecía por sus grandes méritos: día y noche se abrasaba en el amor á Dios y á los hombres, sobre lo cual escribió un librito, aprobado por eminentes personas en América. Tal amor le hizo llevar á cabo notables empresas sin reparar en peligros de ningún género. Gracias á él se construyeron en el Guairá diez reducciones de neófitos. Cuando la emigración, estableció á los indios en pueblos nuevos. Procuró con todas sus fuerzas aumentar el culto divino y el número de los cristianos, y socorrer á los desgraciados y á la Compañía en sus aflicciones. En Lima supo por revelación del cielo que no era llamado á ejercer su ministerio en los palacios, y se dedicó por completo al servicio de los indios. El tiempo que tenía libre lo empleaba en la soledad orando fervorosamente y en coloquios con el Creador. Algunas veces sintió que su ángel custodio le excitaba á rezar. Vestía un traje de algodón mal teñido. Hacía consistir la excelencia de la pobreza en privarse aun de los goces lícitos de alma y cuerpo; cuando su corazón se inundaba de alegrías celestiales, deseaba carecer de ellas. Su castidad fué angélica; con la gracia divina hasta durmiendo repelía las tentaciones de Satanás. Un ángel le reveló que cierta mujer le miraba con fines deshonestos, y entonces la despidió con palabras ásperas. Llamado para ver á cierta joven enferma, no quiso poner la mano en las úlceras de la paciente, sabiendo que bajo la yerba se escondía la serpiente. Ya he referido cómo dejó que las hormigas le picasen para mortificar su carne. Yendo más allá de lo prescrito en los ejercicios de San Ignacio, comía pan solamente. Y baste con esto de las virtudes del P. Antonio Ruiz.


CAPÍTULO V

DESTRUCCIÓN DEL PUEBLO DE SAN JOAQUÍN

Habiéndose embarcado para España el Padre Antonio Ruiz, quedó al frente de las misiones del Uruguay, Paraná y Tape el P. Diego de Alfaro, varón de edad no avanzada, y de ánimo vigoroso, cual hacía falta por entonces, dada la situación de dichos países, donde ocurrieron muchas cosas adversas. La primera fué despoblarse la reducción de San Joaquín, situada en el Tape, pues tratando los misioneros de que emigrasen los neófitos al Uruguay para librarlos de los mamelucos, casi todos se opusieron, huyendo unos y conjurándóse otros contra los Padres, de modo que se tomó la resolución de quemar el pueblo, á fin de que sus habitantes se vieran en la precisión de salir de él; muchos se establecieron en Caasapaguazú y otras poblaciones gracias á las exhortaciones del P. Arenas; otros fueron conducidos por los PP. Juan Suárez, Francisco Jiménez y Pedro Romero á Santa Teresa. A causa de varios tumultos que ocurrieron, no fué posible reunir en un pueblo los emigrados de San Joaquín,y así éste dejó de existir á los tres años de su fundación; sus neófitos se agregaron á otras reducciones, ó huyeron á las selvas y cayeron en poder de los mamelucos. Seiscientas familias habían reunido los misioneros en San Joaquín y bautizado las más de ellas.


CAPÍTULO VI

ASALTAN LOS MAMELUCOS LA REDUCCION DE SANTA TERESA.

Mayor aún que la calamidad pasada fué la que sobrevino cuando los mamelucos se apoderaron del pueblo de Santa Teresa. Tenía esta reducción cuatro mil almas, y eso que la peste había hecho notables estragos; en cuatro años no cumplidos bautizaron allí los misioneros cuatro mil quinientas cuarenta y cinco personas; los gentiles acudían para recibir la fe, y se esperaba fundar nuevos lugares á orillas del Tebicuarí y otros ríos, además de la Visitación. Mas á fines del año, doscientos sesenta mamelucos, apoyados por numerosos tupís y otros indios; cayeron de repente sobre Santa Teresa, y destruyeron todo lo que se había conseguido á fuerza de trabajo. Los neófitos, inferiores en armas y soldados á los enemigos, se entregaron sin lucha, y fueron cargados de cadenas; algunos lograron huir; los bandidos sujetaban á los cautivos con el miedo y dedicábanlos á trabajos forzados; el P. Francisco Jiménez no pudo rescatar, aunque con vivo empeño lo intentó, á sus queridos hijos en Cristo. El día de la Natividad del Señor, los mamelucos fueron á la iglesia como hombres piadosos, llevando en las manos velas encendidas; quiso el P. Francisco Jiménez reprender sus desmanes, y lo insultaron groseramente. Solía referirme el P. Juan de Salas que tanto sintió el cautiverio de los neófitos, que no pudo en algunos días probar el alimento. Solamente lograron los misioneros dar libertad á dos muchachos para que les ayudasen en las funciones sagradas, con los cuales, después de haber escondido los objetos del culto, emprendieron la marcha al Uruguay, atravesando un desierto de setenta leguas; en el camino se mitigó algo su pena al ver los neófitos que huían de Santa Teresa; congrególos el P. Jiménez, y los llevó al Paraná, donde se establecieron en Itapúa; allí fueron recibidos caritativamente; aún residen en esta población. Un hecho singular acaeció en Santa Teresa el 18 de Diciembre del año pasado, y es que cierta imagen de María Santísima lloró con el ojo que tenía hacia el Brasil; en el mismo mes y día del año siguiente fueron los neófitos apresados por los mamelucos. Sin duda alguna la Virgen lloraba al ver la próxima desgracia de sus hijos. La reducción de la Visitación, dependiente de Santa Teresa, quedó sin gente por temor á los bandidos; las demás del Tape se despoblaron igualmente que ésta ó se aprestaron á la defensa.


CAPÍTULO VII

[Roto] HUBO EN LA PROVINCIA DEL TAPE.

Los neófitos de Santa Ana, reducción situada al otro lado del río Igay, sabiendo que los mamelucos estaban cerca, se dispersaron por miedo de perder la libertad, sin pedir antes consejo á los Padres. Los que permanecieron en el pueblo acusaban de traidores á los misioneros, diciéndoles que fundaban grandes reducciones con pretexto de religión, y en realidad para entregarlas á los bandidos. «Hasta hoy, continuaban, nosotros y nuestros antepasados hemos vivido en esta región, seguros de los europeos; después que han llegado los misioneros, nada tenemos sino cadenas, destierros, emigraciones, muertes y otras calamidades.» Las sospechas de los neófitos se hacían mayores con las imposturas de los bandidos, quienes afirmaban estar de acuerdo con la Compañía,y que ésta y ellos tenían iguales fines: reducir los indios y luego esclavizarlos. Tan desconfiados de los Padres se mostraban los neófitos en el Tape como antes en el Guairá. En más de una ocasión trataron de matar á los misioneros; el P. Agustín Contreras estuvo á punto de ser asesinado por un cacique. Recorrió los pueblos del Tape el P. Diego de Alfaro para que los neófitos los abandonasen, y fué recibido por muchos amigablemente; pero los de Ararica, posponiendo los sanos consejos, replicaron neciamente que antes querían ser cautivos de los mamelucos que emigrados en el Uruguay. El dicho lo confirmaron con los hechos, pues muchos se escondieron en los bosques, y sacrílegamente se repartieron el altar portátil del P. Diego de Alfaro y los demás vasos sagrados. En San José el P. Cataldino sufrió vejaciones de parte de un cacique, quien siendo cristiano mantenía relaciones ilícitas con cierta mujer; ésta, gracias á las exhortaciones de dicho religioso y movida por el Señor, se casó con un neófito; irritóse tanto el cacique, que, reunida numerosa clientela armada, amenazó con la muerte al P. Cataldino. Este, sin intimidarse, puesto de rodillas, mostró el pecho, con ánimo de ser herido antes que revocar lo hecho. El mismo cacique había insultado antes al P. Romero é intentado asesinarle; los neófitos lo apresaron y expulsaron del territorio; por fin se arrepintió. En muchos lugares los Padres no se atrevían á castigar los delitos, no fuera que los indios se alborotasen. Los ánimos estaban intranquilos por el miedo á los bandidos y el recelo que tenían de los religiosos.


CAPÍTULO VIII

REFIÉRENSE VARIOS SUCESOS DEL URUGUAY.

No era más satisfactoria la situación del Uruguay. Los habitantes de Caasapamini, quienes, temiendo la invasión de los mamelucos, se habían retirado al Paraná, perdida la esperanza de volver á su patria, edificaron iglesiay casas á orillas de aquel río con auxilio de los neófitos de Itapúa; el nuevo pueblo conservó su titulo de la Purificación. Los de Caró, ayudados por los de Loreto y San Ignacio, se establecieron igualmente en las riberas del Paraná. Los de Caasapaguazú y Caapi, diseminados por los campos y en parte reducidos á cautiverio, secundaron los propósitos de los Padres, quienes procuraban conservar los restos de las reducciones destruídas, llevando á las demás poblaciones los neófitos que andaban errantes por miedo á los enemigos ó que deseaban tornar á su país. En medio de tales turbulencias, se presentaron muchos bárbaros á recibir la fe: en Piratini, como consta de documentos auténticos, doscientos diez y ocho; en San Javier, doscientos dos; en Ibitiracua, ciento setenta; en Mbororé, ciento cinco; en Ararica, quinientos setenta y ocho; en San Miguel, trescientos ochenta y cuatro; en San José, trescientos setenta; en Santa Teresa, setecientos noventa; en Itapúa, ciento quince; en Caasapamini, noventa y nueve; otros muchos en San Cosme y Damián y restantes pueblos; todos ellos fueron bautizados.


CAPÍTULO IX

MUERE EL P NICOLAS HENARD; SUS ALABANZAS.

Triste fué este año para la provincia de Itatín: los mamelucos asaltaron las reducciones fundadas por la Compañía, y falleció el Padre Nicolás Henard, distinguido misionero. Según hemos visto, había quedado él solo desde el año anterior en Itatín, después de espirar el P. Diego Rançonnier; enfermó y á cien leguas de la Asunción, soportó el peso de administrar dos reducciones; antes de que volviera del Paraguay el P. Justo Vanfurk, pasó á mejor vida sin el consuelo de recibir los Sacramentos en la última hora. Su muerte fué parecida á la de San Francisco Javier por esta circunstancia. Mucho habría que decir de sus virtudes; pero seré breve. Nació en Toul de la Lorena, de nobles padres; en su juventud se entregó al estudio de las artes liberales y á la equitación; cansado del mundo, sintió deseos de ingresar en religión. Indeciso acerca de qué Orden escogería, suplicó á la Virgen le iluminase, y conoció que Dios quería que profesara en la Compañía; durante cinco años lo solicitó, y siempre obtuvo respuesta negativa por temor de que sus padres se opusieran. Viendo el Provincial tanta constancia, se decidió á admitirlo, no obstante las reclamaciones de su familia. Su madre, al saber esto, enfermó de pena y no comió en muchos días. Nicolás, firme en sus pensamientos, cerró los oídos y no hizo caso de las amenazas de su padre y de las lágrimas de su madre. Solicitó con humildad ser Coadjutor, y mereció ser incluído entre los escolásticos. Sin acabar los estudios teológicos, inflamado en ansias de predicar á los indios, no paró hasta que el General Mucio Vitelleschi lo destinó á las misiones de América. Repugnaba esto á los jesuitas principales de Francia, quienes deseaban tenerlo á su lado, ya que se distinguía por su nobleza, ingenio y virtudes; pero él mostró la misma firmeza que antes y venció los obstáculos que se le oponían. De camino para las Indias, vió en Burdeos al Cardenal de Lorena y al Rector del Colegio, quienes le dieron excelentes consejos. Dejó buenos recuerdos en Francia, España y Portugal al pasar por estos reinos. Atraíase el cariño general con su modestia, caridad y sencilla alegría. En la navegación y en el puerto de Buenos Aires cuidó a los enfermos. Apenas llegó al Nuevo Mundo, pidió ser enviado á convertir indios, Sin acabar los cuatro años de Teología, quiso renunciar á emitir en su día los cuatro votos, mas no se lo permitieron; permaneció en la ciudad de la Asunción el tiempo necesario para imbuirse en la buena doctrina y en las virtudes: por fin marchó al Guairá. Allí aprendió en breve los idiomas del país, y trabajó con excelentes resultados. En la región de Tayaoba emuló las glorias de los misioneros veteranos. Cuando tuvo lugar la emigración de los neófitos se distinguió por su celo, y tanto que le encargaron la fundación de la provincia de Itatín, donde echó los cimientos del pueblo de San José, y lo gobernó hasta que los mamelucos lo destruyeron; con peligro de su vida salvó cuantos indios pudo en aquella calamidad. Juntamente con otros que redujo, los estableció en una nueva población. Difícil es contar los gentiles que bautizó, sacándolos de sus antros y bosques, y las aldeas apestadas que recorrió. Cuatro años estuvo en Itatín, en cuya reducción enfermó de un tumor interno, que se le reventó, de tal manera que se le veían las entrañas. Ningún sacerdote le consoló al morir; acabó sus días con suave paz. Ya muy grave, lo visitaron algunos payaguaes, hombre ferocisimos, y compadecidos del pobre jesuita, le dieron víboras asadas, alimento ordinario de aquella gente; rehusó aceptarlas, y espiró en breve. El día que murió pronunció estas palabras: «No veré más esta luz: así me lo ha concedido el Señor.» Su cama era el duro suelo cubierto de paja. Los neófitos dispusieron enterrar su cadáver en una capilla hecha de lodo y cañas, tan pequeña, que apenas cabían tres personas. Contaba á los demás religiosos que ingresó en la Compañíay navegó á las Indias sin complacencia humana y solamente por agradar á Dios. Temía que sus buenas obras fueran infructuosas, por estar largamente recompensadas con las alegrías celestiales que experimentaba. Siempre durmió en el suelo. Con frecuencia iba sin camisa, y á fin de que no pareciese vanagloria, llevaba cuello de lienzo. Casi nunca probó la carne: si alguna golosina le daban, la dejaba pudrir sin tocarla. Conservó la castidad entre gente desnuda, con disciplinas, ayunos y oraciones continuas. Navegando en cierta ocasión por el río Paraná, envolvió en su manta á un indio enfermo y él durmió sin arroparse. Nadie fué más pobre que él ni más obediente á los Superiores. Gustaba de los cargos humildes; disimulaba con alegría externa sus tristezas, y tenía por único remedio de éstas la veneración al Santísimo Sacramento, Muerto el P. Henard, quedó solo el Padre Justo Vanfurk en Itatín, hasta que fué en su ayuda el P. Vicente Badía.


CAPÍTULO X

ALGUNOS HECHOS DE LOS JESUITAS DE CÓRDOBA EN EL TUCUMÁN (1638).

Salieron varios misioneros del Colegio de Córdoba, y después de andar en dos meses doscientas leguas, visitaron los pueblos que hay en la jurisdicción de la ciudad mencionada, de Rioja y de Estero; arrancaron de las uñas del demonio muchas almas, administrándoles el Bautismo y otros Sacramentos. Fué notable la conversión de un indio manchado con feos sacrilegios: éste vió en sueños que Cristo, le reprendía por haber despreciado los consejos de sus sacerdotes, y lo entregaba á Satanás que lo acusaba; estando cerca de perecer eternamente, imploró el auxilio de los Angeles, especialmente del Custodio; después de recibir sendos azotes de los diablos, arrepentido, volvió en sí. Despertó, y para que no creyese ser un vago sueño lo pasado, tuvo algunos días dolores á consecuencia del vapuleo; se confesó, y recobró la amistad del Señor. En la misma excursión hallaron los jesuitas un viejo que ni antes ni después del Bautismo había pecado mortalmente. En Córdoba murió el P. Francisco de la Puebla, natural de la villa de igual nombre, en España. Fué soldado en Lisboa á servicio del rey Católico; pasó luego á Chile, donde alcanzó el grado de alférez, y se distinguió en la milicia. Después ingresó en la Compañía, despreciando las ofertas que le hacían otras Ordenes, y se contentó con el grado de Coadjutor. Acabado el noviciado, por espacio de muchos años enseñó las primeras letras á los niños; adquirió tal suma de virtudes y tal familiaridad con Dios, que era reputado por uno de los jesuitas más santos. En Villarica falleció, á los veintiséis años de edad, el P. Gabriel Brito, de quien se cuenta que, pudiendo ser sacerdote por su ilustración, rogó humildemente ser admitido entre los Coadjutores temporales.


CAPÍTULO XI

VARIAS EXCURSIONES QUE SE HICIERON POR EL TUCUMÁN (1635).

Los jesuitas del Colegio de Rioja trabajaron con provecho entre los indios de Pasipama, rebeldes en años anteriores, y ya sometidos por el valor de los españoles. Desde allí fueron á siete aldeas de bárbaros, situadas en las cercanías de Londres y recogieron abundante mies; luego se dirigieron á una tribu feroz sin resultado alguno, pues dados aquellos indios á la embriaguez y á las supersticiones, no admitían los sanos consejos. Acostumbraban estos gentiles, igual que los romanos, á llevar plañideras en sus funerales. No cerraban los ojos de los muertos, sino que se los dejaban abiertos, pues creían que les era necesario esto para seguir el camino del Paraíso. Por la misma causa les ponían al lado sus utensilios y manjares. No enterraban los cadáveres, sino que los colocaban encima de la tierra en un sarcófago alto. Rociaban los frutos nacientes con sangre de fieras, á fin de que la cosecha fuera excelente. Los hechiceros los tenían convencidos de que fallecerían si escuchasen á nuestros sacerdotes, por lo cual huían de ellos como de serpientes. Natural es, en vista de esto, que los jesuitas hicieran poco de provecho. Los religiosos de San Miguel asistieron á los apestados, con grave peligro de su vida; fueron á sitios remotos, y percibieron no escaso fruto. Los del Colegio de Estero, convertidos en pescadores de hombres en los ríos Dulce y Salado, convirtieron numerosas almas. Los del Tucumán, secundando los deseos del Prelado, y provistos de amplias facultades que éste les dió, hicieron cosas de provecho. Se distinguía por su celo el P. Gaspar Osorio, mártir más adelante; antes de ir al Chaco fundó un pueblo en la tierra de los ocloyas.


CAPÍTULO XII

FUNDASE UNA REDUCCIÓN EN EL PAÍS DE LOS OCLOYAS.

Los ocloyas residen en las fronteras del Perú y del Tucumán, en la jurisdicción de Jujuí. En años anteriores los visitaron frailes franciscanos por mandato del Obispo y les predicaron; un religioso de otra Orden bautizó algunos indios; mas con el transcurso del tiempo, gentiles y neófitos, hechos esclavos de Satanás, vivían diseminados sin tener sacerdotes ni recibir Sacramentos. Un tal Ochoa, rico santanderino, encomendero de los ocloyas, solicitó los auxilios del P. Gaspar Osorio, que se preparaba á entrar en el Chaco, pues sabía que sin falta cruzaría por el país de dichos indios. Lo que sé de éstos se reduce á que eran de carácter pacífico, y enemigos de hechiceros, y que estaban envueltos en errores nada más que á causa de no regirlos sacerdotes cristianos; parecía cosa indudable que una vez instruídos en la sana doctrina, la abrazarían resueltamente. En Sicaya, primer pueblo de los ocloyas, acogieron bien al P. Osorio los principales indios; muchos recibieron allí el Bautismo, y en otros lugares cien niños y bastantes mayores. El P. Osorio se dirigió á los guisparas y el P. Medina á los guarcontíes, y halláronlos propicios. Luego anduvieron fructuosamente por las tierras de los homoguacas; el P. Medina enfermó y tuvo que regresar á Salta; el P. Osorio pasó la Cuaresma en Jujuí; después volvió al país de los ocloyas con el P. Antonio Ripario, y procuró congregar en un paraje los indios vagabundos, á fin de con más facilidad catequizarlos. En efecto: los caciques, sabedores de esto, se reunieron, y á once millas de Jujuí echaron los cimientos de una reducción; acudieron pronto más indios, á excitación de la Compañía, y construyeron un templo y casas, con grande alegría de los españoles. Seiscientos ocloyas recibieron el Bautismo. Cuando el P. Medina recobró la salud, le fué encomendado por el P. Osorio el gobierno de aquella reducción.


CAPÍTULO XIII

DESTRUYEN LOS MAMELUCOS LAS REDUCCIONES DE SAN CARLOS

Y DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO.

Durante el mes de Enero llegó la noticia de que los mamelucos, aliados con los tupís, caminaban por Caamo y Caagua, tierras de gentiles, donde la Compañía tenía propósito de fundar reducciones, y que llevaban el propósito de cautivar los indios de allí, y luego dividirse en dos secciones para atacar simultáneamente los pueblos del Tape y Uruguay, pasando después al Paraná. Entonces el Padre Diego de Alfaro, Superior general de las misiones, dió la voz de alarma y excitó á los neófitos á defenderse. Hecha leva en las reducciones, se acordó reunir el improvisado ejército en los Apóstoles, á orillas del Uruguay, donde parece que se dirigían los adversarios; los moradores de esta reducción se habían refugiado en los bosques, abandonando niños, ancianos y mujeres. Viendo esto los neófitos auxiliares, confiaron poco en sus fuerzas, y retrocedieron con la mayor confusión. Los mamelucos fueron en pos de ellos y de los que huían de Santa Teresa, y los hubieran cautivado si el P. Diego de Alfaro, con suma diligencia, no los pasase á la otra orilla del río, protegiéndolos de esta manera contra sus adversarios. Estos marcharon á San Carlos y los Apóstoles, donde apresaron muchos neófitos de Caasapaguazúy San Carlos, destruyendo con grave daño de las almas dos reducciones en breve tiempo. En San Carlos la Compañía, en el espacio de siete años no íntegros, había bautizado dos mil setecientos treinta y siete adultos y mil seiscientos niños; en los Apóstoles, durante igual tiempo, cinco mil ochocientas cuarenta y cinco personas de todas edades, según consta de libros auténticos. No llegó á la tercera parte la gente que se salvó del furor de los mamelucos; hoy, que vivo en esta población y en ella escribo esto, se conserva fresco el recuerdo de tan inmensa calamidad.


CAPÍTULO XIV

LOS INDIOS ABANDONAN SUS PUEBLOS,

DESPUÉS DE PELEAR CONTRA LOS MAMELUCOS.

Saqueadas las reducciones de San Carlos y los Apóstoles, los mamelucos cayeron sobre los campos de Caasapamini y Caró, cuyos neófitos habían emigrado al Paraná cuando la anterior invasión tuvo lugar y en cuyos pueblos fueron establecidos los indios del Tape que escaparon de la cautividad; para defenderlos, acudieron mil quinientos hombres, reunidos en varias partes; se encontraron en Caró con los mamelucos, y comenzó la pelea. Luego que de ambos ejércitos hubo algunos heridos y muertos, varios de los nuestros se aterraron, y creyendo que seguramente vencerían los bandidos, prendieron fuego al pueblo en señal de rendirse. Al ver el incendio y conocer la causa, lamentáronse amargamente niños y mujeres. Aplacada la plebe, fueron los misioneros al campo, donde aún proseguía la batalla, con objeto de socorrer los heridos. Era cosa horrible oir los gemidos de los moribundos y la rabia de los mamelucos. La victoria quedó indecisa, y los dos ejércitos se retiraron cada cual á su campamento. El día siguiente condujeron los Padres á Caasapaguazú, pueblo distante seis millas, las mujeres, ancianos y niños de Caró, sacándolos con harto peligro de entre las ruínas; allí se refugiaron también nuestros soldados; mientras se deliberaba sobre lo que debía hacerse, llegaron algunos centenares de neófitos del Paraná, auxilio muy oportuno, pues con él se aprestaron los nuestros á continuar la batalla. El indio que era General arengó á los soldados, y les recomendó que no combatiesen como acostumbraban antes, sino como cristianos; su exhortación fué provechosa, porque apenas él se puso de rodillas, todos aclamaron al Dios de los ejércitos; los neófitos se confesaron, y los catecúmenos recibieron el Bautismo y muchosagni cerei (2), sagrados amuletos que los protegerían de las balas. Luego se empeñaron en la lucha con tal ardor, que se apoderaron de las banderas enemigas, apresaron á muchos de éstos, y les hicieron retroceder hasta un bosque. Los mamelucos echaron mano de sus fraudes y estratagemas; por la noche se encerraron en reductos hechos con estacas, apagaron las hogueras y callaron profundamente; engañados los neófitos con tales apariencias, corrieron á saquear el campamento, pagando muy cara su ligereza, pues descargaron los enemigos sus arcabuces de improviso, mataron uno de los nuestros, hirieron á otros y pusieron en fuga á los restantes, quienes, poseídos del miedo, no se atrevieron á luchar en adelante; muchos no pararon en su huída hasta llegar á Piratini, donde se dirigieron los demás, conducidos por el P. Diego de Alfaro. De este modo se apoderaron los mamelucos, con intenso pesar de la Compañía, de Caasapamini y de Caró, pueblos en los que habían sido bautizados nueve mil indios; éstos, en su mayor parte, emigraron al Paraná, en cuyo país construyeron poblacionesy hoy viven tranquilos.


CAPÍTULO XV

VICISITUDES DE LA GUERRA, Y EMIGRACIÓN DE LOS NEÓFITOS

DE SAN NICOLÁS A LA ORILLA CITERIOR DEL URUGUAY.

De las cinco reducciones que había en la otra margen del Uruguay, una solamente quedaba: la de Piratini; los niños, viejos y mujeres de ésta fueron trasladados á esta orilla del río por disposición del P. Diego de Alfaro, cuyo acierto se echó de ver cuando á los pocos días anunciaron los atalayas que los mamelucos seguían examinando los campos de Caró y Caasapaguazú en busca de los indios. Muchos neófitos, creyendo que los enemigos caminaban hacia el Brasil, sin temor á la guerra, tornaron á sus pueblos, y así era difícil reunirlos; sin embargo de tal dificultad, improvisóse un ejército de mil hombres para resistir por lo pronto á los mamelucos, hasta que viniesen más refuerzos, Trabóse la pelea con los bandidos, y duró cinco horas: ambas partes recibieron notable daño, pues hubo ochenta heridos y algunos muertos. Terminada, los mamelucos se colocaron en las alturas que dominaban el camino que debían seguir los nuestros, con intento de hacerles cuanto daño pudiesen; nuestros espías descubrieron tal ardid. De otra maña se valieron, y fué enviar á los neófitos cierta mujerzuela, muy adornada y disfrazada de trompeta, para que sedujera á los principales indios, ofreciéndoles placeres carnales, y se entregasen al enemigo; también salió mal la nueva estratagema: la ramera fué despreciada por los soldados, quienes se rieron del disfraz que llevaba. Poco antes de esto, Chemombé, aquel mago famoso de quien antes hemos hablado, se pasó á los mamelucos con algunos neófitos, y deseaba hacer alguna cosa digna de recompensa; para conseguirlo, vino á nuestro campamento fingiendo haberse arrepentido; del fraude tenían conocimiento los enemigos; pronto se supo cómo andaba seduciendo á los neófitos más distinguidos; echósele mano, fué preso, y pagó con varias penas sus delitos; viendo los mamelucos que nada lograban con engaños, acudieron otra vez á la fuerza, y en buen orden acometieron nuestra ala derecha, mandada por Nicolás Nienguiri, hombre excelente en paz y en guerra: fácil hubiera sido rechazar el ataque; pero cierto indio que capitaneaba el ala izquierda hizo traición; ofendido de Nienguiri porque le exhortaba á dejar una concubina, notando que dicho jefe peligraba, se negó á protegerle, diciendo: «Veamos si Nienguiri es tan capaz de escarmentar los mamelucos como de repudiar mancebas.» Nienguiri se vió precisado á retroceder poco á poca, dejando el campo á los adversarios; los nuestros emprendieron la fuga, y no pararon hasta atravesar el Uruguay. Los mamelucos se apoderaron de San Nicolás, y no atreviéndose á pasar el río llevaron los cautivos al campo de Caasapamini. Así, la reducción de Piratini, célebre por su iglesia y costumbres de los neófitos, fué destruída; la Compañía había allí reducido algunos millares de personas, las cuales se establecieron al otro lado del Uruguay, donde fundaron nueva población y templo más abajo de San Javier.


CAPÍTULO XVI

SON DERROTADOS LOS MAMELUCOS POR LOS NEÓFITOS

Después de lo narrado, puestos de acuerdo los principales del Paraná y del Uruguay, reunieron tantas tropas como nunca se habían visto juntas, y se dirigieron con ellas al Uruguay para recobrar los cautivos y resistir á los enemigos si pasaban el río. Una vez al otro lado de éste, llegaron las avanzadas al pueblo de Piratini y encontraron en la iglesia cartas de los mamelucos, en las que se insultaba con furor á los misioneros, calumniándolos. Sin hacer caso de ellas los neófitos, sabedores de que los bandidos caminaban hacia el Brasil con paso acelerado, corrieron tras de sus huellas hasta que los alcanzaron. Los primeros días se peleó con varia suerte, si bien los enemigos tuvieron más pérdidas que nosotros. Para aterrarnos, cortaron los mamelucos al cadáver de un neófito los brazos y lo colgaron de un sitio alto; los nuestros hicieron lo mismo con un bandido; en los bolsillos de éste se halló cierto papel que decía poco más ó menos lo siguiente: «Quien me lleve no morirá en el fragor de la batalla, ni será condenado á suplicio por los tribunales, ni espirará sin confesar, é irá al cielo.» Bien le demostró al portador la experiencia que el tal billete estaba inspirado en las falsedades del diablo. Por entonces llegaron mil quinientos neófitos conducidos por el P. Romero en auxilio de sus compatriotas, quienes se animaron con tal refuerzo; los mamelucos, por el contrario, se abatieron; ya todos los nuestros reunidos, se arrojaron contra el enemigo, haciéndole en pocos momentos notable daño y obligándole á encerrarse en las empalizadas que antes había construído. De ellas les forzaron á salir los neófitos desde otras que levantaron; luchóse de nuevo, y los dos ejércitos tuvieron iguales bajas; pero los mamelucos se consternaron más que lo estaban, cuando supieron que acababan de llegar desde Buenos Aires, distante doscientas leguas, once españoles enviados por el gobernador; éstos ordenaron los escuadrones de los indios; al contemplar los mamelucos delante de sí cuatro mil hombres, desesperaron de vencer y pidieron humildemente la paz, solicitando un coloquio; en éste les reprendió fuertemente el P. Alfaro su pasada crueldad; les manifestó la excomunión lanzada contra ellos por el Obispo de Buenos Aires, y les hizo jurar que ni personalmente ni por medio de otros volverían á invadir los pueblos de neófitos; intervino el jefe español, y con indignación de los nuestros se escaparon los enemigos sin recibir el justo castigo. Retirados los mamelucos, el P. Alfaro alabó el celo de los misioneros, pues de día y noche velaban por la felicidad de sus ovejas, expuestos á graves peligros; curó los heridos, consoló y animó á los neófitos, y dió alimentos y vestidos á los que habían menester de ellos. No refiero lo que en tal ocasión hizo cada religioso: todo está escrito en el libro de la vida. Fué licenciado nuestro ejército; mas sabiéndose que los mamelucos vagaban por la otra parte del Igay cautivando los indios dispersos, y que amenazaban atacar las reducciones, el Provincial, recién llegado del Tucumán, levantó en el Paraná y Uruguay un pequeño ejército de neófitos, con el cual reprimió las demasías de los bandidos y devolvió la tranquilidad al Tape. Aprovechó á los nuestros la fidelidad de un cacique, el cual, prisionero de los mamelucos, ejecutó un fraude piadoso: pidió permiso á sus dueños para ir á nuestro campamento y seducir los principales indios, cuando en realidad, lo que pretendía era advertirnos de cuanto nos interesaba; en efecto, ilustrados con sus revelaciones, los neófitos cayeron sobre una compañía de tupís, capitaneada por un mameluco, y la hicieron prisionera. Con todo, se veía claro que las reducciones de Tape, distantes sesenta leguas del Uruguay, se hallaban á merced de los bandidos, si el peligro no se remediaba; reunió á los misioneros el Provincial, y unánimemente opinaron que serían destruídas aquellas si no se trasladaban á otro lugar más seguro.


CAPÍTULO XVII

COMIENZAN Á EMIGRAR LOS NEOFITOS DEL TAPE.

Tomado el acuerdo indicado, resolvió el Provincial no omitir nada que fuese conducente al feliz término de la empresa; los misioneros pusieron cuantos medios su industria, fuerzas y prudencia les sugerían. Discutióse acerca del paraje en que debían establecerse las reducciones del Tape, y se reputó conveniente la región situada entre los ríos Paraná y Uruguay, donde se hallaban muchas otras poblaciones; tenía de anchura solamente catorce leguas, y por estar cercada de anchas corrientes fluviátiles, bosques y barrancos, parecía puesta al abrigo del furor de los bandidos; además, las reducciones podían defenderse mutuamente en caso de necesidad. Según ya hemos visto, la Compañía había fundado en Tape diez poblaciones; de éstas, cuatro fueron destruídas por los mamelucos; quedaban seis, por consiguiente. Sus neófitos oponíanse tenazmente á emigrar; preferían vivir en su patria con riesgo de perder la libertad, á sufrir voluntariamente un largo y penoso destierro. Poco á poco se les convenció de lo contrario. Iniciaron la emigración algunos centenares de indios de San Cosme y Damián, impulsados por el temor de un ataque de los mamelucos, quienes se decía andaban cerca, y por la autoridad del Provincial y de los misioneros, quienes hacían ver á los neófitos que todos perecerían si no tomaban los sanos consejos que les daban. Así, pues, fué incendiado el pueblo para que nadie pensara jamás en tornar á él, y los emigrantes emprendieron alegremente la marcha, acompañados de algunos Padres. Al pasar los montes de Tape intentaron huir por no sufrir las fatigas del camino; pero el P. Cristóbal de Arenas lo impidió con su solicitud y cuidado; cuando atravesaba las montañas por una senda cómoda, supo que los neófitos hacían alto entre unos peñascos con ánimo de quedarse allí y sembrar en las selvas próximas como antes acostumbraban: se dirigió á ellos y estuvo á punto de morir, pues tuvo que vadear corrientes con el agua á la cintura, escalar rocas y andar por medio de espinos en la espesura del bosque; al mismo tiempo estalló una formidable tempestad con truenos y relámpagos; las fieras rugían desde sus cuevas; la soledad era espantosa, y aún más para el P. Arenas el peligro de ser abandonado por sus feligreses, intolerable á un alma tan llena de caridad cristiana; llegó la noche, y nuestro religioso colgó su lecho entre dos árboles, á fin de reposar breves horas; uno de ellos cayó á tierra, y por milagro del cielo no murió el P. Arenas, pues quedó cogido entre dos ramas; los pocos hombres que le seguían, exacerbados con tantas contrariedades, se enfurecían contra él, haciéndole responsable de todo, amenazándole y dirigiéndole insultos; lo hubieran maltratado si Dios no los contuviese. Ya sin fuerzas, deseaba morir el P. Arenas; pero excitado por el amor que profesaba á su rebaño en Cristo, consintió gustosamente en sufrir mayores fatigas; al fin penetró en los barrancos, donde estaban los neófitos, con gran provecho de las almas, pues bautizó muchos niños y moribundos. Consiguió de los fugitivos que tornasen á proseguir su viaje. Llegados á la llanura, se luchó con la escasez de provisiones y la detestable calidad de éstas. Ya pasado el Uruguay, los indios se negaron resueltamente á continuar, pues seducidos por impostores, decían que eran llevados por los Padres para hacerlos esclavos de los españoles; nada pudieron los ruegos del P. Arenas, hasta que se echó mano á los embaucadores. Por fin atravesaron el Paraná después de mil trabajos, y se establecieron entre Loreto y la Purificación; con el auxilio de estos pueblos construyeron un templo y edificaron la reducción que conservó el título de los Santos Cosme y Damián; los demás habitantes de éste llegaron acompañados por los PP. Adrián Formoso y Juan Sasatello, pasando molestias indecibles. En esta reducción fueron bautizados aquel año noventa y cinco niños y doscientos dos adultos.


CAPÍTULO XVIII

CONTINÚA LA EMIGRACIÓN DE LOS NEÓFITOS DEL TAPE.

Más trabajo costó sacar de su reducción los neófitos de la Natividad, en Ararica, parte de los cuales, meses antes, se habían rebelado, y establecido al otro lado del Uruguay, entre las reducciones de San Javier y Santa María la Mayor. Los rebeldes se internaron en las selvas y rechazaban con furor los consejos de los Padres; pero luego se presentaron al Provincial, ya acordada la emigración, y pidieron perdón de su conducta, el cual les fué concedido; fueron llevados donde los restantes neófitos de la Natividad tenían sus sementeras; allí fundóse un nuevo pueblo, que yo regí durante tres años, bajo la advocación del Príncipe de los Apóstoles. La cristiandad de Ararica se aumentó este año con cuatrocientas cinco personas, las más de ellas adultas. Casi lo mismo que con los neófitos de la Natividad acaeció con los de Santa Ana: por residir al otro lado del Igay se hallaban expuestos á las invasiones de los mamelucos; así que se dispersaron, refugiándose muchos en los bosques, su antigua morada. Entró en éstos el P. Agustín Contreras, y recogió quinientas personas, que unidas á otras bastaban para componer una reducción, la cual se estableció primero en el Uruguay y después á orillas del Paraná, donde aún continúa. Los indios de San José, en Itacuati, opusieron feroz resistencia á la emigración; al fin los convencieron los Padres Pedro Romero y José Cataldino; fijaron su residencia en las selvas de Paraná, entre San Carlos y Corpus Christi. A pesar de tantas agitaciones, fueron bautizados noventa y nueve niños y doscientos sesentay un adultos. Mientras lo referido acontecía, los neófitos de Santo Tomás, reducción en la que actualmente me encuentro, quemaron sus casas, y se retiraron unos por tierra y otros por el Ibicuí y el Uruguay, conducidos por los PP. Luis Ernot y Manuel Bertot; construyeron un pueblo á catorce millas de la Concepción; aunque al principio los habitantes de las próximas reducciones les negaron su apoyo, no les fué mal en la nueva patria, pues como el terreno de ésta es fértil, capaz de alimentar ganados y excelente para la agricultura, lograron salir de la miseria; hoy son en número de cuatro mil almas, no obstante las adversidades que han sufrido. Aquel año bautizaron los jesuitas cuatrocientas ochenta personas. San Miguel contaba tres mil cuatrocientos habitantes, quienes á la vez que los de otros pueblos fueron llevados al Uruguay por el P. Diego de Boroa, Provincial, donde llegaron felizmente á la llanura, después de atravesadas las montañas; desde allí se volvió el Provincial á proteger los que iban rezagados, yendo á marchas forzadas; á imitación de los generales, los animó con elocuentes palabras, y se mostró severo cuando era preciso. Los neófitos de San Miguel se establecieron poco más arriba de la Concepción, en una nueva reducción; aquel año recibieron allí el Bautismo doscientos noventa y cinco adultos y ochenta y nueve párvulos. Setecientos noventa indios de Santa Teresa se agregaron al pueblo de Itapúa. Paso por alto el número de neófitos que se incorporaron á las restantes poblaciones.


CAPÍTULO XIX

TRABAJOS QUE PASARON LOS EMIGRANTES.

Referiré en breves palabras cuánto sufrieron los Padres al conducir por espacio de sesenta ó setenta leguas tantos millares de neófitos, á través de soledades pavorosas y careciendo de lo más indispensable. Frecuente era que los misioneros tuviesen que llevar en hombros los niños y privarse de alimentos por atender á sus hijos en Cristo. Gracias á sus desvelos, lograron llegar al Paraná y Uruguay cerca de doce mil almas, habiendo en el camino perecido pocas. Ya en el término del viaje, procuraron edificar nuevos pueblos, ímproba tarea. Hubo que hacer simienzas, descuajar bosques, comprar semillas y bueyes con harta dificultad y á precios elevados, construir casas rectorales é iglesias y llevar á cabo otras cosas propias de las reducciones. Después de la emigración fué el P. Agustín Contreras al otro lado del Igay, y cerca de las ruínas de los pueblos halló trescientas familias, parte de ellas gentiles y parte de neófitos; con peligro de su vida pudo reducirlas, pues cierto neófito afirmó que los mamelucos y el P. Contreras estaban de acuerdo. Despreció éste las calumnias, y disipando tales sospechas, logró la obediencia de los indios. Entre tanto, el Provincial trataba de congregar los neófitos de varias poblaciones, quienes hacía medio año que, para escapar del furor de los mamelucos, residían en Caró y Caasapamini; resolvió que los de Jesús y María se uniesen á la reducción de Ibitiracúa, y que los de San Cristóbal, San Carlosy los Apóstoles San Pedro y San Pablo fundasen una población más allá del Uruguay, encima de San Miguel; allí construyéronse casas y templo,y dedicaron el lugar á los Mártires del Japón: yo, aunque indigno, he trabajado en ella muchos años; hoy tiene vida próspera.


CAPÍTULO XX

CONCÉDENSE Á LOS NEÓFITOS ARMAS DE FUEGO

Los caciques del Paraná y del Uruguay rogaron al P. Diego de Boroa que mirase por los indios, expuestos inevitablemente á la saña de los mamelucos, mientras no se les diesen armas de fuego. «¿Cómo, decían, lucharemos desnudos contra los que van cubiertos de hierro ó con algodón en gruesas capas? ¿Qué haremos con saetas de caña, que cuando hieren es levemente, si ellos con arcabuces, que arrojan recias balas de plomo, nos atraviesan? Que se nos den armas de fuego, y combatiremos en iguales condiciones, mostrando que tenemos tanto valor para defender nuestros hijos y mujeres como ellos para hacer campañas esclavistas.» Razones más poderosas aconsejaban lo mismo al Provincial, pues consideraba que los mamelucos no descansarían hasta dejar despoblada la América austral, y si acaso se rompía la paz entre España y Portugal, invadirían las regiones del Perú; era forzoso, por tanto, irles al encuentro. Por aquel tiempo recibió el P. Boroa cartas de España, escritas en nombre del rey por personas importantes, en las que le aconsejaban que procurase el bien de los indios y evitar futuras complicaciones; en vista de ellas, solicitó que el uso de armas de fuego fuese concedida á los neófitos; y aunque las autoridades y el gobernador en primer término, consideraban que nunca tal cosa se había hecho en América por temor á una sublevación de los indígenas, se convencieron de que en aquellas circunstancias debían acceder á la petición del P. Boroa. En conformidad con ésta, el rey Católico y la Real Audiencia de Chuquisaca dieron un decreto á instancia del P. Antonio Ruiz, decreto que fué sumamente provechoso para la América meridional. Compráronse arcabuces que fueron repartidos á los neófitos, á condición de usarlos nada más que en caso de guerra; en tiempo de paz se debían guardar bajo llave, á fin de evitar tumultos. En adelante, los mamelucos se contuvieron notablemente, haciéndose evidentes las ventajas de la licencia otorgada en favor de las reducciones. Conste, pues, que las provincias de Tape y Uruguay deben su libertad al celo, autoridad, prudencia y desvelos del P. Boroa; él procuró la emigración de los neófitos y después los armó con arcabuces.


CAPÍTULO XXI

DESPUES DE LA EMIGRACION LOS MISIONEROS RECORREN

EL CAMPO EN BUSCA DE LOS INDIOS QUE ANDABAN FUGITIVOS.

Luego que se retiró el P. Boroa y que ya los mamelucos volvían al Brasil con su presa, el P. Diego de Alfaro escogió los neófitos más fieles y los envió con algunos misioneros á los pueblos arruinados en el Tape y al otro lado del Uruguay, para que escudriñasen los bosques y sacasen las ovejas descarriadas, á fin de llevarlas al redil de Cristo. Los PP. Francisco Jiménez y Felipe Viver fueron los primeros en salir: éste anduvo por los campos de Caasapaguazú y Caapi; los indios atentaron contra él dos veces por las sospechas de costumbre; pacificólos afortunadamente, y los consiguió reducir. El P. Jiménez, con su Coadjutor el Padre Antonio Bernal, llegó más adelante, y halló bastantes viejas y viejos abandonados por los mamelucos como inútiles; exploró las selvas próximas, y encontró algunas personas, cual espigas caídas de tan abundante mies como antes había; recogiólas alegremente, y tornó donde se hallaba el P. Viver; ambos se encaminaron á Itapúa con trescientas almas. En esta expedición fué notable la caridad de un neófito llamado Manuel, quien por espacio de muchas millas llevó á cuestas los enfermos, imitando al buen Pastor. Los mencionados religiosos volvieron al Uruguay pasados tres meses; pero sabiendo que los mamelucos se acercaban, no pudieron pasar del Caró; redujeron allí sesenta personas. Más tarde fueron á los montes de Tape los PP. Gaspar Serquiera, Pedro Mola y Francisco Jiménez, andando entre la ida y vuelta casi cien leguas; sacaron ochenta bárbaros de las selvas.


CAPÍTULO XXII

ENTRADA QUE SE HIZO Á LOS PUEBLOS GENTILES DEL PARANÁ.

Memorable es la excursión que llevó á cabo el P. Antonio de Palermo á las tierras de la parte superior del Paraná, donde no era fácil penetrar por la gran distancia, peñascos y selvas que cerraban el paso, y hallarse al otro lado del salto del Guairá. Acompañado de ochenta neófitos, á los ocho días de navegación llegó á la confluencia del Monday; salieron de las balsas y empezaron á subir la cuesta de la catarata; ocho días costó la ascensión. Dedicáronse luego á buscar los indios; á los siete días tuvieron indicios del lugar en que éstos se encontraban; echaron mano de dos solamente, quienes prometieron á los neófitos llevarlos á un sitio en que verían más gentiles; los nuestros se pusieron en camino sin adoptar antes precaución de ningún género; en esto uno de ellos fué herido y murió; cuando los indios supieron á lo que iba el P. Palermo, echaron á correr, negándose á conferenciar con él, de modo que, de gran muchedumbre, sólo pudo reducir ciento cincuenta, de los cuales cincuenta y siete eran niños y recibieron al instante el Bautismo. Entonces sucedió, yendo embarcados los neófitos, que de repente descargó una tempestad, y alborotó de tal manera las aguas del Paraná, que todos creían perecer. Los bárbaros cuidaban de salvarse nadando, y nada de sus almas; el P. Palermo decía en voz alta los misterios de nuestra religión; pero no le atendían, aturdidos con el miedo. Cuando parecía que se iba á sumergir la canoa del P. Palermo, cercada por las olas, se agarraron á éste dos hombres y un muchacho, que no le dejaban moverse ni posibilidad de nada; los neófitos, al verlo, remaron con fuerza y se aproximaron con una canoa entre olas que semejaban las del mar; pasó á ella el P. Palermo y pudo tocar la orilla; los indios nadaron ó se pusieron en salvo como pudieron. Ya en la ribera, cierta mujer fué mordida por una víbora; después de catequizada recibió el Bautismo y espiró; según es de creer, su alma voló á los cielos. Los gentiles fueron conducidos á una reducción para ser instruídos en nuestra fe.


CAPÍTULO XXIII

LOS DE ITATÍN SON AFLIGIDOS CON VARIAS CALAMIDADES.

Perturbadas andaban las cosas en Itatín, pues los mamelucos, semejantes á los animales anfibios, lo mismo infestaban las tierras que los ríos. Dos reducciones que allí habían fundado los jesuitas, efecto de las calamidades referidas, mudaron de lugar varias veces; á este mal se añadió el temor de una próxima invasión, pues los bandidos, después de pasar el Paraná, merodeaban por las cercanías del Uruguay. Estos llevaban ya por delante un buen número de neófitos, quienes habrían sufrido la suerte de sus hermanos, si el celo de los misioneros no les devolviese la libertad; el cielo castigó duramente á los bandidos: unos murieron hechos cenizas por los rayos; otros de enfermedades, ahogados al pasar los ríos ó devorados por los tigres; los pocos que sobrevivieron á tantas calamidades, volvieron al Brasil sin presa alguna. Enviado el P. Justo Vanfurk por el P. Vicente Badía en socorro de las reducciones, estuvo á punto de ser asesinado por un cacique, quien le amenazó caraá cara con las armas cuando quería trasladar una de las dos poblaciones á sitio más conveniente. Sin hacer resistencia, el P. Vanfurk presentó el pecho al golpe, circunstancia que dejó parado al homicida. Los PP. Vanfurk y Badía reformaron en breve los dos pueblos de Itatín; mas pronto se introdujo la confusión, efecto del temor á la guerra, la peste, la condición de los bárbaros, el aire insano y otros males; no vivieron tranquilos los neófitos hasta el año siguiente, durante el cual otros misioneros fueron á vivir entre ellos.


CAPÍTULO XXIV

LOS JESUITAS RECORREN FRUCTUOSAMENTE EL TUCUMÁN.

Los misioneros de Córdoba fueron á los ríos llamados Primero, Segundo, Tercero y Cuarto, por la situación en que están respectivamente. Encontraron muchos neófitos, á quienes el demonio afligía con apariciones y espectros. Uno de ellos contó que por espacio de veinte años había estado cohabitando con el diablo, y aunque este infame Adonis le prometió muchas cosas, nada más le dió que una miserable túnica de lana; se confesó luego y cambió de conducta. Cierto religioso halló en el desierto quince casas de paganos hechas de pieles curtidas; con el crucifijo en la mano y de rodillas rogó á sus habitadores que adorasen al verdadero Dios; accedieron éstos á ello y entonces los niños fueron bautizados; á los mayores se les prometió el Sacramento cuando hubiesen dado pruebas de constancia. En un lugar de españoles, divididos en bandos, dispuso el mismo jesuita que se elevaran preces al Señor para que lloviera, pues los campos estaban secos; exhortóles primeramente á deponer los odios, medio eficaz de complacer al Creador y conseguir lo que deseaban. ¡Cosa admirable! después de darse los oyentes las manos en señal de amistad, llovió copiosamente toda la noche.


CAPÍTULO XXV

LA REDUCCIÓN FUNDADA EN EL PAÍS DE LOS OCLOYAS

ES ENTREGADA Á LOS FRANCISCANOS.

El P. Gaspar Osorio, que se disponía á entrar en el Chaco, encomendó la administración del nuevo pueblo establecido en tierra de los ocloyas, al P. Medina; mas los frailes de San Francisco alzaron la voz diciendo que los jesuitas segaban mies ajena, pues ellos, en años anteriores, habían predicado á los indios mencionados. Enterados de esto el gobernador y el Obispo del Tucumán, rogaron á los franciscanos que dejaran sus reclamaciones hasta que la expedición al Chaco tuviese lugar, y entonces se vería lo que procedía según derecho. No se aquietaron los frailes, y llevaron la cuestión á la Audiencia y al Arzobispo. El Provincial Diego de Boroa, amante de la paz, con increíble dolor, accedió á que los franciscanos se encargaran de regir el pueblo de los ocloyas, convertidos y reducidos por la Compañía con harto trabajo.


CAPÍTULO XXVI

Los PP. GASPAR OSORIO Y ANTONIO RIPARIO VAN Á LA PROVINCIA DEL CHACO.

Entre tanto el P. Gaspar Osorio y el P. Antonio Ripario, recién llegado de Italia en compañía del paraguayo Sebastián de Alarcón, escolástico de la Compañía, intentaron en vano penetrar por la región de los ocloyas al Chaco; luego fueron á la ciudad de Jujuí, donde el Provincial les dió objetos que regalar á los bárbaros. Emprendieron el viaje al Chaco, yendo á pie por medio de bosques espesos y de espinos; con frecuencia tenían que derribar los árboles para abrirse camino. Quedó solo el Padre Ripario, expuesto á las acometidas de los salvajes y á la voracidad de los tigres, y el P. Osorio volvió á Jujuí en busca de un guía. Una voz interior le decía que no dilatase la expedición, y por tanto, sin oir los consejos de los españoles, se puso de nuevo en marcha. Al fin llegó donde estaba el P. Ripario. Ambos, muy de mañana, celebraban Misa en un altar portátil, doctrinaban á los indios con quienes tropezaban, y los atraían haciéndoles pequeños regalos; algunos de los llamados por los españolespalomos ypintadillos ólabradillos, se les murieron. Como faltasen víveres á los pocos días¡ el P. Osorio dispuso que el Padre Alarcón fuese á Jujuí á fin de procurarlos, y con él varioslabradrillos; éstos, instigados por Satanás y por odio á la religión, dieron muerte al P. Alarcón, devoraron sus carnes, y, llevando el cráneo del mártir como trofeo de semejante crueldad, se dirigieron al sitio en que pernoctaban los PP. Osorio y Ripario, con ánimo de asesinarlos.


CAPÍTULO XXVII

MUERTE DE LOS PP. GASPAR OSORIO Y ANTONIO RIPARIO.

No faltó quien advirtiese á éstos del peligro en que se hallaban; pero quisieron, antes que huir, esperar con valor el martirio. «Vengan, decían, y nos degüellen por haber predicado el Evangelio: subirán nuestras almas á la gloria eterna.» Llegó la noche, y los bárbaros quitaron á los misioneros violentamente el equipaje que les servía de cama y el altar portátil; los Padres, viendo cercana su última hora, se pusieron á orar y mutuamente se animaban. Cuando por la mañana invocaban el nombre de Jesús, fueron asaeteados por los indios, quienes con golpes de macana los derribaron al suelo; después les cortaron la cabeza en señal de triunfo. Algunos afirman que el no devorar la carne de los cadáveres fué por ser éstos muy flacos, efecto del prolongado ayuno. Dispersáronse los homicidas, y los indios que acompañaban á los religiosos, no pudiendo enterrar los restos de los mártires, los cubrieron con ramas para que las fieras y las aves de rapiña no los devorasen. Llegados á Salta, población de los españoles, contaron el triste suceso; entonces se vió que con razón aseguraban los jesuitas al partir que iban á padecer el martirio. La ciudad celebró las exequias de los misioneros asesinados, con más pena que ostentación, y lo mismo hizo en la capital del Tucumán el Obispo D. Melchor de Maldonado, ordenando que otro tanto se llevara á cabo en las parroquias de la diócesis. Un fraile de San Francisco hizo el panegírico de los ilustres difuntos. El dominico Jerónimo Delgadillo, Profesor de Teología, delante del Prelado los llamó mártires. El Obispo inquirió la causa del asesinato, y halló que no era sino el odio á la religión. El indio Francisco Guichi afirmó haber oído á dospalomos que uno de los mártires se aparecía todos los días á los bárbaros, vestido de sacerdote y circundado de luz, y que diez hombres de otra tribu que se atrevieron á acercársele, perecieron; los parricidas acabaron sus días muy pronto. Me guardo de admitir como probados semejantes portentos: digo las cosas según las he leído, sin admitirlas cuando se fundan solamente en la relación de testigos poco fidedignos.


CAPÍTULO XXVIII

HECHOS MEMORABLES DEL P. GASPAR OSORIO.

El P. Gaspar Osorio Valderrábano nació de padres nobles en Villavega, pueblo de Castilla la Vieja; muy joven entró en la Compañía, en la que llegó á emitir los cuatro votos. Amante de las virtudes, fué de castidad angélica y obediente hasta la muerte. Siendo Rector del Colegio, vestía en público un traje de algodón. Mucho tiempo usó un bonete viejo cubierto con badana. Su delicia era ejercer los más humildes cargos. Siempre durmió sobre un lecho de cañas ó en el suelo, tendido en una piel curtida al sol. Aun ya viejo usaba por almohada una piedra. Se flagelaba duramente hasta derramar sangre. Su familiar conversación con Dios le infundía el ardor que mostraba en los sermones y en su conversación; algún grave dominico, oyéndole predicar, lo comparó á los Apóstoles. Tuvo fama de santidad, porque se ocupaba de la salvación del prójimo antes que de la suya. Siendo Rector en Rioja, hizo una excursión al valle y convirtió muchas almas, á quienes administró el Bautismo y otros Sacramentos, sacándolas de las garras del demonio. Fué el primero en entrar á la provincia del Chaco, y repitió dos veces la expedición; en la tercera obtuvo la palma del martirio. Aprendió el idioma de los tobas con intento de predicarles. También sabía las lenguas tonocoté y quichúa, y compuso un diccionario de la ocloya. Entusiasta por la propagación del Evangelio, lo era en extremo si le hablaban del Chaco; entonces, arrebatado, saltaba de gozo, exclamando: «Los indios dei Chaco me arrojarán saetas, me herirán con la maza y desgarrarán mis miembros.» Parecíale ya estar sufriendo los tormentos del martirio y volar glorioso al cielo. Vió cumplidos sus deseos á los cuarenta y un años de edad y veintisiete de profesar en la Compañía.


CAPÍTULO XXIX

VIDA DEL P. ANTONIO RIPARIO.

Nació en Casalmora, en el campo de Cremona. Sus honrados y piadosos padres le dieron excelente educación, y se granjeó el afecto de sus compatriotas, que le consideraban como criatura perfecta. Nunca los muchachos de su edad se atrevieron delante de él á proferir palabras lascivas. Ingresó en la Compañía, y consiguió tal fama de virtuoso, que lo comparaban á San Buenaventura en que no parecía descendiente de Adán. Acabado el noviciado, enseñó cuatro años Humanidades en Milán y en Saona, y tuvo por discípulos ilustres religiosos. En Milán se dedicó al estudio de las letras sagradas, quería ir á Córcega porque muchos se asustaban del mal clima de aquella isla. Enviado al Paraguay, deseaba ser mártir; para conseguirlo, afligía su cuerpo y oraba á los Santos. Decía á sus confesores que jamás le negó nada el Esposo de María, y esperaba que éste le concediera la palma ambicionada; afirmaba que debía á San José el predicar en la provincia del Chaco. El P. Marcelo Mastrilli, que se dirigía al Oriente, lo quería mucho porque era devoto de San Francisco Javier. Cuando el P. Ripario navegó á las Indias, arrojó al mar una reliquia de dicho Santo para calmar la tempestad; en efecto, cesó ésta, y en memoria de tal prodigio ayunó siempre la víspera de la fiesta del Apóstol de las Indias orientales. Con frecuencia ayunaba á pan y agua, en recuerdo de la Pasión de Cristo. Si oía hablar del Chaco ó del trabajo que cuesta salvar las almas, su corazón se llenaba de alegría, y no pudiendo ocultarla, manifestábala con sinceridad. Muertos los PP. Osorio y Ripario, muchos jesuitas solicitaron ir al Chaco, ansiosos de sufrir por la propagación del Evangelio.


CAPÍTULO XXX

VIRTUDES DE LOS PP. JUAN CERECEDA Y GONZALO JUSTE.

En Salta murió el Rector Juan Cereceda, digno de mención por sus apostólicas expediciones, costumbres ascéticas, piedad religiosa, inocencia de vida y asiduidad en la enseñanza de los novicios. Los ciudadanos besaron los pies del difunto, y pidieron los objetos que había usado para repartírselos como cosas de un Santo. Aún era más célebre el P. Gonzalo Juste, Coadjutor, de quien hace mención el P. Nieremberg en losVarones ilustres A la Compañía. Desde Galicia, su patria, navegó á las Indias, y por muchos años militó en el reino de Chile; de soldado tenía solamente la generosidad; en lo restante era religioso antes que seglar. En cuanto se lo permitían sus ocupaciones, asistía á Misa y á sermones. A los cuarenta años de su edad profesó en la Compañía, y vivió en ella cerca de veinte. Por humildad llevaba siempre mal traje y peores zapatos. Jamás tuvo mesa, cama ni silla. Dormía á la sombra de los árboles, y poco tiempo. Nunca se sentó á comer con los restantes jesuitas, y se alimentaba de los desperdicios de éstos. Por espacio de diez y ocho años se abstuvo por completo de beber ni una gota de agua, y eso en un clima tan cálido; no probaba salsas, y roía las cáscaras de los melones y manzanas. Enfermó de un cáncer en un lado, y no usaba otro remedio que el hierro candente ó tejas puestas al fuego; extendióse la llaga, y dispuso que un hombre inexperto se la curase cortando lo podrido; cierto jesuita llegó á tiempo para evitar esta carnicería. Los ratos de ocio los empleaba en la lectura de libros piadosos, y en la oración. Tuvo anuncios de su futura gloria: así se lo dijo una voz misteriosa, y experimentó indecible alegría. Tres días antes de morir afirmó á su confesor que muchas veces había visto al Salvador y á su Madre corporalmente, cosa creíble en hombre tan casto, humilde y caritativo, ornamento de la provincia. Desde Salta se hizo una excursión apostólica. La ciudad de Jujuí, donde predicaron los jesuitas, dió las gracias al Provincial y una buena suma de dinero para que fundase allí un Colegio, lo cual no se llevó á cabo por tratarse de población poco importante; bastaba con visitarla de cuando en cuando.


CAPÍTULO XXXI

EL P. DIEGO DE ALFARO ES MUERTO POR LOS MAMELUCOS.

Los jesuitas del Paraná y Uruguay se dedicaban á reedificar las reducciones y espiar los movimientos del enemigo; pero como los neófitos andaban temerosos de peligros imaginarios y no probados, dispuso el P. Alfaro que dos religiosos fuesen por turno á la otra margen del Uruguay para ver si los mamelucos se acercaban, y al mismo tiempo reunir los indios errantes por los campos y llevarlos á las poblaciones. Estando los PP. Antonio Palermo y Felipe Viver consagrados á tal ocupación, dos neófitos que iban en su compañía se internaron en el país, cayendo en manos de los bandidos, quienes los tuvieron presos cargados de cadenas, hasta que se escaparon con una acción heróica: aborreciendo el cautiverio, cierta noche, mientras dormían profundamente sus dueños, ellos, que tenían los brazos atados por la espalda, los aproximaron al fuego, y soportaron las quemaduras hasta que saltaron las cuerdas que los oprimían; logrado esto, echaron á correr por sendas extraviadas, y después de andar catorce leguas, llegaron donde estaban los Padres; las declaraciones que hicieron sobre los planes de los mamelucos fueron muy provechosas. Poco antes de esto, el gobernador del Paraguay, D. Pedro de Lugo, había recibido cartas del Rey, en las que le recomendaba que procurase con todas sus fuerzas defender las reducciones de los indios, vejadas por los mamelucos; el gobernador se hallaba á la sazón visitando los pueblos del Paraná, escoltado por cuarenta españoles. Por instigación del P. Diego de Alfaro, preparó su comitiva para la defensa, y reunió cuatro mil soldados neófitos; con este ejército se dirigió á los campos de Caasapamini, donde vagaban los mamelucos; le acompañaban el Padre Alfaro y otros religiosos para animar, según costumbre, á los combatientes y socorrer los moribundos. Esperábase derrotar sin dificultad al enemigo, cuando ocurrió una terrible desgracia. Después que el P. Alfaro, Superior general de las misiones, rogó á los jesuitas que no se expusieran á los peligros sin necesidad, y excitó el ardor de los neófitos en algunas escaramuzas, salió del campamento para explorar las cercanías: entonces un mameluco que se hallaba escondido lo atravesó de un balazo. Sabiendo los neófitos que el P. Alfaro había muerto, llenos de cólera se arrojaron contra los adversarios, no parando hasta ponerlos en precipitada fuga; cogieron muchos prisioneros, mamelucos y tupís; éstos fueron llevados ante el gobernador, quien les reprendió acremente, y mientras se trataba del castigo que merecían, los entregó á los neófitos para que los custodiasen. Los tupís tuvieron la suerte de comprar la libertad cristiana á costa de la temporal; llevados á los pueblos, recibieron el Bautismo. El cadáver del P. Alfaro fué conducido en hombros de los neófitos principales á la ciudad de la Concepción, situada en el Uruguay, y con gran pompa sepultado, cual merecían sus virtudes preclaras; cuatro días se invirtieron en el camino. Con la muerte del P. Alfaro se fueron disipando los recelos de los neófitos al suponer que si los jesuitas los reducían, era para entregarlos á los mamelucos. El gobernador llevó los prisioneros brasileños á la Asunción, distante ochenta leguas; condújose con ellos más blandamente que debía, en lo cual fué reprensible; hay quien afirma que en castigo de esto sufrió una enfermedad, y su casa fué abrasada por un rayo; aunque envió los mamelucos al gobernador de la Plata para que los castigase, sucedió que por la mediación de varios hombres encumbrados, los malhechores quedaron impunes y tornaron á su patria.


CAPÍTULO XXXII

VIDA DEL P. DIEGO DE ALFARO.

Fué hijo de D. Francisco de Alfaro, Oidor de las Audiencias de Panamá y Chuquisaca y Consejero en Madrid. Estudió las primeras letras en Lima; luego navegó á España y cursó en Salamanca. Ingresó en la Compañía, y á los cuatro años, ávido de expediciones apostólicas, siendo Procurador el P. Juan Viana, marchó al Paraguay. En Córdoba del Tucumán se consagró á la ciencia, y se le amortiguaron sus deseos de hacer bien á los indios; el cielo se los excitó con esta ocasión. Pasando un río, se le fué la vista y cayó del caballo al agua; un indio lo sacó á la orilla; vuelto al Colegio, fijó los ojos en su salvador, y exclamó: «Ya que Dios me libró de la muerte por obra de un indio, en cuanto mis Superiores lo consientan, me consagraré á labrar el bienestar de los indios.» Cumplió su voto, pues ya ordenado de presbítero, pudiendo enseñar Filosofía y Teología, con humildes ruegos solicitó que lo destinaran á las misiones del Uruguay, donde permaneció hasta que los Inquisidores de Lima le nombraron Comisario del Santo Oficio. Con este motivo marchó á regir el Colegio de la Asunción, y si dejó á los indios, fué con el cuerpo, que en el alma los tenía presentes, y los socorrió con cuanto pudo. Acabado su rectorado, suplicó, llorando, que lo enviasen de nuevo á las misiones; elegido Superior de los jesuitas del Paraná y Uruguay, como buen pastor, arriesgó durante cuarenta años su vida por sus ovejas. Los indios llevaron su cadáver á la ciudad de la Asunción, y le pusieron una corona de mártir. El Provincial Diego de Boroa, en un sermón, afirmó que así debíamos considerarlo, contra algunos que pensaban lo contrario; lo mismo escribieron el P. José Oreghi al Provincial en una carta consolatoria, y Alegambe en suCatálogo; pero el último dice que será mejor esperar la decisión pontificia; yo juzgo también que esto es lo acertado. Lo que sí aseguro es que el Padre Alfaro fué hombre de muchas virtudes, prudente en su gobierno, capaz de altas empresas y de condiciones apostólicas. Cuando desempeñó el cargo de Comisario del Santo Oficio, trató con suma integridad las cosas de la fe. Mientras la paste duró, asistió á los indios enfermos de día y de noche. Hablaba á la maravilla el idioma de los bárbaros. Para insinuar la piedad en los corazones de éstos, hacía con sus manos altares, procuraba la construcción de iglesias y no se desdeñaba de ninguna obra por baja que fuese. Defendió calurosamente la Inmaculada Concepción; noches enteras las pasaba escribiendo estas palabras con letras grandes: «María concebida sin pecado original.» y clavaba las cédulas en las puertas de sus compañeros para excitarles á ser piadosos. Dos meses antes de morir, aseguró que los mamelucos le quitarían la vida, porque oyendo nombrar á éstos, por un secreto impulso, se consagró á la defensa de los indios. La víspera de su muerte escribió á un amigo: «Voy á los enemigos, que me atravesarán de un balazo.»


CAPÍTULO XXXIII

EL P. CLAUDIO RUYER, SUCESOR DEL P. ALFARO,

PROCURA LA CONVERSIÓN DE LOS INDIOS CARACARÁS

Apenas el P. Diego de Boroa supo el asesinato del P. Alfaro, corrió á los pueblos de neófitos y nombró Superior general al P. Claudio Ruyer, designado para tal cargo por el General Mucio Vitelleschi. Diré algo de su vida. Nació en la Borgoña de padres honrados y pasó á Italia ya adulto. Estudió en Nápoles, y aunque merecía altos puestos, solicitó ser Coadjutor de la Compañía. Hecho sacerdote, dió muestras de su modestia y claro ingenio, y pasó al grado de escolástico con otros jóvenes que profesaron por sus consejos. Antes de entrar en la Orden fué cofrade de María en Nápoles y predicaba en las plazas; la fama de sus virtudes y sus buenas costumbres eran aún más elocuentes que sus palabras. Enviado á la Calabria, con discursos sencillos, sin pompa de expresión, convirtió muchas almas. Confesó á innumerables personas, y fundó una Hermandad que todavía subsiste. En el año 1617 se creó la provincia del Paraguay, y en ella se dedicó á labrar la felicidad de los indios, sin reparar en molestias. Destinado al Paraná, anduvo por montes y caminos ásperos, por sitios extraviados, bosques espesos, inmensas lagunas, en medio de fieras, y sin provisiones; durante muchos años, á falta de pan, vino y carne, se alimentó de raícesy legumbres, atento solamente á la salvación de los gentiles; esperamos que sus actos heróicos estarán escritos en el libro de la vida. Se le debe en gran parte la fundación de Iguazúa y Acaray. Con riesgo de morir congregó los indios fugitivos y reconcilió con el cristianismo á los caaiguaes. En la emigración del Guairá hizo lo que ya sabemos. Armonizó de tal manera la oración con la actividad, que era un prodigio en ambas cosas. Rezaba las horas canónicas en la iglesia y de rodillas. Por la mañana dedicaba tres horas á la meditación antes de celebrar Misa. Ningún día dejó de azotarse, El tiempo que tenía libre lo pasaba invocando los santos, de modo que ni un momento ocioso tenía. Admirábase de la locura de los hombres que posponen los deleites celestiales á los placeres mundanos. Otras virtudes reunía, útiles en las tribulaciones de la Compañía. Cuidó del buen orden en los pueblos, y de que se hicieran excursiones á los indios. Por su mandato, el Padre Romero, con cuatrocientos neófitos, y á petición del gobernador del Río de la Plata, fué al lago de Caracará, distante cien legas, y mereció los aplausos de todo el Paraguay. En las orillas del lago, que tiene sesenta leguas de anchura, habitaban los caracarás, capesacos y menepes, hombres feroces, parte de ellos gentiles y parte educados en el pueblo de Santa Ana; éstos, divididos en facciones, abandonaron la fe y la civilización, y acometían por tierra y agua á los viajeros, escondiendo la presa en los cañaverales; en una irrupción quemaron el templo de Santa Lucía; entre ellos vivían los asesinos del P. Pedro Espinosa. Soberbios con la impunidad, á todo se atrevían. No era cosa fácil penetrar en su país, pues el lago solamente tenía una entrada pantanosa y cubierta de espinos; en el interior había islas flotantes, cual se ve en Bélgica, en las que perecían los extraños y se salvaban los indios. Los neófitos, animados por el P. Romero, vencieron todas estas dificultades, sacaron á los bárbaros de sus cañaverales, dieron muerte á varios y obligaron á rendirse á los restantes; los cautivos fueron entregados á Juan Garay, capitán de los españoles, que alabó á los indios fieles. Con esto se restauró la reducción de Santa Lucía, los viajeros recorrieron seguros el Paraná, y los pueblos de indios y españoles recobraron la tranquilidad. Licenció sus tropas el P. Romero, y fué al puerto de Buenos Aires, que dista ciento cincuenta leguas, para contar al gobernador su victoriay hablarle de otros negocios.


CAPÍTULO XXXIV

REFIÉRENSE VARIOS SUCESOS OCURRIDOS EN LA ASUNCIÓN.

Por aquel tiempo florecía en la Asunción el culto de la Virgen; en la capilla de las Siervas de María había una bellísima imagen que cuantas veces era llevada por las calles de la ciudad en solemne procesión, excitaba los ánimos y atraía los corazones; la Madre de Dios derramaba con profusión beneficios á sus devotos. He aquí un ejemplo de esto. Catalina Gómez tenía un brazo contraído á consecuencia de haberle mordido una víbora, y por espacio de veinticinco años ninguna medicina dió resultado favorable; cuando se aproximaban las tempestades, sufría dolores increíbles por lo crueles; cierto día que las campanas anunciaban que la imagen de María iba á ser sacada en procesión, concibió la esperanza de sanar, encomendándose á la Virgen; no se engañó: tan luego como empezó á rezar con un rosario tocado á la efigie, sus nervios se aflojaron, pudo mover el brazo y recobró la salud; toda la ciudad quedó admirada del portento, y se fijó el recuerdo de éste en un cuadro. Un niño recién nacido tenía pegados los pies á las nalgas, de tal nodo, que no se le podían separar; untósele con aceite de la lámpara que ardía ante María, y se despegaron. El mismo aceite curó el flujo de cierta mujer; también sanó á Magdalena Figueroa, noble danma, y á Juan Fernández, atacados de la peste. Un muchacho gravemente herido, porque lo tiró un caballo sin domar, sanó al instante que ofreció entrar en la Esclavitud de María. Un niño que parecía haber espirado ya, se libró de la muerte por la intercesión de la Virgen; omito otros muchos casos prodigiosos. La imagen de San Ignacio dió la vida á un niño y una mujer, ambos enfermos de peligro. El fundador de la Compañía fué invocado á fin de que desapareciesen de cierta casa los demonios y duendes que la infestaban; en seguida la abandonaron. Establecióse una procesión de niños en recuerdo de la Pasión de Cristo: iban vestidos de largas túnicas, cubiertas las cabezas con cogullas; en una mano cruces, en la otra rosarios; á intervalos estaban representados los instrumentos de la Pasión muy á lo vivo; los ciudadanos lloraban enternecidos.


CAPÍTULO XXXV

EL P. BOROA VISITA LA PROVINCIA DE ITATÍN.

Por aquel tiempo llegó el Provincial á Itatín, y con tres religiosos que llevó suplió la escasez de misioneros; gracias á esto, las dos reducciones de allí recobraron su anterior prosperidad, á lo cual también contribuyó mucho la presencia del Provincial, pues se atrajo la voluntad de las personas más distinguidas con varios regalos que les hizo, y procuró congregar los indios que andaban errantes. Cuando volvió al Paraguay se embarcó en una balsa hecha de cañas para atravesar el Pirapó, y corrió no leve peligro, pues aunque dichas cañas son tan gruesas como el muslo de un hombre y atadas entre sí, no es fácil que se hundan, sin embargo, acaeció que las de la navecilla en que iba el P. Boroa estaban aún verdes,y apenas entró en ella, ésta se empezó á sumergir y era llevada por la corriente: ya el P. Boroa tenía el cuerpo casi cubierto de agua; entonces hábiles nadadores lo sacaron á la orilla. Mayor exposición hubo al pasar otro río; en aquel país es costumbre fabricar las barcas con varas flexibles cubiertas de piel de buey; entran los viajeros y son remolcados por los indios hasta llegar á la margen opuesta. Embarcóse el P. Boroa en una de éstas, y cuando estaba en la mitad del río, se reunieron más nadadores de los que hacían falta,y con la mejor intención volcaron el esquife. Luego pasó el Juijuí en una lancha formada con corteza de árboles. Si riesgos corrió en las aguas, no fueron menores los que hubo por parte de los payaguaes, hombres ferocísimos que devastaban aquella región con robos y crueldades; también al caminar por inmensas ciénagas, donde los viajeros marchan con el cuerpo medio desnudo á veces cuarenta leguas. Doscientas leguas anduvo el Provincial desde que salió de la Asunción hasta que tornó á esta población. Decir en particular cuántos trabajos pasó, es cosa innecesaria: baste decir que fueron iguales á los que hemos referido de los misioneros que evangelizaron en aquella región.


CAPÍTULO XXXVI

ENTRADA QUE SE HIZO AL TAPE (AÑO 1640).

Navegó el Provincial por el río Paraná abajo y llegó al Tucumán, donde visitó los Colegios de la Compañía y las reducciones. Luego subió por el Uruguay, yendo desde Buenos Aires, y después de recorrer seiscientas leguas penetró en la región poblada por los neófitos; en éstas ordenó cuantas cosas le parecieron que no andaban bien, y excitó el ánimo de los misioneros á nuevas expediciones. Los Padres Agustín Contreras, Pablo de Benavides, Pedro Mola y Miguel Gómez, fueron enviados al Tape con mil neófitos de escolta para que escudriñasen todos sus rincones y sacaran los indios diseminados y escondidos por miedo á caer en la servidumbre. Ya hacía algunos días que habían salido, cuando supieron que los mamelucos estaban cerca, en vista de lo cual retrocedieron. Una vez que los bandidos se retiraron, volvieron dichos Padres con el mismo acompañamiento; sufriendo mucho por las enfermedades y tormentas, subieron á las cumbres de los montesy llegaron al Igay; pasado éste, se les presentó un cacique con su clientela, poniéndose bajo la dirección de los religiosos; además indicó los parajes donde se hallaban los indios; muchos de éstos se habrían reducido, á no ser por otro cacique peritísimo en las artes mágicas, el cual, vendiéndose por divinidad, seducía á los bárbaros, les hacía concebir odio al Bautismo, y los iniciaba en supersticiones, diciéndoles que serían en adelante libres del poder de los mamelucos; para halagarlos, daba, como acostumbraban los Padres, bastones de autoridad á los más principales. Fueron los neófitos al encuentro de tal monstruo, que estaba rodeado de sus clientes, y con las armas en la mano le acometieron tan briosamente, que cogieron trescientos indios prisioneros, los cuales salieron de la servidumbre del diablo á la libertad cristiana. En las ruinas de Jesús y María fueron reducidas otras trescientas almas, y más en varios lugares. Cuando los nuestros caminaban de regreso por los campos de Caasapamini, rescataron una mujer destinada á los festines de los antropófagos, y apresaron cincuenta familias de éstos; las sacaron de allí para que algún día pertenecieran á la Iglesia. En esta expedición se redujeron mil doscientas almas, antes esclavas de Satanás; llevadas á los pueblos de neófitos, acrecentaron el número de los fieles.


CAPÍTULO XXXVII

EXPEDICION QUE SE HIZO Á LIVI.

Dirigióse el P. José Domenech con gran turba de neófitos á las tierras que baña el río Livi; explorólas y sacó de las tinieblas gentílicas muchos idólatras, y por cierto que no sin trabajo ni peligros. Muy luego se apoderó de cuarenta bárbaros, unos fugitivos de las reducciones y otros gentiles; en tal ocasión, estuvo á pique de morir: había mandado cortar árboles, los más corpulentos que hubiera, y con sus troncos excavados hacer canoas; pero á causa de estar la madera verde y el hueco labrado ser pequeño, resultaron muy pesadas; ya en la mitad del río empezaron á hundirse y ser llevadas por el agua con grave riesgo de los navegantes. Algunos muchachos, temerosos de ahogarse, asiéronse de los vestidos del P. Domenech, quien bautizó á uno de ellos que vió á punto de morir; los neófitos nadaban alrededor de las canoas para sacarlas á flote; pero cuanto más se esforzaban, éstas más se sumergían. Una milla recorrieron de este modo, y con harto trabajo pudieron llegar á la margen opuesta. Allí registraron las selvas y sacaron un gran número de indios para establecerlos en las reducciones. Marchó luego el Padre Domenech á las fuentes del río Livi y tocó el país de los gentiles, llamadosceratos, porque se untan con cera silvestre el pelo y lo embadurnan por completo. Por entonces fué á los pinares con los PP. Diego Suárez y Francisco Jiménez. Los neófitos de San José llevaron al redil de Cristo muchos indios del Tape. Pero aún más notable que esta excursión fué la hecha al Uruguay.


CAPÍTULO XXXVIII

EXPLÓRASE LA REGIÓN SUPERIOR DEL URUGUAY.

Hasta entonces solamente habían sido reducidos los indios que moraban en el curso inferior del Uruguay; pero la región que desde Acaragua se extiende por espacio de cien leguas, quedaba intacta; decíase que había en ella suficiente número de gentiles para llenar varios pueblos, y como estos indios fuesen con frecuencia á nuestras reducciones para comerciar con los neófitos, los misioneros procuraron á toda costa ganar su confianza, á fin de atraerlos á Cristo. Por espacio de muchos años nada se consiguió, efecto del perverso carácter de aquella gente y de las astucias del demonio. Niezú, asesino del P. Roque González y de los compañeros de éste, era el principal obstáculo, pues refugiado allí, corrompía los ánimos. Este año pareció el terreno mejor preparado, á causa de ciertas disensiones habidas entre las bárbaros: uno de los dos bandos en que se dividieron envió al pueblo de Acaragua algunos comisionados para implorar el auxilio de los neófitos; recibidos cariñosamente por los Padres, regresaron con buenas esperanzas que éstos les dieron. A la sazón estaba en Acaragua el Provincial, y atento á dilatar el imperio de Cristo, reunió los más distinguidos neófitos, y con ellos y varios Padres se dispuso á salir lo antes posible. Obraba así, porque temía que los mamelucos guerreasen contra los bárbaros, y luego, como en efecto aconteció, penetrasen por allí en las reducciones. Los misioneros suplicaron al Provincial que no marchara con los expedicionarios en vista de los graves peligros que se ofrecerían, y de que su muerte cedería en perjuicio de la provincia. Como la empresa era difícil y exigía una persona inteligente, mandó que la dirigiera el P. Claudio Ruyer con otros cuatro religiosos; le mandó que se enterase bien del país, fundara nuevas reducciones y dejase en ellas los sacerdotes necesarios para su administración. El P. Ruyery sus compañeros navegaron Uruguay arriba, tropezando con multitud de obstáculos, cuales eran la escasez de provisiones, las tempestades, las lluvias y los bajos, de modo que el viaje fué más largo de lo que se esperaba. Llegaron, por fin, á las aldeas de los bárbaros, cuyo cacique, llamado Mburúa, era tan respetado, que los mamelucos le daban el calificado de rey. Tataendi, hijo de Mburúa, sabiendo el propósito de los Padres, se opuso resueltamente á que lo ejecutaran; congregó numerosa tropa, y con ella les salió al encuentro, ordenándoles con aire de mando que retrocediesen. No lo consiguió, y entonces volvió al pueblo, atravesando el río, y armó cuantos indios pudo para rechazar los neófitos; presentóse á éstos con tal procacidad, que amenazó con echar mano á los Padres si no se marchaban. Sus satélites decían á voces que ya tenían preparado el vino para el convite en que los devoraran. Irritados los neófitos, empuñaron las armas, y lanzándose contra los insultadores, después de herir algunos, pusieron en fuga los restantes. Fueron hechos prisioneros trescientos, y llevados á nuestras reducciones, recibieron nuestras creencias. Esto es lo que se alcanzó en la entrada que se hizo al alto Uruguay.


CAPÍTULO XXXIX

DE LA GUERRA CALCHAQUí.

Habitaban los calchaquíes en la orilla izquierda del alto Paraná,y feroces como tigres ó leones, devastaban los vecinos pueblos de indios y españoles, llevando el terror por todas partes y haciéndose temibles más por su crueldad que por su número. Principalmente causaban daños á la ciudad de Santa Fe: quemaban las granjas de los alrededores, se llevaban el ganado, y mataban los colonos ó les exigían crecidos rescates; en realidad, Santa Fe estaba sitiada por ellos. El gobernador de Buenos Aires, con intento de sujetarlos, preparó un ejército de españoles é indios amigos, y pidió que de las nuevas reducciones le enviasen seiscientos neófitos, pues vencedores éstos en el año anterior de los caracarás, había esperanza de que derrotaran también á los calchaquíes. Fueron en compañía de los neófitos los PP. Alonso Arias y Pedro Romero, misioneros infatigables; en el viaje de ida y vuelta anduvieron más de seiscientas leguas. Apenas recibió tales auxilios el gobernador, marchó contra los enemigos. Pero como era más ducho en el sistema de guerra seguido en Flandes que en el que allí convenía, despreciando los consejos oportunos, exigía mil cosas imposibles, cual era el que los adversarios peleasen en filas y ordenadamente. Estos se enteraron de nuestras fuerzas, y escondidos en cañaverales inaccesibles, se defendieron hasta que los soldados quedaron fatigados y hambrientos, burlando la táctica del gobernador. Sin embargo, se cogieron trescientos prisioneros, con lo cual se mitigó la pena del fracaso. Vió un soldado que el P. Romero oraba por la noche de rodillas tres horas, y conmovido hizo penitencia; treinta años hacía que no se confesaba; con inmenso dolor de sus culpas recibió la absolución del P. Romero. Licenciadas las tropas, éste volvió á Buenos Aires, donde las autoridades le dieron armas para que se defendiesen los neófitos del Paraná y Uruguay.


CAPÍTULO XL

VARIOS SUCESOS OCURRIDOS EN EL PARANÁ Y EL URUGUAY.

Gracias al celo de los religiosos, fueron reedificadas las reducciones de los emigrante en el Paraná y el Uruguay, y el Provincial colocó en sus iglesias, con solemne pompa, el Santísimo Sacramento. En San Ignacio, pueblo del Paraguay, aconteció que los PP. Pedro Bosquier y Felipe Viver, cumpliendo con su deber, reprendieron las costumbres de algunos hombres libertinos, y por esto se enemistaron con ellos; éstos se pusieron de acuerdo y trataron de envenenar al P. Felipe Viver, quien apenas gustó el manjar por el asco que le dió, se abstuvo de comer más; evitó la muerte, pero no una enfermedad. Al P. Bosquier le intoxicaron el vino con que debía celebrar Misa y hubiera reventado á no reparar en el color turbio de la vinajera; descubiertos los autores de los crímenes referidos, confesaron su delito y fueron, si bien levemente, castigados. Una mujer que deseaba recobrar su pristina libertad, sedujo con lascivos deleites á dos neófitos, y con ellos salió de Santa Ana; en el camino fué despedazada por las fieras. Un muchacho de San Ignacio, pueblo del Paraná, sufrió igual pena por dejar de ir á Misa los días festivos. En San José, un neófito que trabajaba cierto domingo, fué mordido por una víbora y murió después de arrepentirse. Otro refirió á un misionero que le cuidaba mientras estaba enfermo, que una vez durante el sueño lo cogieron horribles demonios y lo arrojaron en un pozo que echaba llamas; de allí lo sacó un bellísimo joven, diciendo que Dios se había compadecido de él y deseaba no cayese en el fuego eterno. Preguntóle el Padre si la conciencia le argüía de pecado mortal, y contestó que no; escudriñóle más, y resultó que no había en realidad recibido el Bautismo, pues como un día festivo acudiera al templo cuando los fieles son rociados con agua bendita, creyó que esto bastaba para ser cristiano; fué bautizado y recobró la salud, teniendo en adelante excelente conducta. Un siervo de María, distinguido por sus virtudes entre los neófitos, llegó á envanecerse demasiado de su perfección, en tal grado, que lo expulsaron de la Cofradía; desesperado, arrojó el rosario que solía llevar, internóse en un bosque y se ahorcó según se cree. Visitó el provincial las reducciones del Uruguay, y echando cuenta de las personas bautizadas por los misioneros, halló ser seis mil cuatrocientas en el Paraná y cinco mil doscientas en el Uruguay. Luego que arregló todo, á fines de año, navegó al puerto de Buenos Aires, á donde volvía el P. Francisco Díaz Taño, Procurador en la corte romana.


CAPÍTULO XLI

ES PROCURADOR EL P. FRANCISCO DIAZ TAÑO.

Luego que el P. Díaz Taño acabó en Madrid muchos negocios á que fué, se dirigió á Roma, donde fácilmente consiguió que el General Vitelleschi enviase al nuevo continente escogidos misioneros de Roma, Nápoles, Milán, Cerdeña, Flandes, Bélgica y España. El Papa Urbano VIII le dió varios Breves: por uno de ellos concedía á los indios, negros y mestizos de la América austral que pudiesen cumplir con el precepto pascual desde la Septuagésima hasta la octava del Corpus Christi; en otro excomulgaba á quienes con cualquier pretexto redujeran á los indios neófitos ó gentiles á servicios personales. El Pontífice le entregó el cuerpo de San Epimaquio, acordándose de su amistad con el P. Oreghi, y le rogó que saludara á éste en su nombre; lo mismo le encargó el Cardenal Oreghi, hermano cariñoso de dicho jesuita. Despidióse el P. Díaz Taño de Su Santidad, y con los jesuitas de Italia navegó á España; el rey Católico en Madrid le concedió embarcación y recursos para que treinta misioneros pasaran al Nuevo Mundo, y dispuso que el Consejo de Indias expidiera un decreto por el cual se condenaban las incursiones de los mamelucos, se daba libertad á los prisioneros de éstos, y se imponían severas penas á los autores de las devastaciones que sabemos. Reunidos ya en Lisboa los jesuitas que iban al continente americano, se dirigió á Sevilla, porque sabía que á esta ciudad acudían seis misioneros belgas salidos del puerto de Dunkerque, quienes con haber ido á Inglaterra disfrazados por no ser conocidos, contaban que los herejes estuvieron á punto de saber que eran jesuitas, pues en vano se esforzaban por imitar el aire de los seglares; además, casi los descubrió un muchacho; habíalos obsequiado generosamente el Provincial de la Compañía en Inglaterra. Este les envió á Douvres una caja de plata y marfil con Hostias consagradas, en virtud de privilegio pontificio que les autorizaba á llevar el Cuerpo del Señor oculto, y comulgar en la navegación á España sin que los herejes se enteraran. Guardaba las Sagradas Formas el P. Antonio Vanfurk, belga; cuando se preparaban á subir al buque desde una barca, los guardas del puerto de Douvres, alegando ser costumbre en el país, les registraron cuanto llevaban: uno, más audaz que los otros, arrebató la caja en que se encerraba la Eucaristía. Ya en la nave, D. Juan de Meneses, noble portugués, gobernador en otro tiempo de las islas de Madera, echó de ver que los herejes se habían llevado la Eucaristía; encendido en cólera, mandó que todos los marineros se armasen, con lo cual se asustaron los rateros y devolvieron su hurto. Por fin arribaron á Lisboa en el mes de Agosto;á la sazón, el Nuncio de Su Santidad tenía puesto entredicho á la ciudad. Mientras tanto que se preparaba una embarcación, fueron benévolamente acogidos por los Padres de nuestro Colegio, y se dedicaron al bien espiritual de la población y de los marineros. Partieron de allí la víspera de la Purificación, á la cual eligieron como Patrona del viaje. A los ocho días, faltó poco para que se estrellara el buque en una isla, cerca del Cabo Verde; con la protección de la Virgen y la destreza del timonero, evitaron el peligro. Muy luego, bastantes religiosos comenzaron á enfermar, sin saber de qué, y murieron los PP. Antonio Vanfurk y Juan Soyer, belgas. Este había nacido en Maubeuge; admitido en la Compañía, por su excelente ingenio y piedad, solicitó pasar á las Indias; en Lisboa dió muestras de lo que hubiera hecho á no fallecer, con el siguiente motivo. D. Juan de Meneses, gobernador de las islas de la Madera, navegando desde Inglaterra con el P. Seyer, trabó amistad con éste, y ya en Lisboa lo llevó consigo á una quinta que cerca tenía, donde residía un capitán, el cual, salió de paseo cierto día cuando el P. Soyer estaba en Lisboa; entonces se le apareció éste exhortándole á la piedad; cosa admirable: apenas la visión desapareció, el capitán sintió un vivo dolor de sus culpas, y lloró su pasada vida. Sabedores de lo acontecido Meneses, su madre y demás familia, experimentaron deseos de confesarse con los jesuitas; por casualidad llegó á la granja el P. Soyer y absolvió á todos. En Lisboa imprimió un folleto que refería los milagros de la Virgen de Santa Fe, y contenía diversas oraciones. Murió por tomar demasiado antimonio estando enfermo. El P. Antonio Vanfurk, natural de Amberes, tuvo seis hermanos, que ingresaron en la Compañía; su muerte fué llorada con razón, porque ningún jesuita de los que iban en compañía del P. Díaz Taño le aventajaba en condiciones excelentes. Por su gravedad, suavidad de palabras y afectos piadosos, se granjeaba el cariño de todos. En Bruselas enseñó Humanidades y Retórica muchos años, y en Lovaina cuatro cursos de Teología. Pudiendo brillar en Bélgica, prefirió esconderse en un rincón del Nuevo Mundo. Preguntado antes de espirar si moría á disgusto sin ver á su hermano Justo, que residía en el Paraguay, respondió que no por visitarlo partía de Europa, y que de buena gana se abstendría de saludarlo con tal de poderse consagrar á la salvación de los indios. Su cuerpo fué arrojado al mar el Domingo de Resurrección. Entre tanto los más de los jesuitas estaban en cama y se desencadenó una tempestad tan violenta, que los marineros viejos decían no haberla sufrido como aquélla; la nave fué llevada hacia el cabo de Buena Esperanza, á la misma latitud que Buenos Aires, pero muy distante. Abandonaron los misioneros la idea de ir directamente á esta ciudad, y se dirigieron al Brasil.


CAPÍTULO XLII

ALBOROTOS QUE HUBO EN RÍO JANEIRO.

Llegaron, por fin, los jesuitas al puerto de Río Janeiro, donde el P. Pedro Mora, Visitador del Brasil en nombre del General, y el Padre José Acosta, Rector del Colegio, y el gobernador D. Manuel Sáa, los recibieron benévolamente. Cumplidos los ordinarios oficios de cortesía, el P. Díaz Taño, atento á su cometido, trató de promulgar el Breve pontificio, en el que se excomulgaba á los vejadores de los indios; pero halló graves obstáculos. Tan luego como se oyó en nuestra iglesia pregonar el Breve, los mamelucos de Río Janeiro y sus satélites se encolerizaron, y trataron de matar á los jesuitas; tumultuosamente rompieron las puertas del Colegio y amenazaron á los recién idos con quitarles la vida, especialmente al P. Díaz Taño; habrían realizado sus deseos si el gobernador no llevara la gente alborotada al templo y los apaciguara. Al día siguiente el gobernador, los oidores, los nobles y frailes distinguidos se reunieron en el Convento de los carmelitas, y habiendo los Padres Mora y Díaz Taño mostrado el Breve pontificio promulgado legalmente con la autorización del Nuncio de Su Santidad en Portugal y del Vicario eclesiástico de Río Janeiro, aunque sabían muy bien que apelar era inútil, recurrieron al Papa, á fin de evitar turbulencias. Opusiéronse á esto varios hombres notables y se disolvió la reunión; gracias á la prudencia de los PP. Mora y Díaz Taño, se arregló negocio tan difícil. Nadie pensó que se acomodaran en su conducta á las circunstancias; súpose después que los mamelucos intentaron asesinar á los PP. Mora, Díaz Taño y al gobernador; de modo que hicieron bien en transigir. La cuestión se eternizó en los Supremos Tribunales de Europa; los mamelucos se reían de leyes divinas y humanas.


CAPÍTULO XLIII

ALTERÓSE EL ORDEN EN LA CIUDAD DE SAN PABLO.

Cosas más atroces que en Río Janeiro tenían lugar en San Pablo. El Vicario D. Fernando Rodríguez, por mandato del Administrador eclesiástico de Río Janeiro, D. Pedro do Albornoz, promulgó el Breve consabido en la iglesia principal: nadie protestó; pero un hombre díscolo tramó una conjuración contra el Vicario; éste había excomulgado á un ciudadano que apeló del Breve pontificio; entonces el sedicioso y sus cómplices se alborotaron; penetraron en el templo con espada en mano, y amenazaron con la muerte al Vicario, que defendió heróicamente las disposiciones del Padre Santo; y como aquellas furias gritasen que apelaban del Breve, admitió la apelación. Pidieron que les entregasen el documento, y les contestó que se lo daría el Rector del Colegio de la Compañía. Éste, con objeto de aplacar el tumulto, salió á un pórtico, llevando en las manos la Eucaristía, y les exhortó á que no se mancharan con un horrendo crimen, suplicándoles que, en honor al Hijo de Dios, obedeciesen las órdenes de su Vicario en la tierra; los sediciosos, al oir esto, hincados de rodillas dijeron á voces que veneraban el Cuerpo de Cristo, pero que no querían ser privados de sus bienes. Entonces se oyó una voz diciendo que de un arcabuzazo derribasen al sacerdote; otros pedían el Breve, y obtenido, suplicaron, aunque en vano, al Vicario que los absolviese de censuras; fueron luego á varios Conventos, y algunos hombres ignorantes defendieron que los alborotadores no habían incurrido en excomunión, porque el Pontífice declaraba que se publicase el Breve si no se temían complicaciones: la verdad es que con estos pretextos encubrían sus malos propósitos. Los tumultuantes exigían que los jesuitas no defendiesen la libertad de los indios, para evitar sucesos iguales á los pasados. En Piratininga, residencia de muchos mamelucos, sufrió no poco la Compañía; se repitió lo acontecido en San Pablo, y los jesuitas fueron expulsados: algunos de éstos marcharon á Río Janeiro, y contaron con indignación general las vejaciones que habían experimentado.


CAPÍTULO XLIV

ALABANZAS DE QUIENES DEFENDIERON Á LOS INDIOS.

Como quiero dar á cada uno lo que es suyo, ensalzaré la fortaleza del gobernador de Río Janeiro, quien pasado el furor del tumulto mandó azotar con varas á un hombre que se mostró irreverente hacia el Santísimo Sacramento en la Iglesia de la Compañía, y dar tormento al mensajero que le llevó la noticia de haber sido arrojados de San Pablo los jesuitas, como una fausta nueva. Preguntaron al Rector del Colegio de esta ciudad, si prometía no publicar disposición alguna pontificia sin el consentimiento de las autoridades civiles, y respondió que él y sus compañeros obedecerían hasta la muerte los preceptos del Vicario de Cristo. Los jesuitas de San Pablo optaron por el destierro antes que desviarse de la verdad. Dignamente se condujeron los PP. Díaz Taño, Mora y Acosta y demás de Río Janeiro, poniendo en riesgo su vida por defender á los indios. Mencionaré también á Urbano VIII, autor del consabido decreto; á Felipe IV y á su Real Consejo, que procuraron curar los males con frecuentes Cédulas. Habría conseguido el monarca español castigar á los mamelucos á no ser por la sublevación de Portugal. A fines del año 1640 reunieron éstos sus fuerzas, y despreciando las leyes pontificias y seculares, se dirigieron contra los neófitos; sabiéndolo el P. Díaz Taño salió apresuradamente del puerto de Río Janeiro, donde el Rector del Colegio, José Acosta, había mantenido por espacio de siete meses á treinta jesuitas recién idos; rogáronle éstos que pusiera la cuenta de los gastos para que la provincia del Paraguay la pagara, y contestó que con haber consumido seis mil ducados no quería retribución alguna, pues Dios le daría cuanto necesitara.


CAPÍTULO XLV

LLEGAN Á BUENOS AIRES EL P. FRANCISCO DÍAZ TAÑO

Y SUS COMPAÑEROS DE VIAJE.

Habiendo salido el P. Díaz Taño de Río Janeiro á fines de Noviembre, arribó felizmente á Buenos Aires, donde recibieron á los misioneros el Provincial y muchos neófitos que fueron de su país, distante doscientas leguas. Alegróse el Provincial al ver reunidos jesuitas de Cerdeña, Borgoña, Alemania, Bélgica, Holanda, Italia y España. Estos, en su navegación y estancia en Río Janeiro, ni una palabra hablaron en su idioma patrio; todos eran hombres apostólicos, dotados de ingenio y virtudes; ninguno dejó de hacer los cuatro votos; Europa se cubrió de gloria enviando al continente americano gente tan distinguida. Alguno hubo que se mostró rehacio en el trabajo; pero experimentó su justo castigo. El P. Gregorio Figueroa, mozo de buen talento, fué expulsado de la Compañía; poco después murió en una riña en el Perú cosido á puñaladas. También fué despedido el P. Bautista Elejalde: se puso al servicio de un hombre rico, y falleció á los diez días. Mejor fin tuvieron el P. Juan Ignacio Baisama, castellano, entendido en jurisprudencia, prudente y virtuoso; el P. Domingo Martínez, nacido en Benevento, de imaginación ardiente y celoso por la salvación de las almas, y el P. Packman, suizo, que se dedicó á cuidar los negros apestados; contagióse y acabó su vida piadosamente. Los demás jesuitas todavía continúan en sus laudables tareas; una pluma elegante y no la mía, debía ensalzarlos. Antes de que fuesen á Córdoba llegó el nuevo Provincial. Hablaré de su antecesor el P. Boroa, á quien, excepto el fundador de la provincia, nadie aventajó; fué digno de que lo comparasen con los más ilustres hijos de la Compañía. Tuvo el don de lágrimas al celebrar Misa; mortificó siempre su cuerpo con demasiada severidad. Nació en Trujillo, de padres nobles, que lo educaron cuidadosamente; solía decir, ya anciano, que no están mejor guardadas las monjas en los claustros que lo estaba por sus padres en la juventud. Asistió á las escuelas de excelentes maestros; no sabía otras calles que las que llevaban á las aulas y al templo; se abstenía de ir á otra parte, temeroso de contagiarse con las malas costumbres de los muchachos de su edad. Estudió latín y filosofía aristótelica. En el año 1605 entró en la Compañía y lo pusieron bajo la dirección del P. Luis Palma, ilustre ascético; con razón era considerado como el más notable discípulo de éste. A la verdad, fué grande, por su severidad de costumbres, su carácter apostólico y su prudencia. Enseñó Humanidades en Belmonte; uno de sus alumnos fué el P. Juan Castillo, mártir luego en el Paraguay. Designado, aunque joven, para altos cargos en España, marchó al Nuevo Mundo en el año 1610. Enviado á los diaguitas, dió muestras de su constancia, por lo cual lo llamaron un Francisco Javier en pequeño. Ya he referido los países que recorrió antes de ser Provincial, Acabado este cargo, gobernó el Colegio de Córdoba cuatro años y el de la Asunción, haciendo á los pobres y á los indios cuantiosas limosnas. Cuando los alborotos del Paraguay, tuvo que salir de la Asunción; residió mucho tiempo en la quinta de un español esperando que la tempestad se calmara; volvió á la mencionada población, y desde allí se dirigió al Paraná y Uruguay, siendo anciano, para estar al frente de los misioneros. Ya muy débil por la edad se estableció en Iguazúa, y no vivió ocioso; confesaba á los neófitos, visitaba los enfermos llevado en una silla de manos, animaba con sus cartas á los religiosos y defendía á los indios. En estas ocupaciones le sorprendió la muerte en San Miguel, pueblo del Uruguay. Escribió muchas cosas de los varones eminentes del Paraguay que me han servido al escribir la presente obra. El y el Padre Díaz Taño me impulsaron á componerla.


NOTAS

1.- De este peregrino suceso dejó escrita el mismo P. Ruiz una minuciosa relación. En ella se dice qué la tal endemoniada era una monja lasciva que, además de tener trato deshonesto con un criado del convento, estuvo poseída de muchos diablos. El manuscrito original se conservaba en el Colegio de la Compañía en Alcalá de Henares. Hemos visto una copia que perteneció á D. Luis Usoz del Río.– (N. del T.)

2- Corderillos de cera, bendecidos.–(Nota del T.)

 

 

LIBRO DECIMOTERCERO


CAPÍTULO PRIMERO

EL P. FRANCISCO LUPERCIO VISITA LA PROVINCIA DEL PARAGUAY (AÑO 1642).

Una vez que el P. Francisco Lupercio de Zurbano recibió su nombramiento de Provincial del Paraguay cuando enseñaba Teología en Lima, fué á Buenos Aires, atravesando el Perú y el Tucumán, y saludó á los PP. Diego de Boroa, Francisco Díaz Taño y demás llegados de Europa; había hecho un viaje de setecientas leguas. Las aguas del Océano aumentaron el fuego de los misioneros recién idos, en lugar de apagarlo; lejos de excitarlos, hubo necesidad de contenerlos en sus ansias de expediciones apostólicas. Salieron con el Provincial y anduvieron una llanura de más de cien leguas en grandes carros, que servían por la noche de camas; comían y decían Misa bajo tiendas de campaña; los treinta y seis jesuitas viajaban de noche, á fin de evitar el ardor del sol, y hacían la misma vida que en un Colegio; llevaban una campana, que tocaban á las horas de rezo. Llegados á Córdoba, el Provincial compuso las diferencias que había entre el Obispo y el gobernador, distribuyó convenientemente los nuevos misioneros y se enteró del estado del país. Ciento ochenta jesuitas se contaban en la provincia, establecidos en ocho ciudades de españoles y en veintidós residencias entre los indios. Todos procuraban santificarse y hacer bien al prójimo. De esta manera se ordenaban las misiones desde cada Colegio á países remotos: salían dos Padres en un carro, en que llevaban víveres y lo necesario para el sacrificio de la Misa: uno de ellos guiaba el vehículo. Cuando entraban en un pueblo, plantaban una tienda y convocada la gente, confesaban y predicaban. En nuestros Colegios era frecuente el uso de los Sacramentos; había sermones y se propagaban las cofradías en honor de la Virgen. Si la peste se cebaba en las aldeas, los religiosos volaban á cuidar los enfermos. La Compañía se desvelaba por la salvación de indios y negros; no estaban deputados (sic) determinados jesuitas para esto: todos acudían al sitio en que hacían falta. Las tinieblas con que los enemigos querían envolvernos quedaban disipadas con el resplandor de nuestra probidad. Mientras el P. Francisco Lupercio inspeccionaba la provincia, los jesuitas trabajaban por doquiera con increíble entusiasmo.


CAPÍTULO II

LO QUE LLEVARON Á CABO LOS MISIONEROS EN EL TUCUMÁN.

Dos excursiones se hicieron desde Córdoba, con mucho fruto, á las tierras vecinas. Diré lo más notable que en ellas aconteció. Lavaba una mujer ropas de lienzo á orillas del río, cuando se le acercó cierto hombre lascivo y la solicitó; no pudiendo convencerla, empleó la fuerza; luchó, pero cayó vencido al suelo; entonces lleno de coraje, sacó el cuchillo é hirió en un muslo á la mujer; ésta, apenas se vió libre, echó á correr para poner en salvo su honestidad. Otro hombre impío calló por vergüenza mucho tiempo sus pecados al confesor; desesperando conseguir los bienes que Cristo nos ha prometido, se dió á los placeres del mundo; se coronaba con flores de doncellas seducidas, y en ningún prado de bellas mujeres se dejaba de revolcar; Satanás le ayudaba en sus fechorías, y en el pago le tenía empeñada su alma. Habló con los jesuitas en cierta ocasión, y se arrepintió; confesó sus pecados con verdadero dolor y propósito de enmendarse: Dios lo quiso así para manifestar hasta dónde llega su misericordia. En San Miguel fueron rebautizados muchos negros; preguntado uno si sabía lo que hicieron con él en Angola al administrarle el Sacramento, dijo que no entendió palabra al sacerdote, por hablarle en idioma desconocido. El carro en que viajaban dos misioneros se atascó en los cañaverales; cerca había un indio casi espirando; lo confesaron: el caso no era fortuito, sino dispuesto por la Providencia, pues á la noche falleció el doliente, yendo su alma á los cielos. En los alrededores de la misma población andaba un hechicero; en las aldeas se encerraba en una choza de paja, y llamando por su nombre á cuantos acudían, sin antes haberlos conocido, les decía ser enviado del Creador para consolarlos y darles consejos; afirmaba que podía hacer que cayera lluvia ó granizo á su voluntad, crecer el trigo y producir enfermedades. Con objeto de mejor engañar á los incautos, mezclaba con sus errores sentencias prudentes, cuales eran el amor de Dios y la necesidad de la oración; terminaba sus discursos bebiendo vino en abundancia. Distribuía amuletos contra las dolencias, exigiendo á los oyentes que nada dijesen á los misioneros, so pena de graves castigos. Lograron, sin embargo, los jesuitas convertir á muchos de sus discípulos, quienes se confesaron y abandonaron maestro tan pernicioso. Los Padres del Colegio de San Miguel hicieron varias excursiones con fruto; fueron notables las que emprendieron á las tierras de los calchaquies y de los abipones.


CAPÍTULO III

LA COMPAÑÍA VUELVE Á ESTABLECERSE EN EL VALLE DE CALCHAQUÍ.

Hecha la paz entre los españoles del Tucumán y los calchaquíes, D. Felipe Albornoz, hermano del Cardenal Egidio, y el gobernador solicitaron el año anterior del P. Diego de Boroa que los jesuitas residieran nuevamente en el valle de Calchaquí, con objeto de tenerlo sometido al dominio del rey Católico. Era cosa manifiesta que sin la intervención de la Compañía la paz sería cosa efímera. Accedió el P. Boroa á tal petición, y mandó que los PP. Hernando de Torreblanca y Pedro Parricio, que estaban en las cercanías de Londres, procurasen entrar en el valle de Calchaquí, pasando por el país de los diaguitas, de raza y lengua afines á los de la región mencionada. Fué en vano: hallaron cerrados los pasos por el rencor de los diaguitas y además otros obstáculos, y tuvieron que regresar á San Miguel, donde el Padre Superior les dió con liberalidad cuanto necesitaban; desde allí se encaminaron al valle de Calchaqui, trepando por montañas escarpadas; los indios les recibieron afablemente; en breve recorrieron toda la comarca. Hecho esto, volvieron á donde estaba el Provincial, con objeto de contarle lo que habían observado, y las esperanzas que tenían de propagar el Evangelio. Tornaron á Calchaquí, y los indios los acogieron con entusiasmo, edificándoles una capilla provisional. No pudiendo el demonio consentir que en sus posesiones se erigiera un trofeo de su derrota, excitó los ánimos con disimulo. Algunas personas, llevadas de imprudente celo por la religión, entraron al valle y exacerbaron á los indios: poco faltó para que éstos se sublevaran; sucedió al mismo tiempo que los ciudadanos de Rioja penetraron furtivamente en el país de los diaguitas, asaltando el pueblo en que vivía el principal jefe. Conmovidos los calchaquíes, vecinos de los diaguitas, rompieron la amistad con los españoles, y se prepararon á combatir, queriendo expulsar los jesuitas y cerrar la entrada al valle. Indecisos los misioneros sobre qué resolución tomar, enteraron de lo que sucedía, por conducto de un mensajero, al Rector de Salta; éste dijo que podían retirarse, y así lo hizo el P. Torreblanca, quedando sólo el P. Parricio rodeado de peligros, quien, empeorándose el estado de las cosas, quiso demostrar la confianza que abrigaba en los calchaquíes, y así visitó muchas aldeas; se atrevió á reprender á Cumbicha, cacique poderoso que se disponía á la guerra, diciéndole que no quisiera reprimir con las armas las insolencias de algunos hombres malvados, y castigar el latrocinio de la manera que pretendía. Cundiendo más cada vez la agitación, ocultamente salió del valle y se retiró á Salta. El P. Diego de Boroa, Viceprovincial durante la ausencia del P. Lupercio, le ordenó que regresara á Calchaquí, no fuera que el mal se agravara y careciese de remedio, y le aconsejó que no se alarmara por cualquier vientecillo, pues el furor de los indios tan pronto se excitaba como se aplacaba, y era poco oportuno manifestarles el más leve indicio de sospechay desconfianza. Marcharon, pues, al valle los PP. Torreblanca y Parricio; pero el gobernador del Tucumán los detuvo, temiendo que los calchaquíes los mataran y le obligasen á ir con su ejército, el cual peleaba entonces con los portugueses rebeldes. Después de algún tiempo, con autorización del gobernador y del Obispo, fueron á Calchaquí; los indios se habían ya apaciguado, y bajo los auspicios de San Carlos Borromeo se estableció otra vez la Compañía donde antes estuvo, esperando una estable residencia.


CAPÍTULO IV

YENDO LOS MISIONEROS DE CAMINO Á LOS ABIPONES, PREDICAN Á LOS MATARAES.

Notable fué la entrada que se hizo al país de los abipones, todavía no evangelizados, pasando por las tierras de los mataraes. Resolvióse á ella el P. Juan Pastor, Rector del Colegio de Estero, en unión de otro sacerdote, impulsados ambos por el deseo de extender los dominios de Cristo; comunicó al Provincial su pensamiento, y salió de la capital del Tucumán; luego atravesó vastas soledades, y llegó á la región habitada por los mataraes. Estos eran gente dada á la embriaguez: todos los días se convidaban unos á otros, y puestos en círculo se hartaban de bebidas espirituosas. Además de esto, en los aniversarios de la muerte de sus parientes tenían lugar otras borracheras, dispuestas por los herederos en honor de las almas de sus difuntos. Los invitados acudían, y colocados en larga fila ofrecían al anfitrión un avestruz, que era llevado sobre la cabeza por una hermosa doncella. Tantas como eran las casas donde el mismo día se celebraba la memoria de los antepasados, eran los avestruces ofrecidos é inmolados. Los convidados hacían al invitante regalos, á condición de que éste en iguales circunstancias correspondiese á ellos. Por la infracción de tal pacto, surgían las más tremendas cuestiones, pues la obligación de cumplirlo se transmitía á los hijos y descendientes de ulteriores grados. Tres días duraban los banquetes funerales, y al cabo de ellos era preciso derramar lágrimas forzadas por espacio de una hora, á las que sucedían risas, bailes y embriagueces. Lo verdaderamente deplorable era que los mataraes, con tener tales costumbres, se jactaban de ser cristianos, y decían que sus padres habían sido evangelizados por los PP. Alonso Bárcena y Pedro Añasco, varones apostólicos. Un párroco secular bautizaba los niños y les enseñaba la doctrina católica; pero llegando éstos á la edad adulta se apartaban del camino de la verdad para sumergirse en el vicio. Los mataraes hablaban la lengua tonocoté, en la que era perito el P. Juan Pastor, quien dirigióles frecuentes exhortaciones pública y privadamente; consiguió que muchos confesaran sus pecados, cosa que pareció prodigiosa.


CAPÍTULO V

EXPEDICIÓN Á LOS ABIPONES.

Después que los religiosos permanecieron algunos días entre los mataraes, marcharon al país de los abipones, distante sesenta leguas: acompañáronles el párroco de los mataraes, algunos caciques distinguidos y muchos indios del pueblo; aunque éstos se hallaban enemistados con los abipones, esperaban que por la mediación de los Padres se haría la paz. Salidos del pueblo entraron en selvas espesas pobladas por tigres y otras fieras que ponían á cada momento en peligro la vida de los viajeros. Los árboles espinosos herían y despedazaban los vestidos; la escasez de agua potable era otra molestia, pues no se podía apagar la sed, originada por un calor excesivo, sino con agua llovediza en charcos y ya casi corrompida, siendo más bien tormento del olfato que refrigerio de la garganta. Después que salieron de las tinieblas del bosque, llegaron á los pantanos que por espacio de cinco leguas forma el río Bermejo. Aterrados los mataraes no se atrevían á pasarlos, y se hubieran vuelto á no animarlos nuestros religiosos con obsequios y razones. Pasados los pantanos se caminó por sitios llanos, y dos leguas antes de las fronteras de los abipones clavaron las tiendas. El feliz éxito que se esperaba lo pusieron en riesgo los mataraes con su miedo, pues al verse en pequeño número, frente á tribu tan feroz cual la de los abipones, se decidieron á huir para salvar la vida. Exhortóles el P. Juan Pastor á tener fortaleza, y conociendo que el mal estaba en la tardanza, envió un misionero acompañado de dos hombres, á fin de que se enterase por dónde entraría sin obstáculo á la región de los abipones, el cual muy pronto se encontró con doscientos indios á caballo; despreciando la vida, se acercó á ellos; los abipones se colocaron en forma de herradura y lo cogieron en medio; iban desnudos; eran de cuerpos altos y miembros fornidos; en su mirada se notaba la inconstancia, y en sus cabellos, abundantes y desgreñados, la ferocidad. Dispusieron los arcos y apuntaron con las saetas; entonces el Padre les habló así en los idiomas tonocotés y guaraní: «Oh, abipones! el amor que os profeso me obligó á lanzarme en tantos peligros; no me asusto de la muerte, antes bien la recibiré gustosamente por alcanzar la vida eterna; una cosa os ruego con encarecimiento, y es que no despreciéis inconsideradanente el bien que os anuncio; no temáis la guerra de una persona desarmada cual yo, pues aunque soy fuerte con la cruz que me alienta, no he venido á herir, sino á curar.» Al oir esto, los bárbaros se amansaron, y como acostumbraban, arrojaron al suelo arcos y saetas en signo de paz, saludando benévolamente al religioso; cuando supieron que otro sacerdote, venerable por sus canas y autoridad, venía detrás, envió el General á recibirlo un hijo suyo con escolta. Llegado que fué el P. Juan Pastor á la primera aldea, lo recibieron con fiestas; las mujeres daban voces de aclamación y se golpeaban la cara en señal de regocijo; luego los indios tendieron en el suelo por mantel una piel de toro, y por asientos troncos de árboles. Los Padres correspondieron á tales agasajos dando con prodigalidad anzuelos, agujas y gargantillas de vidrio, apreciadas por los abipones más que el oro y la plata; pusiéronse todos á comer; los manjares eran tan repugnantes, que harían quitar las ganas á cualquier hambriento; los Padres, á fin de que no se tomara como desprecio su repulsión á tales platos, comían disimulando el asco que experimentaban. Al día siguiente enarbolaron la cruz como testimonio de haber tomado posesión, y el P. Pastor, vestido con ropas sagradas, tomó en sus manos el árbol de la redención y lo presentó á la adoración pública; los bárbaros se arrodillaron delante de la cruz espontáneamente. Luego manifestó su deseo de quedarse allí para explicar la doctrina cristiana. Agradó tal resolución á Caliguila, distinguido cacique; llevólo á su pueblo, situado al otro lado del río Bermejo, y la gente lo recibió con entusiasmo. Declaró el P. Pastor la causa de su ida, y Caliguila prometió, en nombre de todos, que sería permitido el bautizar los niños y construiría una iglesia, siempre que los adolescentes no fuesen obligados, mañana y tarde, á recibir la catequesis, no fuera que así descuidasen los ejercicios militares. El P. Juan Pastor le dijo que aunque acudiesen á la escuela los muchachos, conservarían el espíritu bélico, pues los españoles eran valientes sin desdeñar las instrucciones. «Sea así, replicó Caliguila; pero, á lo menos, entren en la iglesia armados de saetas y arcos y no reciban azotes.» Accedió á esto el religioso fácilmente. Después solicitaron los indios que si algún cacique moría se le pudiese enterrar en las cumbres de los montes, cerca de los monumentos consagrados á las divinidades, según antigua costumbre; se denegó tal petición por supersticiosa. Acabado todo esto, hízose una cruz del tronco de una palma, y fué erigida con rabia de Satanás. Aprendieron los abipones muy pronto los misterios de la fe, y tanto, que el párroco de los mataraes se quiso apropiar el mérito de esto, y pretendió clandestinamente bautizarlos: olió tal proyecto el Padre Rector y lo envió á su país. Construyó el P. Pastor una iglesia provisional con barro y paja; escribió un Diccionario de la lengua de los abipones, é instruyó á los niños; cuando esperaba que muchos adultos se convertirían, fué llamado por el Provincial; partió con pena viendo que dejaba las cosas tan bien preparadas; su obra fué laudable y todo el Paraguay reconoció el mérito de emprender á la vejez expedición cual aquélla y luego dejarla por obediencia, Su compañero no tuvo la misma constancia en la Compañía; así callaré de él. La conversión de los abipones se dilató por falta de misioneros.


CAPÍTULO VI

COSTUMBRES DE LOS ABIPONES (3).

Son los abipones de estatura más que mediana, de miembros proporcionados y robustos, y de gestos amanerados. Durante el verano van desnudos, y en el rigor del invierno cubiertos con pieles. Llevan la macana pendiente del cuello y la aljaba de la espalda; en la mano izquierda el arco, y en la derecha constantemente la lanza; pintan su cuerpo de colores, imitando con ellos los del tigre; son muy reputados los que horadan sus miembros por muchas partes; así llevan plumas de avestruz en la nariz, labios y orejas, como si quisieran volar. Tener barba es cosa fea, y así cuando en la vejez les sale vello, lo arrancan. La calva es un adorno; sólo puede gastar cabellera larga el que degolló en guerra ó duelo á un enemigo. Nadie es considerado guerrero antes de que mate alguno: sin esto no se le dan las insignias de soldado. Tienen su nobleza y sus héroes, á cuyos grados se asciende por medio de pruebas dificilísimas: el que ambiciona ser héroe, ha de hacer alarde de paciencia en los mayores tormentos; le sajan las pantorrillas, brazos, lengua y otras partes del cuerpo que por honestidad callo; después le raspan el cutis con una piedra asperísima. Cinco ancianos ejecutan tal carnicería en el candidato,y si profiere el más leve grito de dolor, es repudiado. Si permanece firme, bañado en sangre, recibe cual vencedor, con alegría, las insignias de la apetecida dignidad. Para con mayor facilidad alcanzarla, desde niños se ejercitan en recibir arañazos y punciones, de modo que es muy común ver los muchachos atravesarse con espinas ó agujas lengua, labios, nariz, orejas y otros miembros, disimulando el dolor con la risa. En cuanto á las mujeres, se cubren la parte inferior del cuerpo con una grosera tela que parece red; en lo demás van desnudas, y pintadas ó adornadas con piedrecillas, particularmente en la cara y pechos. También se raen el cabello; rasúranse el occipucio con una navaja de caña ó de piedra. Cuando mueren los caciques, los indios cambian de nombres, exhalan por la noche lúgubres quejidos y ayunan por espacio de un mes; entonces no prueban los pescados, pero se hartan de carne. Solamente dejan vivir á dos hijos, é inmolan los demás con mayor crueldad que Atreo; dan la razón del prolicidio, diciendo que como no tienen residencia fija, pues viven en casas provisionales hechas de esteras, y se dedican al pillaje, no les conviene tener sino dos hijos, uno que lleve el padre y otro la madre, no fuera que los restantes cayeran en manos de sus enemigos; cuando los pequeñuelos pueden correr, consienten de buen grado en que se aumente la familia. Muchas viejas son hechiceras y tienen trato familiar con el demonio. Éstas se presentaron ante los Padres con gestos inusitados, extendiendo las manos y contrayéndolas, según su costumbre, haciendo muecas con la faz rugosa, pronunciando palabras guturales y silbando; hay que advertir que en ocasiones se entienden entre sí los abipones con silbidos. Ningún fruto se esperaba sacar de ellas; la enfermedad inveterada, lo mismo del alma que del cuerpo, con dificultad se cura. Sirva de ejemplo lo que sucedió con una maga: enferma de gravedad, le rogó el Padre Juan Pastor que recibiese el Bautismo, pues de lo contrario perecería eternamente y bajaría al infierno; replicó que ningún cuidado le daba de esto, pues era antigua amiga del diablo; que rechazaba el Bautismo por ser veneno eficacísimo; el P. Pastor fué expulsado de la choza donde vivía la hechicera. Diferente era la condición de los hombres, quienes con sincera benevolencia recibieron á los misioneros, y cuando éstos volvieron á Estero los acompañaron treinta leguas Caliguila y sus vasallos, les dieron caza y pidieron que su ausencia fuera breve. Cerca de los abipones moran los guamalcas y otros pueblos gentiles; por el país de los primeros se podía entrar pronto al Chaco, inmensa región; yendo á ésta los Padres Osorio y Ripario algunos años antes, fueron muertos.


CAPÍTULO VII

LOS MAMELUCOS SON DERROTADOS POR LOS NEOFITOS.

Mientras los religiosos del Tucumán tales expediciones hacían, el Uruguay andaba perturbado. Anuncióse que los mamelucos se movían, y preparaban la guerra contra los neófitos del Paranáy Uruguay. Tocóse alarma en las reducciones, y se acordó que juntos los de ambos ríos procurasen rechazar á los invasores y acabar la contienda con sola una batalla. Fueron escogidos cuatro mil soldados, y se les dieron las armas que parecían oportunas: á unos hondas, á otros arcos, según la costumbre que tenían; trescientos recibieron arcabuces. Llegados á Mbororé, pueblo situado en las fronteras del Uruguay, los cristianos fueron exhortados á cuidar como militares de sus cuerpos y de sus almas, pues los exploradores habían anunciado que los mamelucos estaban un día de camino, y que ocupaban el río Acaraguay, tributario del Uruguay, embarcados en trescientas lanchas; venían cuatrocientos mamelucos y dos mil setecientos tupís. Mientras los neófitos se preparaban á pelear en una ensenada del Uruguay, el enemigo, confiando en sus fuerzas y en devastar el país, bajó por el río á nuestro encuentro. Se encontró con ellos Abiaru, cacique de Mbororé, que iba con cinco barcas en exploración, y desafiando la muerte, dícese que habló á los mamelucos de esta manera: «¿Con qué derecho, siendo cristianos, olvidados de vuestra salvación, venís á conquistar lo ajeno? ¿Acaso no habéis bebido bastante sangre de inocentes? ¿No habéis dejado suficiente número de huérfanos y viudas? Si estas cosas no os conmueven, pensad en que lucharéis con quienes os han puesto en fuga, y prefieren morir á llevar las cadenas de la esclavitud; sois traidores, no solamente á los neófitos, mas también al Rey y á Dios; nosotros pelearemos en defensa de nuestras casas, hijosy mujeres, y de religiosos que nos han enseñado, hasta que caigamos muertos; además, nos defenderá la Compañía de Jesús.» Los mamelucos no contestaron una palabra, y se prepararon á combatir; los neófitos hicieron otro tanto. Estos dieron principio á la batalla disparando un cañonazo que echó á pique tres lanchas del enemigo, mientras los religiosos y la turba indefensa en la orilla opuesta recitaba la Letanía y oraba á San Francisco Javier; las selvas litorales repercutían los ecos de las plegarias; la escuadra de los neófitos combatió con felicidad. Desesperando los mamelucos vencer en el río, salieron á la margen, donde los nuestros pelearon, si cabe, más felizmente; el enemigo habría huído si la noche no se acercara y cortara la contienda. Parte de nuestro ejército luchó en otro lado con varias vicisitudes; siempre salieron los neófitos sin daño, y los mamelucos con hartas pérdidas. Tocóse á retirada, á fin de evitar que nuestros soldados, entusiasmados con la victoria, por apoderarse del botín, echasen á perder lo ganado; solamente tres neófitos fueron echados de menos para que el triunfo no pareciese fantástico. Al amanecer del siguiente día fueron llamados al arma, y cercando á los mamelucos y tupís, hirieron á muchos; la derrota de éstos hubiera sido completa si una tempestad que se desencadenó no favoreciera su retirada á las selvas próximas. Los neófitos se apoderaron del campamento enemigo, y detrás de éste penetraron en los bosques donde se querían refugiar. Los mamelucos se defendían más con rabia que con valor; los nuestros iban en su busca á través de la espesura, y escalando peñascos con valor divino antes que humano. El combate se hacía de cuerpo á cuerpo por la naturaleza del terreno. Siguió la contienda hasta dos horas después del mediodía, en que los mamelucos huyeron, y los nuestros. cansados, no los persiguieron. Tuvimos tres muertos y cuarenta heridos. De los adversarias, especialmente de los tupís, perecieron no pocos; muchos de éstos vinieron al ejército de los neófitos, cansados de aguantar las vejaciones de los mamelucos.


CAPÍTULO VIII

LO QUE SUCEDIO DESPUÉS DE LA BATALLA.

Desesperando los mamelucos de poder asaltar las reducciones del Uruguay, se rehicieron después de la fuga, y de común acuerdo atacaron á los indios gentiles, degenerando la guerra en latrocinio. Los neófitos de Santa Teresa, que en anteriores invasiones habíanse retirado al Tebicuarí, cayeron todos en manos de los mamelucos; pero rompiendo luego las ataduras durante la noche, se lanzaron sobre los bandidos, que estaban desprevenidos, y les hicieron mucho daño; después emprendieron con ligereza la fuga, yéndose á refugiar en el Paraná. Por entonces una compañía de mamelucos fué degollada por los indios salvajes; la misma suerte experimentaron diez de los principales bandidos con su jefe en otra expedición. Un pelotón de mamelucos hizo creer á los indios que eran tropa de Abiaru, cacique de Mbororé, y así cautivaron á éstos. De igual fraude usaron los que se dirigieron á Caaigua: dijeron que iban con ellos Padres de la Compañía y catequistas; muchos bárbaros se entregaron á ellos, deseando recibir la fe cristiana; cuando vieron manifiesta la traición, se defendieron con la fuerza. Los gualachíes, nación ferocísima, ejercitaron su crueldad con los mamelucos; á cuantos caían en sus lazos arrancaban la barba y cabellera, les cortaban pedazos de carne de los brazos y pantorrillas, los dividían por la mitad y colgaban las cabezas en estacas puestas sobre el techo de las cabañas para inspirar terror. Bastantes tupís sufrieron la misma suerte. Durante esta invasión de los mamelucos no dejó el cielo de manifestar lo odiosa que le era; donde quiera que acampaban ó pelearon, dícese que se oían voces articuladas como de quienes disputan entre sí, echando la culpa á los compañeros; sucedía luego el clamor de los heridos, el estruendo de las armas, el tumulto del combate y clamores desusados cuales se profieren en medio de las grandes batallas. Según noticias del Brasil, perecieron ciento veinte mamelucos en las peleas ó al huir, y casi todos los tupís. Así mostró San Francisco Javier, á quien, después de Dios, los neófitos debían la victoria, que no solamente el sol nace con felicidad en Oriente, sino que igualmente desaparece por el Occidente. En la ciudad de Córdoba se dieron gracias al Señor con inusitada y pública pompa.


CAPÍTULO IX

DOS MUCHACHAS CAUTIVAS HUYEN DE LOS MAMELUCOS.

Licenciados los neófitos, vióse que muchos indios, tanto gentiles como cristianos, andaban errantes por el miedo á los bandidos, y volverían fácilmente á los pueblos si á ello eran invitados; súpose también que no pocos de los que antes de la batalla se llevaron los mamelucos habían huído y querían vivir en las reducciones; teniendo en cuenta todo esto, los neófitos de Mbororé, diseminados en pelotones, recorrieron el país por los ríos y por tierra, y durante dos años redujeron innumerables personas. En tales excursiones ocurrieron cosas notables; referiré las más importantes. Conducían los mamelucos al Brasil una cuadrilla de indios cautivados aquí y allí; entre ellos se contaba una doncella de catorce años: ésta, inspirada del cielo, se halló en ocasión de acometer una insigne proeza; vió á la orilla del río una barca amarrada á la orilla; entró en ella, desató la, cuerda, y, como jugando, llegó á la mitad de la corriente; entonces comenzó á huir; los bandidos quedaron suspensos al principio ante semejante audacia; en seguida, convertido en rabia su asombro, dirigieron por todos lados sus flechas contra la fugitiva; pero la muchacha, en medio de las saetas de los tupís y las balas de los mamelucos, impulsaba la barquichuela, haciendo de las manos remos, procurando llegar á la opuesta orilla. Los brasileños rabiaban al contemplar que sus armas de nada servían contra una chicuela indefensa á quien ostensiblemente favorecía la Providencia; luego admiraron tal valor en medio de tantas balas y flechas. La muchacha, pensando en la suerte de los cautivos y cuál hubiera sido la suya entregada al infame y vergonzoso yugo de meretrices, aceleraba el paso, temiendo más las vanas alabanzas que antes le dirigían que las armas contra ella asestadas. Puesta fuera del alcance de los mamelucos, navegó tranquilamente algunas leguas, hasta que por la misericordia del Señor se encontró con los neófitos de Mbororé, quienes la recibieron benévolamente y la llevaron al pueblo; fué catequizada, y recibió el Bautismo de mano del P. Francisco Lupercio, que visitaba á la sazón la parroquia; se le dió el nombre de Bárbara. Casóse muy pronto, é hizo concebir esperanzas de ser esposa modelo. Otra doncella gentil, de diez y nueve años, fué solicitada, estando en cautividad, á cosas torpes; se opuso tenazmente, diciendo que era ilícita la cópula fuera del matrimonio. Para poner á salvo su honestidad, usó de un piadoso fraude con intento de huir; viendo que los mamelucos pasaban hambre, se ofreció á buscar en el bosque raíces que la mitigaran; asintieron á ello los bandidos, sin recelar nada; entrada en la espesura de la selva, se escondió en sitio que no la encontraron por más esfuerzos que hicieron; de allí salió, y á través de mil peligros llegó áMbororé, donde halló á sus padres ya cristianos, quienes la estrecharon entre sus brazos con emoción vivísima; iniciada en nuestros dogmas, recibió el Bautismo y la felicitación de todos los neófitos. Una india de catorce años se escapó con su hermanita de tres años á cuestas: ambas fueron bautizadas en Mbororé, á cuya reducción llegaron, no sin pasar graves peligros.


CAPÍTULO X

RECOBRAN SU LIBERTAD MUCHOS CAUTIVOS.

Había reducido Ignacio Abiaro ciento quince gentiles dispersos con motivo de la invasión extranjera: entre ellos se contaba cierto joven que tenía dos hermanas y un hermano, y creyendo, con razón, que éste habría perecido á manos de los mamelucos, se lamentaba amargamente. Llegó dicho indio á Mbororé, y entre la gente que salió á la orilla del río vió la mayor de sus hermanas, encontrada poco antes por los exploradores; volvieron á salir éstos el mismo día, y regresaron con el hermano; antes de una hora, entró la otra hermana, experimentando inmensa alegría los cuatro. Un cacique noble y su mujer, con una niña, deseando recibir la fe católica y huir de los gualachíes y mamelucos, tomaron el camino de Mbororé; no tenían nave para atravesar el río; vieron de encontrar vado, y no lo hallaron: entonces, reparando que los enemigos se acercaban, se echaron á nadar; la madre llevaba la niña á las espaldas, y el padre á las dos encima de su cuello; en la mitad del río faltaron al indio las fuerzas y los arrastraba la corriente; habrían muerto si Dios no los reservase para más saludables aguas; ya próximos á ahogarse, encontraron una barca, en la que entraron, y con facilidad pasaron el río; en la orilla se encontraron con cinco compatriotas que deseaban también ser cristianos; navegaron juntos á Mbororé y abrazaron nuestras creencias. La mujer de un cacique retirado al bosque por temor á los bandidos, se desvió algún tanto, y tropezó con un tigre hambriento y feroz; dió voces pidiendo auxilio; pero el marido, creyendo que la prendían los mamelucos, echó á correr en opuesta dirección; la india se dirigió al río Uruguay, donde se vió entre Scila y Caribdis, dudando qué sería menos doloroso: si caer en las uñas de la fiera, ó ser arrastrada por la corriente; el tigre resolvió la cuestión: se lanzó sobre la mujer; ésta se apartó bruscamente, y desde un sitio alto se echó á las aguas, nadando hasta una isla peñascosa que se elevaba en medio; por allí pasaban entonces los de Mbororé, á cuyo pueblo la llevaron; el marido fué hallado á los pocos días por los exploradores y conducido á la reducción, donde al entrar se encontró con su mujer, y ambos se alegraron lo indecible. Una india que por anémica y fatigada dejaron los mamelucos en la ribera, murió á los pocos días, dejando un niño de tres años. ¿Qué haría este desgraciado, solo y sin alimentos, en aquella espantosa soledad? ¿Lloraría? Nadie escucharía su llanto. ¿Abrazaría el cadáver de su madre? Nada conseguiría. Miraba el rostro de la difunta, y echaba de menos las caricias de ésta; aquejado por el hambre, chupaba los fríos pechos maternales. El amor filial le impedía apartarse del cadáver, aunque éste despedía hedor intolerable; no pudiendo mamar y teniendo apetito, comió granos de trigo de Turquía, y los trituró con sus dientes apenas nacidos. ¡Oh singular predestinación del Señor! Dos días pasaron desde que murió la india, cuando los exploradores la encontraron, y cerca de ella el hijo, casi muerto, y echado sobre los restos de su madre; espectáculo que les hizo derramar lágrimas y detestar la crueldad de los bandidos. Sepultaron el cadáver, y llevaron el pequeñuelo á los religiosos de Mbororé, quienes lo bautizaron; espiró á los cuatro meses. No lejos de Acaraguay hallaron los neófitos otra india, á la cual un mameluco le quemó las piernas porque no podía andar, y de tal manera, que se le veía el hueso; transportáronla en hombros al pueblo, y recibió el Bautismo una vez instruída en los sagrados misterios. Un indio principal y su esposa perdieron un hijo de diez y siete años y una hija de siete, robados por los mamelucos: lamentándose de tal desgracia á las puertas de nuestra casa, vieron que se acercaba el hijo llevando una carta; se reconocieron mutuamente, y abrazáronse con inmensa alegría; al ver semejante escena, se agruparon alrededor los vecinos de Mbororé y los extraños, entre los cuales se halló la hija, que corrió á los brazos de sus queridos padres y de su hermano; éstos dieron gracias á Dios por tan grande beneficio, y también los religiosos por haber renovado el caso de San Eustaquio. Dos indios cautivados por los mamelucos fueron enviados á forrajear, y llegaron donde había una barca toda rota; con ella navegaron treinta leguas felizmente, y por consejo de los neófitos de Mbororé se dirigieron á esta reducción para recibir las aguas del Bautismo. Un joven de gallarda presencia dolíase de la suerte de su mujer, á su juicio difunta ó arrebatada por los bandidos; yendo á Mbororé por una senda, vió que le salía al encuentro su esposa, con regocijo intenso de ambos. Dejo de contar infinidad de casos parecidos por no cansar á mis lectores: solamente diré que en Mbororé se reunieron muchos parientes y hermanos, y se administró con solemnidad el Bautismo á no pocas personas; seiscientas fueron rescatadas por los neófitos del yugo de Satanás, ó de la esclavitud de los mamelucos, con hartas fatigas. La caridad de los cristianos llegó al punto de llevar á cuestas los enfermos por espacio de veinte y treinta leguas á través de peñascos y selvas, deseosos de salvar las almas. Otros muchos indios fueron bautizados por el P. Francisco Lupercio cuando, en cumplimiento de su cargo, visitó las reducciones del Paraná y Uruguay.


CAPÍTULO XI

EL P. FRANCISCO LUPERCIO VISITA EL PARANÁ Y EL URUGUAY.

Llegado el Provincial al primer pueblo del Paraná, salieron á recibirle los neófitos de varias reducciones en doscientas canoas, haciendo regatas en señal de regocijo, mientras que en la orilla resonaban voces de aclamación é instrumentos músicos, celebrando su presencia. El P. Lupercio entraba en las poblaciones por calles adornadas con frondosos arcos, entre demostraciones de alegría; tal fué el cariño de que los neófitos hicieron ostentación, que admiró la omnipotencia del Señor, capaz de convertir las piedras en hijos de Abraham. A todos regalaba alguna cosa: daba con profusión gargantillas de vidrio, agujas, cuchillos, herramientas, trajes bordados y otros objetos apreciados por los indios. Halló que las iglesias estaban muy limpias y que eran hermosas. En varios pueblos administró el Bautismo á los niños y á los adultos que se encontraban: dispuestos; consintieron en ello gustosamente los Padres, á fin de darle ocasión en que ejercer el sagrado ministerio, ya que las ocupaciones se lo impedían de ordinario. Como además de Provincial era Visitador general, por mandato del P. Mucio Vitelleschi, General de la Compañía, dió algunas instrucciones para el gobierno de los veinte nuevos pueblos del Paraná y Uruguay. En cada uno de ellos había dos misioneros que distribuían el tiempo en las tareas ya descritas en otra parte; muy de mañana oraban una hora y decían Misa con asistencia de no poca gente; luego acudían ante ellos los principales de la reducción, y decían á estos lo que aquel día se debía hacer: si ir al campo y qué porción de tierra cultivar ó recolectar; los viajes que se tenían que emprender; cosas que era preciso vigilar; si convenía cazar ó pescar; nada se hacía contra la voluntad de los religiosos, quienes, todos los años, por Real privilegio, nombraban las autoridades, para que los indios se fueran acostumbrando á la vida política. Sin embargo de que tales magistrados nada podían innovar, ni castigar, ni ordenar contra la voluntad de los misioneros, es indecible lo mucho que estimaban su cargo con ser casi aéreo, y con qué orgullo mostraban la vara de oficiales. Paso por alto lo mucho que trabajaban los jesuitas con motivo de las guerras, la escasez de víveres y la dificultad de los caminos; con frecuencia ponían su vida en grave peligro; había entre ellos piadosa emulación por el sufrimiento; las obras de unos inflamaban el ánimo de otros; todos los religiosos habrían acudido allí á no impedírselo la santa obediencia. Este año fueron bautizadas por los Rectores del Paraná y Uruguay tres mil doscientas almas. Hizo el Provincial investigación sobre la vida de los misioneros, y halló ser los más insignes los PP. José Cataldino y Simón Mazeta, de quienes pongo algunos datos biográficos. Nació el P. Cataldino el año 1571, por el mes de Abril, en Fabiano, pueblo de Italia. Cuando fué bautizado le pusieron el nombre de Socossi, por ser éste el de una Virgen muy venerada en el país. Al ingresar en la Compañía lo cambió, y tomó el de José. Desde que nació tenía una hernia; sus padres invocaron la protección de María, y gracias á ésta sanó. Su madre lo educó en la puericia, y tan pronto dió muestras de natural virtuoso, que á los trece años los Canónigos de la Iglesia Colegial le dieron un beneficio vacante, y con ser de tan corta edad lo desempeñó cual debía; ordenóse de Subdiácono, y marchó á Roma para continuar sus estudios. Allí cursó Filosofía un año, y luego asistió á la cátedra de Teología del P. Mucio Vitelleschi. Hecho sacerdote, cantó Misa en la Basílica de Loreto. En Roma fué elegido por los de Bergamo Rector de un hospital é iglesia que tenían, y se mostró digno de tal cargo. A los treinta años resolvió entrar en la Compañía; después que hizo los votos, pidió ser enviado á las misiones de América, y lo consiguió fácilmente del P. Claudio Aquaviva, General de la Orden. Puesto bajo la dirección del P. Diego de Torres, Procurador del Perú, hizo los votos solemnes en Sevilla. En la navegación prestó notables servicios á los viajeros y á la tripulación. Llegó á Lima el año 1604, y destinado á evangelizar en países lejanos, anduvo en el Perú y Tucumán setecientas leguas por los ríos y tierra hasta llegar al Paraguay; lo que llevó á cabo en esta provincia ya lo hemos referido. Tan grande era su amor á Dios, que se le transparentaba en el rostro. Ninguna ocasión dejaba de hacer bien al prójimo: cuanto más vil era éste, más le atendía. Tenía tan poco orgullo, que se reputaba por nada. Fué modelo de obediencia; siempre acometió gustoso las difíciles empresas que le confiaban. En cuanto á sus penitencias, diré que la vida que llevó en el Guairá parecía de anacoreta. Durante veinte años ni siquiera vió el pan; se abstuvo casi siempre del vino; se alimentaba de harina de madera, de habas, raíces y otros toscos manjares; su bebida era agua; á pesar del excesivo calor, trabajaba sin descanso; dormía en la tierra con frecuencia. Jamás se quitó el cilicio; disciplinábase á menudo, y no lo podía ocultar porque se oía el ruido. Nada diré de su devoción al Santísimo Sacramento, á la Virgen, á San José y demás Santos. Para concluir, el P. Cataldino, á quien traté por espacio de muchos años, fué comparable á los varones más ilustres de la Compañía por las mil virtudes que en él resplandecieron y por la grandeza de las cosas que ejecutó en el Guairá; después de muerto se apareció como defensor de los indios al P. Antonio Ruiz. Aseguran que pronosticó el tiempo y el lugar en que acabaría su vida. Poco antes de morir afirmó que repetidas veces había visto durante la Misa, corporalmente, á Jesucristo, llevando Este en la mano el cáliz, y el brazo cubierto con el alba sacerdotal; con tal motivo recibió inefables consuelos. Nombrado Superior general de las misiones del Paraná y Uruguay, ilustró su cargo con santos ejemplos muchos años. El P. Simón Mazeta, compañero del P. Cataldino, nació en Castiglione, ciudad ilustre de la República veneciana. Recibió en el Bautismo los nombres de Héctor Hércules. A los siete años, que recibió la primera Comunión, se distinguía por su precocidad y suavidad de carácter. Siendo tan pequeño, oraba largos ratos delante del Santísimo Sacramento. Todos los días perseveraba en la iglesia mientras los Oficios sagrados y sermones. Ya adolescente, sus costumbres fueron las mismas, llamando la atención de sus conciudadanos. Un hombre le hirió con un arcabuzazo que disparó contra otra persona; la bala le atravesó la pierna y estuvo en cama cuatro meses. Luego fué á Loreto para dar gracias á la Virgen por haber recobrado la salud. Vuelto á su casa en compañía de un joven, quiso pasar al África y recibir el martirio; emprendió el viaje y lo suspendió movido por las exhortaciones de un sacerdote piadoso con quien se confesó; dejó el proyecto para más adelante. A causa de sus inmoderados ejercicios de devoción, fué atormentado de escrúpulos, de los cuales se libró por la gracia del Señor con austeras penitencias. En Nápoles se hospedó en casa de una matrona ilustre, hermana del P. Carlos Sangrio, Asistente de la Compañía, y se granjeó el afecto universal; allí se dedicó á los estudios literarios. El P. Cataldino, que fué su confesor cuarenta y cuatro años, dijo por escrito que la juventud del P. Mazeta, por los ayunos y austeridades, se podía comparar á la vida de los anacoretas y á la de San Nicolás. Ocho años pasó sin otro alimento que pan y agua; hubo que irle á la mano para que no perdiera la salud. Hecho sacerdote, fué Vicario de un Convento de monjas dedicado á la Inmaculada Concepción, y cumplió su cargo como bueno; luego se decidió á entrar en religión. Ingresó en la Compañía, siendo Provincial de Nápoles el P. Mucio Vitelleschi; el P. Antonio Spinelli, sucesor de éste, lo admitió á la profesión el día de San Simón y Judas del año 1606; entonces cambió el nombre de Hércules por el de Simón, el cual le incitaría á las expediciones apostólicas. Besaba las paredes de nuestro Colegio y el suelo hollado por los Padres, reconociendo la misericordia de Dios en haberle llamado á la Compañía; cuando hizo los votos, se consagró especialmente al servicio del Señor por mediación de la Virgen María. Diariamente oraba á la Santísima Trinidad; tenía distribuída la noche y también el día para sus devociones á los santos; todas las horas rezaba algo á la Madre de Dios. Pasados los años del noviciado empezó su carrera, yendo con otro compañero sacerdote por varios pueblos del reino de Nápoles; tan bien se condujo, que el Cardenal Aquaviva, Arzobispo de Nápoles, solicitó del Provincial que continuara nuestro religioso en la tarea emprendida: así lo hizo éste, y sacó inmenso fruto en las aldeas y en las ciudades; luego trabajó en los arrabales de Nápoles algunos meses. Entonces sintió deseos de ir á más lejanas expediciones; pero hallaba el obstáculo de que los misioneros de América no comían sino pan hecho con harina leñosa y raíces; Dios ilustró su mente y le demostró que tales pensamientos eran obra del demonio. Al segundo año del noviciado fué á Roma, pues el P. Claudio Aquaviva espontáneamente lo había designado para las misiones del Paraguay con otros jesuitas; dió gracias al Señor porque atendía á sus deseos. Navegando á Barcelona desde Italia, se vió á punto de morir, pues el navío se iba á pique; los pasajeros estaban desesperados, cuando el P. Mazeta, aunque enfermo, saltó del lecho y se presentó con una mujer cautiva y pagana; le explicó nuestros misterios y le conminó con la muerte eterna si no abrazaba la fe católica; como la infiel accediera á esto, la instruyó y la bautizó; cesó la tempestad, y las velas fueron de nuevo desplegadas. Desde Barcelona fué á Madrid y luego á Sevilla, donde se embarcó para Buenos Aires, haciendo el viaje á expensas del rey Católico. En Córdoba del Tucumán hizo los votos de la Compañía, y se dirigió al Paraguay á fin de aprender el idioma guaraní; allí había de llevar á cabo las acciones gloriosas ya referidas. Trasladóse al Paraná, y después de muchos años invertidos en expediciones apostólicas, cayó enfermo de apoplegía; cinco años estuvo en el lecho con increíble paciencia, pues ni una vez se le oyó quejar ni desear con viveza su restablecimiento; pasaba el día y la noche en oración mental, ya que no podía casi articular palabras. Cuotidianamente recibía el Cuerpo del Señor con tal devoción y lágrimas, que el fuego de su alma se manifestaba en lo exterior cual si el espíritu quisiera derramarse. Por espacio de cincuenta años trabajó en la conversión de los indios que moraban ochenta y más leguas de las poblaciones de españoles; tan poco apego tenía á las ciudades, que, según me afirmó, había hecho voto de vivir en medio de los bárbaros. Después de muerto se apareció al P. Antonio Ruiz en forma de ángel, vestido con ropas lucientes, combatiendo en nombre de Dios por los indios. Con la cruz en la mano defendió á éstos contra el furor de los españoles, y recibió heridas por tal causa. Sería interminable contar las veces que protegió á sus hijos espirituales con peligro de la vida; moró en la espesura de las selvas, comiendo manjares repugnantes. Toda su vida conservó la pureza del cuerpo y del alma. Durante veinte años no probó un bocado de pan. A falta de sal, se alimentó mucho tiempo con yerbas y legumbres cocidas en agua. En Itatín su regalo consistía en tortas de trigo turco cocidas á las brasas, sin otro condimento. Fué dotado del don de profecía. Aunque tenía sus carnes llenas de úlceras, exhalaba olor fragantísimo de rosas. Hallándose mudo por la apoplegía, le dijo el Padre Cataldino que cantase con la imaginación elTe Deum laudamus; con estupor de todos los presentes lo recitó con voz firme. Otras veces rezó el SalmoLaudate Deum ones gentes y el Rosario; fuera de esto, nada habló en cinco años. Decíase generalmente que el P. Mazeta debía ser colocado entre las personas más insignes por sus virtudes. Tanto lo estimaban los indios, que usaron para sus enfermedades el polvo de los zapatos de nuestro religioso, y por cierto que con éxito favorable.


CAPÍTULO XII

PROVECHOSA EXCURSIÓN QUE SE HIZO DESDE CÓRDOBA.

En el año de 1642 dos jesuitas salieron de Córdoba á reconocer las inmediaciones y reportaron considerable fruto; confesaron á muchos y convirtieron los concubinatos en legítimas nupcias. Dos años hacía que nadie había recibido el Sacramento de la Penitencia por falta de sacerdotes. Llegaron después al río Cuarto; uno de los misioneros escribió lo siguiente á un amigo, hablando de la condición de los indios de aquella región: «Aquí habitan los pampas, y los guarpos; en los confines de Mendoza. Tenaces en conservar sus antiguas costumbres, se pintan la cara con varios colores, en especial los viudos y las viudas. Aborrecen las cosas de nuestra religión, y como loros se mofan de los mandamientos cristianos; muchos tienen pacto con el demonio y se sirven de raíces para cometer crímenes. En cada aldea hay un mago que visita los enfermos y simula chuparles la sangre corrompida; para mejor engañar lleva en la boca algo nauseabundo; después que ha chupado las partes doloridas, lo arrojan y dicen que la enfermedad ha desaparecido. Son muy lascivos. Los hombres dan á las mujeres yerbas con objeto de gozarlas. Éstas se clavan en la nariz espinas hasta derramar abundante sangre, que reciben en una vasija; echan luego polvos mágicos y se untan el cuerpo; con esto seducen á cuantos quieren y consiguen torpes victorias. Son cruelísimos; con frecuencia se desafían á singular batalla. Estas son las leyes del duelo: cada uno de los combatientes pone en la honda una piedra llena de picos y la agita circularmente; el otro se expone al golpe, y así alternan: el primero que hiere es tenido por cobarde; muchas veces el adversario cae al suelo apenas empezada la lucha, y cuando no sucede así, siguen peleándose como gallos hasta que uno es derribado. El vencedor es aplaudido calurosamente. Otra prueba de valor usan: se meten una saeta en el vientre por debajo de la piel, y la sacan cual si fuera una aguja.» Algunos ancianos recibieron el Bautismo. Los misioneros quemaron cuantos objetos supersticiosos pudieron, y procuraron cambiar las costumbres de aquellos indios depravados.


CAPÍTULO XIII

EXPEDICIONES DE LOS JESUITAS DE ESTERO.

Los sagrados pescadores del Colegio de Estero echaron sus redes en el río Salado, á cuyas orillas había veintidós pueblos de indios; llena de peces su barca, se dirigieron al río Dulce. El fruto de la pesca apostólica en ambos ríos, fué confesar á cuatro mil personas; la cuarta parte de éstas vomitó el veneno de toda la vida; doscientos niños recibieron el Bautismo, y cien parejas el Sacramento del Matrimonio. Los religiosos predicaron con fruto; una india que los oyó hablar de la castidad, se resolvió á guardarla, y si era preciso defenderla á brazo partido: en efecto, solicitada por un hombre deshonesto, antes quiso recibir heridas que perder la virginidad. Los misioneros sacaron bastantes presas de la boca de Satanás; demostraron en un sermón que la Eucaristía es eficaz antídoto contra el veneno infernal, y un indio perverso buscó para sus llagas tal medicina; declaró que durante veinte años había cohabitado con el demonio y ya desesperaba de salvarse; deseando acercarse á la Mesa del altar, confesó sus culpas y no volvió á cometer el horrendo pecado que hemos dicho.


CAPÍTULO XIV

MUERE EL P. HORACIO MORELLI; SUS ALABANZAS.

Acabó sus días en el Colegio de Estero el P. Morelli. Había nacido en Cosenza, población napolitana, de nobles padres. Cuando estudiaba Derecho en Romac ingresó en la Compañía. Era de carácter apacible, jovial, activo, inclinado á las virtudes y especialmente á las misiones apostólicas. Siete años vivió en el valle de Calchaquí en medio de las mayores privaciones; comía trigo, moraba en una choza de lodo seco, dormía en el suelo y no reposaba un momento. Poco le faltó para alcanzar la palma del martirio. Otras expediciones hizo desde varios Colegios, movido por el celo de la salvación de las almas. Ambicionaba padecer trabajos y una muerte gloriosa, razón por la cual en ningún sitio estaba más á gusto que entre los calchaquíes. Murió en una quinta del Colegio y su alma subió al cielo. Preguntáronle en la agonía si quería vivir, y respondió: «No, porque la muerte es el camino del Paraíso.»


CAPÍTULO XV

HECHOS QUE TUVIERON LUGAR EN VARIOS COLEGIOS.

Los misioneros de Rioja trabajaron con fruto en el país de losplanos, quienes habitan un terreno montañoso y cubierto de nieve casi todo el año: son pobrísimos y apenas tienen casas; los más viven al aire ó en cuevas. Su miseria espiritual era mayor que la temporal; cinco años hacía que no los visitaban sacerdotes, cuando el P. Boroa envió los religiosos. En tan inculto y espinoso suelo éstos segaron bastante mies con la hoz de los Sacramentos. Un indio se acercó á los jesuitas para confesarse: por no sé qué dificultades cambió de opinión y se marchó; pero el caballo en que iba lo arrojó al suelo; del golpe se fracturó los brazos y piernas, castigo de Dios por haber desoído los consejos de sus ministros. Más grave fué lo que sucedió á una india lasciva, que no hacía caso de los estímulos de su conciencia ni de las reprensiones de los misioneros; murió de repente en el acto mismo de fornicar; su cómplice se enmendó. En Buenos Aires mandó el Rector que á nadie se negasen limosnas de trigo, vino y aceite. Dios premié esta generosidad; nunca faltó por mucho que se dió, pues los ciudadanos donaban víveres sin cuento al Colegio, y D. Francisco González Pachón, que poco antes de morir entró en la Compañía, dió nueve mil escudos de oro. En Buenos Aires, igualmente que en el resto de la provincia, suelen los jesuitas, en las noches que se ayuna, contar alguna historia patética, á fin de que los oyentes teman á Dios y se mortifiquen voluntariamente; acudió por curiosidad un hombre principal, y vió con admiración que dos niños de seis y siete años se disciplinaban sin reparo; conmovióse ante aquel espectáculo y cambió en adelante de conducta. Una persona, abrumada por las desgracias, pensó acabar con su vida; ya tenía el lazo al cuello para ahorcarse, cuando vió que se aparecía la Virgen, á quien todos los días rezaba el Rosario; desistió de su intento y se confesó arrepentido. Veamos la manera que tuvieron los indios de celebrar el primer centenario de la Compañía.


CAPÍTULO XVI

CONMEMÓRASE POR LOS NEÓFITOS EL PRIMER CENTENARIO DE LA COMPAÑÍA.

Dió principio á las fiestas la reducción de San Francisco Javier, situada en el Uruguay. Convocados los misioneros de las reducciones del Paraná y Uruguay y los indios principales, fueron allí recibidos con muestras inequívocas de regocijo. La víspera se cantaron solemnemente horas canónicas; por la noche se encendieron hogueras. Hiciéronse arcos triunfales, y altares provisionales; el pueblo fué recreado con danzas y ejercicios de palestra. El Santísimo Sacramento estuvo expuesto bajo un dosel. Se pronunciaron elegantes discursos en latín y guaraní. Por la tarde los neófitos de Mbororé representaron una obra dramática, cuyo asunto era la invasión de los mamelucos; éstos disponían sus planes y peleaban, siendo vencidos y puestos en vergonzosa fuga. Pasado algún tiempo, la otra reducción del Uruguay solemnizó también nuestro primer centenario: acudieron infinidad de forasteros; construyéronse seiscientos arcos triunfales, y de ellos colgaron mil diversos objetos en muestra de gratitud á la Compañía. Igual conducta observaron los neófitos del Paraná; invitaron á los indios y misioneros de varios pueblos á un torneo. Hubo danzas de soldados, cada uno de los cuales llevaba en su escudo una de las letras que componen el nombre de Ignacio, y con ellas hacían diversos anagramas. Por la noche se verificó un combate naval á la luz de innumerables antorchas, con lo que se acabaron las fiestas. Dió principio á las suyas la Encarnación, las cuales fueron, en verdad, ingeniosas y acomodadas al gusto de los indios. Tan luego como acudieron los forasteros se representó una pantomima, cuyo asunto era la celebración del Centenario; fué espectáculo de laudable invención: salió de improviso un gigante llamado Policronio, vestido de colores, con larga barba y cabellera blanca: significaba el Centenario, y llevaba consigo cien niños pintados con variedad; éstos eran los diferentes cargos de la Compañía; con armonioso canto celebraron las alabanzas de Policronio; la escena tenía lugar en un paseo de la población; más adelante había un rebaño de cien bueyes; después cien arcos de triunfo con emblemas, que estaban en el camino de la iglesia; á la puerta de ésta se ofrecieron cien panes; en el altar mayor lucían cien velas; por do quiera se veían inscripciones en loor de la Compañía. Sobre las puertas del templo estaban colocadas tres estatuas: en medio la Compañía de Jesús; á sus lados la Sabiduría y la Piedad, con este letrero:Centenaria Societas triumphat Pietate duce Sapientia comite (4).  Un discurso latino fué muy aplaudido; su asunto era el siguiente: Alabanzas de seis Generales de la Orden y sus hechos memorables; victorias logradas contra la herejía, infidelidad é impiedad; favores recibidos de Cristo. A continuación salió un carro de triunfo que llevaba seis monstruos; alrededor iban los héroes de la Compañía; aplaudían los Pontífices, reyes, emperadores, pueblos y ángeles; las cuatro ruedas de la carroza significaban los cuatro votos de la Sociedad; los conductores, los Generales de ésta; en lo alto se veía la Compañía vestida de blanco, color que expresaba su anhelo por servir á Dios; salióle al encuentro Jesucristo con su Madre. Acabóse la fiesta con un pronóstico de futuras prosperidades. Con esto terminamos nuestro relato.


CAPÍTULO XVII

FELIZ MUERTE DE DOS CÓNYUGES.

En el Uruguay procuraban los neófitos de Mbororé, bajo la dirección del P. Cristóbal Altamirano, reducir los gentiles y que tornasen al pueblo los fugitivos. Digno de mención es un indio de la mencionada reducción, que por las exhortaciones de Niezú, célebre mago y asesino del P. Roque González, se fué con él, abandonando nuestra religión para continuar en las antiguas supersticiones; llevóse su mujer é hijos. Para que el prófugo no se arrepintiera, Niezú le dió varias concubinas: no pudo gozar de ellas, porque los mamelucos empezaron á hacer entradas en los dominios de dicho cacique. El indio estuvo á punto de ser apresado por los bandidos; logró huir de las manos de éstos, pero con siete heridas; volvió á la reducción de Mbororé, y halló la salvación del alma al par que la del cuerpo. Después de Dios, fué causa de tanta dicha la esposa del prófugo, quien contra su voluntad le siguió cinco años, y no dejó de rezar el Rosario todos los días, rogando á la Reina del cielo que no dejara morir á su marido sin los auxilios de la Iglesia. Para mejor conseguirlo, hizo propósito de ser honesta, cosa no muy común entre aquella gente. Escuchó tales preces la Madre de Dios, pues aunque los mamelucos la buscaron en todo un año, no la encontraron; estando con fiebre sentía recibir del Señor alientos, y en los peligros, consuelos; escondida en las selvas eludió la persecución de los bandidos. Después de varias vicisitudes fué llevada á Mbororé, y murió habiendo recibido antes los Sacramentos: es de creer que su alma iría al cielo. Declaró á los misioneros estando gravemente enferma, que desde antes de huir con su marido llevaba escrito en un papel el nombre del Santo que en el sorteo mensual acostumbrado entre las Esclavas de María le había tocado; por cinco años lo guardó cual sagrado amuleto, y notó una especial protección en los peligros y adversidades. Voy á referir otra historia aún más notable que ésta.


CAPÍTULO XVIII

DOS MUCHACHAS HUYEN DE LA CAUTIVIDAD DE LOS MAMELUCOS.

Hicieron los bandidos prisioneras dos doncellas: una de trece años y otra de diez. Pareciendo á los mamelucos que la primera intentaba fugarse, la azotaron, y ataron una soga al cuello; de esta manera le hicieron seguir el camino; ya alejados cien leguas, creyendo que no había peligro de evasión, le quitaron la cuerda y le permitieron ir á los bosques en busca de frutos silvestres, pues los alimentos escaseaban. Entonces concibió la idea de fugarse, pues apreciaba el ser libre y detestaba la dureza de sus dueños; una dificultad se le ponía delante, y era dejar sola entre los bandidos á su hermana; mientras pensaba qué sería mejor, si conseguir ella sola la libertad ó vivir en el cautiverio con su hermana, vió que ésta se adelantaba en la misma dirección: comunicáronse sus designios, y puestas de acuerdo echaron á andar por aquel desierto de cien leguas, habitado solamente por tigres y otras fieras, y cubierto de impenetrables bosques; juntóseles un muchacho sobrino suyo; así lo dispuso Dios para que tuvieran auxilio. Viajaban por la noche, sufriendo más á causa del horror de ésta que habrían padecido de día con los ardores del Sol. Iban por sendas extraviadas, á fin de evitar la persecución de sus dueños. Solían los gualachíes recorrer aquellas soledades, cazando ó dedicándose al robo; felizmente huyeron de manos de éstos, yendo con silencio y precauciones. Muchos días tuvieron que mantenerse de raíces y hojas tiernas de árboles. Al cabo de un mes, sin fuerzas apenas, llegaron al Uruguay, á cuya orilla encontraron una barquichuela, capaz de contener tres personas, toda rota; entraron en ella, y sin remos, timón ni velas, se dejaron llevar por la corriente. Poco habían navegado, cuando vieron que su padre venía hacia ellas en otra canoa; prisionero de los mamelucos, acababa de fugarse con su mujer é hijos, y con objeto de ser útil á sus compatriotas recorría el país solícito de la salvación de las almas. Nuestras doncellas, creyendo que tal barca era de bandidos, haciendo de las palmas remos, impulsaron la suya; llegadas á la orilla se escondieron en un bosque, y su padre las perdió de vista. Poco después se encontraron con un grupo de neófitos, á los cuales se unieron y fueron á Mbororé, en el momento que su padre regresaba de la expedición; cuando éste reconoció á sus hijas y sobrino, lloró de alegría; abrazólas con tal emoción, que todo el mundo acudió á contemplar semejante espectáculo; sin saber lo que era aquello, corrió á verlo una mujer: era la madre de las prófugas, quien no sospechaba tanta felicidad; al principio no lo quería creer: palpaba, se restregaba los ojos como para despertar de un sueño; luego estrechó en sus brazos las prendas queridas de su corazón. Los hermanos recibieron con igual regocijo á sus hermanas delante de público numeroso. Los religiosos llevaron al templo las recién venidas, y después de catequizadas las bautizaron. Los padres de nuestras fugitivas dieron gracias á la Reina del cielo por los favores que les otorgaba.


CAPÍTULO XIX

SON CASTIGADOS LOS VEJADORES DE LOS NEÓFITOS.

Un cacique del Uruguay, hombre poderoso, por odio á la Compañía, se marchó con los mamelucos, en realidad para hacerles daño y al mismo tiempo ofender á los religiosos. Llegó á perforar las naves en que iban los neófitos, y una vez éstos en la orilla, entregarlos á sus enemigos, quienes en recompensa de tales servicios y con objeto de tenerle propicio, le dieron autoridad si bien nominal en el Uruguay y ríos vecinos, como también el título y bastón de General; orgulloso con esta vana dignidad, por espacio de muchos años causó inmenso daño en las reducciones y facilitó los intentos de los mamelucos. Disgustado por la escasa recompensa que éstos le daban, despachó de mala manera un emisario que le enviaron; luego huyó con sus más fieles satélites; volvió y los mamelucos le cortaron la cabeza acusándolo de traidor; nada se acordaron de los beneficios recibidos, semejantes al demonio que premia los favores de sus vasallos con suplicios horribles. Otro cacique tenía el vicio de calumniar; era famoso por su estatura y corpulencia; su jactancia llegaba al extremo de asegurar que quitaría la vida á los Padres y se reservaría las más hermosas mujeres, sin parar hasta la ruina de los pueblos situados en el Uruguay. Dios castigó duramente sus habladurías: cierto día en que desató la lengua contra nosotros, los mamelucos le mataron la mujer, y él se quebró una pierna mientras andaba errante por la selva. Al oir sus clamores acudieron los de Mbororé que por allí estaban; su primer impulso fué quitarle la vida; impidióselo un misionero que se halló presente por casualidad, recordándoles que los cristianos deben volver bien por mal. Fué llevado á Mbororé, donde confesó sus pecados, y de lobo se convirtió en oveja. Los indios del Yapeyú redujeron bastantes familias. Cierto neófito encontró en el bosque á un gualachí herido por un tigre; lo bautizó usando la fórmula del Sacramento, que sabía de memoria por haberla oído á los religiosos; otros varios gualachíes fueron también bautizados. Dos mil setecientas personas recibieron el Bautismo en las reducciones del Paraná y Uruguay.


CAPÍTULO XX

VIDA DEL P. ALONSO NIETO DE HERRERA.

El clima de Córdoba, perjudicial á hombres y rebaños, hacía que varios jesuitas enfermaran. Por entonces entró en la Compañía Don Alonso Nieto de Herrera, á los sesenta y ocho años de edad y á los cuarenta días de enviudar; dió al Colegio veinte mil ducados de oro. Tomó esta resolución gracias á los consejos de su nieto y heredero al volver de Europa; éste le declaró que pensaba huir del mundo y refugiarse de sus tempestades en el puerto de la Compañía; entonces lo abrazó su abuelo, y le dijo que los mismos propósitos abrigaba él; ambos solicitaron el ingreso en nuestra Orden y lo consiguieron. Sin embargo, el origen de su vocación creo que es más antiguo. Ocupando Alonso en otro tiempo un alto cargo, fué insultado y abofeteado por un hidalgo; las autoridades pusieron en cárcel obscura al ofensor; Alonso, viendo en el Colegio de la Compañía la imagen de Cristo orando por sus enemigos, voló al calabozo; echóseá los pies del procesado y no paró hasta conseguir que la justicia perdonase á éste, ofreciendo pagar la multa por él. Apenas regresó á su casa fué felicitado por el Obispo y los principales de la ciudad quienes ensalzaban su generosidad. Es de creer que Cristo, en recompensa de tan buena obra, lo llamó á la Compañía en su vejez. Alonso continuó hasta la muerte dando ejemplos de virtud. Siempre se vió favorecido por San Ignacio. En su casa había duendes que tiraban piedras como en chanza; un franciscano se rió de la pequeñez de los duendes que se entretenían con chinitas. «Que arrojen, exclamó, que arrojen peñascos iguales á los de Cholcal,» minas de plata en el Perú distantes doscientas leguas; ¡cosa admirable! por el aire cayó un peñón con vetas de mineral argentífero; se hicieron preces en la iglesia y se clavó en la pared de la casa un autógrafo de San Ignacio; los duendes prendieron fuego al edificio por la noche, más los ciudadanos apagaron el incendio. Nunca se volvieron á presentar los duendes, quienes con los mismos medios fueron expulsados de otra casa.


CAPÍTULO XXI

LO QUE SE HIZO EN EL COLEGIO DE CÓRDOBA.

Ensanchóse el Colegio con nuevas construcciones; toda la iglesia, excepto las columnas, que parecían de mármol ó jaspe, quedó cubierta de elegantes pinturas, y tal, que pocas de Europa serán más bellas. Al pie de las columnas hay asientos trabajados con primor; la bóveda, cubierta de oro y colores, recrea la vista; el altar es de madera dorada con delicadas tallas. En él se colocó una imagen de la Virgen, insigne escultura de un artista español; concurrieron á tan solemne acto el Obispo, los eclesiásticos y numeroso pueblo. Debajo de ésta se hallan el cuerpo de San Epimaquio, que nos concedió generosamente el Papa Urbano VIII, y un crucifijo que tuvo San Ignacio en la mano al tiempo de morir; el General Mucio Vitelleschi lo regaló á la provincia del Paraguay. En la capilla de los novicios se puso una imagen de la Inmaculada Concepción: tal devoción le tenía una joven, que delante de ella hizo voto de castidad.


CAPÍTULO XXII

VIDA Y MISIONES DEL P. JUAN DÍAZ DE OCAÑA.

Por entonces murió este jesuita. Educado con esmero por sus padres, á los ocho años resolvió guardar la virginidad y entrar en alguna Orden religiosa para convertir indios. Luego profesó en la Compañía, y acomodó su vida á la vida de los santos; con sus bienes patrimoniales celebró espléndidamente la canonización de San Ignacio y San Francisco Javier; adornó nuestra iglesia con tapices de seda, y regaló preciosos ornamentos. En España mandó construir una rica custodia. Hizo al Colegio muchos donativos. En medio de sus continuas ocupaciones, siempre tenía el pensamiento en Dios. Defendió á los pobres y desamparados contra la fuerza de los poderosos, aun con peligro de perder la reputación. Toda su vida fué castísimo. Falleció en el año 1643, enfermo de tisis. Los misioneros que salieron de Córdoba contaban haber encontrado hombres que desde la conquista del Tucumán por los españoles no se habían confesado, y que al saber la llegada de los Padres, salían de sus cuevas con la cabellera larga y sin peinar, cubiertos de gusanos y de llagas; si repugnante era su cuerpo, aún más el alma: no parecían criaturas racionales, sino bestias; pero, en fin, Dios cuida de los animales y de los hombres. Se confesaron por medio de intérprete. Un viejo de cien años, que no había recibido la Penitencia desde los veinte, vivió tanto tiempo sin cometer graves pecados; contento con su mujer, la de ninguno deseó, ni quitó al prójimo los bienes; preguntóle un jesuita si creía en Dios; respondióle que sí; añadió el Padree «¿Sabes rezar?» Y contestó el anciano: «No conozco más oración que elevar al cielo las manos juntas y exclamar: ¡Dios, Dios, Dios! Esto es lo único que supe en mi vida.» Rogáronle que lo hiciera, y al verlo llamar al Señor con inmensa piedad, derramaron lágrimas los religiosos presentes.


CAPÍTULO XXIII

INTÉNTASE EN VANO ENTRAR Á LA PROVINCIA DEL CHACO.

En el Colegio de San Miguel murió el Padre Juan Francisco Olóriz; enfermó con ocasión de ejercer la caridad: había nacido en el reino de Navarra de padres nobles; fué virtuoso, sin que desmintiera con sus actos el lustre de su linaje; como era pobre, no dejó al Colegio otra cosa que el sentimiento de su pérdida. Se preocupaba con vehemencia de la salvación de las almas. Supo muy bien la lengua quichúa, y aprendió la tonocoté con esperanza de predicar en el Chaco. A este país marchó por disposición del Provincial el P. Ignacio Medina; llegado á los omaguacas (5), envió un indio sagaz llamado Lorenzo, á fin de que explorase los ánimos de los mataguayes, por cuya tierra tenía que ir al Chaco. Los mataguayes vivían en cuatro pueblos, regidos por caciques iguales en autoridad. Al principal de ellos habló Lorenzo y regaló varios objetos; consiguió que se celebrara una junta de los caciques, en la cual se discutió el asunto, y resolvieron por unanimidad, no solamente consentir la entrada á los jesuitas, sino también rogarles que los visitaran y allanarles los caminos; á Lorenzo encargaron que volviese á donde estaba el Padre Medina, le manifestase la gratitud de los indios por los obsequios recibidos, y le dijese que podía ir pasadas las lluvias, cuando los ríos disminuyesen de cauce, y pudiesen enviarle provisiones y acompañamiento; además, que si llevaba herramientas, les diese algunas. Divulgóse el acuerdo de los caciques y el pueblo saltó de alegría al saberlo; todos saludaban afablemente á Lorenzo. Una vieja y una moza pidieron vestidos: la primera para guardarse del frío, y la segunda para cubrir su honestidad. El asunto parecía casi terminado, pero nada se llevó á cabo; pues como no había suficientes misioneros que enviar á Calchaqui y al país de los omaguacas, el Provincial dispuso que el P. Medina desistiera de predicar en el Chaco y fuera al valle de Calchaquí hasta nuevas órdenes.


CAPÍTULO XXIV

COSAS MEMORABLES QUE SUCEDIERON EN EL VALLE DE CALCHAQUÍ.

Procuraba el demonio excitar los ánimos de los calchaquíes, y le ayudaban los ancianos, quienes tenían sobre los jóvenes grande autoridad. Aquellos indios seguían aferrados á las supersticiones: hasta los niños educados en la religión cristiana, una vez mayores, adoptaban las perversas costumbres de sus padres, confirmándose el adagio de «con los buenos, serás bueno, y con los perversos malvado.» Los caciques se oponían á que los jesuitas aprendieran su idioma. El diablo, amante de mezclar las cosas profanas con las sagradas, hacía que á los recién nacidos pusieran nombres gentílicos, de modo que luego se ignoraba si habían sido bautizados. No desanimaban por esto los misioneros, considerando que no se debe retroceder ante los obstáculos que se encuentren frente al Evangelio, y lo necesaria que es siempre la constancia; alegres y entusiastas sembraban las semillas de la verdad. El Padre Fernando Torreblanca visitó el valle Hualsín, vecino al de Calchaquí,y también las aldeas cercanas á Salta; por la malicia de sus habitantes sacó poco fruto, pues estaban fanatizados y eran de reprensibles costumbres. Algunos indios permitieron que en sus tierras se erigieran cruces y se construyeran capillas. El P. Parricio entró en los dominios de Utimba, poderoso cacique, y recibió de él pruebas de benevolencia: le acompañó, permitió que hablara con su mujer é hijos, oyó Misa en una capilla que edificó, y se cortó la cabellera. El cacique Chumbicha le salió al encuentro y le hizo honores parecidos. Mas, á decir verdad, no se podía esperar otra cosa que bautizar los niños que morían. Los Padres del Colegio de Rioja realizaron una expedición á los indios de los pantanos: confesaron á muchas personas y bautizaron otras tantas.


CAPÍTULO XXV

VIDA Y MUERTE DEL P. PEDRO MARQUÉS.

Trabajaban los misioneros del Paraná, lo mismo que años anteriores, en convertir á los infieles y confirmar á los neófitos; en el presente recibieron muchos el Bautismo: no sé el número exacto. En San José murió prematuramente el P. Marqués, natural de Bélgica, y de ingenio florido. Antes de profesar en la Compañía se negó á aceptar un alto cargo eclesiástico que le ofrecía un elevado personaje. Hecho el noviciado, enseñó Griego y Retórica en el Artois. Desde su niñez aspiró á ejecutar cosas grandes. Deseando recibir el martirio, varias veces escribió á los Superiores cartas escritas con sangre, en las que solicitaba ir á las misiones del Japón ó de las Indias. Incitábale á esto lo que su madre, el día que espiró, presa de delirio, exclamó, volviéndose hacia él que eraá la sazón novicio: «Hijo, muero á gusto, porque el cielo me revela que serás Constante en la Compañía, y perecerás en la región de los antropófagos.» Acordándose de estas palabras, estaba convencido de que acabaría sus días degollado por los bárbaros, quienes lo devorarían luego; pero la madre no pronosticó el martirio, sino que moriría entre los indios. Era muy querido de la Virgen, quien le concedió excelente memoria; de muchacho le costaba trabajo retener la lección; después que rogó á María le diese entendimiento para que lo admitieran en la Compañía, solía estudiarse en sólo un día un largo poema ó un discurso; yo doy fé de esto como testigo que he sido. Nunca olvidó semejante beneficio; de continuo ensalzaba las prerrogativas de María. Fué puro en alma y cuerpo toda su vida; al morir hizo confesión general, y no se acusó de pecado mortal. Hablaba de Dios con tal entusiasmo, que demostraba el fuego de su corazón, y para alimentarlo traía á la mente el recuerdo de San Francisco Javier. Los hombres más notables de Bélgica lo consideraban casi santo. Murió á consecuencia de unas fiebres, de las que enfermó en la navegación al Nuevo Mundo, y se convirtieron en disenteria, que le duró dos años. Al espirar dijo: «¿Quién es esta mujer que se mezcla entre nosotros?» Un jesuita hizo ademán de arrojarla con el bastón; «Bien está,» añadió el P. Marqués, y pidiendo perdón de sus culpas dejó esta vida. Poco antes de acabar sus días supo que los misioneros del Paraná y Uruguay habían convenido en celebrar doce Misas por el que muriese de ellos, y entró en aquella Cofradía con objeto de que rogaran á Dios por él cuando espirase. Excepto el P. Cristóbal Altamirano, Rector de Mbororé, todos cumplieron lo pactado; decía éste que salía ganando el P. Marqués, y que no necesitaba sufragios. El P. Altamirano comenzó á tener sudores y á no poder dormir; en el templo de Mbororé se oían ruidos en el púlpito y en el techo, cual de un hombre que golpea; el altar quedó descubierto, y estos portentos se repitieron, de modo que se veía no eran fantásticos; el difunto se apareció en traje de jesuita al P. Altamirano, y éste celebró las doce Misas. Cinco semanas duraron los prodigios dichos, y se vió que los hombres virtuosos, después de muertos, tienen medios de castigar á los que faltan. El P. Boroa, ex-Provincial, se dolía de haber querido enviar á las misiones al P. Marqués antes de que acabara sus estudios. En Mbororé colocaron los indios en la iglesia una imagen de la Virgen de Santa Fé, llevada desde Bélgica por el P. Marqués; la veneran mucho, y los protege siempre: por ella se vieron libres de la peste que hubo estos años.


CAPÍTULO XXVI

COSAS QUE SUCEDIERON EN EL URUGUAY.

En la Concepción sudaron las imágenes de Cristo crucificado, de la Concepción, de San Pedro y San Pablo y de Santa Teresa. Para apartar los males que tal prodigio anunciaba, estuvo expuesto ocho días el Santísimo Sacramento, y se celebraron Misas en honor de la Virgen, con lo cual somos de opinión que se aplacó el cielo, pues por aquel tiempo nada siniestro ocurrió. Por entonces murió Nicolás Nienguiri, cacique distinguido en la paz y en la guerra; á él se debe la introducción del Evangelio en la provincia del Tapey en vastas regiones del Uruguay. Cuando ocurrió en el Caró la muerte del P. Roque González, calmó la muchedumbre alborotada y evitó mayores desgracias. En una peligrosa batalla que se dió contra los mamelucos, mandó el ala derecha y la salvó. A sus preclaras cualidades de general unía tanta suavidad de tratoy tal fuerza de convicción, que nada se le resistía, de manera que sus vasallos le obedecían ciegamente. Persuadió á los neófitos de Tape que emigrasen para no ser esclavizados por los mamelucos, y luego se mostró generoso con ellos. Su conversación era agradable y llena de sales honestas y espontáneas; se le tenía como dechado de castidad. A sus funerales concurrieron los misioneros de las cercanías y los indios principales. Alguien afirmó que la conquista espiritual del Uruguay se debía en gran parte á Nienguiri. En el pueblo de Santo Tomás padecióse hambre; queriendo los neófitos demostrar que no desconfiaban de la Providencia, el día del Corpus, en la procesión, arrojaron por el suelo trigo, legumbres y cuantas provisiones tenían, como para excitar con esto la liberalidad del Señor, infinitamente mayor que la humana; en lo sucesivo se mitigó el hambre, pues la cosecha de cereales fué abundantísima el año siguiente.


CAPÍTULO XXVII

EL PROVINCIAL FRANCISCO LUPERCIO VISITA LA REGIÓN DE ITATÍN.

Gracias á los desvelos de seis misioneros dirigidos por el P. Justo Vanfurk, obtúvose rica cosecha espiritual en Itatín. Fué allí el Provincial por la frontera de los payaguaes, y su presencia sirvió de mucho. Una reducción dedicada á San Benito fué trasladada á sitio más conveniente, y cambiósele el nombre por el de San Ignacio. Otra era llamada Santa María de Fe. Dirigióse el P. Vanfurk á varios parajes, donde halló bastantes indios; pero todos echaban á correr cuando lo veían, reputándolo por cazador de hombres. Pudo coger á dos de ellos,y díjoles que no era lo que presumían, sino misionero dedicado á procurar la salvación de las almas. Sabiendo esto los demás bárbaros, saltaron de alegría y contaron al P. Vanfurk cómo cuarenta años antes habían visto al Padre Bárcena, á quien rogaron que les enviara sacerdotes. Ofrecieron reunirse en un pueblo, añadiendo que las tribus vecinas imitarían se conducta: en efecto, así aconteció, y muchos indios de las cercanías abrazaron nuestra fe; en señal de esto se cortaron la cabellera. El P. Vanfurk, ufano con tan risueñas esperanzas, marchó á Itatín, donde el Provincial visitaba la reducción en cumplimiento de su cargo, y dejó la hoz en ocasión que iba á comenzar la siega. Cuando se retiró el Provincial tornó á continuar sus labores, y encontró que el número de personas reducidas era crecido.


CAPÍTULO XXVIII

EXPEDIClÓN QUE SE HIZO Á VILLARICA.

Hablaré de las misiones que tuvieron lugar en Villarica. Ochenta leguas dista de la Asunción, ciudad de donde salieron los misioneros; el mayor obstáculo que hallaron en el camino fué atravesar un lago de tres leguas de anchura, con el agua á la cintura; la lluvia les mojó el resto del cuerpo; llegados á una isla que se alza en medio, estuvieron dos días sin quitarse las ropas, caladas de agua, mientras oían el rugido de los tigres que por allí daban vueltas. Los víveres se corrompieron con la humedad; aquella tierra no criaba sino sapos y mosquitos, cuya picadura molestaba en extremo; el aire era malsano, y todo parece que estaba dispuesto para que la paciencia se ejercitase con el sufrimiento. Pasado el lago, hubo que hacer otro tanto con un río, crecido por las avenidas,y tanto, que entonces no se podía vadear; con harto peligro lo atravesaron; en lo restante del camino hallaron otras corrientes no menos incómodas; los indios conducían nadando la barca sobre sus espaldas. Llegados á la reducción de Acaray, y luego á Villarica, vieron que la peste desolaba este pueblo. Los religiosos se dispusieron á prestar sus auxilios, y trabajaron sin descanso día y noche. Después que la pestilencia desapareció de la ciudad, se esparcieron por los campos inmediatos, siendo de mucha utilidad. El P. José Domenech falleció atacado de la epidemia. Había nacido éste en Valencia, y tenía en su niñez tal aire de inocencia, que cuando algún pintor quería representar un hermoso ángel, lo tomaba por modelo. Antes de cumplir los catorce años entró en la Compañía; hizo sus estudios de Filosofía, y acabados, navegó al Paraguay; sin cursar Teología fué destinado á las misiones de los indios; estuvo en el Uruguay y en el Guairá; trabajó en la traslación del pueblo de la Purificación, y siendo Rector de éste se mostró digno de altos cargos. Viendo sus Superiores que tenía excelente ingenio y que se habían equivocado en el juicio que acerca de él formaron, insistieron en que aprendiese la ciencia teológica para que hiciera los votos solemnes en la Compañía; no lo consiguieron, pues tenía el ánimo atento exclusivamente á la eterna salvación de los indios. Ocupado en esto, pasó á mejor vida; he aquí cómo refiere su muerte un sacerdote en carta al Rector del Colegio de la Asunción: «Santamente acabó sus días el P. Domenech, mostrando en su agonía la magnanimidad de San Pablo; después que yo le administré los Sacramentos, abrazóse á un crucifijo, y mirando al cielo, exhaló el último suspiro; su rostro nada se alteró, de manera que parecía estar dormido; repartiéronse los circunstantes muchas cosas tocadas al cuerpo de nuestro difunto.» Hay quien afirma que éste se apareció y dió nuevas de su beatitud: no lo creo probado. El P. Miguel Gómez luchó con la peste, y aunque estuvo gravísimo, recobró la salud; reparadas sus fuerzas, volvió al punto de partida cargado de laureles.


NOTAS

3- Acerca de los abipones es notable la siguiente obra:Historia de Abiponibus, equestri bellicosaque Paraquariae natione. Authore Martino Dobrizhoffer. Viennae, Typis Josephi Nob. de Kurzbek. Año 1784.Tres volúmenes en 8º. con dos mapas.–(N. del T.)

4- La Compañía, que ya cuenta cien años, triunfa guiada por la Piedad y acompañada de la Sabiduría.

5- Homoguacas llama á estos indios el Padre Lozano en suDescripción chorográphica del Gran Chaco Gualamba, pág.119. Son los mismos que se designan con el nombre de omaguas en el lib. I, caps. VI, VII y VIII de la presente HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY.–(Nota del T.)


 

LIBRO DECIMOCUARTO


CAPÍTULO PRIMERO

CONTROVERSIA QUE HUBO SOBRE LA CONSAGRACIÓN DEL OBISPO DEL PARAGUAY.

El año 1644 suscitóse una cuestión que se ha hecho célebre, tocante á la consagración de D. Bernardino de Cárdenas, Obispo del Paraguay. Hallándose éste en el Perú, recibió una Real cédula de Felipe IV, en la que le manifestaba haberlo propuesto para la mencionada Sede é implorado la confirmación pontificia. Como le agradaba el honor conferido, se desesperaba con la tardanza del Papa en despachar las Bulas, por más que éste no solía poner obstáculos á la presentación hecha por el monarca, y autorizaba con frecuencia para que un Obispo solo, en vez de tres, verificase la consagración. Llevado de su impaciencia, discurrió un medio de conseguir lo que deseaba, pretextando interpretar la voluntad del Romano Pontífice,á fin de no quebrantar violentamente el derecho canónico. Consultó sobre el particular á nuestro Colegio de Córdoba, y por unanimidad contestaron los religiosos que lo que intentaba era opuesto á las decisiones de los Concilios y Papas, á la doctrina de los sabios y á las costumbres de la Iglesia. Pero el carro del orgullo no obedece á riendas. Sin esperar las Bulas, D. Bernardino de Cárdenas se hizo consagrar por un solo Obispo; tomó posesión de la diócesis, y dió principio á una época de agitaciones, no ya en la capital, mas también en todo el país: de ellas se podía escribir larga historia; yo, temeroso de no ser imparcial, me limito á narrar el origen y raíz de los tumultos que luego acontecieron. Lo que no pasaré por alto son las calumnias que se inventaron contra la Compañía, y que muy pronto quedaron aniquiladas; lo mejor es presentarlas unidas, sin guardar el orden cronológico, para que con una mirada se tenga idea de ellas. Teniendo el Obispo de su parte, nuestros enemigos renovaron sus antiguas falsedades y forjaron otras nuevas: la peor fué una tocante al oro imaginario del Uruguay, ya refutada hasta la saciedad otras veces. Pero como conviene dar á cada uno lo que es suyo, y atribuir á cada alfarero sus cántaros, examinaremos con detenimiento la cuestión desde sus comienzos.


CAPÍTULO II

ATRIBÚYESE Á LA COMPAÑÍA EL HALLAZGO DE ORO EN EL URUGUAY.

Un indio de ínfima condición, llamado Buenaventura, se educó en Buenos Aires, parte del tiempo con una Comunidad religiosa, donde fué criado, y parte fuera de ella. Su ánimo inconstante le hizo fugarse á los gentiles, y después de varias peripecias se estableció en el Yapeyú, reducción de neófitos situada en el Uruguay; allí simuló ser piadoso; luego robó una mujer casada, con la que hizo vida común. Fué azotado, y para que no corrompiese las costumbres de los neófitos, desterrado á Buenos Aires, donde, inducido no sé por quién, inventó mil fábulas sobre el oro que tenían los jesuitas del Paraguay; diéronle crédito hasta los hombres más prudentes, Decía con aire de sinceridad que él había trabajado mucho tiempo en el Uruguay sacando el metal precioso; en tres días solía llenar medio celemín de pepitas de oro. Añadía que, lleno de entusiasmo al contemplar tal abundancia, pensó en ocasiones reunir un tesoro y huir con él para vivir regaladamente. Pero acaeció que, meditando estas cosas, un compañero suyo cometió cierto robo, y achacándoselo á él, fué azotado y condenado á destierro. Todo esto lo refería públicamente, describiendo minuciosamente el sitioy condiciones de las minas; mentía con tal aplomo, que los oyentes no dudaban de su veracidad; la calumnia iba tomando cuerpo, y, por desgracia, algunos hombres religiosos la confirmaban con su autoridad. La Compañía se vió en la necesidad de sincerarse, pues lo contrario cedía en perjuicio suyo y de los neófitos. Llevóse la cuestión á los Tribunales, á fin de que éstos esclareciesen el asunto, pero dividiéronse los jueces en varias opiniones; sin embargo, meditado el negocio, el gobernador del Río de la Plata, D. Esteban Dávila, hombre dignísimo, resolvió que lo del oro ningún fundamento tenía, siendo meramente un embuste forjado por desocupados y enemigos de la Compañía; prohibió que se propalara, y ordenó que nadie la tuviese por verdadera; en este sentido escribió á la corte de España. Así la autoridad pública disipó la trama urdida contra nosotros.


CAPÍTULO III

RENUÉVASE LA CALUMNIA REFERENTE AL ORO DEL URUGUAY.

Pasado algún tiempo, el impostor reprodujo sus falsedades y sacó á luz la mal urdida trama de sus invenciones. Narrábalas á los europeos que emigraban codiciosos de riquezas,y tuvo audacia suficiente para referírselas á Don Jacinto de Lara, Caballero de la Orden de Santiago y gobernador del Río de la Plata. «Créame vuestra merced, le decía; yo he visto las minas, y puedo afirmar también que los jesuitas han construído cerca de ellas dos castillos para defenderlas, y los han guarnecido con soldados bien armados.» Aunque el gobernador no se convencía, deseaba que esto fuera verdad y quedaba en la duda de si le engañarían ó no. Estando con tal incertidumbre, pasado el verano, recibió carta del Obispo del Paraguay en que le afirmaba la existencia de las imaginarias minas de oro en el Uruguay. Saltó de contento el indio embaucador cuando vió sus ficciones autorizadas por el Prelado y tenidas como probables por el gobernador, quien atento al hallazgo del rico metal, se apresuró á resolver el negocio. Embarcóse en el Paraná con cuarenta soldados; en su compañía iban D. Martín de Vera, hombre principal, dueño de minas de oro en el Perú, y excelente ensayador de minerales, y el inventor de los yacimientos uruguayos, Buenaventura: nuevo Jason, navegó contra la corriente por espacio de doscientas leguas. Buenaventura se fugó en el camino; algo se desanimó con esto el gobernador; sin embargo, llegó á las reducciones de la Compañía, donde fué recibido con aplauso; le pareció conveniente ocultar el motivo de su ida; mas por debajo de cuerda se enteraba, valiéndose de cuatro intérpretes, del sitio en que estaban las minas. Sabiendo esto el P. Francisco Díaz Taño, Superior general de las misiones, le presentó una súplica para que inquiriese, no privadamente, sino en público, sobre el oro imaginario; además requirió, mediante notario, al Obispo del Paraguay y al gobernador de esta provincia á fin de que concretaran en sus afirmaciones, ó de lo contrario se retractasen. Pareció lo indicado bien á D. Jacinto de Lara,y ordenó que fuesen al Uruguay sus soldados, y sin omitir medio alguno descubriesen las minas, ofreciendo al que las hallara el título de capitán, un espléndido traje y doscientos ducados. Comenzaron los soldados á escudriñar el país y encontraron una pepita; cierto muchacho de Mbororé les afirmó que siendo muy niño había ido con su padre, ya difunto, á los yacimientos, cuyo camino podía indicar con tal que le acompañasen. Alegráronse los investigadores, y el primero que tuvo dichas noticias fué al gobernador y le exigió el grado prometido y otras cosas por el servicio prestado al monarca. Mas el gobernador interrogó al rapazuelo,y éste comenzó á titubear vacilando en sus respuestas; apenas tenía cinco años cuando se quedó sin padre, y es increíble que un niño de esta edad, y por añadidura indio, distinguiese las piedras comunes de los minerales ricos en oro. Con todo, el gobernador, no queriendo pecar de negligente en perjuicio del rey y de la Compañía, dispuso que el muchacho fuese llevado al sitio donde solía ir con su padre; acompañáronle D. Martín de Vera y seis soldados: después de un viaje penoso y registrar cuidadosamente el país, nada sacaron en limpio sino excitar la burla de los restantes militares; el chiquillo era tan rudo, que no distinguía el hierro del oro y los diamantes de las piedras; tenía por cosas preciosas las conchas, juguetes de su infancia, y como tales las mostraba; los soldados, al ver esto, se irritaron: unos decían que ahorcarlo, otros que cortarle las orejas y nariz para exponerlo al escarnio público. Apartáronse de semejantes proyectos por la intercesión de los religiosos, siempre benévolos con los pequeñuelos. Salvóse el muchacho á fin de que más adelante fuera testigo imparcial de la verdad.


CAPÍTULO IV

CANTA LA PALINODIA NUESTRO CALUMNIADOR Y ES CASTIGADO.

Entre tanto se esperaban con ansiedad nuevas en Buenos Aires, y cuando llegó un correo portador de varias cartas, suspendiéronse los ánimos. Impaciente el gobernador, abrió la escrita por el del Paraguay y leyó cómo había indagado el sitio de las minas sin hallarlas ni tampoco quien las hubiera visto; la del Obispo era ambigua: al principio hacía constar la existencia del oro, pero luego añadía que la verdadera mina consistía en la expulsión de los jesuitas. Leyendo esto cuando creía hallar una revelación importante, conoció que la cuestión era una broma pesada. Lleno de cólera, se dolió de su credulidad por haber ejecutado cosas preparadas por los enemigos de la Compañía. Aunque ésta se regocijó de que se aclarase el negocio, el gobernador sintió la fuga de Buenaventura, principal embaucador. Nosotros deseábamos con interés que le echaran mano á éste y se retractase. Muy luego se supo que Buenaventura se había refugiado en Yapeyú, lugar del Uruguay; fué preso y cargado de cadenas presentado al gobernador, quien mandó que lo desataran á fin de que tuviese más confianza al hablar; después le dijo: «Buenaventura, puedes labrar tu fortuna si me indicas el paraje donde se encuentra el oro, pues afirmas conocerlo; si lo haces, tendrás cuanto quieras.» Buenaventura negó haber pronunciado una palabra tocante á tal particular. «Déjate de bromas, replicó Don Jacinto de Lara: estamos en el Uruguay; muestra las dos fortalezas construídas para defensa de las minas, y guarnecidas de soldados; tú las has descrito cual si las hubieras visto y dijiste que eran iguales los castillos de Milán.» «No son chanzas, contestó el impostor, ni afirmé que haya oro en el Uruguay, ni he soñado siquiera con las fortificaciones de que me hablas; si algo dije fué estando embriagado.» Irritóse el gobernador y mandó que el calumniador fuera puesto en el potro y que le diesen tormento sin compasión: con increíble tenacidad persistió Buenaventura en negar todo lo referente al oro fantástico. «Pagarás tus falsedades,» le gritó el gobernador. Ya lo iban á matar, cuando los misioneros intercedieron por él para que fuese conmutada la pena en otra menos dura, acordándose de los ejemplos de San Ignacio, que perdonaba á sus enemigos. No se escapó Buenaventura de recibir doscientos azotes; luego fué condenado á destierro. Tal fué el resultado de las fábulas inventadas acerca del oro, las cuales cedieron más en gloria de la Compañía que en su detrimento.


CAPÍTULO V

DOS OIDORES DE LA REAL AUDIENCIA DE CHARCAS BUSCAN DE NUEVO EL ORO DEL URUGUAY.

Aunque la calumnia fué disipada en América, era creída en Europa, donde se había divulgado. Algunos enemigos de la Compañía, no atreviéndose á dar la cara, escribieron á la Audiencia de Charcas diciendo que ellos sabían el lugar de las minas; creyeron que sus falsas afirmaciones no serían refutadas, efecto de la distancia. Mal les salió su pensamiento. Luego que Garabito, por encargo de la Audiencia de Charcas, halló que el rumor ningún fundamento tenía, condenó á los que escribieron dichos memoriales á grandes multas y destierro. Mas como Garabito no recorrió en el Uruguay los parajes designados, se volvió á tejer la tela del embuste, poniéndolo otra vez en conocimiento del rey Católico. La Audiencia ordenó que Don Juan Blásquez de Valverde, á quien dió los títulos de Visitador Real y gobernador del Paraguay, fuese desde el Perú y acabase tan fastidioso negocio. Blásquez llamó á los principales delatores, y con ellos y una compañía de soldados se dirigió al Uruguay: allí examinó los libelos de los calumniadores, y no encontró probado lo del oro; sí que éstos mentían, según ellos mismos acabaron por confesar: quiso proceder con rigor contra ellos; pero la Compañía le suplicó fuese benigno. D. Juan Blásquez dictó sentencia en el negocio del oro imaginario; los delatores pagaron fuertes multas y la Compañía quedó con honra. Dicha resolución se imprimió en Lima y circuló por todo el mundo. Cuando la conoció el rey Católico se alegró, alabando la generosa conducta de los jesuitas al proteger á sus mismos enemigos, y formó propósito de castigar duramente á los falsarios en obsequio del bien público. Así fué disipada la fábula del oro uruguayo veinte años después que se forjó, con provecho de la Compañía y confusión de sus enemigos. Por ella los misioneros extranjeros estuvieron á punto de ser ignominiosamente expulsados del Paraná y Uruguay.


CAPÍTULO VI

ES ACUSADA LA COMPAÑÍA DE HABER ENVIADO FUERA DE AMÉRICA ORO DEL URUGUAY;

DEMUÉSTRASE LA FALSEDAD DE ESTO.

Los autores de la referida calumnia añadieron otra más grave. Dijeron que los jesuitas extranjeros habían enviado remesas de oro extraído en el Uruguay á los portugueses y franceses, enemigos á la sazón de España, y con el cual hacían pertinazmente la guerra á esta nación. Presentaron tal mentira con apariencias de verdad; alguien decía que estando en el ejército de Bélgica, cuando éste sitiaba una ciudad en la Picardía, los adversarios, que se hallaban desanimados, saltaron de repente de alegría, en lo cual se conocía bien cómo acababan de recibir noticias favorables; investigaron los jefes españoles qué podría ser aquello, y supieron por conducto de los espías que los cercados habían recibido una gran suma de oro, bastante para satisfacer con liberalidad los sueldos de los soldados y continuar las operaciones. Preguntaron cuál sería la procedencia de tales riquezas, y por ciertos rumores esparcidos en el campamento, creyeron que venían de América, remitidas traidoramente desde el Uruguay. Mas como la fábula del oro del Uruguay estaba refutada, la otra cayó por su base y nada perdió la reputación de los misioneros. Todo el mundo sabía con cuánta probidad y celo trabajaron éstos en la conversión de los gentiles desde que se fundó la provincia. Nadie ignoraba que, gracias á ellos, muchas regiones habían sido exploradas, fundados no pocos pueblos y extendido los dominios del rey Católico; despreciando las comodidades que les ofrecían las ciudades españolas y el que su conducta se interpretase bien ó mal, ellos atendían al aumento de la cristiandad y rescataban infinidad de almas, por quienes murió Cristo, y dándoles la libertad, las sacaban del cautiverio del demonio y las hacían vasallas del monarca español. Claro es que Satanás irritábase con esto y azuzaba los malvados para que nos hicieran cruda guerra.


CAPÍTULO VII

INVÉNTASE CONTRA LOS JESUITAS LA CALUMNIA

DE QUE SE OPONIAN AL PAGO DE LOS SERVICIOS REALES.

A más de las consejas refutadas urdieron otra los enemigos de la Compañía: esparcieron el rumor de que los jesuitas disuadían á los neófitos de pagar las rentas á Su Majestad, y asintieron á ella el vulgo y las autoridades. Pero el oidor D. Juan Blásquez de Valverde inspeccionó, por mandato de la Audiencia de Charcas, las reducciones del Paraná y Uruguay, y escribió al monarca diciéndole que nadie como los neófitos pagaba las contribuciones puntualmente y de buen grado; advertiré que la fábula en cuestión iba dirigida, no sólo contra los religiosos extranjeros, sino contra los españoles. Algunos que deseaban con vehemencia reducir á la servidumbre los indios, se quejaron de tener la Compañía sobre éstos un dominio absoluto; su pretexto era que los neófitos, durante el primer año de su conversión, ni satisfacían tributos ni trabajaban en provecho de particulares. Semejante imputación era la mejor apología nuestra y del tacto y prudencia del rey Católico. Diré lo que había en el asunto. Ninguna cosa espantaba tanto á los indios como el servicio personal en favor de los españoles; así que los misioneros, de acuerdo con los magistrados y gobernadores, cuando entraban en países de gentiles, nada les proponían sino la fe católica y la obediencia á Su Majestad; luego con suavidad les inculcaban la conveniencia de que trabajaran á jornal y pagasen alguna contribución al monarca, ya que éste los defendía de sus enemigos y enviaba á su costa desde Europa sacerdotes que los instruyeran. Estas leyes, aprobadas por el rey, fueron ampliadas, y así los neófitos, durante el primer decenio á contar de su conversión, estaban libres de toda gabela: aún pareció pequeño tal plazo y se duplicó más adelante, pues los indios no habían perdido por completo su rudeza; prefiere Su Majestad la salvación de las almas á llenar las arcas de su tesoro, y traer los indios con beneficios á espantarlos con imposiciones. Además no ignoraba las continuas vejaciones que los miserables neófitos sufrieron de los mamelucos; que muchos emigraron de su patria y otros fueron reducidos á esclavitud; los restantes se veían precisados á rechazar de continuo el enemigo: por lo tanto, era justo que nada se les exigiera. Los perseguidores de los indios echaban á perder tan prudentes medidas; clamaban que los neófitos eran inútiles á la sociedad, y con capa de la conveniencia pública, buscaban su interés privado. Fuéronse lentamente disipando semejantes calumnias y la importuna ambición de sus autores. Los indios del Paraná y Uruguay, después que tuvieron paz algún tiempo, reedificaron sus pueblos é iglesias, y pasados los veinte años de indulto, prometieron satisfacer tributos conforme al censo hecho por el oidor D. Juan Blásquez de Valverde.


CAPÍTULO VIII

SERVICIOS QUE HAN PRESTADO LOS RELIGIOSOS EN EL PARAGUAY.

Hubo quienes intentaron convencer al rey de España de que no se debían llevar á expensas del Erario jesuitas al Paraguay. La verdad es que se angustiaba Satanás viendo cómo tantos ilustres varones, gloria de las Universidades de Europa, cual soldados aguerridos, iban á disputarle su imperio. Creo haber impugnado lo suficiente á tales detractores con lo que en este libro he consignado, al reseñar tantas naciones sometidas al rey Católico, sin más armas que la cruz; tan extensas regiones regadas con el sudor y la sangre de los misioneros; tantos millares de hombres convertidos al cristianismo. Pero viva el monarca español, quien á pesar de estar ocupado en frecuentes guerras y tener su tesoro casi agotado, gasta sus recursos en enviar religiosos y proveer á sus necesidades; sin esto, muchos miles de gentiles gemirían todavía, bajo el yugo del demonio, ó serían presa de lobos rapaces. Mas los hombres desocupados, para que nada les quedase por decir contra los jesuitas, argumentaron que éstos enseñaban á los neófitos doctrinas falsas y rayanas en la herejía: así lo denunciaron á las autoridades.


CAPÍTULO IX

IMPOSTURAS TOCANTES A LA TRADUCCIÓN DEL CATECISMO POR LOS MISIONEROS.

Examinando con detenimiento las acusaciones mencionadas, se vió cómo se reducían á decir lo siguiente: que los jesuitas, al traducir en el idioma guaraní los nombres de Dios, de Jesucristo y la Virgen, se valían de palabras usadas por los bárbaros en un sentido pagano y conocidas antes por los hechiceros. Con facilidad y prontitud se defendió la Compañía haciendo ver que tales vocablos habían sido usados durante un siglo sin oposición alguna por parte de los hombres doctos. El Padre José Anchieta, famoso por sus milagros, y peritísimo en la lengua indígena del Brasil, notó muy bien que tanto en ésta como en la guaraní se empleaban los mismos términos para designar al Señor, á su Hijo y á María: ambas eran sumamente parecidas. Los Obispos del Paraguay, muchos sabios esclarecidos, los frailes mercenarios, dominicos y franciscanos, quienes con anterioridad trabajaron en la conversión de los indios, usaron dichas palabras sin escrúpulo alguno. Aquel santísimo religioso, Fr. Luis Bolaños, estrella de la Orden franciscana y de América, quien por acuerdo tomado en dos Concilios provinciales tradujo con felicidad el Catecismo y luego lo revisó, empleó las frases inculpadas á la Compañía. Un Sínodo celebrado en Lima ordenó á los catequistas que, al explicar la fe católica, se valieran de los vocablos aceptados por los Concilios diocesanos. De aquí dedúcese lógicamente que habremos de tener por herejes á dichos Sínodos, Obispos, religiosos ilustres, inquisidores del Brasil que aprobaron la traducción y á toda la antigüedad, ó de lo contrario, no atacar injustamente el proceder de la Compañía.


CAPÍTULO X

SANA DOCTRINA DE LA COMPAÑÍA REFERENTE Á LA CONSAGRACION DE LOS OBISPOS.

De otra cosa fuimos acusados los misioneros del Paraguay, no solamente ante los Tribunales, sino también en reuniones públicas y privadas: consultados en lo que toca á la consagración de los Obispos, respondimos que nadie podía recibirla sin haber llegado á su poder las Bulas pontificias; la declaración posterior del Papa confirmó nuestra doctrina; según ella, el creado Obispo, faltándole tal requisito, ninguna jurisdicción tiene. De manera que, lejos de ser cismática la Compañía, se mostró fiel al espíritu de Roma. Dejo para otra ocasión referir las turbulencias que hubo con motivo de nuestra actitud; más adelante penetraré en tan confuso laberintoy diré la verdad de lo que sucedió.


CAPITULO XI

LO QUE LLEVARON Á CABO LOS MISIONEROS DE CÓRDOBA.

En medio de estas agitaciones, la Compañía trabajaba en amplísimas regiones. Celebróse en Córdoba una Congregación provincial, y fué nombrado Procurador el P. Juan Pastor, en quien concurrían suma destreza en los negociosy autoridad ganada con muchos años de misiones entre los indios; especialmente se distinguió en la entrada que se hizo al país de los abipones. El P. Pedro Herrera y otro jesuita recorrieron los alrededores de Córdoba; confesaron á cuatro mil indios y negros que vivían en multitud de parajes; bautizaron setenta y siete personas; prometieron á una tribu errante que solicitó el Bautismo, que se lo administrarían cuando se estableciera en un pueblo, y negándose á ello, encomendaron el asunto á Dios, que aprovecharía el momento oportuno. El Colegio de Córdoba perdió dos religiosos, de quienes haré mención por distintas causas. El uno era el P. Francisco de Córdoba, aragonés: se le concedió la gracia de hacer los cuatro votos, por ser buen predicador; pero falto de piedad y díscolo, ofendió á iguales y Superiores; lo recluyeron en un calabozo del Colegio, de donde huyó al Perú,y engañó á los Oidores y á los mismos jesuitas; llevado á Córdoba, acabó sus días en la cárcel, no sin arrepentimiento. El otro fué Marco Antonio Deyotaro, nacido en Salas, en el reino de Nápoles: emitió los cuatro votos, y se distinguió por su inocencia y lo que trabajó en la conversión de los indios y en mejorar las costumbres de los españoles; sabía los idiomas del país, y vivió en el Paraguay desde la fundación de la provincia. Gobernó el Seminario de Estero, y no quiso ser Rector de Colegio alguno. Lo calumniaron gravemente; pero él sufrió los ataques resignado, confiando en el Señor. Todos los días oraba mentalmente cinco horas, y así adquiría las virtudes en que brillaba. A sus funerales asistieron las Ordenes monásticas y los principales ciudadanos, lamentando la muerte de tan distinguido varón.


CAPÍTULO XII

BREVE RECOPILACIÓN DE LO QUE SUCEDIÓ EN VARIOS LUGARES.

Los jesuitas del Colegio de Buenos Aires bautizaron algunos indios y abolieron la supersticiosa costumbre de los neófitos, quienes llevaban consigo los huesos de sus antepasados; otras cosas hicieron propias de expediciones apostólicas. Una india preñada de seis meses, estando gravemente enferma, se lamentaba de morir sin que el feto recibiera el Bautismo; agradó al Señor tan santa queja: apenas espiró la doliente, le sacaron el niño del vientre y lo cristianaron; poco después el alma de éste volaba al cielo. Los misioneros de Estero administraron los Sacramentos á muchas personas; los de Rioja trabajaban sin descanso dentro y fuera de la ciudad. Allí acaeció un hecho memorable. Baltasar Alegría, joven español vivía amancebado con una mujer mestiza, y no se apartaba del pecado ni por respeto á Dios ni por temor de los hombres: un rayo hirió gravemente á su concubina; entonces se arrepintió ésta y comenzó en penitencia á castigar su cuerpo; el antiguo amante la perseguía, no pudiendo seducirla: un día la llevó por fuerza al bosque próximo; la ató á un árbol desnuda, y sacando un puñal la dijo: «El demonio nos llevará juntos á los dos.» Luego le dió azotes con las riendas del caballo; á los seis golpes cayó muerto el español, y su cadáver quedó horriblemente desfigurado. En San Miguel un negro, tenido por cristiano, en la última enfermedad se quiso confesar: en efecto, se confesó, y al punto se le mostró la Virgen acompañada de dos ángeles, rodeada de luz; se presentó al negro, que parecía correr, y le dijo: «¿Dónde vas?» Contestó éste: «Al cielo.» María le replicó: «No puedes entrar en él, pues no eres cristiano.» Retrocedió el negro, y la Virgen le mandó que se estuviera quedo, pues muy pronto lo bautizaría un jesuita; desapareció la visión y el negro volvió en sí; recapacitó seriamente, y halló ser verdad que no había recibido el Bautismo. Instruyóse en la doctrina cristiana, y á las dos horas de entrar en el seno de la Iglesia falleció. Los jesuitas de San Miguel salieron á los pueblos indios; desbarataron las intrigas de los hechiceros, y extirparon los vicios y la idolatría. Alguna esperanza se concibió de convertir á los calchaquíes; no se bautizó á los adultos de esta nación por ser gente depravada, pero sí á trescientos niños; creíase poder hacer algún día con los mayores otro tanto. Los Padres Torreblanca y Parricio recorrieron dos veces todo el valle de Calchaquí con regular fruto. Los pulares, taguingastas y gualsines pidieron que la Compañía se estableciera entre ellos; pero no se pudo acceder á tal súplica considerando haber hecho bastante con la ocupación del valle de Calchaquí, desde el cual se harían excursiones á los pueblos mencionados.


CAPÍTULO XIII

MUERE UNA VIUDA POR DEFENDER SU HONESTIDAD.

Los misioneros del Uruguay bautizaron cerca de mil doscientas almas. Con no menos suerte trabajaron los del Paraná; en ambas regiones los neófitos hicieron cosas notables, dignas de cristianos tan fervorosos. Diré un hecho memorable acaecido este año, de los muchos que podía narrar. Cierta mujer que comulgaba frecuentemente, salió al campo; acercóse á ella un mancebo libertino, y tentado de la soledad del lugar la solicitó á placeres torpes. La india, que no era débil de fuerzas ni flaca de ánimo, llevando en brazos un niño, se defendió y dijo abiertamente al seductor que antes se dejaría matar y que bebieran su sangre que manchar con impurezas su continencia de viuda, pues aborrecía la prostitución del cuerpo alimentado el día anterior con la Eucaristía; que por reverencia á este Sacramento apagase el fuego libidinoso que lo abrasaba, y no atentase contra un pecho lleno de Dios. Mientras esto decía luchaba con el estuprador, quien viendo ser inútiles todos sus esfuerzos, montó en cólera, corrió á la selva próxima y cortando un tallo flexible y resistente, hizo de él un lazo con el cual rodeó el cuello de la viuda; como ésta persistiese en impedir que su castidad fuese profanada con impúdicos abrazos, la estranguló; después tiró el niño contra el suelo y lo estrelló, cual nuevo Herodes; acto continuo sepultó los dos cadáveres á fin de ocultar su delito. Pero éste no quedó ignorado, ni un poco de tierra pudo obscurecer el resplandor de la gloria; el crimen mismo levanta la losa del sepulcro. Por sospechas se descubrió el asesinato, y los Padres procuraron honrar la virtud de la difunta y castigar el delincuente.


CAPÍTULO XIV

GRAVES TURBACIONES QUE HUBO EN SANTA FE, PUEBLO DE ITATÍN.

En la reducción de Santa Fe se alteró la paz, pues los indios, capitaneados por Ñanduabusú, se levantaron contra el gobierno de la Compañía. Los jesuitas recibieron mil insultos y fueron amenazados por los neófitos principales. Borobebe, sobrino de Ñanduabusú, dió en la cara con un palo al P. Domingo Muñoz, después que otros habían maltratado á éste de palabra; también hirió en la cabeza al P. Cristóbal Arenas. El mismo Ñanduabusó colmó de improperios al P. Vicente Badía porque le reprendió sus malas acciones, y dijo que deseaba transmitir á las generaciones venideras las costumbres de las pasadas. Nantabagua, sobrino de Ñanduabusú, porque un religioso le quitó el bastón de mando en castigo de su desvergüenza, irritóse fuertemente y armó un escándalo en el templo; procuró que el pueblo se sublevara y desechase la doctrina de los Padres como opuesta á la tradicional: todos los oyentes se retiraron y dejaron solo al predicador. Así quedó muy quebrantada la autoridad de los misioneros, y la plebe ningún caso hacía de ellos; eran ludibrio de grandes y pequeños; nadie veneraba las cosas sagradas y los hombres sacrílegos las profanaban; hasta los criados nos abandonaron, de modo que ni aun acólito teníamos que nos ayudase en el Santo Sacrifico. En medio de semejantes turbulencias acudieron los tigres y devoraron once neófitos, tres gentiles, veinte caballos y algunos bueyes; sin embargo, los indios de Santa Fe no dejaron su feroz actitud. Nada consiguieron los jesuitas con palabras de amistad ni con amenazas; entonces echaron mano de remedios enérgicos: clandestinamente se apoderaron de Ñanduabusú, de un hijo y dos sobrinos de éste, y los llevaron al Yapeyú, última reducción del Uruguay, distante doscientas leguas, desterrándolos allí para que no huyeran fácilmente. La iglesia, que antes se hallaba desierta en los actos religiosos, se vió frecuentada por grande concurso de gente; los neófitos acudieron á la catequesis, á los sermones y á Misa con la piedad que antes manifestaban. Hubo un verdadero pugilato entre los indios principales, por dedicar sus hijos al servicio del templo. Aboliéronse los bailes deshonestos, los amores ilícitos, la poligamia y los antiguos usos de los bárbaros; á la vez se propagaron las virtudes, el respeto á los sacerdotes, la veneración á las cosas sagradas; en una palabra, todas las buenas costumbres. Tal influencia ejercen en los pueblos sus jefes, que si son piadosos los mejoran, y si malos los pierden. Muchas personas que huyeron de la población cuando en ella moraba Ñanduabusú, regresaron al saber que había sido expulsado. Por aquel tiempo recibieron el Bautismo en la reducción de Santa Fe, trescientas cincuenta personas adultas y más de trescientos niños; en San Ignacio gran número de párvulos y sesenta catecúmenos; otros de éstos quedaron instruyéndose. Como los bárbaros fuesen en tropel con frecuencia á Santa Fe, se concibieron halagüeñas esperanzas de convertirlos. Mayor alegría experimentaron los jesuitas cuando los indios de la orilla opuesta del Paraguay, donde nunca el Evangelio había sido predicado, acudieron diciendo que su vecindad con los guaicurúes les hacía inminente la guerra, y por esto deseaban emigrar á la próxima reducción de Santa Fe. Además Guairamina, sobrino de Baraliquiní, cacique de los guirapos, se presentó á los misioneros, y con los dedos de pies y manos, según es costumbre de aquella gente, contó las tribus que habitaban en ambas márgenes del Paraguay; con esto se aumentó el deseo que tenían los religiosos de propagar la fe más allá de este río.


CAPÍTULO XV

EL P. ROMERO PREDICA EL EVANGELIO AL OTRO LADO DEL RIO PARAGUAY.

Por ser pocos los misioneros de Itatín, numerosos los neófitos y continuas las invasiones de los mameculos, aquéllos no habían ido en sus expediciones más allá del Paraguay. Pero luego que se afianzó la paz y hubo más religiosos, desearon éstos anunciar nuestra fe en la ribera opuesta. Por referencias sabían que entre el Perú é Itatín se extendía un país que tenía ciento cincuenta leguas de longitud y varia anchura, donde había innumerables aldeas habitadas por gentiles; creíase fundadamente que allí se crearían bastantes poblaciones si la Compañía fijaba su residencia. Difícil era esto por la multitud de adivinos y prófugos de las reducciones que moraban en aquella comarca; tal empresa exigía un hombre experto y magnánimo. Conociendo el P. Francisco Lupercio que el P. Romero reunía tales cualidades, atendidos sus preclaros hechos, le mandó por escrito que fuese lo antes posible á Itatín, y desde esta región á la ulterior del Paraguay. El P. Romero regía á la sazón el Colegio de la Asunción; atravesó bosques espinosos y pantanos; llegado á Itatín, aconsejóse de los padres y neófitos principales y se preparó á la expedición, pues todos opinaban que ésta no debía diferirse un momento. Llevó consigo al P. Justo Vanfurk, Superior de las misiones de Itatín, á Mateo Fernández, novicio de la Compañía, y algunos de los neófitos más distinguidos; emprendió la marcha el año 1645; pasó las tierras de los payaguaes, hombres ferocísimos, y á los diez y ocho días de camino llegó al término de su viaje: encontró á los indios preocupados con la fama de la Compañía y nada opuestos á nuestra fe. El P. Romero quería ir adelante; pero le disuadieron de tal proyecto sus compañeros y los bárbaros, diciéndole que no se precipitara y perdiese lo ganado.


CAPÍTULO XVI

EL P. ROMERO ECHA LOS CIMIENTOS DE LA REDUCCIÓN DE SANTA BÁRBARA.

Con tan felices auspicios establecióse el padre Romero en el pueblo del cacique Curupay; y como concurrieran muchos indios de las cercanías, designó el área de una reducción, y cumpliendo las prescripciones del P. Francisco Lupercio, edificó una capilla dedicada á Santa Bárbara, patrona de la nueva provincia; luego enarboló la cruz y explicó á los gentiles la doctrina cristiana. Manifestando éstos que de buen grado abjuraban sus pasadas creencias y querían ser instruídos por los Padres, insistió el P. Romero con sus Superiores para que nada le negasen de cuanto hiciere falta; pidió al Provincial que enviase los más religiosos que pudiera, valientes en los peligros, laboriosos, llenos de celo por Dios y de la salvación de las almas, pues no les faltaría campo en que trabajar; con ellos esperaba propagar el cristianismo y civilizar los bárbaros en la inmensa región que se extiende entre el Tucumán, el Perú y el Paraguay, aniquilando el imperio de Satanás. Hecho lo referido, envió á sus lugares los neófitos que le acompañaban, excepto seis, y ordenó al P. Justo Vanfurk que fuese á la Asunción, distante doscientas leguas, y pidiese al P. Laureano Sobrino, Rector del Colegio, los instrumentos necesarios para la fundación de pueblos; entre tanto que llegaban éstos, encomendó el negocio á los santos, y con súplicas no interrumpidas oraba á fin de que las artes de Satanás no derribaran lo edificado. Otras veces preparaba el terreno con objeto de que los indios de cerca y lejos se convirtieran á Cristo.


CAPÍTULO XVII

LOS INDIOS SE CONJURAN PARA DAR MUERTE AL P. ROMERO.

En Abril ó Mayó de aquel año llegó por casualidad desde remotos países, con objeto de comerciar, cierto indio con un sobrino suyo; instruyólo en nuestros misterios el P. Romero, le hizo varios regalos y rogóle vivamente que procurase la conversión de sus paisanos: si tal hacía, le recompensaría en alguna ocasión. Guiraqueray pareció asentir á ello; pero en realidad concibió el propósito de aconsejar á sus compatriotas que declarasen la guerra al nuevo pueblo, y, por consiguiente, á la religión cristiana. Era de carácter cruel y traidor; así que lo primero que hizo cuando tornó á su tierra fué enconar los ánimos de los indios contra el P. Romero. Consecuencia de esto fué que si bien algunos recibieron sin enfado la noticia de la predicación, otros, especialmente los que habían huído de Santa Fe y del Perú, y abandonado el cristianismo, la llevaron muy á mal; uno de ellos era Mboroseni, cautivo en otro tiempo de los mamelucos, de quienes logró escapar; vivía amancebado con varias concubinas; decía ser una divinidad, y amenazaba á los indios con su cólera si permitían la fundación de nuevas poblaciones. Así les arengaba: «¡Oh, compañeros, estamos al borde del precipicio y al lado de la felicidad: lo primero, si adoptamos la religión extranjera; lo segundo, si la rechazamos; fácil es saber lo que nos conviene. Los sacerdotes extranjeros han pasado el Paraguay y están ya cerca; su intento es reunir los indios que andan errantes, imbuirles mil supersticiones y establecerlos en reducciones. Imponen leyes severas á los conversos, les prohiben la pluralidad de mujeres y hasta los principales se tienen que contentar con una vieja. Vedan en absoluto la embriaguez, el homicidio, el andar suelto y los placeres venéreos. No creáis que esto se reduce á palabras; fijad vuestros ojos en Ñanduabusú, cacique de Itatín, condenado con sus clientes á perpetuo destierro. Comparad tal miseria con la libertad que gozamos nosotros y disfrutaron nuestros antepasados, quienes hacían lo que les daba la gana; sed fuertes al principio, no sea que con el tiempo y la industria de los enemigos el mal carezca de remedio. Sirvan de ejemplo tantos neófitos cogidos en las redes que, aunque lo pretendan, no pueden sacudir el yugo; donde quiera que la nueva religión aprisiona las almas, quedan los cuerpos sujetos á dura esclavitud. Pero el remedio está en la mano; cortemos la cabeza del mal. Pague con la muerte su audacia ese advenedizo sacerdote, y los demás se guardarán de venir.» Ebrio Guiraqueray, prosiguió derramando bilis y veneno contra la Compañía; exageró la pesadumbre de la religión cristiana, y no paró hasta que dejó preparada la conjuración.


CAPÍTULO XVIII

SON ASESINADOS LOS PP. MATEO FERNÁNDEZ,

PEDRO ROMERO Y EL NEÓFITO GONZÁLEZ.

Tramada la conspiración, Tucambi, que era su jefe, se unió con el traidor Guiraqueray; armó cuarenta sicarios, y con ellos partió en busca del P. Romero, como si su objeto fuera recibir el Bautismo. Dicho misionero, muy distante de sospechar la traición, acogió á los indios con suma benevolencia. Cuando el Padre Romero no tenía otra cosa que hacer, se abstraía en profundas meditaciones y rogaba al Señor que la empresa, con felicidad empezada, continuase lo mismo á pesar de las asechanzas de Satanás. Entonces le sucedió una cosa admirable: cierto día, al disponerse á rezar el Oficio divino, vió que el Breviario estaba mojado de sangre; al notarlo, se volvió á los neófitos que le acompañaban, y dijo: «El cielo con este prodigio parece anunciarme cruenta muerte.» A lo que replicó González, uno de los neófitos de Tareé: «Hagan los demás lo que quieran; yo daré gustoso mi vida por Cristo.» Cumplióse el pronóstico, pues al poco tiempo Tucambi, caudillo de los conspiradores, temeroso de que la presa se escapara de las manos, envió un recado al P. Romero haciéndole saber que estaba cerca de la población con muchos de sus clientes para abrazar la fe cristiana. Alguien amonestó al P. Romero sobre el peligro á que se hallaba expuesto. Al día siguiente, muy de mañana, una vieja llegó, corriendo donde se encontraba nuestro misionero y le dijo que huyera si no quería morir, pues cerca de allí había multitud de bárbaros pintados según su costumbre y llegados de lejanas regiones. Contestó el P. Romero que se consideraría dichoso si derramaba por Cristo la sangre y con ella vencía la impiedad de los gentiles. Persistió en no retirarse del pueblo, aunque en éste se contaba poca gente por haber salido la mayoría de los indios á las faenas del campo. Es más: como el neófito González meditase rechazar la agresión por medio de las armas, le disuadió de tal propósito diciéndole que no había ido para ofender, sino para hacer bien. A imitación de Cristo, salió al encuentro de los sicarios, y ya directamente, ya por conducto del P. Mateo Fernández, les manifestó el motivo de su expedición; rogóles que atendiesen las voces que el Señor les daba y aprovecharan la ocasión que tenían de sacudir el pesado yugo del infierno. Hízoles varios regalos, y mientras ellos comían se dispuso á celebrar Misa. Cuando caminaba hacia el altar, Tucambi, creyendo que su plan se debía ejecutar sin tardanza, con voz estentórea dió la señal de cometer el delito; enarboló su macana y dió tres fuertes golpes en la cabeza al sacerdote, víctima de cruento sacrificio. Un indio del pueblo, aunque gentil, indignóse al ver tamaña crueldad, y prorrumpió en estas palabras: «¿Qué furor te domina, Tucambi? ¿Te has vuelto loco, pues que matas al religioso extranjero que á ninguno hacía mal y deseaba la felicidad de todos?» Contestaron los facinerosos: «A tí y á los tuyos vamos á quitar la vida por haberlo admitido; si vosotros queréis tener sacerdote cristiano, nosotros deseamos lo contrario.» En medio de aquel tumulto, el neófito González, que, según hemos dicho, ansiaba recibir el martirio, y que por cierto aquel día había expresado los mismos sentimientos, murió atravesado de una saeta cuando se disponía á socorrer al P. Romero. Después se dirigieron contra el P. Mateo Fernández, compañero del P. Romero, y lo asesinaron; aún no había entrado en la Compañía, de la que era aspirante á Coadjutor; tres provinciales le prometieron admitirloin articulo mortis; tenía por oficio enseñar la doctrina cristiana á los indios, y en muchas expediciones fué de suma utilidad; su muerte fué gloriosa. El P. Romero, bañado en su sangre, aún vivía; acercósele una viejay le tocaba las heridas mojándolas con agua caliente para ver de aliviarlo; los asesinos, viendo la piedad de aquella mujer, la apartaron, y cual tigres se echaron de nuevo sobre la presa; abrieron el vientre del herido, le escudriñaron las entrañas, le arrancaron la lengua, le cortaron los dedos, le segaron la garganta,y no se detuvieron hasta que espiró. Parecía que los demonios se cebaban en aquel misionero virtuoso, ilustre por los pueblos que fundó, y miles de bárbaros que bautizó, y principalmente en su lengua y garganta, órganos del Evangelio, cual si tuvieran rabia contra dichos miembros.


CAPÍTULO XIX

LO QUE SUCEDIÓ DESPUÉS DEL MARTIRIO DEL P. ROMERO.

Al parricidio sucedió el sacrilegio: los conjurados robaron las vestiduras sagradas y se las repartieron; antes de dispersarse cogieron los dedos del mártir y se los metieron en la boca, haciendo una profunda aspiración, creyendo supersticiosamente que con esto se hallarían libres de persecuciones. Muy lejos se hallaba de vengarse quien dió la vida por la salvación de sus prójimos, y por cuya intercesión juzgamos que los soldados españoles que envió el gobernador del Paraguay, fueron detenidos por lluvias inesperadas para que no castigasen con severidad los asesinos. En medio del alboroto escaparon cinco neófitos: uno iba herido; los demás llegaron á los suyos incólumes, y fueron de provecho cuando se trató de descubrir los autores y circunstancias del crimen. Aunque el traidor Guiraqueray nunca disimuló el odio que profesaba al cristianismo, ni el afecto á las antiguas supersticiones y su enojo con la ida del P. Romero, según comunicó á Mboroseni, parece que llevó á mal la conspiración. Así lo declararon por escrito seis sacerdotes de Itatín, en vista de lo que testificaron algunas personas. Ya dispersados los criminales tornaron al pueblo los indios, y al ver lo sucedido concibieron inmenso dolor. Los hombres y las mujeres, según es costumbre del país, daban gritos á intervalos, y después quedaban en silencio; luego enterraron los cadáveres; pasados siete días, sacaron el del P. Romero, lo pusieron en una caja y lo llevaron á los misioneros de Itatín, quienes sabedores de lo ocurrido sintieron pena y alegría al mismo tiempo; el cuerpo del mártir fué recibido con lágrimas en medio de aclamaciones y toque de campanas. Tributáronle honores los religiosos y los ciudadanos del Paraguay. También los del Tucumán elogiaron cual debían la memoria de tan preclaro religioso.


CAPÍTULO XX

VIDA DEL P. PEDRO ROMERO.

Nació en Sevilla, y en su niñez pasó con sus padres á las Indias. Allí le sucedió una cosa notable: navegando por un río de impetuosa corriente, se volcó la balsa en que iba; agarróse á la pértiga, y aunque no sabía nadar, de repente se encontró á la orilla sin auxilio de hombre alguno; es de creer, piadosamente razonando, que lo salvó el cielo, para que más adelante librase muchas almas del eterno naufragio. Puesto bajo la dirección de Fr. Juan Ladrada, Obispo de Cartagena y esclarecido dominico, procuró en su juventud asimilarse las costumbres de tan santo varón. Con los jesuitas aprendió latín, y sintiendo la vocación religiosa se decidió á entrar en la Compañía, en lo cual demostró que prefería la conversión de las almas al oro americano. Desde Quito fué con el P. Diego de Torres al istmo de Panamá, y volvió con el mismo, en cuyo viaje probó las excelentes cualidades que reunía; profesó en la Compañía el año 1607 á los veintitrés de su edad. Cuando era novicio le dió á escoger el P. Torres entre quedarse en la provincia de Quito, país donde todo estaba ordenado, ó ir con él al Paraguay, distante quinientas leguas y á través de pueblos feroces, de montañas nevadas y altísimas, de ríos y torrentes, sufriendo en el camino privaciones y trabajos indecibles. Se decidió por lo último, pues amante de llevar la cruz, los peligros le animaban en lugar de aterrarlo. Entusiasmado con pasar á una región en la que había mucho que padecer, marchó á Lima; en compañía de los fundadores de la provincia del Paraguay se embarcó para el reino de Chile; luego se dirigió á Córdoba á fin de acabar su noviciado. Fué el primero de los jesuitas del Paraguay que profesó en dicha ciudad. Acabados sus estudios y probado por sus mayores, lo enviaron al país de los guaicurúes, y comenzó loablemente sus expediciones apostólicas. Por espacio de treinta y cuatro años se dedicó á las misiones y en ellas se cubrió de gloria.


CAPÍTULO XXI

DE LA ORACIÓN, MORTIFICACIÓN Y OBEDIENCIA DEL P. ROMERO.

Parece mentira que con tantas empresas como llevó á cabo, sus viajes por mar y tierra y los peligros que corrió, tuviera tiempo para consagrarse á la oración mental; sin embargo, de tal modo perfeccionó las facultades de su alma, que se diría no haber hecho otra cosa. Oraba de continuo; á media noche se levantaba y pasaba en coloquios con Dios tres y cuatro horas; luego celebraba Misa, y acabada, daba gracias al Señor por espacio de una hora. Jamás interrumpía esta costumbre, ni por sentirse fatigado ni por estar de camino, de modo que se veía ser su mayor delicia la conversación celestial. Cuando acababa de orar, sin poderse contener prorrumpía en ardientes exclamaciones, las más referentes al bien de las almas, poniendo de manifiesto que sus preces se dirigían á la propiay ajena salvación. Sus fervorosas plegarias, no sólo cautivaban el ánimo de los hombres, sino que alcanzaban cuanto quería de la divinidad, de manera que pudo decir aquellas palabras del Salmo: «Pídeme y te daré las gentes por herencia, y por límites de tus posesiones los de la tierra.» Durante treinta años durmió en una red colgada ó en el suelo, sin sábanas ni almohada, sin desnudarse, y cuatro horas solamente. Aborrecía los manjares delicados y comía lo preciso para vivir; nunca probó el vino. Además del tiempo que la Iglesia prescribe, ayunaba á pan y agua con frecuencia. Todos los días se disciplinaba rígidamente. Llevaba un cilicio erizado de púas, tormento grande en un clima ardientey en un temperamento sanguíneo como el suyo. Con esto, conservó hasta la muerte la virginidad. Era modesto en sus miradas y grave al hablar con mujeres; así burló las tentacionesy lazos de Satanás. Una mujer que se atrevió descaradamente á solicitarlo, fué despedida por él con ignominia. Exacerbado el demonio con tal victoria del P. Romero, probó otra vez la constancia de éste; pero lo encontró invulnerable á los dardos de Cupido. Fué varón obedientísimo. Difícil sería calcular los miles de leguas que anduvo por salvar las almas de los indios. Más tardaban los Superiores en mandar que él en obedecer. Siempre le encargaron los negocios arduos. Tres veces estuvo en el país de los guaicurúes; predicó en el Paraná; exploró el ánimo de los yaros; convirtió á los del Yapeyú; bautizó á los de Caasapamini y Uruguay; fundó pueblos en el Tape; derrotó á los mamelucos; presidió la emigración de los neófitos; ordenó la reducción de Itatín, y propagó el cristianismo al otro lado del Paraguay. Nunca pensó en qué resultado tendrían las expediciones que le encomendaban; juzgaba que debía hacer de su parte cuanto pudiera, y dejar lo restante á la voluntad del Señor. Admirándose los jesuitas de que estudiase con afán el idioma de los guaicurúes, rebeldes á convertirse, replicó que él pasaría toda su vida en aquel ejercicio á gusto, pues Dios solamente exige de nosotros una puntual obediencia y no el buen éxito en las empresas.


CAPÍTULO XXII

OTRAS VIRTUDES DEL P. ROMERO.

Se distinguió por su humildad. Desde que entró en la Compañía procuró ser tenido en poco, y para conseguirlo exageraba su pereza cuando hablaba con sus compañeros en la mesa. Se ocupaba con alegría en los más viles oficios. En los viajes hacía de criado; componía las cargas, llevaba pesos y guisaba la comida. Y no era humilde solamente en las cosas pequeñas, sino también en las grandes. Cursaba con fruto Sagrada Teología en Córdoba del Tucumán, en ocasión que los bárbaros reclamaron los servicios de la Compañía; había á la sazón pocos religiosos; el P. Romero, sin acabar sus estudios, y renunciando, por consiguiente, á poder hacer algún día los cuatro votos, deseó que lo enviaran á las misiones. Lo consiguió, y dió motivo á que en lo sucesivo lo tuvieran por hombre de escaso talento. Aborrecía que lo alabasen, y sufría resignado las injurias que le dirigían. Con el silencio calmó la cólera de un gobernador, y desarmó al de Buenos Aires, que le amenazaba con el bastón, por defender á los indios. Con admirable tranquilidad sufrió denuestos de los gentiles. Cuando uno de éstos le dió una bofetada, presentó la otra mejilla: parecía de piedra. ¿Qué diré de su caridad hacia el prójimo? Con licencia de sus Superiores hizo voto de ser como esclavo de los indios y consagrarse á labrar la felicidad eterna de éstos. Al dicho unió los hechos: á manera de siervo se conducía con todos; nada abyecto y vil encontraba con tal de convertir á uno siquiera; araba, llevaba sobre sus hombros leña y agua, curaba los enfermos y aun hacía cosas más despreciables tratándose del bien espiritual ó temporal de sus hermanos. Tantas veces naufragó, que era un proverbio esta frase:«el náufrago Romero;» cuatro lo derribaron caballos sin domar, y sufrió lesiones; muchas otras quedó sin fuerza en el suelo y al sol; estuvo á punto de perecer al atravesar ríos á nado; se perdió en pantanos y cañaverales; anduvo en medio de indios feroces, de tigres y de víboras; se le podría calificar de temerario si no hubiese vivido siempre confiando en el Señor. Lejos de evitar los peligros, se lanzaba á ellos con placer, procurando que nadie le apartase de afrontarlos; sobre esto encuentro bastantes noticias en sus cartas á los Provinciales. En una decía: «Padre, quiero que sepáis que nada me asusta; viviré como esclavo entre los guaicurúes para convertirlos: si Cristo murió por nosotros, ¿por qué yo, pobre de mí, me espantaré de hacer otro tanto?» Siempre despreció la vida y mostró un increíble ardor en sus pláticas. En los últimos días de la Cuaresma, predicó de Cristo delante de numeroso público; llevaba en la cabeza una corona de espinas; lleno de fuego, se la apretó con las manos hasta derramar sangre, y reportó notable fruto de los oyentes. A fin de que las virtudes mencionadas no careciesen de mérito, las compenetraba con el amor á Dios. Sucedióle en el régimen de Itatín el P. Justo Vanfurk, bajo cuyo gobierno ocurrieron cosas importantes.


CAPÍTULO XXIII

MUERE EL P. JUAN EUGENIO VALTODANO; SUS ALABANZAS.

En el Paraná y Uruguay, los misioneros bautizaron más de dos mil personas. En Itapúa falleció el P. Eugenio Valtodano, sobrino de D. Benito Valtodano, consejero de Su Majestad. Estuvo al servicio del virrey del Perú algún tiempo; pero renunciando á lo que de la protección de éste podía esperar, atento solamente á ganar el cielo, entró en la Compañía. Su tío lo llevó á mal, y, sobre todo, el que tuviera que comenzar siendo Coadjutor, por lo cual suplicó al General que lo hiciera sacerdote; accedió á ello el P. Aquaviva; pero el P. Valtodano, contento con su categoría, se negó á recibir el presbiterado. Hizo en Lima el noviciado; enviado al Tucumán, antes de que se fundara la provincia del Paraguay, trabajó con loable celo en la América austral por espacio de cincuenta años. Jamás se contaminó con el pecado mortal; era de los más notables Coadjutores de la Orden. En su vejez apacentaba ganado, con cuya lana tejía vestidos para los neófitos, y continuó en tal oficio hasta los ochenta años de su edad. Más ganó en profesión tan humilde, que si, á imitación de su tío, se hubiera dedicado á conseguir altos empleos y riquezas; despreció el mundo, pero conquistó la gloria eterna. Dios se le mostró propicio siempre; en San Miguel los ciudadanos se dedicaban los días de Carnaval á las consabidas locuras; sólo el P. Valtodano en el templo adoraba la Eucaristía; entonces se le apareció Cristo visiblemente, vestido de túnica talar y llevando la cruz á cuestas; preguntóle dónde iba con aquel peso, y respondió el Salvador que á la Iglesia á descansar, pues en la población no veía sino bacanales y estruendo; dicho esto desapareció, dejando á su siervo lleno, primero de dolor, y más tarde de alegría inefable; milagro que honra no poco á la provincia del Paraguay, ya que es digna de que Señor tan alto la visite.


CAPÍTULO XXIV

ESTADO DE LA PROVINCIA.

Por entonces había en ésta cerca de doscientos misioneros, nueve Colegios y veinticuatro residencias en tierras de indios, útiles sobremanera. Los sacerdotes eran ciento, número en verdad pequeño; tenían que atender á los negros, indios y españoles; regir las cofradías de hombres y doncellas; enseñar, y cumplir con otros oficios; muchos vivían entre los gentiles, ó cuando menos, hacían excursiones á ellos, según acostumbraban los apóstoles. Así, pues, no se equivocó el P. Claudio Aquaviva, fundador de la provincia, al decir que ésta no brillaría por la grandeza de sus ciudades, sino por la conversión de los idólatras, lo cual se verificó desde el principio, de tal manera, que con razón puede ser llamado el Paraguay el país de las misiones. Verdad es que éstas quedaron paralizadas algún tiempo con motivo de las invasiones de los mamelucos y la escasez de misioneros, apenas suficientes para conservar lo conquistado. Esta fué en aumento por las calumnias contra nosotros divulgadas; los Padres más ilustres se quedaron en Europa, y, por tanto, se frustró la conversión de innumerables bárbaros, cuando la ocasión era propicia. Y por cierto que en los últimos años el terreno parecía bien preparado, y no en el lugar solamente. Los Padres ansiaban predicar la fe más allá del Paraguay y en el Chaco, regado ya con sangre de mártires, siguiendo las huellas de los grandes hombres. Hizo lo que pudo el Provincial Francisco Lupercio, poco después llamado á gobernar la Compañía del Perú; era capaz de nobles empresas. Le sucedió el P. Juan Bautista Ferrusino, de excelente ingenio y de voluntad inflexible en lo que concierne á la salvación de las almas. Aunque no se fundaron nuevas poblaciones, con todo, los misioneros redujeron numerosos idólatras; los llevaron al redil de Cristo desde lejanas tierras, y los instruyeron en la verdad, con notable incremento de la Iglesia. Gobernaba las reducciones del Paraná y Uruguay el P. José Cataldino, á quien sucedió en su cargo el P. Francisco Díaz Taño; por espacio de medio siglo trabajó entre los gentiles, mostrando su ardiente celo y virtudes. Los más esclarecidos de los cuarenta y tres sacerdotes que le estaban subordinados eran los PP. Simón Mazeta, Claudio Ruyer, Pablo de Benavides, Diego de Salazar, José Oreghi, Pedro Mola y Francisco de Céspedes, quienes llevaron á cabo cosas notables. Muerto el Padre Romero, seis misioneros de Itatín, á las órdenes del P. Justo Vanfurk, se preparaban á nuevas empresas, cuando los mamelucos asesinaron cruelmente al P. Alonso Arias, que defendía sus feligreses; era varón de ánimo levantado y había realizado obras ilustres. El P. Cristóbal Arenas recibió vejaciones; concibió tal pesar viendo la devastación de Itatíny los neófitos reducidos á cautiverio, que enfermó, según creo, de melancolía; murió en el Uruguay, y fué sepultado junto á los PP. Diego de Alfaro y Roque González, para que durmiera con los mártires quien tuvo cerca de sí el martirio. Los misioneros del valle de Calchaquí, dirigidos por el P. Fernando Torreblanca, trabajaban con más constancia que fruto, pues los indios se obstinaban en no abandonar sus pristinas costumbres. Persistían, sin embargo, los religiosos en su intento, con esperanza de quebrantar la tenacidad de aquella gente con la paciencia cristiana. En los Colegios florecían los ancianos PP. Diego de Boroa, Francisco Vázquez Trujillo, Cristóbal de la Torre y otros eminentes varones, á quienes me guardo de alabar en este volumen para no desflorar la materia del siguiente. Con mayor razón me callo en lo que toca á los que viven; en lugar oportuno referí sus hechos esclarecidos; sé además cuán difícil es elogiar las virtudes de los contemporáneos; me parece más prudente encomiar los difuntos. Una cosa afirmaré, y es que por nada siento tanta admiración como por la santidad de los misioneros del Paraguay, dedicados á procurar el bien de toda clase de hombres. Han trabajado movidos por el deseo de aumentar la gloria de Dios, y ayudados por la generosidad del rey Católico, quien, sin reparar en gastos, los envió desde Europa, los alimentó, vistió y defendió siempre. Cuando en la octava Congregación general de la Orden se acordó mostrar la gratitud de la Compañía hacia el monarca español, los religiosos del Paraguay se regocijaron notablemente. Impulsado por iguales sentimientos el P. Andrés de la Rada, Visitador de dicho país, ordenó que además de las preces diarias por el rey y de la Misa que por las obligaciones de éste se decía cada mes, se orase con el mismo fin todos los días después de la Letanía en nuestras residencias, procurando así corresponder á la munificencia del soberano. Aquí se detiene mi pluma; pero antes suplico á Dios que por cuanto Felipe IV ha trabajado con notable celo en la propagación y conservación de la fe católica, después de largo y próspero reinado en la tierra, le dé otro perpetuo en el cielo.


FIN DEL TOMO QUINTO Y ÚLTIMO DE ESTA HISTORIA


Se acabó de imprimir este libro en Madrid,

en casa de la Viuda é Hijos de M. Tello,

el 31 de Diciembre de

1897.

 

 

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