HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
Volumen IV
Autor: NICOLÁS DEL TECHO
Editorial: A. de Uribe y Compañía
Año: 1897
Versión digital:
BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY
TOMO CUARTO
(Tomo IV) LIBRO NOVENO (160 kb.)
(Tomo IV) LIBRO DÉCIMO (133 kb.)
(Tomo IV) LIBRO UNDÉCIMO (116 kb.)
CONTENIDO DEL TOMO CUARTO:
(Tomo IV) LIBRO NOVENO (160 kb.)
CAPÍTULO PRIMERO.– Lo que sucedía en Buenos Aires y en el Tucumán.
CAPÍTULO II.– Expedición del P. Gaspar Osorio al Chaco.
CAPÍTULO III.– Mueren los PP. Alonso de Aragón y Diego Vasauri; sus alabanzas.
CAPÍTULO IV.– Lo que se hizo contra Niezú.
CAPÍTULO V.– Túrbase el orden en Iguazúa.
CAPÍTULO Vl.– Varios sucesos del Paraná.
CAPÍTULO VII.– Trátase de restaurar la reducción del Caró.
CAPÍTULO VIII.– Reorganizan los misioneros la población del Caró.
CAPÍTULO IX.– Fúndase la reducción de San Francisco Javier en el Uruguay.
CAPÍTULO X.– Fundación del pueblo de Jesús y María en el Guairá.
CAPÍTULO XI.– Túrbase el orden en la reducción de Jesús y María.
CAPÍTULO XII.– Del origen y costumbres de los mamelucos.
CAPÍTULO XIII.– Cómo fué devastado el Guairá por los mamelucos.
CAPÍTULO XIV.– Los mamelucos asaltan la reducción de San Antonio.
CAPÍTULO XV.– Es destruído por los mamelucos el pueblo de San Miguel.
CAPÍTULO XVI.– Asaltan los mamelucos la reducción de Jesús y María.
CAPÍTULO XVII.– Lo que sucedió después de lo referido.
CAPÍTULO XVIII.– Los PP. Simón Mazeta y Justo Vanfurk van detrás de los mamelucos hasta el Brasil.
CAPÍTULO XIX.– Alteraciones que hubo en el Guairá.
CAPÍTULO XX.– De cómo los magos hicieron con sus engaños que los indios adorasen unos huesos.
CAPÍTULO XXI.– Es burlado un hechicero famoso.
CAPÍTULO XXII.– Fúndase la reducción de San Pedro en el país de los gualachíes, y trabajan allí los misioneros con feliz resultado.
CAPÍTULO XXIII.– Rebelión de los calchaquíes.
CAPÍTULO XXIV.– Costumbres de los caaiguaes.
CAPÍTULO XXV. – Entrada que se hizo á los caaiguaes.
CAPÍTULO XXVI.– Fúndase en el Uruguay el pueblo de la Asunción.
CAPÍTULO XXVII.– Peléase contra Ibapiri.
CAPÍTULO XXVIII.– Échanse los cimientos de dos pueblos en el Uruguay.
CAPÍTULO XXIX. – El P. Simón Mazeta procura en el Brasil, aunque en vano, la libertad de los indios cautivos.
CAPÍTULO XXX.– Restáurase el pueblo de Jesús y María.
CAPÍTULO XXXI.– Cosas memorables que sucedieron en el Guairá.
CAPÍTULO XXXII.– Asaltan los mamelucos las reducciones de San Pablo y de la Encarnación.
CAPÍTULO XXXIII.– Los misioneros sufren persecuciones en el Guairá y en otras partes.
CAPÍTULO XXXIV.– La Compañía trabaja laudablemente en el Tucumán.
CAPÍTULO XXXV.– Fundación de las reducciones de Caapi y Caasapaguazú.
CAPÍTULO XXXVI.– Predícase el Evangelio por vez primera en la región del Tape.
CAPÍTULO XXXVII.– Los misioneros socorren á los enfermos de la peste en el Uruguay.
CAPÍTULO XXXVIII.– Lo que sucedió por aquel tiempo en Iguazúa.
CAPÍTULO XXXIX.– Varios sucesos del Paraná.
CAPÍTULO XL.– Son asaltadas las reducciones de San Javier y de San José.
CAPÍTULO XLI.– Trátase de abandonar las reducciones situadas en el país de Tayaoba.
CAPÍTULO XLII – Emigran los moradores de los tres pueblos fundados en la región de Tayaoba.
CAPÍTULO XLIII.– Asaltan los mamelucos dos pueblos de neófitos gualachíes.
CAPÍTULO XLIV.– Trabajos que pasaron los emigrantes.
CAPÍTULO XLV.– Trátase de la emigración de los indios de Loreto y San Ignacio.
CAPÍTULO XLVI.– Emigran los habitantes de San Ignacio y Loreto.
CAPÍTULO XLVII.– Trátase de continuar la emigración.
CAPÍTULO XLVIII.– Los religiosos son invitados á predicar el Evangelio en la provincia de Itatín.
(Tomo IV) LIBRO DÉCIMO (133 kb.)
CAPÍTULO PRIMERO.– Varios sucesos que ocurrieron en el Tucumán (año 1632).
CAPÍTULO II.– En medio de la guerra calchaquí, los jesuitas llevan á cabo cosas.
CAPÍTULO III.– Muere el P. Marcelo Lorenzana; sus alabanzas.
CAPÍTULO IV.– Muere el P. Francisco del Valle.
CAPÍTULO V.– Continúa la transmigración de los habitantes del Guairá.
CAPÍTULO VI.– Los emigrantes son benévolamente recibidos por
los neófitos del Paraná y Uruguay.
CAPÍTULO VII. – Los emigrados edifican pueblos.
CAPÍTULO VIII.– Admirable ejemplo de paciencia que dió el P. Antonio Ruiz.
CAPÍTULO IX.– Descripción del Tape.
CAPÍTULO X.– Fúndase el pueblo de San Miguel.
CAPÍTULO XI.– Fundación del pueblo de Santo Tomás.
CAPÍTULO XII.– Desígnanse otros lugares para fundar reducciones en ellos.
CAPÍTULO XIII.– Fructuosas tareas de los misioneros en el Uruguay.
CAPÍTULO XIV.– Trabajos que sufrieron los misioneros del Uruguay.
CAPÍTULO XV.– Del matrimonio de los guaraníes.
CAPÍTULO XVI.– Descripción de la provincia de Itatín.
CAPÍTULO XVII.– El P. Rançonnier explora la provincia de Itatín.
CAPÍTULO XVIII.– La Compañía funda cuatro pueblos en la provincia de Itatin.
CAPÍTULO XIX.– De lo mucho que trabajaron los misioneros en Itatín y de las buenas esperanzas que concibieron.
CAPÍTULO XX.– Es destruída la reducción de San José.
CAPÍTULO XXI.– Los mamelucos asaltan la reducción de los Angeles.
CAPÍTULO XXII.– Los mamelucos destruyen el pueblo de San Pedro y San Pablo.
CAPÍTULO XXIII.– Lo que sucedió en la provincia de Itatín luego que fueron destruídas sus reducciones.
CAPÍTULO XXIV.– Varios sucesos del Tucumán(año 1633).
CAPÍTULO XXV.– Nacimiento del P. Juan Darío; su educación y cargos que tuvo.
CAPÍTULO XXVI.– Algunas virtudes del Padre Juan Darío.
CAPÍTULO XXVII.– Otras virtudes del Padre Juan Darío.
CAPÍTULO XXVIII.– Son vejados los misioneros en el Paraguay.
CAPÍTULO XXIX.– Emigran los neófitos de Iguazúa y Acaray.
CAPÍTULO XXX.– De las reducciones del Uruguay.
CAPÍTULO XXXI.– Prosperidad de los pueblos de Santo Tomás y San Miguel.
CAPÍTULO XXXII.– Fundación del pueblo de San José.
CAPÍTULO XXXIII.– Fúndase la reducción de la Natividad en Ararica.
CAPÍTULO XXXIV.– Fúndase el pueblo de Santa Ana.
CAPÍTULO XXXV. – Fundación del pueblo de Santa Teresa.
CAPÍTULO XXXVI.– Principio que tuvo la reducción de San Joaquín.
CAPÍTULO XXXVII.– El Provincial Francisco Vázquez visita las reducciones del Uruguay.
CAPÍTULO XXXVIII.– Fundación de dos pueblos en Itatín.
CAPÍTULO XXXIX.– Estado de la provincia del Paraguay mientras la gobernó el Padre Vázquez.
(Tomo IV) LIBRO UNDÉCIMO (116 kb.)
CAPÍTULO PRIMERO.– Comienza á ejercer su cargo el Provincial Diego de Boroa; empresas de los jesuitas en el Tucumán (año 1634)
CAPÍTULO II.– Entrada que se hizo á los chiriguanaes.
CAPÍTULO III.– El P. Diego de Boroa visita el Paraná.
CAPÍTULO IV.– El P. Boroa visita el Uruguay.
CAPÍTULO V.– El P. Boroa visita los pueblos situados en la parte cismontana del Tape.
CAPÍTULO VI.– Va el P. Diego de Boroa á los pueblos situados en la otra orilla del Igay.
CAPÍTULO VII.– Visita el P. Boroa las reducciones situadas á esta parte del Igay.
CAPÍTULO VIII.– Lo que hicieron de particular varios misioneros.
CAPÍTULO IX.– Asesinato del P. Pedro de Espinosa.
CAPÍTULO X.– Vida del P. Pedro de Espinosa.
CAPÍTULO XI.– La Compañía abandona el Seminario de Estero y el Colegio de Esteco.
CAPÍTULO XII.– El P. Diego de Boroa visita parte de la provincia.
CAPÍTULO XIII.– Algunos sucesos ocurridos en varios Colegios de la provincia.
CAPÍTULO XIV.– Comienza á resplandecer por sus milagros una imagen de María que había en el Colegio de Santa Fe.
CAPÍTULO XV.– Varios hechos que tuvieron lugar en el Paraná.
CAPÍTULO XVI.– Hechos memorables que ejecutaron los misioneros del Uruguay.
CAPÍTULO XVII.– Entrada que se hizo al Tebicuarí.
CAPÍTULO XVIII.– Varios hechos acontecidos en la provincia del Tape.
CAPÍTULO XIX.– El P. Mendoza rescata muchos cautivos de los mamelucos.
CAPÍTULO XX.– El P. Mendoza procura la conversión de varias tribus.
CAPÍTULO XXI.– El P. Cristóbal de Mendoza es asesinado en el Ibia.
CAPÍTULO XXII.– Castigo que sufrieron los parricidas.
CAPÍTULO XXIII.– Vida del P. Cristóbal de Mendoza.
CAPÍTULO XXIV.– Los hechiceros quitan la vida á muchos hombres y niños, por lo cual son castigados.
CAPÍTULO XXV.– Vejaciones que sufrió la Compañía por defender la causa de los indios.
CAPÍTULO XXVI.– Es procurador el P. Juan Bautista Ferrusino.
CAPÍTULO XXVII.– Persecuciones que sufrieron los misioneros de ltatín.
CAPÍTULO XXVIII.– Vida y muerte del Padre Diego Rançonnier.
CAPÍTULO XXIX.– En medio de contrariedades, ejerce el P. Antonio Ruiz su cargo de Superior general de las misiones.
CAPÍTULO XXX.– Destruyen los mamelucos el pueblo de Jesús y María.
CAPÍTULO XXXI.– Asaltan los bandidos la reducción de San Cristóbal.
CAPÍTULO XXXII.– Los neófitos de Santa Ana huyen de esta reducción.
LIBRO NOVENO
CAPÍTULO PRIMERO
LO QUE SUCEDÍA EN BUENOS AIRES Y EN EL TUCUMÁN.
A principios del año 1629 el P. Francisco Vázquez Trujillo comenzó á ejercer su cargo de Provincial, y fomentó las misiones, las cuales continuaron con éxito feliz. Los profesores de Teología de Córdoba iban los sábados á las aldeas próximas de los indios, y á fuerza de trabajo cogían mies abundante; las noches de luna tornaban antes de rayar el alba á sus aulas, y con estas cortas expediciones mitigaban su ardor de emprender otras mayores. Los misioneros del Colegio de Estero durante cinco meses recorrieron las orillas de los ríos Salado y Dulce; oyeron en confesión á siete mil indios que nunca habían recibido el Sacramento de la Penitencia; bautizaron innumerables personas, abolieron las costumbres supersticiosas y quemaron los ídolos. Acudieron á su presencia los tonocotés, diaguitas y savirones, á quienes por medio de intérpretes les enseñaron los misterios de nuestra fe. Hubo quien por confesarse anduvo doce millas. Una india que meditaba con frecuencia sobre la Pasión de Cristo, siempre que salía de su casa rogaba á un Crucifijo que se la guardara, y á la verdad tal custodio jamás se durmió. En la ciudad de Salta y campos inmediatos se propagó la peste, causando no pocos estragos en los españoles é indígenas. Los jesuitas vigilaron en todas partes, á fin de que el demonio no se llevase en las uñas las almas de los que fallecían. Algunas indias de Estero, temiendo incitar á los jóvenes al pecado, rogaron á Dios con fervientes preces que las deformase. En Rioja se cebó el contagio y fué notable la conversión de un español enriquecido por malas artes y encenagado en la sensualidad: estando gravemente enfermo, quiso que le echaran la absolución sin arrojar antes de casa la concubina; no podían reducirlo nuestros misioneros á mejores pensamientos, por la cual llamóse otro religioso, quien fué más dichoso, y luego que lo absolvió le dió el Viático; al momento se oyeron en el vientre del paciente gruñidos horribles de cerdos, para que nadie dudase de que se habían arrojado margaritas ante puercos. En el puerto de Buenos Aires un hombre lascivo se puso malo en ocasión de fornicar; quince días le duró la fiebre; volvió, como el perro, al vómito, y quedó muerto de repente en otro acto de torpeza. En la ciudad de Santa Fe los jesuitas reportaron considerables ganancias espirituales de los indios, negros y españoles. Cierto religioso que pasó á la isla donde los indios fugitivos se albergaban y defendían tenazmente, hizo el viaje con fruto. Un indio cristiano, casado veinte años hacía de buena fe, sentía tal horror á las funciones religiosas, que jamás pudo entrar en la iglesia; examinóse la causa de esto, y se vió que era el no estar bautizado, pues un español le puso nombre sin administrarle el Sacramento; bautizáronle y se desvaneció su preocupación.
CAPÍTULO II
EXPEDICIÓN DEL P. GASPAR OSORIO AL CHACO.
En esta región predicó el P. Gaspar Osorio, famoso por sus apostólicas empresas, con mayor trabajo que utilidad; nada más consiguió en medio año que bautizar unos pocos niños y doce adultos; los habitantes de aquella tierra dilatada se apartaban del cristianismo por ser de índole feroz v temer que los redujeran á esclavitud. Pasó al país de los tobas, y fué recibido con general aplauso; pero transcurrido algún tiempo, notaron los indios principales que mientras estuviese allá el religioso no podrían entregarse á la embriaguez y antiguos vicios; así que trataron de expulsarlo. Añadióse á esta dificultad el mal carácter de los indios, que le amenazaban con quitarle la vida, á causa de que, siendo sacerdote cristiano, se atrevía á estar entre ellos. Dios lo salvó de estos peligros; pero cayó en otro: se desencadenó una tempestad, y el granizo casi hundió la tienda en que se albergaba; luego enfermó de los ojos y el remedio del mal fué casi peor; los indios le arrancaron las escamas que tenía en la vista, dolorosa operación que duró todo un día. Recobró el ver; pero tuvo que marcharse á un pueblo de españoles, á fin de curarse por completo. Pasado algún tiempo, se dirigió de nuevo al Chaco; la guerra que se encendió le impidió llevar á cabo sus proyectos.
CAPÍTULO III
MUEREN LOS PP. ALONSO DE ARAGÓN Y DIEGO VASAURI; SUS ALABANZÁS.
Al comenzar el año falleció en la Asunción el P. Diego Vasauri, natural de la Rioja en España, amantísimo de la Compañía antes y después de ingresar en ella. Es digno de alabanza, porque socorrió con paterno afecto por espacio de quince años á los misioneros que residían en los pueblos del Paraná y Uruguay; cuidó á los atacados de la peste; sustentó con trabajo indecible á los jesuitas de la Asunción; cumplió en todo como buen coadjutor. Al morir señaló con el dedo al demonio, que estaba presente; se horrorizó, y le faltaron las fuerzas cual si le hubiera mordido una víbora, retorciéndose en el lecho delante del P. José Oreghi; serenado, arrojó á Satanás con estas palabras: e Confío en el Señor, » y espiró tranquilamente. En el mes de Junio murió el P. Alonso de Aragón, napolitano, quien en su noviciado y estudios cobró fama de santo, y tal, que Alegambe lo campara á San Luis Gonzaga, por la semejanza de costumbres. Decíase en el Colegio de Nápoles que el P. Alonso de Aragón y el P. Vicente Caraffa, más tarde General, alcanzarían igual grado de perfección. Aunque enseñó lengua hebrea en Nápoles, no se desdeñó en la Asunción de enseñar latín á los muchachos por espacio de dos años. Destinado al Uruguay, trabajó con increíble constancia en el pueblo de la Concepción durante siete años; luego fué encargado de gobernar la reducción de San Nicolás, donde estuvo dos años, y convirtió muchos indios. Para curarse un cáncer en la boca marchó á la Asunción; allí falleció, con general sentimiento, á los cuarenta años de edad; su alma virginal subió al cielo. Ya había espirado cuando se recibió carta del General Vitelleschi, en la que le nombraba Rector del Colegio de la Asunción. A sus funerales asistieron el obispo del Paraguay y el gobernador. Para no enumerar sus virtudes, diré que las tuvo todas; el P. Nicolás Durán, testigo fidedigno, que viajó por España, Italia y el América austral, afirmó públicamente que no conoció hombre en quien resplandeciesen más virtudes que en el difunto. Este profesaba grande amor á la Virgen y á Jesucristo, y lo reanimaba con largas horas de meditación y oración. Fué pródigo con los indios. Ambicionaba exponerse á riesgos por la propagación de la fe, y los despreciaba si se veía en ellos. Poco le faltó para conquistar la palma del martirio. Dícese que presintió la muerte del P. Roque González, pues comiendo con éste y el P. Alonso Rodríguez en el Colegio de San Nicolás, escribió en la pared encima de la cabeza de ambos misioneros:Dichosos los llamados á la Cena del Cordero. Redactó muchas cosas útiles para los que se dedican á la instrucción de los guaraníes.
En San Nicolás se colocó en la iglesia de nuestro Colegio una preciosa imagen de María, obra de escultor español; acudieron al acto los vecinos todos, y empezó á escuchar las preces de sus clientes y devotos.
CAPÍTULO IV
LO QUE SE HIZO CONTRA NIEZÚ.
Muerto el P. Roque González, sucedióle en su cargo el P. Pedro Romero, y presidió á los religiosos del Paraná y Uruguay; también estaba destinado á conquistar la palma del martirio. Aún había agitación en el Paraná, reciente el asesinato del P. González, y muchos temían que Niezú, quien se hallaba oculto, reuniera sus fuerzas y cayese de improviso, lo cual era más de sentir dada la confianza que los neófitos tenían, alentados por la pasada victoria. Así, pues, los de Ibitiracúa juntaron un ejército compuesto de ellos y de los pueblos vecinos, y embarcándose en cien balsas navegaron por el Paraná contra la corriente, yendo á donde sospechaban que Niezú se preparaba al ataque. Exploraron cuidadosamente las orillas del río, y penetraron por bosques espesísimos, sin hallar á Niezú, coligiendo que éste no se hallaba en cien leguas alrededor. Cuando volvían les dijeron que en el interior de una selva había dos viejecillos espirando, pero que era peligroso ir á ellos por temor á los enemigos; oyólo el P. Alfaro, y sin reparar en nada emprendió el camino, conducido por un guía; instruyó á los ancianos en los misterios de nuestra religión y los bautizó acto inmediato; murieron pronto, y es de suponer que sus almas gocen el Paraíso. De esta manera, no fué en balde la expedición contra Niezú, pues constó que éste había huído muy lejos, y el demonio recibió considerable golpe; Dios mostró cómo disponía de los pensamientos y resoluciones del hombre en bien de aquellos pobres viejos.
CAPÍTULO V
TÚRBASE EL ORDEN EN IGUAZÚA.
Algo que lamentar hubo en Iguazúa. Ordenóse que los indios de Santa María la Mayor que desearan ser inscritos entre los catecúmenos abandonasen antes sus mujeres, quedándose solamente con una. Los más virtuosos obedecieron; los restantes, temiendo ser compelidos por la fuerza al cumplimiento de tal precepto, se embarcaron en el río, y escondiéndose en bosques impenetrables, hicieron una aldea y sembraron, proponiéndose vivir como gentiles. Divulgado esto, el P. Ruyer envió mensajeros á dichos indios, diciéndoles que nada se haría con ellos si tornaban pronto; pero los mensajeros fueron traidores y ocasionaron no leve daño; ellos mismos declararon luego haber aconsejado á los tránsfugas que se resistieran y á los indios del pueblo que huyeran también; recelábase que consejos tan perniciosos sedujeran á los neófitos, y el Paraná sufriera graves perturbaciones. Deliberaron los misioneros sobre lo más conveniente, después de ofrecer el sacrificio de la Misa; y á fin de evitar los males que parecían probables, los Padres Clandio Ruyer y Vicente Badía partieron acompañados de fieles neófitos al paraje donde residían los prófugos; éstos se hallaban entonces dispersos por el campo y dedicados á la caza; los neófitos incendiaron las casas de los indios é hicieron volver á Santa María los niños y mujeres; cuando á la noche tornaron los tránsfugas, no tuvieron otro remedio que obedecer en un todo á los misioneros, con los cuales volvieron á Santa María, siendo grande el regocijo de todo el Paraná. Los Padres cuidaron de no reprender demasiado á los indios, cuya acción disculparon como estratagema y cosa del demonio, contra quien les aconsejaron estar prevenidos siempre. En efecto, en adelante fueron constantes; todos abandonaron las concubinas, y contrajeron legítimas nupcias; con esto se logró una insigne victoria de Satanás; la cual fué mayor cuando aquel mismo año se administró el Bautismo en Iguazúa á cuatrocientas cuarenta y cinco personas. Rabie el demonio, y sepa que en todas las ocasiones lo derrotará la Reina de los cielos.
CAPÍTULO VI
VARIOS SUCESOS DEL PARANÁ.
Fué humillado el infierno en el pueblo de Acaray, pues no solamente se convirtieron muchos gentiles, sino que un famoso hechicero, que años antes quiso matar al P. Ruyer, y con sus falsas predicaciones, imposturas y adivinaciones esparcía el odio contra los religiosos, abjuró sus delirios y recibió el Bautismo con otras cincuenta personas. Abacati, noble cacique de San Ignacio, hallábase próximo a espirar, y viendo que su mujer se quejaba, atribuyendo neciamente la enfermedad á maleficios de los hechiceros, le dijo:Déjate de tonterías, y en la muerte de tu esposo, considera que Dios ha puesto límites á nuestra vida y no los podemos pasar, pues no está en la mano de los hombres el alterarlos. En la colonia de Córpus-Christi consolaba el P. Alvarez á un hombre cuyos hijos habían fallecido, y obtuvo esta respuesta:No me querello de la pérdida de mis hijos, pues si Dios así lo ha querido, yo me conformo con su voluntad. A lo que añadió otro cacique:Hoy he visto espirar á mi padre y no he derramado una lágrima siquiera, pues me pareció reprensible llorar tal desgracia quedándome un padre como tú, que ha engendrado en Cristo mi alma; lloraría amargamente si te perdiera, porque los cristianos deben lamentar los males del alma y no los del cuerpo. Aunque estas frases no sean dignas de admiración en sí mismas consideradas, teniendo en cuenta haber sido proferidas por hombres hasta poco antes iguales á las fieras y moradores de las selvas, resultan merecedoras de aplauso. Contribuyó el P. Pedro Alvarez á fomentar tal devoción á los misioneros, cuidando infatigablemente á los enfermos cuando la peste se cebaba en los indios. El sitio donde estaba edificado el pueblo era enfermo, porque había con frecuencia nieblas, procedentes del río, y por eso lo trasladó á paraje ventilado y saludable. Tengo por averiguado que los Padres han bautizado allí, hasta la fecha, más de cinco mil personas.
CAPÍTULO VII
TRÁTASE DE RESTAURAR LA REDUCCION DEL CARÓ.
Procuraron los misioneros con sumo empeño reparar los daños causados por Niezú y los suyos; los parricidas estaban pesarosos de su crimen, y más lo estuvieron cuando fué enviado á ellos un prisionero llamado Tambatay. En prueba de ello, remitieron á los misioneros un fragmento del cáliz en que el P. González había consagrado poco antes de morir, rogándoles que fueran allí para ejercer su ministerio. Al momento se prepararon á marchar los PP. Pedro Romero y Diego Alfaro, no obstante que intentaban disuadirles los neófitos, diciéndoles que se exponían ciertamente á la muerte. «¿Dónde os precipitáis? – exclamaban. – ¿Acaso no somos bastante desgraciados con el asesinato del P. González y de otros religiosos muy queridos? ¿Ambicionáis dejarnos aún más huérfanos y desamparados? Apenas bastáis para cuidar de lo conquistado, y queréis avanzar con daño nuestro. Cuidad de vuestras personas y no os expongáis á perder lo ganado por acometer empresas arriesgadas. Aún no se ha extinguido la cólera de los del Caró, y sus macanas están teñidas de sangre humeante; ya que no amáis vuestras vidas, pensad en nuestras almas.» No se arredraron los misioneros por nada de esto; llegaron al Caró, cuyos moradores estaban sinceramente arrepentidos; allí, con el madero donde pensaba el P. González colgar la campana cuando fué asesinado, hicieron una cruz, y á despecho de Satanás la izaron, adorándola toda la multitud presente, y regresaron incólumes. Poco después llegó el Provincial, P. Vázquez, procedente del Tucumán, para visitar los jesuitas del Uruguay y Paraná, y juzgó conveniente ir á Caró con alguna ostentación. Saliéronle á recibir los más principales de la población en son de paz,y Cuarobay habló de esta manera:¡Oh Padre! A tus pies colocamos nuestras armas; castiga el delito que cometimos en las personas que quieras, con tal que no consista la pena en privarnos de los misioneros y de su enseñanza; esto es lo mismo que desean todos mis compatriotas; y yo, que soy inocente, te dirijo esta súplica para que mejor perdones á los culpables. Las mujeres y los niños solicitaron con lágrimas y sollozos el indulto de sus maridos y parientes. El Padre Provincial, preso de viva emoción, les contestó:Siempre creí que el P. González rogaría en el cielo por vosotros, pues cuando vivió todo lo sufrió por haceros bien. Mucho me regocijo de que Dios haya movido vuestro entendimiento á pensar que no conviene escuchar la predicación de los hechiceros, quienes con falacias os impulsan á cometer delitos, y sí la de los misioneros. La fuga de Niezú ha quitado la fuente del mal, y prueba de que no habéis obrado tanto por malicia cuanto seducidos y engañados miserablemente. Estad firmes, tomad las armas, y vivid ciertos de que os amo con todo mi corazón. Oído esto, comenzaron á llorar reciamente muchos indios, tan alto, que no dejaban oir el intérprete. Al día siguiente, el Padre Provincial dijo una Misa de desagravios en el mismo sitio que pereció el P. González. Acabada, bautizó treinta y cinco niños, cuyo padrino fué Nienguiri, cacique de Ibitiracúa. Luego restituyó los cautivos hechos á Niezú, los cuales había llevado consigo. A los caciques regaló vestidos bordados y otras cosas. Designó como jefe del pueblo á Cuarobay, y prometió que iría un misionero para continuar la obra del P. González. Retiróse el Provincial, pasó por Caasapamini y Piratini, bautizando muchos adultos, y llegó felizmente al Uruguay.
CAPÍTULO VIII
REORGANIZAN LOS MISIONEROS LA POBLACIÓN DEL CARÓ.
Poco después, el P. José Oreghi, hermano del Cardenal que llevaba el mismo apellido, y hombre de piedad acrisolada, fué al pueblo del Caró por mandato del Provincial para instruir á los neófitos y gobernarlos. Llegó lo antes que pudo desde la capital del Paraguay, y con más entusiasmo sucedió en su cargo á los misioneros mártires que su hermano el Cardenal recibió el capelo de mano del Papa Urbano VIII, quien apreciaba mucho á toda la familia de los Oreghi. Este año se redujeron seiscientas familias del Caró, y se bautizaron cuatrocientos tres adultos y ciento setenta y nueve niños. Para que se vea hasta qué punto la piedad fué restaurada, diré que, según consta en los libros auténticos de la Compañía, recibieron el Bautismo más de nueve mil personas; debemos pensar piadosamente que esto fué debido á la intercesión de nuestros mártires del Japón, protectores del Uruguay, y que si algún día el P. González es canonizado, debe ser también considerado como patrono de este país. De su beatificación hay algunas esperanzas, pues dispuso el P. Boroa que los Rectores de las misiones escribiesen una carta al Sumo Pontífice, suplicándole que se formara un expediente sobre la vida y muerte de los jesuitas asesinados, y ver qué culto y veneración merecían; lo mismo hizo el rey Felipe IV por medio de su embajador en Roma. Con esto creo yo que se estimulará el celo de los misioneros, y la devoción de los neófitos, y los bárbaros se inclinarán á la fe; América tendrá defensores en el cielo, y crecerá la fama de los españoles y la gloria del Señor.
CAPÍTULO IX
FÚNDASE LA REDUCCIÓN DE SAN FRANCISCO JAVIER EN EL URUGUAY.
Restablecida la religión en Caró, Tuca, poderoso cacique, realizó un acto meritorio. Vivía siete millas de Ibitiracúa, en el sitio donde el Tabatí desemboca en el Uruguay. Ya antes había enviado repetidas veces mensajeros al P. Roque González, solicitando la fundación de un pueblo. Ultimamente fué allí el P. Diego Boroa, y construyó una pobre casa que, por lo pronto, sirvió de templo y habitación; explicó los misterios de la fe á la multitud, que concurrió de todas partes; designó el sitio donde se había da levantar la población, y trazó las calles y áreas de las casas. Mientras esto hacía, se descolgaron los bárbaros de sus montañas, el cuerpo desnudo y pintado para inspirar miedo, y profiriendo no sé qué palabras amenazadoras. El peligro fué grande, pues entre ellos estaba un cómplice en la muerte del P. Juan del Castillo, y Tuca se hallaba ausente del pueblo. El P. Diego Boroa, sin amedrentarse de aquellos hombres, les dió varias cosas, y se fueron por donde habían ido, sin hacer daño. Un tigre, salió del bosque, entró en la casa del P. Boroa, quien estaba fuera á la sazón, é hirió gravemente á un muchachuelo. En medio de tan graves peligros, reunió gente bastante para formar con ella una reducción. Ayudó no poco á todo esto Mariana, esposa de Cuaracipucú, cacique de Ibitiracúa, la cual, á poco de ser instruída en el cristianismo, olvidóse de la debilidad propia de su sexo, se hizo pregonera del Evangelio, y penetrando por los bosques, hacía que hombres y mujeres salieran á escuchar las predicaciones del P. Boroa. De esta suerte elegía Dios los débiles para vencer á Satanás. Marchóse el P. Diego Boroa, y pasado algún tiempo, fué el Provincial á donde se pensaba fundar la población, y halló ya reunidas cuatrocientas familias indias; erigió una cruz, bautizó á bastantes niños y dedicó el pueblo á San Francisco Javier; fué encargado el P. José Ordóñez de gobernar la nueva reducción. Por entonces los moradores de Yaguaraiti se trasladaron á otro lugar, á causa de la pobreza que sufrían. Hasta hoy la Compañía ha bautizado en San Francisco Javier más de seis mil personas. Después de fundado este pueblo, acudieron al Provincial los indios de Acaraguay, moradores del Alto Uruguay, solicitando que les enviase misioneros; pero en atención al escaso número que de ellos habíay lo mucho en que estaban ocupados, no se pudo atender á tales súplicas. Así, pues, la matanza de religiosos se compensó con la edificación de un pueblo, la restauración de la fe en otro y con esperanzas de reducir bastantes indios. Este año se empezó á dar la Comunión á los neófitos de la Concepción. Preguntó un misionero á cierto joven de excelente índole por qué no pedía la Comunión, que es el Pan de los ángeles, y replicó que no se consideraba todavía digno de tal merced, pues aún, decía, juego con los muchachos de mi edad en la plaza y soy curioso de cosas que no me importan. Aumentóse la grey cristiana con doscientos adultos y sesenta y tres niños. Entre los de Piratini fueron bautizados ciento ochenta personas de edad provecta y doscientos ochenta y seis niños; en Caasapamini, quinientas veintiocho; en Iguazúa, además de ciento veintitrés niños, trescientos veintidós hombres; en San Francisco Javier, cinco adultos y cerca de trescientos niños; poco más ó menos se consiguió en otras poblaciones del Paraná.
CAPÍTULO X
FUNDACIÓN DEL PUEBLO DE JESÚS Y MARÍA EN EL GUIRÁ.
Conciliado algún tanto el afecto de Guiraverá, cacique del Guairá, pareció á los Padres que harían una cosa meritoria si, despreciando los peligros, procuraban fundar allí un nuevo pueblo. Con este fin partieron en dirección al Guairá las PP. Antonio Ruiz y Simón Mazeta, sin temor á la muerte; y habiendo sido benévolamente acogidos por algunos caciques, designaron el sitio que debía ocupar la futura reducción, la cual dedicaron á Jesús y María: era entonces el 7 de Enero del año 1630; hubo tanta gente venida de todas partes, que se vió manifiestamente cómo el cielo favorecía tal empresa. Quedó en Jesús y María el P. Mazeta, y el P. Ruiz se fué á otra parte. Aunque el P. Mazeta tenía por antagonistas al demonio y á Guiraverá, logró someter al suave yugo de Cristo bastantes indios. Viendo Guiraverá que los pueblos comarcanos se ponían bajo la dirección de los misioneros, y que no era tan respetado como antes, presentóse ante el Padre Mazeta acompañado de varios caciques, y con aire imperioso le pidió el alba y demás vestiduras talares que se ponía para decir Misa, añadiendo palabras irreverentes contra la Virgen y los religiosos. Los compañeros de Guiraverá estaban dispuestos á secundar las miras de su jefe con cualquier atrocidad. Pero el P. Mazeta, que sabía perfectamente cómo los indios cobraban fuerzas ante la debilidad, con ánimo resuelto y menospreciando las amenazas de Guiraverá, dijo: «Te equivocas si crees que voy á que voy á dar las cosas santas á un perro acostumbrado nada más que á roer huesos humanos; no creas que arrojaré las margaritas á un puerco manchado de mil inmundicias; mientras yo viva, no profanarás las vestiduras sagradas, ni entregaré lo que me han confiado para su custodia; haz lo que quieras, meditándolo antes bien; no entregaré objetos del culto divino á quien desprecia la Virgen, se ríe de Jesucristo y es usurpador de lo que al Señor corresponde.» Apenas acabó de hablar, se abrazó al arca que encerraba las ropas de la Iglesia y se dispuso á morir si era necesario. ¡Cosa digna de admiración! Guiraverá quedó atónito viendo tal grandeza de ánimo; palideció y empezó á temblar, á mirar á todos lados y á turbarse, soltó la macana y cayó en tierra. Los demás compañeros de Guiraverá se quedaron también estupefactos, al contemplar el esforzado espíritu del P. Mazeta; con todos sus ademanes dieron á entender que las palabras del misionero les habían hecho un poderoso efecto. Luego que éste vió á los indios mudos y como heridos por un rayo, cambió de lenguaje y les dirigió frases llenas de benevolencia, haciéndoles entender que no trataba de aterrarlos, sino de defender las cosas del culto; que olvidaba lo pasado, y prometía su protección en lo sucesivo. Corrió la noticia por el pueblo de lo que había intentado Guiraverá, y al momento acudieron al lado del P. Mazeta una tía de dicho indio y varios caciques ofreciendo su apoyo para repeler la fuerza. A lo referido, sucedió un período de paz que no fué muy largo por culpa de Guiraverá. Este, impulsado por los espíritus malignos, caía en tales accidentes de frenesí, que echaba espuma por la boca, se le saltaban los ojos de sus órbitas, y se lé crispaban los cabellos; no se aquietaba aquel monstruo furioso hasta que abrazaba sus concubinas y oía de éstas palabras amorosas. Una noche salió de su casa, y dando voces en la plaza, comenzó a gritar que él era Dios y que al día siguiente devoraría á un hombre que moraba en el pueblo. Sabedor de ello el P. Mazeta, bautizó todos sus criados y creyó llegada la hora del martirio; la fidelidad de los otros caciques evitó el mal que se temía, pues reprendieron á Guiraverá y éste se contuvo.
CAPÍTULO XI
TÚRBASE EL ORDEN EN LA REDUCCIÓN DE JESÚS Y MARÍA.
Con intervalos de bonanza se propagaba la fe en el pueblo de Jesús y María. A los dos meses de su fundación habían acudido innumerables personas como atraídas por el imán, convirtiéndose cincuenta caciques, y esperaba el P. Mazeta que dos mil guerreros harían lo mismo. Si á esto se añade la muchedumbre de mujeres y niños, se verá cómo los Reyes del cielo quisieron que el pueblo á ellos consagrado se aventajara á los demás. Los neófitos construyeron la iglesia y una casa para su misionero, y si en ésta faltó el lujo, sobró la piedad. Trabajaba el P. Mazeta en la instrucción de los fieles. Guiraverá seguía siendo no leve obstáculo á esto; cuando se convirtió al cristianismo el cacique Apemondi, procuró con todas sus fuerzas que apostatara, diciéndole, estimulado más por el diablo que por la amistad, que mirase los intereses de la patria, pues si dejaba crecer la autoridad de un sacerdote extranjero, pronto los caciques serían ludibrio de sus vasallos; mientras quitando la vida al P. Mazeta, quedarían todos libres de los males que eran inminentes. Convencióse de ello Apemondi, y reuniendo él y Guiraverá cincuenta satélites, se dirigieron á estrangular al P. Mazeta, y lo hubieran conseguido, á no ser por dos indios fieles, quienes acudieron con armas en la mano, y poniéndose delante de los asesinos, les dijeron: «Si queréis ofender al P. Mazeta, habéis de pasar antes por encima de nuestros cadáveres.» Tal ejemplo de fortaleza fué poderoso para amedrentar los criminales, porque siempre el delito es cobarde. Los conjurados, luego que conferenciaron breves instantes, se tornaron á sus casas. Sabedores los PP. Francisco Díaz Taño y Pedro de Espinosa, que estaban en Santo Tomás, del peligro en que se veía el P. Mazeta, armaron un buen número de neófitos, corrieron á libertarlo, y amenazaron á Guiraverá por sus pasadas tentativas, de las cuales procuró disculparse, y pidió humildemente perdón. Intercedió por éste el P. Mazeta, quien mostró concebir esperanzas de que sus beneficios y la protección de los pueblos comarcanos evitarían toda alteración del orden. Pareció conveniente á los misioneros, en bien del pueblo, dar á Guiraverá un compañero en el mando, y así lo hicieron, medida que fué muy provechosa, por la emulación que despertó en aquel bárbaro cacique. Mas no duró tal conducta muchos días, pues la capa de la virtud cubre poco tiempo los vicios. Volvió Guiraverá á dedicarse como antes á las artes mágicas, de las cuales se había apartado por el miedo: ya se presentaba ante el P. Mazeta con dardos ensangrentados en son de guerra, ya con un cuchillo y saetas en señal de preparar un crimen; y aunque á veces se abstenía de tales manifestaciones porque le reprendían, mostraba su cólera con el semblante torvo, la frente arrugada, los ojos chispeantes y la sonrisa amarga. Cuando más furioso estaba, solía suspender del cuello, delante del pecho, tres láminas metálicas, á lo menos dos, y una de ordinario. Una de ellas era como las patenas que usan los sacerdotes cristianos, y encerraba su misterio, según me dijo el P. Mazeta, quien, al ver tales delirios, procuraba con suma prudencia no irritarle, ni tampoco tenerle miedo. Alguna vez aconteció al P. Mazeta que tuvo cerca la muerte, y le fué preciso reprimir las ansias que experimentaba de alcanzar el martirio.Si yo muero, decía,¿qué va ú ser de tantos millares de almas que estáni encomendadas á mi vigilancia? ¡No acontezca esto, Dios mío, aunque pierda la preciosa corona de los mártires; sé que Tú me recompensarás largamente, pues pospongo mi interés á tu gloria! Seré anatema en bien de mis hermanos, y consentiré que no aparezca mi nombre en el libro de los atletas de Cristo con tal que sean salvas muchas personas. Eterno Dios, éste es mi sacrificio, el que no me sacrifiquen, á fin de presentarte las almas de mis fieles. ¡Oh, misionero generoso, más grande eres todavía que los mismos mártires! Oigamos á San Juan Crisóstomo:Supongamos que uno es abrasado por Cristo, y otro huye de los suplicios: pues éste alcanzará mayor gloria si lo hizo por el bien del prójimo. Así lo reconoce San Pablo, cuando escribe:Deseo morir y reinar con Cristo; pero me conviene vivir para vuestra utilidad. Lo mismo que San Juan Crisóstomo opina Santo Tomás de Aquino. Logró el P. Mazeta, con su constancia, quebrantar la soberbia de Guiraverá, de tal manera, que éste solicitó el Bautismo, y dudándose qué nombre ponerle, se metieron varios en una urna y tres veces salió el de Pablo, en lo cual se echaba de ver que Guiraverá era, como San Pablo, un perseguidor de la Iglesia convertido á la fe. Pero desgraciadamente Guiraverá no persistió en el bien mucho tiempo; apostató, comió carne humana, y fué asesinado por los ladrones. Una cosa se ganó con su conversión, y es que ocasionó la de muchos antropófagos, quienes no se desdeñaron de hacer lo que su jefe había hecho, y así aquéllos que labraban saetas con huesos de hombres, fabricaron cruces para suspenderlas del cuello. Tal fué Guiraverá, escollo tan formidable, ocasión de infinitos peligros, hombre feroz, pavor de los neófitos y de los misioneros, de quienes ambicionaba ser verdugo. Al ver lo que hizo, reconocerá la posteridad cuánto valor se necesita, en medio de la barbarie, para exclamar:«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?»
CAPÍTULO XII
DEL ORIGEN Y COSTUMBRES DE LOS MAMELUCOS.
Propagábase la fe en el Guairá, y era de esperar que muy pronto toda aquella región fuera cristiana, cuando Satanás, irritado al ver los progresos de sus enemigos, reunió sus fuerzas, y ya por sí, ya por medio de los mamelucos, aliados suyos para el mal, proyectó destruir las nacientes reducciones, y en parte lo consiguió. Antes de referir esto, hablaremos algo de los mamelucos, de su origen, patria, costumbres y auxiliares; de cómo se valieron para devastar el Guairá juntamente con otros países, é hicieron desesperar de que se reparase con el tiempo lo que ellos habían arruinado. El Brasil, extensa región del Nuevo Mundo, está limitado al Norte por el Ecuador, y al Sur por el Río de la Plata, donde terminan los dominios españoles. Casi todo está rodeado de mar, y aun parte penetra en el Océano. Dicha región la ocuparon los reyes de Portugal en ocasiones diferentes, y Juan III, por medio del gobernador Alonso de Souza, la dividió en varias prefecturas; este mismo edificó la ciudad de San Vicente, á veinticinco grados del Ecuador, fortificándola con murallas y castillo; está situada en un golfo, á cuya entrada hay dos pequeñas islas que le sirven de defensa; en una construyó un pueblo llamado los Santos. De ambas poblaciones salieron algunas colonias á diferentes sitios del litoral; una de ellas recibió el nombre de Piratininga; más tarde, dos años antes que muriera San Ignacio, la llamó San Pablo el P. Manuel Nobrega, porque en el día de este santo desembarcó allí. Fundó la Compañía un Colegio, y sus religiosos trabajaron con éxito durante algún tiempo; el P. Anchieta, varón que llevó á cabo cosas prodigiosas, se distinguió por la pureza de su vida. Los colonos europeos observaban excelente conducta al principio; pero aconteció que faltáronles mujeres, y entonces se unieron en matrimonio con las indias, contaminando la sangre portuguesa. Generalizáronse tales uniones, y de padres honrados salieron hijos pésimos y nietos aún más criminales; la nobleza lusitana fué ahogada en la sangre indígena, y los ilustres fundadores del Brasil nada transmitieron á sus descendientes sino el nombre. A tal raza llamaron los portugueses mamelucos, por el desprecio con que los miraban: así lo dice el P. Orlandino; la verdad es que tal denominación aquellos muy impropia. A tal canalla se unieron malos compañeros, y todos se inclinaron al mal por la impunidad que la naturaleza del país les proporcionaba, pues considerada la fertilidad de Piratininga y el sitio que ocupa, lo mismo se puede vivir allí honradamente, que dándose al crimen. Dista quince leguas del Océano, y está cerca de la zona templada, por lo cual goza de clima saludable y conveniente á la vida; provee á los demás países brasileños de carnes, granos y otras cosas; el azúcar se da admirablemente, y no faltaban minas de oro. Para ir á Piratininga desde los puertos del Océano, es preciso seguir un camino que atraviesa por sitios estrechos, ásperas y elevadas montañas, de tal manera que unos pocos hombres pueden estorbar el paso. La fertilidad del campo y la naturaleza del lugar, que está aislado, fueron aliciente para que muchos brasileños y europeos de mala vida se acogieran allí; mezcláronse con los mamelucos, y trataron á los indios con más despotismo que los primeros colonos del Brasil. La primera violencia que cometieron fué contra los de Tupinaquí. Estos vivían en ambas orillas del Aniambi, río que nace en un monte elevado y cubierto de nieves; en su curso atraviesa el Guairá y desemboca en el Paraná. Se contaban en sus márgenes treinta mil guerreros, que residían en treinta aldeas. Los mamelucos les hicieron la guerra por espacio de seis años, hasta que no dejaron sino las ruínas de los pueblos. Hecho esto, cayeron sobre los de Yapigua, que moraban en las márgenes del río Yeticay; esto fué en el año 1589. Antes habían llevado el terror por las tierras vecinas; durante siete, devastaron el país. Tocóle el turno á la tierra de Paraubaba, río que desagua en el Amazonas, y la afligieron cinco años. Aborreciendo el rey Católico la opresión de los indios, renovó las leyes dictadas en favor de éstos por Carlos V y los monarcas de Portugal, y dictó una Real cédula en la que prohibía reducirlos á cautiverio. Vigilaban su cumplimiento los gobernadores y autoridades del Brasil, y hasta el mismo regidor de Piratininga. Pero los mamelucos, despreciando las leyes nuevas igualmente que las antiguas, se mostraron con los indios tan crueles como antes. Lo que sí hicieron, fué disfrazar sus delitos con rebuscados pretextos, no pareciera que violaban descaradamente los preceptos del rey. Diciendo que iban á las minas de oro situadas en las tierras vecinas al mar, se derramaban por los campos de San Vicente y los Santos, y reducían á la esclavitud por la fuerza o con engaños á muchos indios. Lo más extraño es que antes de comenzar tales excursiones, que duraban tres y cuatro años, á las órdenes de un jefe que elegían, recibían los Sacramentos y llevaban consigo á veces sacerdotes. También acudían á implorar la protección de una imagen de la Virgen muy venerada por los habitantes de San Pablo, que son por lo general muy devotos, suplicándole que les concediese el tornar salvos después de los muchos peligros que iban á correr. Algunos raían el pedestal de dicha imajen y llevaban el polvo consigo como supersticioso amuleto, de manera que por la piedad de los ladrones, casi quedó sin base la efigie; creían, sin duda, que la Reina de los cielos patrocina los malvados; lo que sobre todo enciende la sangre es que aquellos foragidos llamaran á tales razías y latrocinios excursiones apostólicas; porque según decían, sacaban los bárbaros de las tinieblas del paganismo y les enseñaban el Evangelio. Tengo á la vista documentos, procedentes del Brasil, por los cuales pudiera añadir mil cosas de sus jefes y de los pueblos que arruinaron; mas para terminar, diré solamente que llevaron la devastación desde el río Amazonas hasta los treinta grados de latitud meridional. Restaba el Guairá y otros países encomendados á la Compañía. Referiré brevemente cómo asolaron todos éstos por espacio de muchos años. Una cosa advertiré, y es que me he extendido algún tanto en decir quiénes eran los mamelucos, á fin de que no se atribuya lo que éstos hicieron al generoso pueblo portugués, á quien la religión cristiana debe mucho.
CAPÍTULO XIII
CÓMO FUÉ DEVASTADO EL GUAIRÁ POR LOS MAMELUCOS.
Llegó al Brasil D. Luis de Céspedes, varón de ilustre linaje, nombrado gobernador del Paraguay por el rey Católico. Para ir desde el Brasil al Paraguay, hay dos itinerarios: uno por tierra y otro por mar. Determinó el gobernador seguir el primero. Llegó á Piratininga en ocasión que noventa hombres, en su mayor parte mamelucos, y dos mil doscientos tupís, aliados de los primeros y famosos por su crueldad, se disponían á invadir el Guairá. El jefe de los mamelucos era Antonio Raposo, y de los tupís un indio que se había distinguido en las correrías. En aquella sazón, partió D. Luis de Céspedes de Piratininga; caminó algunos días por tierra, y concluyó su viaje por el río hasta el Guairá. En Loreto fué recibido con ostentación por el P. Antonio Ruiz, y pagó tal atención con acerbas palabras; cuando se trató de impedir las incursiones de los mamelucos, nada acordó que fuera de provecho. Aunque no pudo menos de alabar lo mucho que hacían los misioneros, nunca se determinó á preparar fuerzas con que rechazar á los invasores, diciendo que no las tenía suficientes. Es lo cierto que en este negocio anduvo bastante descuidado, y que á causa de ello fué reprendido por el Consejo de Indias. Entre tanto, los mamelucos devastaban las tierras de idólatras, limítrofes con las de los neófitos, y cercanas á nuestros pueblos; nada parece que intentaban contra los indios puestos bajo la custodia de la Compañía; pero los religiosos de ésta sospechaban, y con razón, que debajo de la ceniza ardía el fuego, y fuego que produciría un grande incendio; todos veían claramente que los mamelucos buscaban una ocasión de entrar en el Guairá.
CAPÍTULO XIV
LOS MAMELUCOS ASALTAN LA REDUCCIÓN DE SAN ANTONIO.
D la catástrofe que vamos á referir fué la causa el cacique Tataurana, si bien no obró de mala fe. Este cayó prisionero en manos del mameluco Simón Alvarez; logró fugarse del cautiverio, y tomó el camino del pueblo de San Antonio, donde llegó felizmente; entonces Simón Alvarez, que era capitán de una compañía, solicitó del P. Pedro de Mola, rector de dicha reducción, que le entregase Tataurana, y aquél replicó que éste era libre por naturaleza, sin que él pudiera, violando las leyes divinas, reducirlo á esclavitud; irritóse el ladrón cuando oyó tal respuesta; se puso de acuerdo con Antonio Raposo, jefe de los mamelucosy resueltos ambos á destruir el pueblo de San Antonio, prepararon sus fuerzas. El P. Pedro de Mola, noticioso de tal proyecto, bautizó cuantos niños había en aquella población, en cuya tarea invirtió nada menos que siete horas, y eso que solamente profería las palabras estrictamente necesarias; cansáronsele los brazos, de manera que hubo de apoyarlos en una barandilla. Al día siguiente, los mamelucos, mandados por Simón Alvarez, atacaron la reducción; se apoderaron de ella y robaron las cosas del culto y todo lo que pudieron; mataron á los que se defendían, apresaron los indios principales, despojaron de sus muebles y ropas al P. Mola, y se llevaron los niños y mujeres. El P. Mola procuró con ahinco mover á piedad el ánimo de Simón Alvarez; protestaba de la inocencia de los indios: á unos rogaba humildemente, á otros reprendía; mas cuando vió que aquellos hombres no respetaban ni aun lo sagrado del templo, y que eran gente sin piedad, olvidóse de los bienes temporales y puso especial cuidado en salvar á los neófitos del cautiverio y confirmarlos en la fe. Corría de un lado á otro preguntando á los indios si creían firmemente los misterios que les había enseñado, principalmente el de la Santísima Trinidad; á quienes respondían en sentido afirmativo, los bautizaba con agua que llevaba en una vasija; á todos ayudaba, y con lágrimas en los ojos, los abrazaba y consolaba. «¡Oh hijos míos! – decía,– yo os engendré en Cristo. ¡Ojalá los pudiera guardar en mis entrañas!» Tenía los pies ensangrentados por andar descalzo, y los brazos fatigados de administrar el Bautismo. En esto, un mameluco, charlatán como él solo, temiendo que la solicitud del P. Mola retardase la esclavitud de bastantes indios, resolvió matarlo, y lo hubiera ejecutado si otro mameluco no le disuadiera de tal propósito. Reprendió al malvado el P. Mola, mostrándole la gravedad del crimen que había intentado; sonrióse el bandido, y contestó blasfemando que contra la voluntad de Dios entraría en el cielo, cuyas puertas no podían estar cerradas para los que habían sido bautizados, en lo cual mostró seguir las doctrinas de los herejes. Dos mil quinientos indios se llevaron los invasores por delante, dejándolos sin su rector, que se quedó gimiendo al ver la desgracia de sus hijos y cómo los conducían cual rebaño miserable, habiéndolos él iniciado en la religión cristiana. No era menos intenso el dolor de los cautivos, quienes buscaban sin descanso las ocasiones de huir; algunos lo consiguieron y tornaron donde estaba el P. Mola. Uniéronse á éstos otros que se libraron de los invasores por haberse ocultado; á todos los recibió aquel misionero benévolamente; y los llevó á la Encarnación; en el camino, los indios se alborotaron llamándole pérfido, y afirmando que estaba de acuerdo con los mamelucos; poco faltó para que le quitaran la vida, pues ya se disponían á tomar las armas. El P. Mola reprendió á los autores del motín, recordándoles cuantos beneficios les hiciera la Compañía, y cómo al P. Cristóbal de Mendoza lo hirieron los mamelucos por defender á los indios, y él mismo había estado á punto de ser asesinado por la misma causa. Estas y otras cosas que dijo, juntamente con la fidelidad de algunos indios, bastaron para que los díscolos se apaciguaran. Otro peligro se corrió muy pronto: una muchedumbre de indios que ignoraba el asalto de San Antonio, se dirigía á este pueblo para hacer profesión de nuestra fe; cuando llegaron y lo vieron despoblado y llenas las calles de cadáveres, horrorizados, se dispersaron y comenzaron á buscar los misioneros, reputándolos como traidores y asesinos de los neófitos. El P. Pedro de Mola se dirigió á la Encarnación, donde el P. Silverio Pastor le dió lo necesario para continuar su viaje, en el cual habría perecido sin tales auxilios.
CAPÍTULO XV
ES DESTRUÍDO POR LOS MAMELUCOS EL PUEBLO DE SAN MIGUEL.
Llegó la noticia de la invasión á San Miguel, donde los PP. Cristóbal de Mendoza y Justo Vanfurk, alarmados sobremanera, se dispusieron á rechazar el ataque. Creyeron que no era lo más prudente permanecer en la población, y aconsejaron á los indios que se refugiaran en la Encarnación, para que allí, unidas sus fuerzas con los habitantes de esta reducción, pudieran resistir á los bandidos. Muchos escucharon las palabras de los misioneros, y salieron para la Encarnación dirigidos por éstos; fueron recibidos por los neófitos y los religiosos que allí residían, y obsequiados generosamente, cosa que buena falta les hacía. Puestos los neófitos en lugar seguro, tornó el P. Vanfurk á San Miguel, y amonestó á los indios que se refugiasen en los bosques, huyendo de los mamelucos. El permaneció en el pueblo, acompañado solamente de dos neófitos de corta edad, con harto peligro de su vida, pues habiendo concebido los indios las sospechas que hemos referido contra los misioneros, algunos de ellos armaban asechanzas al P. Vanfurk; para defenderlo marcharon á San Miguel varios neófitos de la Encarnación; mas por desgracia cayeron en manos de los mamelucos, y á pesar de la intercesión del P. Vanfurk, fueron cargados de cadenas y llevados cautivos. Poco después Antonio Vicudo, capitán de los mamelucos, deseando hacer con sus soldados lo mismo que sus compatriotas habían llevado á cabo en San Antonio, entró en San Miguel, y habiendo encontrado el pueblo sin gente, se encolerizó y exploró cuidadosamente los alrededores por espacio de cuatro leguas: á cuantos indios pudo hallar los hizo cautivos. Destruídos dos pueblos, no pudo la Compañía dedicarse á la enseñanza de los moradores de Cayú, quienes los habían llamado algún tiempo antes.
CAPÍTULO XVI
ASALTAN LOS MAMELUCOS LA REDUCCION DE JESUS Y MARIA.
Mientras esto acontecía, llegaron á Jesús y María innumerables indios poseídos de miedo, para defender su libertad en aquel asilo con la protección del P. Mazeta. Todo fué inútil: los bandidos no respetaron ni los sagrados nombres á que la población estaba dedicada, ni la virtud acrisolada de su rector. Manuel Morales, á cuyas órdenes iban los mamelucos, sabedor de cuánta gente se había recogido en Jesús y María, se reunió con otras compañías de foragidos y con dos mil tupís auxiliares; en Marzo se presentó delante del pueblo. Salieron los hombres principales de éste para ver si aquellos hombres llevaban intenciones pacíficas ó no y fueron al momento cargados de cadenas. Tan luego como el P. Simón Mazeta se convenció de lo que pretendían los mamelucos, quiso reprimir la furia de éstos, con el respeto á las cosas divinas, y así, revestido de sacerdote y con la cruz alzada en la mano, marchó hacia ellos; lo recibieron con desprecio, llamándole embaucador de los indios, fatuo y pobre cubierto de miserables remiendos. Rodeaban al misionero sus hijos espirituales, y manifestaban su afecto á él, ya con palabras¡ ya con lágrimas; uno que tenía por nombre Curuba, cacique poderoso, se quejó en buen tono de que maltratasen al P. Mazeta; los mamelucos lo mataron de un arcabuzazo que le atravesó el pecho. Enojóse grandemente el P. Mazeta y reprendió al homicida; mas éste, levantando la espada, intentó degollarle; el misionero, sin intimidarse, abrió el pecho y bajó la cabeza para que el soldado se la cortase ó lo traspasara. No se atrevió á nada de esto el mameluco, confesando que era menor su ferocidad que el valor del P. Mazeta. En algunos documentos se halló escrito que el asesino descargó un golpe con el alfanje; pero que Dios lo apartó del P. Mazeta. No me atrevo á confirmarlo. Revolcábase Curuba en su sangre, y como no estaba bautizado, le administro dicho religioso el Sacramento que abre las puertas de la Iglesia, con lo que pudo penetrar en el reino de los cielos. Entre tanto, los mamelucos se apoderaron de cuanto pudieron; Guiraverá y los principales de la población fueron apresados y cargados de cadenas; la turba del pueblo siguió á los bandidos con las manos atadas á la espalda cual miserable rebaño; el templo fué profanado. Un neófito, huyendo de los opresores, se acogió en brazos del P. Mazeta, y allí mismo fué atravesado de un balazo, con grave peligro del religioso, y como éste reprendiera al asesino, recordándole que el infierno lo devoraría, replicó que á los creyentes no les sucedería tal cosa aunque cometieran mil delitos; al poco tiempo murió de un arcabuzazo, y á estas horas se habrá desengañado de su error, pues falleció sin hacer penitencia. Es cierto que su cadáver desapareció de la sepultura, por lo cual dijeron algunos que el demonio se lo había llevado juntamente con su alma.
CAPÍTULO XVII
LO QUE SUCEDIÓ DESPUÉS DE LO REFERIDO.
Sabiendo el P. Espinosa en cuánto peligro se hallaba el P. Mazeta, acudió desde los Arcángeles de noche con algunos centenares de neófitos; en el camino tropezó en una piedra, y faltó poco para que se dislocara la cerviz; estuvo tres horas desmayado, y curó penosamente. Llegaron también á Jesús y María trescientos indios de Santo Tomás, conducidos por el P. Francisco Díaz Taño; ya fué tarde, porque los bandidos se habían llevado la presa, solícitos de ponerla en salvo. Nada más lograron los neófitos que amparar á varios cautivos que huyeron. De tantos habitantes como contaba el pueblo, solamente quedaron doscientos muchachos; el P. Díaz Taño lloró amargamente, viendo el lugar destruído y las calles cubiertas de cadáveres, entre los que se encontraban algunos de doncellas que prefirieron morir á perder la honra. Los PP. Mazeta y Díaz Taño, luego que sepultaron los muertos, detestando la inhumanidad de los foragidos, se dirigieron á Santo Tomás, donde el segundo tenía mandato de hacer ante su compañero los cuatro votos de la Compañía el día de la Encarnación. El banquete que hubo en tal solemnidad fué el siguiente: un pan de harina de madera, tres peces y agua cristalina; ambos lloraron copiosamente; sirva esto de testimonio en favor de nuestra frugalidad, pues si en aquella ocasión la comida fué tan pobre, ¿qué sería de ordinario? El P. Díaz Taño regaló los peces al Padre Mazeta, quien tenía que emprender un viaje de doscientas leguas, pues se había propuesto seguir á los mamelucos, y rogarles que soltaran los cautivos, é ir si no lo hacían, hasta el Brasil, para solicitar justicia de los magistrados.
CAPÍTULO XVIII
LOS PP. SIMÓN MAZETA Y JUSTO VANFURK VAN DETRÁS DE LOS MAMELUCOS HASTA EL BRASIL.
Resueltos los PP. Mazeta y Vanfurk á procurar á costa de su vida la libertad de los indios cautivos, se echaron á caminar en pos de los mameculos (sic) á través de muchas regiones despobladas. Estos, que se habían dividido en grupos, llevaban delante inmensa turba de prisioneros, y para que no huyera ninguno de los caciques, les pusieron cadenas de hierro al cuello; á los demás se contentaron con atarles las manos. Cuando el P. Mazeta vió á los desventurados caciques de esta manera, se afligió grandemente, porque eran sus hijos espirituales, y les dijo:«¿Qué es esto, alma mía? Prepárate á poner tus pies en los grillos, y tu cuello en la cadena; sufre con esfuerzo le ataduras.» Después, aunque se oponían los mamelucos, abrazó á los cautivos, se puso una cadena, y suplicando, habló así á los bandidos: «O llevadme también, ó deja libres á los que engendré en Cristo. Dignos son de que se escuchen los ruegos de un padre en pro de la libertad de sus hijos, á quienes siempre hice voto de amparar, con tal de que no cayeran en la servidumbre del diablo. Ninguna culpa tienen, á no ser el haber dado oídos á quien bien los quería.» Riéronse los mamelucos al escuchar tales palabras, y le llamaron fanático. No desistió él P. Mazeta, y continuó rogando hasta que uno de los foragidos, movido á compasión, le entregó varios indios. Alegre con tan buen éxito, corrió á otro grupo de mamelucos, donde, al ver sus queridos neófitos cargados de cadenas y desfallecidos, lleno de amargura, se las quitó, las puso en su cuello y se mostró resuelto á morir antes que abandonar un instante á los indios.» Donde quiera, decía, que os lleve la desgracia, allá iré con vosotros; sufriré el hambre, la sed y aun la muerte al mismo tiempo que mis hijos en Cristo; vuestra compañía endulzará las penas del cautiverio.» Luego abrazó á Guiraverá exclamando:Quiero ser bienhechor del que me persiguió con odio implacable; deseo cumplir el precepto del Señor, de que amemos á los que nos aborrecen». Al principio ninguna impresión hizo tal magnanimidad en los mamelucos; lo separaban de los neófitos á quienes más apreciaba, y con los puños cerrados le amenazaban fieramente; al fin se ablandaron y le concedieron ocho cautivos, entre los que se hallaba Guiraverá y su mujer; tanto puede la piedad unida á la constancia, que subyuga á los hombres malvados, Intentó luego recabar otros indios; mas no lo consiguió, pues la crueldad incipiente se deja vencer en ocasiones, pero la endurecida se avergüenza del arrepentimiento. Temiendo el P. Mazeta que los mamelucos cambiaran de opinión, hizo que los indios rescatados volviesen al Guairá, llevando en hombros el altar portátil que usaba. Luego, acompañado de tres neófitos, y del P. Vanfurk, siguió á los mamelucos por largo espacio, alimentándose nada más que de frutos silvestres y con riesgo de su vida. Los bandidos marchaban despacio para evitar que los prisioneros muriesen de fatiga; aun así, fallecían de cansancio muchos niños y ancianos y también personas adultas, á causa de las enfermedades; á todos administraban los Sacramentos los Padres Mazeta y Vanfurk, al mismo tiempo que ellos, abandonados de todo la humano,y atravesando el desierto expuestos á las fieras, procuraban aliviar la adversa fortuna de los demás cautivos. Era de ver cómo las jóvenes llevaban en hombros á sus madres, los hijos á sus padres y las mujeres á sus maridos; algunas de éstas iban cargadas al mismo tiempo con niños. Si intentaban huir, al momento los azotaban cruelmente; si el padre ó la madre enfermaba, el hijo no podía quedar á su lado; cada uno debía perecer en el sitio que le había tocado marchar. Los padres no podían abrazar á los hijos que morían, y la hermana tampoco cerrar los ojos de su hermano difunto. Habiendo espirado muchas mujeres, quedaron bastantes niños sin lactancia: unos murieron y otros enfermaron; á uno de éstos lo llevaron á cuestas por largo intervalo los misioneros hasta llegar al campamento de los mamelucos, y allí le buscaron nodriza, aunque se opusieron aquellos facineros; antes le habían administrado el Bautismo. Después de tan penoso viaje llegaron los religiosos á Piratininga, y fueron recibidos cariñosamente por sus compañeros del Colegio de San Pablo. Desesperando de que allí les hicieran justicia, marcharon á Río Janeiro; en otro lugar contaré las gestiones que llevaron á cabo ante el gobernador y consejo de la mencionada ciudad, como también lo que consiguieron y su regreso. Los mamelucos entraron en Piratininga á los nueve meses de su partida, llevando quince mil cautivos, que se repartieron entre ellos; manifestaron con regocijo que ninguna expedición había sido tan lucrativa y afortunada cual aquélla.
CAPÍTULO XIX
ALTERACIONES QUE HUBO EN EL GUAIRÁ.
Atravesaba el Guairá una grave crisis á causa de las pasadas irrupciones, y el mal se agravaba con los malos consejos de muchos y con sospechas infundadas, pues gran parte de los neófitos y catecúmenos opinaban que los misioneros los establecían en pueblos para facilitar el intento de los mamelucos, y añadían que ningún crédito se debía dar á los jesuitas cuando afirmaban que los bandidos sólo harían mal á los gentiles, siendo verdad que los neófitos se hallaban más que éstos en peligro, y así lo demostraba la experiencia; que más defendidos vivirían diseminados en las selvas que reunidos en poblaciones, y que después de ir los misioneros, todos los indios, unos hoy, otros mañana, habían caído en manos de los enemigos.¿Por qué – decían,– seguimos á los jesuitas? ¿No hemos presenciado bastantes muertes y rapiñas? ¿Por qué nos dejamos engañar con lágrimas fingidas? Los misioneros se llaman nuestros padres para seducirnos y entregarnos en poder de los foragidos; no hay duda que están de acuerdo con ellos y que sus fines son los mismos; destruyamos los enemigos domésticos, y acabaremos con nuestros males. Aumentáronse estas sospechas con la noticia que circuló de haber los indios montaraces derrotado á los mamelucos. Algunos ambicionaban ocasionesde probar su valor. Los religiosos defendían su conducta recordando con frecuencia los innumerables beneficios que prestaban por do quiera, y cómo sufrieron persecuciones por defender los derechos de los indios contra sus opresores; que á causa de ellos, los ciudadanos de Villarica se abstuvieron de vejar á los neófitos con la mita; que el Rey de España había dado leyes en bien de éstos, movido por los ruegos de la Compañía; últimamente, que no se debía recelar de quienes por espacio de muchos años, despreciando la vida, se dedicaron á serútiles á los indios, tanto en los asuntos temporales como en los espirituales. Ponían á la vista los méritos de cada uno de los más ilustres religiosos, cuales eran los PP. Ruiz, Cataldino, Díaz Taño, Salazar, Mendoza, Espinosa, Benavides y Mola, quienes se expusieron repetidas veces á la muerte por la dicha de los indios, y les sirvieron fielmente en todas ocasiones, haciendo por ellos peligrosos viajes, sin temor á las fatigas. Al oir tales razones, los bárbaros, que mejor se deben gobernar por la fuerza que por la persuasión, se enfurecían más, creyendo que en tales disculpas se escondía un nuevo engaño. El mal era inminente, cuando afortunadamente llegó Guiraverá con el P. Mazeta, que lo había rescatado del cautiverio; y oyendo dicho cacique las calumnias referidas, lleno de cólera exclamó:«¿Por qué, mis compatriotas, perseguís á los misioneros con falsas imputaciones, siendo, en verdad, los defensores del Guairá? El P. Mazeta, para librarme de las cadenas, se las puso él mismo; además importunó á los bandidos hasta que me soltaron; junto con el P. Vanfurk ha ido al Brasil, é fin de procurar la libertad de los prisioneros y trabajar para que en lo sucesivo no seamos atacados.» Más pudo el ejemplo de Guiraverá que las razones de los misioneros. Guiraverá recorrió el Guairá disipando las sospechas que muchos concebían en perjuicio de los religiosos. En Villarica estaban peor todavía las cosas, pues algunos ciudadanos pretendían echar mano á los neófitos de San Antonio que habían logrado huir de los mamelucos y hacerlos esclavos. Los Padres se opusieron á esto, no fuera que los indios recelasen de ellos. Para colmo de desdicha, mientras se padecían las referidas calamidades el gobernador dejó desamparado y sin auxilio el Guairá, que era la región más importante de las encargadas á su administración.
CAPÍTULO XX
DE CÓMO LOS MAGOS HICIERON CON SUS ENGAÑOS
QUE LOS INDIOS ADORASEN UNOS HUESOS.
Después que se marchó el gobernador, el P. Díaz Taño, pasando por Nivatingui á cierto negocio, descubrió, en bien de la Encarnación y de todo el Guairá, estupendas supersticiones. Hablaré de éstas brevemente. Algunos indios de la Encarnación, antes antropófagos, habían cambiado de vida merced á las predicaciones del P. Cristóbal de Mendoza, y de tal manera se modificaron, que quinientas familias nuevamente reducidas en nada se diferenciaban de los restantes neófitos. Mas aconteció que, entre las alteraciones de la guerra, el demonio, valiéndose de los hechiceros, hizo que los indios ya cristianos aborreciesen entrar en la iglesia y escuchar la palabra divina; que los gentiles se negasen á recibir el Bautismo y á que se administrara á sus niños; que derribaran las cruces y huyeran de los misioneros, á quienes antes amaban. En una palabra, se apartaban de las cosas piadosas de tal modo, que parecían haber tornado á sus primitivas costumbres y ferocidad. Dolíase el P. Díaz Taño viendo cómo aquel fértil campo, regado con su sudor, se había convertido en inculto y estéril. Procuró saber la causa de tal mudanza, y nada sacó en limpio, hasta que un día, sin buscarla, la supo de boca de un muchacho, á quien desde niño educó en su casa. Éste descubrió que los magos, instigados por Satanás, habían impulsado á los indios á destruir las cruces y tenían seducida la mayor parte de la población; en las cumbres de dos montes habían construído otras tantas capillas, donde acudían hombres de todo estado y varias condiciones y mujeres; en ambas conservaban huesos de los cadáveres de insignes hechiceros, por los cuales el demonio daba oráculos, según acostumbra; para tributar culto á dichos huesos, había sacerdotes y sacerdotisas. Añadió el mancebo que hasta los mismos encargados de la catequesis se hallaban contaminados por la superstición, y eran propagandistas infatigables, sin que omitieran ningún sacrilegio ni injuria alguna contra Cristo. El culto y religión eran los siguientes: los hombres agitarse como epilépticos y pronunciar discursos; las mujeres, con el cabello esparcido, custodiar el fuego encendido al demonio. Decían que los huesos de los adivinos se habían vuelto á cubrir de carne y era prohibido el tocarlos. Acudían los indios con preferencia en los domingos y demás festividades, á fin de que la iglesia quedara vacía. Sabedor de todo esto el P. Díaz Taño, se lo comunicó al P. Ruiz; los dos concibieron temores de que la idolatría fuese el principio de graves males en el Guairá. Examinada la cuestión, acordaron que los PP. Antonio Ruiz y Cristóbal de Mendoza, con el mayor sigilo, fuesen á una de las capillas, y los PP. Francisco Díaz Taño y José Domenech á la otra, para incendiarlas y castigar los principales autores. Teniendo preparado todo, una noche obscura, después de e lebrada Misa, caminaron á las capillas por sitios desviados en compañía de los más fieles neófitos. Los PP. Díaz Taño y Domenech llegaron al salir el sol, antes de lo que se pensaba, y hallaron ser verdad cuanto les habían referido; el templo era espacioso, y en lo interior estaba el cadáver de un mago, puesto en un lecho que colgaba de dos columnas, envuelto en muchas sábanas y adornado con variedad de plumas. Á las puertas de la capilla había numerosas habitaciones, donde los iniciados celebraban sus banquetes y ayunos; en el centro de ella, multitud de objetos ofrecidos á Satanás, quien enloquecía á sus adoradores con falsedades. Averiguó el P. Díaz Taño que los oráculos del diablo inspiraban todos odio cruel á la Compañía, infamándola, y diciendo que los misioneros eran la perdición de los indios con capa de piedad, y que ocasionaban las pestes; que la sal exorcisada era un veneno; que era preciso huir de las iglesias y acudir á las capillas de los hechiceros; que los religiosos eran ministros de Dios, pero inferiores á los de Satanás, y sometidos á sus órdenes. No pudiendo tolerar los PP. Díaz Taño y Domenech que el culto debido á solo el Señor se prestara á unos inmundos huesos, llenos de piadoso celo, derribaron el lecho del cadáver, arrancaron los ex-votos, incendiaron el templo y las casas que lo rodeaban; después tornaron en triunfo al pueblo. En cuanto á los PP. Antonio Ruiz y Cristóbal de Mendoza, caminaron por las cimas de varios montes y por barrancos, y viendo que los huesos de los adivinos habían sido extraídos de la capilla, siguieron á quienes llevaban y los alcanzaron al mediodía. Los indios que transportaban los hueso, al ver á los religiosos, abandonaron el féretro y echaron á correr; solamente dos resistieron ferozmente, amenazando á los Padres, y fueron apresados. Una mujer que los acompañaba huyó por el monte, y no la pudieron alcanzar. Fueron quemados el otro templo y los huesos. Cuando los religiosos tornaron al pueblo, faltó poco para que cayeran en manos de los hechiceros; defendiólos el P. Díaz Taño, que salió á buscarlos con un pelotón de neófitos. Al día siguiente se dijo la Misa en honor de la Santísima Trinidad, cuya fiesta caía en el mismo; antes de ella, el P. Cataldino mandó que acudiese el pueblo, y con un grueso volumen en la mano, cosa que infunde admiración á los indios, combatió la idolatría con tal vehemencia, que el auditorio se conmovió no poco y mostró arrepentimiento. El P. Ruiz, desde el púlpito, reprendió el que fuesen adorados los cadáveres de tres magos en lugar de la Santísima Trinidad:Horrorizaos, exclamaba,de haber escuchado las doctrinas de Satanás en vez de las del Verbo encarnado; de haber preferido las frenéticas agitaciones del diablo á las suaves inspiraciones del Espíritu Santo: una cosa debéis hacer al momento, y es entregar los objetos supersticiosos que tenéis. Después de esto, colocóse el P. Díaz Taño en un sitio elevado de la plaza; allí recibió muchos huesos de hechiceros y los arrojó al suelo con desprecio, pisoteándolos cuanto le pareció conveniente para destruir la idolatría. Un incidente gracioso ocurrió, y fué que un ratón saltó de la calavera de un mago, con lo cual todos rieron, cual si el demonio, temeroso, huyera. Hízose una pira, y fueron quemados los huesos á lo cual ayudaron todos los habitantes del pueblo. De este modo, con reducir á cenizas tres cadáveres, fué castigada la ofensa á la Santísima Trinidad; los culpables expiaron su delito mediante la confesión. Estando alegres los misioneros con todo esto, supieron que á poca distancia había un templete y en él los restos de un hechicero; fué incendiado por el P. Mendoza.
CAPÍTULO XXI
ES BURLADO UN HECHICERO FAMOSO.
Después de pelear con los muertos, hubo que hacer lo mismo con los vivos. Había un hombre de cuerpo deforme, cuello torcido, pies zambos, vientre hinchado, espalda jibosa y cabeza enorme; en lo feo parecía otro Esopo: este hombre residía en lo alto de un monte, y lo veneraban muchos, pues creían que les daría la felicidad si tal hacían, y la pobreza en caso contrario. De este modo fué puesta en evidencia la necedad de aquel hombre: cogiéronlo preso los misioneros, y fué expuesto á las burlas de los muchachos; unos le decían aborto del infierno; otros cadáver ambulante, muladar sucio, príncipe de los sapos y araña inflada; cuando sus antiguos adoradores lo vieron tan despreciado y manchado con las cosas que los chicos le arrojaban, se dolieron de su error y se avergonzaron de haber sido engañados por tal hombre. Zaguari, que así éste era llamado, mostró arrepentirse y quiso ser cristiano; fué catequizado, y acabó con tranquilidad sus días. Desterradas las supersticiones referidas, los misioneros se dedicaron á reparar los daños ocasionados por los mamelucos.
CAPÍTULO XXII
FÚNDASE LA REDUCCION DE SAN PEDRO EN EL PAÍS DE LOS GUALACHÍES,
Y TRABAJAN ALLÍ LOS MISIONEROS CON FELIZ RESULTADO.
Marchó el P. José Cataldino al país de los gualachíes por mandato del P. Antonio Ruiz, y á cinco días de camino de la Concepción fundó una población en un sitio donde vivían esparcidos gran número de indios. A causa del carácter feroz de éstos, el fruto fué menor que el trabajo empleado; á fuerza de constancia se logró bautizar seiscientas personas, y que los neófitos ambicionaran más la salud espiritual que ir á su perdición. Aquél fué el décimotercio pueblo fundado por los jesuitas en el Guairá con los bárbaros reducidos. En la Concepción continuaba solo el P. Diego de Salazar, mostrando paciencia admirable en sus tareas. A largos intervalos recibía hostias del país de Tayaoba para celebrar Misa, y como disponía de pocas, las partía, á fin de que durasen más tiempo. Los alimentos que le enviaban eran robados por los gualachíes; en un año llegaron á sus manos solamente tres quesos, y éstos porque los indios, al verlos, creyeron ser cera blanca. No comía otra cosa que raíces y manjares groseros; dícese que llegó á probar la carne de víbora. Impedía, en cuanto le era posible, los banquetes y embriagueces de los indios; alguna vez tuvo que valerse de sus puños para apartar á los que reñían furiosamente y romper las vasijas de los licores. Notable cosa fué la acontecida en una de aquellas comilonas, pues habiendo los bárbaros preguntado al demonio qué había en la Hostia consagrada por el sacerdote en la Misa, contestó que el Hijo de Dios, añadiendo que aquel día (era el de la Natividad de la Virgen) María había descendido del cielo para honrar á Jesús en el Sacramento. Aunque tal dicho fué proferido por el padre del error, cede mucho en gloria de la Eucaristía.
CAPÍTULO XXIII
REBELION DE LOS CALCHAQUÍES.
Durante los últimos meses del año 1630 y primeros del siguiente, el Tucumán se vió afligido por la guerra calchaquí; habría gozado de paz si no ambicionara una exagerada tutela sobre los indios. Los españoles que moraban en las poblaciones limítrofes de Calchaquí se mostraban desde años atrás enemigos de la Compañía, porque ésta tenía dos residencias en el valle, pues decían que por respeto á los misioneros no escarmentaban á los feroces calchaquíes. Y aunque la Compañía trabajaba para vencer la contumacia de estos indios, creían que sus esfuerzos no eran útiles ni para la religión ni para el Estado, siendo la verdad que bautizaba los niños, y con su autoridad defendía como con un muro el resto del Tucumán contra las invasiones. Por los motivos que ya hemos expuesto tuvimos que abandonar el valle, y entonces los ciudadanos de Salta y Rioja, más confiados de lo que debían ser, teniendo en cuenta el carácter sospechoso y la cólera de los calchaquíes, cultivaban los campos próximos á la frontera lo mismo que antes; uno llamado Urbina se atrevió á construir á la entrada del valle una quinta con apariencias da castillo. Retirada la Compañía, el furor de los indios, quienes respiraban odios antiguos, se desbordó cual torrente; merodearon por las cercanías, y luego avanzaron á mayor distancia, Aliáronse con los indios vecinos y asaltaron la granja de Urbina, á quien mataron con su mujer y criados, y á sus hijas, doncellas hermosas, las llevaron cautivas; fueron rescatadas por los de Salta á viva fuerza. Los calchaquíes destruyeron además los caseríos de españoles y se unieron con los andalgalas, famatinas, andacolas, capayanes y otros bárbaros. Los indios educados entre españoles dieron muerte á sus dueños, y huyeron al valle para recobrar la libertad. Albornoz, gobernador del Tucumán, hermano mayor del Cardenal de igual apellido, venció á los indios antes que se juntaran, y edificó una fortaleza á la entrada del valle; pero repuestos los bárbaros, acometieran á la guarnición cuando se atrevió á salir de su campamento, y la degollaron, juntamente con su jefe; luego se apoderaron del fuerte y destruyeron el pueblo de Londres, matando mucha gente; sitiaron á Rioja y alarmaron con la guerra á todo el Tucumán; quemaron las mieses y robaron el ganado del Colegio da Salta, y redujeron el de Rioja á tal estado, que fué menester abandonarloy retirar el Santo Sacramento. La tormenta duró diez años, y aún continuaría si la Compañía no se estableciera de nuevo en Calchaquí. La guerra suspendió casi todas las expediciones apostólicas; sin embargo, según documentos auténticos que he visto, en algunos lugares se trabajó con fruto.
CAPÍTULO XXIV
COSTUMBRES DE LOS CAAIGUAES.
Desde Acaray, población del Paraná, se hizo una expedición á los caaiguaes, tribu pequeña y sumamente ruda. Habitan en las selvas que hay entre el Paraná y Uruguay, y de ellas toman su nombre, pues caaigua significa bosque [a]. Hablan un idioma peculiar y difícil de aprender por los sonidos guturales y sibilantes en que abunda. Viven en chozas hechas con ramos y separadas unas de otras; no trabajan por procurarse alimentos, iguales en esto á las fieras; desconocen la agricultura y el comercio. Cazany pescan con saetas; los más devoran gusanos, víboras, ratones, hormigas y todo lo que hallan á mano, sin desdeñar la carne de tigre ni la de alces, llamados por los españoles grandes bestias; persiguen á los monos por los árboles con la misma agilidad que si fueran monos también ellos; es de notar que los cuadrumanos al huir llevan sus crías de un árbol en otro, y si se les caen las cogen los caaiguaes y se las comen. Su delicia es la miel silvestre. Entran en calor bebiendo hidro-miel, y así se defienden del frío. Siempre están luchando con los tigres, y dicen son pocos, porque los diezman estas fieras. Reputan la cólera por virtud y no conocen otra. Muchos son deformes en grado superlativo, más semejantes, sobre todo en la nariz, á simios que á hombres. Abundan los jorobados y de cuello torcido; no faltan, sin embargo, quienes tienen mejor figura, especialmente las mujeres, quienes, criadas á la sombra, difieren apenas en el color de las europeas. Dotados de casi ningún entendimiento, y degenerados con los alimentos que usan, con el salvajismo y la libertad excesiva, sus costumbres son como de animales. Las mujeres llevan un sayo de ortigas, que les llega de la cintura á las rodillas; maceran dichas plantas á manera de cáñamo, y con los dedos tejen las fibras á modo de red. Los hombres se cubren con pieles, tan pequeñas, que la mayor parte del cuerpo va desnuda. En cueros se arrastran sin miedo por encima de zarzas y espinas, igual que víboras. Si alguno es cogido en la guerra prisionero, cuesta el amansarlo más trabajo que costaría una fiera; muerden las cadenas de hierro y arrojan espuma por la boca, semejante á energúmenos; á sus mismos niños es difícil domesticarlos. Se abaten si los tienen presos varios días, cual animales sacados de su elemento; se niegan á comer y mueren pronto. Las peleas de los caaiguaes belicosos son innobles, comparables á lucha de fieras más que á contienda humana; buscan á los viajeros mientras duermen en la espesura de los bosques y los matan, no por deseo de venganza, sino por hartarse de carne ó saciar su crueldad, y ocupación tan horrible es considerada como loable. Sienten tanto ser vencidos, que se resisten á pedir perdón y aun á recibirlo; no comen ni dejan que les curen las heridas. Los misioneros del Guairá sacaron en varias ocasiones de sus escondrijos buen número de caaiguaes; pero llevados á los pueblos, morían cual plantas á que no da el sol. También los Padres de Acaray redujeron bastantes y pensaron en salvar las almas de gente tan desgraciada con el menor daño temporal posible.
CAPÍTULO XXV
ENTRADA QUE SE HIZO Á LOS CAAIGUAES.
Resuelta la expedición al país de los caaiguaes, el P. Pedro Alvarez, en compañía de algunos neófitos, salió de Acaray, pasó el Paraná y entró en las espesas selvas de Picarabi, habitadas por tigres solamente; como tenía que abrirse camino con no leve trabajo, se le hizo jirones la ropa y derramó mucha sangre. Atravesaba ríos con el agua al cuello y pantanos mientras llovía á torrentes, dormía donde los tigres acababan de devorar sus presas y al lado de cadáveres de hombres asesinados. Más de una vez, descansando en su hamaca, cayeron los árboles en que estaba colgada y casi lo aplastaron. Aquel egregio cazador de hombres, despreciando los peligros, entró en las cuevas de los salvajes, y valiéndose de intérprete redujo diez y ocho, quienes referían que el día antes los tigres se habían comido dos hombres y las víboras mordido á tres mujeres. Enteróse del estado de los pueblos vecinos, y supo que un cristiano apóstata los había recorrido y engañado á muchos caaiguaes para que lo siguieran, yéndose con ellos á un paraje casi inaccesible. Aunque al P. Alvarez le faltaban las fuerzas por sustentarse nada más que de yerbas y frutos silvestres, alegróse de tal noticia y marchó en pos de los fugitivos. Caminaba con los pies desnudos, vadeaba los ríos ó los pasaba á nado; de frío y debilidad se le doblaban las piernas; continuamente se pinchaba en los espinos; iba á través de malezas y por sendas escabrosas, y todo lo soportaba con resignación por la gloria del Señor; tanto gozaba pensando en las adquisiciones que esperaba, que saltaba de gozo cuando se le clavaban espinas hasta derramar sangre ó sufría otras molestias; vencidos tan grandes obstáculos, á los veintiún días de camino, si bien con pocas fuerzas, llegó felizmente con sus compañeros al pueblo de Acaray. Viendo que la mayor parte de los caaiguaes sacados de sus bosques morían como los peces fuera del agua, se resolvió á instruirlos en los misterios del cristianismo, pero encontróse con que eran incapaces de entenderlos bien; por otro lado, tampoco podía retenerlos á su lado á mucho tiempo; considerando que Dios quiere que se salven todos los hombres, aun los imbéciles, les preguntó si creían en los dogmas de la Iglesia; contestaron afirmativamente, y entonces los bautizó; poco después murieron uno tras otro. Al ver esto se alegró el P. Alvarez, pues á costa de increíbles fatigas había segado un manojo de mies cuyo grano enriquecía las trojes celestiales, y consolóse pensando que lo glorioso no es solamente sacar mucho fruto, sino poco y á duras penas. En los años siguientes fueron reducidos otros caaiguaes. En lo restante del Paraná había tranquilidad; algunas turbaciones ocasionó el gobernador del Paraguay; pero en lo demás las cosas iban bien: los indios se convertían sin dificultad; los neófitos frecuentaban los Sacramentos más que en años pasados. Recibieron el bautismo en el Paraná quinientos adultos; en Iguazúa doscientos veintiocho, y número igual de niños.
CAPÍTULO XXVI
FUNDASE EN EL URUGUAY EL PUEBLO DE LA ASUNCIÓN.
Mayor fruto se obtuvo en el Uruguay; en Ibitiracúa fueron bautizados ciento cuarenta adultos y ciento quince niños; en Piratini tres veces más; en Caasapamini doscientos noventa y un niños y cuatrocientos sesenta y cinco adultos; en San Javier ochocientos sesenta y tres entre niños y mayores; en Caró cuatrocientos ochenta y dos niños y cuatrocientos setenta y seis con uso de razón, hombres y mujeres. Además se edificó una reducción y se echaron los cimientos de otras dos. El río Acaragua está siete leguas más arriba de San Javier y desemboca en el Uruguay. Había ofrecido el Provincial á los indios que habitaban en las riberas del Acaragua enviarles un sacerdote de la Compañía, y ellos con esta esperanza reunieron sus toldos en un lugar y prometieron seriamente reducirsey aceptar el cristianismo. La Compañía deseaba mucho establecerse allí para desde aquel lugar subir al alto Uruguay, y evitar que Niezú, quien residía en esta región molestase á los neófitos. Fué, pues, al río Acaragua el P. Romero, y halló reunidas trescientas cincuenta familias y que este número podría fácilmente duplicarse; erigió la cruz, nombró autoridades y bautizó los niños, de los cuales falleció uno el mismo día. Por designación del Provincial encomendó el gobierno de la nueva reducción al P. Cristóbal Altamirano, peritísimo en las lenguas indias; consagróse el pueblo á la Asunción de la Virgen, y lo rigio con celo el P. Altamirano doce años; hoy se conserva todavía, y han bautizado en él los jesuitas cuatro mil doscientas almas. Allí comencé yo á ensayarme en el idioma guaraní, que, gracias á Dios, lo conozco algo, y por medio del cual ejercí el sagrado ministerio durante veinte años en el Paraná y en el Uruguay, aunque indigno de semejante honor.
CAPÍTULO XXVII
PELÉASE CONTRA IBAPIRI.
En el Norte del Uruguay los indios gentiles solicitaban ser gobernados por religiosos de la Compañía, sobre todo los de Caapi y Caasapaguazú, tribus numerosas que obedecían respectivamente á los caciques Apicabiya y Mhocarata. Daban la razón de sus deseos diciendo que les admiraba la castidad y abnegación de los jesuitas, pues sin más afán que la salvación de las almas ponían en riesgo su vida. Pero cuando las negociaciones caminaban mejor, intervino un hombre feroz llamado Ibapiri. Este, que mandaba en los idólatras que moraban cerca del Igay en la parte que mira al Océano y era famoso hechicero, armó sus familiares y les dijo que Niezú quería defenderse y prohibir á la fuerza que los de Caapi y Caasapaguazú se convirtieran al cristianismo, para que su ejemplo no fuera pernicioso. Acordóse tumultuosamente la guerra, y Cunumipita, principal instigador de ella, la comenzó matando con crueldad dos indios de Caapi. Los conjurados, á las órdenes de Ibapiri, marcharon hostilmente á Caasapaguazú, Sabedores de esto, salieron al campo en defensa de la fe y del P. José Oreghi, indefenso y solo en Caró, los neófitos de Ibitiracúa, Tabativi, Piratini, Caasapamini, Acaragua y Caró; trabaron pelea con el enemigo, y haciéndole algunos muertos, lo pusieron en fuga. Fueron tras de los derrotados y los encontraron al cabo de dos días; los gentiles pasaron el Igay por los vados sin querer combatir de nuevo. Ibapiri reorganizó sus fuerzas y dispuso que se encendieran por los campos muchas hogueras para hacer ver que disponía de un ejército considerable y esparcir el terror; vistióse las ropas sagradas que usaba el Padre Roque González cuando celebraba Misa, y llevando un fragmento de cáliz, no se mostró aquel fanático menos orgulloso que Niezú; afectaba ser una divinidad, y con insolencia afirmaba que todos los secuaces de los jesuitas perecerían. Atemorizados los neófitos, habrían huído, si el cacique Alonso Cuanara, hombre valiente, á excitación del P. Romero no les inculcase el respeto á las cosas eclesiásticas, y añadiese:¡Oh soldados! ¿con qué objeto empuñásteis las armas? ¿Podréis mirar con resignación á Ibapiri vestido con ropas sagradas y llevando un pedazo del cáliz en que el P. Roque González consagró tantas veces cl Cuerpo de Cristo? Si viendo esto os quedáis fríos, ¿qué os encenderá la sangre? Apenas acabó, los más audaces, y con ellos el P. Romero, aunque hacía bastante frío pasaron el río con el agua al cuello; los restantes les siguieron, y ya todos en la orilla opuesta, embistieron al ejército de Ibapiri, lo derrotaron y fueron en su persecución; Ibapiri fué tan ligero de pies, que no lo pudieron coger prisionero. Entre el botín se encontró un mosquitero que tenía en el altar el P. González y un fragmento del cáliz de éste. El P. Romero bautizó á un niño de los vencidos que estaba agonizando; hizo lo mismo con los prisionerosy les dió libertad; recordó á los neófitos la caridad cristiana, y así impidió que se cometieran actos de ferocidad. Como los jefes ledijeran que convendría ahorcar algunos de los enemigos para infundir miedo en el país, se limitó á consentir que colgasen el cadáver de uno de éstos, muerto en la pelea, pues el mismo efecto hacía suspender vivos que muertos; con lo cual demostró prudencia militar y espíritucristiano. Después escribió á los misioneros, comunicándoles que uno de los rebeldes había sido colgado en un árbol para escarmiento de los demás, y que él no había podido impedir aquel severo castigo. Todos lo consideraban persona de blando carácter, y por consiguiente, no se explicaban semejante resolución; sabedores de la ingeniosa estratagema referida, se rieron á carcajadas. Cunumipita, hijo de Ibapiri, y cuatro de sus concubinas con numerosa turba de cautivos, recobraron la libertad cristiana. ¡Ojalá Ibapiri se hubiese arrepentido! No lloraríamos su triste paradero. Vivió algunos años errante; hallándose enfermo quiso que lo llevaran á un pueblo de neófitos para hacer penitencia, pero murió en el camino; es de temer que cayera en las manos de Dios airado, ya que le llamó y no respondió.
CAPÍTULO XXVIII
ECHANSE LOS CIMIENTOS DE DOS PUEBLOS EN EL URUGUAY.
Antes de licenciar las tropas se dispuso el P. Romero á fundar un lugar en Caasapaguazú. Fué á este paraje, y á ruego del cacique Mbocarata erigió la cruz y designó el área de una reducción; nombró autoridades, y en pacto de perpetua fidelidad, los caciques le dieron sus hijos á fin de que los bautizara. Como en Apicabiya se habían reunido indios de la facción de Ibapiri suficientes para llenar un pueblo con los que acudiesen en lo sucesivo, se acordó crear otra reducción, y obtenida la licencia del P. Romero, los de Caapi dieron principio á la obra. Dicho misionero bautizó por entonces ciento setenta niños. El demonio quedó preso en sus mismos lazos, y se aumentó la Iglesia donde se esperaba que disminuyera. Los dos pueblos nuevos no los cuento entre las residencias de la Compañía hasta el año siguiente, que hubo en ellos misioneros. En Caró se originó una pequeña perturbación, pues circuló el rumor infundado de que los indios procuraban la muerte del P. José Oreghi y seguir los vestigios de Niezú; apenas lo supieron en Caasapamini, fué al Caró un escuadrón de escogidos neófitos, y examinando con atención el origen de la noticia, se persuadieron de que ésta era falsa; ningún indio inspiraba sospechas de traidor. Laudable fué la conducta de los de Caasapamini al acudir espontáneamente en defensa del P. Oreghi, á quien ayudó desde este año el P. Francisco Jiménez.
CAPÍTULO XXIX
EL P. SIMÓN MAZETA PROCURA EN EL BRASIL, AUNQUE EN VANO,
LA LIBERTAD DE LOS INDIOS CAUTIVOS.
Los PP. Justo Vanfurk y Simón Mazeta, quienes, según hemos visto, siguieron á los mamelucos hasta el Brasil para rescatar los prisioneros, fueron á Río Janeiro, puerto de la América meridional, á fin de que los magistrados obligasen á los mamelucos á soltar los indios cogidos en tres pueblos del Guairá, y procurasen que ningún brasileño perjudicara en algo á nuestros neófitos; los magistrados contestaron que en tal asunto eran incompetentes, pues su oficio se reducía á exponer los negocios principales al gobernador, el cual los resolvía. En vista de esto, los Padres se dirigieron por mar á Bahía de los Santos, residencia del gobernador. Este expidió un mandato, ordenando que todos los indios cautivos fueran entregados á los misioneros, y nombró un juez especial que entendiera en el castigo de los mamelucos. Mas tales disposiciones tuvieron mucho de aparente y poco de real; el mismo gobernador lo conocía, pues era manifiesto que á los bandidos se les debía tratar con la fuerza y no con el derecho, y que tan grande herida requería menos compasión en la cura. Fué la causa de tal proceder el que los holandeses amenazaban entonces las costas brasileñas, y no parecía conveniente turbar el país con disensiones domésticas ni dejar indefensa la parte del Norte por oponerse en el Mediodía á las tropelías de los foragidos. Algunos dicen que tal acto de debilidad fué perjudicial al Brasil, pues en castigo los corsarios se apoderaron de un puerto. Lo cierto es que los cautivos fueron vendidos como esclavos á varios particulares injustamente, y esparcidos por el Brasil, con lo cual se desesperó de remediar el mal. Diego de la Vega, noble portugués, viendo que los que entendían en el asunto de los indios no tenían propósito de arreglarlo, movido á compasión de los infelices prisioneros, creyó conveniente exponer la cuestión al rey Católico, y proporcionó al P. Mazeta todo el dinero que necesitase para el viaje y las gestiones conducentes al buen éxito de lo que era justo. Mas sabedor el P. Mazeta de que los mamelucos se disponían á invadir las restantes poblaciones del Guairá, agradeciendo á Diego de Vega sus buenas intenciones, pensó en regresar con su compañero. Ambos tornaron de Río Janeiro, habiendo antes rescatado en aquella ciudad doce indios, y llegaron á Piratininga; en el viaje dieron insigne ejemplo de caridad, llevando á cuestas un niño de cuatro años por espacio de dos leguas, hasta que se embarcaron en el puerto de San Vicente. En Piratininga les prohibieron los mamelucos por la fuerza hospedarse en el Colegio de la Compañía; entraron en una casa, y allí estuvieron hasta que el Rector, con humildes súplicas, los llevó consigo. El juez designado para entender en la causa contra los bandidos, nombrado por el gobernador Diego Luis de Oliveira, estuvo á punto de morir, pues lo intentaron asesinar de un arcabuzazo. Los mamelucos dijeron á voces que antes se dejarían matar que observar el mandato del gobernador ni permitir su cumplimiento. El juez, desesperado de no hallar remedio al mal, se marchó por donde había ido. Los religiosos recibieron insultos sin número, y sólo pudieron rescatar algunos de los innumerables indios cautivos. Provistos de lo necesario para el viaje por los jesuitas de Piratininga, se embarcaron en el Aniembay, luego en el Paraná y después en el Paranapaná, á cuyos pueblos llegaron al cabo de un año de largas y penosas marchas; naufragaron en el paraje donde cayó al agua el P. Anchieta en otra ocasión; pero salieron del peligro con felicidad.
CAPÍTULO XXX
RESTAURASE EL PUEBLO DE JESUS Y MARÍA
Entre tanto procuraban los misioneros del Guairá reparar los daños causados por los esclavistas; recorrían los bosques para recoger los indios que andaban fugitivos, temerosos de los mamelucos, y reducirlos de nuevo. En los alrededores de San Miguel y de San Antonio halló el Padre Ruiz un buen número de indios á los cuales reconcilió con la religión católica, y otros en las cercanías del Cayú. Confiábase mucho en Guiraverá, quien después de sincerarse ante los Padres de una traición que se le imputaba, fué agasajado por el P. Ruiz; marchó á su país, y reunió tanta gente que bastaba para repoblar el lugar de Jesús y María. Fué enviado á reedificar éste el P. Ignacio Henard, nacido en Lorena, varón probo, el cual quien desempeñó bien su cometido. Cuando volvió del Brasil el P. Simón Mazeta y publicó la pertinacia de los mamelucos, el P. Henard recibió orden de trasladar el pueblo á las inmediaciones del río Huibay para defenderlo mejor de las incursiones de los ladrones. Construyéronse las casas y el templo, y se aumentó la población con muchas personas adultas y no pocos niños.
CAPÍTULO XXXI
COSAS MEMORABLES QUE SUCEDIERON EN EL GUAIRÁ.
Mucho tengo que decir del Guairá. Cerca del río Parapaná se apareció á un joven su ángel custodio del cual no hizo caso, prefiriendo la amistad con el demonio; dicho mancebo fué después á casa de una meretriz por la noche y murió de repente. Otro muchacho que dejaba de oir Misa muchos días festivos, fué aterrado por el diablo, que se le presentó en forma de tigre; no se enmendó, y luego fué mordido gravemente por un tigre de carne y hueso; mas el Señor mostró tanta misericordia con él, que le permitió recibir el Sacramento de la Penitencia antes de espirar. Cierta india que había muerto se apareció á su hermana con el semblante horrible y llevando un niño en los brazos; dijo que ardía en las llamas del infierno por infanticida y ladrona, y en prueba de ello arrojó un hierro que hurtó, hecho ascua; la hermana se aterrorizó grandemente. En Itirambeta cierto joven tenía relaciones ilícitas con una mujer y la hija de ésta: el adúltero fué destrozado por un tigre; la madre salió ilesa; pero la muchacha murió un día que dejó de ir á Misa á pesar de las amonestaciones que le dirigieron. En Villarica falleció un español que corrompía doncellas y traficaba con ellas: luego que pasó á la otra vida, se oyeron algunas voces crujir cadenas y grillos; en su casa se vió arder no sé qué fuego estando presentes muchas personas; de repente se apagaba: tanto miedo causó esto, que las autoridades mandaron destruir la casa. Un hombre que hablaba mal de los defensores de los indios, tuvo un cáncer en la lengua. Todos estos prodigios esparcieron por el Guairá un saludable temor y los fieles se apresuraron á frecuentar los Sacramentos; purificaron sus conciencias con esmero y guardaron más que antes la justicia y castidad. Además recibieron el Bautismo innumerables infieles.
CAPÍTULO XXXII
ASALTAN LOS MAMELUCOS LAS REDUCCIONES DE SAN PABLO Y DE LA ENCARNACIÓN.
Cada día era más próspero el estado del Guairá, y esperaban los misioneros que pronto se restauraría después de los males sufridos en el año antecedente. En esto llegó la noticia de que los mamelucos habían asaltado la reducción de San Pablo y sometido sus habitantes al cautiverio. Era Rector de San Pablo el P. Juan Suárez, quien se presentó al jefe de los facinerosos y le rogó humildemente que desistiese de vejar en desprecio de Cristo á los nuevamente convertidos. Queriendo continuar en su arenga, un mameluco le puso una escopeta al pecho; entonces el P. Suárez le dijo que disparase pronto, pues no tenía más deseo que dar su vida por el bienestar de sus feligreses; el bandido quedó confuso al ver tanta magnanimidad y soltó el arma. Salvo de este peligro, movido del amor que profesaba á sus fieles, consiguió rescatar algunos esclavos del poder de los tupís, y para que de nuevo no se los arrebataran, puesto de rodillas ante los invasores, les rogó que le quitasen cuanto poseía, pero no sus hijos en Cristo. Nada valió para los mamelucos tanta piedad y se llevaron atados cuantos indios pudieron. Esto sucedía en la casa rectoral. En las demás del pueblo se portaron los bandidos con tal crueldad, que hirieron á unos, mataron á otros y á los demás cargaron de cadenas. Luego se presentaron ante el Padre Suárez los principales de los mamelucos para despedirse de él, y con ironía le dijeron que no tuviese pena por la muerte de los indios, pues lo mismo habrían de experimentarlos restantes del Guairá. Oyendo esto nuestro misionero, aunque se le pusieron delante los foragidos, se dispuso á marchar al pueblo de la Encarnación. En el camino, vió los desgraciados neófitos cargados de cadenas, y como los que se hallaban esparcidos por el campo, ignorantes de la invasión, iban al lugar y eran hechos prisioneros; fué abrumado de dolor, el cual se aumentó cuando volvió á San Pablo y le arrebataron de sus mismos brazos los pocos indios que restaban por cautivar. Salió acompañado solamente de dos muchachos; éstos nada más le dejaron de tan gran muchedumbre de gente. Caminó por sendas escabrosas é inundadas, por ser el tiempo de las lluvias; el frío, la tristeza y el hambre lo redujeron á tal extremo, que pensó llegaban sus últimos instantes; por fortuna salieron á su encuentro algunos indios de la Encarnación, donde ya tenían noticia de la catástrofe de San Pablo. La mayor parte de los neófitos de la Encarnación huyeron, temerosos de los mamelucos, unos á la reducción de San Javier y otros al Huibay. Los demás fueron llevados por los misioneros á diversos puntos. Después que el P. Suárez reparó algo sus fuerzas, tornó á San Pablo, que estaba en ruínas, y reunió á los indios que andaban esparcidos, llevando á sus corazones grande consuelo. De esta manera quedaron despoblados dos lugares; el primero por los mamelucos; el segundo por el temor á ellos, y ambos sin esperanza de restaurarlos. Mientras esto acontecía, continuaba el P. Ruiz en el país de los gualachíes. Deseando remediar los males sobrevenidos, se le ocurrió llevar los indios que se habían librado de los mamelucos á Villarica, para construir un pueblo cerca de la senda llamada de Santo Tomás y establecerlos allí. Mas esto fué caer en otra desgracia, pues muchos enemigos de los neófitos echaron mano de éstos y adjudicándoselos los diseminaron por todo el Guairá. Quejóse de ello en Villarica el P. Antonio Ruiz por medio de los PP. Juan Suárez y Diego Rançonnier: nada consiguió, y entonces, á causa de amenazar los mamelucos otras poblaciones, ordenó que el Padre Francisco Díaz Taño fuese al Paraguay para dar cuenta al gobernador de lo que sucedía y promover la defensa del Guairá.
CAPÍTULO XXXIII
LOS MISIONEROS SUFREN PERSECUCIONES EN EL GUAIRÁ Y EN OTRAS PARTES.
Cuando el gobernador del Paraguay oyó lo que le refirió el P. Díaz Taño en lo referente á la invasión de los mamelucos y el saqueo de los pueblos del Guairá, se encolerizó más que si lo insultaran, y replicó que sabía muy bien, por Cartas escritas desde Villarica, cómo eran imaginarios los temores de los jesuitas, quienes exageraban las cosas movidos por la envidia. Mas el P. Díaz Taño, creyendo, y con razón, que si callaba, esto cedería en detrimento de la Compañía, hizo que un escribano redactara y autorizase una petición al gobernador para que remediase los males del Guairá, y se la entregó. No contestó á ella el gobernador, y conociendo el P. Díaz Taño que no se haría justicia á la inocencia oprimida, fué por el río Paraná, á donde se hallaba el Provincial, lo antes que pudo. Por el mismo tiempo fué á conferenciar con el gobernador sobre un asunto parecido el P. Diego Alfaro por mandato del P. Romero. Debía solicitar la derogación de una ley, según la cual, sin permiso del gobernador, nadie en lo sucesivo podría ir al Guairá por el Paraná, sino por el Paraguay, dando un rodeo de doscientas cincuenta leguas. Hizo ver el P. Diego Alfaro que semejante disposición era perjudicial en extremo, pues en caso de guerra no llegarían á tiempo los socorros. Nada logró de aquel hombre terco en su parecer; antes bien el gobernador llegó á decir que obligaría á los indios á trabajar en beneficio de los particulares. Cuando el Provincial, que lo era el P. Francisco Vázquez, se enteró del estado lamentable del Guairá, concibió inmenso dolor, el cual se aumentó al saber por conducto del P. Pablo de Benavides, enviado en nombre del P. Ruiz, que los pocos neófitos escapados del cautiverio de los mamelucos, habían sido reducidos á esclavitud por los españoles y condenados á duras faenas. Así, pues, los miserables indios se hallaban como el hierro entre el yunque y el martillo, en vista de lo cual el P. Francisco Vázquez ordenó que se orase en los Colegios y se celebraran Misas para que Dios se compadeciera, y envió al P. Díaz Taño á la Real Audiencia del Perú. Él fué al Guairá por el Paraná, con objeto de consolar á los misioneros y ver personalmente las ruínas de los pueblos destruídos.
CAPÍTULO XXXIV
LA COMPAÑÍA TRABAJA LAUDABLEMENTE EN EL TUCUMÁN.
En el año 1631 salieron del Colegio los jesuitas de Córdoba y rebautizaron bajo condición á muchos negros. Los PP. Juan Cereceda y Antonio Macero anduvieron cinco meses por los montes de Quimilpa y el valle de Catamarca, donde sufrieron lo indecible; hablaban las lenguas quichua y calchaquí; rebautizaron doscientos indios, cuyo Bautismo se dudaba si sería válido, pues lo había administrado un español de paso por allí, sin emplear la forma debida ni instruir á los adultos en la fe cristiana. El P. Gaspar Osorio predicó en la región de Cuyo á su vuelta del Chaco. Para no hacer mención de cada misionero, diré que todos, sin otras armas que la divina palabra, derrotaban á Satanás, mientras la guerra calchaquí ardía en el Tucumány en muchos lugares se cebaba la peste.
CAPÍTULO XXXV
FUNDACION DE LAS REDUCCIONES DE CAAPI Y CAASAPAGUAZÚ.
Rápidamente se verificaba en el Uruguay la propagación del Evangelio. El P. Pedro Romero, con nuevos auxiliares, fué á la región de Caasapaguazú y encomendó el cuidado de reducir sus habitantes al P. Vicente Badía, peritísimo en la lengua de ellos; fué aceptado esto con tal aplauso por los bárbaros, que salieron á recibir los misioneros y abrieron ancho camino por medio de espeso bosque, derribando los árboles. Fundóse un puebloy consagróse á los Apóstoles San Pedro y San Pablo; antes de un año había inscritas en las listas de catecúmenos seiscientas familias; noventa personas adultas recibieron el Bautismo y además multitud de niños; los demás continuaron instruyéndose en los dogmas cristianos. Poco después, cuando volvía el P. Pedro Mola desde el Guairá, fundó otro pueblo en Caapi, con el siguiente motivo. Apicabiya había congregado seiscientas cincuenta familias en un lugar conveniente, y muchos indios mostraron tal satisfacción de ser gobernados por religiosos de la Compañía, que sin duda alguna obraban impulsados por el cielo. Fué establecida la población á cuatro millas de la anterior y consagrada á petición del Padre Diego de Torres, que aún vivía, á San Carlos Borromeo, en obsequio al Cardenal Federico Borromeo, protector de la provincia de Paraguay.
CAPÍTULO XXXVI
PREDÍCASE EL EVANGELIO POR VEZ PRIMERA EN LA REGIÓN DEL TAPE.
Poco antes de lo referido, el P. Andrés de la Rúa, navegó hacia el origen del Ibicuí, penetró en la provincia del Tape por mandato del P. Romero, y propuso á los habitantes de tres aldeas que se trasladaran al pueblo de los Reyes, que tenía escasa vecindad. Casi todos se negaron á ello, diciendo que si los misioneros querían fundar una reducción en aquel lugar, nadie se opondría y adoptarían el cristianismo. Añadieron los hombres más principales que con sus compatriotas y los vasallos de los caciques vecinos se podía llenar una buena población, y además ofrecieron su apoyo; en vista de lo cual, el P. Andrés de la Rúa concibió felices esperanzas y bautizó doscientos cincuenta niños en ocasión que la peste desolaba el país. El P. Romero fué por tierra á otra parte del Tape y notó que el terreno estaba admirablemente dispuesto para la difusión del Evangelio; saliéronle al encuentro veinte leguas antes varios caciques invitándole á reducir los indios; prosiguió con ellos su camino, y en las tierras de Guaimica, poderoso cacique, halló que doscientos guerreros y grande número de mujeres y niños estaban prontos á recibir la fe católica, con tal que les enviaran misioneros; en los dominios del cacique Yabiey vió que doscientas cincuenta familias solicitaban esto mismo. Atendiendo, pues, el P. Romero á los deseos de los indios, señaló en las tierras de Yabiey el área de una población; erigió la cruz con los ritos acostumbrados y bautizó más de doscientos niños, dándoles palabra de enviarles un misionero apenas le fuera posible. Pasado algún tiempo, en el mismo año se dirigió á la parte de Tape que se halla cerca de las fuentes del Igay, donde multitud de bárbaros sometidos á los caciques, residentes en tres aldeas, ansiaban ser cristianos; bautizó los niños y les prometió un sacerdote que los redujera. Tales fueron los principios de aquellas reducciones en las cuales más tarde se estableció la Compañía,y venció con las armas espirituales al demonio. No hablo más de esto, porque trataré de ello extensamente en otro lugar.
CAPÍTULO XXXVII
LOS MISIONEROS SOCORREN Á LOS ENFERMOS DE LA PESTE EN EL URUGUAY.
Propagóse una pestífera dolencia en el Uruguay, y á consecuencia de ella murieron en Caasapamini setenta neófitos; en Tabati cincuenta; en Ibitiracúa trescientos; en Caró otros tantos. Como quiera que las enfermedades contagiosas se han cebado repetidas veces en el Uruguay, diré cuánto debían trabajar los jesuitas para cuidar á los atacados del mal. Cuando los indios fundaban nuevos pueblos, á fin de que no pereciesen de hambre, eran enviados con frecuencia á sus primitivas residencias, hasta que en las cercanías de la población había suficientes víveres y sembrados; de modo que andaban en ocasiones diseminados en un radio de cuatro y cinco millas, y así, en caso de peste, era preciso á los sacerdotes, para acudir donde morían neófitos y catecúmenos, caminar por las cumbres de los montes, por selvas vírgenes, por lagunas, y pasar ríos; todo esto á caballo, ó á pie; de día y de noche, expuestos á la mordedura de las serpientes y á las uñas de los tigres, como también á la crueldad de los hechiceros. A veces iba un misionero al campo con tantas molestias, sin saber á ciencia cierta si tenía que bautizar á un niño, confesar á un anciano moribundo ó á un neófito, dependiendo en ocasiones del azar la eterna salvación de las almas. Tales inconvenientes los remediaron, en parte, los religiosos, escogiendo los neófitos más celosos y encomendándoles que registraran los bosques, chozas, aldeas y campos para ver si alguna persona estaba necesitada de auxilio espiritual. Estos se veían precisados á sangrar, preparar medicamentos, llevar los enfermos al pueblo y bautizar en caso de necesidad. En tal cargo se distinguió Vicente Yapuy, natural del Caró; había sido cómplice en la muerte del P. Roque González; luego se enmendó, y fué digno de aprecio por su conducta cristiana, llevaba á la población cuantos apestados hallaba, proporcionaba alimentos á los necesitados, confortaba los moribundos, denunciaba á los misioneros si alguien conservaba restos de sus antiguas supersticiones, instruía á los ignorantes, y, en breves palabras, cumplía con todos los deberes que impone la piedad. Acontecióle vez que, llevando en hombros á su mujer, quién estaba enferma, para que recibiese los Sacramentos, aquélla murió en el camino: sin desmayar, corrió á otros parajes y cargó con varios contagiados de la epidemia; fué atacado de ésta muy pronto y trasladado al pueblo; estando para espirar, rogó á los PP. José Oreghi y Francisco Jiménez, quienes le asistían, que amonestasen á los indios del peligro en que se hallaban; preocupado con esto, voló su alma al cielo sin haber perdido la inocencia del Bautismo. Sucedióle en su cargo el cacique Marcelo Maendi, que alumbraba con un hacha de fuego á los religiosos cuando marchaban de noche á través de los bosques en busca de los moribundos; tan poco miedo tenía á perecer; habiendo enfermado al poco tiempo, pidió la Extremaunción, y como le dijera el P. Oreghi: «Si tienes verdadera fe, recobrarás la salud del alma y la del cuerpo,» replicó: «Creo firmemente.» Entonces, añadió el misionero: «Saldrás de esta dolencia.» Así fué, y Maendi tornó á los mismos oficios de piedad que antes. Con esto se disiparon las calumnias de los magos contra la Extremaunción, al decir que ocasionaba la muerte. El cacique Tabaca llevó á cuestas á su madre seis leguas para que recibiera el Bautismo; consigió con tan buena acción, que entraran en el seno de la Iglesia los autores de sus días. Otro catecúmeno iba cargado con su madre, que estaba enferma gravemente, para cristianarla; ya desfallecía ésta en el camino y parecía espirar muy luego, cuando por disposición del cielo salió de los bosques el P. José Oreghi, que andaba por allí, y administró el Bautismo á la moribunda. También es digno de alabanza lo que hizo un matrimonio, cuya hija enfermó: ambos cónyuges la llevaron en hombros por espacio de seis leguas, instruyéndola al mismo tiempo en los dogmas cristianos para que el sacerdote no tuviera necesidad de otra cosa que de echarla el agua; cuando se presentaron ante éste, la muchacha tenía cortos instantes de vida; fué bautizada inmediatamente, y su alma voló al Paraíso. Mostraron los del Caró tal piedad mientras se cebó la peste, que borraron la mancha de haber asesinado al P. Roque González. El número de los que fallecieron se reemplazó con los indios reducidos y la multitud de personas bautizadas, que fueron en el Caró noventa y dos; en Tabati setecientas cincuenta y dos, en su mayor parte adultas; en Acaraguay cuatrocientas cuarenta y cinco, mayores de edad casi todas; en Ibitiracúa ciento cuarenta y siete adultas y ciento sesenta y tres niños; en Caasapamini setecientas sesenta y seis mayoresy trescientos cincuenta y cinco niños; en Piratini quinientas de varias edades; no cuento las de otros pueblos. En la Asunción se incendiaron este año la iglesia y casa rectoral, y tanto sintieron los indios tal desgracia, que hicieron duelo público, según era costumbre en el país, temerosos de que se reirasen (sic) los misioneros. El P. Altamirano los consoló, y prometió que él y pus compañeros estarían siempre con ellos, con lo cual los neófitos se prepararon animosos á reedificar los edificios destruídos por el fuego, utilizando, paraterminarlos antes, los materiales mismos de sus casas. En Ibitiracúa se construyó un templo cubierto de tejas y bastante sólido, consagrado solemnemente á la Inmaculada Concepción, para que los neófitos concibieran mayor veneración á las cosas divinas, y los gentiles que concurrieron á la fiesta se inclinasen al Evangelio y fuesen algún día templos vivos de Dios.
CAPÍTULO XXXVIII
LO QUE SUCEDIÓ POR AQUEL TIEMPO ES IGUAZÚA.
Aumentóse la reducción de Santa María la Mayor con doscientas cuarenta y nueve personas que profesaron el cristianismo. El P. Claudio Ruyer alcanzó la libertad de un muchacho de la tribu de los caaiguaes, para que le enseñara el idioma de éstos y los misioneros pudiesen evangelizar á dichos indios. Tal medida fué muy provechosa. Habiendo notado los caaiguaes que los de Iguazúa, antes soberbios y violentos, después de hechos cristianos eran pacíficos, movidos por la curiosidad, entraron algunos en las tierras de esta población, y avanzaron tanto, que un cacique y varios hombres de los que iban con él penetraron en Iguazúa, No hay más admiración en Europa viendo un negro, que la hubo en Iguazúa cuando tuvieron delante los caaiguaes. Para excitarlos á la piedad, los religiosos les mostraron reliquias de San Francisco Javier, y les afirmaron que más poder tenían aquellos huesos muertos que todos los Padres de la Compañía. Los caaiguaes deseaban oir las alocuciones de los misioneros, quienes se las dirigieron por medio de intérprete. Fueron agasajados con varios manjares, que devoraron apenas depusieron algunas sospechas que abrigaban, Admirábanse de nuestros vestidos y calzado, creyendo que habíamos nacido con ellos: aquella pobre gente nada más conocía que sus bosques. Fué cosa graciosa en extremo contemplar cómo estos hombres feroces y acostumbrados á rugir cual fieras, al oir los acordes de la música empezaron á bailar descompasadamente, pretendiendo imitar á los neófitos, quienes acomodaban sus danzas al sonido de los instrumentos. Los religiosos creyeron, fundadamente, que algún día podrían visitar las selvas de los caaiguaes; pero la verdad es que por más que se ha hecho para convertirlos, hasta el día presente muy pocos han recibido el cristianismo.
CAPÍTULO XXXIX
VARIOS SUCESOS DEL PARANÁ.
En aquel año fué el Obispo del Paraguay á visitar los neófitos. El P. Romeroy los demás religiosos lo recibieron con arcos triunfales y adornando caprichosamente las iglesias, en medio de cánticos é instrumentos músicos; llevaba mitra y capa pluvial magníficas, y cubierto con ellas, excitó la admiración de los indios al verlo tan majestuoso. El Prelado alabó la conducta de los misionerosy sus heróicas fatigas, gracias á las cuales habían aumentado la grey cristiana. Dió la Confirmación á bastantes millares de indios, y cuando se marchó escribió al rey de España diciéndole que había recorrido los pueblos regidos por la Compañía en el Paraná, y visto que los neófitos, antes hombres feroces, se distinguían por su humanidad y afable trato. En la población de Acaray, que lleva el nombre de la Natividad de la Virgen, dos muchachos, uno de los cuales había tomado veneno y el otro sido mordido por una víbora, recobraron milagrosamente la salud tocando las reliquias del padre Anchieta. Allí mismo sudaron las imágenes de María, de San José y de San Ignacio: al observar tal prodigio, se alarmaron los PP. Pedro Alvarez y Antonio de Palermo, rectores del lugar, augurando algo funesto, y más al saber que también había sudado una efigie de la Virgen en Piratininga. El temor llegó á su colmo cuando llegó del Brasil don Manuel Correa, varón noble, anunciando que muchos mamelucos y tupís se disponían á invadir el Guairá á fuerza armada; entre tanto, de nada se cuidaba el gobernador. Da miedo tener que referir las cosas lamentables que sucedieron en el Guairá.
CAPÍTULO XL
SON ASALTADAS LAS REDUCCIONES DE SAN JAVIER Y DE SAN JOSÉ.
Después que el Provincial francisco Vázquez visitó los pueblos del Paraná, entró en el Guairá por aquel famoso precipicio que atravesó su antecesor. Aunque, según hemos visto, el gobernador tenía prohibido el ir al Guairá por allí, tal disposición fué derogada luego por la Real Audiencia de Chuquisaca, por no parecerle conveniente para el bien público que se cerrasen en los caminos más cómodos y cortos. Llegó el Provincial á la primera aldea de españoles, y como el Regidor le preguntase por qué había infringido el precepto del gobernador, mostró lo acordado en la Audiencia de Chuquisaca, y le hizo callar. Desde allí fué á Villarica por los ríos Paraná y Huibay; en esta ciudad supo que los mamelucos tenían sitiado el pueblo de San Javier. Entonces animó á los habitantes de Villarica para que acudiesen en auxilio de la mencionada población; él se embarcó, y á fuerza de remos marchó lo antes posible á San Javier, donde era Rector el P. Silverio Pastor; éste, noticioso de que los mamelucos se llevaban cautivos muchos indios cogidos en las aldeas lejanas, salió detrás de los foragidos, y aunque le pusieron al pecho los arcabuces, can lágrimas, ruegos y amenazas consiguió rescatar algunos neófitos. Su consuelo fué breve, porque al día siguiente los mamelucos se echaron sobre las aldeas próximas á San Javier, y con las violencias de costumbre cautivaron toda la gente que hallaron. Corrió en su seguimiento nuestro religioso, y viendo que un bandido descargaba golpes con el sable á cierto neófito, corrió hacia el mameluco gritando que lo hiriese á él y no al desgraciado indio. Los invasores abrazaron con urbanidad fingida al P. Pastor, rogándole irónicamente que no se enfadara; los neófitos que de lejos miraban esto, creyeron que lo asesinaban. Tal error fué de excelentes consecuencias, pues trescientos hombres, los principales de San Javier, temerosos de quedarse sin su Padre espiritual, emprendieron la fuga y se refugiaron en los pueblos del Guairá por no caer en manos de los bandidos; algunos se volvieron y fueron cautivados. Nada más que estas trescientas personas y otras diez y ocho que rescató el P. Pastor se libraron de la esclavitud; fueron trasladadas á lugar seguro por el P. Juan Suárez, que había ido en auxilio de San Javier. Los mamelucos encerraron los prisioneros en un vallado hecho de maderos, y los ataron unos á otros con cadenas para evitar que se fugaran. Cuando el P. Antonio Ruiz llegó á San Javier, lo halló despoblado y se entristeció no poco. El P. Cristóbal de Mendoza se dirigió á este pueblo llevando un pelotón de indios reducidos en los bosques, ignorante de lo acontecido; sabedor de ello, los condujo lo antes pudo á las poblaciones que estaban seguras. En esto los de Villarica se encontraron con los mamelucos: uno de aquellos murió en la refriega, y otro fué herido; no quisieron, por más que les dijo el Provincial, reanudar el combate para librar los cautivos. El mal se agravó cuando Pindo, jefe de Nivatingui, reducción destruída por los bandidos, se entrégó á éstos con mucha gente que había reunido; el templo de San Javier fué destruído, y los misioneros, concibieron tanto pesar como trabajo experimentaron los años precedentes para sacar los antropófagos de sus bosques. Llegó á contar el pueblo de San Javier mil quinientas familias; sólo quedaron después de la invasión quinientas personas, las cuales llevó el Provincial por el Tibaxiva á las poblaciones antiguas. No paró la desgracia en lo referido, pues los habitantes de San José, colonia situada entre las de San Javier y paz Ignacio, quedó por el miedo sin gente, la mayor parte de la cual huyó á los montes; algunos cayeron en poder de los mamelucos. Considerando el Provincial que los moradores de los pueblos arruinados pudieran ser una carga para los demás, creó con ellos una villa cerca de Loreto, á fin de que ambas se defendieran en caso necesario; en ella se acogieron los neófitos que quedaban libres. Tal medida, como veremos en otro lugar, fué más prudente que de feliz resultado.
CAPÍTULO XLI
TRÁTASE DE ABANDONAR LAS REDUCCIONES SITUADAS EN EL PAÍS DE TAYAOBA.
Circuló el rumor no infundado de que los mamelucos y tupís, en gran número congregados, se preparaban á invadir el Guairá; entonces los Padres Provincial y Antonio Ruiz fueron lo antes que pudieron á los pueblos situados en los dominios de Tayaoba, que eran tres, fundados por la Compañía: uno de ellos, consagrado á los Arcángeles, contaba más de mil familias, y el de Santo Tomás ochocientas. El P. Simón Mazeta, después de reedificar el pueblo de Jesús y María, llevó á él tantos indios de los sometidos á Guiraverá, que recobró su primitivo esplendor. Allí admiró el Provincial cómo los hombres que antes eran antropófagos, se habían tornado de piadosas y honestas costumbres, de manera que ninguno faltaba á la catequesis cuotidiana, ni los días festivos á las funciones sagradas y sermones. No pudo menos de alabar al Todopoderoso, que sabe hacer de las piedras hijos de Abraham. Abrazó á los misioneros como á instrumentos del Señor, y les alentó á proseguir el camino empezado. En esto llegaron los exploradores diciendo que los mamelucos se acercaban. Reunió el Provincial en Consejo cuantos religiosos pudo, y preguntóles qué sería oportuno hacer en aquel crítico momento. Los más respondieron que de dos maneras podía evitarse el mal: rechazando con la fuerza á los agresores, ó trasladando los indios. Los que optaban por la defensa, ponían á la vista el grande número de neófitos y catecúmenos, á quienes ayudarían los infieles si eran llamados. Añadían que con la emigración se perdería la esperanza de convertir los gentiles, que ya mostraban deseos de ser regidos por la Compañía. Los que se decidían por la traslación, afirmaban que no opinaban así impulsados por el miedo, una vez que estaban dispuestos á dar la vida por sus feligreses, sino porque conocían bien el empuje y la furia de los mamelucos, que siendo pocos habían reducido á servidumbre innumerables indios, y dado la muerte á otros; que éstos usaban saetas de caña que, por su longitud demasiada y poco peso, herían raras veces, sucediendo en ocasiones que los foragidos las cogían en el aire con desprecio, y que en otras ponían delante de ellas el pecho cubierto de algodón; además, iban desnudos; muy al contrario los mamelucos quienes llevaban espadas y arcabuces, no diferenciándose de los europeos en el modo de pelear; sin duda alguna cautivarían á todos los indios. Era, pues, lo más prudente ponerse en salvo huyendo, antes que colocar ante hombres bien armados otros indefensos, pues éstos serían derrotados ciertamente. Se convenció de ello el Provincial, y ordenó que los habitantes de los tres pueblos mencionados fuesen inmediatamente á los alrededores de una famosa catarata que hay en el Guairá, á fin de que, internados, vivieran tranquilos, y en caso de necesidad se refugiasen en las demás poblaciones del Paraná. Encomendó el asunto á los misioneros, y poseído de intensa melancolía fué á Loreto; desde allí, por el Paraná, salvando la catarata, se dirigió á visitar las otras regiones de aquella provincia.
CAPÍTULO XLII
EMIGRAN LOS MORADORES DE LOS TRES PUEBLOS FUNDADOS EN LA REGION DE TAYAOBA
Apenas se marchó el Provincial, llegó la noticia de que el enemigo se acercaba arrasando cuanto hallaba por delante. Entonces quedó acordada la emigración. El P. Luis Ernot fué encargado de llevar por el río y poner en lugar seguro las cosas del culto y el mobiliario de las casas particulares de los pueblos abandonados; á los sesenta días logró arribar al sitio convenido, con toda felicidad, en compañía de los indios. Los PP. Pedro Espinosa, Diego de Salazar, Diego Rançonnier, Nicolás Henard é Ignacio Martínez procuraron librar del peligro á cuantos indios encontraron. Yendo el Padre Simón Mazeta á poner en salvo los moradores de Jesús y María, se encontró con un pelotón de indios que huían, y rogándoles que se fueran con él, no tan sólo desecharon la propuesta, sino que le quitaron dos neófitos que llevaba en su compañía, y tuvo que volver solo donde estaban los del pueblo mencionado. El P. Cristóbal de Mendoza se puso al frente de los habitantes de los pueblos destruídos fuara de las tierras de Tayaoba; con ellos marchaban los de Santo Tomás. Veíanse precisados á caminar por bosques, desprovistos de todo lo necesario; muchos, acosados por el hambre ó sintiéndose sin fuerzas para continuar, pesaros de abandonar su patria, tornaban á ella; los religiosos dolíanse contemplando cómo sus ovejas corrían á las bocas de los lobos, dispuestos á devorarlas. Queriendo en cierta ocasión detenerlos el P. Mendoza, estuvo á punto de morir, pues un indio se preparaba á herirle; los neófitos sujetaron á éste. De los gualachíes, unos fueron asesinados por los mamelucos, y otros reducidos á cautiverio. Además de los bandidos, había quien atentaba contra la libertad de los miserables neófitos. Por todas partes se cernían sobre éstos la tristeza y el temor; en los caminos caían desfallecidos. En medio de tantos trabajos, pudieron llegar los Padres con sus cuadrillas de indios, al sitio consignado, á los ocho días. A los tres de haber sido abandonados los pueblos, entraron los mamelucos en las tierras de Tayaoba, y cogieron más presa que nunca; las villas se rindieron, y sus habitantes fueron maniatados. Tal cupo á los que no hicieron caso de los consejos de sus misioneros, ó se volvieron desde el camino. No contentos los mamelucos, sabiendo que los religiosos conducían buen número de neófitos á través del país de los gualachíes, emprendieron su persecución.
CAPÍTULO XLIII
ASALTAN LOS MAMELUCOS DOS PUEBLOS DE NEÓFITOS GUALACHÍES.
Dos poblaciones habían fundado los jesuitas en el país de los gualachíes: una era llamada la Concepción: su Rector, el P. Diego de Salazar; otra San Pedro, donde acababan de llegar enfermos los PP. Diego Rançonnier y Simón Mazeta. En esto se echaron de improviso los mamelucos sobre la segunda, sin respeto alguno á los sacerdotes, y todo lo destrozaron. Los gualachíes son de carácter feroz y levantisco, motivo por el cual no los quieren para esclavos los mamelucos, y sí á los guaraníes; mas su principal intento era apoderarse de los indios que marchaban con los Padres desde los dominios de Tayaoba. Quedó el pueblo de San Pedro destruído, y sus habitantes se refugiaron en escondrijos; los misioneros se vieron despojados de los indios que llevaban, y se refugiaron en Piquiri. No se condujéron los bandidos con más clemencia en la Concepción; pero temerosos de la cólera de los gualachíes se retiraron, llevándose dos mujeres principales, y no vejaron más á los indios. Apenas se marcharon los mamelucos, cuando los gualachíes, enfurecidos por el robo de estas mujeres, entraron tumultuosamente en la iglesia mientras decía Misa el P. Salazar, y le pidieron que hiciese devolver las cautivas ó su precio, añadiendo que él era culpable de tal latrocinio por haber disuadido á los gualachíes de la defensa y permitido que los mamelucos entraran en el pueblo. Dando fuertes alaridos, le apuntaron con saetas y lanzas al pecho, amenazándole con la muerte, y lo habrían asesinado á no contenerlos un indio que le debía muchos beneficios. Robaron las ropas de iglesia, los muebles de la casa rectoral y cuanto pudieron. Cuando trataron de llevarse también el cáliz, lo cogió con ambas manos el P. Salazar, y reprendiéndoles acción tan culpable, declaró que antes de soltarlo moriría, pues no podía consentir que manos impuras contaminasen el vaso sagrado donde se ofrecía la Sangre de Cristo. Dicho esto, salió de la población en compañía de dos muchachos, entró por los bosques y fué al paraje en que estaban los religiosos con sus neófitos.
CAPÍTULO XLIV
TRABAJOS QUE PASARON LOS EMIGRANTES.
Luego que estuvieron congregados en un lugar los habitantes de los pueblos destruídos, faltaron los alimentos y aun la esperanza de tenerlos, siendo mísera la situación de los indios y de los religiosos, pues se vieron precisados á sustentarse de frutos silvestres, yerbas y peces del río. Ninguno de los fugitivos dejaba de llorar su desgracia; dolíanse de la pérdida de sus padres, hermanos, mujeres é hijos, llevados por los ladrones. En bien de los emigrantes pareció lo mejor hacer la simienza en aquel sitio, hasta que otra resolución se adoptara. Estaban convencidos de que ni allí ni en cualquier paraje del Guairá se podían establecer tranquilos, porque todo este país lo recorrían los mamelucos. El P. Ruiz, que acompañó al Provincial cuando se retiró, hasta la catarata del Paraná, viendo allí á los misioneros con los indios, se dolió de su triste situación. En esto llegó un mensajero, diciendo que los mamelucos andaban recorriendo los pueblos sometidos á la jurisdicción de Villarica, en las márgenes del Huibay, y que nuevos escuadrones de bandidos, con esperanza de recoger abundante presa, se dirigían desde la parte meridional del Brasil á las poblaciones y aldeas del Guairá. Por tal razón, los PP. Ruiz, Simón Mazeta y Pedro Espinosa se embarcaron y fueron, lo antes posible, á Loreto y San Ignacio, reducciones antiguas. El temor se aumentó con la lectura de una carta del P. Salazar, en la cual decía que cierto mameluco á quien en algún tiempo hizo varios favores, le aseguraba que los facinerosos se encontraban dispuestos á invadir los restantes pueblos de neófitos después que asaltaran los enclavados en los dominios de Tayaoba. Para precaver tal desgracia, el Provincial mandó construir buen número de barcas, en las cuales emigraran los indios caso que fuera necesario. Requeridos los habitantes de Villarica á fin de que prestaran su apoyo, declararon paladinamente que eran impotentes para ello. Los enemigos se aproximaban; entonces el Padre Ruiz determinó la emigración de los neófitos de Loreto y San Ignacio.
CAPÍTULO XLV
TRÁTASE DE LA EMIGRACIÓN DE LOS INDIOS DE LORETO Y SAN IGNACIO.
Estas dos reducciones, fundadas veinte años antes, habían aumentado su población de tal manera, gracias al celo de los religiosos, que muy bien se podían comparar á las poblaciones creadas por los españoles. Sus iglesias eran más suntuosas y mejor adornadas que las del Tucumán y Paraguay. El P. Juan Vaseo, nacido en Bélgica, instruyó á los neófitos en el canto y la música, en cuyos ejercicios no se diferenciaban de los europeos. Las costumbres y maneras de los indios eran tan cultas como las de los pueblos civilizados. Empezábanse á propagar el ganado vacuno y otros animales domésticos, llevados por los jesuitas desde doscientas leguas. Era abundante la cosecha de algodón, y tanto que no solamente tejían los indios sus vestidos con ella, mas vendían parte á los españoles; cultivábanse además otras plantas. Todo esto era una rémora para que los neófitos emigrasen, pues consideraban que á la abundancia sucederían en breve tiempo, con el destierro, la miseria y escasez. Muchos se arredraban ante la idea de caminar ciento treinta leguas hasta verse en salvo. No se convencían de que llegaran vivos, niños, ancianos, enfermos y mujeres, atravesando, privados de lo más indispensable, inmensas soledades y el áspero precipicio de la catarata. Pero, por otro lado, les amenazaba el peligro inminente de ser muy pronto reducidos á cruel servidumbre en perjuicio de sus almas y de su vida. Hallándose entre dos males, como estaban acostumbrados á obedecer los consejos de los religiosos, unánimemente se ofrecieron á ir donde el P. Ruiz y sus compañeros dijesen, añadiendo que de ellos habían recibido la fe cristiana, y querían que siempre fueran sus pastores; que si veían espirar de hambre ó fatiga sus hijos y mujeres, se consolarían pensando que sufrían tales males por conservar la religión católica, y tenían por cierto que Dios los premiaría; que no debían lamentarse de la escasez de alimentos para el cuerpo, cuando no les faltarían los del alma, que son más importantes. Así, pues, no ya resignados, sino gustosos, emprendieron la emigración.
CAPÍTULO XLVI
EMIGRAN LOS HABITANTES DE SAN IGNACIO Y LORETO.
Aprovechóse el P. Ruiz de aquel estado de los ánimos y mandó preparar los bagajes. Era de ver cómo los púlpitos, confesonarios, baptisterios y ornamentos de la iglesia, con tanto cuidado fabricados por la industria de los misioneros, andaban rodando, para ser puestos en las barcas, llamadas balsas. Las imágenes de los santos fueron guardadas en arcas; cuando le tocó su vez á una de María, célebre por los milagros que tenía hechos, y á otra muy hermosa del Niño Jesús, todo el mundo se regocijó de llevarlas en su compañía. Los indios, con mayor alegría que suelen ostentar los desterrados, bajaron por el río Parapaná, para ya no volver á contemplar su patria; navegaban lentamente, á fin de evitar que los rezagados cayesen en poder de los enemigos, Salidos del Parapaná, entraron en el Paraná, y aunque se opusieron los habitantes de Villa-Real, llegaron á las inmediaciones del precipicio; en orilla opuesta aguardaban los indios que, según hemos referido, habían abandonado sus pueblos. Afirma el P. Mazeta, testigo ocular, que huyeron de Loreto novecientas familias, y ochocientas de San Ignacio; á las de Loreto se incorporaron otras cuatrocientas, y aún más. No puedo fijar el número de neófitos que se reunieron en la catarata, pues los mismos religiosos que intervinieron en la emigración están disconformes en este particular. Lo que sí afirmo es que los Padres sintieron profundo pesar de que muchos miles de neófitos hubieran sido llevados por los mamelucos ó se refugiaran en los montes, á cuyo mal se unía el dejar abandonados los gentiles del Guairá, sin esperanza de convertirlos algún día al cristianismo.
CAPÍTULO XLVII
TRÁTASE DE CONTINUAR LA EMIGRACION.
Mitigado algún tanto el dolor que experimentaban los religiosos, éstos pensaron en trasponer el salto del Guairá para llevar los emigrantes al lugar designado, distante aún setenta leguas; temían que los mamelucos cautivasen á los neófitos. No era infundado tal recelo, pues á los tres días de salir de los pueblos de Loreto y San Ignacio, supieron cómo los mamelucos entraron en aquellos y hallándolos desiertos, bramaron de cólera y determinaron llevar adelante sus incursiones. Una dificultad había para que los indios prosiguieran su viaje, y era la escasez de barcas pasada la catarata, pues era de suponer que en ésta se destrozarían bastantes cayendo en los remolinos de la corriente. Sin embargo, era preciso intentarlo todo: dejaron correr las que iban cargadas, arrastradas por el agua; se hicieron pedazos en los escollos, yéndose á pique, Había la esperanza de que los neófitos del Paraná acudiesen con embarcaciones al pie de la catarata; mas no sucedió así, por hallarse en Córdoba reunidos en Congregación los Rectores de los pueblos. No hubo otro remedio que bajar la cuesta y procurar en la llanura la construcción de balsas. Yendo el P. Ignacio Martínez con otros compañeros á cooperar en tal obra, naufragaron, y el P. Martínez fué sacado del fondo del río por los indios, medio ahogado; afirmó que cuando estaba debajo del agua ningún temor experimentó, pues tenía certeza de que lo sacarían. En esto se prepararon los neófitos á descender la cuesta; pero yo dejo aquí la relación para continuarla más adelante.
CAPÍTULO XLVIII
LOS RELIGIOSOS SON INVITADOS Á PREDICAR EL EVANGELIO EN LA PROVINCIA DE ITATÍN.
El Regidor de Jerez, pequeña población de españoles, escribió una carta al P. Antonio Ruiz, rogándole humildemente que le enviase misioneros, pues se hallaba el lugar sin sacerdote hacía varios años, y además de administrar los Sacramentos, serían de gran provecho para los indios de las inmediaciones. No desoyó el P. Ruiz tal súplica: lo uno porque los religiosos, privados de sus neófitos, ambicionaban nuevas conversiones; lo otro debido á que el Provincial le tenía encargado que procurase evangelizar la provincia de Itatín. Así, pues antes de ir á la Congregación que se había convocado, ordenó á los PP. Diego Rançonnier, Justo Vanfurk, natural de Bélgica, y al P. Mansilla que explorasen dicha región y le escribiesen: los tres eran varones á propósito para tal empresa. Caminaron aquellos misioneros bastantes semanas por ásperos terrenos, y gracias á Dios hallaron ocasión de resarcir los daños causados por los mamelucos en el Guairá. Volvió el P. Vanfurk, y notició á sus compañeros que en la provincia de Itatín se abría una gran puerta al Evangelio, y el P. Rançonnier escribió solicitando que fueran más religiosos. Elegidos los Padres Ignacio Martínez, italiano, y Nicolás Henard, de la Lorena, llevaron campanas y otras cosas necesarias en la fundación de iglesias y pueblos. El P. Vanfurk, Rector de aquellas misiones, subió por el Paraná y el Huibay en busca del P. Diego Rançonnier. Lo que hicieron en Itatín será referido en otro lugar.
LIBRO DÉCIMO
CAPÍTULO PRIMERO
VARIOS SUCESOS QUE OCURRIERON EN EL TUCUMÁN
(AÑO 1632).
A principios del año 1632 se celebró Congregación provincial en Córdoba, y por mayoría de votos fué nombrado Procurador el P. Juan Bautista Ferrusino, italiano, á fin de que intercediese con el rey Católico y con el General Mucio Vitelleschi para que socorriesen la afligida provincia del Paraguay. En Córdoba se distinguió el P. Felipe Guevara, nacido en Simancas, pueblo de España, misionero utilísimo y adornado de excelentes virtudes; todos los días pedía fervorosamente á Dios que le diese una muerte dichosa, y lo consiguió, pues acercándose el último instante de su vida, se mostró lleno de confianza, sereno y aun regocijado. Por entonces languidecían las expediciones apostólicas en el Tucumán, efecto de la guerra calchaquí, del hambre, la peste y las inundaciones. No obstante, los PP. Juan de Cereceda y Juan Díaz de Ocaña socorrieron el país de Córdoba y bautizaron mucha gente. En sitios apartados, había hombres tan ignorantes del cristianismo, que jamás habían oído Misa; lo admirable es que bastantes ancianos decrépitos conservaban la inocencia, y preguntados cómo evitaban los pecados viviendo en suma libertad y sin recibir Sacramento alguno, respondieron que no habrían llegado á edad avanzada si provocaran el enojo del Señor. Después el Padre Juan de Cereceda, en compañía del P. Diego Barrios, visitó los indios que residían á orillas del río Salado, y en dos meses hicieron ambos grandes cosas, bautizando, confesando y extirpando el concubinato. En la ciudad de Esteco murieron muchas personas de repente; hubo hambre, y un terremoto que súbitamente destruyó la tercera parte de las casas; sus habitantes se llenaron de consternación, sobre todo cuando oyeron en el aire voces de combatientes; por temor de que nuestro Colegio se hundiera, sacóse á la plaza el Santísimo Sacramento, y lo velaron por la noche los ciudadanos con hachas encendidas, rogándole que se apiadase de ellos. Mas pasado el susto, de nuevo irritaron á Dios; la población se dividió en facciones, y con las armas en la mano estaban dispuestas á pelear: los jesuitas las reconciliaron. En la ciudad de San Miguel; dos hermanos que se odiaban, por la mediación del Presidente de la Cofradía de María, se dieron la mano delante de testigos en señal de paz, y se besaron mutuamente; hacía un año que el gobernador y otros personajes no podían hacer que se avinieran. Una india, resuelta á cometer un pecado deshonesto, quedó como ciega, y no podía ver la imagen de Nuestra Señora en el templo; desistió de su mal propósito, y la vió. Tarde se arrepintió la ciudad de Rioja de despreciar las observaciones de sus predicadores, quienes declamaban contra la servidumbre de los indios: padeció grandes desastres á consecuencia de sublevarse los calchaquíes.
CAPÍTULO II
EN MEDIO DE LA GUERRA CALCHAQUÍ LOS JESUITAS LLEVAN Á CABO COSAS NOTABLES.
D. Jerónimo de Cabrera, noble caballero que marchaba contra los calchaquíes rebeldes, quiso que algunos religiosos de la Compañía fuesen con él; éstos se opusieron al principio, temiendo que los indios les cobrasen mala voluntad; pero al fin tuvieron que ceder, pues decía Cabrera que sin un jesuita no iría á campaña, ya que fiaba más en los misioneros que en los ejércitos. Acompañóle el P. Francisco Hurtado, hombre infatigable, el cual hizo mucho para sofocar la insurrección. Los españoles pelearan felizmente con los indios de Guandacol, Capay y el valle de Famatín; después del combate, sabiendo los vencidos que el P. Hurtado, quien el año anterior los había visitado, se hallaba con Cabrera, le enviaron mensajeros proponiéndole que fuese árbitro de la paz. Aceptado el encargo, presentáronse el general español los indios más notables, y depusieron los rebeldes las armas, con favorables condiciones que les ofreció nuestro misionero. De esta manera volvieron á la obediencia de Su Majestad los habitantes del valle de Famatín. Digno es de alabanza el testimonio de benevolencia que nos dieron los indios, pues habiendo quemado las granjas de los españoles y robado sus ganados, en nada ofendieron á la Compañía, diciendo que así lo merecían quienes hacían bien á todos y mal á ninguno. De nuevo estalló la guerra, y los de Capay, Guandacol y Calchaquí se aliaron y resolvieron derramar sin consideración alguna cuanta sangre española pudiesen; tan rigurosos fueron, que degollaron hasta las mujeres de su nación estupradas por los españoles; en cuanto á la Compañía, acordaron unánimemente respetarla, y que residiera en el valle de Calchaquí, pues tenían experimentada la castidad de los Padres. Otra vez fueron derrotados los indios, y se construyó un fuerte en el valle de Famatín, donde el P. Hurtado atendió á indios y españoles, hasta que le ordenaron ir á Rioja para asistir á los funerales del P. Juan Bautista Sansoni. Después que Londres fué destruída, los habitantes que se salvaron del furor enemigo marcharon en gran número á Rioja; allí murieron no pocos a causa del hambre y de la peste que sobrevino, durante la cual falleció también el P. Sansoni, á los cuarenta y cinco años de su edad. Había nacido en Barletta, ciudad del reino de Nápoles. Enviado á petición suya á las Indias, predicó entre los calchaquíes durante algunos años; más de una vez lo envolvieron las saetas de los bárbaros mientras se daban á embriagueces. Nadie antes que él escribió del idioma calchaquí, que conocía admirablemente. La guerra de Calchaquí contuvo en su casa á los jesuitas del Colegio de Salta, acostumbrados á frecuentes expediciones; muchos pueblos de indios amigos y de españoles fueron destruídos hasta en las fronteras de Chile. Luego que mejoró algo el estado de las cosas, los Padres Andrés Valera y Pedro Hortensio recogieron los habitantes de ocho poblaciones arruinadas; bautizaron veinte personas, unieron en legítimas nupcias á ocho concubinarios y oyeron las confesiones de no pocos. Más fruto era imposible obtenerlo, por las costumbres de aquella gente, endurecida con frecuentes luchas y dada á la embriaguez día y noche, de manera que recordaban las Euménides con su furia. Desde el Perú fueron compañías de españoles á someter los calchaquíes, y dieron ocasión á los misioneros de Salta para trabajar en el campamento, al cual iban con frecuencia. Añadiré que en buenos Aires se prosiguió en el Bautismo de los negros llevados del Africa, y en amistar las autoridades, divididas por el afán de riquezas y de sostener sus privilegios.
CAPÍTULO III
MUERE EL P. MARCELO LORENZANA; SUS ALABANZAS.
Acabó sus días en la Asunción el P. Lorenzana, considerado con razón por el P. Nieremberg como uno de los más ilustres hijos de la Compañía. Nació en León, capital del reino de este nombre en España; sus padres fueron Juan Rodríguez Lorenzana, noble caballero, y María Ponce de León, también de excelente familia y mujer virtuosa. No desmintió el Padre Lorenzana tan alta alcurnia: en su niñez fué de loables costumbres; ya adolescente curso en Alcalá, é ingresó en la Compañía con reputación. Hizo el noviciado bajo la dirección del P. Juan Peralta, ascético notable; estudió Filosofía con el P. Luis Palma y Teología en Alcalá con el P. Francisco Suárez. Adquirió tales conocimientos en las ciencias divinas y humanas, que habría conseguido, si permaneciera en Europa, los primeros cargos de la Compañía; mas por la mediación del P. Diego de Zúñiga, Procurador del Perú, lo envió á las Indias el General Claudio Aquaviva. Llegó a Lima el año 1592, y prefirió á explicar Teología el ir al Paraguay, distante setecientas leguas, con objeto de predicar á los indios. Antes de que se fundara la provincia, sucedió al Padre Afonso Bárcena en el régimen del Colegio de la Asunción, y fué útil á indios y españoles. El P. Nieremberg, en su obra intituladaVarones ilustres de la Compañía, y el. P. Diego de Boroa, en otra que trata delP.Lorenzana, refieren cuánto sufrió éste cuando gobernó el Colegio, en sus lejanas expediciones, al fundar el primer pueblo del Paraná, y en sus misiones por el Tucumán y el Guairá; ya lo he narrado brevemente en varios capítulos de mi HISTORIA. Aquí diré lo que me callé entonces de varón tan admirable. Estando todavía en España, le encargaron la dirección espiritual del Duque de Feria, retirado á nuestro Colegio de Alcalá de Henares; y como le preguntase el Duque acerca de su patria y progenitores, contestó:La Compañía es mi madre y mi patria; padre no tengo. Agradó esta respuesta al magnate, que admiraba el desprecio del mundo en nuestro joven religioso. No supieron los Padres sus compañeros que descendía de los Ponces, distinguido linaje de León, hasta que cuando murió lo vieron en documentos auténticos que tenía guardados. El P. Aquaviva lo nombró Rector del primer Colegio que se fundó en Chile; pero él quiso mejor continuar trabajando en el Paraguay y lo consiguió. Enfermó de cuidado al saber que lo proponían para la dignidad de Provincial, y se repuso al enterarse de que no le conferían este cargo. Interrogado por el gobernador del Paraguay acerca de la opinión que tenía de las disposiciones tocantes al servicio forzoso de los indios, siempre dijo que eran inicuas, y que si no las derogaba iría al infierno. En cuarenta y nueve años que residió en el Paraguay, país de clima ardiente, fuera de la comida y cena, jamás bebió cosa alguna si no era á modo de medicina, ni condimentaba los manjares con sal ó vinagre. Aunque padecía de una hernia, y dolores de cabeza y del estómago, nunca se echó en cama. Fué mucho tiempo Comisario del Santo Oficio, y se mostró inexorable con los malos. Si algunas injurias recibía de los enemigos de la Compañía, envolviéndose en el manto de la paciencia religiosa, mostraba lo capaz que era de obrar bien y de sufrir injusticias. Cuando fundó el primer pueblo del Paraná, el demonio, al hablar con los hechiceros, les decía que matasen al sacerdote cristiano; viceversa éste combatía contra Satanás para arrojarlo del Paraná y someter aquella tierra al dominio Cristo. En veinte años que residió en la Asunción, pocas veces probó el pan; únicamente siendo anciano tuvo sábanas en la cama. Llevaba un traje de algodón mal teñido, y con él era venerado por obispos, gobernadores y magistrados, á quienes tácitamente censuraba. Fué nimio en defender su castidad. Hubo quien antes de casarse exigió de su novia formal promesa de que no se confesaría sino con el Padre Lorenzana. Habiendo residido muchos años en el Paraguayy confesado á infinitas mujeres solteras y casadas, á ninguna conocía de vista. En el confesonario jamás las llamó hijas, ni habló á españolas en lengua guaraní, porque le parecía poco conveniente. Convirtió á los bárbaros del Paraná, más con la castidad que con la elocuencia, admirándose los indios de ver un hombre, al fin de carne y entre personas desnudas, impasible cual si fuera un cadáver. Probó su obediencia á los Superiores en ocasión de ordenarle el P. Esteban Páez, Visitador de la Asunción, que saliese de esta ciudad; así lo hizo, no obstante que esperaba la conversión de muchas tribus, y que la ciudad se oponía; nadie pudo lograr que opusiera la más leve resistencia; dejó la hoz en la mies, y al momento se dirigió al Tucumán. De su caridad y modestia sólo diré que el P. Oñate, Provincial del Perú, afirmó no haber conocido hombre que tuviera en tan alto grado las mencionadas virtudes. Siendo Rector de la Asunción, mandó sacar miel de una tinaja vacía, y cosa admirable, hubo miel para las necesidades del Colegio hasta que enviaron más desde el Paraguay. Inspirado por el cielo predijo algunos sucesos; uno de ellos fué la destrucción de los pueblos del Guairá por los mamelucos.
CAPÍTULO IV
MUERE EL P.FRANCISCO DEL VALLE.
Casi tan esclarecido como el P. Lorenzana fué el P. Francisco del Valle, quien procuró laudablemente la propagación del Evangelio en el Paraná. Nació en Portugal de padres humildes. Siendo criado del administrador del Duque de Medinasidonia, por no llevar una carta de su amo á cierta mujer con quien vivía amancebado éste, prefirió que lo arrojaran á la calle. Tanto admiró este rasgo de virtud otro servidor del Duque, que partió con él su plato, y así pudo consagrarse al estudio; por recomendación de su protector entró en un Colegio. Después lo nombraron Párroco de Sanlúcar de Barrameda por la intercesión del Duque, con seisciertos ducados de renta. Confió á otro el gobierno de la Parroquia, y marchó á Salamanca para estudiar Jurisprudencia. A los treinta y cuatro años de su edad ingresó en la Compañía. Contaba él mismo que estando en Villagarcía de novicio, no pudiéndose acostumbrar á la pobreza de nuestra mesa, hurtaba pan para comerlo á escondidas, y padecía más al hacer esto, que con el hambre; remordíale la conciencia de semejante falta, y no halló otro remedio que decir la verdad al Rector. Concluído el noviciado, anduvo siete años por varios pueblos de Castilla. Rigió el Colegio de Belmonte, y luego á los seis misioneros que con él pasaron á las Indias por mandato del General Claudio Aquaviva. Fundó y gobernó el Colegio de Buenos Aires. Gracias á él fué reedificada nuestra iglesia de Santa Fe. Con motivo de aquella calumnia que ya referimos, lo enviaron al Paraná, y allí convirtió innumerables gentiles. El P. Roque González afirmó por escrito que tenía al P. Francisco del Valle por un misionero infatigable, celoso de la gloria del Señor y digno de ser comparado con los mejores. Después de haber por espacio de algunos años cultivado la viña mística en el Paraná, enfermó de cálculos urinarios, y fué al Colegio de la Asunción, donde continuó trabajando en el confesonario, de manera que se aceleró el término de su vida; murió piadosamente, y lloró su pérdida toda la ciudad. Muy otro fin tuvo cierto jesuita llamado Morales: expulsado de la Compañía, se fingió adivino entre la plebe del Perú y acabó sus días horriblemente. La Audiencia de la Plata, sabiendo lo que hacían en el Guairá los mamelucos, escribió al rey Católico, lamentándose de los daños pasadosy de cuantos podían seguirse en lo futuro. Veamos el desenlace que tuvo la espantosa tragedia, cuyo principio hemos visto, y acabaremos de hablar de tan tristes sucesos.
CAPÍTULO V
CONTINÚA LA TRANSMIGRACIÓN DE LOS HABITANTES DEL GUAIRÁ.
Tan luego como los indios que huyeron, después de la invasión del Guairá por los mamelucos, pasaron la catarata del Paraná, fueron divididos en secciones por el P. Ruiz, quien nombró varios religiosos para que ayudasen á los neófitos con sus consejos en todo lo que fuese necesario y les administraran los Sacramentos. Cada uno iba cargado con su ajuar y con sus víveres; á veces se encontraban con torrentes que pasar, en los cuales se hacía preciso echar troncos de árboles, formando puentes provisionales. Aumentaba la molestia del viaje el tener que escalar peñascos, y atravesar arenales abrasados por el sol y bosques impenetrables; así, no solamente los ancianos y los enfermos, sino también las mujeres cargadas con su prole, desfallecían de cansancio; cuando alguno caía al suelo rendido á la fatiga, allí era abandonado por la multitud, y no pudiendo los misioneros cuidar de los exánimes, procuraban á lo menos su bien espiritual, administrándoles los Sacramentos. Muchas personas murieron al bajar la cuesta de la catarata, pues con no tener en línea recta sino catorce leguas, por los obstáculos insuperables, que hacen dar mil rodeos, resulta el camino casi doble; ocho días se emplearon en andarlo. Ya en lo llano, se comenzó la fabricación de canoas, y como las suelen construir los indios de troncos de árboles gigantescos, y los que allí se alzaban no eran tales, resultaron de poca capacidad. Algunos misioneros del Paraná cargaron de víveres varias canoas, y con ellas se dirigieron al pie de la catarata, no sin naufragar repetidas veces; pero lo que llevaron fué poco para tan grande multitud. Esta se dividió en cuatro secciones. Condujo la primera el P. Pedro Espinosa á las orillas del Paraná, yendo por tierra; los PP. Juan Agustín Contreras y Juan Suárez llevaron la segunda y tercera hacia Acaray é Iguazúa, pasando por las selvas del interior; la última, dirigida por el P.Ruiz y los demás compañeros de éste, siguió su viaje por el río. No bastando las barcas de que se disponía para trasladar tanta gente, el P. Simón Mazeta quedó con parte de ella en la falda de las montañas hasta que tornasen las canoas del puerto de Acaray y se fabricasen otras. Por espacio de tres meses no tuvo más alimentos que frutos silvestres. En la orilla opuesta, el P. Diego Salazar permaneció cuatro meses en medio de la mayor escasez con seiscientas personas, hasta que lo socorrió el P. Andrés Gallego desde Iguazúa. Los desgraciados indios perecían lo mismo en el río que en tierra, de hambre y cansancio, ó quedaban rezagados; los Padres enterraban los cadáveres y administraban los Sacramentos á los moribundos, viéndose obligados á dejar solos muchos de éstos para atender á los demás. Los que iban embarcados, por la pequeñez de las canoas y el furor de las olas, caían al agua con sus ajuares. Algunos construyeron barcas hechas de cañas que tienen nada menos que cincuenta pies de longitud y son tan gruesas como el muslo de un hombre; metíanse en ellas y naufragaban con frecuencia. Una de éstas se fué á pique: los que iban dentro se salvaron porque sabían nadar; pero cierta mujer que llevaba su hijo en los brazos prefirió irse á fondo antes de vivir sin él; estaban presentes los misioneros, y viendo el P. Ruiz que nadie se atrevía á sacarla, imploró la protección de la Virgen de Loreto, que llevaba: apenas lo hizo, comenzó la mujer á salir á la superficie; echáronse al agua los indios y la arrastraron por los cabellos á la orilla; cuando se vió en salvo con su hijo abrazó la imagen protectora de María: todos afirmaron ser aquello cosa milagrosa. En otro naufragio salieron vivos los adultos; pero once niños se ahogaron.
CAPÍTULO VI
LOS EMIGRANTES SON BENÉVOLAMENTE RECIBIDOS POR LOS NEÓFITOS DEL PARANÁ Y URUGUAY.
Los habitantes de Iguazúa y Acaray acogieron á los indios del Guairá con suma afabilidad. No es fácil describir la caridad que mostraron con ellos, tanto los religiosos como los neófitos; se quedaron en la miseria por alimentarlos. Los emigrantes fueron diseminados por el Paraná y Uruguay, hasta que se acordase establecerlos en nuevas poblaciones. Como en dichos países el año había sido estéril, y tanto que las cosechas apenas bastaban para la gente de allí, excusado es decir que se padeció hambre. Sin embargo, los habitantes de San Ignacio del Paraguay dieron á los huéspedes las dos terceras partes de sus provisiones; los de Itapúa tres mil bueyes, y varios rebaños de éstos los de Corpus Christi; á pesar de lo cual muchos neófitos murieron de la peste y de hambre. En Acaray, donde los emigrantes llegaron al principio en gran número, fallecieron en poco tiempo seiscientos. Los que sobrevivieron, después de consumidas las provisiones que tenían, se esparcieron por selvas lejanas para alimentarse con la caza; el P. Pedro Alvarez iba en pos de ellos para administrar los Sacramentos á los moribundos, y quedó tan flaco por las fatigas y hambre, que parecía un espectro; llegó á comerse las suelas de sus zapatos cocidas en agua; los misioneros le enviaron algunos víveres. El consuelo que tuvo en medio de tantos trabajos fué que ningún indio murió sin confesión. Los de Iguazúa se privaron de lo necesario para alimentar por espacio de cuatro meses á mil quinientos emigrados, de los cuales fallecieron atacados de la peste quinientos. Los tigres devoraron en Santa María la Mayor veinte cadáveres, en lo que se vió un castigo divino, pues todos eran de personas que habían sido de conducta reprensible. Los neófitos del Uruguay mostraron con los huéspedes una caridad ejemplar; no obstante, muchos de éstos perecieron de hambre ó de enfermedades. De trece mil personas que salieron del Guairá huyendo de los mamelucos, sólo quedaban al año cuatro mil; los restantes, unos fallecieron en el camino, y otros en los bosques donde se refugiaron después de llegar al Uruguay. Por lo demás, todos, excepto los que huyeron, recibieron los Sacramentos al morir, gracias al celo infatigable de los misioneros.
CAPÍTULO VII
LOS EMIGRADOS EDIFICAN PUEBLOS.
Luego que cesó algún tanto la mortandad, el P. Antonio Ruiz congregó los que sobrevivieron, y los animó á fundar poblaciones en que establecerse. Entre Itapúa y Corpus Christi, á igual distancia de ambas poblaciones, corre el río Yabebuiri; á orillas de éste, no lejos del Paraná, en el cual desemboca, se crearon dos pueblos llamados, en recuerdo de los destruídos, Loreto y San Ignacio. A fin de que los indios no padeciesen hambre durante la construcción de las casas, se compraron diez mil bueyes con el dinero que anualmente enviaba el rey de España á los religiosos, y con el producto de los bienes muebles que fueron vendidos; así, la escasez se pudo tolerar, y las nuevas reducciones recobraron mucho de su antiguo esplendor, merced á los desvelos de la Compañía y á la protección de la Virgen y de San Ignacio. Tal fué el destino de los neófitos del Guairá, cuya conversión y enseñanza costó á los misioneros veintitrés años de ímprobas tareas, en las cuales algunos hicieron ilustre su nombre; además de Villarica, habían fundado trece pueblos é informado á multitud de bárbaros en el espíritu cristiano; y esto sufriendo las mayores privaciones, alimentándose nada más que de harina de madera y de berzas; ninguno probó el pan, aun en las poblaciones de los indios; su vestido, tanto interior como exterior, era de algodón, y su cama una piel curtida ó una red colgada. Añádanse á esto los viajes á pie por medio de selvas, pantanos, montes escabrosos y lugares desiertos, donde eran de temer los ladrones, los antropófagos, los hechiceros, los tigres y las víboras; además, el residir en chozas fabricadas con lodo ó hechas de esteras: todo lo cual prueba cuanto debieron sufrir. Los PP. Cataldino y Mazeta atestiguaron que jamás oyeron quejarse á un misionero ni de la escasez de alimentos ni de incomodidad alguna; todos tenían tal abnegación en el cumplimiento de su deber, que nada ambicionaban sino padecer por Cristo. Así crecía la Iglesia en el Guairá, y era de esperar que con la reducción de los gualachíes, aquella región fuese la más ilustre de las sometidas al dominio español; pero los mamelucos la devastaron de tal modo, que su restauración se hizo imposible. Dichos bandidos, luego que destruyeron los pueblos regidos por los jesuitas, se derramaron por las aldeas sometidas á la jurisdicción de Villarica, y aun por las pequeñas poblaciones de españoles que había en las inmediaciones de esta ciudad y en el Guairá, sin reverencia al Obispo del Paraguay, que voló á socorrerlas. Muchos de los indios fueron cautivados por los mamelucos y otros pasaron el Paraguay. Los misioneros que habían salido del Guairá se pusieron á las órdenes del Provincial del Paraná y Uruguay, el P. Romero, y como veremos luego, hicieron en dichos países cosas dignas de alabanza, convirtiendo innumerables gentiles.
CAPÍTULO VIII
ADMIRABLE EJEMPLO DE PACIENCIA QUE DIÓ EL PADRE ANTONIO RUIZ.
Es digna de perpetua memoria la grandeza de ánimo que ostentó el P. Antonio Ruiz, quien hallándose oprimido de dolor al ver la desgracia de los neófitos, sus hijos espirituales, tuvo que sufrir las censuras de varios misioneros, los cuales, al reparar en las calamidades consiguientes á la emigración, le quisieron hacer responsable de ellas, diciendo que se había precipitado al adoptar la resolución de trasladar los indios. «Fué posible, decían, conservar los pueblos del Guairá resistiendo á los enemigos, sin necesidad de emprender la fuga; añadían que era lástima dejar abandonados catorce pueblos fundados por los religiosos y también los gentiles de las inmediaciones, sin esperanza de que entraran en el seno de la Iglesia; que los neófitos y catecúmenos eran veinte veces más que los mamelucos, á quienes sin armas habrían derrotado fácilmente; que con la huída, no solamente quedaba arruinado el Guairá, sino en peligro la provincia del Paraná.» A estas censuras se unía el enojo del Provincial por no haber sido consultado en negocio de tal importancia; mas á la verdad, se olvidaba de lo que ordenó de palabra y por escrito cuando estuvo en el Guairá,y fué que si los mamelucos se aproximaban en son de guerra, emigrasen los indios; y tan cierto es esto, que mandó fabricar balsas para dicho objeto. Dios permitió semejante olvido, á fin de que brillase mejor la virtud del P. Antonio Ruiz, quien pudiendo muy bien defenderse de todas las acusaciones referidas, no lo hizo. Por entonces fué acusado de haber abierto una carta del Provincial dirigida á otro religioso, delito que merecía su correspondiente castigo; á decir verdad, cualquiera que supiera el hecho con todas sus circunstancias, diría que la culpabilidad estaba manifiesta; escribióle el Provincial diciéndole que se defendiera de tal imputación si no quería sufrir la pena merecida por ella; el Padre Ruiz no dió explicación alguna, imitando con su silencio á Cristo delante del tribunal de Caiphás. Entonces el Padre Provincial le impuso un grave castigo, al cual sometióse resignadamente hasta que se probó no haber roto él la envoltura de la carta, sino persona autorizada para ello. Divulgado esto, el P. Ruiz se captó el respeto y cariño de todos. Y no se crea que la acción heróica referida le costó poco trabajo, pues el sufrimiento le hizo enfermar y encendérsele la sangre. Luego que se repuso, tornó á trabajar sin descanso, de tal manera, que se le hizo una hernia tan abultada que parecía se iban á derramar las entrañas. A este mal se unió uno mayor, y es que, apareciéndosele el demonio en forma horrible, le hirió con un bastón en la otra ingle, con lo que resultó quebrado de ambas; pero gracias á la intercesión de la Virgen curó, según tenemos entendido, de su doble hernia. Creados los nuevos pueblos con los emigrados, fué encargado de regirlos el P. Ruiz, bajo las órdenes del P. Romero. Los demás religiosos del Guairá se dedicaron á la cura de almas en otras poblaciones, ó recibieron la comisión de fundar reducciones con los indios que se convirtieran. Por entonces habían penetrado los misioneros en la provincia de Tape, y todo hacía concebir esperanzas de que allí se formaría una cristiandad igual ó mayor que la del Guairá.
CAPÍTULO IX
DESCRIPCIÓN DEL TAPE.
Después que el P. Romero atendió á los emigrados del Guairá, juntamente con otros religiosos, cuidó de propagar la fe más allá del Uruguay, en la región del Tape, donde se echa de ver la singular providencia del Señor, quien tras la ruína de tantos pueblos y la retirada de sus misioneros, abría en compensación las puertas de una nueva provincia. Recibe ésta su nombre de la cordillera que por espacio de casi cien leguas la rodea desde Oriente á Occidente; dista ocho días de camino del Uruguay y doble del mar Atlántico. Los valles que hay al pie de las montañas tienen fértiles prados á propósito para criar numerosos rebaños. El suelo en general es feracísimo, y lo riegan infinidad de ríos y fuentes. En los parajes pantanosos de hacia el mar se encuentra un animal anfibio semejante á la oveja, sólo que tiene garras y dientes como los tigres; es tan feroz que, según dicen, ataca al mismo león, y es la bestia más temida por los indios, á cuyos campos sale en manadas de las aguas y hace estragos. El único medio de escapar de él es subirse á la copa de los árboles y ni este basta en ocasiones, pues la fiera arranca las raíces ó espera pacientemente á que los refugiados en lo alto caigan al suelo de miedo ó de cansancio. Si alguna vez los indios matan un animal de éstos, se cubren con su piel, llamadaao; no puedo precisar si á tal vestidura dan el nombre de la fiera, ó si á la fiera el de la vestidura. De todos modos, lo cierto es que tales animales son ovejas en lo exterior y lobos rapaces en lo interior. Hay también en el Tape un pájaro blanco, de cuerpo diminuto y canto melodioso parecido al sonido de las campanas, y es denominado por los indiosguirapo, palabra que significa ave que trina. Críanse palmeras exiguas del tamaño de las cañas de Indias; con las fibras de su corteza elaboran los guerreros cuerdas para sus arcos, tan finasy resistentes como la seda y acaso más. Por todas partes se ven piedras cristalinas, que se podrían pulimentar con las artes de los europeos. El árbol llamadoezape, que también prospera en otras provincias, derrama al salir el sol copiosa lluvia, y que no es rocío lo prueba el que otras plantas que hay al lado están secas; parece indicar que, cuando amanece, los hombres comienzan á pasar trabajos y llorar. Los habitantes del Tape en casi nada se diferencian, por lo que toca á sus costumbres é idioma, de los guaraníes; sin embargo, son de carácter más dulce y menos corrompido por los vicios, y está probado que no hay en la América meridional nación tan apta para aprender y conservar el cristianismo. Amantes de su libertad, odiaban todo lo extranjero, y no los hubieran sujetado fácilmente los españoles sin la propagación del Evangelio en el Tape. Igualmente que los guaraníes, moraban en pequeñas aldeas, situadas en lo alto de los cerros ó en las espesuras de los bosques, cerca de los ríos y fuentes. El pueblo de Tape, que dió su nombre á toda la provincia, era el más considerable. En éste predicó el P. Roque González poco antes de morir; pero viendo que los indios no se hallaban preparados para la conversión, abandonó el país. El año 1629 fueron al Tape los PP. Andrés de la Rua y Pedro Romero, el uno por el Ibicuí y el otro por tierra: allí notaron que muchos gentiles, efecto del trato con los neófitos, deseaban recibir el cristianismo, principalmente los caciques Guaimica, Yabiey, Cuniambi, Arazay y otros, quienes solicitaban muy de veras ser doctrinados por los misioneros. En este año se pudo atender á tales súplicas, pues con la destrucción de los pueblos del Guairá, quedaron sin ocupación algunos religiosos entendidos en la lengua del Tape y en el carácter de sus habitantes, como también deseosos de pelear contra el demonio y reparar los males causados por los mamelucos.
CAPÍTULO X
FÚNDASE EL PUEBLO DE SAN MIGUEL.
Habiendo el P. Romero escogido los religiosos que debían acompañarle al Tape, envió delante por los ríos Ibicuí y Uruguay los Padres Luis Ernot, belga, y Pablo de Benavides, portugués; él fué por tierra con los PP. Cristóbal de Mendoza y Manuel Bertot. El Padre Romero y sus compañeros fueron acogidos favorablemente por el cacique Guaimica y otros amigos de éste, quienes los llevaron á una iglesia que habían construído. Allí quedó desde luego el P. Cristóbal de Mendoza y también más tarde el P.Pablo de Benavides; gracias á sus desvelos reunieron, antes de que terminase el año, setecientas cincuenta familias; bautizaron cuatrocientos setenta y ocho infantes y doscientas setenta personas mayores; otras muchas quedaron recibiendo la catequesis. Consagróse el pueblo al Arcángel San Miguel, y se gloría de que los PP. Cristóbal de Mendoza y Pedro Romero, después mártires, fuesen los primeros que allí enseñaron la doctrina católica. Hasta el día de hoy la Compañía ha bautizado en San Miguel ocho mil cuatrocientas almas.
CAPÍTULO XI
FUNDACIÓN DEL PUEBLO DE SANTO TOMÁS
Mientras tanto llegaron los PP. Luis Ernot y Pablo de Benavides á otra región del Tape, donde debía establecerse una reducción; allí noticiaron á los caciques Arazay, Caarupe y otros que el P. Romero se acercaba, y éstos salieron á recibirle alegremente, encendiendo hogueras, cual si los hijos de las tinieblas quisieran transformrse en hijos de la luz. Los mismos que años pasados buscaron al P. Roque González para matarlo, ahora, convertidos de lobos en mansas ovejas, ofrecían su cuello al suave yugo de Cristo. Tenían ya construído un templo provisional y las casas en forma de población, mostrando en ello la prontitud con que obedecerían los mandatos de los religiosos. El lugar fué dedicado á Santo Tomás, y dispuso el P. Romero que lo administrasen los PP. Luis Ernot y Manuel Bertot, quienes en tres meses reunieron mil doscientas familias; antes de acabar el año fueron bautizados setecientos cincuenta niños y más de ciento sesenta adultos, que murieron atacados de la peste. A los restantes se les retardó la recepción del Sacramento, esperando que se instruyeran en los misterios de nuestra religión. En su lugar diré cuántos miles de personas bautizó la Compañía.
CAPÍTULO XII
DESÍGNANSE OTROS LUGARES PARA FUNDAR REDUCCIONES EN ELLOS.
Dos días de camino distaban entre sí los pueblos de San Miguel y de Santo Tomás; en medio había numerosos gentiles sin reducir, los cuales espontáneamente se reunieron en un sitio denominado Itacuati, y edificaron casasy una iglesia; luego enviaron comisionados al Padre Romero, pidiéndole que los atendiese y no los dejase en olvido, pues querían ser cristianos y renunciar al demonio. Admirado el P. Romero al ver cosa tan nueva y extraordinaria, prorrumpió en alabanzas al Señor, que inclinaba suavemente los ánimos de los bárbaros para que adoptasen su ley. Al momento se dirigió á Itacuati, y en presencia de trescientas cincuenta familias erigió la cruz, según era costumbre; bautizó los niños, á fin de que no hubiese duda de estar hecha la fundación del pueblo, el cual fué consagrado á San José, y al retirarse prometió enviar un sacerdote. Cerca de Itacuati, en lo alto de un monte llamado Ararica, se reunieron los gentiles estimulados por el ejemplo de sus vecinos, y edificaron también casas é iglesia, creyendo que esto era lo mejor para que la Compañía se estableciese allí. Fué el P. Romero al nuevo pueblo de Ararica y les dió palabra de proveerlos de un sacerdote; enarboló la cruz, bautizó los niños y nombró Corregidor de la naciente sociedad; ésta fué consagrada á la Natividad de la Virgen. El P. Romero había recorrido el año anterior la selva de Ibitirú; á ella envió después el P. Pedro Mola con encargo de que prometiera á los indios que serían regidos por un misionero con tal que fuesen constantes; alegres los bárbaros al oir tales palabras, elevaron una cruz y designaron el sitio del futuro pueblo; además, presentaron sus hijos para ser bautizados. Pasado algún tiempo, los Padres Francisco Jiménez, Adrián Knud y Felipe Viver estuvieron en Ibitirú y sacaron bastante fruto de sus trabajos. Era notorio que residiendo aquella gente en paraje remoto, no podía ser atendida por los religiosos con puntualidad, y si viviendo más cerca, pues aparte de que los hechiceros, instrumentos de Satanás, derribaban lo edificado por los Padres, muchos indios atacados de la peste espiraban sin Sacramentos. A pesar de esto, no pudo la Compañía establecerse en Ibitirú hasta el año siguiente; la nueva reducción fué puesta bajo el patrocinio de Santa Teresa; de ella y de las dos anteriores hablaré en otro capítulo.
CAPÍTULO XIII
FRUCTUOSAS TAREAS DE LOS MISIONEROS EN EL URUGUAY.
La provincia del Uruguay contaba nueve pueblos de neófitos. El más importante era, atendiendo su antigüedad y las virtudes de sus moradores, el de la Concepción, donde ejercían la cura de almas los PP. Claudio Ruyer y Francisco Molina. Este aprendió á fundir campanas y hacer otros instrumentos de bronce no menos útiles á los indios que á los misioneros y al ornato de las iglesias. En aquel año bautizaron los religiosos ciento cincuenta y ocho personas. Los habitantes de la Concepción sembraron sus campos nada más que por socorrer á los emigrados del Guairá; Dios premió tal generosidad otorgando cosecha abundantísima. En San Nicolás, reducción de Piratini, los Padres Silverio Pastor y Juan Bautista Mejía bautizaron cincuenta personas adultas y muchos niños; el primero salió al campo, y en breves días llevó al lugar ciento setenta gentiles, que fueron inscritos en el álbum de los neófitos. En este año se empezó á llevar procesionalmente la Eucaristía por las plazas y calles, que á falta de tapices cubrían los indios con ramos, haciendo arcos triunfales, de cuya bóveda pendían frutos de los campos y las selvas, mostrando en ello que á Dios se debe servir con todo. Como cierto hombre lascivo requiriese deshonestamente á una mujer que acababa de recibir el Sacramento, replicó ésta: «¿Crees, oh necio, que teniendo á Cristo dentro de mí, te voy á entregar el cuerpo?» Un joven, á quien pretendía seducir una mujercilla, dijo que era indigna y fea cosa la torpeza, por hallarse Dios presente en todos lugares. Un neófito de poca edad, habiendo oído que en Europa muchos adolescentes renunciaban al amor y se encerraban en el claustro, después de consultar el negocio con varios amigos, se presentó á los misioneros manifestando vivos deseos de hacer voto de castidad; cuando estos le replicaron que aquello no era posible en América, exclamó:Oh Padre, me concederías lo que pido si conocieras lo que es para un mancebo vivir entre mujeres desnudas y conversar con ellas noche y día. En el pueblo de la Candelaria, tierra de Caasapamini, fueron bautizados, en medio de música y canto, ciento catorce niños y seiscientos cuarenta y siete hombres; éstos dieron la vuelta á la iglesia llevando palmas y coronas para que los gentiles apetecieran adoptar la religión católica. En Caró los PP. José Oreghi y Francisco Jiménez cristianaron doscientos cuarenta niños y quinientos noventa adultos y los PP. Francisco de Céspedes y Cristóbal Portillo, en San Javier, cuatrocientas noventa y cuatro personas de todas edades. El jefe de Acaraguay vivía enredado con siete concubinas; pero instruído por el P. Romero de que no podía tener sino una mujer, rompió los lazos de la sensualidad, movido por voces que oyó del cielo, y se hizo cristiano; allí recibieron el Bautismo ciento cuarenta y un niños y doscientos ochenta y nueve adultos. Fueron confundidos los hechiceros, quienes afirmaban que dicho Sacramento daba la muerte, pues una mujer que estaba agonizando, apenas se le administró, curó y quedó sin vestigio de la enfermedad. En Caasapaguazú, mientras la peste, trabajó mucho el P. Adrián Knud, hasta que le fué á ayudar el P. Jerónimo Porcel, quien bautizó á cuatrocientos indios reducidos por él en varias excursiones. El cacique de dicho pueblo, gravemente enfermo, adquirió la salud apenas le administraron la Extremaunción; los magos quedaron avergonzados, y la gente dejó de tener miedo á este Sacramento. Es imposible decir con cuánto celo procuraban los neófitos que nadie muriera sin los auxilios de la Iglesia cuando se propagó la peste. Uno de ellos se hizo llevar en hombros por espacio de veinte leguas para ser bautizado, y luego que lo fué espiró, yendo su espíritu á los cielos. Digna es de que se cuente la conversión de una mujer, quien ni por amenazas ni por exhortaciones se apartaba del lenocinio: por más que trabajaron los socios, nada consiguieron, llegando á desesperar de su enmienda; dolíanse al ver que aquella mujerzuela corrompía tantos jóvenes, y no se atrevían á castigarla por que tenían mandato del General para que en los primeros años de una reducción no penasen á persona alguna, con objeto de que los indios no tomasen odio al cristianismo. Lo que no pudieron los hombres lo hizo el Señor; la meretriz se volvió loca, y de hermosa que era se cambió en horriblemente fea, de tal modo, que todo el mundo se apartaba de ella con horror; antes de espirar, recobró el entendimiento y se arrepintió. En San Carlos, pueblo de Caapi, murieron de repente un famoso hechiceroy una maga, y además otros varios impostores, enemigos jurados del Evangelio; nadie dudó de que esto era obra del cielo para allanar el camino á su religión. Un hechicero familiarizado con Satanás se convirtió á nuestra fe y condujo al buen sendero muchas personas por él seducidas: así, pues, fué veneno y medicina. Al terminar el año, el P. Felipe Viver, natural de Bélgica, se unió al P. Pedro Mola, que estaba en Caasapaguazú, para ayudarle, y juntos hicieron cosas de provecho, pues mientras uno quedaba en el pueblo, el otro recorría los bosques; entre los dos bautizaron trescientos gentiles. En Yapeyú, el P. Andrés de la Rúa enseñó á los neófitos labrar las tierras, á fin de que no se esparciesen por el campo, hostigados por el hambre; reunió además bastante ganado vacuno; cuando los bárbaros de las cercanías supieron esto, solicitaron ser instruídos en el cristianismo.
CAPÍTULO XIV
TRABAJOS QUE SUFRIERON LOS MISIONEROS DEL URUGUAY.
He hablado hasta ahora de cada una de las poblaciones fundadas en el Uruguay; aquí diré algo de los muchos trabajos que padecieron en este país los misioneros á causa de las epidemias, hambre y otros males. El número de los enfermos que había en cada pueblo era mayor que el que podían atender uno ó dos Padres, por lo cual veíanse estos precisados á cuidar de unos dejando solos á otros. Es cosa probada que al P. Pedro Mola le llegaron á faltar las fuerzas con la ímproba tarea que tenía. Todos los moradores de la Asunción fueron atacados de la pestilencia, y el P. Cristóbal Altamirano, á la sazón enfermo, dispuso que lo llevaran á las casas en un lecho portátil, y sin poder casi hablar confesaba y administraba el Bautismo. A la peste siguió el hambre, efecto de haberse gastado muchos víveres en mantener los emigrados del Guairá. Durante aquellas adversidades, se establecieron en los pueblos costumbres piadosas, cuales eran celebrar una procesión solemne el día de la Pasión del Señor, disciplinándose mucha gente; el Rosario cuotidiano, visitar los enfermos y practicar otros loables ejercicios. Como una prolongada sequía amenazase la cosecha y los neófitos supieran que los antiguos cristianos en semejantes ocasiones hacían severas penitencias, ellos, reunidos en gran multitud, se azotaron devotamente; Dios oyó sus ruegos; de repente se cubrió de nubes el cielo y cayó abundante lluvia. No faltaron, sin embargo, ejemplos opuestos de impiedad. Un cacique de Caapi llevó muy á mal que lo separasen de su concubina, y fanatizado con los errores de los hechiceros, abjuró el cristianismo y quiso matar al Padre Pedro Mola; éste, sin temor al martirio y con abnegación y paciencia cristianas, logró que el apóstata se arrepintiera y que, después de expiar su pasada conducta, se dirigiera á lejanos países, donde redujo muchos indios y los convirtió á la fe católica. Las concubinas fueron ocasión de disgustos en varias poblaciones; pero antes de referirlos hablaré brevemente de la poligamia entre los guaraníes.
CAPÍTULO XV
DEL MATRIMONIO DE LOS GUARANÍES.
Los principales de estos indios solían tomar tantas mujeres cuantas necesitaban para satisfacer su lascivia y á proporción de la autoridad que ejercían sobre sus vasallos. Tal costumbre fué el mayor obstáculo que tuvo el Evangelio para propagarse, pues los guaraníes llevaban muy á mal el reducirse á sola una mujer. El inconveniente era más grave por la intransigencia de algunos misioneros, quienes pretendían que los conversos se quedaran con su primera mujer; otros, obrando con mejor acuerdo, les permitían escoger la que prefiriesen. Discutiendo las personas doctas acerca de cuál opinión de las dos era verdadera, se consultó al Sumo Pontífice, y Juan de Lugo, después Cardenal, expuso la cuestión en las siguientes palabras:Santísimo Padre: en el reino y provincia del Paraguay, de la India occidental, se tropieza con una gran dificultad en la conversión de los gentiles, y es que se niegan á vivir con la primera esposa que tuvieron, pues es de advertir que cambian de mujeres como nosotros de criadas, y esto por fútiles motivos, cuales son si no puede una guisar, coser los vestidos, tener cuidado de la casa ó ha envejecido. Muchas veces se casan con una madre y su hija ó varias hermanas. En ocasiones regalan una concubina á cualquier amigo; también á un criado; mas si éste se marcha, se la quitan. Hay quien al cambiar de residencia, abandona su esposa. Muchos creen que tales uniones son concubinato y no matrimonio, y así permiten á los indios, cuando se convierten, tomar una de sus mujeres, con tal que esté bautizada; otros exígenles que vivan con la primera que tuvieron; de la segunda opinión se originan varios inconvenientes, y son los siguientes: primero, que aborrecen los indios el cristianismo; segundo, que dicen no estar casados, y sacrílegamente se enlazan luego con otra mujer; tercero, que aparentan vivir con la más antigua, pero andan amancebados con otra; cuarto, que como tienen tantas concubinas, no recuerdan cuál fué la primera, y caso que lo sepan, hay que averiguar dónde para, y si ha vivido luego con otros hombres, antes ó después que las que éstos tomaron. Añádase el que los guaraníes no tienen ceremonias que distingan el concubinato por una semana ó un mes, del matrimonio, y así es imposible en ocasiones saber si éste ha existido; de donde deducen muchos varones doctos que tal contrato no existe entre los mencionados gentiles. Por lo tanto, á fin de facilitar la propagación del cristianismo y quitar los escrúpulos de algunas almas, ruego á Vuestra Santidad, conforme la doctrina según la cual podéis romper el vínculo nupcial de los infieles en virtud de graves causas, expuesta en los Breves de 20 de Octubre de 1626 y 17 de Septiembre de 1627, que disolváis el matrimonio de los guaraníes. En el último se dice: «Considerando que sementes uniones de los gentiles no son matrimonios que no se puedan anular en caso de necesidad, etc.» Y á la verdad, en el que exponemos, la conveniencia para la conversión de los gentiles es notoria. Dignaos, Santísimo Padre, conceder al Provincial de la Compañía en el Paraguay que él ó los restantes misioneros puedan casar canónicamente á los indios bautizados, siempre que antes no mediase verdadero matrimonio, fuere muy dudoso ó hubiera dificultad en buscar la primitiva mujer; será consecuencia de tal autorización la más pronta conversión de mucha gente y su constancia en la fe, y Vuestra Santidad abrirá las puertas de la Iglesia cuando las quiere cerrar el demonio. Urbano VIII consultó á varios sabios acerca del particular, y resolvió luego que no se necesitaba dispensa apostólica, una vez que tal opinión estaba confirmada por la autoridad de personas doctas, y que, dejando á cada uno en libertad de opinar como quisiera, el Provincial hiciese lo más oportuno, dadas las circunstancias de tiempos y personas. De esta manera se confirmó la doctrina de los misioneros americanos al sostener que eran nulos los matrimonios de los guaraníes, y que éstos, después de bautizados, podían tomar cualquier mujer por esposa, si bien era indispensable suma cautela en tan delicado asunto.
CAPÍTULO XVI
DESCRIPCION DE LA PROVINCIA DE ITATIN.
Mientras lo referido acontecía en el Uruguay, los misioneros trabajaban en Itatín, donde se consolaban de ver destruidas las reducciones del Guairá. Para que mejor se entienda lo que hizo en Itatín la Compañía, diré algo del país y de sus habitantes, como también de las costumbres de éstos. Los caudalosos ríos Paraná y Paraguay corren, según dije en otro lugar, trescientas leguas por medio de extensas regiones antes de que unan sus aguas. Una sierra altísima divide las tierras que atraviesan, y en ella tienen su origen muchos ríos y torrentes, que desaguan en el Paraguay unos, y en el Paraná otros; los que desembocan en éste conservan clara su corriente, pues los montes de donde proceden descienden en declive hasta las márgenes del Paraná; al contrario los que mueren en el Paraguay: como las alturas por aquella parte se interrumpen bruscamente, precipitanse las aguas á llanuras pantanosas, y con el limo que arrastran enturbian aquel río, por lo cual, cuando se desborda en invierno, es comparable al Nilo. En tal región se halla la provincia de Itatín, situada entre los diez y nueve y veintidós grados de latitud meridional. Limita al Sur con los pueblos de los indios sometidos á la jurisdicción de la Asunción, y por el Norte con el río Butute. Sus habitantes en nada se diferenciaban de los del Paraná y Uruguay por lo que se refiere á idioma y costumbres; lo mismo que éstos vivían en medio de tribus, con las que sostenían una guerra sin cuartel ni tregua. Probaban su fuerza llevando en hombros un grueso madero, y el que antes llegaba á la meta recibía honores ó premios; lo mismo cuenta Lipsio de los chilenos. Las mujeres dibujaban en su cuerpo, levantando la piel, una serie de líneas obscuras, de tal manera, que lo deformaban más que lo embellecían. Celebraban los funerales de los parientes lanzándose de parajes altos; muchos morían á consecuencia de la caída. Hacían pelotas con la goma de ciertos árboles, las cuales eran buscadas por los jugadores de ambos mundos; tostadas, servían para curar la disentería. La población no era muy densa si se tiene en cuenta la extensión de la tierra y variedad de naciones; la causa debe atribuirse á la naturaleza del clima, cálido y húmedo, por lo cual ocasionaba enfermedades. Esperábase que, una vez convertida al cristianismo la provincia de Itatín, desde ella se podía penetrar en la inmensa región situada al otro lado del Paraguay la cual se extiende hasta el Amazonas, y estaba poblada por innumerables indios. Con este pensamiento, el Provincial Francisco Vázquez Trujillo había enviado el año anterior desde el Guairá al P. Antonio Ruiz para que explorase aquel país; mas este religioso, ocupado en la emigración de los indios, confió su comisión al P. Santiago (1) Rançonnier, quien llegó á Jerez, pueblo de españoles en las fronteras de Itatín, y después que administró los Sacramentos, penetró en el país de los gentiles.
CAPÍTULO XVII
EL P. RANÇONNIER EXPLORA LA PROVINCIA DE ITATÍN.
Cuando este misionero llegó á la región mencionada, fué acogido más con recelo que con agrado. La causa de tales sospechas era el que un sacerdote portugués, llamado Acosta, intentó llevarse al Brasil, para dedicarlos á trabajos forzados, muchos indios que en nombre de la religión había reducido; sabedores los bárbaros de lo que proyectaba, deshicieron sus propósitos matándole cruelmente. Unióse á esto el que un español que se encontró con varios indios les dijo, no sé si en broma ó en serio, que cuantos se acogiesen al P. Rançonnier, otros tantos serían esclavos de los españoles. Agréguese la perfidia de los hechiceros, quienes esparcían la calumnia de que los misioneros tenían el propósito de congregar los indios en las iglesias y allí quemarlos; así que muchos deseaban quitar la vida al P. Rançonnier. Los menos exaltados tomaron las armas diciendo que era inminente la guerra con los españoles, é imposible la paz mientras no se retirase al P. Rançonnier, introductor de la servidumbre y de otras calamidades. Aunque éste se esforzaba en probar que no atentaba contra la libertad de los indios ni era autor de mal alguno, nadie daba crédito á sus palabras; el cielo vino en su amparo y castigó á los incrédulos con varias penas, porque un cacique calumniador de la Compañía y de la religión cristiana sufrió un cáncer en la lengua y murió á consecuencia de él en medio de horribles dolores; otro que, despreciando las doctrinas del Padre Rançonnier, afirmaba ser el capaz de enseñar al pueblo, mientras vociferaba cayó cerca un rayo y casi murió. El dueño de un campo se negó á dar á dicho religioso algunas espigas de trigo de Turquía para que aplacara su apetito: vino la langosta y devoró la cosecha. Todos los bárbaros conocieron que semejantes males eran castigo del Señor porque menospreciaban al P. Rançonnier. Sirvió mucho para inclinar los ánimos de los indios en favor de la Compañía el recuerdo del Padre Baltasar de Sena, quien veinte años antes, cuando visitó la región de Itatín, pronosticó la ida de un misionero procedente de la parte oriental quien establecería los indios en poblaciones. Con esto y el auxilio del Señor, los de Itatín dejaron de sospechar mal de los jesuitas, y convirtiendo en amor el odio que profesaban á los sacerdotes, no solamente dieron al P. Rançonnier licencia de predicar el Evangelio, sino que le rogaron fuese á las aldeas por ellos habitadas: así lo hizo éste, aprovechando tal oferta y recorrió todo el pais. Hubo pueblo donde lo recibieron con tanta alegría que lo entraron en hombros. Como hubiese hambre, se vió obligado á mantenerse de médula de palmas hecha harina, según era costumbre de los bárbaros, y también de langostas, imitando á San Juan Bautista. Estando así ocupado, se le unió el P. Justo Vanfurk: éste regresó al Guairá á fin de obtener del P. Antonio Ruiz autorización para fundar pueblos; él continuó en sus tareas, mostrando bien la santidad de su vida. Volvió á Itatín el P. Vanturk con los PP. Ignacio Martínez y Nicolás Henard, provisto de amplias facultades, y todos se dispusieron á la creación de nuevas reducciones.
CAPÍTULO XVIII
LA COMPAÑÍA FUNDA CUATRO PUEBLOS EN LA PROVINCIA DE ITATIN.
Sucedió en la evangelización de Itatín lo que en un ejército compuesto de soldados de varias naciones: el de los religiosos no era temible por su número, pero sí formidable contra Satanás, atendidos los hombres ilustres que lo formaban, y eran los PP. Justo Vanfurk, de Brabante; Diego Rançonnier, oriundo de la Borgoña, si bien nacido en Bélgica; Ignacio Martínez, napolitano; Nicolás Henard, de la Lorena. Por unanimidad, consagraron el primer pueblo que se creó al Patriarca San José; el P. Nicolás Henard fué nombrado Rector de éste, y muy pronto reunió doscientas familias; su principal trabajo se redujo á instruir algunos indios que, habiendo sido bautizados no sé en qué ocasión, vivían según sus pristinas costumbres; después comenzó á catequizar los gentiles, y por cierto que con buen éxito. La segunda población se fundó en los dominios de Tataguazú, pocos días después que la anterior, y fué dedicada á los Angeles; su Rector, el P. Ignacio Martínez, mostró suma habilidad, pues en breve tiempo redujo doscientas familias, y les enseñó los principios de nuestra fe y de la civilización. Mientras se fundaba la iglesia, cayó un gran madero sobre la cabeza de un operario, y éste quedó como difunto. Temiendo el P. Martínez que con motivo de tal desgracia vacilase la fe de los indios, imploró el socorro divino, y con buen éxito, pues apenas se puso las ropas del culto y leyó el Evangelio, el indio reputado por muerto se levantó, y al día siguiente continuó en la fábrica del templo. La tercera reducción fué establecida no lejos del país de los guarambarés, famosos por lo mucho que con ellos trabajó la Compañía; recibió el nombre de la Encarnación, y quedó para administrarla el P. Vanfurk, quien muy pronto reunió quinientas familias. Cerca de allí había una aldea cuyo cacique rogó al P. Vanfurk instruyese á sus vasallos, por cuyo beneficio le proporcionaría víveres en abundancia. La cuarta se fundó en los dominios de Ñanduabusú, quien decía ser jefe, no ya de todo Itatín, sino que dando vuelos á la imaginación creía mandar en todo el país que se extiende hasta la Asunción. Era casi venerado por los habitantes de Itatín. Los españoles quisieron verlo y nunca lo consiguieron, por más que lo intentaron repetidas veces varios años; siempre se presentaba ante ellos otro indio que decía ser Ñanduabusú. La misma ficción usó con el P. Rançonnier, y ordenó á sus vasallos que no la descubrieran hasta que se cerciorasen bien de los intentos y costumbres del misionero; entre tanto se paseaba por el pueblo como un cualquiera, y otro lucía su boatoy acompañamiento. Pasados cuatro meses, y convencido de que el P. Rançonnier era amantísimo de los indios y de que le podía proteger contra sus enemigos, deshizo el engaño y prometió su apoyo al religioso. Así, pues, éste lo halló todo fácil, y muchos secuaces de Ñanduabusú abrazaron la fe católica. La nueva población fué dedicada á los Apóstoles San Pedro y San Pablo; su Rector fué el P. Rançonnier.
CAPÍTULO XIX
DE LO MUCHO QUE TRABAJARON LOS MISIONEROS EN ITATIN
Y DE LAS BUENAS ESPERANZAS QUE CONCIBIERON.
Los payaguaes, nación que habitaba á la otra parte del nuevo pueblo de San Pedro y San Pablo, en las márgenes del Paraguay, eran tan crueles, que no sin razón se les comparaba á los guaicurúes; desde que los españoles se establecieron en aquella región, tenían devastadas las cercanías con incesantes incursiones. Agregáronse á ellos en distintas ocasiones los neófitos que huían por ser de malas costumbres ó estar vejados con servicios personales; por tal conducto supieron los payaguaes que los religiosos, sin perjudicar á los indios en su libertad, cuidaban nada más que de las almas; no concibiendo ya sospechas de la Compañía, se presentaron al P. Rançonnier, y manifestaron su deseo de establecerse en poblaciones. A las palabras unieron los hechos, y tomando sus casas de esteras las pusieron en forma de aldea cerca de San Pedro y San Pablo, por indicación del P. Rançonnier. Mas como son de carácter voluble, muy pronto abandonaron esta residencia y se fueron á los escondrijos donde antes moraban. En otras cuatro poblaciones que se establecieron cuidaron los misioneros de instruirlos en el Cristianismo y de bautizar los niños, saliendo de cuando en cuando á las inmediaciones para convertir los indios que andaban errantes. La Compañía no se olvidó de los españoles que moraban en Jerez; allí predicó el P. Nicolás Henard durante la Cuaresma, con tal éxito, que los principales de la villa escribieron al Obispo y Cabildo del Paraguay, solicitando que interpusieran su autoridad para que en Jerez hubiese de continuo un misionero. Los guatos, gualachíes y otros pueblos que hablaban varios idiomas, no distantes de Jerez, deseaban, al parecer, recibir el Pan de la doctrina evangélica si hubiese quien se lo partiera. Fuera de la provincia, en la región que se dirige al río Marañón, vivían los pigmeos, notables por su pequeña estatura; las amazonas, mujeres que se dedican habitualmente á la guerra y todos los años se unen con los hombres de las inmediaciones para tener sucesión; además, había otras tribus tan numerosas, que según escribía el P. Rançonnier á sus superiores, podría fundar allí muchos pueblos si dispusiera de bastantes sacerdotes. Así, pues, considerado el estado presente del país y lo que en lo futuro se esperaba, era de creer que la provincia de Itatín y las regiones vecinas compensarían la destrucción del Guairá. Mas es cierto, como veremos, que los que desean servir á Dios deben estar dispuestos á soportar desgracias y contrariedades.
CAPÍTULO XX
ES DESTRUIDA LA REDUCCION DE SAN JOSÉ.
Aquellos cuatro sacerdotes que, según hemos dicho, se establecieron en las nuevas reducciones de los payaguaes, solían reunirse á fin de confesarse mutuamente y recrear el ánimo con la conversación; y como los PP. Ignacio Martínez y Diego Rançonnier estuvieran separados por ocho días de camino, designaron una aldea llamada Yetein, situada entre las dos parroquias respectivas, donde acudieron en plazo convenido. Sucedió que estando allí ambos cierto día, vieron que la imagen de Cristo crucificado comenzaba á sudar copiosamente; limpiáronle el rostro con un paño muy reverentemente, y sospechando que tal prodigio era anuncio de inminentes calamidades, esperaron silenciosos los males que temían. Sin tardar mucho tiempo supieron la causa del milagro, pues llegó un mensajero diciendo que los mamelucos, después que arrasaron el Guairá, auxiliados por gran número de tupís, llegaron con éstos á los alrededores de Jerez, siguiendo el camino por donde fueron los misioneros; allí se unieron con otros bandidos, y juntos trataban de asaltar las poblaciones recientemente fundadas; á fin de realizar esto con menos peligro, enviaron algunos hombres á San José, cuyo Rector, el P. Nicolás Henard, se hallaba ausente, diciendo que ellos no iban con ánimo de ofender á los neófitos, sino para vengar ciertas injusticias que habían recibido de los indios del interior; que los religiosos aplaudirían el que los moradores de San José se aliaran con los mamelucos. El corregidor de esta población cayó en el lazo y ordenó á sus conciudadanos tomar las armas y sin tardanza ir al campamento de los brasileños, quienes al instante, descubriendo el fraude, les quitaron los arcos y les pusieron cadenas; de esta manera se los llevaron como rebaño inerme. Cuando el P. Henard regresó y vió el lugar despoblado, conoció la perfidia de los enemigos, y cual leona privada de sus cachorrillos, corrió presuroso á los mamelucos, pidiéndoles por lo más sagrado que le devolviesen sus hijos en Cristo. Al entrar en el campamento le echó mano un satélite del jefe de los facinerosos y se disponía á matarlo; el religioso contestó á las amenazas del sicario con estas palabras: «Gustoso daré la vida por mis ovejas; mientras me privas de ella rogaré al Señor que te perdone el mal que me haces.» No bastó tan generosa abnegación á mitigar la crueldad de los mamelucos; lo arrojaron del campamento, desgarrándole los vestidos y colmándolo de injurias; entonces el P. Henard, inspirado por el cielo, predijo la muerte de un soldado que se distinguía por su ferocidad, añadiendo que no llegaría a su patria; cumplióse el vaticinio, pues el mameluco fué asesinado por los bárbaros en el camino.
CAPÍTULO XXI
LOS MAMELUCOS ASALTAN LA REDUCCION DE LOS ÁNGELES.
Un escuadrón de bandidos entró en los Angeles y halló el pueblo con poca gente, pues noticioso el P. Ignacio Martínez de que se acercaba el enemigo, llevó los más de los neófitos á los bosques inmediatos; los mamelucos echaron mano de cuantas personas hallaron, no obstante las reclamaciones del Rector, á quien mandó el general atar las manos si oponía alguna resistencia. Un soldado se atrevió á poner la punta de su espada en el pecho del Padre Martínez, y lo hubiera atravesado si éste, abriendo las vestiduras, no diese ejemplo tal de magnanimidad que reprimió la cólera del asesino. Los mamelucos encerraron en su campamento la presa cogida, y habiendo ido allí el P. Martínez á procurar la libertad de los neófitos, fué encerrado en él por espacio de tres días á fin de evitar que avisase á los indios dispersos por los campos el peligro que corrían. Rechazó el P. Martínez los manjares que le daban los bandidos y se mantuvo dicho tiempo con las espigas de trigo de Turquía que hallaba por el suelo; de cuantas maneras pudo condenó la opresión de los indios. Los mamelucos le dejaron un muchacho de nueve años, y lleváronse delante todos los demás cautivos.
CAPÍTULO XXII
LOS MAMELUCOS DESTRUYEN EL PUEBLO DE SAN PEDRO Y SAN PABLO.
Por el mismo tiempo, otra falanje de ladrones devastó las tierras de Ñanduabusú, cuyos habitantes, en ausencia del P. Rançonnier, fueron engañados de esta suerte. Conferenciaron los mamelucos con los indios principales, y les afirmaron que ellos no venían en son de guerra, sino para congregar los gentiles que estaban diseminados por el campo, y hecho esto enseñarles la religión cristiana: con tal objeto imploraban el auxilio de los neófitos; éstos, creyendo de buena fe en semejantes embustes, se pusieron en manos de los enemigos. Entonces los mamelucos cayeron sobre ellos cruelmente y apresaron los de más consideración, entregándolos á Ñanduabusú para que los custodiase; después engañaron á los caciques prisioneros diciéndoles que los pondrían en libertad con tal que les entregaran los pueblos sometidos á su autoridad; cayeron envueltos en las redes los caciques y presentaron sus indios, todos los cuales fueron cautivados. Cuando el P. Rançonnier supo la invasión enemiga, voló en defensa de los neófitos; en el camino encontróse con quinientos de ellos que por disposición de Ñanduabusú y otros caciques iban á entregarse á los bandidos; descubrióles las sutiles intrigas de éstos, y con tal calor les habló, que todos se animaron á la defensa; mas de improviso cayeron sobre ellos los mamelucos y les hicieron mucho daño. Unicamente setenta hombres armados que se unieron al P. Rançonnier en el pueblo destruído de San Pedro y San Pablo, rechazaron los ataques de treinta mamelucos y setenta tupís. Uno de los neófitos, después de recibir cinco heridas, recibió otra en la cabeza, y tan grave que se derramó el cerebro, y al día siguiente la cabeza hormigueaba de gusanos; lo bautizó el P. Rançonnier, encomendando su alma a San Francisco Javier, cuya fiesta era aquel día, y á su Angel Custodio; luego lo dejó solo por atender á los demás, creyendo que muy pronto espiraría sin duda alguna; pasados ocho días lo vió vivo y sano, y quedó tan admirado que reputó la curación por milagrosa y debida á la intercesión de San Francisco Javier y del Angel Custodio de aquel indio.
CAPÍTULO XXIII
LO QUE SUCEDIO EN LA PROVINCIA DE ITATÍN
LUEGO QUE FUERON DESPOBLADAS SUS REDUCCIONES.
Destruídos los pueblos de Itatín, procuraron los misioneros rescatar los cautivos y reunir los neófitos dispersos por el campo. El Padre Rançonnier fué ante los mamelucos, y mostrando el pecho, rogó que le quitaran la vida antes que ofender á los miserables indios; nada consiguió, pues aquellos hombres tenían el corazón demasiado endurecido para sentir la compasión. Temiendo los mamelucos que los payaguaes, gualachíes y españoles se unieran en defensa de los de Itatín, se retiraron á toda prisa, llevando delante cinco mil prisioneros, cautivados con engaños en dicha región, y otros innumerables cogidos en varios pueblos. Antes que partiesen de Itatín se presentó á ellos el P. Nicolás Henard, y consiguió el rescate de Ñanduabusú; luego siguió las huellas de los enemigos, y con sus consejos y protección favoreció á los cautivos que se fugaban, entre quienes se halló el cacique de San José; éste, al huir, probó cuánto puede en las almas fuertes el deseo de ser libres; queriéndole detener los bandidos, él solo se defendió contra muchos hasta que se puso fuera de su alcance. Algunos tupís, descontentos de los mamelucos, se refugiaron al lado del padre Henard; mas los de Itatín, recelosos de que fueran traidores, los asesinaron á todos. Los mamelucos, después que se retiraron, dijeron no haber peleado con pueblo tan valiente cual el de Itatín, donde afirmaron que no volverían á entrar en adelante, exagerando la incomodidad de los caminos, como disculpa de su resolución: en esto se parecían á los navegantes, que mientras la tempestad hacen propósito de no embarcarse otra vez, y cien veces lo quebrantan. Cuando pasaron el río sobrevino una tormenta, y naufragó la balsa en que iban los caciques de Itatín engarzados en una cadena; todos perecieron. Los cautivos, y con ellos sus dueños, se vieron precisados á comer víboras y otros animales repugnantes, á falta de víveres. Hablando de esto el Padre Rançonnier en carta dirigida á sus comnpañeros, exclamaba: «Abochornarme debo ser poco celoso en la salvación de las almas; los ladrones brasileños salen de su país y atraviesan leguas de inmensas soledades, yendo por bosques y crestas de montes sin provisiones; con tal de hallar indios que apresar, desprecian la vida: ¿qué responderé en el día del Juicio si, desechando la pereza, no muestro desvelarme en honra de Dios tanto como los forajidos en encadenar los hombres?» Luego que los mamelucos se marcharon, fué á la Asunción el P. Ignacio Martínez para demandar protección al gobernador y consejos al Rector del Colegio. En seguida comenzó á recorrer la provincia invadida, á fin de reparar el mal pasado, siquiera fuese con peligro de su vida, la cual estuvo á punto de perder. Los de Itatín se fortalecieron en las sospechas que ya concebían, oyendo decir á los mamelucos que ellos acudían llamados por los religiosos de la Compañía. Enfureciéronse con esto los neófitos, y un pelotón de ellos, cayendo sobre el P. Rançonnier, quiso matarlo; ya los arcos de algunos apuntaban al pecho de éste; varios prorrumpieron en las siguientes palabras: «Tú has sido el introductor de los ladrones; tú los trajiste á nuestras tierras; vinieron por el mismo camino que tú desde el Guairá.» A los dichos se prepararon á unir los hechos, y llamando más hombres, se disponían á inmolarlo; felizmente pudo escapar con el favor divino. En los Ángeles halló el P. Rançonnier que los indios, por odio á la Compañía, habían profanado la iglesia. En San José quedó solamente una vieja, y al verse en medio de aquella desolación, se ahorcó. Por todas partes huían los neófitos de los pueblos para internarse en los montes ó vagar presos de viva agitación; como quiera que los mamelucos al retirarse habían asegurado que otro escuadrón se dirigía á invadir las reducciones del Paraguay, ni los indios ni los Padres sabían qué hacer: poco á poco, gracias á Dios, fuéronse disipando las sospechas de los neófitos, y pasado un año se cicatrizaron las heridas causadas por la irrupción de los bandidos. Es digno de memoria que el Santo Cristo sudó precisamente cuando los jefes de los mamelucos se disponían á la expedición: Jesús mostró sufrir al mismo tiempo que sus misioneros. Pareció menos lamentable la ruína del país de Itatín, porque ya no había lágrimas que derramar después de la destrucción del Guairá.
CAPÍTULO XXIV
VARIOS SUCESOS DEL TUCUMAN (AÑO 1633).
En Córdoba falleció el P. Diego Ribeiro, portugués, á los once años de entrar en la Compañía: fué humilde, de costumbres puras y digno de alabanza por sus demás virtudes. En Buenos Aires se distinguió el P. Andrés Jordán, natural de Zirivola, en el reino de Nápoles. Residió veintitrés años en el Colegio de Buenos Aires, donde trabajó sin descanso. Al morir, instigado por el demonio, casi dudó de la misericordia divina; se puso tan fuera de sí, que era de temer se condenara; pero cierto resplandor celestial iluminó después su mente de manera tan suave, que daba indicios de la próxima bienaventuranza. Una inundación echó á tierra el Colegio de Salta: los jesuitas dormían cuando se desbordó el río; su primer cuidado fué poner en salvo el Santísimo Sacramento, y luego se subieron al tejado para evitar la muerte; viendo que el edificio amenazaba ruína, se retiraron á los árboles próximos con grave peligro de estrellarse; al instante se hundió el Colegio; menos mal que se pudieron antes sacar los muebles. Las autoridades dieron á los religiosos otra casa, en la que se construyó una capilla. Por no cansar dejo de referir las expediciones apostólicas que se llevaron á cabo en el Tucumán.
CAPÍTULO XXV
NACIMIENTO DEL P. JUAN DARÍO SU EDUCACIÓN Y CARGOS QUE TUYO.
En Estero, ciudad del Tucumán, espiró el P. Juan Darío, incluído, con razón, por Nieremberg entre los hijos ilustres de la Compañía. Nació en Altavilla, población del reino de Nápoles; su familia era noble. De niño y adolescente fué piadoso; estudió en Salerno y en Nápoles, donde obtenido el grado de Doctor en ambos Derechos, se consagró á la abogacía; pero habiendo sido condenado por el juez cierto cliente suyo en un asunto en que llevaba razón, se apartó de la profesión que ejercía; incribióse como cofrade de la Virgen María, y á los veinticinco años de edad ingresó en el Colegio de la Compañía en Nápoles, cuyo Rector era el P. Pedro Antonio Spinello. Pasado el noviciado, fué viceadministrador en la casa profesa y sucesivamente administrador en los Colegios de griegos, alemanes y nobles. Allí empezó á dar muestras de sus virtudes y á ser buscado para altas dignidades. Mas él setía deseos, inspirados por el Señor, de pasar á las Indias; adorando á Cristo en la Eucaristía, le pidió que lo llevase por buen camino; consultóle además sobre si le convendría dedicarse á la conversión de los indios, y entonces oyó una voz interior que le decía:¡Oh, Darío, si vas al Nuevo Mundo, llevarás muchas cruces! Con esto experimentó grandes ansias de padecer por el Salvador. Sin vacilar se dirigió al padre Claudio Aguaviva, quien le confió la dirección de los jesuitas que salían con dirección al Perú; el Procurador de esta provincia había muerto en el camino. Despidióle benévolamente el Papa Clemente VIII, y le recomendó la salvación de los indios; las palabras del Sumo Pontífice le sirvieron toda su vida de acicate, pues creía que no debía olvidar un instante lo que el Vicario de Cristo le tenía encargado. En la travesía confesó al Obispo del Cuzco, el cual dijo que nunca había hallado persona de corazón más igual al suyo. Estuvo en Juli un año y aprendió la lengua aimara. El Provincial Juan Sebastián de la Parra lo envió al Tucumán á fines del siglo pasado. Fué el primer Rector del Colegio de Córdoba, luego capital de la provincia, y estableció una residencia en el valle de Calchaquí. Echó los cimientos de los Colegios de San Miguel, Esteco y Rioja. El resto de su vida lo pasó en expediciones apostólicas y en otras cosas propias de la Compañía. Haré un resumen de las virtudes en que se distinguió.
CAPÍTULO XXVI
ALGUNAS VIRTUDES DEL P. JUAN DARÍO.
Por espacio de cuarenta años ninguna noche durmió más de tres horas; el resto lo pasaba en la oración. A fin de alejar el sueño, se privaba en la cena de comer carne. Nunca habló con sus compañeros por la tarde, la cual dedicaba á comunicar con Dios. El tiempo que tenía libre lo pasaba en meditar sobre la Pasión de Cristo, las prerrogativas de la Virgen, los ángeles custodios y las virtudes de San Ignacio y otros santos; así recibía luz que le iluminaba al ordenar sus actos á la mayor gloria del Señor. Decía que los buenos pensamientos, inspirados por el cielo, debían ser fecundos, y ponía el ejemplo de las gallinas, que si abandonan los huevos no salen pollos; el de los que digieren bien los alimentos por masticarlos cuidadosamente, y el de los que devoran cosas perjudiciales; afirmaba que no importa comer mucho, sino asimilárselo. Durante la Cuaresma y Jubileos, los demás religiosos, por oir confesiones y predicar con frecuencia, acortaban el tiempo de los ejercicios; pero él, privándose del sueño, se daba á la oración, pidiendo al Señor que protegiese á los penitentesy á los que oían sermones; decía que la nodriza cuantos más niños cría mejor debe comer, con objeto de tener leche nutritiva. «¿Cómo, añadía, mi corazón abrigará excelentes sentimientos si soy parco en la Mesa celestial?» Cuando alguno le censuraba su pesadez al celebrar Misa, replicaba: «Si me nombrases procurador en un grave negocio que solicitar del virrey, ¿te quejarías de que fuera importuno? ¿Por qué te quejas de que haga lo mismo con Dios?» Siempre que oía palabras frívolas, exclamaba: «Hermano, ¿qué tiene que ver esto con la salvación?» Inflamado con el amor divino, siempre hallaba ocasión de aumentarlo: al lavarse las manos, deseaba la pureza del alma; al ver correr los ríos, se decía: «¡Oh, si mi alma se dirigiera con el mismo ímpetu al Señor!» Viendo el monte del Potosí y tantos hombres trabajando en sus entrañas, gritaba: «¡Oh cuidados necios y vanos de los mortales, que posponen los tesoros de sabiduría y ciencia del Creador á la adquisición con infinitos trabajos y peligros de un pedazo de tierra!» Advertía á sus confesores que las gracias y consuelos interiores que experimentaba eran como lluvia copiosa sobre los campos y cual centellas que cruzan el aire, y le producían lágrimas espontáneas. Compuso un libro con las inspiraciones que recibió en el confesonario. A fin de aumentar el amor a Dios, castigaba su cuerpo duramente. Por espacio de cuarenta años no usó sábanas para dormir: echado en el suelo, reparaba sus fuerzas con el sueño; todos los días se disciplinó y llevó áspero cilicio. Siendo en Roma proveedor de tres Colegios, atendía á las cosas más ínfimas. En su navegación á Sevilla dió ejemplo á los misioneros asistiendo á los enfermos; antes de partir quiso retenerlo la casa profesa, intercediendo con el General. En América aprendió las lenguas quichúa, aimara y kaka. En el Tucumán fué padre de los pobres y servidor de los indios. Siendo Rector, á ningún mendigo dejó de dar limosna, y privado de su cargo siempre tuvo con que socorrer á los necesitados. En su habitación tenía sacos y cestas donde los ricos echaban pan y él lo distribuía por sus propias manos; si alguna vez los sacos y cestas estaban vacíos, se ponía al pie de la cruz y pedía le procurase limosnas; jamás sus ruegos fueron desatendidos. En medio de un hambre tan general que hasta los ricos la sufrían, él tuvo siempre víveres que repartir. Del Tucumán y el Perú le enviaban los ricos dinero á fin de santificar las obras de caridad con ejecutarlas aquel santo varón. Decía que no faltaría que dar al hombre generoso y confiado en el Señor. Cuando pasado todo el día en oir confesiones no hallaba en la casa nada que comer, oraba al Omnipotente de la siguiente manera: «Padre mío, hoy te he servido: aliméntame.» Infaliblemente experimentaba la clemencia divinay los ciudadanos acomodados le remitían cuanto necesitaba. Si se veía pobre en extremo, acogía numerosos huéspedes con objeto de excitar la compasión de Dios, y siempre la tuvo de su parte, pues tantos regalos recibía, que sobraban para la manutención de propios y extraños. No quiso alimentar con sebo la lámpara del Santisimo una vez que le faltó aceite; á los pocos días le regalaron dos tinajas llenas y hubo con ellas luz para muchos meses. De día y de noche cuidó que no faltasen á los enfermos vestidos y cuanto necesitaban, aun privándose él de lo preciso. A cuantos encontraba preguntaba si en algo podía servirles, y al contestar afirmativamente saltaba de gozo. Finalmente, fué liberal con extranjeros, indios, españoles, enfermos y presos, de modo que podemos colocarlo entre las personas más caritativas. Una mañana muy fría entró en el Colegio de Santiago del Tucumán, el gobernador, y encontrándose con el P. Darío le habló de esta manera: «Aunque no creo mucho en sueños os contaré uno que tuve la noche pasada: ví una escalera que desde el suelo llegaba al cielo, y en sus peldaños, pobres que os subían al Paraíso; queriendo yo subir también, me rechazaron, diciendo: – Si quieres seguir al P. Darío, imita su caridad. – Desperté, y vine á contaros el sueño: todo lo que tengo es vuestro.» Acto continuo le dió mucho dinero, y en lo sucesivo siempre le envió limosnas que distribuir á los necesitados.
CAPÍTULO XXVII
OTRAS VIRTUDES DEL P. JUAN DARÍO.
En sus sermones y conversaciones privadas trataba con tanta dulzura á los pecadores como con dureza se expresaba de los pecados; decía que la mejor medicina era sufrir á la vez que los enfermos. Difícil es enumerar á cuántos sacó de los vicios y cuántas enemistades deshizo con semejante conducta. Frecuentemente dejaba el asunto de sus pláticas, y lleno de Dios se ocupaba de otro. Por ejemplo, en nuestra iglesia de Santiago del Tucumán entró el gobernador y comenzó á quejarse del calor diciendo en alta voz: «Qué clima tan abrasador el de este país;» oyólo el P. Darío y tomó ocasión para hablar del fuego eterno, al lado del cual nada quema el sol; impresionóse el gobernador de tal manera, que acabado el sermón se confesó y dió gran suma de dinero á los pobres; todos los oyentes salieron emocionados. El día de año nuevo estaban en nuestro templo el Obispo de Tucumán, el gobernador y ciudadanos principales; subió al púlpito, y enseñando huesos de difuntos trató con elocuencia de la muerte é hizo saltar las lágrimas á muchos de los presentes. En la Semana Santa iba á predicar sobre la Pasión de Cristo; pero viendo que un clérigo llevaba inmodestamente medias de seda, habló contra éste, y le escucharon los fieles como á un oráculo. En Santa Fe tuvo que pronunciar los sermones en un púlpito colocado fuera del templo, pues la gente no cabía dentro, y tanto efecto producían sus palabras que bastantes personas se confesaban luego. Y todo esto lo hacía un italiano sin elocuencia humana, de lengua tarda y apenas conocía el castellano; admirando lo cual un fraile dominico afirmó en público que el P. Darío era de aquéllos que curan los vicios con sus virtudes y son elocuentes por la inocencia de su vida. Dió muestras de rara humildad: siendo Doctor en ambos Derechos y oráculo de gobernadores, obispos y oidores, vivió contento en el grado de coadjuntor. Se comparaba al hijo de noble dama, por la mañana bien peinado y vestido de traje nuevo, y á la tarde cubierto de lodo y manchas. Decía: «Mi Padre me cubre con gracia como con ropa elegante cuando me dedico á la meditación, á celebrar Misa, á confesar y darle gracia; mas yo, párvulo necio, pronto me lleno de polvo y suciedad.» El demonio, rabioso al ver tantas virtudes, le atacó de noche varias veces, pero siempre salió vencido; en cierta ocasión le hirió cruelmente porque convirtió á un hombre malvado; los médicos temieron por su vida. no le faltaron calumniadores: soportó con paciencia las falsedades de éstos, acordándose de las cruces que debía soportar en América, según le dijo el Señor en otro tiempo. Anduvo por las regiones bárbaras sufriendo trabajos indecibles en los caminos; en Calchaquí tuvo mil veces la muerte al lado por haberse extendido la peste; ayudó a los enfermos y no probó el agua sino á las horas de costumbre, á pesar del calor que hacía. Dícese que predijo varios sucesos. El arcediano de la Catedral afirmó con juramento que le anunció el parto de su hermana, estando en lugar donde debía ignorarlo. Pronosticó á un español opresor de los indios, de mala conducta y tenaz impenitente, que Dios lo castigaría; en efecto, murió sin confesión. A un jesuita profetizó sus próximas desgracias y lo restante de su vida; nunca los hechos que anunció sucedieron de otra manera. Indicios hay de que supo el tiempo de su muerte. Enfermó de pena por no poder impedir que un hombre cometiese cierto delito y de una insolación que cogió predicando al aire libre. Recibió los Sacramentos y comenzó á delirar, imaginándose que enseñaba los misterios de la fe á los indios y que confesaba: demasiado se ve lo que tendría en el corazón. Su pérdida fué sentida por la ciudad toda; cada cual lo lloraba como á uno de su familia. El Provincial escribió al General diciendo que la población se había consternado tanto cual si el Juicio final se acercara; los indios especialmente se lamentaban amargamente; el gobernador del Tucumán y el Deán llevaron en sus hombros el cadáver.
CAPÍTULO XXVIII
SON VEJADOS LOS MISIONEROS EN EL PARAGUAY.
En la Asunción se retardó algo la propaganda del Evangelio con varias disputas inoportunas que promovió el gobernador. Este puso en la cárcel á un cacique del Paraná y á varios de sus compañeros, sin más causa que haber hecho unas canoas menores de lo convenido; á la violencia unió palabras altaneras, amenazando con ir al Paraná al frente de tropas y e as y reducir sus habitantes á trabajos forzados en favor de los españoles. Esto irritó á los neófitos, quienes llevaban á duras penas el yugo extranjero, y á no ser por la autoridad de la Compañía se habrían sublevado. EL Obispo embrolló más el asunto, pues olvidándose de lo mucho que antes alabó á los misioneros por su abnegación, atento al interés, pensó que los emolumontos de su Iglesia serían mayores si encomendaba la cura de almas en los nuevos pueblos á clérigos seculares, completamente sometidos á su jurisdicción. Para conseguirlo, á pretexto de que los indios no pagaban los diezmos ni la cuarta canónica, puso entredicho á todos los jesuitas del Paraná. Cosas más graves meditaban el gobernador y el Obispo, y las habrían realizado si el P.Pedro Romero, interrumpiendo sus tareas apostólicas, no saliese á la defensa de la Compañía: desde el Uruguay fué á la Asunción, distante cien leguas, y con palabras comedidas rogó al gobernador que no aterrase á los nuevos cristianos yendo contra la voluntad del rey Católico, si exasperase á los pacíficos; que á los indios se les debía ir poco á poco enseñando á vivir según las leyes. Después de larga discusión, acabó el gobernador por convencerse de lo que el misionero decía. Más trabajo costó persuadir al Obispo, por ser muy tenaz en su opinión: hubo que mostrarle las Reales cédulas y disposiciones pontificias que impedían á los Ordinarios poner entredicho á los religiosos por las causas que sabemos. Estando en esto, llegó el Provincial, P. Vázquez, y con sus razones disolvió los argumentos del Obispo, quien defendía su proyecto de llevar sacerdotes seculares al Paraná, cosa muy perjudicial á la religión católica. Para apartarle de éste, exhibió el Provincial una pragmática, en la que terminantemente se prohibía el quitar á la Compañía la administración de los pueblos de neófitos sin consultar antes á Su Majestad y también el perseguirla de cualquier manera que fuese. Rindióse el Obispo, y luego que tornó al Paraná el P. Romero, visitó las nuevas reducciones y confirmó los neófitos.
CAPÍTULO XXIX
EMIGRAN LOS NEÓFITOS DE IGUAZÚA Y ACARAY.
A las referidas vejaciones y al temor de la guerra siguió el emigrar de los habitantes de dos pueblos. El P. Juan Agustín Contreras había ido por mandato de sus Superiores por el Paraná arriba para trasladar los pocos indios salvados del cautiverio y los útiles que había en las poblaciones destruídas. En el camino se encontró, ya pasada la catarata, con algunos mamelucos, quienes le preguntaron con curiosidad por los neófitos de Iguazúa y Acaray, reducciones del Paraná, diciendo que no lejos estaban tres compañías de brasileños con los indios capturados en Itatín. Entonces el P. Contreras vió inminente una tercera invasión de los bandidos; volvió lo antes que pudo al punto de su partida, y advirtió á los habitantes de Iguazúa y Acaray del peligro que corrían, escribiendo lo mismo al P. Pedro Romero; éste al momento convocó para deliberar cuantos socios había en el Paraná y el Uruguay. Ya reunidos, se confirmaron en el propósito de dar la vida por el bien de sus feligreses, á quienes excitaron para defenderse contra los enemigos. El P. Romero mostró un ardor sin igual, deseando para él lo más difícil, pues creía que así debía proceder dada la autoridad y el encargo que tenía. En esto los neófitos de Acaray, como creciera el rumor de estar ya cerca los mamelucos, abandonaron el pueblo, incendiándolo antes, y después de caminar algunos días, llegaron á Itapúa y á Corpus Christi, donde en el actual momento aún residen, sin esperanza de tornar á su patria. Luego dedicó su atención el P.Romero á poner fuera de peligro los indios de Iguazúa. Era evidente que no podía conservarse esta reducción y se hacía precisa la emigración de sus moradores, pues además de estar separada treinta leguas de las demás, era fácil la entrada en ella desde el Guairá por el río y por tierra. Bien meditado el asunto, quedó acordado el abandono del pueblo. Entre San Javier y la Concepción había un campo muy á propósito para la fundación de un lugar; mas el camino que allí conducía describía bastante curva, no menor de cincuenta leguas, y temían los Padres que así como gran número de neófitos perecieron al emigrar del Guairá, otro tanto sucediera á los de Iguazúa y por las mismas causas; pero como era mayor el miedo que infundían los mamelucos y preferible perder la parte que el todo, tal dificultad no impidió la emigración que se hizo más llevadera con adquirir víveres el P. Romero en los demás pueblos y las balsas necesarias para el viaje, y ordenar á los misioneros que ayudasen á los neófitos con cuanto pudieran. De esta manera, dos mil doscientos iguazuanos llevaron á cabo su marcha sin graves tropiezos, estableciéndose en un pueblo construído á orillas del Uruguay con el título de Santa María la Mayor, y aumentaron el número de los neófitos que moraban en aquella región. Quiso el demonio evitar la emigración, apareciéndose en forma de la Santísima Virgen á un mancebo, al cual prometió que si los neófitos permanecían en su lugar, los defendería de los mamelucos y salvaría de todos los peligros; enterados los misioneros de semejante astucia del diablo, deshicieron los engaños de éste. Algunos indios se resistieron á marchar y se internaron en los bosques; de allí fueron reducidos por los Padres. Con el tiempo creció el nuevo pueblo, donde yo permanecí dos años, á causa de los muchos bárbaros que fueron convertidos al cristianismo.
CAPÍTULO XXX
DE LAS REDUCCIONES DEL URUGUAY.
Después de verificada la emigración de los iguazuanos, se contaban en el Uruguay diez pueblos fundados por la Compañía; de ellos hablaré brevemente. En la Concepción se introdujeron las flagelaciones públicas en memoria de la Pasión de Cristo, cosa que era de admirar, pues con tal rigor se herían los hombres y muchachos, que fué preciso moderar su celo; antes de ser cristianos eran gente que trataban su cuerpo con regalo, y tan indulgente con los niños, que hasta el nombre ignoraban del látigo. Después de imbuídos en la fe católica, deseaban con ardor castigar sus miembros por las faltas cometidas é imitaban las virtudes de los europeos. En dicho pueblo se aumentó el número de los cristianos con doscientas cuatro almas. En Piratini los neófitos se ocupaban en reducir los indios salvajes y presentarlos después á los religiosos para que los bautizaran. En Yapeyú fué expuesto a la veneración pública por vez primera el Santísimo Sacramento, con asistencia de muchas personas venidas de lejos. Gran parte del pueblo de la Purificación quedó destruída por un incendio; á fin de que las llamas no destruyeran también la iglesia, sacaron en procesión la imagen de María y el fuego no se propagó. En Caasapaminí se convirtieron más de quinientas veinte almas; en San Francisco Javier trescientas noventa y una, casi todas personas adultas, recibieron el Bautismo; veinticuatro cayaguaes se pusieron bajo la dirección de la Compañía; un pelotón de tránsfugas tornó al redil de Cristo. El pueblo de San Javier fué trasladado á paraje más conveniente, y en él persevera el día de hoy, habiendo aumentado notablemente el número de sus habitantes. Los misioneros cristianaron en la Asunción cuatrocientos ocho adultos y ochenta y nueve niños. Aquella imagen que sudó milagrosamente en Acaray, fué trasladada desde el Paraná á San Javier y puesta en la iglesia con grande pompa. Un neófito que faltaba á Misa los días festivos y despreció las amonestaciones del Rector, falleció repentinamente; otro, por la misma causa, murió de un rayo. Cierto neófito que se desdeñaba de que le impusieran la ceniza, mientras la recibían sus hermanos fué asesinado por los ladrones. En la reducción de Caró, el día que se celebraba la fiesta de los mártires del Japón, los PP. Pedro Espinosa y José Oreghi bautizaron quinientas ochenta y dos personas y autorizaron cuarenta matrimonios; cierto día de la Cuaresma se azotaron ásperamente trescientos hombres; los niños apenas salidos de la infancia imitaron el ejemplo de sus padres. En San Pedro y San Pablo, lugar de Caasapaguazú, el P. Adrián Knud, que era su Rector, bautizó cuatrocientos adultos y doscientos párvulos. No menos progresos hizo la fe en Caapi, gracias al celo infatigable del P. Mola. En San Carlos fué puesto con pompa en la iglesia un cuadro pintado por el P. Luis Bergier. De lo referido puede colegirse cuánto trabajaron los misioneros de noche y día por la salvación de las almas, recorriendo los bosques y montañas para aumentar la grey cristiana.
CAPÍTULO XXXI
PROSPERIDAD DE LOS PUEBLOS DE SANTO TOMÁS Y SAN MIGUEL.
Si admirables son las cosas que hemos referido del Uruguay, más lo fué el rápido incremento del Tape. En San Miguel, los Padres Cristóbal de Mendoza y Pablo de Benavides bautizaron ochocientos cuarenta y cuatro indios, reducidos con grande trabajo; en Santo Tomás, los PP. Luis Ernot y Manuel Bertot, noventa adultos y seiscientos niños; además inscribieron en el álbum de los neófitos á otros muchos. Allí sucedió que un indio que vivía con cinco concubinas rechazó el Bautismo; un toro lo cogió y destrozó de tal manera, que sólo tuvo tiempo para hacer penitencia y entrar en el seno de la Iglesia. Una india se oponía á ser cristiana y aconsejaba á sus conciudadanos que le imitasen: fué convertida á cenizas por un rayo. Dos caciques se convirtieron y ayudaron lo indecible en la reducción de las tribus vecinas y aun de las apartadas: el uno, llamado Arazay, antes de ser bautizado pronunció un discurso contra los dogmas de los hechiceros, tan razonado y hábil, que los misioneros lo aplaudieron; muchos indios imitaron su conducta. Este mismo, yendo en busca de infieles, llegó hasta el mar; en el camino se encontró con los mamelucos, quienes recorrían el país para esclavizar los indígenas; cierto europeo que iba con ellos escribió á los Padres que no se opusieran á las empresas de los brasileños, con lo cual se creyó próxima otra invasión. Una mujer, poco después de recibir el Bautismo, se internó en el bosque, y creyendo su marido y sus hermanos ser una fiera, la atravesaron á flechazos; su cuerpo murió, pero su alma pasó á mejor vida. Un hombre que estaba enfermo del corazón cayó en medio del camino; veíansele las entrañas y parecía carbón su cuerpo; antes de espirar acudió á él un sacerdote y lo confesó.
CAPÍTULO XXXII
FUNDACION DEL PUEBLO DE SAN JOSE.
Entre San Miguel y Santo Tomás, á un día de distancia de ambos pueblos, había cierto paraje montuoso, llamado Itacuati, cubierto de selvas, cuyos moradores, gentiles aún, procuraban con empeño ser instruídos por un religioso de la Compañía. Para no desanimarlos, el P. Romero les prometió acceder á sus deseos cuando el Provincial fuese desde la capital del Paraguay. No satisfechos con esto, apenas llegó el Provincial al Paraná le enviaron mensajeros suplicándole que no desatendiera sus ruegos. Mas ya entonces el Provincial, sabedor de esto, había enviado al P. Cataldino, Apóstol del Guairá, á fin de que fundase un pueblo en Itacuati y le diese el nombre de San José. Los indios salieron con alegría al encuentro del P. Cataldino. Este fué al lugar designado: allí, después de edificar iglesia y casa rectoral, echó los cimientos de la población; en breve tiempo se contaron trescientas cincuenta familias sedientas de la fe católica. A toque de campana acudían todos los días al templo para ser instruídas en nuestros dogmas, sin lo cual no podían recibir el Bautismo. De tal modo corrió un muchacho por llegar á la iglesia, que tropezó en el suelo y cayó herido mortalmente: es de creer que su alma entraría, en el cielo, pues tanto se desveló por ser cristiano. Hallábase enfermo un chico, y á pesar de lo mucho que se empeñaron sus padres en que recibiera las unturas de cierto mago, jamás consintió en ello: al fin el hechicero se las dió mientras dormía; mas sabedor el muchacho de lo hecho, se levantó de la camay huyó á casa del P. Cataldino llorando amargamente; el religioso le pronosticó que recobraría la salud en premio de su piedad. Yendo el P. Cataldino por las selvas en pos de los indios para reducirlos, halló cierto viejo octogenario que, semejante á otro encontrado por el P. Anchieta, nunca había pecado mortalmente. Le administró el Bautismo y el anciano espiró santamente. En Itacuati bautizó este año el P. Cataldino ochenta y tres adultos y ciento noventa y nueve niños; los demás quedaron para más adelante. Hasta hoy la Compañía ha cristianado cerca de cinco mil ochocientas personas.
CAPÍTULO XXXIII
FÚNDASE LA REDUCCIÓN DE LA NATIVIDAD EN ARARICA.
Por aquel tiempo se erigió otro pueblo en el monte de Ararica; dícese que su origen fué el siguiente: los PP. Francisco Jiménez y Pedro Romero, Rector el primero en Caró, se habían granjeado el afecto del cacique Cuñambo, hermano del célebre Mboipe; dicho indio, cuando regresó á su país, consiguió que sus compatriotas llamaran á los misioneros. Para conseguir que éstos fueran, les edificaron iglesia y casa rectoral, y con frecuentes embajadas solicitaban ser gobernados por sacerdotes de la Compañía; no lográndolo, trataron, ignoro si en broma ó de veras, de llevarse á viva fuerza uno de los religiosos que había en San Miguel. Por fin el Provincial les envió el P. Alvarez con facultades para crear una reducción y dedicarla á la Natividad de la Virgen. La primera tarea del P. Alvarez fué bautizar novecientas veintisiete personas, en su mayor parte de poca edad; luego se consagró á instruir los adultos, y á reducir los indios de los alrededores; al año de su fundación el pueblo contaba ochocientas familias de catecúmenos. Yo he vivido entre los araricanos después que fueron trasladados á otro sitio; hasta hoy la Compañía ha bautizado en el lugar de la Natividad mil ochocientas almas.
CAPÍTULO XXXIV
FÚNDASE EL PUEBLO DE SANTA ANA.
No se detuvo en lo narrado el ímpetu de la Compañía: por entonces los PP. Cristóbal de Mendoza y Pedro Romero, pasaron el río Igay, que atraviesa los montes del Tape, llamados por el cacique Itapay, hombre poderoso; éste habíase antes presentado en la reducción de San Miguel á los mencionados religiosos, asegurándoles que si iban al mencionado país podían fundar una población. Ambos emprendieron la marcha, y hallaron más gentiles que esperaban, pues cuatrocientas familias se habían congregado en cierto sitio, las cuales se mostraron tan benévolas cual pudieran serlo las de naciones cultas. Allí erigieron solemnemente la cruz, bautizaron los párvulos y consagraron el pueblo á Santa Ana. Fué nombrado Rector de éste el P. Ignacio Martínez, quien había trabajado con feliz éxito en Itatín y el Guairá; aún no se había acabado el año y ya contó en la población ochocientas familias, reducidas después de inmensas fatigas. Aunque se han perdido los libros parroquiales, es fácil conjeturar lo que allí se aumentó la cristiandad, teniendo presentes los datos que conocemos de otros pueblos. Lo que sí consta es que en Santa Ana fueron reducidos siete mi setecientos indios. El P. Cristóbal de Mendoza llegó á cierta aldea, y en ella rescató dos muchachos destinados á ser sacrificados y luego devorados por los antropófagos.
CAPÍTULO XXXV
FUNDACIÓN DEL PUEBLO DE SANTA TERESA.
Mientras esto se llevaba á cabo en las alturas del Tape, á la otra parte de los montes, se creaban dos nuevas reducciones, de las cuales contaré el origen, sitio y progresos. Cerca de las fuentes del Igay extiéndense campos dilatados, cubiertos de selvas á intervalos. Las más famosas de éstas son las de Ibitirú, Ibitirabebo y Mondeca, donde los pinos suelen tener ciento veinte pies de altura y aún más; son tan derechos, que parecen torneados; cuando están creciendo echan ramos de trecho en trecho, á guisa de coronas; después se caen y queda solamente la base, pulimentada y dura como un hueso. Los indios se alimentan gran parte del año con piñas de estos bosques; su gusto difiere algo de las europeas. También se cría el mate, yerba estimada por los paraguayos. Hay rebaños de cabras y muchos jabalíes. Por todo esto era de suponer que las reducciones prosperarían en aquel país á poco que se instruyeran los neófitos en la agricultura. Tal es la región donde fué dos años antes el Padre Romero con esperanza de reducir buen número de gentiles y establecerlos en San Carlos, que dista de aquella tierra dos días de camino; pero los indígenas se negaron á salir de su patria, abundantísima en todo, y entonces pensaron los misioneros en la fundación de un pueblo dentro de aquella parte del Tape. El año anterior, por mandato del Padre Romero, se dirigió el P. Mola á los dominios de Cuararé, cacique poderoso en las regiones situadas frente á la selva de Ibitirú, y enarboló el estandarte de la cruz; muy luego Cuararé y Tupamini, cacique de Mondeca, selva dilatada, pusieron todo su empeño en ser regidos por un sacerdote de la Compañía; accediendo á sus deseos, fué allí el P. Francisco Jiménez con facultad de crear una población; cuando llegó, en unión del P. Jerónimo Porcel, fué afablemente recibido por Cuararé, quien pronunció un elegante discurso, manifestando la inmensa alegría de que estaba poseído al ver los religiosos. Designado el sitio que debía ocupar la futura reducción, acudieron los indios con presteza y trabajaron en la construcción del templo y de las casas, con tal ardor, que ni por el frío ni por las tempestades abandonaron la tarea. Esta gente acostumbraba á colgar del labio inferior de los niños piedrecitas alargadas; los Padres reprendieron tan extravagante costumbre, diciendo que no se debe deformar el cuerpo que el Señor nos ha dado; entonces los indios quitaron dicho adorno á todos los párvulos y lo arrojaron al fuego, temiendo que el conservarlo fuese obstáculo á la recepción del cristianismo. Las madres á porfía ofrecían sus hijos á los misioneros, sabiendo que éstos no abandonarían sus pequeñuelos en Cristo. Hecho todo esto, los Padres se volvieron al Uruguay. En el presente año fué á Santa Teresa el P. Francisco Jiménez con orden de mudar el pueblo á lugar más conveniente, como lo hizo, estableciéndolo en los dominios de Tupamini; á la edificación de la iglesia y casas concurrieron los vasallos de Cuararé, aunque sentían abandonar su país, y también muchos indios de las cercanías. Esta reducción fué consagrada á Santa Teresa por indicación del gobernador de la Plata, siendo su Rector el P. Francisco Jiménez desde el mes de Agosto, y su Coadjutor el P. Juan Salas; la población creció de tal manera, que antes de acabar el año contaba ochocientas familias. Los niños recibieron el Bautismo y los adultos se prepararon con la enseñanza para entrar en el gremio de la Iglesia.
CAPÍTULO XXXVI
PRINCIPIO QUE TUVO LA REDUCCION DE SAN JOAQUÍN.
Poco después llegó á Santa Teresa el P. Romero, quien pasó los montes del Tape con objeto de abrir camino por donde fuera á dicha reducción el Provincial, que era ya anciano. Luego que atravesó la sierra del Tape, salió á su encuentro el cacique Caruay, hombre poderoso, con algunos de sus vasallos, diciendo que ellos deseaban adoptar la religión cristiana y establecerse en domicilio fijo; añadió que no faltaría gente para fundar una población si allí iba un sacerdote de la Compañía. Abrazó el P. Romero á Caruay y dió gracias al Señor porque movía los corazones de los bárbaros hacia la eterna salvación. Considerada la naturaleza del país y el carácter de sus moradores, accedió gustoso á lo que le pedían: por un lado, él tenía sumo interés en someter á Cristo tantas almas seducidas por el diablo; por otro, comprendía la importancia que tenía para el Tape la fundación de reducciones en la parte ulterior de los montes, de modo que Santa Teresa estuviera cerca de nuevos pueblos. Elegido lugar á propósito, el P. Romero erigió la cruz, bautizó los niños, dedicó la población á San Joaquín y nombró como Rector interino al P. Francisco Jiménez; llegó éste del bosque de pinos, y con gran concurso de los indios vecinos comenzó á edificar la iglesia; por ser de piedra el suelo, había dificultad en abrir los cimientos; cierta mujer animó á los operarios llevada de su piedad, diciéndoles que en recompensa de su trabajo aprenderían la verdad y conseguirían el cielo. El P. Juan Suárez, que fué más adelante Párroco, terminó dicho templo, que era muy espacioso, y la casa rectoral. Reunió tantos indios, que bastaban para constituir una buena reducción. Yendo el P. Suárez á la nueva población sin más armas que la cruz y el breviario, le preguntaron sus compañeros por los medios con que contaba para costear la iglesia y pagar los jornaleros; él replicó: «Llevó la semilla del Evangelio, y esto basta.»
CAPÍTULO XXXVII
EL PROVINCIAL FRANCISCO VÁZQUEZ VISITA LAS REDUCCIONES DEL URUGUAY.
Entre tanto salió el Provincial de la metrópoli del Paraguay, y pasando por el Paraná y el Uruguay á fin de visitar los religiosos, llegó á San Carlos; desde allí partió con dirección á Santa Teresa; en el camino recibió tal herida en una pierna á consecuencia de haberse caído, que lo tuvieron que llevar los indios en hombros. Santa Teresa distaba ocho millas de San Joaquín; pasó los montes el Provincial, y recorriendo los pueblos en aquella región establecidos, vió cómo los gentiles manifestaban deseos de convertirse y residir en una feligresía; dióles buenas esperanzas, y poniéndolos bajo el patrocinio de San Cosme y San Damián, por el río de las Víboras bajó al Ibicui. Encontróse con muchos indios en las riberas de los mencionados ríos, quienes solicitaron ser reducidos; pero en atención á que, dada la escasez de religiosos, no podían multiplicarse las poblaciones, les aconsejó que se incorporasen á los neófitos del Yapeyú, como en efecto lo hicieron. Por donde quiera que iba obsequiaba á los neófitos y catecúmenos con varios regalos, de manera que ninguno quedó sin recibir algo, con ser muchos los que le salieron al encuentro. Después de esto, se dirigió á la ciudad de Santa Fe por el Uruguay y el Paraná. En lo más alto de las montañas del Tape fundó la Compañía á fines del año una reducción con el título de Jesús y María; el paraje se llamaba Ibitiracain, concurrieron á ella tantos indios, que muy pronto contó cuatro mil habitantes; fué encomendada al P. Mola, notable por su pericia en el trato de los gentiles; éste bautizó los niños, y construyó un templo donde catequizar los adultos. Así, pues, en menos de dos años los misioneros crearon en el Tape ocho reducciones y designaron lugares para otras, de modo que con tales ganancias se compensaba la destrucción del Guairá.
CAPÍTULO XXXVIII
FUNDACIÓN DE DOS PUEBLOS EN ITATÍN.
En la provincia Re Itatín, distante del Tape doscientas leguas, sucedió que habiendo enviado el gobernador del Paraguay dos compañías de soldados, después que tuvo lugar la invasión de los mamelucos, para que defendieran el país, sobre llegar tarde en socorro de los indios, ardieron en deseos de oprimir á éstos con trabajos forzados, de manera que fueron más perjudiciales que provechosos. De regreso en la Asunción, con intento de vejar á los neófitos sin dificultad alguna, aconsejaron al gobernador que encargase la cura de almas en Itatín á clérigos seculares y no á religiosos. El gobernador estaba ya dispuesto á realizar éstos; pero el P. Francisco Vázquez, Provincial, denunció los graves males que serían consecuencia de tal resolución. Así, pues, rechazado dicho proyecto, volvió desde la Asunción á Itatín el P. Diego Rançonnier con amplias facultades en lo concerniente á la fundación de reducciones, y con él fueron los PP. Justo Vanfurp y Nicolás Henard. El fruto de sus trabajos apostólicos durante aquel año, consistió en crear dos reducciones con los indios que andaban errantes por el temor de los bandidos y con otros que redujeron: la primera cerca del río Tepoti; su Rector el P. Justo Vanfurk; la segunda debió su origen al esfuerzo de los PP. Diego Rançonnier y Nicolás Henard; dista cien millas de la Asunción, capital del Paraguay. Paso por alto las dificultades con que lucharon los religiosos para reducir los bárbaros y edificar las casas y el templo, pues todas son comunes en las expediciones apostólicas, como también el hambre que padecieron. Cierta persona que ejercía un cargo público, perjudicó la propagación de la fe por haber dicho imprudentemente á un cacique de Itatín, ignoro si en broma ó de veras, que muy pronto los indios de aquel pueblo serían esclavos de los españoles; con esto, los neófitos creyeron que los misioneros eran precursores de la servidumbre y se apartaban de ellos. Tal suspicacia se fué desvaneciendo lentamente y se extinguió cuando la Compañía obtuvo una Real cédula, según la cual los indios regidos por los misioneros quedaban sometidos al monarca directamente y libres de todo trabajo forzado. Inquietóse no poco el P. Rançonnier con haber divulgado los payaguaes que los españoles del Paraguay proyectaban llevar sus armas contra ellos y los de Itatín. Consecuencia de esto fué el que cuatrocientos indios conducidos por Ñanduabusú el anciano, pasaran el Paraguay y se internasen en los bosques recónditos; merced á los desvelos de los religiosos, volvieron la mayor parte al pueblo durante el año siguiente.
CAPÍTULO XXXIX
ESTADO DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY MIENTRAS LA GOBERNÓ EL P. VÁZQUEZ.
A fines de aquel año recibió el Provincial carta de Roma en la que se le ordenaba que cesara en su cargo; el P. Vázquez había ejercido su cargo por espacio de cinco años. Hubo en este tiempo sucesos favorables y adversos: once poblaciones del Guairá fueron destruídas; la de Acaray, en el Paraná, aniquilada; Iguazúa trasladada á otro sitio; los neófitos de Paraná y Uruguay diezmados por la peste; en el Chaco se intentó la reducción dos veces con éxito desgraciado; los pueblos de Itatín apenas habían nacido y ya se vieron devastados. Entre las cosas prósperas, mencionaremos la reedificación del Caró en el Uruguay y la fundación de Caasapaguazú, Caapi, San Javier y la Asunción, en la misma región; la de ocho poblaciones en el Tape y otras dos en Itatín; además se allanó el camino para la propagación del Evangelio en varios países. Entre los individuos que expulsó de la Compañía, se contaba un Padre llamado Núñez, nacido en el Paraguay de padres humildes; admitido entre los coadjutores, vivió bastante tiempo sin torcerse al mal; cuando cambió de conducta, fué despedido. Luego en el Perú ganó en el juego á un soldado cuanto poseía, y rogándole éste que le dejara siquiera la espada, no lo consiguió; airado el militar, calló; pero á la noche vengóse dando al ex-jesuita estocadas hasta matarle; el asesino aprovechó el momento de estar durmiendo su enemigo, y con el mismo instrumento que motivó el odio cometió el delito. Hasta aquí he referido lo más importante, pues las minucias son indignas de una crónica. Sí diré del P. Vázquez que fué natural de Trujillo y de padres nobles. Pasó á las Indias siendo muchacho, con un tío suyo, Canónigo en la Plata. Educóse en el Colegio de San Martín de Lima, y muy joven entró en la Compañía, no obstante la opinión del clérigo mencionado. Terminados sus estudios recibió el presbiterado y estuvo de Rector en el Colegio de Santiago de Chile mucho tiempo. Ejerció más adelante el cargo de Procurador en Roma, y residió en varias partes hasta que fué elegido Provincial. Cuando lo dejó de ser, gobernó el Colegio de Córdoba por segunda vez; murió, á los ochenta de su edad, el año 1652. Tantas virtudes le adornaban, cuantas requerían las dignidades de que fué investido. En sesenta años nunca se acostó sin implorar antes la protección de la Virgen. En los Colegios y pueblos de los indios fomentó las cofradías en honor de María; dejó á su sucesor fundadas nueve residencias de la Compañía en las ciudades de españoles, y en las poblaciones de los indios veinticinco.
NOTAS
1- El P. Techo da al P. Rançonnier unas veces el nombre de Santiago y otras el de Diego; con éste lo designa más generalmente.–(Nota del T.)
LIBRO UNDECIMO
CAPÍTULO PRIMERO
COMIENZA Á EJERCER SU CARGO EL PROVINCIAL DIEGO DE BOROA;
EMPRESAS DE LOS JESUITAS EN EL TUCUMÁN (AÑO 1634).
El día de la Concepción tomó posesión del Provincialato el P. Diego de Boroa, hombre virtuoso, austero sobre toda ponderación y acérrimo defensor de los indios. Había predicado á los calchaquíes en el Tucumán y á los guarambarés en el Paraguay; fundó en el Paraná las reducciones de Iniani é Iguazúa; en el Uruguay echó los cimientos de San Javier, y estuvo al frente de las misiones situadas en las orillas de aquel río. Antes de que la provincia se dividiera en dos, trabajó con fruto en el reino de Chile. Fué Rector en Córdoba y la Asunción; como sabía los idiomas quichúa y guaraní y era celoso por la salvación de las almas, hizo mucho bien á los indios. Justo parecía que quien realizó notables expediciones apostólicas en varias partes de la provincia, ilustrase luego a esta con el esplendor de sus virtudes y la rigiese. Todos se alegraban de tenerlo por Superior, y mayormente los misioneros ocupados en la conversión de los indios, esperando que los protegería con entusiasmo en sus laudables tareas; y no se engañaron, pues lo primero en que pensó fué procurar que los gentiles de aquella vasta región entraran en el seno de la Iglesia y los neófitos se confirmaran en los mandamientos cristianos. Bajo sus auspicios, los PP. Andrés Valera y Pedro Martínez se dirigieron a los ríos Dulce y Salado, que distan del Colegio cuarenta y sesenta leguas respectivamente; en cuatro meses deshicieron los engaños del demonio y confundieron las supersticiones. Muchos indios, semejantes a los ateos, negaban la inmortalidad del alma y se entregaban a repugnantes vicios, sacrificando á Satanás en nefandas embriagueces; otros, fanatizados por los hechiceros, enseñaban pésimas doctrinas. Los misioneros bautizaron mucha gente y oyeron en confesión á tres mil penitentes. Cierta india, para librarse de uno que la seguía con malos deseos, le mostró la cruz y le pregunto: «¿Por quien murió Dios en esta?» Contesto el amador: «Por mi;» replico la mujer: «No correspondas al amor divino con un feo delito.» Otra estando enferma vio la celestial Jerusalén resplandeciente de oro, y que la echaban de allí por ignorar los rudimentos de la fe católica y la obligaban á caminar por senda estrecha donde los tábanos la picaban cruelmente; temerosa de más terribles males, invocó a Jesús y María y se vió libre. El Colegio de San Miguel intervino en restablecer la amistad entre los bandos enemigos de la ciudad. En el campo de esta ciudad los Padres resolvieron asuntos más difíciles: cuatrocientos calchaquíes, al mando de Chilemín, hombre ferocísimo, asaltaron un pueblo de indios llamado Yucumanita; degollaron sus habitantes; quemaron las casas y el templo, y cargados de botín regresaron á su patria. Súpolo el P. Ignacio de Loyola y con otro jesuita, sin hacer caso de las exhortaciones de los españoles, quienes le decían que volaba á su perdición, fué al pueblo incendiado, confesó á los heridos, enterró los cadáveres y tornó salvo. A causa de la guerra permanecieron inactivos los misioneros del Tucumán. El P. Diego de Boroa visitó los Colegios y con notable fruto varias regiones de indios; anduvo por el Tucumán cuatrocientas leguas y se dirigió apresuradamente á las reducciones del Paraná, con objeto de ver lo que hacían los jesuitas y preparar una expedición al país de los churiguanaes.
CAPÍTULO II
ENTRADA QUE SE HIZO Á LOS CHIRIGUANAES.
Diré algo de esta nación belicosa. Cuando los indios del Paraguay, antes de que llegaran al Río de la Plata los españoles, mataron, según ya hemos referido, al portugués Alejo García, que volvía de la frontera peruana, ya por miedo de ser castigados, ya por robar libremente, se confederaron con los del Paraná, y abandonando su patria, se establecieron donde habían estado á las órdenes de Alejo García. Los indios del Paraná caminaron por las inmediaciones del Pilcomayo hasta llegar á los montes que se alzan cerca de Tarija, población de españoles; los indios del Paraguay siguieron otra ruta; atravesaron una región inmensa, y se establecieron en los alrededores de San Lorenzo, no lejos del río Guapay, Puestos de acuerdo, construyeron sus pueblos en las cimas de los montes, y haciendo frecuentes incursiones por aquella tierra, la devastaron; tiénese como cierto el que en un siglo cautivaron ó degollaron cien mil indios; ignórase por qué fueron llamados chiriguanaes. Al principio de su emigración devoraban con solemnidad los prisioneros de guerra; luego que trataron con los europeos, se abstuvieron de carne humana y vendían los cautivos; no perdían ocasión de dedicarse á este comercio; con los mismos españoles combatían, y á tal grado llegó su audacia, que derrotaron al virrey del Perú, D. Francisco de Toledo, y hasta ahora no han cesado de vejar los pueblos de Tarija, Pasmaya, Pilay, Tomina y Misca, situados en el Perú; como también el de Santa Cruz y las fronteras del Tucumán y Paraguay. Ninguna tribu de la América austral fué tan temible para los españoles como la chiriguana, instigada por el afán de lucro y ejercitada en correrías; ninguna hizo tanto daño á los indios. Y lo admirable es que al emigrar solamente eran cuatro mil almas: á lo menos así lo dicen; después se aumentaron con los cautivos y el exceso de nacimientos, hasta desbordar los montes y esparcir el terror cerca y lejos. Nadie había conseguido reducir esta gente; en vano puso los medios conducentes el Obispo del Perú; en vano hacía treinta años intentaron su conversión el P. Manuel Ortega, varón apostólico, y el P. Martín, compatriota y pariente mío, y otros jesuitas del Colegio de Santa Cruz procuraron lo mismo. Al tiempo de que nos ocupamos, hallándose el P. Francisco Díaz Taño en Chuquisaca como Procurador del Paraguay, se le acercaron algunos chiriguanaes, diciéndole que su nación recibiría la fe católica con tal que la doctrinasen misioneros peritos en el idioma guaraní. Sabedor de esto el ex-Provincial del Paraguay, Diego de Torres, que á la sazón vivía en Chuquisaca, pidió y obtuvo de un hombre rico, por nombre Guzmán, mucho dinero y un censo anual de quinientos escudos de oro con destino á las misiones de los chiriguanaes, á cuyo país fueron el P. Francisco Díaz Taño y otro sacerdote. En vista del informe que dieron al P. Torres acerca de la nación chiriguana, éste escribió al General diciéndole que sería conveniente enviar al Perú dos jesuitas ejercitados en las misiones del Paraguay para predicar entre los chiriguanaes. Accedieron á ello el General, el Provincial del Perú, Nicolás Durán Mastrilli, y la Audiencia, y mostraron sumo interés en el asunto, en vista de lo cual el P. Diego de Boroa se dirigió al Paraná con objeto de elegir misioneros á propósito, y lo fueron los PP. Ignacio Martínez y Pedro Alvarez, ambos esclarecidos: el primero por lo que hizo en el Tape, Itatín y el Guairá, yel segundo por lo que llevó á cabo en el Paraná, Tape y Uruguay; salieron del Tape y anduvieron seiscientas leguas; pasado un año llegaron al país de los chiriguanaes, y trabajaron, según consta en los anales del Perú, con más celo que buen éxito durante varios años.
CAPÍTULO III
EL P. DIEGO DE BOROA VISITA EL PARANÁ.
Poco antes de que partieran los misioneros al país de los chiriguanaes, el P. Boroa fué á la Asunción é inspeccionó el Colegio; prosiguiendo su camino, se dirigió al Uruguay, Paraná y Tape, á fin de cumplir con su cargo. Yo le seguiré, anotando las cosas más notables de las acontecidas aquel año, de modo que se eche de ver en los trabajos que sufrió el P. Boroa lo difícil y onerosa que es la dignidad de Provincial. El primer pueblo del Paraná dista treinta leguas de la Asunción; veinte más allá está Itapúa, donde llegó el P. Boroa y fué alegremente recibido por los neófitos, muchos de ellos engendrados por él en Cristo. Como en dicha población muriesen bastantes niños, los neófitos imploraron el auxilio de San Ignacio y cesó el mal casi en absoluto, una vez que hicieron promesa de celebrar con solemnidad la fiesta del fundador de la Compañía. Allí mismo, pasando un misionero por la puerta de una mujer que estaba con un niño en los brazos, le preguntó si enseñaba á éste la doctrina cristiana; la india replicó que, antes al contrario, la aprendía ella de su hijo; pareciéndole al religioso tal contestación imprudente, mandó al pequeñuelo que recitase varias oraciones, y como las dijera sin cortarse admiró al Señor, que habla por boca de los párvulos. Quince millas más arriba de Itapúa se halla Corpus Christi, reducción fundada doce años antes por el mismo P. Boroa; sus habitantes lo acogieron gozosos como á un padre espiritual. Entre Itapúa y Corpus Christi visitó dos aldeas pobladas con los emigrados del Guairá; al verlas experimentó profunda compasión, considerando á lo que habían quedado reducidas las poblaciones de aquella floreciente provincia. No seguiré hablando de esto por no renovar el dolor de las pasadas heridas mal cicatrizadas.
CAPÍTULO IV
EL P. BOROA VISITA EL URUGUAY.
Después que el Provincial recorrió el Paraná fué á la Concepción, primer lugar del Uruguay. Allí sucedió que los rostros de San Ignacio y San Francisco Javier, pintados en un lienzo, sudaron abundantemente en presencia de dos misioneros, cuyo relato merece entero crédito: esto hizo temer la proximidad de alguna desgracia, pues semejante prodigio sucedió también en cierta reducción poco antes de la invasión de los mamelucos. Por otra parte, había noticias de que éstos se hallaban en la parte de la costa situada hacia la provincia de Tape. Los neófitos de Iguazúa, que habían sido trasladados á orillas del Uruguay, tres millas más allá de la Concepción, recibieron con alegría al Provincial; éste los había reducido nueve años antes. Luego que se retiró de Iguazúa el P. Boroa, hubo un contratiempo: tres cuadrillas de neófitos huyeron á los bosques, su antigua morada; con increíble diligencia fueron hallados y restituídos á la población. Marchó el Provincial por el Uruguay arriba á San Francisco Javier, y con ser la navegación de nada más que cuatro leguas, naufragó; sus compañeros de viaje, aturdidos por la tempestad, creyeron que había perecido, y en esta idea mandaron decir misas por su alma. Al día siguiente supieron cómo estaba vivo y sano, con lo cual los religiosos recibieron inmensa alegría, y, sobre todo, cuando les contó que fué sacado de las ondas por los iguazuanos, los cuales, con harto peligro de su vida, se arrojaron á ellas, preservando de la muerte temporal á quien les había librado de la eterna. El pueblo de San Javier, también fundado por el P. Boroa, contaba dos mil almas. Navegó el Provincial un día y llegó á la reducción de Acaragua, donde fueron bautizadas trescientas cuarenta y dos personas adultas y noventa y siete niños. Un indio que tenía ocho concubinas dijo en alta voz al P. Cristóbal Altamirano: «De todas mis mujeres he tenido hijos, y los adoro con todo mi corazón; pero más amo al Dios que tú me has anunciado: me reservaré la más antigua, y permitiré que las restantes se enlacen en matrimonio con mis compatriotas. ¿Qué dificultad hay para que reciba el Bautismo?» Aplaudió tales palabras el P. Altamirano y prometió administrarle dicho Sacramento pasados seis días; como el neófito replicase que no quería gemir tanto tiempo bajo el yugo de Satanás, sino ser inmediatamente hijo de Dios, fué bautizado al momento. Muy pronto enfermó gravemente: el P. Altamirano, que lo cuidaba, estaba poseído de tristeza; entonces le dijo el indio para consolarlo: «Tendrías motivo de dolor si yo muriese gentil; pero siendo ya heredero del reino de los cielos, cual lo soy mediante el Bautismo, debes alegrarte de que entre en ellos.» Desde Acaragua fué el Padre Boroa á San Nicolás, pueblo de Piratini, distante diez leguas; cuando se fundó la iglesia de dicho pueblo, aconteció un hecho memorable. Las mujeres llevaban á cuestas la tierra, y no contentas con esto hicieron cestitos para sus niños, á quienes por mamar todavía, los llevaban en brazos; con obra tan piadosa procuraban tener de su parte la clemencia del Señor. Este año se aumentó la cristiandad de Piratini con ciento setenta almas. Visitó el Provincial el pueblo de la Purificación, situado á un día de camino de Piratini; su Rector era el P. José Domenech; por mandato del P. Boroa se llevó en procesión el Santísimo Sacramento; en medio de la penuria que vivían los neófitos, hicieron mil quinientos arcos adornados con flores y ramos de árboles, y en los cuatro ángulos de la plaza otros tantos altares, y en ellos animales salvajes y mansos de cuantas especies se criaban en el país; concurrieron á tal festividad muchos forasteros, gentiles y cristianos, concibiendo todos gran devoción hacia nuestros misterios. Los PP. José Oreghi y Pedro Espinosa bautizaron en el pueblo del Caró, consagrado á los mártires del Japón, mil setecientas dos personas entre adultos y niños; Tambabe, cacique del mismo, redujo cien indios, los más gentiles. El P. José Oreghi, mientras la peste asoló el país, fué de mucha utilidad á toda clase de enfermos, á quienes administró los Sacramentos. En San Pedro y San Pablo el P. Adrián Knud bautizó quinientas almas; entre ellas había muchos niños. Allí sucedió que una parturiente no podía arrojar las secundinas; ya en grave peligro se encomendó á San Ignacio: las arrojó y parió á poco rato otro niño. En San Carlos recogieron los Padres abundante fruto; pero envidioso el diablo, apareciéndose en forma de tigre, apartaba á un neófito de la recepción del Bautismo; otra vez se ostentó en figura de hombre y dió de palos en la cabeza á cierta mujer hasta que la dejó medio muerta: en ambos casos se quedó sin conseguir lo que buscaba, pues tanto uno como otra recibieron el Bautismo.
CAPÍTULO V
EL P. BOROA VISITA LOS PUEBLOS SITUADOS EN LA PARTE CISMONTANA DEL TAPE.
Inspeccionadas ya las tres poblaciones mencionadas, el Provincial se dirigió á Santa Teresa, que dista un día de camino, y se halla á este lado de los montes. A consecuencia de las fatigas del viaje, llegó enfermo. Eran Rectores de Santa Teresa los PP. Juan Salas y Francisco Jiménez, quienes con su celo y diligencia habían reducido ochocientas familias y bautizado casi trescientos adultos y seiscientos cincuenta párvulos; los demás neófitos continuaban recibiendo la catequesis. Restablecido el P. Boroa, fué á la Visitación ocho millas más allá y halló que muchos indios deseaban ser cristianos. No habiendo suficiente número de misioneros, los recomendó á los Padres que moraban en San Joaquín y Santa Teresa. En el primero de éstos, el P. Juan Suárez convirtió multitud de gentiles, de los que fueron bautizados aquel año cerca de quinientos. Las cercanías de San Joaquín son ásperas y están cubiertas de peñascosy fragosos bosques donde residían los bárbaros; poco á poco iba reduciendo á éstos el P. Suárez y haciéndoles llevar una vida más culta. Llevó á cabo dicho misionero cosas admirables: la más prodigiosa fué bautizar un hombre ya sepultado. Es de advertir que mientras la peste, acostumbraban los religiosos á enterarse por medio de los neófitos, de quienes en los montes y aldeas estaban necesitados de auxilios espirituales. Cierto catecúmeno fué hallado muerto, sin recibir los Sacramentos, en una remota selva. Al oirlo, se enojó el P. Suárez de que no le hubieran avisado antes; en medio de su cólera, movido por el cielo según parece, dijo que iría donde yacía el cadáver. «Será en balde, le replicaron, porque ya estará bajo tierra.» Sin embargo de esto, acudió al sitio en que estaba el cuerpo del catecúmeno, y lo encontró enterrado; púsose á escuchar con el oído cosido al suelo, y oyó una voz semejante á la de un hombre desfallecido. Quitó, ayudado por varios neófito, las piedras de la sepultura, pues en aquel país, á causa de escasear la tierra, echan pedruscos encima de los muertos, y preguntó al sepultado si aún vivía; contestó afirmativamente éste, y entonces añadió el Padre: ¿Crees en las doctrinas de nuestra fe y deseas el Bautismo?» Replicando el indio que sí, le administró el mencionado Sacramento, con lo cual voló al cielo el espíritu del catecúmeno. El P. Suárez se alegró en extremo de tal portento. El camino que conduce á San Joaquín desde Jesús y María á través de los montes de Tape, era molestísimo; queriendo hallar otro más cómodo el P. Cristóbal de Arenas, penetró por bosques espesos, avanzando lentamente y con no leve trabajo; en aquellas soledades tropezó con cierta niña que sola en una choza luchaba con la muerte; la bautizó y prosiguió su viaje hasta la reducción de San Joaquín, donde en otro tiempo había ayudado al Padre Suárez, cuando éste se hallaba abrumado de trabajo con motivo de la epidemia: uno de los dos quedaba en el pueblo y el otro visitaba en los alrededores en busca de los enfermos que pedían el Bautismo; Dios les dió fuerzas para soportar fatigas tan extraordinarias.
CAPÍTULO VI
VA EL P. DIEGO DE BOROA Á LOS PUEBLOS SITUADOS EN LA OTRA ORILLA DEL IGAY.
Dos días de camino de San Joaquín, en la ulterior vertiente de las montañas de Tape, está el pueblo de Jesús y María, célebre por las predicaciones de los PP. Cristóbal Arenas y Pedro Mola. Estos habían reunido mil familias; pero extendiéndose la peste, muchas de ellas se fugaron á las selvas; fué en pos de ellos el P. Mola, y muy pronto enfermó de calenturas; no obstante, prosiguió su tarea, durmiendo en el suelo con los vestidos mojados, porque tenía á veces que atravesar corrientes; sin gozar de salud procuró la eterna de los neófitos, pues bautizó bastantes indios. Lo mismo hizo el P. Cristóbal Arenas en otra excursión de veinticuatro días con iguales incomodidades y fatigas. Llevaban los indios á enterrar una mujer; inspirado por Dios el Padre Arenas, acercó el oído á Sandapila, que tal era el nombre de la neófita, y notó que aún respiraba; preguntóle si quería recibir el Bautismo, y respondió ésta que de buen grado; administró dicho Sacramento á Sandapila, quien murió al poco tiempo: es de creer que su alma iría al Paraíso. Cuéntase del P. Arenas que resucitó un difunto: yo no lo afirmo, pues soy partidario de tan sólo dar crédito á los milagros muy bien probados; créalo el que quisiere; es verdad que de la santidad de varios religiosos se podían esperar operaciones portentosas; mas también es cierto que los indios lloran á sus parientes como si hubieran muerto antes de espirar, y aun suelen sacarlos fuera de la casa. El verdadero milagro que realizaron los Padres Cristóbal Arenas y Pedro Mola, fué bautizar en el pueblo y fuera de él mil trescientos niños y mil seiscientos adultos. Fué á Jesús y María el P. Boroa. Dos millas de este pueblo se habían reunido en cierto paraje destinado á reducción algunos centenares de familias, deseosas de tener un sacerdote; para conseguir esto, Caraichure se presentó al Padre Boroa cincuenta leguas antes de Jesús y María, y no desistió hasta que el Provincial, admirado de ver tanta constancia en un indio, mandó que le acompañase el P. Agustín Contreras, para fundar un pueblo consagrado á San Cristóbal; este creció en breve con más rapidez que ningún otro, pues á los seis años contaba mil seiscientas almas. Caraichure recibió el Bautismo; á los demás neófitos se les administró este Sacramento algún tiempo después. Más allá del río Igay prosperaba la reducción de Santa Ana, compuesta de ochocientas familias; cuando su Rector, el P. Ignacio Martín, se dirigió al país de los chiriguanaes, fué reemplazado por el P. Manuel Bertot, quien aumentó el número de los neófitos; el posterior incremento de la población no lo puedo precisar á causa de haberse quemado los libros parroquiales; consta, sin embargo, que en Santa Ana, desde su fundación hasta el día de hoy, han sido bautizadas cinco mil quinientas personas. Cuando se propagó la peste, el P. Bertot se hizo llevar por los campos en hombros, administrando los Sacramentos á los enfermos con mano temblorosa; él solo regía una población numerosa y no podía contar con el auxilio de los restantes misioneros, porque todos se hallaban abrumados de trabajo. ¿Qué hacéis, académicos de Europa, revolviendo libros noche y día, mientras nosotros nos lamentamos siempre de la escasez de operarios?
CAPÍTULO VII
VISITA EL P. BOROA LAS REDUCCIONES SITUADAS A ESTA PARTE DEL IGAY.
Salió el P. Boroa de Santa Ana, y pasando el Igay, llegó el mismo día al pueblo de Ararica, llamado de la Natividad, cuyo Rector, el P. Pedro Alvarez, había marchado al Perú; estaba en su lugar el P. Pablo de Benavides, de modo que con razón pueden decir los de Ararica que han sido evangelizados por Pedro y por Pablo. Entre ambos religiosos bautizaron mil doscientos setenta y nueve niños y quinientos adultos, é inscribieron multitud de personas en las listas de catecúmenos. Pocas millas de Ararica dista el pueblo de San Cosme y San Damián, cuya fundación tuvo lugar este año, si bien la preparó el anterior el Provincial, P. Vázquez. Por el mes de Enero llegó á dicho pueblo el P. Adrián Formoso, napolitano, quien redujo mil familias que habitaban en los próximos bosques; dió el Bautismo á novecientas doce almas. En cierta ocasión que lo llamaban para bautizar una mujer que estaba gravemente enferma en una aldea de las cercanías, dijo: «¡Oh, si yo tuviese caballo en que ir á toda prisa para auxiliar á la moribunda!» No había concluído de hablar, cuando se le presentaron dos muchachos con un caballo los cuales venían de un lugar inmediato; cabalgó el misionero y llegó cuando la india casi espiraba; la bautizó y dió gracias al Señor; no cabía duda de que la moribunda debió su salvación á la casualidad referida. Cerca de la Natividad se alzaba la reducción de San Miguel: allí los PP. Cristóbal de Mendoza y Miguel Gómez abrieron las puertas de la Iglesia á mil novecientos cuatro adultos y á cuatrocientos setenta y dos niños, sin contar las personas ya bautizadas antes. En el pueblo vecino de San José, el P. Cataldino bautizó cuatrocientos hombres y doscientos setenta y siete párvulos. Había allí un indio que vivía enredado con varias concubinas, y por más que un hijo suyo, que contaba siete años de edad solamente, le suplicaba con frecuencia que mudase de costumbres, no se enmendaba; irritado al oir del niño continuas reprensiones, lleno de cólera quiso matarle, dándole manjares venenosos. No los probó éste, y perseveró en amonestar á su padre con tal constancia, que salió triunfante en su empresa, y quedó en la casa una mujer tan sólo. El P. Luis Ernot fué destinado á ejercer la cura de almas en Santo Tomás, juntamente con el P. Manuel Bertot; ambos obtuvieron grandes frutos, pues en un año bautizaron mil doscientos cuarenta y nueve adultos y setecientos once niños, y aún quedaban muchos neófitos que pedían el mismo beneficio. Merece ser referido lo que aconteció á cierto muchacho, quien, entusiasta de los antiguos usos, huía de los religiosos y aconsejaba á los catecúmenos que hiciesen lo mismo: éste, pues, armó en el bosque una trampa para cazar fieras, compuesta de un grueso madero colgado y cebo debajo, de manera que si alguna pasaba y comía, quedaba aplastada. Muy pronto cayó él en dicha trampa por haberse descuidado, y quedó con el cuerpo deshecho; sólo se le veían las manos y cabeza, y no pudo salir por más esfuerzos que hizo; recibió el Bautismo y espiró.
CAPÍTULO VIII
LO QUE HICIERON DE PARTICULAR VARIOS MISIONEROS.
Cuando el P. Boroa visitó las provincias del Tape, Uruguay y Paraguay, bautizó ochocientos adultos y gran número de párvulos, porque los misioneros le presentaban las personas que estaban preparadas para entrar en el seno de la Iglesia, y así descansaban algo de sus fatigas. Desde el Tape fué el P. Boroa pasando por Yapeyú, lugar del Uruguay, á la ciudad de Buenos Aires; allí se encontró con el P. Díaz Taño, que había pasado cuatro años defendiendo los indios ante el Real Consejo; le ordenó que fuese al Tape, á fin de vigilar en el pueblo de Jesús y María si los mamelucos se aprestaban á la invasión, pues corría la noticia de que proyectaban entrar en dicha provincia. El P. Romero, que apuntó las cosas llevadas á cabo por los religiosos, dice que en este año fueron bautizadas trece mil ochocientas almas, y este número era pequeño comparado al de gentiles y catecúmenos que en la región marítima estaban dispuestos á ser cristianos, y no faltaban más que sacerdotes que los rigiesen; pero éstos tenían bastante que hacer en sus reducciones para pensar en lejanas excursiones. En los pueblos se veían precisados á designar el área de las casas y á construir la iglesia; redactaban ordenanzas, procuraban sacar de las selvas los gentiles, recorrían el monte en busca de los enfermos durante la peste, alimentaban los pobres, enseñaban la doctrina católica, administraban los Sacramentos, consolaban á los afligidos, desenmascaraban los hechiceros, cuidaban de los dolientes, sangraban, confeccionaban medicinas, curaban úlceras, y cultivaban los campos y huertas. Si á todo esto añadimos el rezo diario, se comprenderá que apenas tenían tiempo suficiente para dormir y comer; los manjares que usaban, eran distintos de los acostumbrados en Europa; aumentaban sus molestias la escasez de pan y vino, las odiosas prácticas de los indios y la soledad en que vivían, pues hablar con los gentiles es más tormento que recreo. Por otro lado, las ciudades de españoles distaban ciento cincuenta leguas lo menos, y así era casi imposible proveerse en ellas de las cosas necesarias.
CAPÍTULO IX
ASESINATO DEL P. PEDRO DE ESPINOSA.
Dos reducciones del Guairá, después de la emigración, carecían de algodón para elaborar sus vestidos, pues los campos y selvas del Paraná no daban lo suficiente, á causa de que la niebla del río lo destruía cuando estaba en flor. Queriendo el P. Ruiz remediar tal inconveniente, ordenó que el P. Espinosa fuera á la ciudad de Santa Fe, distante ciento cincuenta leguas, acompañado de los neófitos más fieles: ya habían andado la mitad del camino, cuando acaeció un suceso lamentable. Pocos días antes, algunos españoles que iban de viaje maltrataron á ciertos indios gualachíes que vagaban por el desierto; éstos, atentos á la venganza, tan luego como vieron las huellas del P. Espinosa y los suyos por los campos cercanos al Paraguay, sospecharon que eran españoles; los siguieron, y de noche cayeron sobre ellos mientras dormían; á la primera acometida mataron cinco neófitos; á la segunda se arrojaron sobre el P. Espinosa, quien despertaba á la sazón y no sabía qué hacer; oyéndole hablar los indios, creyeron que sería uno de los europeos que buscaban ellos; lo desnudaron, y luego le dieron azotes hasta que pareció haber espirado; volvió en sí pasado algún tiempo, é invocó los nombres de Jesús y María, lo cual provocó de nuevo el furor de los asesinos, quienes le decían que en vano pronunciaba tales palabras; le arrancaron un brazo y dejaron el cadáver para ser pasto de los tigres. Cuando amaneció y vieron que habían dado muerte á un sacerdote, se arrepintieron de su crimen, pues sólo deseaban asesinar á los españoles que el día antes hicieron noche en aquel paraje. No falta quien diga que los indios sabían de antemano ser sacerdote el interfecto. Huyeron los gualachíes, y se cuenta que la mano del P. Espinosa, después de separada con el brazo del cuerpo, tenía con los dedos hecha la señal de la cruz.
CAPÍTULO X
VIDA DEL P. PEDRO DE ESPINOSA.
Algunos lo han considerado mártir, pues cuando evocaba al morir los nombres de Jesús y María, los gentiles y apóstatas le escarnecían. Sé que en el Colegio de Madrid lo pintaron entre los mártires; pero está más en lo cierto Alegambe al dudar si pereció en defensa de la fe; es verdad que se equivoca al decir que murió en el año 1637. Sea cualquiera la causa de su asesinato, lo indudable es que un hermano suyo, sacerdote de la Compañía, le pronosticó que acabaría sus días á manos de los bárbaros, y así aconteció. Cuando el P. Espinosa era estudiante, mientras oraba con fervor en el templo, le pareció que un indio lo derribaba y quitaba la vida; al volver en sí, encontróse en el suelo, y tan molido como si lo hubieran azotado. He aquí lo que le sucedió en Córdoba, según afirma Alegambe: su madre, noble dama, le dijo siendo niño: «Oh hijo, antes te vea difunto que manchado con pecados mortales; jamás contamines la pureza con vicios deshonestos. ¿Quieres darme una satisfacción incomparable? Pues haz voto de castidad.» Pronunció la matrona estas palabras llorando tiernamente, y el niño, conmovido, le prometió guardar su virginidad. Fueron cuatro hermanos, y todos ingresaron en la Compañía: Agustín es celebrado por el P. Nieremberg, y el laureado poeta Alonso Bonilla lo ensalzó en versos elegantes. Pedro, ya hecho el noviciado, se dedicó á las letras en Córdoba; en Sevilla cantó misay navegó al Paraguay. En Córdoba del Tucumán acabó sus estudios. En el Guairá predicó á los indios de Nivatingui; redujo y convirtió los súbditos de Tayaoba, gente antropófaga. De ningún trabajo ni peligro se apartaba tratándose de la conversión de los indios. Cuando emigraron los habitantes del Guairá, se entristeció tanto viendo las penas de los neófitos, que enfermó, y habría muerto solo en el desierto si el P. Ruiz no acudiera y lo sangrase. Naufragó en el Uruguay, y estuvo á punto de ahogarse; contratiempo que llevó con valor admirable. Por acudir en el Guairá al socorro del P. Simón Mazeta, cuya vida peligraba, cuando la invasión de los mamelucos, al subir una cuesta escarpada casi se rompió el cuello. Castigaba su cuerpo con rigor, y tanto solicitó del Rector del Colegio permiso para que otro lo azotara. En el pueblo de Tayaoba se colgaba desnudo en un madero, y un neófito robusto lo disciplinaba; súpolo el Superior, y se lo prohibió. Solamente comía puches de harina de trigo turco, y sin sal; nunca se quejó porque los platos estuviesen mal condimentados; antes de sentarse á la mesa, daba gracias á Dios. Hizo grandes viajes llevando mezquinas provisiones. Jamás estaba sin ocupación un momento; en los ratos de ocio, para ejercitar la modestia y la pobreza, cosía sus ropas y las de sus compañeros. Decía que después de Dios debía la virginidad á los cuidados de su madre. Era devoto del Santísimo Sacramento. Dió pruebas de su amor á la Reina de los Angeles cuando, estando enfermo en España el día de la Inmaculada Concepción, hizo voto de castidad. El día que murió, lo vió un misionero de Itatín, que distaba doscientas leguas, rodeado de luz y exclamando:Hermano, mañana voy con Dios á los cielos. Atónito el religioso, contó á sus compañeros la visión, y anotado el día, coincidió con aquel en que tuvo lugar el martirio del P. Espinosa. En Itatín reedificaron los jesuitas dos pueblos, y escribieron al Provincial diciendo que aún que aún podían fundar otros tantos si les enviaba sacerdotes: sus esperanzas no se realizaron.
CAPÍTULO XI
LA COMPAÑIA ABANDONA EL SEMINARIO DE ESTERO Y EL COLEGIO DE ESTECO.
En el año 1635 dejó la Compañía de regir el Seminario anejo á la Catedral de Estero en el Tucumán. Reunidos secretamente los Canónigos, escribieron á Su Majestad diciendo que eran inútiles los seminaristas en la Catedral, pues no hacían sino asistir al coro los días festivos y cosas parecidas. Respondió el monarca que si la Compañía se acomodaba á los estatutos del Seminario, que lo continuara gobernando, ya que así era conveniente. Pero la Compañía, viendo que el nuevo Prelado exigía cosas que no prescriben el Concilio de Trento ni nuestras reglas, é incompatibles con la recta educación de los jóvenes, abandonó el Seminario y se quitó un peso de encima. Los Canónigos y hombres principales de la ciudad se arrepintieron de lo que habían hecho, y hablaron con el Obispo para convencerlo de cuán perjudicial era la retirada de los jesuitas. El Obispo condenó su ligereza en aceptar tan pronto la renuncia. Por entonces se disolvió el Colegio de Esteco, á causa de las continuas enfermedades contagiosas y de haber perdido sus bienes por falta de indios que le sirvieran.
CAPÍTULO XII
EL P. DIEGO DE BOROA VISITA PARTE DE LA PROVINCIA.
Había ordenado el General de la Compañía que los jesuitas fueran siquiera una vez al año á las aldeas indias, y cumpliendo este precepto recogieron mies abundante los misioneros. El Provincial dió ejemplo: saliendo de Buenos Aires, atravesó una llanura de ciento veinte leguas de extensión, y valiéndose del idioma guaraní procuró reducir y convertir á los indios vagabundos que encontraba; poco fruto sacó, pues los bárbaros estaban apegados á sus antiguas costumbres. Un gentil que apedreaba una cruz en el desierto, diciendo que impedía la lluvia el que fué clavado en ella, recibió justo castigo; al momento granizó fuertemente, y un toro lo mató luego. Yendo el P. Boroa con tres compañeros desde Córdoba á la capital del Tucumán, visitó los pueblos de indios, y en los campos de San Miguel, Salta y Rioja trabajó con feliz éxito. Una mujer india, cuya piedad no debe imitarse, vió celebrar Misa á un sacerdote lascivo y en seis meses no pareció por la iglesia, pues no quería ver á un monstruo impuro con el Señor en las manos. Un hombre deshonesto que ocultó sus pecados por espacio de catorce años, desesperando salvarse, pensó acabar con su vida; al echarse un lazo al cuello, oyó una voz en él aire que le aconsejaba se confesara si quería desechar el tedio que le abrumaba: hízolo así y fué virtuoso en adelante.
CAPÍTULO XIII
ALGUNOS SUCESOS OCURRIDOS EN VARIOS COLEGIOS DE LA PROVINCIA.
En Estero, un viejo lascivo, por abusar de los placeres venéreos, enfermó gravemente; se confesó al morir; mas quedó la duda de si lo habría hecho delirando, pues en seguida comenzó á llamar á su concubina y espiró; al mismo tiempo la manceba, que estaba sana en su casa, cayó á tierra: todos vieron en esto un milagro. Un sacerdote impuro que perseguía á una honrada señora con fines deshonestos, se arrepintió, y en penitencia de su pecado se puso cilicio, arma que defiende la castidad. En San Miguel falleció el P. Ignacio de Loyola, sacerdote, pariente del fundador de la Compañía, nacido en Córdoba del Tucumán; era hijo de un noble guipuzcoano; después que entró en religión se distinguió por sus virtudes y no deslustró el brillo de su linaje; fué elocuente y se captaba las simpatías de cuantos lo trataban; con razón se le cuenta entre los más ilustres jesuitas de la provincia. Los misioneros de Salta, cuyo Colegio se hundió por las avenidas, vivían en una casa particular; también ésta vino á tierra por las inundaciones, y entonces se retiraron á una quinta próxima que tenían; allí vivían en medio de la mayor pobreza, pues la guerra y los incendios fortuitos los dejaron sin nada; trabajaban en remediar los males de la ciudad, que no eran pocos. Entre tantas calamidades, el P. Herrera hizo una expedición de la que reportó escaso fruto; la guerra privaba de los bienes del alma, así como de los temporales. Los jesuitas de Buenos Aires se dedicaron á bautizar los negros llevados de Angola, después de instruirlos convenientemente; los de la Asunción hicieron lo mismo con algunos indios escondidos en las selvas cercanas, huyendo de los mamelucos. Un hombre de lengua sin freno dijo en público que cierto religioso había quebrantado el sigilo de la confesión; las autoridades examinaron el asunto, y hallando que mentía, acordaron castigarlo; se retractó el calumniador, y murió de repente sin recibir la absolución. A esta celestial venganza siguió una tormenta horrible; muchas casas quedaron en ruínas; aún se acuerda el pueblo de aquella tempestad. La paz se turbó por entonces; los ciudadanos y el gobernador querían reducir los indios á servidumbre, y éstos se acogían al amparo de la Compañía.
CAPÍTULO XIV
COMIENZA Á RESPLANDECER POR SUS MILAGROS UNA IMAGEN DE MARÍA
QUE HABÍA EN EL COLEGIO DE SANTA FE.
En el Colegio de Santa Fe sudó la imagen de la Virgen estando presente gran parte de la ciudad; el Vicario de la Catedral y el Rector recogieron piadosamente el sudor en un paño de algodón, y á fin de que el prodigio constase, el Vicario, delante de muchos testigos, lo confirmó por escrito, añadiendo que el sudor curaba enfermedades; en efecto, Juan Ortiz, hermano del gobernador interino, ungido con él se restableció de sus dolencias, y Pedro Botello recobró el oído, siendo así que los médicos desesperaban de quitarle la sordera; María Encinas, virtuosa dama que tenía un cáncer en el estómago, se puso buena al día siguiente de untarla y se cicatrizó la llaga. Una mujer que en ausencia de su marido cohabitó y parió, mató la prole por miedo á perder la honra; al ver la Virgen, sintió dolor de sus faltas; se confesó y fué irreprensible en adelante. Un hombre que vivía amancebado, respondió á cierto misionero que se negaba á echarle la absolución si no expulsaba de casa la concubina: «No me absuelvas, pero jamás me confesaré otra vez y dejaré que el demonio se lleve mi alma.» El sacerdote, con benevolencia, le dijo que mirase la imagen de María; la miró el pecador, y deshecho en lágrimas prometió quitar la ocasión del pecado.
CAPÍTULO XV
VARIOS HECHOS QUE TUVIERON LUGAR EN EL PARANÁ.
Prosperaba la Iglesia en la provincia del Paraná; multiplicábanse las cofradías en honor de la Virgen, y la piedad da los neófitos, afirmada con el tiempo, en nada cedía á la que ostentaban los cristianos viejos. En Itapúa algunas mujeres defendieron su castidad contra los solicitadores mostrando el rosario que llevaban pendiente del cuello y haciendo ver cuán torpe acción sería manchar con deshonestidades su cuerpo alimentado con el de Cristo, y cómo les era indispensable ser vírgenes de Jesús y siervas de María. Preguntó un hombre á cierta doncella si estaba sola en su habitación y replicóle que no, pues siempre la acompañaba el Señor, y que se dejaría matar antes que cometer impurezas. Una mujer que había sido bautizada en el Brasil, sabiendo que los neófitos del Guairá antes de la emigración recibían con frecuencia la Eucaristía, deseosa de lo mismo, fué con su marido á Loreto después de muchos días de camino; desde allí se trasladó al Paraná, y dió tales muestras de piedad que fué inscrita entre las hijas de María; perseveró en todo género de virtudes; acometida de grave enfermedad, pareció que ya había espirado y la llevaban á enterrar; de improviso pronunció las siguientes palabras: «En verdad pasé á la otra vida y bajé á los infiernos, donde un ángel me enseñó muchas personas conocidas que allí gemían; después me transportó al cielo y ví que numerosas almas me felicitaban por ser de la cofradía de la Virgen, pues Dios la tiene en mucha estima. Continuad, hermana, me decían, lo mismo que empezásteis, y no desistas de vuestro propósito.» Añadió otras cosas tocantes á las penas de los condenados y á los gozos de los bienaventurados; dió consejos á un hijo que tenía y predijo que su muerte se retardaba nada más que cinco días; cumplióse esto y el alma de tan fiel cristiana voló al Paraíso. En los restantes pueblos del Paraná los misioneros trabajaban con ardor, administrando los Sacramentos, predicando la divina palabra y cultivando la viña del Señor con gran provecho.
CAPÍTULO XVI
HECHOS MEMORABLES QUE EJECUTARON LOS MISIONEROS DEL URUGUAY.
Chemombé, mago inveterado natural del país que está hacia el mar, fué llamado por los hechiceros de San Javier en Tabatí; con su garrulería se llevó tras sí parte del pueblo y se granjeó cierto respeto; llegó á tramar una conspiración para quitar la vida al P. Francisco de Céspedes, misionero de acrisolada virtud. Los de San Javier edificaron á Chemombé espaciosa morada fuera de la villa, donde, entre bailes y embriagueces, preparaba el asesinato meditado; acordó que éste se verificase el día de la vigilia de Pascua después que se conmemorase la Pasión de Cristo; un mancebo educado por el P. Céspedes reveló la conjuración, y ésta abortó; el P. Céspedes fué llevado por los neófitos poco antes del momento señalado para el crimen á una cueva situada cerca del Uruguay; Chemombé acometió la casa rectoral con varios satélites armados; viendo que el P. Céspedes se había escondido, lo buscaron por todas partes. Noticiosos de lo que acontecía, los cristianos de Santa María la Mayor acudieran en defensa del misionero perseguido y procuraron echar mano á Chemombé y demás conspiradores para condenarlos á destierro. Estos habían azotado cruelmente al mozo que descubrió el complot. El P. Céspedes salió de su retiro y continuó gobernando el pueblo de San Javier, con tal acierto, que aumentó con más de tres mil almas el número de los fieles. En Acaragua se propagó la peste y murieron quinientos neófitos; llenóse el vacío que dejaron con los indios que se redujeron en los bosques cercanos. La epidemia castigó también la reducción de Piratini, cuyos habitantes, á fin de apartar el mal, hicieron una procesión en la que cuatrocientos hombres llevaban sendas cruces á cuestas. En los Santos Apóstoles recibieron el Bautismo innumerables personas y no menos en San Carlos; aquí los segadores espirituales llevaron á la era del Padre Eterno muchas gavillas. En el Caró fueron bautizadas setecientas veinticinco personas de todas edades; de ellas murieron ciento treinta y dos á consecuencia de la peste; mientras duró ésta el P. Jerónimo Porcel trabajó lo indecible, catequizando y sacramentando sin interrupción noche y día, si bien con grande fruto. Cierta niña de dos años que presenció el adulterio de su madre le dijo: «Para no ver las torpezas que cometes, ruego al Señor que me lleve al cielo, donde le suplicaré que te aparte de Satanás.» La pequeñuela enfermó al poco tiempo y voló su alma al Paraíso. Un neófito, sobre faltar á Misa los días festivos, comió de carne en la Cuaresma por la noche, diciendo jocosamente que Dios estaba dormido, y, por consiguiente, no era de temer; cosa admirable: al otro día murió repentinamente en castigo de sus pecados; apenas espiró se le hinchó el vientre, de manera, que todo el mundo vió claramente la mano del Señor. Habiendo oído un muchacho estas palabras del Evangelio:Si tu ojo te escandaliza, sácatelo, temeroso de manchar la candidez de su alma, se hirió sin piedad en la vista y estuvo gravemente enfermo. Ochenta neófitos del pueblo de los Reyes, situado en Yapeyú, marcharon al campo á cazar toros salvajes y se encontraron con hombres ferocísimos, con los cuales pelearon largo rato; la mitad de los cristianos quedaron muertos. Un consuelo hubo, y es que todos habían salido confesados. La peste arrebató en poco tiempo la tercera parte de los moradores de los Reyes; pero luego se establecieron allí otros indios nuevamente reducidos.
CAPÍTULO XVII
ENTRADA QUE SE HIZO AL TEBICUARÍ.
Narradas las cosas del Uruguay, pasaré á otras más importantes realizadas en el Tape. Poco antes de que el P. Boroa marchase al Tucumán, ordenó que se explorase la región cercana al mar, habitada por gentiles, ya para ver dónde convenía fundar reducciones, ya para enterarse de los indios que había en ella, si muchos ó pocos; también con intento de granjearse la amistad de éstos y cerrar el Tape á las invasiones de los mamelucos, quienes parece que se preparaban á continuarlas. El Padre Francisco Jiménez salió de Santa Teresa con pequeña escolta de neófitos, pero escogida, con ánimo de reducir cuantos bárbaros pudiese y llevarlos á la Visitación, pueblo que aún no tenía sacerdote. A los cinco días llegó al Capibari, navegó dos días y entró en el Mbocariroi, donde bogó otro tanto tiempo hasta salir al famosísimo Tebicuarí. Recorrió las orillas de éste, sus bosques y peñascos, hallando infinidad de gentiles que deseaban ser cristianos. Por todas partes le salían al encuentro los indios con grandísima alegría, y lo llevaban de aldea en aldea. Una vez lo recibieron con treinta canoas, armados de arcos y macanas, en medio de estrepitosas aclamaciones que repercutían en las rocas del litoral. La voz general era de que enarbolase la cruz, trazase áreas de nuevos pueblos y preparase la fundación de éstos, pues todos se establecerían en las nuevas reducciones con tal que no se les obligase á dejar su patria; muchos, inspirados sin duda por el cielo, hasta consintieron en emigrar. El P. Jiménez dispuso entonces que mil trescientas almas fueran al pueblo de la Visitación, de origen reciente, y trescientas á Santa Teresa; luego bautizó doscientos cincuenta niños y algunos adultos enfermos; el padre de un párvulo se opuso tenazmente á que cristianase al pequeñuelo, bramando de coraje; el P. Jiménez le hizo algunos regalos, y lo aplacó diciéndole que el agua del Sacramento no causa la muerte, antes bien da la vida eterna, «Ea, pues, replicó el bárbaro: bautízalo, y si le sobreviene cualquier mal, lo pasará mal tu cabeza.» No dando treguas el asunto, despreció las amenazas el P. Jiménez, y bautizó al párvulo, quien espiró al momento. El indio no se atrevió á pronunciar una palabra. Acostumbraba el P. Jiménez á obsequiar con dones á los indios: habiendo dejado de hacerlo con los remeros de su barca en cierta ocasión, volvió donde éstos se hallaban, pidiéndoles perdón de su olvido; mientras repartía cosas á cada uno, notó que en el fondo de la canoa había cierto bulto tapado con ramas cuidadosamente; se acercó, y vió que eran una mujer con su hijo, ambos agonizantes; al instante bautizó al niño é hizo lo mismo con la madre, luego que la instruyó en nuestros misterios. Veinticinco días duró la expedición, y convencióse en ella el P. Jiménez de que se podían fundar bastantes reducciones en el Tebicuarí, con tal que hubiese bastantes misioneros. Tornó á su pueblo, y noticioso de que los gentiles de las cercanías pasaban hambre, hizo grandes sementeras á fin de proveerlos de lo necesario y tener ocasión de darles al mismo tiempo el Pan del alma. No se engañó el P. Jiménez, pues muy pronto acudieron á él infinidad de idólatras. La peste causó la muerte en Santa Teresa á novecientas personas; fueron bautizadas mil trescientas cuatro de todas edades.
CAPÍTULO XVIII
VARIOS HECHOS ACONTECIDOS EN LA PROVINCIA DEL TAPE.
Desde San Joaquín fué también al Tebicuarí el P. Juan Suárez, pasando por lugares ásperos sin temor al hambre y al cansancio; redujo gran multitud de indios, de los cuales bautizó en el camino ciento que se hallaban enfermos. En otra excursión bautizó cincuenta moribundos, y sacó de los desiertos bastantes gentiles. Cuando el P. Arenas se quedaba en el pueblo, salía el P. Suárez al campo, no sin fruto; consecuencia de lo cual fué que se engrandeciera la reducción de San Joaquín, humilde en sus principios, y se colocara al nivel de las mayores. Conocedor el P. Suárez de las costumbres de los bárbaros en sus entierros, aplicó el oído al sepulcro de una mujer, y notó que por los intersticios de las piedras salían tenues voces; desenterró á la india y aún pudo obtener de ésta que solicitase el Bautismo; se lo administró después de catequizarla brevemente, y la moribunda espiró. El pueblo de los Santos Cosme y Damián, fundado el año anterior, contaba ya mil doscientas familias: ochocientos ochenta adultos y numerosos párvulos fueron allí bautizados por el Padre Adrián Formoso. Durante el presente año entraron en el seno de la Iglesia en la reducción de San Miguel seiscientas doce personas de todas edades; en la de Santo Tomás seiscientos noventa y dos adultos y cuatrocientos noventa y un párvulos. Los moradores de este pueblo se vieron afligidos por los tigres con tal frecuencia, que parecía castigo divino; hicieron una devota novena prometiendo enmendarse de sus pecados,y las fieras desaparecieron. Pero como tornaran los hechiceros á sus artes mágicas, volvieron los tigres con igual rabia que antes; de nuevo se elevaron preces al Señor por espacio de tres días; otra vez se retiraron las fieras; muy pronto se recrudecieron los vicios, y éstas reaparecieron, siendo de notar que el castigo era más cruento á medida que se reiteraban los excesos; no cesó la calamidad hasta que se constituyó una fiesta para extirpar las malas costumbres. Es de advertir que los tigres despedazaron únicamente á los hombres dados á las artes mágicas ó tenaces en conservar las antiguas supersticiones; también que ninguna fiera fué cazada, no obstante que las persiguieron tenazmente, ni cayó en los muchos cepos que se les pusieron, quedando probado que los tigres eran enviados por Dios como azote de los delitos. En el pueblo de la Natividad, situado en Ararica, bautizó el P. Benavides trescientas noventa y dos personas de edad avanzada y trescientos treinta y tres niños; cuántas se hicieron cristianas en la reducción de Santa Ana, es cosa que ignoro, pues se quemaron los libros parroquiales. Teniendo en cuenta el número de bautizados este año en el Tape, incluyendo los pueblos de San Cristóbal y Jesús y María, podemos afirmar que fué inmenso el fruto recogido.
CAPÍTULO XIX
EL P.MENDOZA RESCATA MUCHOS CAUTIVOS DE LOS MAMELUCOS.
Tanta prosperidad fué turbada por el temor de próximas desgracias, pues los misioneros recelaban que los bandidos se preparasen á nuevos asaltos; daba á esto visos de probabilidad las noticias propaladas por muchos neófitos. Teniendo el P. Romero necesidad de ir al Paraguay para arreglar ciertos negocios, ordenó al P. Cristóbal de Mendoza, nombrado Rector de Jesús y María en las fronteras del Tape, que procurase por todos los medios destruir los planes del enemigo, buscando aliados; y á fin de que no le faltase la autoridad necesaria en caso de peligro, ordenó que los religiosos del Tape estuvieran bajo sus órdenes mientras él se hallara ausente. Tan luego como el P. Mendoza llegó á Jesús y María, preparó la defensa lo mejor que pudo. Ocupado en esto le anunciaron que los foragidos buscaban pretextos de guerra, los cuales era preciso disipar. Hacía pocos años que los mamelucos, embarcados en bergantines, recorrían la costa, y llegando al río del Espíritu Santo, que nace en el Tape y desemboca en el Océano, entraban por él y daban á los habitantes de sus orillas herramientas y vestidos á cambio de esclavos. Los mismos indios, atraídos por el cebo de las mercancías, se vendían unos á otros, abusando de la fuerza, y devastaban la comarca del litoral; por esta razón se decían amigos de los mamelucos, y llegaron á echar mano de algunos neófitos que residían en las aldeas cercanas á la reducción de Jesús y María. Súpose esto por los que huyeron después de apresados, y los Padres y catecúmenos experimentaron un indecible miedo, que se aumentaba al considerar que los mamelucos no se dejarían privar de sus ganancias por los misioneros, pues antes declararían la guerra que abandonar sus proyectos. Los neófitos se prepararon á pelear; los primeros en tomar las armas fueron los de Jesús y María, quienes poco tiempo antes habían sufrido insultos de los mamelucos; en gran número se reunieron, y siguieron los pasos de los bandidos, yendo con ellos los PP. Cristóbal de Mendoza y Pedro de Mola; pronto los alcanzaron, y les quitaron los cautivos, que para mayor seguridad fueron llevados al Paraná. Los mamelucos se amansaron notablemente, y los gentiles, al ver cuánto se esforzaban los Padres en defensa de los indios, concibieron deseos de ser reducidos en pueblos ó, cuando menos, establecidos en los de neófitos: es cosa cierta que muchos idólatras se convirtieron entonces á nuestra fe.
CAPÍTULO XX
EL P.MENDOZA PROCURA LA CONVERSIÓN DE VARIAS TRIBUS.
Desvelábanse los religiosos porque recibieran el Evangelio los indios que habitaban en la región de la costa, con objeto de que no se aliaran con los mamelucos para destruir las poblaciones del Tape. Aunque el P. Mendoza trabajó mucho en tal empresa, enviándoles varios misioneros y haciéndoles regalos, se granjeó solamente el afecto de unos pocos; los más persistieron en su incredulidad. Entre éstos Yaguacaporu, venerado cual Dios por los pueblos cercanos, confiando en sus parientes, que eran poderosos, se atrevió á proponer en un discurso la muerte de los Padres. Creyendo el P. Mendoza que él en persona lograría más fruto, después de muchos días de camino llegó al Tebicuarí, y con elocuencia propuso á los habitantes de las orillas que no diesen crédito á las palabras de los mamelucos. Regresó de allí, y se preparó á hacer una entrada en el país de los caaiguaes, pues era de temer que los bandidos entrasen por aquella tierra. Caaigua es una región dilatada que se extiende entre la provincia del Tape y el Océano Atlántico; ningún europeo la había recorrido hasta entonces; estaba destinada á ser campo donde la Compañía trabajase cuando hubiese bastantes misioneros. Los caaiguaes que iban al Tape eran benévolamente recibidos y obsequiados por los Padres. Casualmente por entonces fueron muchos á Jesús y María para comerciar, y sin dificultad consiguió de ellos el P. Mendoza que lo llevasen á su país. Acordada la expedición, reunió un buen número de neófitos por si hacían falta sus servicios. Púsose en camino, y después de algunos días llegó á los límites del Ibia, donde moraba Yaguacaporu, y fué recibido cortesmente; allí le prometieron presentar los enfermos para bautizarlos y oir la palabra divina, á condición de que fuese al país de los caaiguaes. Con esta esperanza prosiguió su viaje; los gentiles escucharon con atención lo que les decía de los mamelucos y de las costumbres cristianas.
CAPÍTULO XXI
EL P. CRISTÓBAL DE MENDOZA ES ASESINADO EN EL IBIA.
Mientras el P. Mendoza evangelizaba en las aldeas de los caaiguaes, los del Ibia trataban de quitarle la vida. Propuso tal crimen Tayubay, hombre de carácter doble y enemigo jurado de la religión cristiana; antes había procurado cerrar la puerta del Tape á la Compañía; fingía ser una divinidad, y corrompía los catecúmenos; apresado en nuestra casa de San Miguel por el P. Mendoza, fué condenado á un día de cárcel. Pasado algún tiempo huyó á los gentiles, y se oponía tenazmente á la propagación del Evangelio, Sabiendo que los misioneros se esforzaban en la conversión de los pueblos del interior, reunió á los principales del Ibia, y con mucha locuacidad les aconsejó que no permitieran la destrucción de sus antiguas costumbres. «Matemos, decía, al corruptor de los indios, que nos prohibe tener varias mujeres é intenta reducirnos á miserable estado; los demás sacerdotes se guardarán de venir cuando sepan lo que hemos hecho con éste; vosotros viviréis según los usos del país, y todos nos libraremos de los males que trae la nueva religión. Sin dificultad se adhirieron á la conjuración los hechiceros; envióse luego á Yaguacaporu una comisión para que solicitara su apoyo. El día convenido, los principales conspiradores, llevando consigo numerosos hombres armados, se escondieron en paraje oportuno; cuando se acercaron á ellos los compañeros del P. Mendoza, éstos huyeron en su mayoría; unos cuantos pelearon, pero fueron oprimidos por la multitud de los enemigos. El P. Mendoza montó á caballo, pues se había apeado para almorzar, y procuraba, yendo de un lado á otro, aterrorizar los adversarios. Al mismo tiempo cuidaba de que ningún neófito muriese sin Bautismo; mientras socorría á uno de éstos, entró en cierto paraje pantanoso, donde quedó el caballo sin poderse mover; rodeado por los conjurados, recibió algunas heridas; al caer exhortó en alta voz á sus compañeros que se salvaran huyendo; un parricida le cortó una oreja enfurecido, y la conservó como recuerdo del crimen; después lo desnudaron, y redujeron á pequeños fragmentos el crucifijo que llevaba al cuello. Los asesinos, creyendo que ya había espirado, se refugiaron en los bosques próximos, pues acababa de estallar una tempestad con lluvia; proyectaron volver al día siguiente, abrir el vientre del cadáver, y luego quemar éste. Ya retirados los indios, el P. Mendoza, aunque herido mortalmente, con trabajo se corrió á otro sitio; á la mañana inmediata, cuando los conjurados tornaron, se asombraron de no hallarlo donde lo habían dejado; siguieron el rastro y lo encontraron con vida; preparáronse á cometer con él nuevas crueldades, diciendo que Dios era impotente, pues no podía salvarlo de la muerte. El Padre Mendoza respondió á los bárbaros que si Dios no lo protegía contra ellos, era para darle un puesto en el cielo. Dijo otras cosas acerca de los motivos de su ida á Caaigua, y comenzó á predicarles la doctrina cristiana; los indios le rompieron los dientes, le hirieron en la cara con alfanjes y le dieron fuertes golpes. Como ni aun así muriese, creyeron que era debido á estar en sitio llano; puesto en angarillas, lo llevaron al bosque inmediato. El P. Mendoza persistía en hablar de Cristo, afirmando que daba gustoso la vida por Este, y que por sus heridas saldría el alma á gozar del Paraíso. Entonces le cortaron labios y nariz, le abrieron las entrañas, le arrancaron la lengua y le atravesaron el corazón con flechas; en medio de tan espantosos tormentos murió, dirigiendo antes una mirada al cielo: era aquel día el 26 de Abril. Terminado el parricidio, los indios se reunieron en banquete para solemnizar su triunfo, y degollaron dos ayudantes del Padre Mendoza, á fin de comérselos, según es costumbre de los antropófagos. Cuenta el Padre Antonio Ruiz que, hablando familiarmente con el P. Mendoza, le oyó decir que deseaba un martirio breve, no fuera que el tormento prolongado le quitase las fuerzas. Pero siendo gracia del Señor la fortaleza de los mártires y no cosa humana, quiso el Omnipotente que el P. Mendoza sufriera un suplicio lento, á fin de que su mano estuviera más patente,y también el aliento que inspira á los que mueren por Él.
CAPÍTULO XXII
CASTIGO QUE SUFRIERON LOS PARRICIDAS.
Divulgóse por los pueblos del Tape el asesinato del P. Mendoza, y todos los neófitos ardieron en deseos de venganza. Los de Jesús y María, sin aguardar el concurso de los vecinos, querían salir armados al campo; pero se lo impidió el P. Mola, protestando de no ambicionar la satisfacción de odios; no pudo hacer otro tanto cuando se reunieron hasta mil cuatrocientos hombres de la mencionada reducción y sus cercanas: éstos se dirigieron con orden á recuperar el cadáver del P. Mendoza. Los más exaltados eran los de San Miguel, primera reducción que fundó el P. Mendoza. Llegados á los términos del Ibia, se encontraron con los naturales de esta población, quienes les quisieron impedir la entrada y mostraron en son de mofa los vestidos del mártir; fué necesario pelear con ellos; al pronto se vieron los neófitos rodeados por los enemigos y sufrieron bastantes heridas, hasta que, mudando de posiciones, envolvieron á los adversarios y mataron muchos, reportando notable triunfo. Ninguno de los nuestros pereció, y los heridos sanaron pronto. Escribe el Padre Santiago Damián, en suCompendio histórico, que los heridos sacaban las saetas, y no tenían dolor ni quedaba señal de lesión. Yo, que mientras escribo la presente obra me hallo en Jesús y María, he conversado con varios neófitos sobre el particular, y han dicho que no es cierto semejante prodigio. Creo que el Padre Damián está equivocado, porque tomó parte de su libro de otro en francés, mal traducido á esta lengua del idioma castellano. Casi todos los que pusieron sus manos en el P. Mendoza fallecieron miserablemente. Tayubay, principal autor de la conjuración, murió en el mismo sitio que el mártir, asesinado á mazadas por Guaimica, cacique de San Miguel, quien mostró cuánto puede la ira inflamada por el amor paternal. El cadáver del P. Mendoza fué llevado á Jesús y María, donde acudió mucha gente de los alrededores; sus exequias fueron más sentidas que pomposas. Los cristianos de San José, llenos de cólera por haber perdido su Padre espiritual, se echaron al campo buscando por sitios apartados á los homicidas; encontráronse con los enemigos, los derrotaron y les hicieron muchos prisioneros, los cuales condujeron al pueblo en número de trescientos; éstos acrecentaron, andando el tiempo, la feligresía. Tampoco se estuvieron quietos los de Santo Tomás, aunque vivían bastante lejos. Cuando los ánimos se apaciguaron, los neófitos y religiosos, á fin de mitigar su pena, se deshicieron en alabanzas del P. Mendoza, recogiendo además mucho fruto espiritual. Esto lo narraré en otro lugar.
CAPÍTULO XXIII
VIDA DEL P. CRISTÓBAL DE MENDOZA.
Nació en Santa Cruz de la Sierra, capital de la provincia que lleva este nombre, situada en los montes del Perú que se dirigen hacia el Paraguay; sus ascendientes eran de noble linaje: su padre y abuelo fueron gobernadores de Santa Cruz. Prefiriendo á los altos cargos el ejercicio de la virtud, despreció las dignidades que su familia había gozado, para alistarse bajo las banderas de Cristo en la Compañía de Jesús. Después de haber hecho el noviciado y los estudios, salió al palenque; lo que trabajó en el Guairá y el Tape, ya lo hemos referido. Antes de que se lanzase á los peligros, mientras estudiaba en la Asunción, mostró cuán temible tenía que ser al demonio; los frailes de cierta Orden le encargaron que exorcizase á un poseso, y observaron los circunstantes que el diablo tan sólo obedeció al joven sacerdote, siendo así que se había resistido á los demás; parece que Satanás presentía el poder de su adversario. Con la protección del P. Ruiz fundó en el Guairá cuatro reducciones. Dos veces fué herido con saetas á causa de patrocinar á los indios, en lo que mostró cuán sinceramente los amaba. En la emigración de los neófitos del Guairá estuvo á punto de morir, pues uno de ellos le quiso herir en la cabeza, y lo habría hecho sin la intervención de los otros. En el Tape creó el pueblo de San Miguel y fomentó la erección de otros, pues como era docto en la lengua guaraní, que desde niño aprendió, peritísimo en el trato de los indios, y sobre todo, celoso por la salvación de las almas, ya personalmente, ya mediante otros religiosos, conferenciaba con los gentiles, y con su elocuencia y beneficios los atraía al cristianismo. Está probado que los pueblos de San Cristóbal y de San Cosmey Damián le deben en gran parte su nacimiento. Aunque las nuevas reducciones se regían por las órdenes del Padre Raniero, era indudable que el P. Mendoza preparaba el camino, quitando las dificultades para que los gentiles se acercaran á Cristo. No es fácil decir ni aun compendiosamente cuánto trabajó en este género de empresas. Baste decir que el P. Mendoza fué de los más notables varones apostólicos. Era áspero en sus penitencias y solícito en procurar el bien de los neófitos; exactísimo en cumplir las reglas del Colegio, hasta cuando moraba en medio de los indios; tal cuidado tenía de los huérfanos y pobres, que soñaba con ellos. Cierta noche vió en sueños un mendigo, y para socorrerle echó sus vestidos á la puerta del cuarto, donde los halló al amanecer, luego que se despertó. Hablaba familiarmente con Dios en la oración. Dedicábase con ahinco á procurar el bien de las almas presas en los lazos del pecado.
CAPÍTULO XXIV
LOS HECHICEROS QUITAN LA VIDA Á MUCHOS HOMBRES Y NIÑOS,
POR LO CUAL SON CASTIGADOS.
Después que murió el P. Mendoza, la provincia del Tape sufrió varias calamidades: fué la primera el ensañamiento de los magos, quienes devoraron cuantos infantes bautizados pudieron, y amenazaron con crueles venganzas á los pueblos de neófitos y á sus Rectores. Los autores de tales crímenes eran los indios de Ibiae, que por no haber recibido el justo castigo continuaron en su ferocidad, concibiendo esperanzas de extinguir la religión cristiana en todo el Tape. Los jefes de semejante conjuración fueron tres caciques malvados, famosos por sus hechicerías, quienes, instigados por Satanás, arengaban á la muchedumbre reunida en grandes edificios, y bautizaban los niños según sus ritos, imitando nuestras ceremonias; con desprecio de las costumbres de la Iglesia, recomendaban las tradicionales en el país. Al saber esto, acudieron de varias partes cerca de setecientos indios, entre los que descollaba por su elevada estatura cierto mago que decía ser Dios, y con voz hueca afirmaba dominar el sol y los planetas, de modo que al estallar la guerra contra los neófitos, éstos se hallarían envueltos en tinieblas, y los gentiles rodeados de luz. Otro hechicero, tan fanático como el anterior, aseguraba que se convertiría en tigre y haría grande carnicería en los cristianos. Un tercer monstruo era caudillo de los antropófagos. Doce magos más se unieron para nuestro daño. Empezaron sus delitos esparciéndose por las aldeas próximas y devorando cuantas personas caían en sus manos, sin hacer distinción de gentiles y cristianos. Después, temerosos de que los idólatras se aliasen con los neófitos, se limitaron á inmolar los indios que habían recibido el Bautismo. Para que su empresa fuera conocida en toda la provincia del Tape, enviaron por los pueblos de ésta emisarios, llamadossaltadores, cuyo oficio consistía en llamar la atención de la plebe con gestos y visajes, y luego engañarla. Cuando tales impostores penetraron en las aldeas próximas á Jesús y María, les siguieron numerosos catecúmenos y neófitos, de modo que la reducción se iba quedando sin gente; los misioneros ignoraban la causa de tamaño contratiempo. Así estaban las cosas en el momento que regresó del Perú, donde había sido Procurador, el Padre Díaz Taño; desde Buenos Aires le ordenó el Provincial que fuese á la provincia del Tape, pues, según noticias del Brasil, los mamelucos se preparaban á nuevas incursiones. El P. Díaz Taño sucedió al P. Mendoza en el cargo de Rector de Jesús y María; viendo los efectos de las predicaciones de los hechiceros, procuró apaciguar los ánimos y descubrir la raíz del mal. No descansó hasta que sorprendió á dos célebres magos, quienes cerca de la población arengaban á la muchedumbre; fueron cogidos y puestos á la vergüenza pública; después, una compañía de neófitos armados se dirigió en busca de lossaltadores, gran parte de los cuales capturaron. En esto llegó un mensajero diciendo que Chemombé, famoso hechicero, se hallaba cerca con setecientos conjurados, los cuales habían devorado infinidad de niños cristianos por los pueblos vecinos, y que no pocos neófitos de Jesús y María ocultamente favorecían los planes de los antropófagos. El temor que concibieron los nuestros fué inmenso por la proximidad del enemigo y la dificultad de encontrar quien los protegiera. Impetraron el favor del cielo, y enviaron unos cuantos á pedir socorro inmediato. La lluvia impidió á los adversarios caer sobre los cristianos, y éstos en tanto recibieron auxilios. Reunidos ya hasta cinco mil soldados, el P. Díaz Taño bautizó los catecúmenos; sin tardanza atravesaron el río por un puente improvisado, y cayeron sobre los bárbaros con tal valor y suerte, que sin perecer ninguno de ellos, mataron muchos del ejército enemigo. En la segunda acometida derrotaron otro escuadrón. Siete hechiceros murieron en la pelea; tres fueron hechos prisioneros, y dos pudieron escapar; muchos de los adversarios cayeron en nuestro poder y aumentaron la lista de los neófitos. Era cosa horrible ver en los parajes donde pernoctaron los conjurados, cuerpos mutilados y medio asados de hombres y niños, restos de banquetes canibalescos, ó miembros humanos que se guardaban para los demás antropófagos. El general de los neófitos tropezó con el cadáver tostado de su hermano; bramó de coraje, y al mismo tiempo sintió placer de haber aniquilado los autores de crímenes tan atroces. El primer fruto de la victoria fué el incremento de la cristiandad, pues se reconciliaron con Cristo los habitantes del país; poco después de ella se contaban en Jesús y María dos mil doscientas almas, y ochocientas en los alrededores, en gran parte nuevamente reducidas. Echóse cuenta de los niños devorados ó muertos por los antropófagos, y se vió que faltaban nada menos que cerca de trescientos; añádanse á éstos los adultos; todos fueron asesinados en odio á la religión cristiana, pues el principal intento de los conjurados era eliminar las costumbres evangélicas y exterminar los misioneros; en sus reuniones maquinaban la muerte de los PP. Antonio Bernal y Pedro Mola, cuyos ojos deseaban los hechiceros sorbérselos como huevos. La fórmula con que los magos rebautizaban á los neófitos era la siguiente: «Yo te lavo para que se te borre el Bautismo de Cristo.»
CAPÍTULO XXV
VEJACIONES QUE SUFRIÓLA COMPAÑÍA
POR DEFENDER LA CAUSA DE LOS INDIOS.
Después de la calamidad referida sobrevino otra; D. Martín de Ledesma, gobernador del Paraguay, visitó los nuevos pueblos del Paraná por mandato de la Audiencia de la Plata; llevaba el pensamiento de trasladar dos reducciones del Guairá á las inmediaciones de la Asunción, y obligar á los moradores de las restantes del Paraná y Guairá que sirviesen á los españoles de la ciudad mencionada, quienes le habían sugerido tal proyecto. Para justificarse, repetía siempre la cantinela de que los indios del Paraná habían sido conquistados por los habitantes de la Asunción, y que los del Guairá estuvieron ya en otro tiempo sujetos á la mita en provecho de los particulares. Replicaban los Padres que el Paraná tan sólo por la cruz había sido subyugado, á condición de no estar los neófitos obligados á trabajar en beneficio de nadie, y ser únicamente tributarios del rey Católico. Llevóse la cuestión á la Real Audiencia, y el P. Díaz Taño que estaba en Jesús y María fué enviado al Perú por el Provincial con los poderes necesarios. Entre tanto, marcharon á la Asunción con el gobernador los PP. Antonio Ruiz, Pedro Romero, Claudio Royer y otros antiguos religiosos, y con juramento afirmaron que los indios se habían sometido por la eficacia del cristianismo al rey de España. Esto lo confirmaron de igual manera los frailes de San Francisco y varones respetables; la Audiencia nos hizo justicia; las maquinaciones contra los desgraciados neófitos quedaron burladas, pero no destruídas, de tal manera que en los ánimos de muchos se recrudecía el deseo de oprimirlos, sin reparo alguno en derechos incontestables y en el bien general. Alguna más compasión se tenía con los emigrados del Guairá, en vista de su lamentable estado. El gobernador del Río de la Plata, D. Esteban de Avila, enemigo personal de la Compañía, pretendió molestar á los neófitos; escribió al rey de España, proponiendo la fundación de una ciudad en las márgenes del Uruguay, para sujetar, según decía, los pueblos nuevamente erigidos, medida que sería perjudicial en alto grado á nuestros indios. El Consejo de Indias ningún caso hizo del proyecto trazado por el gobernador de la Plata, pues acudió con tiempo el P. Boroa,y dióse crédito á cuanto afirmó y propuso, por ser en beneficio de Su Majestad y de la religión, y no de los particulares.
CAPÍTULO XXVI
ES PROCURADOR EL P. JUAN BAUTISTA FERRUSINO.
Algo mejoraron las cosas cuando se pensó en traer á Buenos Aires nuevos misioneros de Europa, para lo cual pasó el mar el P. Juan Bautista Ferrusino; cinco años duró su comisión: fácilmente consiguió del General Mucio Vitelleschi que enviase al Nuevo Mundo escogidos religiosos de Italia y España, y del rey Católico que les pagase la travesía. Llegados los jesuitas á Lisboa, les costó trabajo hallar nave en qué embarcarse, pues con motivo de prepararse una expedición en defensa del Brasil, todas estaban contratadas para conducir soldados; por esto, salieron más tarde de lo que esperaban; dispúsolo así la Providencia con objeto de que atendiesen al bien espiritual de militares, remeros y marinos. Partieron por fin, y tropezaron con los corsarios berberiscos; mas como iban en compañía de la escuadra, no hubo peligro; á los veintitrés grados de latitud meridional sufrieron tempestades, y tanto, que desde la boca del río de la Plata tuvieron que dirigirse al Brasil y pasar allí el invierno. Apenas supo el Rector del Colegio de Río Janeiro que los jesuitas habían arribado al puerto de Los Santos, ordenó al Rector de allí que proporcionase á sus huéspedes cuanto necesitasen hasta que pudieran embarcarse de nuevo; él les envió por mar comestibles; los Padres de Los Santos y Piratininga obsequiaron generosamente á sus hermanos de religión. Estos llegaron á Buenos Aires en el mes de Enero y fueron recibidos con benevolencia: eran veinte; luego que hubieron descansado, marcharon por el río y por tierra en varias direcciones. El P. Juan Bautista Ferrusino se dirigió al reino de Chile, de cuyo país lo había el General nombrado Viceprovincial; diez años después gobernó la provincia del Paraguay. Aquel año dos misioneros partieron del Tucumán á los campos de Tarija, en el virreinato del Perú, y les aconteció una cosa memorable mientras combatían las supersticiones hijas de Satanás. Algunos sacerdotes decían las treinta Misas, llamadas de San Bernardo; tenían que celebrarlas sin interrupción, y eran precedidas de ayunos, flagelaciones y canto de los Salmos penitenciales; cobraban por todo esto quinientos florines, y decían que con tales Misas los fieles se verían libres de enemigos y de muerte repentina, y que, á pesar de fallecer en pecado mortal, no irían al infierno, sino que Cristo, la Virgen y los ángeles los transportarían al cielo; así afirmaban que lo había manifestado el Pontífice Romano á San Bernardo. Los jesuitas confutaron semejantes errores y desengañaron al pueblo. Un religioso fué al país de los chiriguanaes, donde residía el P. Ignacio Martínez; tuvo que atravesar montañas escarpadas. En Córdoba y otros lugares del Tucumán trabajaban los misioneros con más actividad que buen éxito; la peste y la guerra calchaquí impedían que las flores diesen fruto.
CAPÍTULO XXVII
PERSECUCIONES QUE SUFRIERON LOS MISIONEROS DE ITATIN.
Los PP. Diego Rançonnier, Justo Vanfurk y Nicolás Henard, que habían fundado las reducciones de Itatín, deseando aumentar el número de éstas, solicitaron del Provincial que enviase á dicha región más religiosos, á fin de propagar el Evangelio por toda ella. En balde fué, porque los llegados recientemente de Europa hacían falta en los Colegios. En vista de lo cual, se dedicaron, aun siendo pocos, á reducir indios y establecerlos en las poblaciones que ya existían. Un grave obstáculo hallaban, y era el empeño que ponían las autoridades civil y eclesiástica de la Asunción en forzar los neófitos á la mita; y como sabían que la Compañía les opondría á esto las Reales cédulas que condenaban el servicio forzoso de los indios, pensaron expulsar los jesuitas y llevar otros sacerdotes de fuera; eligieron párrocos, y trataban de darles las iglesias; la Real Audiencia de Chuquisaca lo estorbó, ordenando en severo edicto que nadie molestase á la Compañía contra la voluntad del Monarca de España con injustas vejaciones. Ocurrió una cosa notable, y es que habiendo los principales de la Asunción presentado testigos falsos en prueba de sus afirmaciones y enviado el documento que las contenía á la Audiencia de Chuquisaca, uno de aquéllos, agitado por los remordimientos de su conciencia, escribió á la mencionada Audiencia diciendo que se retractaba, y añadía que si puso antes la firma al pie de las calumnias contra la Compañía, lo hizo intimidado por un ciudadano poderoso. Esto convenció á la Audiencia de lo falsas que eran las aserciones hechas por los vecinos de la Asunción, y nosotros salimos victoriosos. No se evitó por completo el daño que debía causar el proyecto de los españoles, pues muchos indios, temerosos de la servidumbre, huyeron á las tierras de gentiles; los payaguaes aumentaron el sobresalto esparciendo el rumor de haber visto numerosas barcas llenas de hombres armados y de cadenas para reducir los neófitos á cautiverio. A tantas desgracias se unió la peste, que se cebó igualmente en cristianos que en gentiles; los misioneros recorrieron lagunas, bosques, cuevas y cuestas escabrosas en busca de los enfermos, á quienes administraban con celo los Sacramentos.
CAPÍTULO XXVIII
VIDA Y MUERTE DEL P. DIEGO RANÇONNIER.
Mitigado el furor de la peste, los Padres Diego Rançonnier y Nicolás Henard enfermaron sin saber de qué; sospechóse que fuera efecto de algún veneno lento que les dieran los bárbaros. Murió el primero al poco tiempo. Había nacido en Bélgica el año 1600; su padre era un capitán de Borgoña; estudió en Utrech y en Malinas; á los diez y nueve años de su edad, ingresó en la Compañía, tan á disgusto de su padre, que éste no le volvió á saludar. Hecho el noviciado é instruído en las ciencias filosóficas, se dedicó á la enseñanza de Humanidades, hasta que navegó á las Indias con el P. Gaspar Sobrino. En la travesía, aunque no hablaba fácilmente el idioma castellano, casi todos los días enseñaba á los marineros la doctrina cristiana, y éstos querían mejor escucharle que á otros hombres más elocuentes. Fundó y administró la reducción de Itatín. En Córdoba del Tucumán cursó cuatro años de Teología, y deseando con impaciencia evangelizar á los indios, pidió á sus Superiores que le abreviaran los cursos; para conseguirlo defendió unas tesis en presencia de la Facultad, con tal habilidad, que llamó la atención, pues nadie antes que él lo había hecho tan bien. Enviado al Guairá, ayudó en cuanto pudo á neófitos y catecúmenos. Siguió descalzo á los gualachíes por espacio de tres meses, y nada omitió para convertir al cristianismo á estos indios vagabundos; su vida peligró mil veces; dormía en el suelo, y por no llevar provisiones pasó cruel hambre. Reprimió á los ciudadanos de Villarica, que atentaban contra la libertad de los indios. En la emigración de los neófitos del Guairá sufrió lo indecible, y dió muestras de insigne fortaleza. Encargado de hacer una expedición á Itatín, fundó en el primer año cuatro pueblos: tres fueron destruídos por los mamelucos; mas él congregó los neófitos dispersos y los estableció en nuevas poblaciones, con el concurso de otros misioneros. Tres veces intentaron matarle los indios, y muchas, por defender á éstos del furor de los mamelucos, presentó su pecho desnudo ante los arcabuces. Con frecuencia estuvo sin comer dos días. Jamás usó colchones para dormir; á menudo se ponía el cilicio; su cama era una piel curtida, y su alimento ordinario raíces silvestres. Destinado á predicar fuera de Itatín, aprendió los idiomas del Guairá. En una larga expedición vivió nada más que de langostas. Cuando no convertía á tantas personas como esperaba, se contentaba pensando que los ángeles custodios se ocupan gustosos de un alma solamente, por lo cual se dedicaba con afán lo mismo á la salvación de pocos que de muchos. Ayunaba la víspera de la fiesta de los Apóstoles y Evangelistas, á fin de que le inspirasen un espíritu generoso. Gran parte de la noche la pasaba en oración. Al rezar ó decir Misa derramaba abundantes lágrimas. Siempre consultó sus negocios con Dios, y en los más arduos imitaba la conducta de San Ignacio. Amaba intensamente á la humanidad de Cristo, y en su obsequio hacía diariamente diez y seis actos internos de caridad, y en honra de la Virgen otros tantos de humildad. Todas sus obras las dirigió al Señor. Observó rígidamente los votos religiosos. Gobernaba con autoridad, pero elegía para sí los oficios más bajos. En cierta ocasión que lo alabó uno, le mandó salir de la habitación y se enojó. Era severo consigo y blando con los demás, especialmente con los indios, á quienes amaba como padre. Estando enfermo rogaba á Dios que le aumentase los dolores, y aclamaba: «¿Qué es lo que padezco, si se compara á los dolores de los mártires? Aumenta, Señor, mis sufrimientos, y si quieres, sean eternos.» Al morir pidió perdón á su cuerpo, porque lo había tratado sin compasión. Falleció piadosamente en una aldea de indios, quienes enterraron el cadáver en una capilla hecha de leños y tan pequeña, que apenas cabían en ella tres personas. La provincia entera sintió esta pérdida, pues quedaba privada de un hombre utilísimo y modelo de virtudes apostólicas. El P. Francisco Vázguez, Provincial, aseguró que, de no morir, el P. Rançonnier habría llegado á ser General de la Compañía, y que de todos modos era una gloria de Bélgica, país que tan ilustres misioneros ha producido. El P. Justo Vanfurk, puesto de acuerdo con el P. Nicolás Henard, que se hallaba todavía convaleciente, fué á la capital del Paraguay, distante cien leguas, á pedir al Rector sacerdotes y recursos para continuar las misiones; no lo consiguió, pues á causa de la peste se encontraban ocupados todos los jesuitas. Al volver supo en el camino la muerte del P. Henard y la llegada de los mamelucos, calamidad de la que hablaré en otro lugar.
CAPÍTULO XXIX
EN MEDIO DE CONTRARIEDADES EJERCE El P. ANTONIO RUIZ
SU CARGO DE SUPERIOR GENERAL DE LAS MISIONES.
A fines de año, el P. Ruiz, esclarecido por sus virtudes, fué nombrado Superior general del Paraná, Uruguay y Tape, en sustitución del P. Pedro Romero. Este había gozado dicho cargo siete años y meses, y percibido tantos frutos espirituales, que á la muerte de su antecesor, el P. Roque González, se contaban solamente diez reducciones, parte en el Paraná y parte en el Uruguay; al concluir su cometido el P. Romero dejó veinticinco, sin incluir dos cuya fundación se proyectaba, y aún se esperaba crear otras; mas la peste y la guerra lo impidieron. La epidemia vino de las regiones situadas hacia el mar, y se propagó por el Tape, Paraná y Uruguay. No referiré el daño que ocasionó en cada uno de los pueblos: sólo diré que los misioneros rivalizaron en socorrer á los enfermos; en las reducciones había un Padre ó dos á lo sumo, y se veían precisados á cuidar de las necesidades temporales y espirituales de sus feligreses; en Jesús y María llegaron á contarse mil quinientos apestados; en Caró, ochocientos cincuenta: todos ellos murieron después de recibido el Bautismo. A la epidemia siguió el hambre; agregóse el temor de que los mamelucos entraran, como lo estaban proyectando y ciertos prodigios lo anunciaban, pues en San Miguel, una imagen de Cristo en la columna, sudó, y los religiosos comprendieron que en otras ocasiones tal milagro fué pronóstico de males cercanos. Un consuelo hubo en medio de tantas desgracias, y es que fueron bautizados gran número de niños y setecientos cincuenta y tres adultos en dicha población; en Santa Teresa, mil ciento cincuenta y nueve, de edad provecta; en San Cosmey Damián, seiscientas noventa y nueve personas, las más de pocos años; en Ararica, seiscientas cincuenta y cuatro; en Caró, mil sesenta y cuatro; en San José, quinientas cincuenta y siete; añádanse las que recibieron el Bautismo en los pueblos del otro lado del Igay, en el remoto de San José y en los demás del Uruguay y Paraná, con lo cual nadie pondrá en tela de juicio que este año fué gratísimo para el cielo.
CAPÍTULO XXX
DESTRUYEN LOS MAMELUCOS EL PUEBLO DE JESUS Y MARÍA.
Cuando el P. Romero cesó en el cargo Superior general de las misiones, fué nombrado Rector de Jesús y María, en las fronteras del Tape; por hallarse expuesta dicha reducción á las invasiones de los mamelucos, ordenó el gobernador, á instancias del Provincial Diego de Boroa, que la fortificasen los neófitos, y éstos lo empezaron á realizar. Ocupados en esto, llegaron los mamelucos con mil quinientos tupís y numerosa turba de indios gentiles, á los cuales por fuerza en el camino les habían obligado á incorporarse; asaltaron el lugar que defendieron, con fortaleza, cuatrocientos neófitos nada más, pues los restantes estaban esparcidos por el campo, dedicados á la agricultura y caza. A la primera acometida ocurrió un hecho memorable, y es que paleando entre los neófitos el P. Antonio Bernal, Coadjutor, una bala le arrebató la extremidad de un dedo; puso éste sobre una medalla que llevaba de la Inmaculada Concepción, y quedó curado, salvo que se le imprimió la figura de la Virgen en la parte herida. En medio del ardor de la pelea, recibió dos arcabuzazos el P. Juan de Cárdenas, también Coadjutor; el P. Pedro Mola fué herido en la cabeza; el P. Romero corría de un lado á otro, cuidando de los que caían; animaba á los que se batían, y procuraba rechazar los agresores. En el sitio donde con mayor ímpetu cargaban los mamelucos, una mujer india, llamada María, y que hoy vive, se distinguió por su valor, pues, vestida de hombre, con una lanza dió la muerte á un feroz tupí; siguió combatiendoy animando á los neófitos: yo mismo se lo he oído referir. Como los enemigos eran más numerosos que los defensores, incendiaron la iglesia, donde estaba refugiada la gente indefensa, y se apoderaron del lugar, que se entregó con ciertas condiciones. Pero los mamelucos, quebrantaron éstas, y ejercitaron su furor contra los habitantes de Jesús y María, sin distinguir edad ni sexo, dando la muerte á muchos de ellos, no obstante las súplicas de los misioneros, que procuraban salvar la vida de sus hijos en Cristo. El P. Romero trató de rescatar, mediante precio, la mujer del principal cacique de Jesús y María, como también á otras personas; sólo pudo dar libertad á un muchacho; los invasores le arrebataron el dinero que ofrecía y los cautivos. Tomada la reducción de Jesús y María, los bandidos se esparcieron por las aldeas cercanas, reduciendo á esclavitud sus moradores; apenas la cuarta parte de éstos se salvó huyendo. En el asalto de Jesús y María murieron cincuenta y cinco de los enemigos; además, tuvieron muchos heridos. Terminada la pelea, los religiosos, disimulando el intenso dolor que experimentaban, acudieron, sin distinguir de bandos, á enterrar los muertos y confesar los moribundos. Dos muchachos educados en nuestra casa dieron un notable ejemplo: á imitación de los misioneros, cuidaban de los heridos y los consolaban hasta el último instante; conmovidos los mamelucos al ver tanta piedad, intentaron hacerles perder el afecto que profesaban á la Compañía, y para conseguirlo les presentaron dos jóvenes hermosísimas; pero ellos, aborreciendo toda deshonestidad, dijeron que habían sido educados castamente por los Padres, y aborrecían la impureza; acción loable en cristianos nuevos, de edad temprana y temperamento fogoso. Los religiosos fueron detenidos cuatro días por los mamelucos, á fin de que no avisaran á los restantes pueblos del mal próximo. Tres años hacía que se fundó la reducción de Jesús y María: los misioneros habían bautizado seis mil cincuenta y siete personas, é inscrito bastantes más en el álbum de los catecúmenos. Los neófitos que no fueron cautivados por los mamelucos se establecieron en otras poblaciones, y yo, que he sido Rector de ellos algún tiempo, veo con dolor que una reducción tan notable fuera destruída.
CAPÍTULO XXXI
ASALTAN LOS BANDIDOS LA REDUCCIÓN DE SAN CRISTÓBAL.
La reducción de San Cristóbal, notable por el número de sus habitantes, distaba dos leguas de Jesús y María; á los dos años de su fundación contaba dos mil trescientas personas bautizadas, sin incluir muchos catecúmenos y niños que no lo estaban. Habiendo llegado la noticia de la invasión, el P. Agustín Contreras, que era su Rector, llevó cuanta gente pudo á Santa Ana. Muy pronto entraron en San Cristóbal los mamelucos, y viendo el pueblo desierto, recorrieron las inmediaciones; cautivaron los moradores de las aldeas, y los cargaron de cadenas; escudriñaron las selvas, y como de costumbre, se condujeron ferozmente. Tornó á San Cristóbal el P. Contreras, y presentándose ante los mamelucos, les rogó que no se llevasen los indios cual rebaño de ovejas; nada consiguió sino dicterios y el rescate de dos muchachos, logrado á fuerza de súplicas. Los bandidos, una vez que despoblaron las cercanías, regresaron á San Cristóbal, que se hallaba medio arruinado.
CAPÍTULO XXXII
LOS NEOFITOS DE SANTA ANA HUYEN DE ESTA REDUCCIÓN.
Dirigíase el P. Romero á San Cristóbal con mil seiscientos neófitos; éstos eran, parte de los que abandonaron el pueblo de Jesús y María, parte de Santa Ana, San Cristóbal y otros lugares, y querían volver á ellos para recoger cuanto habían dejado; á los cuatro días de llegar á San Cristóbal, fueron acometidos por ciento veinte mamelucos y mil quinientos tupís; rechazados al principio los enemigos, tornaron á la carga, y como iban mejor armados que los neófitos y luchaban con más ferocidad, salieron victoriosos y cautivaron muchos de los nuestros; el P. Romero volvió por donde había ido con los neófitos que pudo salvar, y se refugió en Santa Ana. Esta reducción contaba tres mil almas, y gracias al celo del Padre José Oreghi florecían las virtudes en ella; durante la peste que poco antes se propagó, dicho religioso administró los Sacramentos á novecientas personas y enterró los cadáveres; llenó el hueco que dejaban los muertos con los indios que atrajo á la fe, los cuales fueron muchos por cierto. La reducción de Santa Ana, situada al otro lado del Igay, se hallaba expuesta á las invasiones de los mamelucos, y así se pensó en trasladarla. Entonces el Padre Ruiz, Superior general de las misiones, fué á ella, y reunió en asamblea á los religiosos y á los principales neófitos, para tratar de tal asunto. Los más opinaron que tanto los indios de Santa Ana como los de Jesús y María y San Cristóbal, debían emigrar al pueblo de la Natividad, pasando el río Igay, á fin de con esto y la proximidad de los restantes pueblos, tener defensa contra los mamelucos. Tomado este acuerdo, acudieron todos al río y pusieron las canoas cerca de un terraplén, en forma de baluarte, para en caso de necesidad atravesar la corriente y evitar que se apoderasen de ellas los mamelucos; además se pusieron centinelas en los vados y emboscadas y en los bosques de la otra ribera del Igay; los mamelucos penetraron en éstos confiadamente y fueron muertos, sin que ninguno de los nuestros pereciera.
CAPÍTULO XXXIII
LO QUE SUCEDIÓ DESPUÉS DE LA INVASIÓN DE LOS MAMELUCOS.
Los neófitos de Jesús y María que habían huído esparcieron por todas partes la noticia de la calamidad sufrida, exagerándola notablemente; decían que todas las reducciones del Tape quedaban destruídas, amenazado el Uruguay y muertos varios misioneros. El Padre Ruiz aumentó el temor; afírmase que tuvo revelación divina de que los nuevos pueblos del Uruguay serían asaltados por los bandidos; lo cierto es que, aterrado al saber que éstos andaban por el Tape, ordenó á los Padres del Uruguay que incendiasen los lugares y con los neófitos se retirasen al Paraná. Los de Caasapamini pusieron fuego al templo, y aunque el enemigo estaba cuarenta leguas, se refugiaron en el Paraná. Lo mismo hicieron los de Caró; los de Caapi y Caasapaguazú empezaban á huir, cuando llegaron órdenes del P. Diego de Boroa, Provincial, disponiendo que nadie se moviese hasta que él estudiara el asunto. El Provincial había tenido noticia de la invasión yendo desde la Asunción al Paraná; llegado á esta provincia, se encontró con mil quinientos neófitos de Caasapamini, quienes se negaban á volver á su patria; fueron recomendados á los de Itapúa. Poco después halló los de Caró, quienes se establecieron en las reducciones próximas, mientras se decidía la reedificación del pueblo abandonado. En esto supo el P. Boroa que el P. José Oreghi y neófitos que iban con él se hallaban perdidos sin acertar á salir en medio de los bosques; tres días duró la incertidumbre consiguiente, pasados los cuales se supo que por fin estaban salvos. Solicitó el P. Boroa la protección del gobernador del Paraguay contra los bandidos; éste contestó que también los de Itatín sufrían vejaciones de los mamelucos, y que él no podía con pocas fuerzas atender á tantos peligros. El hijo del gobernador de la Plata, capitán del ejército español, y la ciudad de San Juan, que de igual modo fueron requeridos, negaron su apoyo. Viéndose abandonado el P. Boroa, corrió al Tape; congregó en breve los neófitos dispersos por aquí y por allí, eligió los más robustos y esforzados, y con ellos pasó el Igay, para, cuando menos, aterrar á los bandidos. Mas éstos se hallaban ya lejos con su presa, habiendo dejado los pueblos llenos de cadáveres de hombres y mujeres; en Jesús y María profanaron suciamente las ruínas de la iglesia. Mandó el Provincial enterrar los muertos y dió cuenta de la invasión al rey Católico en una carta, la cual, arrojada con mala fe al mar doscientas leguas antes de llegar á Portugal, milagrosamente apareció en el puerto de Lisboa y llegó á manos de Su Majestad, para honra de la Compañía y baldón de los facinerosos. Los neófitos de las reducciones destruídas se establecieron en los campos de Caró y Caasapamini con sus misioneros, para vivir allí mientras se reedificaban los pueblos. Los mamelucos se llevaron al Brasil veinticinco mil personas, entre neófitos, catecúmenos y gentiles reducidos, sin contar los que fallecieron en el camino. Quedaron los religiosos sin esperanza de fundar reducciones al otro lado del Igay y temerosos de nuevos y mayores males que, en efecto, sucedieron; de ellos hablaré más adelante.
FIN DEL TOMO CUARTO DE ESTA HISTORIA
Se acabó de imprimir este libro
en Madrid, en casa de
la Viuda é Hijos de
M. Tello, el 7 de
Diciembre de
1897.
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