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Ticio Escobar

  RICARDO MIGLIORISI, 2002 - Textos de TICIO ESCOBAR / ROBERTO AMIGO


RICARDO MIGLIORISI, 2002 - Textos de TICIO ESCOBAR / ROBERTO AMIGO

RICARDO MIGLIORISI

Textos de TICIO ESCOBAR/ ROBERTO AMIGO

Centro de Artes Visuales/ Museo del Barro

Fotografía: JORGE CODAS, MIGUEL FERNÁNDEZ,

JORGE GÓMEZ, JORGE LOAYZA, JORGE MIGLIORISI,

RICARDO MIGLIORISI, JESÚS RUIZ NESTOSA,

OSVALDO SALERNO, HOMERO SOLALINDE,

FÉLIX TORANZOS y GABRIELA ZUCCOLILLO

Diseño gráfico: CELESTE PRIETO

Asunción-Paraguay, 2002

 

**/**

 

ÍNDICE:

·         ACERCA DE LA OBRA DE RICARDO MIGLIORISI, TEXTO DE TICIO ESCOBAR.

·         EL GOCE, TEXTO DE RICARDO AMIGO.

·         CATÁLOGO DE OBRAS.

·         ABOUT RICARDO MIGLIORISI`S WORK, TEXTO DE TICIO ESCOBAR TRADUCIDO AL INGLÉS POR ROBERTO BERNIK

·         EXPOSICIONES Y PREMIOS.

 

 

INTRODUCCIÓN

 

 

Este texto no busca presentar un panorama exhaustivo de la producción de Ricardo Migliorisi, una de las figuras más originales y complejas de la plástica contemporánea del Paraguay, sino sugerir ciertas claves de lectura con la esperanza de que susciten ellas otras aproximaciones. Y lo hace tomando como base su obra plástica (básicamente la pintura, la producción objetual y las instalaciones) y dejando de lado otros aspectos de su producción que ameritan consideraciones específicas ajenas al formato de este trabajo (dibujo, grabado, diseño, arquitectura interior, vestuario, escenografía de teatro y ballet, etc.)

Ni implica esta selección desconocer el valor de aquellos aspectos ni supone ella una división tajante entre géneros o técnicas; de hecho, tal operación resultaría imposible puesto que el trabajo de Migliorisi frecuenta ámbitos mezclados e incorpora medios diversos como la cerámica, la fotografía, el tránsfer, el video, etc. Ante una obra tan embrollada, este escrito se reduce a recortar un área de trabajo y perfilar una vía posible de recorrido. O bien se limita a trazar varios caminos que entre sí se cruzan, se sobreponen o divergen en sus rumbos desiguales para (des)orientar tránsitos plurales. Por lo tanto, este libro no pretende inventariar una producción demasiado extensa, ni cancelar las cuestiones oscuras que ella nombra, en silencio a veces. Tampoco intenta proponer una lógica clasificatoria estricta. Es que, aunque enredada en los problemas y los desafíos de las artes plásticas del Paraguay, y de América Latina en general, la obra de Migliorisi define tan firmemente sus particularidades que avanza irregular, caprichosamente, desconociendo trayectos lineales y sorteando tendencias precisas.

Originariamente este libro había sido planteado en el contexto de un proyecto de actualizar una obra anterior (Migliorisi: Los retratos del sueño, Peroni edic. Asunción, 1986). Pero, aunque una parte del escrito se base en tal obra y aún transcriba literalmente momentos suyos, los textos convocados por más de una década de producción de Migliorisi; han impuesto una nueva dirección y un otro espíritu al trabajo y han terminado por constituir un ejemplar nuevo.

TICIO ESCOBAR

Asunción, 8 de agosto de 1999


 

LA PERSISTENCIA

Ricardo Migliorisi constituye un caso particular dentro del desarrollo de la plástica del Paraguay. Particular no sólo porque asume contenidos poco explorados por nuestros artistas y no sólo porque desarrolla un humor propio, despiadado e inocente, sino porque esencialmente se mantiene fiel a sus cuestiones primeras y va sedimentando sus conquistas y las experiencias de cada tiempo en torno a un eje de significaciones sólidamente plantado en medio de ese torbellino delirante que es su obra. Tal eje articula figuras reconocibles con cierta facilidad: humor y erotismo, absurdo, irreverencia y sueño. Incluso su repertorio temático puede ser identificable: personajes, objetos, paisajes y bestias oscilando siempre entre lo natural y lo mitológico. Pero, combinando las imágenes en forma arbitraria y desordenada, la producción de las mismas se convierte en una fábrica de pesadillas y obsesiones, de fantasía y locura. El resultado es un mundo a la vez fresco y asfixiante, del cual lo mordaz y lo sórdido, la lujuria y la ternura, lo trivial y lo dramático, son ingredientes compatibles entre sí; un mundo ante el cual el espectador, confuso, no sabe muy bien si encuentra lo divertido o por él se siente agraviado.

La fidelidad que, por debajo del fluir desordenado de sus discursos, mantiene Ricardo Migliorisi hacia sus propios repertorios permite que su obra sea ordenada en secuencias sin comprometer el sentido errático de su itinerario. Por eso, aún consciente de que todo corte es arbitrario, y asumiendo los riesgos que supone esquematizar una materia escurridiza y arisca, opto por periodizar tal obra presentando su desarrollo de acuerdo a sucesivas series y exposiciones.

Migliorisi aparece en escena hacia mediados de los años sesenta, en un momento muy especial para la plástica: es el tiempo de la actualización y de la apertura, del ansia de novedades y cosmopolitismo. La primera década de modernidad del arte paraguayo (la de los años cincuenta), se desarrolló hacia adentro, tratando de profundizar la experiencia de la propia realidad con una mirada nueva; en la de los sesenta, a la par que fundamentar la ruptura, se vuelve necesario abrir las ventanas al mundo y ponerse al día con premura. Por eso, en forma paralela a la consolidación de la recién adquirida modernidad, se impone un aggiornamiento. Por primera vez la nueva generación, aunque lo haga las más de las veces en forma meramente declamatoria, se presenta con una intención iconoclasta y vanguardista. En este encuadre fecundo, ansioso y audaz, el Taller de Cira Moscarda aparece como una alternativa importante. Es la versión local y provinciana del admirado Instituto De Tella de Buenos Aires (1), y constituye uno de los principales focos de animación: el agente movilizador que requiere el ambiente joven. Anticonvencional, audaz e innovador, el taller reúne a jóvenes inquietos que se expresan con libertad utilizando medios hasta entonces inéditos. La imaginería de Migliorisi debe mucho al taller de Cira. Pero también es tributaria del espíritu irreverente y mordaz, desmistificador y deliberadamente frívolo y cursi que, en parte, animó la década de los años 60. Este sentido transgresor sella su primera imagen y se cuela para siempre en todo su posterior desarrollo. En esta década las tendencias se suceden como ráfagas y sus formas efímeras, pirotécnicas, estallan ante un público ávido, harto de encerramiento y de provincia. La vocación de espectáculo y el gusto por el efecto también tiñen desde entonces la imagen de Migliorisi que puede, con naturalidad, profundizar lo banal hasta encontrar el nervió dramático que oculta toda situación humana. Quizás sea él el único artista que incorporó permanente a su obra ese sentido de desenfado, escándalo e inocencia propio del segundo lustro de la década de los sesenta.

 

LOS USOS DEL DESATINO

En los primeros dibujos expuestos en la Galería Tajy en 1966 ya se encuentra definida esa figuración híbrida que mezcla hombres, objetos y animales y combina lo jocoso y lo dramático en un enredo promiscuo e inquietante: sus gallinas-vasijas, sus aves con zapatos y anteojos, anuncian ese revoltijo de órdenes y de reinos naturales que se traspasará a épocas históricas, geográficas y diferentes niveles de realidad o de sueño.

Inmediatamente después de esa muestra, un torrente de personajes irrumpe entre el 66 y el 67. Entonces, entran en escena figuras fundamentalmente femeninas (mujeres-televisión, mujeres devoradas por perros, odaliscas, señoras gordas perdidas en la selva, ciclistas, aviadoras, sultanas, prostitutas, actrices y adivinas). Pero también se presentan perros emplumados y figuras aladas que habrán de revolotear para siempre en torno a su imagen, apareciendo y desapareciendo según las etapas. La ambigüedad, fue, e antigua de sugerencias poéticas, se basa en esta obra en la mezcla de individuos de distintas especies presentada en forma natural y sin aparente intención de mover a desconcierto. Las metamorfosis, la idea de seres en parte humanos, en parte bestias u objetos, así como la combinación de partes incompatibles, inquietan no tanto por la mixtura en sí cuanto por la inocente familiaridad con que son presentadas: una sencillez que parece desmentir el absurdo mostrado.

Lo insólito se fundamenta, así, más en la trivialidad de la situación que en el entrevero de categorías ontológicas; las Mujeres devoradas por perros muestran cabezas impávidas y miembros tranquilos emergiendo de orificios bucales y traseros de mansos canes; las Mujeres perdidas en la jungla son gordas semidesnudas de altos tacones y collares profusos que se pasean sonrientes y encantadas entre selvas sin salida. Siempre hay un escamoteo, un ocultamiento sutil, como si uno supiera que el absurdo de lo presentado es demasiado obvio como para que la clave radique en él. Por eso lo mitológico fascina tanto a Ricardo: su mundo de seres mutantes, bestias mestizas y personajes anfibios, recoge de buena gana a centauros, minotauros, medusas, pegasos, sirenas, hermafroditas, unicornios y sátiros, de antemano protegidos por la desenvoltura que dan los cuentos, los mitos y las fábulas. No busca acá el absurdo menoscabar la verosimilitud del suceso relatado sino, muy por el contrario, reforzar su eficacia narrativa y hacer más plausible las extrañas verdades del mito.

Este sentido legitimador de lo fantástico apunta a una dirección muy diferente a la del surrealismo. Esta tendencia tiene como obsesivo punto de referencia lo racional: siempre está tratando de contradecirlo, siempre está atento a sus movimientos y sus leyes para violarlos; es un racionalismo dado vuelta y no se explica sin sus coordenadas y sus normas lógicas. A Migliorisi no le interesa investigar en forma sistemática el proceso del inconsciente para oponer sus verdades a la «lógica de lo real», sino recalcar las posibilidades expresivas de la imaginación desatada, de la magia del desvarío y el sueño, los temores de la infancia, la tristeza secreta de los espectáculos. La razón no es un parámetro: la verdad es que sus dictados nunca tuvieron demasiada vigencia para un pensamiento visual crecido más en contacto con las piruetas imprevisibles de la historia, con sus desatinadas fracturas y sus inconcebibles estancamientos, que con un discurrir comprensible de sus procesos.

Por otra parte, en el Paraguay de los años 60 lo absurdo (sobre todo cuando está aliado a lo erótico y lo mordaz) más actúa como argumento en contra de las represiones y censuras de un medio social pacato y un sistema político opresivo, que como un procedimiento dirigido a contestar los excesos de la razón. En ese contexto, propugnar la libertad de la fantasía significa una manera de reivindicar los derechos de la imaginación y la creatividad: un medio para desbloquear las inhibiciones, frenos y sujeciones de un ambiente anquilosado.

 

TIEMPO DE VANGUARDIAS

El espíritu de búsqueda y experimentación de los años 60 también ayuda a definir el papel de la técnica en la imagen de R.M. El último lustro de la década se caracteriza por la exploración de nuevas técnicas y materiales indispensables para reforzar las innovaciones que el momento exige. La intención de jugar con los materiales, así como la necesidad de investigar las posibilidades expresivas de nuevas media, promueve la curiosidad por las cualidades físicas de la sustancia pictórica (textura, espesor, densidad, etc.). Se estudian nuevos soportes (maderas, cueros, metales) y, sobre todo, se utilizan técnicas mixtas y se introducen materiales nuevos: collages, arpilleras, elementos orgánicos, papiier maché, yeso, arena, cera, etc. Ese espíritu de alquimia, que provoca sorpresas y soluciones imprevistas, impregna el trabajo de Migliorisi: la técnica mixta se vuelve desde entonces un medio expresivo fundamental que, a través de la combinación de materiales heterogéneos y de medios distintos, acompaña ese sentido general de mezcla y miscelánea y posibilita la creación de climas imposibles, de atmósferas amenazantes, espacios atiborrados y caóticos.

La voraz imagen que estudiamos se nutrió también de otros aspectos del frente vanguardista que, intenso y breve, ganaba terreno a fines de década. Los happenings, body arts, ambientaciones, espectáculos y objetos, así como los experimentos con fotografías, diapositivas, cine y música (mezcla de snobismo, locura y juego que hoy parece casi inocente y que entonces se presentaba como agresiva y contestataria) sirvieron, sobre todo, para zarandear las formas entumecidas y sacudir una imaginación demasiado tiesa.

Pero estas experiencias apresuradas también sirvieron para ajustar formas y temas que sedimentan el imaginario del artista. A título de ejemplo, paso a reseñar brevemente dos de ellas. Presentado en 1966 en el Museo de Arte Moderno, y desarrollado en un ambiente sórdido de recuerdos prostibularios (un turbio fárrago de camas revueltas, metros y metros de papel higiénico, ropa interior, palanganas, desodorantes, inodoros y muñecas), el happening titulado Alonso, Migliorisi y Marvila expresaba bien el carácter escandaloso y desenfadado del momento, que persiste siempre en el fondo de las imágenes migliorisianas. El audiovisual Jayne hasta el asco, presentado en 1968 conjuntamente con Bernardo Krasniansky, integraba imágenes, texto, música y sonidos y reunía a emperadores romanos, trapecistas y saltimbanquis, santas y guerrilleros en un mundo descabellado de objetos mecánicos y ambientes alucinantes.

También se filtraron otros aires en la imagen de Migliorisi: cierto espíritu hippie que entonces flotaba en el ambiente enriqueció el clima de sus pinturas con toques de exotismo y convocó a otros personajes. Influenciada fuertemente por la imagen sicodélica y los temas orientales, la exposición realizada en conjunto con Bernardo Krasniansky en la Misión Cultural Brasileña (1968), usaba colores chillones y fosforescentes que recalcaban las sensaciones ópticas y se adscribía decididamente al gusto por lo hindú, tan característico del pensamiento visual marcado por aquel espíritu. Las formas rechonchas y expresivas del arte budista, la minuciosa sensualidad de las figuras humanas y vegetales (recortadas sobre fondos azules y naranjas que recuerdan las miniaturas de Mewar), la representación dorados brocados y turbantes, la presencia de tigres de Bengala y plumas de pavo real, exagerados todos hasta la caricatura, adulterados y transgredidos en sus sentidos primeros y arbitrariamente conectados con la decadente iconografía de Hollywood de los años 40 y las entonces frescas imágenes del pop art, sirvieron de alimento a una imaginación omnívora.

Madurados, depurados y escogidos, estos diferentes temas y figuras pasan a formar parte de un proceso consolidado por debajo del maremágnum de esa marcha carnavalesca y ruidosa que va reclutando personajes y bestias sin muchos miramientos.

 

ACERCA DE CAÍDAS Y DE INDULGENCIAS

La serie de Retratos, que Migliorisi comienza a trabajar en témpera en 1970, retoma las figuras presentadas frontalmente, así como los colores fuertes y planos de aquella exposición del 68. Las personas hieráticas y serenas, desprovistas de color y enfrentadas al espectador, son representadas en actitudes y vestuarios renacentistas pero semi aplastadas por un clima brillante y fuerte de exuberante naturaleza: pródigos bosques, flores, pájaros y montañas; lluvias, nubes y arco iris desmedidos.

Esta serie carga progresivamente sus espacios hasta volverlos sofocantes; las figuras, tranquilas siempre, incoloras, se encuentran sumergidas en paisajes extraños conformados por malezas y árboles de ladrillo, frutas tropicales, desaforadas flores, nubes velludas, murallas insólitas que se pierden en el mar, bestias amansadas y sólidas lluvias que desploman sus pesadas furias sobre los personajes sin inmutar su afectada calma.

La serie Sobre monstruos y víctimas se desarrolla poco después (1972-1974) apoyada en presupuestos formales semejantes: colores encendidos y planos, contrastes cromáticos y contornos acusados. Pero en este caso, la influencia del comic y los contenidos sado eróticos otorgan a la imagen un tono agresivo característico: lánguidas mujeres, estereotipadamente bellas, son violadas por seres monstruosos en un clima de pesadilla signado por volcanes, horizontes planetarios, gigantescos hongos-falos, flores carnívoras y vegetales pre-geológicos. Sus incursiones en linograbado (Serie de los Mandriles, 1972) también convocan ese exaltado desborde de engendros y fuerzas naturales que envuelve al hombre y lo arrastra sin poder disolverlo del todo.

A partir de 1974, y durante el 75 y 76, ocurre una revancha del hombre sobre la naturaleza. Sus dibujos sobre papel brillante sugieren una corte renacentista viciosa y perversa. Esta serie -que culminará en el 77 con la colección titulada Los Borgía se divierten - tiene una evidente voluntad de crítica social, pocas veces explícita en su trabajo aunque a menudo presente. Es una crítica enunciada desde una óptica ambigua; un cuestionamiento realizado a través de un lenguaje de cuento, sainete o farsa que desplaza la gravedad de sus efectos. Los personajes se entretienen lastimando mariposas o hiriendo gorriones con alfileres y, al hacerlo, levantan una caricatura de lo convencionalmente entendido como malo que nunca coincide con lo malo mismo y que deriva el clisé hacia otros sentidos. Es que el juego, la broma o la ironía terminan estropeando el sentido original de las cosas y desactivando sus consecuencias: el humor conforma un mecanismo que descentra las situaciones e impide que ellas se cierren sobre sí. El sentido farsesco y lúdico de la obra deja abierta la posibilidad de que ciertas realidades dramáticas y angustiantes sean interpretadas nada más que como un juego, como una broma terrible. A punto de consumarse, el drama se escamotea: es sólo máscara, boceto, caricatura, chiste. Pero crece la inquietud al saberlo escondido en otro lado.

Por eso las denuncias de Ricardo siempre se zafan y resbalan hacia otras situaciones. Y, por eso, el costado crítico de su obra debe buscarse más en su actitud general de insolencia ante todo lo socialmente establecido que en los sucesos mismos que representa. (Las mascaras pueden significar hipocresía, alineación y ocultamiento o ser mero antifaz carnavalesco, caricatura del rostro que esconde un vacío; quizá la faz verdadera.) También por eso, Migliorisi se olvida pronto de sus preocupaciones ecológicas, expresadas en alguna obra de esa época (1975/76) y, fiel a su propio juego, cae él mismo en la trampa que tiende: los árboles atravesados por flechas o los cielos, nubes y montañas, la ausencia de todo color, salvo el azul celeste, de algunos dibujos realizados entonces sobre papel, dejan de lado enseguida sus críticas a la destrucción del ambiente y devienen objetos absurdos, situaciones cargadas de magia y lirismo. En esta misma dirección, el artista no denuncia lo procaz, lo kitsch y lo ridículo sino que los expone con naturalidad e indulgencia y hasta con indisimuladas muestras de simpatía: el humor impide que lo malicioso se vuelva impúdico y obsceno lo licencioso.

 

OBJETOS Y OTRAS COSAS

En seguida, el objeto comienza a tomar una presencia cada vez mayor que terminará por desplazar la del hombre. Entre 1975 y 1976 aparecen con insistencia los pequeños muebles: gaveteros, cómodas y escritorios desde cuyos cajones entreabiertos asoman ristras de pelos, nubes lluviosas o exageradas formas femeninas. Desarrollada en torno a la figura del disparate, la serie Figuras para recortar y armar recalca las funciones aberrantes de ciertos muebles: los mismos están pretendidamente concebidos para ser recortados con tijeras y posteriormente armados tridimensionalmente como en ciertos juegos infantiles, pero sus partes desfasadas, la mescolanza de sus formas y sus caprichosas metamorfosis anuncian de antemano lo descabellado de cualquier intento. Tampoco estas críticas del racionalismo y el funcionalismo son demasiado rigurosas: el artista queda enseguida fascinado por el encanto de las combinaciones imposibles, por la poesía secreta del desvarío.

Entre 1977 y 78, Migliorisi desarrolla una pequeña serie en la que una ironía tierna y una imaginación refrescante atemperan las situaciones dramáticas y francamente indecorosas y las llenan de nostalgia: La señora pirámide y el señor vendedor de consoladores (una pirámide, personificada como en las fábulas, es cortejada por un vendedor ambulante de figuras fálicas), El hombre que inventó la tormenta (un hombrecito gris corre arrastrando un barrilete-tormenta), Prohibido hablar (la imagen de un rostro impreso en un sudario con la boca sellada y rodeado de mariposas), La titiritera dormida (la mujer dormida con sus títeres abandonada en el cajón de un mueble), ¡Oh, cuan puta soy...! (Una dama del Cuatrocentto, calva, con máscara de purpurina y gesto afectado de Comedia del Arte) son títulos que nombran personajes sorprendidos en pequeñas situaciones que oscilan entre la tristeza y el ridículo, lo fantástico y lo cotidiano, tomando siempre como referencia la condición humana. Esta figuración desembocará en un conjunto de pequeños bocetos rápidos y livianos: historias menudas narradas con cariño y melancolía; dibujos con leyendas breves que relatan las penas de amor de una abeja, las desilusiones y esperanzas de un travesti calvo o de un equilibrista gordo. Son personajes dulces y tristes amenazados por conflictos menores, por situaciones insignificantes que tienen la intensidad y la grandeza de las penurias infantiles.

En el fondo de la obra que estudiamos actúa siempre un forcejeo entre el dibujo y la pintura, entre la línea y el color, entre los climas cargados plásticamente y los livianos espacios gráficos. En este momento predomina la línea sobre los colores (sordos: marrones y azules, grises y platas) y los espacios (sucios de grafitti, borroneados). Pero el color, dominado y postergado durante años, revienta de nuevo en más de 100 pinturas pequeñas realizadas entre 1979 y 1981. En ellas se define decididamente la presencia de la atmósfera, espesa y obsesiva, de la obra. Son climas turbulentos, sofocantes: pesados crepúsculos petrificados, amaneceres sangrientos, cielos cargados de presagios de tormentas y de incendios. Sobre el fondo de estas escenas cruzadas por grafías ilegibles se exhiben peras peludas y sandías humeantes, aparecen monjas transparentes paseando fieras bajo lívidas lluvias, entran y salen figuras veladas y amarradas, transitan gatos alados de grandes sexos y pies humanos y, entre ruinas, deambulan solitarios enanos extraviados.

Pronto, esta imaginería angustiante desemboca ante el desafío que enfrenta la figuración en ese momento: las tendencias conceptuales y analíticas -que, en la plástica paraguaya, se han englobado para el título de re-figuración- comienzan a exigir tanto una atención mayor a los mecanismos del lenguaje como cierto naturalismo en la representación que convoca a menudo la presencia del objeto (el signo y el referente deben ser enfatizados en su oposición y en sus encuentros marcados). Por un momento, por una vez, las figuras humanas de Migliorisi se vuelven veristas y adquieren proporciones convencionales (el color vuelve a retroceder, se vuelve apagado y sordo; el clima se aligera y se esfuma). Pero lo que ganan ellas en realismo, lo pierden en realidad: se convierten en estatuas, o en imágenes acartonadas, momificadas, y aparecen mediatizadas por velos, recubiertas por gasas, vendas y ataduras, borroneadas por manchas y grafías; se destiñen y se apagan: dejan perder sus colores. A veces se confunden con los muros desconchados y manchados de humedad que les sirven de fondo. Al final, los monstruos que las acosan son más verosímiles en sus formas inventadas: los fantasmas y las sombras-los deseos y las culpas, los recuerdos- se vuelven los depositarios de la realidad del hombre.

Migliorisi intenta otra salida: vuelve a soltar esa deformación caricaturesca que está en la base de su poética de la ironía y el absurdo, pero la disimula confundiéndola con elementos súbitamente realistas (serie Personajes, 1980): crea figuras humanas enmascaradas cuyos grandes pies están pintados en forma naturalista. Pero sus cuerpos, exageradamente hinchados y comprimidos, son representados por relieves de batik encolados que tienen formas animales. El resultado - que dista mucho del «naturalismo» conceptual - termina siendo de nuevo incongruente y fantástico: recuerda bufones o actores medievales (aquellos que se adosaban caballos de cartón para figurar jinetes) o bien convoca de nuevo esa imaginería equívoca a medio camino entre lo animal y lo humano, entre lo real y lo mitológico. Ante este desliz, Migliorisi decide quedar en el boceto: durante unos años el hombre se oculta y se manifiesta sólo en sus símbolos y en sus huellas; en situaciones de opresión, de soledad, de ridículo o de absurdo constituidos desde la cifra de la ausencia humana. Entonces aparecen naturalezas muertas y bodegones desolados con frutas secas e inciertos bultos amarrados. La serie Objetos para el conjuro (1980) recoge minuciosa (piadosa o cruelmente) rastros del hombre: pequeños atados de tela, pelos o ramitas secas, cintas, hojas, alfileres, y los presenta recalcando simultáneamente su insignificancia y su potencial significante: el hombre sabe adulterar la opacidad de las cosas confiándoles propiedades mágicas; el hechicero o el artista pueden despertar objetos inertes involucrándolos en sus proyectos y en sus sueños. De nuevo es lo mágico lo que interesa a Migliorisi: el objeto se transforma no en una excusa para la reflexión (como en las tendencias analíticas a las que por momentos parece aproximarse) sino en motivo de sugerencias y divagaciones. Lo mismo sucede en su serie Obsesiones, realizada simultáneamente; la misma tiene como soporte hojas didácticas pautadas de cuadernos escolares y se refiere a discurso de las tareas infantiles: los ejercicios caligráficos, las composiciones y pruebas, los errores y castigos y las correcciones en tinta roja. Aunque esta figuración sugiere, cierta preocupación por los signos, característica del momento, el artista termina interesándose más en las nostalgias y los temores del ritual didáctico que en las cuestiones del lenguaje.

Sin embargo, en 1982 presenta una obra de resuelto sesgo conceptual que obtiene el Primer Premio (compartido con Luis A. Boh) del Concurso Benson & Hedges. La representación pintada de una estantería que contiene piedras se repite en la realidad en un mueble idéntico que guarda idénticas piedras; a su vez, entre éstas algunas son reales y otras réplicas hechas de cerámica. La propuesta expresa esa característica preocupación por la relaciones entre lo verdadero y lo imaginario, entre el lenguaje, y la realidad, que obsesionó a la plástica durante los últimos años 70. La obra está bien realizada y es ingeniosa pero tiene poco que ver con sus frondosos delirios y carece de la convicción de sus mejores trabajos.

La serie de Las cómodas (1982) continúa indagando acerca del vínculo oculto que se establece entre el hombre y ciertos objetos suyos. Perdidos, abandonados en cajones o en estantes de muebles enmohecidos, los objetos se resisten a su destino de olvido y de muerte y se enfrentan al hombre alterando la memoria y mezclando los recuerdos; generando sentidos nuevos: los zapatos viejos, carreteles, frutas y plantas disecadas, paraguas, botones u ovillos de lana crían pelos y plumas, echan raíces, desprenden humos y vapores, se abren en flores carnívoras, en frutas carnales.

 

LUGARES, ITINERARIOS

La serie de Los pizarrones también revela en parte esa preocupación de niños y de filósofos por saber qué sucede con la cosa más allá de la mirada humana. Iniciada en el 82 y continuada en el 84, la serie recoge la imagen de las pizarras escolares, que, durante el tiempo del recreo, son escritas por los alumnos con obscenidades, tachaduras, grafitti y caricaturas de la maestra que se van mezclando con rastros de los signos característicos de la enseñanza escolar, las máximas y los números. Por una parte, esta serie vuelve a manifestar cierta intención de introducir planteamientos conceptuales: el pizarrón es soporte de señales que remiten a otras realidades, constituye un lugar de paso, una dimensión transitoria; considerado como espacio plástico, se convierte en sede de símbolos nuevos: las caligrafías, los números y los dibujos se desentienden de sus referencias originales y adquieren existencia autónoma. A través de la magia de las pizarras, el signo suplanta el objeto representado y asume sus derechos. La cosa, el objeto «real», es ya apenas un recuerdo que tiñe la imagen desde el fondo de la infancia. Pero, por otra parte, son esos recuerdos infantiles los que permiten de nuevo las posibilidades de las fábulas y el equívoco: los pizarrones se abren a cielos y a paisajes despejados, se convierten en cámaras oscuras; sus garabatos y sus números cobran vida, y los borradores y las tizas son tragados por un negro espacio y se transforman en dibujos raros. Convertido en noche, en vacío o en silencio, el pizarrón se llena de humo, de nubes, estrellas y recuerdos, de lluvias y barriletes.

En 1983, en un intermedio entre los pizarrones, Ricardo hace un montaje titulado Briggita Von Scharkoppen en el Jardín de las Delicias II. La obra, montada sobre un gran escenario de arena y compuesta por 500 figuras recortadas en madera, supone una brusca vuelta hacia su figuración anterior y es, en cierto sentido, una retrospectiva panorámica de sus bestias, personajes y objetos presentes a lo largo de su trabajo, como si R.M. necesitara confrontarse de golpe con su propia imaginería, tomar como referencia sus más familiares símbolos.

Libre de preocupaciones analíticas, el artista corre seguro en terreno propio; se siente él mismo y larga las amarras y, así, sin tener que dar cuenta de apriorismos ni de reflexiones, da rienda suelta a esa imaginación delirante y morbosa a punto siempre de estallar y desbordarse. Su figura central, Brigitta, resume las notas del personaje migliorisiano definido tanto por los estigmas de la soledad, la amenaza del extravío y los lances del ridículo como por el encanto del juego y de la nostalgia. Deambulando por un mundo que se encuentra habitado por el espíritu pesadillesco del Bosco (aludido por el título de la obra) y signado por el poético sentido del absurdo y el desencuentro de Lewis Caroll, Brigitta se ve arrastrada por la suerte inexorable de los grandes héroes universales que deben sufrir mil aventuras y penurias antes de acceder a su destino. Pero esa odisea nunca llegará a término: como en los verdaderos sueños, como en la locura más genuina, el itinerario de Brigitta se consuma en sí mismo, en cualquier punto de un laberinto sin retorno.

El personaje reaparece un año más tarde en la experiencia de video que hace el artista (Veinticuatro horas en la vida de Brigitta Von Scharkoppen). En esta obra, representada por actores de teatro y filmada en una mansión pretenciosa y cursi, la famosa cantante de ópera es perseguida por sus fantasmas a lo largo de situaciones desdobladas entre el recuerdo y el miedo; una saga en cuyo transcurso el humor y el erotismo actúan, una vez más, desactivando el nudo del drama, caricaturizándolo mediante los recursos banales del teleteatro.

Terminado este acto, el artista regresa a los pizarrones. En 1984 éstos comienzan a proyectarse cada vez más sobre su entorno hasta intervenir en ellos: entonces, se abren al cielo, empujan sus figuras desde adentro convirtiéndolas en relieves, atraen como imanes objetos cercanos transformándolos en dibujos de sí mismos. En 1985 los pizarrones despliegan sus superficies, cierran volúmenes y terminan por volverse decididamente tridimensionales. Quedan convertidos en cajas cuyo oscuro pasado sólo permanece retenido en sus fondos planos donde se representan vallas de carreteras, carteles de publicidad, pantallas de autocine, muros, paredes u obstáculos; puertas quizá.

 

EL CAMINO DE LOS RETRATOS

Una vez desarmados los pizarrones y derrotado el fantasma del lenguaje por la fuerza desordenada de las cosas, aparece de nuevo la figura humana. En la exposición Bestíario (1985) vuelven a estallar los colores y a escaparse las bestias que anuncian su presencia. Pero los hombres y las mujeres que entran ahora en escena nunca se muestran del todo, nunca terminan de completarse o de ser ellos mismos: se ocultan detrás de máscaras y, una y otra vez, recalcan su estatuto caricaturesco, su mero carácter de retrato.

Las figuras son tan potentes en esta serie y tan intensos son sus colores que escapan aquellas de los límites del cuadro e invaden sus marcos con sus formas mal contenidas; son vendedores de pescado o de barriletes, santas pintándose los labios, tomando helados o mimando a un caniche. Representan instantáneas de personas que simplemente caminan, descansan pero lo hacen posando en afectada actitud de personaje retratado. En esta serie cumplen un papel decisivo los marcos, los antiguos recuadros de fotografías, provistos de bordes calados y, a veces, de vidrios abombados. Al sellar para siempre situaciones nimias, al refutar solemnemente el tiempo a partir de historias menores, las pomposas molduras confieren al instante una dignidad irrisoria, ridícula casi.

En la exposición De sonámbulas (1986), que continúa la idea de los retratos, Migliorisi suelta hasta las últimas consecuencias las posibilidades significantes de la imaginación y el sueño. Deja definitivamente de lado las veleidades reflexivas y asume sin frenos ni prejuicios su propia lógica, sus propios signos y repertorios, su profusa imaginería mítica, sus bestias y sus obsesiones. El color se exaspera hasta la violencia, el erotismo se vuelve crudo, agresivamente descarado y el espacio, denso de por sí, se atiborra desmedidamente con presencias inverosímiles escapadas de obras de Picasso, de fotos familiares y juegos infantiles; de fantasías febriles. Pero, en medio de este mundo turbulento, las figuras humanas mantienen la pose forzada del retrato y adquieren esa expresión vagamente estúpida de quienes no saben reconocer sus miedos, desconocen por eso sus deseos y por eso se mantienen inmóviles, aletargados. Ubicados entre colores chillones y formas desatadas, son seres grises de carnes disecadas y quietas, son personajes ausentes sin voces y sin miradas. Migliorisi les ha arrancado la máscara.

Entre 1987 y 1988 los retratados recuperan sus fueros actorales, sus brillos y sus colores. Y lo hacen en forma agresiva, hostil casi. Se vuelven puntiagudos, filosos, cortantes. Se vuelven cáusticos e incisivos. Arrojan sombras negrísimas, compactas casi, que desobedecen la lógica de la proyección e inventan sus propias siluetas. Y ya no posan en silencio resignado: ahora entran en escena, la cruzan y salen de ella con pasos rápidos, seguros, aunque fueren ellas equilibristas calvas o santas demasiado gordas, aunque fueren muñecas tontas o manequíes feroces. El contrapunto entre las texturas espesas de los fondos y el dibujo tajante de las figuras acentúa las tensiones de un espacio crispado, conflictivo. Es que estos personajes estridentes, mujeres casi siempre, no se encuentran, como lo hacían los anteriores, ubicados nostálgicamente ante una memoria paralizante; en esta serie hacen frente a situaciones insólitas y dejan a su paso rápido un comentario crítico y mordaz, cínico a veces, acerca de la modernidad, sus ávidos fetiches y sus recuerdos fingidos, sus gastados rituales y sus afanes grandilocuentes. Pero, enredados en los estereotipos posmodernos y los clisés de la iconografía popular latinoamericana, varados en los lugares comunes de la sociedad de consumo, los héroes de Migliorisi terminan no sólo satirizando un modelo sociocultural sino, además, burlándose de sí mismos y de los gestos pretenciosos que las nuevas utopías a su pesar requieren.

 

LOS MONUMENTOS

El camino oscilante y abrupto que emprendieran los retratos desemboca ahora en un desvío inesperado. Después de las caricaturas afiladas de la serie anterior, la figuración se detiene, se vuelve hacia atrás, asume, rebuscadamente, el tono verista de los frescos históricos. En 1989 comienza la serie Los últimos días basada en los inquietantes murales de la Villa de los Misterios, la Villa juliana de Pompeya. Realizadas en el período final de la República, las originales pinturas pompeyanas reflejan el espíritu refinado y ligeramente arcaizante que marcara el complejo tiempo preimperial. Migliorisi recrea el gran fresco juliano instaurando otro tiempo sobre el tiempo guardado de la Villa, metiendo de contrabando bestias y objetos foráneos en su ciclo consumado y profanando sus muros con inscripciones de turistas vandálicos. Pero, como ocurre a menudo, Migliorisi queda atrapado en parte por el espíritu de las imágenes que niega; la decadencia se cuela en las manchas abiertas en los muros rojos y amenaza con devorar a los participantes del acto iniciático y, aunque adulterado y cambiado, aunque ironizado, el universo del mito y del rito reaparece en esta otra representación de nuevos iniciados y consagrantes que cumplen a su manera la ceremonia y el sacrificio -absurdos, necesarios- de todos los vínculos sociales. Y sobre el humor y el escarnio, sobre fragmentos y poses desteñidas, Migliorisi, una vez más, restaura y recrea un fresco de la condición humana.

En 1989, paralelamente a la serie recién descrita, Migliorisi realiza la obra Cantantes compuesta por paños verticales de tela cuyos extremos inferiores se encuentran sumergidos en cubos internamente iluminados con colores distintos. Las telas sirven de soporte a deformadas representaciones de grandes figuras operísticas: Carmen, Tosca, Turandot, Aída, La Traviata y El Barbero de Sevilla, de modo que el conjunto conforma una insólita galería de retratos: un espacio que remite al circo, ironiza sobre el recinto clausurado de las exposiciones, parodia la escena de la ópera y copia descaradamente a Picasso. Pero -ya se sabe el humor de Migliorisi, aun despiadado, configura sátiras celebratorias y establece vínculos de serena tolerancia, de complicidad incluso, con las despreocupadas víctimas de su sarcasmo. Su galería de caricaturas es siempre una galería de personajes admirados: quizá ese humor punzante remita oscuramente a un homenaje secreto o descubra con disculpas, con simpatía, el pequeño ridículo que acota el perfil grandilocuente de los ídolos.

La inflexión ampulosa que exige la puesta en escena de grandes acontecimientos y personajes históricos culmina en 1990 en la obra La Carpilla sixtina, realizada en dos versiones. Cada una de ellas consiste en una gigantesca tienda de lona (de 100 m2. aproximadamente) cuyas paredes y techo se encuentran pintados con profusión tal y con tanta fuerza que el espacio que conforman se convierte en teatro de joviales aquelarres y saturnales, de mascaradas escabrosas y de inocentes comparsas. En una saga que recoge la lección que han dejado los frescos pompeyanos, la memoria histórica es recuerdo y mito, registro y fábula; tanto reconstruye el itinerario de lo sucedido como inventa los caminos de lo ignorado. Y lo hace mezclando anales y metáforas, documentos verídicos y simulacros. Caricaturizando personajes cotidianos de la ciudad de Asunción o de estrellas menores de la farándula universal, de ídolos pasados de moda, de leyendas a punto de ser olvidadas. Mezclando pinturas con objetos reales, máscaras rituales de un pueblo ignoto del Paraguay con confusas claves barrocas y signos áureos de algún Olimpo exagerado.

Como el fresco de Miguel Ángel, aludido obviamente en el título de esta obra, La Carpilla sixtina quiere constituirse en una crónica de su propio tiempo; un presente roto por recuerdos encontrados y residuos de sueños, cruzado por amenazas, deseos interdictos, innombrables fantasías que empujan desde lugares nocturnos y descubren una escena oscura, deslumbrante. El gran formato de la obra permite ciertamente la descarga de una imaginería exaltada, furiosa por momentos, volcánica y orgiástica siempre. Pero también facilita el despliegue de una narrativa cuyas secuencias circulares citan los lenguajes cinematográficos (Fellini, el cine mexicano, Hollywood de los años 50), los recursos de la televisión (los teleteatros, el záping) y los lenguajes publicitarios, tanto como los muchos géneros de la escena y el espectáculo, para proponer un discurso (des)organizado como lo están los mitos, la poesía y los sueños. Como la están, en secreto, la historia universal y sus raídos relatos.

 

LA INDIFERENCIA

Cuando se desmontan los exuberantes andamiajes de Pompeya y la Carpilla Sixtina, los actores desalojados se encuentran entre 1991 y 1992 en un sitio cercano a Venecia y en tiempo de carnavales. El escenario de esta serie corresponde a un sainete lujoso, tembloroso de plumas, titilante de arreos y aderezos. Ahora, las dramáticas máscaras han sido cambiadas por gentiles antifaces. Ahora, las figuras -mujeres todas- han dejado atrás los arrebatos y la estudiada grandilocuencia de las gestas históricas. Y, liberadas de los compromisos graves que implican las grandes pasiones, lucen displicentemente sus perfiles atildados y sus pechos opulentos en un cuadro de damascos, cortinajes pesados, bañeras de mármol y demasiadas luces. Un cuadro atropellado de pronto por bombillas de luz y extemporáneos ventiladores y otros artefactos electrodomésticos, invadido por perros callejeros guarnecidos con gorgueras, cruzado por enormes pescados dispuestos para usos culinarios y asaltado por otros detalles disonantes que poco se compadecen con los aires decadentes de ese espacio granado. Pero las mujeres se muestran impasibles ante esa intromisión y acogen, irresponsables, las señas de un mundo vulgar y anodino, el antes o el después de un delirio que es tal en cuanto enfrentado a la ordinaria crudeza del quehacer cotidiano.

En general, los personajes de Migliorisi asumen con naturalidad las situaciones más obscenas y terribles, las peores amenazas, los lances extremos: se pasean, encantados, a lo largo de una escena estremecida convertida por un instante en juego o en humorada. Pero en ciertos momentos esta impasibilidad, esta serena indiferencia, ocupa un lugar central en el curso de lo narrado que termina más definido en torno a atmósferas y sugerencias que en la acción de los protagonistas. Tal hecho ocurría en el conjunto de obras recién mencionado, el de los antifaces venecianos, y ocurre enseguida en pequeñas series intercaladas entre otros trabajos entre 1993 y 1996: Los bañistas y Los testigos. Los personajes de ambas series son los mismos hombres y mujeres que pueblan sus mundos ambiguos: seres crecidos a medio camino entre la caricatura y el clisé mas mediático, el dibujo infantil y la equívoca ilustración posmoderna. Pero en estas obras ellos se presentan particularmente distantes de las propias circunstancias que condicionan su paso por la escena. Los testigos son figuras ensimismadas, silenciosas siempre, casi melancólicas y siempre ajenas a las venturas y los riesgos que los rodean. En muchos casos, la inseguridad de esos azares aparece manifiesta: entonces sus personajes se ven acechados por la erupción escandalosa de volcanes y el estallido de tormentas, por bosques de zarzas y bestias desmedidas, por accidentes insólitos, como la caída de un piano humeante que se precipita en el puro espacio plástico.

Representados a veces mediante la técnica del dibujo a ciegas y referidos en ocasiones a figuras mitológicas, en 1996 estos personajes disminuyen de escala: ahora son menudos paseantes cuyo andar transcurre en desfiladeros abiertos al abismo insondable, cataratas desaforadas, maremotos e incendios, nuevos volcanes furiosos, otras tempestades. La oposición entre los pequeños testigos y la desmesura romántica de los paisajes precisa extremar recursos. Los colores se encrespan, se intensifican en tonos fluorescentes, inflamados. Los cuadros se angostan exageradamente ya fuere en forma vertical, ya apaisada. Los personajes definen mejor sus perfiles: se revelan como figuras mitológicas que cabalgan plácidamente sobre las riberas de ríos de lava o equilibristas y trapecistas que actúan, flemáticos, sobre el borde del vacío y el fondo de cataclismos meteorológicos. Al final de la serie, tienden a recuperar sus tamaños, pero no pueden ya recobrar sus proporciones, sobrepasadas siempre por aves monstruosas y horizontes descomunales.

En la serie Los bañistas (1994) la amenaza no se muestra en forma tan patente y parece provenir desde fuera de la escena. Los personajes se sumergen -serenos siempre pero cautos, como en guardia- en los flujos opacos de aguas desconocidas. Son ríos (¿piletas? ¿mares o estanques? ¿meros charcos de hondura aparente?) habitados por peces extraños o por desconocidos saurios. Pero el riesgo no proviene de estas bestias manifiestas, como no proviene quizá de aquellos infortunios de volcanes y de incendios teatrales, sino de los espesores de la manchas mismas, de las formas indescifrables de esos surcos oleosos: de algo que sucede fuera de la escena. O demasiado dentro de ella. Alertas, vigilantes, los personajes casi tristes que sufren percances increíbles u ondulan distraídos en el espesor del líquido estriado saben que las figuras manchadas de la memoria, que el estigma o el borrón del fondo velado, que el afuera de un cuadro asediado por vasos reales llenos de agua, pueden albergar la contingencia más radical, la callada.

O la soñada: en la serie Los durmientes (1995), el albur ocurre en el fondo oscuro de la escena, en su detrás soterrado. Pintados sobre sábanas colgadas de las paredes o dispuestas horizontalmente sobre colchones inflables, rodeados de objetos, de fetiches, de signos de neón recuperados del otro lado de la conciencia, los personajes yacentes (soñadores o desvelados) se encuentran pendientes de sueños, fantasmas, pesadillas o deseos que no aparecen sino a través de pistas confusas, señales breves de un rumbo guardado por almohadas.

Concluidos cada día sus faenas y trajines, hombres y mujeres se retiran entre penumbras e ingresan a un ámbito oculto que, tras de ellos, sella sus puertas. Nadie nombra demasiado al lugar del lecho -nadie lo exhibe, al menos- aunque transcurra allí trecho tan largo de su vida entera y aunque en su detrás se encuentre el vestíbulo callado que conduce al sueño. Es que, al acceder a ese recinto, sus moradores se desvisten de disfraces y de máscaras y ensayan allí el silencio y la sombra. Es que en la intimidad de ese espacio cerrado se consuman la soledad más intensa y el encuentro más profundo. Es que entre sábanas se entregan los cuerpos al recuerdo y al desvarío; a la tregua del sosiego o al temor del olvido.

Ricardo Migliorisi decide seguir a los seres anónimos que se dirigen al lecho. Los espía mientras duermen y aman; se interna en sus sueños, en ese mundo remoto que se abre cuando capitula la conciencia. Allí levanta una escena. Y descubre las otras máscaras y disfraces que utilizan- los actores más allá del umbral de la vigilia. Y exhibe sobre el cubrecama los cientos de falos que durante siglos han dejado como ex-votos piadosos galanes o han cosechado Dulcineas voraces. Y muestra los peces que arrastra el flujo de la memoria dormida; el cauce luminoso de los ríos nocturnos; las manchas indelebles de la culpa, de los miedos anteriores a sus propios nombres.

Por eso, en ese escenario que está del otro lado, los personajes se transforman según los papeles extraños que exige el guión de la noche: esta gitana dormida tiene la forma obscena de un posible sueño suyo; aquellas mujeres abandonadas yacen al lado de caimanes y esturiones, bestias fugadas de sus pesadillas o encubridoras de sus soledades. Y, por eso, la misma escena se convierte en un paraje ambiguo: es el tálamo donde retozan los amantes, la cámara donde la viuda recuerda sus contentos o padece el mártir sus pesares, la cama donde el enfermo delira o se desvela el poeta.

En los confines de ese dominio que no tiene lindes, el soñador despierta en algún otro sueño. Y desde allí observa el lecho otra vez sumergido en corrientes claras, atravesado por saetas doradas, ocupado por lagartos y mandolinas, sembrado de sexos, de peces velludos, de cuerpos desconocidos. Y entonces advierte que la escena no tiene umbrales ni salidas, que el revés de la vigilia ajena carece de accesos y que ha deambulado por sus propios terrenos. Que se ha extraviado, quizá, en el crepúsculo de alguna soñera, enredado en sábanas y en lienzos, tanteando el vestíbulo sellado ubicado en el fondo del lecho.

 

RETABLOS

A menudo Migliorisi introduce digresiones en el transcurso de su pintura. La muestra Pequeños lugares cautivos (1995) presenta cajas tridimensionales en cuyo interior se representan sucesos menudos, que tanto aparecen impregnados de sentido histriónico y narrativo, como revelan la suntuosa visualidad del artista.

Es que, como es sabido, la obra de Ricardo Migliorisi responde a una decidida dirección escénica. No sólo sus espacios son teatrales ni solamente son sus tiempos peripecias de farándula: el diseño de sus personajes y el secreto de las máscaras, el brillo de las candilejas y el discurrir de los actos mantienen siempre clima de representación y recuerdo de espectáculo. Si tuviéramos que hablar de géneros, obviamente, hablaríamos de farsa. Pero el libreto ambiguo que mueve la trama (y los antojos locos de los personajes), el discurso roto de los parlamentos mudos (y el dislate de los desenlaces), hacen del montaje un lugar equívoco cruzado por dramas repentinos a punto de consumarse, por mutis de tragedia o lances de ópera, por soliloquios de entremés, vaudevi1le o zarzuela. Después, la escena se olvida de sí misma y se convierte en paisaje. En lugar de retablo, en nostalgia de circo o de cine antiguo. Y, después, el telón se abre del otro lado y la escena es sólo el reflejo callado de los palcos. O es un acto real que sucede en otro lado. O es apenas el ensayo de una comedia que jamás será montada.

Por otra parte, la obra de Ricardo Migliorisi es básicamente pictórica. Su manejo de los colores y los tonos, de los contrastes, de las texturas, de las transparencias y veladuras, hacen de sus imágenes construcciones plásticas modeladas por el pincel y la impresión (pastosa, jugosa) de mil relieves extraños. Podríamos afirmar también que los contenidos de su figuración son lúdicos y mordaces (ya sabemos de su irreverencia, conocemos sus delirios) y que su iconografía se nutre de los mass-media y el kitsch, de la mitología y la infancia. Los temas de este repertorio híbrido se combinan y se mezclan en el fondo de una matriz revuelta que tiene muchos accesos y no pocas cifras oscuras.

A menudo Migliorisi tiene la necesidad, o la ocurrencia, de trabajar su pasión teatral, sus formas pictóricas y sus contenidos intrincados en algún lugar abierto a un costado de sus pinturas. Entonces diseña vestuarios, monta escenas «reales», confecciona fuentes de barro y produce objetos varios. Alguna vez se ha metido directamente en la escena y representado papeles que no son demasiado diferentes a los de sus actores-personajes. En la serie Pequeños lugares cautivos trabaja con moldes de hojalata preparados para la confección de tortas. Los recipientes tienen formas ovaladas o semiesféricas; perfiles de corazones, de peces y de estrellas; tienen la silueta del Ratón Mickey o la figura de una campana. Esos moldes se convierten en pequeñas cajas herméticas que sellan para siempre un espacio plástico, una escena teatral: el sitio de un acontecer re-presentado. Allí se mezclan los tiempos del drama y la revista, las dimensiones de la pintura y el objeto, las señas de lo real y lo soñado. Allí se produce la alquimia oscura del sentido condensado: apretados entre sí, entreverados en la escena menuda del nicho improvisado, las asociaciones distintas que despiertan las figurillas de yeso, los falos de madera, los bosques de plumas, las piedras y caracolas doradas, las perlas de vidrio y los relámpagos pintados entrecruzan sus sentidos y canjean entre sí sus direcciones produciendo en el recinto clausurado y expuesto de las cajas cortocircuitos intensos, estallidos breves, incendios menudos.

Atrapado por la dimensión inmóvil de la plástica, el tiempo del teatro se convierte en puros colores de libretos mezclados, en mera extensión de tablado, en recuerdo de brillos impostados. Sacudidos por el discurrir del melodrama, el ritmo histriónico o el vaivén de la farsa, los tonos y las texturas, los diseños y los trazos se agitan y se despiertan, recorren el escenario y se instalan en un tiempo de recuerdos alterados. En la sucesión de la memoria sonámbula, del libreto ebrio que mencionaba Nietzsche, quizá.

 

CONTRA-HISTORIAS

Aquella pasión teatral de Migliorisi, ya lo vimos, convoca a menudo los recursos de la escena. Frecuentemente el lienzo reniega de su destino de mero plano de proyección y se despliega, se arroja fuera de sí creando volúmenes que encierran un espacio de representaciones. Pero estas tablas recién instaladas nunca olvidan su fundamento pictórico: se levantan en torno a los colores y las formas plásticas y en función de un libreto planteado en clave visual.

Este registro duplicado hace que las instalaciones -que el artista retoma a mediados de la década de los noventa e intensifica desde entonces- tengan siempre un carácter escenográfico. Y utilizo este vocablo recalcando la doble nacionalidad que tiene el término «escenografía», oriundo de los ámbitos teatrales y, simultáneamente, poblador de los terrenos de las artes plásticas. Migliorisi aprovecha esta ambivalencia para tratar cuestiones confusas: los muchos sentidos que esconden ciertos mensajes que pretenden ser inequívocos, tales corro los estereotipos del mercado, los estándares de la ideología y la historia y los tantos lugares comunes de los mitos oficiales. Pero, según queda indicado, su propio tratamiento de estos temas es ambiguo: ocurre desde los recursos de un género híbrido que apunta al drama y desemboca en revista o en sainete. O sigue el curso contrario. Y lo hace en todo caso apelando a los argumentos de la imagen que nunca son literales.

Intencionalmente complicada, la instalación Viaje a las Cataratas (1997) ocupa un largo espacio rectangular cuyas paredes lucen pintadas de azul intenso. En su interior se encuentran dispuestos once toalleros, rebuscadamente confeccionados con troncos rústicos que rematan en doradas réplicas de cabezas de ángeles hispano guaraníes. Diez de tales piezas se encuentran enfrentadas en pares a los costados de la escena; la undécima cierra el fondo. De cada uno de aquellos dispositivos cuelga una toalla estampada con la figura de un caimán erizado de alfileres. Y sobre cada uno de ellos pende un plato pintado con la imagen de las cataratas del Iguazú y rodeado de un semicírculo de estrellas doradas. El motivo se repite a los pies de las toallas, sin las estrellas ahora. El undécimo toallero, el mayor y más complejo, sostiene una serie de esponjosos paños que simulan la caída generosa de cascadas superpuestas. El conjunto sugiere, así, un espacio de pequeños saltos acuáticos que conducen a la catarata mayor.

El artista arranca del discurso de los códigos turísticos, cuya iconografía es trabajada en diferentes niveles. Las cataratas del Iguazú constituyen uno de los tópicos más característicos del imaginario nacional-patrimonial: vuelto fetiche, cosificado, el mismo proyecta la imagen de exotismo subtropical, de abundancia, energía y sensualidad que conviene exportar. También la figura del cocodrilo americano (el caimán, el yacaré paraguayo) cumple el papel de un logotipo capaz de sintetizar la seducción de un mundo salvaje y amenazado. Las cabezas de ángeles barrocos completan este contorno de naturalezas indómitas y desbordantes con el contrapunto cultural: la experiencia de las reducciones jesuíticas tiñe la historia entera del Paraguay con evocaciones rígidas que abarcan desde la visión romántica de la historia (tema de las hordas caníbales redimidas por las utopías comunistas o platónicas) hasta las imágenes kitsch tipo película La Misión. Migliorisi concluye esta dirección recurriendo al lenguaje de las tarjetas postales y los souvernirs, cuyos sentidos recalca desde el recurso a los materiales baratos de la masificación industrial.

Pero el artista no queda en la presentación divertida de un repertorio considerado demasiado vulgar o, aún, en la crítica de un texto plagado de obviedades y relatos banales: trabaja en los insterticios de esos discursos aparentemente simples y demasiado literales; los sacude con movimientos sutiles, rastrea sus recodos para buscar el camino de salida de esos paisajes acartonados, plastificados. Los platos, colocados sobre cada toallero y a los pies de cada pieza, se refieren literalmente a la loza impresa con la foto del turista tomada sobre el fondo de las cataratas. Pero el artista invierte el simulacro desmintiendo el trayecto mismo de la falsificación: el retratado ha desaparecido y las cataratas están pintadas realmente una a una; se han convertido en «originales» de copias que pretenden retratar en serie (en serio) una experiencia única, original.

Los yacarés remiten a lo real maravilloso de una historia pintoresca y remota. Pero también nombran la imagen dolorosa de los saurios despellejados, del cuero que duplica su precio al pasar de pueblo en pueblo, del animal mítico atravesado y colgado, vaciado de poder aurático, convertido en prosaico utensilio cotidiano. A partir de esa misma operación desconstructiva las aguas se convierten en paños industriales y la iconografía misionera en ornamento masivo de precio rebajado. El agua turbulenta y la piel salvaje, la noble madera transformada en figura sacra, la natura redimida y el signo honroso se convierten en elementos ordinarios, en materia industrial grosera: en acrílico y en loza, en paño tosco, en falaz dorado. Pero, ¿qué falsifica, qué degrada más: las mistificaciones de la historia oficial o las versiones bastardas de la masificación, el ecocidio o el estereotipo cultural, el etnocidio misionero o el simulacro moderno? Migliorisi no juzga ni intenta acercar clave alguna al respecto; simplemente nombra con asombro o con nostalgia alguna poesía colada obstinadamente a través de los lugares comunes del clisé; algunas situaciones densas, ciertas oscuras presencias agazapadas, quizá, en el fondo o el detrás de los platos más lisos, de los más triviales objetos: la verdad breve que esconde cada ejemplar de una serie enmascarada.

Este trabajo sobre los estándares de la publicidad global se manifiesta también en la serie de platos de loza titulada Expediciones (1998), que arranca de la serie Viaje a las Cataratas. Los platos, basados en los modelos del souvenir turístico, reproducen, siempre sobre el fondo de las Cataratas del Iguazú, el retrato del artista al lado de figuras mundiales mitificadas por los medios de comunicación y vueltas clisés de un paisaje planetario indiferenciado. El artista se fotografía vestido (o desvestido) de acuerdo a lo que le sugiere cada personaje y posando según los requerimientos de cada situación. Une después su imagen a la de personajes famosos tales como Lady Di, el Papa, la Madre Teresa, Madonna o la muñeca Barbie. El collage es aplicado a un plato de loza mediante un horno de baja temperatura.

Entre la irreverencia y la admiración, el sarcasmo y el homenaje personal, el artista transita el afán inocente del veraneante o el fan y pone en escena las trampas del simulacro mas mediático. O las argucias de la ilusión. El propio artista se presenta como un turista ávido de registrar su paso por un lugar consagrado por la cultura de masas o un cholulo; un snob de medio pelo, ansioso de figurar al lado de sus ídolos y de compartir su aura. Pero esta actitud, ridícula, inocente y en todo caso vulgar, remite a otras señales: en cuanto inventa una memoria y supone un afán no sólo se burla del mal gusto de la cultura de masas sino que indica el camino de otras formas de originalidad. Ni apocalíptico ni integrado, diría Humberto Eco: el artista ni aplaude, complaciente, los estereotipos de la alta modernidad ni los sataniza, escandalizado. Más bien busca a través de esas cifras empaquetadas una pista para saludar con humor o nombrar con inquietud ciertos puntos cardinales de la experiencia humana.

Realizada en el mismo año que Viaje a las Cataratas (1997), la obra Histerias de la Conquista mantiene el sentido escenográfico y ampuloso de aquélla así como la actitud mordaz ante el formato epicista y canónico y las simplificaciones y mistificaciones de la Historia, la escrita con mayúsculas. La obra comprende cinco grandes cubrecamas acolchadas que penden de un espacio cuadrangular, tapizando casi sus paredes. Migliorisi ilustra cada una de estas cubiertas de cama dibujando ciegamente sobre ellas los motivos; rellena después el interior de los diseños y cose sus contornos de modo que las figuras así formadas adquieren tensos relieves. Los personajes y animales, los frutos y plantas, los extraños objetos que pueblan ese mundo hinchado se encienden luego con pinturas intensas, con dorados y tonos fluorescentes. O se apagan con oscuridades de abismo o de eclipse total. Después se aderezan con botones de nácar, lujosos bordados populares latinoamericanos y otros ornatos y perifollos que definen un aire de boato y pompa o un clima de fiesta y de disfraz. O de simulacro. Los edredones lucen enmarcados por falsas molduras impresas fotográficamente sobre sus propios soportes. Estos marcos rematan la idea de opulencia, auténtica o postiza: representan frutos' y frondas tropicales, lujosos adornos indígenas de pluma o dorados relieves barrocos.

La obra tematiza ciertos lugares comunes de la historiografía oficial: los mitos del buen salvaje y el conquistador bizarro, los paradigmas de la ubérrima tierra nueva y el barroco natural de América. El artista trata con irreverencia estos temas; pero lo hace también con cierta dosis de complicidad: a veces termina enredado en las historias que satiriza y sabe disculpar la trivialidad y celebrar el kitsch; sabe valorar sus aristas agudas y descubrir los accesos severos que abren lo cursi en algún momento de sus derroteros espurios. «Lo real maravilloso» fetichizado, el exotismo macondista, el prototipo de lo mágico entrañable latinoamericano son representados a través de una iconografía que parte de la visión de los primeros cronistas europeos y despliega apuntes y mapas, registros de geografías sofocantes, catálogos de faunas y floras delirantes.

Cubierto de plumas y de pinturas, morador de un mundo repleto de quimeras y bestias imposibles, el indígena es visto como el ideal de lo radicalmente otro. Pero también como proyección de la figura propia expulsada del paraíso: los caciques y las cautivas guaraníes aparecen figurados con los rasgos de quien los retrata desde Europa, de quien profundamente no puede ver lo diferente. Son rubicundos y rollizos y lucen todos pellejos claros y afectados ademanes de actores de opereta, de personajes de vaudeville ligero. Y el juego de este doble simulacro permite que se cuelen contenidos enmascarados por una visión idílica del «encuentro cultural» o una mirada apocalíptica del conflicto; tiene la parodia muchas veces la posibilidad de rozar de sesgo alguna verdad furtiva y nombrar la feroz naturalidad con que la historia oficial registra y enmascara y la paradoja de que, al hacerlo, deja abierto un flanco que permita vislumbrar sus reveses y entrever el enigma de sus silencios tantos.

 

ENTREACTO

En el contexto de una exposición retrospectiva suya realizada en 1998, Migliorisi presenta una serie nueva titulada Pelambres, aparejos y poemas. En realidad, y tal como lo anuncia el título, es difícil designar como serie este conjunto pues los objetos que lo integran no guardan entre sí más vínculos que los establecidos por el humor entre uno y otro lado del límite que separa la poesía del absurdo, si existiere ese límite al menos. Las situaciones presentadas corresponden a pequeñas narraciones, lances de ingenio, charadas resueltas en metáforas, bromas que terminan en dudas o interrogantes que se vuelven juego.

Algunas obras trabajan la palabra escrita. Soy caliente consiste en una frase (la misma del título) delineada en el aire mediante un tubo de cobre conectado a un motor refrigerante. Es un grito congelado, una súbita confesión. O bien, una demanda o una provocación; es la escritura coagulada en su momento más tenso. La obra Carta de amor supone la intervención del artista sobre las hojas de una planta: las palabras ansiosas del amante rasgan la superficie carnosa de un agave y se convierten en cicatrices, en trazos que siguen, vivos, el destino de la planta. A partir de un portarretratos manual cuyas hojas giran en torno a un eje fijo, otra obra desarrolla una secuencia basándose en el primitivo mecanismo de los dibujos animados y aludiendo ciertas situaciones prototípicas del cine americano. El espectador debe hacer girar velozmente el rodillo del portarretratos en un movimiento que pone en marcha las cuarentas imágenes que traman el relato: sobre un fondo rojo avanza desesperada una mujer vestida con ropas interiores. Cuando ella accede al primer plano, el alarido que lanza entonces y que da nombre a la obra (Taxi!!!) revela el motivo de su urgencia y envía la angustia a otro lado.

El soporte de tres portarretratos de formas orgánicas es utilizado en un pequeño tríptico (No veo, no oigo, no hablo) cuyos perfiles deformados recuerdan los relojes de Dalí y aluden, quizá, a la obra La representación de Magritte. Las molduras llevan respectivamente en su interior fotocopias de la boca, una oreja y un ojo del artista enredados en dibujos que simulan pelos y, aún, en, manojos de verdadero vello íntimo cuya urdimbre encrespada deja entrever las imágenes. Así presentadas, éstas enfatizan sus pliegues y comisuras, sus bordes escondidos, y terminan sugiriendo partes secretas del cuerpo, resquicios y oquedades velados por el recato o vedados por la censura; pocas veces retratados, nunca expuestos en cuanto retratos.

Ahora aparece la figura de un pez suspendida por una vara sobre un almohadón pintado con cabrilleos y reflejos acuáticos. La figura se encuentra tallada en madera, jaspeada como el almohadón y, tanto como las imágenes anteriores, oscurecida por una insolente profusión de pelos. Pero éstos ya no corresponden a suaves rincones humanos: son hirsutas crines animales que erizan la figura y la dotan de un aspecto agresivo. Exiliado de su medio, como tantos otros animales; como otros tantos seres vivientes, el pez se ha vuelto una presencia espuria, una criatura mestiza y distinta. Pero no ha olvidado el agua cuyo recuerdo espejea entre su pelambre impostada.

Las Escaleras al cielo y las Escaleras al infierno consisten en un conjunto de piezas confeccionadas en madera por el artista popular Prisciliano Sandoval según diseño de Migliorisi. Sandoval es un «santero» de Tobatí, un tallador de máscaras rituales y de figuras de oficiantes de aquellos ritos mestizos que ensombrecen y encienden su comarca. Los objetos tallados consisten en confusos artefactos, utensilios o esculturas extravagantes: son escaleras que salen de un calzado, casi siempre peludo, y rematan en un rastrillo carbonizado, o viceversa. (En verdad no se trata de un zapato sino de un molde pintado como si lo fuera; metonimia que, en escalera, remite a la prenda y, a través de ésta, a su usuario).

Pequeños personajes suben o bajan las gradas según su destino de salvación o condena: son hombres o Mujeres vestidos con ropas interiores (algunos de ellos lucen anteojos y arcaicas gorras de aviadores). Y en ese permanente transitar tropiezan a veces con clavos herrumbrados, objetos de peluche, estrellas de cerámica. Pero ellos parecen impasibles ante tales obstáculos y avanzan hacia la gloria o las tinieblas con calma. Al fin y al cabo, las condiciones que reinan en una meta u otra no deben ser demasiado diferentes a las del extraño camino que conduce a ellas.

 

CUERPO AUSENTE

La última muestra de Migliorisi -la última que alcanza a registrar este texto- fue realizada en julio de 1999. Corresponde a una exposición diferente. Se basa en la fotografía; pero lo hace no asumiéndola como medio autónomo de expresión sino como base de una propuesta suya. José Gómez toma fotografías que Migliorisi interviene y que son, en una de las series, nuevamente fotografiadas. Es que esta obra comprende dos series. Una de ellas, titulada Segundo acto, parte de una cita de su muestra Los durmientes. El artista es fotografiado sobre los escenarios de la obra original: yace desnudo sobre las sábanas como si estuviera compartiendo el sueño, el desvelo o el amor con los personajes pintados en ellas. Y esta intromisión complica los expedientes de la escena (teatral, pictórica, fotográfica), sobrepone sus simulacros y remite a otros escenarios. La segunda serie, La Vía Dolorosa, se basa en fotografías de torsos del artista, expuestos desnudos de frente o detrás. Migliorisi trabaja esas imágenes manipulando signos que sugieren una intervención real sobre el cuerpo (como heridas, despellejamientos o tatuajes) y vuelve a fotografiarlas de modo tal que la imagen final aparenta representar un cuerpo realmente marcado por lesiones, rasgado, atravesado por clavos y flechas, quemado, torturado. Y digo «aparenta representar» porque, por más bien tramado que esté el ardid fotográfico, la imagen termina delatando el artificio que esconde o dando pistas del doble juego que la constituye. Y quizá este fingido escamoteo puesto en escena de costado, encubierto y delatado, constituya uno de los resortes más enérgicos de una propuesta que pretende partir de la sinceridad del desnudo.

Es que este conjunto de obras es diferente no sólo porque asume medios tradicionalmente no explorados por el artista (como la fotografía) sino porque, especialmente en la serie La Vía Dolorosa, exhuma un nervio dramático que en la obra de Migliorisi actúa casi siempre soterrado. Ahora retroceden el humor, la sátira y el juego. Ahora se expone, como nunca antes, el lugar de un despojo radical, el silencio mismo de la escena: el cuerpo desnudo es apenas la pista de una falta que no puede ser expuesta sino a través de signos dolorosos: de lesiones impuestas por la culpa, el miedo y el castigo, de huellas del afán en retirada. Es decir, de cifras que sólo pueden ser rozadas, ya que no asidas, por trucos de la representación y arterías del lenguaje.

En esta obra, el cuerpo ocupa, así, un lugar central. Sucede que, como en muchos otros momentos, sin perder su posición porfiada Migliorisi está echando mano de los argumentos que acerca su presente: ya se sabe que el cuerpo constituye un lugar privilegiado de la estética contemporánea. Pero no cualquier cuerpo sino el propio: el cuerpo del artista que ejecuta la obra. Que se contempla a sí mismo, narcisista, y retrata su figura objetivada. Que se vuelve, suicida, sobre sí y disecciona sus partes separadas. Para el discurso de las Bellas Artes, el organismo humano es un protipo de armonía, un espacio de tensiones que debe ser resuelto en composición integrada. Por eso, el pintor académico retrata la complexión y cadencia del cuerpo de un modelo buscando encontrar en sus articulaciones y gestos una cifra ideal del canon. El pintor moderno no mira el cuerpo: mira formas, signos, momentos de un lenguaje que debe ser transgredido, traicionado, desde el juego de sus mismos lances. El artista posmoderno encara el cuerpo como sede de identidad amenazada, como cifra de realidad invadida por representaciones publicitarias, ocupada por otros cuerpos: anatomías virtuales, organismos corregidos por la cirugía y la pasarela en pos del nuevo ideal de una belleza concebida en formato de mercado. El propio cuerpo es ahora un problema porque el artista precisa indagar su mismidad primera, su organicidad elemental: precisa asumir un principio de realidad «real». Y para estudiar y cuestionar no su representación sino su misma presencia. Pero el propio cuerpo es inasible como objeto: enseguida deviene metáfora del cuerpo social. Por un lado, es el asiento del sujeto, el sitio del goce y la dolencia. Por otro, es paradigma del organismo colectivo y medida de viejos códigos que reglamentan las formas de la presencia, determinan la apariencia correcta y domestican los deseos de la carne contumaz.

Ricardo Migliorisi encara el cuerpo como lugar de cruce de la memoria propia y las obsesiones de los tiempos actuales. Y lo hace trabajando un espacio fantasmal que cuestiona los lindes entre lo orgánico y lo subjetivo, lo público y lo privado, lo íntimo y lo exterior. Fotografía su propio cuerpo desvestido (la ropa interior, arremangada, no hace más que subrayar el desnudo), interviene las fotografías y las vuelve a fotografiar en un movimiento doble: en un gesto múltiple que, simultáneamente, quiere transitar y desandar el camino de una cultura capaz de mirar lo real sólo desde el rodeo de los medios y la mirilla de los discursos. El cuerpo real (el fotografiado) es agredido, mutilado, fragmentado. Es redimido y enmendado. Vigilado y abierto en su interior imposible, asediado en sus poros figurados.

Cuando el artista vuelve a fotografiar ese espacio intervenido está registrando su injerencia y delatando la ficción de sus propios recursos. Pero también está proponiendo una nueva manera de encarar el cuerpo. Lo expone frontalmente, despojado. Desprovisto de ropa, carente de rostro, de mirada. Y sobre su puro pellejo y su carne así mostrada, traza las cartografías del recuerdo personal y la concupiscencia callada. Tatúa laberintos, como dibujan los indígenas sobre su piel los signos anteriores al habla. Despelleja la epidermis de papel para encontrar en su fondo otra superficie intacta. Escenifica las cicatrices de cirugías impostergables: amputaciones de alas, cambios de sexos, oscuras mutilaciones que remiten a narraciones arcanas. O enseñan el puro rastro de un silencio innombrable que celebra los estigmas de la diferencia y convierte en poesía las heridas del pecado.

TICIO ESCOBAR

 

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