MÁS GUAPAS QUE CUALQUIERA
OLGA DIOS KOSTIANOVSKY
COLECCIÓN LA MUJER PARAGUAYA EN EL BICENTENARIO
© Olga Dios Kostianovsky
Más guapas que cualquiera
Ateneo Cultural Lidia Guanes
Secretaría de la Mujer de la
Presidencia de la República
Presidente Franco y Ayolas - piso 13 y planta baja
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Editorial SERVILIBRO
25 de Mayo y México
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Dirección Editorial : Vidalia Sánchez
Ilustración de Tapa :
"La Señora de Chambry está desesperada",
de Julio Gonzalez Marini, 1980.
Diagramación : Celeste Prieto
Hecho el depósito que marca la Ley N° 1328/98
Reservados todos los derecho Impreso en Paraguay
La presentación de cada libro de la colección "La Mujer Paraguaya en el Bicentenario", me produce una gran satisfacción, este es el tercero, y lleva el sugestivo título de: "MÁS GUAPA QUE CUALQUIERA" de OLGA DIOS KOSTIANOVSKI, para ella es su segundo libro.
He leído el texto, como decía su madre Pepa en su programa radial y en la Televisión, "de pe a pa" me gustó y mucho.
Por lo visto viene de casta. Su abuelo fue un periodista destacado, su madre es una elaborada escritora que publicó dos novelas y ahora Olguita vuelve a deleitarnos con este nuevo libro, digno del marco que le dimos a la mujer paraguaya en el Bicentenario.
Y hablo de Pepa, hoy una concejala muy trabajadora y hablo de Kostia, el abuelo periodista, porque Olguita Dios dice en su presentación que creció y aprendió a sentir orgullo de ser la hija de ... y nieta de ... Pero mírenme escribiendo de mis afectos de esta querida familia.
Con este tercer volumen de nuestra colección, un libro de cuentos para adultos pero que también pueden leer los niños con mucho provecho, porque está lleno de ternura, cariño, olores de familia, de amistad, donde la autora deja en cada página retazos de su alma.
La Editorial Servilibro, El Ateneo Cultural Lidia Guanes, la Secretaría de la Mujer, y el comité de Género de Itaipú, nos sentimos muy bien por haber elegido a esta joven escritora y quiero reiterar aquí, que esta es una colección ecléctica donde hay de todo como en una botica antigua: historia, poesía, cuentos, cocina, investigaciones sobre mujeres agricultoras, indígenas, de todo; pero por sobre todas las cosas nuestro objetivo es hacer visibles a las mujeres que escriben y escriben
Déjense llevar por la lectura sin prejuicios, sin decir, ¿a quién se parece esta nueva escritora?, Y verán que ella es original, es única. No piensen influencias de qué autores tiene, ni a quién les recuerda, simplemente lean los cuentos de Olga y pasarán un momento agradable, sensible, lleno de ternura y compasión por la condición humana, que es lo que busca aquel o aquella que escribe: divertir, entretener y sorprender, esa capacidad que se nota, se siente, en cada página, en cada párrafo de este delicioso libro que estamos celebrando en este acto de presentación. Disfrutemos estos cuentos de Olga Dios, así como Dios, si existe, disfrutará de nuestra felicidad al leerlos.
Gloria Rubin
Ministra, Secretaria Ejecutiva de la Secretaria
de la Mujer de la Presidencia de la República del Paraguay
ÍNDICE
1. TÍO BETO
2. "TIGRITIS"
3. RITORNARE A ROMA
4. PRIMERA "CITA"
5. NO PIENSO LLAMARLO
6. EL BOL DEL ELEFANTE
7. RICITOS DE ORO Y LOS OSITOS CARIÑOSITOS
8. MINT CAR
9. QUEMAR LAS NAVES
10. "ME ENAMORO MUY FÁCIL"
11. CAÑA CON RUDA
12. ESCRIBIR
13. LITERAL Y FIGURADO
14. ABRIME
15. DESCARADAMENTE GUAPO
16. VOLVER AL MAR
17. TODO EL MUNDO VIENE A LO DE LILA
18. SÉPTIMO DÍA
19. TAL Y COMO LO VI
20. "MI" NOCHE EN LA CIUDAD
21. UN ENTREPISO EN PLAINPALAIS
22. LLUEVE
23.15 DE AGOSTO EN EL "CAFÉ DE ACÁ"
24. QUE NO ME CIERREN EL BAR DE LA ESQUINA
25. LA REINA DEL PUTICLUB
26. "COMIENZOS FELICES"
A MANERA DE PRÓLOGO...
Cuando publiqué mi primer Guapas, allá en el 2003, me juré jamás volver a publicar nada en la vida. Al margen del cálido recibimiento que recibió lo que yo desde entonces llamé "mi librito", me horroricé de pensar que todas esas vivencias estaban allí afuera, libres de ser leídas por cualquiera. Era como si hubiera salido en la tapa del "Popu".
Con los años, aprendí a querer a "mi librito". Entendí su sentido en mi vida, el escribirlo me sirvió más que años de terapia; pero, el publicarlo me forzó a tener el coraje de mostrarme como soy, y de confesar al mundo que escribir es, para mí, una necesidad. Y una declaración de "tengo derecho a escribir aunque no sea un genio ni tenga el mínimo talento, así como tengo derecho a respirar".
También, el lector observador notará que uso, finalmente, mis dos apellidos. Debe ser que entre el primer y el segundo Guapas, no solo pasaron casi ocho años, sino que también crecí. Encontré mi identidad, Y dejé de ser esa nena que necesitaba "diferenciarse de su mamá". Y cuando tipeé la tapa de este libro, sentí que faltaba algo, porque aprendí a gozar del orgullo que siento al ser "la hija de Pepa", y la "nieta de Kostia". Ellos dedicaron y dedican sus vidas a honrar ese apellido, en convertirlo en sinónimo de honestidad y talento, y ya es hora de que yo haga lo poco que puedo por honrarlo.
Los relatos que conforman este "Guapas-reloaded", parten de esa misma necesidad y reivindicación de mi derecho a escribir, porque si dejo de escribir, dejo de ser yo misma.
Lo habitual, en estos casos, es pedirle a un amigo famoso que te escriba el prólogo, pero me dio pena cargarle a nadie con el fardo de no sólo leer este "Guapas mucho más gordito", y encima tener que esforzarse en "alabarme" por escrito.
Por eso elegí "presentarles" yo misma a mis nuevas "guapas". Nadie más que ustedes tienen el poder de decidir si les gustan o no. Pero, desde ya les agradezco que se tomen el tiempo de leerlas. Ese es el mejor regalo que podría soñar.
TÍO BETO
Estoy convencida de que existen los duendes. A lo largo de mi vida tuve varios, de esos que surgen cuando parece que todo está mal para recordarte que no estás tan sola como pensabas. Algunos son efímeros, aparecen un ratito, te dan una mano y desaparecen. Otros se quedan un rato más.
Pero tengo uno que es eterno, incluso desde antes de nacer. De hecho, no creo haber nacido si a este duende no se le hubiera ocurrido llevar a un amigo curepí al cumpleaños de un primo y presentárselo a su amiga. Su amigo se fue, demasiado involuntariamente, pero el duende decidió quedarse y seguir siendo el tío de esos chicos y el amigo de esa amiga.
Mi tío Beto siempre estuvo rodeado de un halo de magia. Desde el mero hecho del título que le acordaron: padrino. Y para ser el padrino de una nena que nadie bautizó tenés que hacer magia, pero yo, siempre lo sentí como mi padrino. Siempre tuvimos esa conexión cósmica, esa que de chica te hace escucharlo fascinada mientras cuenta historias fantásticas sobre asesinatos y sangre.
Se sentaba en el borde de la pileta de la casa de mi abuela y nos contaba la historia del asesino Sandalau, que tenía una confitería, y les cortaba los dedos a sus víctimas para rellenar las medialunas que eran la delicia de toda Asunción y nadie sabía qué las hacía tan especiales. Eso claro, mientras nos comíamos las masitas, medialunas, palitos de sal y cualquier cosa que trajera de la confitería Landau. Yo me quedaba toda la noche en vela, convencida que realmente me había morfado una extremidad humana, y mi hermano se burlaba de mí por lo tonta y crédula. ¿Cómo dudar de su palabra?
Su casa era un lugar fantástico, sentarse a la mesa larga del comedor de 25 de Mayo, con Don José en la cabecera, la tía Herminia a su lado (cuando era chica les decía "la tía Herminia y San José"), mientras devorábamos los deliciosos fideos verdes gratinados que salían de la cocina de Luisa. No se podía preguntar jamás la receta, Don José no permitía que se digan recetas en la mesa. Es simpático, porque creo que era la única prohibición que había para nosotros en esa casa, todo lo demás estaba permitido, desde jugar en el sillón del living, ese raro, el que no sé cómo se llama, el que te sentás espalda contra espalda de costado, uno de los misterios de mi infancia, hasta subir y bajar a diez mil kilómetros por hora por esa escalera larguísimaaaaaaaa, hasta molestar la siesta de los tíos con nuestros gritos y juegos. Siempre era lo mismo, Betty, ¿qué hay de comer? Pero la pobre no podía contestar, su irreverente hermano siempre interrumpía con un híper serio "sesos de mono al horno con tripas de cordero". Y yo, la tonta, le creía, porque lo decía mi padrino.
El depósito de su farmacia era el lugar más misterioso del mundo, pero el más fascinante siempre fue la fábrica. Me daba montones de retacitos de tela, no entiendo porqué las adoraba tanto, si nunca tuve la más mínima habilidad para la costura, solo quería tenerlas, mirarlas, atarlas unas con otras, hacía gusanos larguísimos de todos los colores.
En la esquina de su casa, en Estrella y Yegros, estaba el paraíso. El Bar Estrella, cuando todavía vivía Aurora. Era famoso por los pastelitos, pero yo, como siempre rebelde, prefería las croquetas de carne. Si había un ritual maravilloso en mi infancia era los sábados de mañana, ir a visitar al Tío Beto con Pipó, fugarnos a la esquina a devorar una croqueta humeante antes de que él cierre la farmacia -Pipó era más respetuoso de las costumbres y sí le hacía honor a los pastelitos- y luego subir los trescientos millones de escalones para almorzar en lo de los Krasniansky. "Pero esta nena no come nada", era el comentario sempiterno de la Tía Herminia. Jamás ninguno de esos dos cobardes -ni Pipó ni Tío Beto- se animó a contarle que me había zampado dos croquetas al hilo hacía una hora.
Siempre está de novio. Creo que lo enamoradiza lo heredé de él. Es un romántico incurable, un enamorado de las cosas bellas, del cine, de los libros, de la cocina, pero sobre todo de la música. Incluso logró que una burra como yo llegara a apreciar la ópera, lo cual sólo se logra con mucho amor. Es que cuando él te habla de lo que está pasando en Carmen, o en Eugene Onieguev, o en Pagliacci, te habla de los personajes, de la historia, con una pasión y un amor tan profundos, que logra transmitírtelos.
Creo que no lo sabe, pero sólo me gusta Edith Piaf porque me hace acordar a él. Tampoco sabe que aprendí francés por él, y eso que me tomó como ocho años. Los idiomas no son armas, como mucha gente piensa. Son instrumentos, medios para acceder al placer de escuchar o leer a alguien en su versión original: Nunca usé mi francés para hacer una miserable traducción o en una sola reunión de negocios. Ni me interesa. Pero tuve momentos en gloriosa intimidad con Proust, mientras él "lloraba, sin consuelo, sobre la esquina de una maleta deshecha", o mojaba una magdalena en el café y recordaba mágicamente su infancia.
Es la misma intimidad que Tío Beto me "convidó" a compartir cuando me hizo descubrir a Pagnol, o me llevó a ver a Depardieu como el Cyrano agonizante que grita "je me batte, je me batte, je me batte"1. Pero es tan maravillosamente humano que también tiene la capacidad de apreciar lo simple, entonces lo llevas a ver "Mi pobre Angelito" y, como un chico, al terminar la película te dice "yo me quiero quedar a verla de nuevo".
Es que, en el fondo, sigue siendo un chico, y ese es el secreto de su eterna juventud. No dejó morir jamás al jovencito veinteañero que fue de becario a Francia y empezó a descubrir el mundo, la vida, lo hermoso.
Cree que no hay suficiente material en él como para un cuento propio. Se conforma con una mención honorífica por allí perdida. Como los duendes, está acostumbrado a estar escondido detrás de una cortina. Se olvida que en todos los cuentos de hadas, son precisamente los duendes los personajes principales. Se olvida que en "Sueño de una noche de verano", deambulan doncellas y caballeros, y burros y hadas, pero que para narrar toda esa maravilla, Shakespeare no pudo hacerlo con su propia voz y tuvo que recurrir a la voz de Puck, otro duende, para relatarla magistralmente.
Me pidió que lo "escriba" joven y lindo, en broma. ¿De qué otra forma podría "escribir" a un personaje de cuento de hadas? Puck nunca va a envejecer, tío, siempre va a ser joven, hermoso y mágico. Igual que vos.
1Peleo
“TIGRITIS”
Te dije que te iba a perdonar cuando dejases de dolerme, cuando dejase de quererte. Y cumplí:
Pero jamás pensaste que, de yapa, te ibas a ligar un cuento. Siempre te gustó que te escribiera, y la última vez que lo hice no fue nada lindo. Quizás necesitaba reivindicarme. ¿O reivindicarte?
Quizás, simplemente, es que me compré hace poco esa "Antología" de Fito Páez y volví a escuchar una canción vieja, esa que dice... Yo podría haberlo hecho mejor, vos
podías acercarte a mí... yo intuía que esto, mi amor, se rompía, y esto siempre así...
¿Te acordás que siempre te "enredaba" canciones en medio de los mails? Te las iba "cantando" de a poco, a medida que te describía situaciones, lugares, nos inventábamos citas en sitios espléndidos, La Habana, Bahía.
Mi preferida fue la que tuvimos en Saigón, creo que en esa época estaba leyendo un libro de Graham Greene que transcurría allí, otro de mis delirios, llevarte conmigo a los lugares de mis libros. Y vos te dejabas llevar.
Por esa época andaba descubriendo a Manuel Puig, y me regalaste Cae la noche tropical, porque Río era una de tus ciudades preferidas.
Vos escribías corto y rápido, pero intentabas ser romántico, a mí me salían naturalmente unas cartas que parecían una bufanda, y a vos te encantaban, me pedías más y más palabras, no te saciabas nunca de ellas. Yo, que tiro todo cuando me enojo, nunca tuve el valor de tirar nuestra correspondencia. Había tanto amor en ese desordenado intercambio, y sentí que ya no nos pertenecía porque tenía existencia propia. Las até todas con una cinta roja -siempre fui algo cursi- y las guardé en una caja. Algún día, hoy no, me voy a animar a abrirla. Pero vos sabes que yo no miro atrás, "por temor a volverme sal".
Ya sé, te hubiera gustado que este cuento te lo "enrede" con "nuestra" canción. No creas que me la olvidé, era "Se todos fossem iguais a voce", de Jobim. Siempre amaste el bossanova, y la forma más fácil de seducirte era hablarte en portugués.
Perdóname por esta traición al viejo Tom, es que esta mañana me desperté escuchando esa canción de Fito y sólo puedo volver a tocarla en mi cabeza y pensar en vos, y se me escapa una sonrisa... Todo el mundo me habla de vos, y no puedo dejar de reír...
¡Eras tan cursi, Dios mío! Insististe horrores hasta que me hiciste estacionar el auto frente al lago porque "¡tenías que cumplir la fantasía de darle un beso a una paraguaya frente al Lago Azul de Ypacaraí!" Y no se te ocurrió nada mejor que llevarte de recuerdo dulce de guayabas. Siempre te dije que eras el sueño de un agente de viajes, porque te gusta absolutamente todo.
Después comprendí que era TU forma de amar la vida, enamorándote de cada lugar que conocías.
Vos querías verme feliz, yo quería verte revivir... Y por un rato lo logramos, ¿no? Recuerdo ese lunes, era feriado, y el día estaba hermoso. Me propusiste ir a comer algo frente al río, en San Isidro. Yo te dije que prefería ir al Tigre. Vos te reíste porque yo siempre prefería los lugares menos fashion y más "reos".
Recuerdo cada detalle de ese día. Las velas de los barquitos anclados en el puerto. Nos deteníamos a mirar cada edificio antiguo como si fuera un tesoro. Caminábamos abrazados por la veredita que recorre el río, y me contabas de cuando eras chico y tu viejo alquilaba una isla y te pasabas los veranos ahí, libre y feliz. Hacía frío pero el sol estaba radiante.
Había una casita chica, sólo recuerdo que nos enamoramos de ella porque al frente tenía un limonero, y yo la quería expropiar en nombre del Estado, era injusto que nadie tuviese la propiedad privada de algo tan único. Y me besaste frente a ese limonero. Esa cursilería fue mi idea, debo admitirlo.
Comimos en un lugar malísimo, sólo porque estaba pintado de amarillo. Mi pescado estaba frío y tus ravioles también, pero el pan era rico y caliente, y nos tocábamos los pies por debajo de la mesa, y nos volvíamos locos con las miradas. Al salir de allí seguimos caminando, como media cuadra, hasta que no pudimos más y empezamos a besarnos descaradamente en una esquina.
Me propusiste ir a uno de los miles de hotelitos que había por ahí, donde, según me contaste, iban a principios de siglo los "señoritos bien" de Buenos Aires a "tirarse sus canitas al aire". Te dije, mejor vamos a tu casa.
Nos subimos al auto y nos reíamos de nosotros mismos, de nuestra urgencia por tocarnos, por sacarnos la ropa, por estar juntos. Le echamos la culpa al aire del río, y desde entonces bautizamos a esa sensación de urgencia apasionada como "tigritis".
Por culpa de la "tigritis" hicimos el trayecto Tigre-Belgrano en un tiempo que hubiera puesto celoso a Schumacher. Subimos los dos pisos de la escalera como si la casa estuviera quemándose, y bueno, lo demás me lo guardo. Egoísta, para mi solita.
La verdad es que todo fue tan extraño, tan extraño al fin... sí, pero ¿qué importa? Ya te lo dije, los dos hicimos lo que pudimos.
... Estos días que corren, mi amor, es aquí que nos tocó vivir... enredados en los cables de entel, de algún sueño vamos a salir...
Y al final de cuentas, ¿quién nos quita esa tarde de "tigritis", y la certeza de que valió la pena? ¿O no te acordás acaso cómo terminaba esa canción?:
Cada vez que pienso en vos, fue amor, fue amor...
RITORNARE A ROMA
Para "Ilechuncita"
La primera vez en mi vida que me dejé corromper fue a los dieciocho años.
Por motivos que nada tienen que ver con el quid de esta historia, mi madre no me había permitido ir de viaje a Bariloche con toda mi promoción, el último año de secundaria. Juré no hablarle nunca más. Pero me compró con un "no te vas a Bariloche, pero te vas a Europa". Sí, ya sé a quién les recuerdo, a Mafalda tomándose a disgusto la sopa, solo por los panqueques de postre y pensando "Qué asco me doy a veces". Pero ese viaje a Europa bien valió mi temprana corrupción.
Fui con Ile, mi amiga de la infancia. No es mi idea hacer un relato melancólico del viaje, ni tampoco hay historias románticas que relatar (ella estaba de novia desde principios de siglo y yo no levantaba ni el polvo de las ruinas de Pompeya). Ile salía todas las mañanas del cuarto del hotel dejando su camisón tirado sobre una silla, y al volver a la noche no lo encontraba. Los treinta y un días que estuvimos en Europa fueron iguales. "¡Me robaron el camisón, me robaron el camisón!". "Nena, fíjate debajo de la almohada, por favor". Pero no quería oír razones. "Te digo que me robaron el camisón", mientras el bendito camisón descansaba doblado primorosamente por las diestras manos de la camarera, precisamente donde yo vaticinaba.
La excursión salía de Madrid un jueves, pero nosotras llegamos un par de días antes, y teníamos la rebeldía y la ingenuidad propias de dos pendejas de dieciocho años. No quisimos saber nada de tomar esos tours prefabricados, y nos compramos una guía de la ciudad. Yo marqué los lugares que queríamos ver y así nos lanzamos a descubrir la "madre patria". Yo era aún más tonta de lo que soy ahora, y me era imposible pensar que alguien tuviera ganas o tiempo de causarme algún perjuicio. Ile, por el contrario, ya se pasaba de cauta y veía a cada individuo que se nos cruzaba en la calle como un potencial ladrón, violador o asesino. Entre esos dos extremos conseguimos un conveniente equilibrio, y logramos deambular solas por el viejo continente sin demasiados escollos.
No estoy segura de si hicimos bien en no tomarnos el tour prefabricado, porque al comparar recuerdos con otros viajeros descubrimos que no habíamos visitado la mitad de los lugares que ellos citaban. Yo sólo quería ir al Arco de Cuchilleros, porque tenía una foto de mi abuelo ahí, quería tomarme un chocolate con churros en Plaza Mayor, recorrer los puestos de libros viejos en la Cuesta Moyano. Nos importaban un pomo la Puerta de Alcalá o la Cibeles, y al Palacio de Oriente sólo lo vimos desde el café de enfrente. Ah, sí, de ese recordamos hasta las tallas en la madera de la barra y qué cara tenía el mozo que nos sirvió.
Nuestra primera impresión de la milenaria cultura francesa fue en Bordeaux, donde paramos una noche. No sé si esperábamos encontrarnos con el iluminismo en pleno, pero lo único que estaba iluminado eran los letreros de los doscientos "sex shops", que parecen ser el único negocio rentable en la zona, con colas eternas de marineritos esperando ansiosos en la puerta.
En Roma pasamos la primera experiencia cercana a la violencia de nuestras vidas. Había liquidaciones y nos compramos TODO. Yo no quería volver en ómnibus porque el hotel quedaba a dos horas del centro, y la convencí de tomar un taxi. El taxista, un romano cancherísimo llamado Aldo, se hizo amigo nuestro enseguida, y se ofreció a enseñarnos italiano. Fascinadas, empezamos con los números. Parecíamos dos taradas repitiendo después de él: "Uno... uno... Due... due... Tre... tre...".
Claro está que, después de una hora de viaje, Aldo ya se aburrió un poquito de
los números y los días de la semana y como nos vio bien "verdes", nos tanteó un poquito: "Per parlare bene l'italiano, dove fare l'amore con un italiano". Ile se quedó blanca. "Nos quiere violar", me decía desesperada por lo bajo, "Nos quiere violar". Yo la jugaba de superada y le decía "Tranqui, nena, sólo está bromeando". Luego, Aldo insistió, ya más directo con un "Vuole fare l'amore con me?.
Aquí hago una pausa en el relato para aclarar que esa es una de las dudas que seguimos teniendo, diecisiete años después. "Vuole" significa tanto "¿Usted quiere?", como "¿Ustedes quieren?". La pregunta que nos hacemos con Ile, hasta este día, es: ¿quería conmigo, con ella, o con las dos al mismo tiempo?
Pero sigamos, por favor. Luego de la invitación directa, yo seguía queriendo jugar a la superada, sólo que ya un poco menos convencida, tratando de tranquilizar a mi amiga que a esta altura ya no solo murmuraba lo de "nos quiere violar", sino que más bien lo aseveraba: "Nos va a violar".
Aquí intervino mi supuesta madurez, y pensé que podía ponerle freno a los avances del tachero con un firme: "Aldo; non sei piu simpático" (aclaro que esa frase me la había enseñado él hacía media hora, jajajaja, pensé, su propia arma se vuelve contra él, la pluma es más poderosa que la espada y todas esas pavadas). No funcionó. Aldo, bastante ofuscado, nos mandó al demonio y nos dijo que nos bajáramos de su taxi. Genial, bajar queríamos, pero el problema era que cada vez iba más rápido.
Y en ese momento mi convicción se fue al tacho y le admití a Ile: "Tenés razón, nos quiere violar". "Pero no te preocupes, yo tengo un PLAN". - "¿Un plan? " - me dijo asustada (¿quién me creía, Batichica?). Y le dije: "Sí, mirá, cuando llegue a esa esquina, tiene que bajar la velocidad para doblar hacia la derecha, ¿ves que puso el guiño de doblar?, bueno, cuando baje la velocidad, abrimos la puerta y nos tiramos del taxi".
A esta altura Ile me tenía más miedo a mí que al taxista. Es que del lado derecho iba sentada ella, y no se animaba a saltar de un auto en movimiento. Traté de tranquilizarla con un "no te preocupes, vos abrí la puerta y yo te empujo". Esto, claro está, la puso todavía más nerviosa y empezamos un forcejeo en la parte de atrás del taxi, yo tratando de empujarla y de abrir la puerta, y ella negándose a ser víctima de una muerte temprana.
Aparte, la película era "Muerte en Venecia", no "Muerte en Roma". (¿Cómo será la muerte en Venecia, si no hay taxis? ¿Una amiga loca te empuja del "vaporetto" directo al Gran Canal?).
El forcejeo del asiento trasero previno al pobre Aldo -quien, parece ser que sólo se había querido tirar un lance y no tenía intenciones de violar a nadie- de que algo raro pasaba, y nos tranquilizó con un rotundo: " No se preocupen, yo las llevo a su hotel". El resto del viaje lo realizamos en un silencio monacal, rezando secretamente porque Aldo cumpliera con su parte del trato.
Eso sí, al llegar al hotel, ya sanas y salvas (y con la virtud intacta), nos relajamos y pudimos, por fin, hacer lo que más nos gustaba: contarle la historia a todo el mundo. "¡Chicos, vengan, casi nos violaron, casi nos violaron!". Le agregamos detalles dramáticos, claro está, Ile relató mil veces como yo la intenté matar, yo lo describía a Aldo con cara de libidinoso y pederasta. Éramos las reinas del salón, la camarera premió nuestra odisea con sendos camparis orange, cortesía de la casa.
Al día siguiente, fuimos de nuevo al centro. Esta vez, en bus. Y tiramos la famosa monedita en la Fontana Di Trevi, y pedimos volver a Roma. Pero juramos, secretamente, que si esto se cumplía, ni en pedo nos tomábamos un taxi.
PRIMERA “CITA”
Tenía que descargarme con alguien de confianza y pedirle consejos. Pero estaba con unas mariposas en el estómago desde el mediodía, no puedo ir con esta ropa de oficina, estoy espantosa, qué hago, no tengo tiempo de cambiarme. Sabía que podía haber acudido a cualquiera, pero quería hablar con él, necesitaba una excusa para hablar con él. En eso no me equivoqué al menos, le conté toda la historia y me dio el consejo más realista y sensato que me podrían haber dado. Debe ser esa capacidad que tienen los hombres de dar soluciones y no congraciarse contigo. Las mujeres queremos, la mayor parte del tiempo, que simplemente nos escuchen y nos den una palmada en el hombro, pero ayer yo justo necesitaba lo contrario: soluciones. Caminos t alternos, respuestas, justificaciones para tomar decisiones que no me animo a tomar.
En realidad quería verlo y sabía que la pelota estaba en mi cancha. Que ya había puesto todas las barreras habidas y por haber y que si quería verlo tenía que bajar por lo menos la primera. Mi orgullo sólo me permitió hacerlo con la excusa de una crisis existencial, pero en el fondo me moría por verlo.
Me encantó que me hubiese llamado tres veces en el día sólo para arreglar la "cita", el "café". Me encantó porque por lo menos parecía que él estaba tan ansioso como yo. Me encantó que confesó (ma sí, a lo mejor era puro verso, pero qué importa) que se asustó cuando vio mi nombre en su teléfono. Me encantó que me llamase a primera hora a la mañana siguiente, así como que ese mediodía haya inventado una excusa estupidísima para llamarme de vuelta. Déjenme creer que era la ansiedad por hablar conmigo, que en realidad le importaba un pomo lo que estaban diciendo por radio. Y me encantó que a las cinco y media, en el preciso momento en que miré mi cartera y pensé "este pelotudo no me piensa llamar", sonó el teléfono, y era él, que ya estaba libre. Y hacía mucho, mucho tiempo que no sentía esa ansiedad tan linda de encontrarme con alguien que me gusta, de que sólo faltase una hora, a pesar de mi ropa de oficina y mi cara sin maquillaje y, mi pinta de zaparrastrosa. Sabía que me iba a sentir linda en el momento en que me mirase.
No llegué tarde a propósito, había un tráfico horrible. Pero sí, debo confesar que tomé la avenida precisamente para llegar un poquito tarde. Me encantó entrar en el café y verlo sentado ahí, esperando. Esperándome a mí.
Ya se había pedido un capuccino y se había fumado un cigarrillo. En diez minutos de espera. Quise creer que era ansiedad. Déjenme creer, che. Y tenía razón, en el momento que me senté a la mesa mi remera de oficina dejó de ser tan de oficina y era de nuevo una remera turquesa, y mi cara tenía colores, y mi pelo no estaba tan despeinado.
Como les dije, me escuchó contarle todo y luego me dio el consabido consejo, a lo mejor fue que simplemente me dijo lo que necesitaba escuchar, pero me hizo bien.
Y después, no sé cómo hizo, pero aprovechó para entrar en aguas más profundas, para hablarme de mí, de mis problemas, de que no podía ir contra mi propia naturaleza. Ya sé, probablemente era verso, probablemente es su forma de llevarme adonde en realidad tiene ganas de llegar más rápido, pero no estoy hablando de mañana ni de pasado mañana, estoy hablando de ayer, y de que ayer me hizo sentir bien.
Y después me empezó a contar historias, a hacerme reír, y yo lo escuchaba fascinada, admito casi seducida, hasta ponía las piernas sobre la silla como cuando me contaban cuentos en el kinder. Yo también le conté un par de historias locas, y hablamos un poco de todo, de cosas más locas y de cosas más serias, de nuestras cosas queridas, supongo.
Y nos hubiéramos quedado allí tres horas y tres tragos más -a esta altura ya habíamos pasado la etapa del café-, pero tuve la prudencia de decir "vamos que ya es tarde". Qué se yo, me quedaba media hora más y podían pasar dos cosas: o podía acabarse la magia o podía enamorarme. Y prefería dejar las cosas en este estado que ni yo entiendo cuál es, pero que me encanta. Estoy como Froddo el Hobbit, todavía en la "tierra media".
Le admití que en realidad no salía con él porque le tenía miedo, simple y puro miedo, y me dijo ¿por qué? Porque me hacés reír, y poca gente me hace reír, muy poca gente. Y me abrazó y nada más, un beso en la mejilla, correctamente, en la puerta del auto.
¿Puedo decir algo en mi descargo? Yo lo vi cuando hablaba conmigo, cuando me miraba, él también tenía ese brillo en los ojos, esa sonrisa de "hoy te tocó a vos, flaco".
NO PIENSO LLAMARLO
"Podría llamarlo yo; pero cuál sería la gracia" -se dijo por enésima vez mientras miraba de reojo el teléfono, enfrascada a medias en un libro, en tanto que la otra mitad de su atención esperaba que el bendito aparato se dignase a sonar de una vez.
Esto era algo nuevo en ella. Si había una característica con la cual podía autodefinirse era la de ansiosa. No podía siquiera esperar el turno en el médico -motivo por el cual nunca iba- y la idea de ir de compras con una amiga le daba hartazgo de sólo pensar en la espera en un sillón mientras la otra dudaba entre un pantalón verde musgo o azul petróleo. Mar era el sueño de todas las vendedoras del mundo: entraba en la boutique, iba directoal colgador donde veía flotando el vestido que le gustaba, se lo probaba y lo compraba. Tenía el ojo biónico, muy pocas veces perdía el tiempo probándose algo que no le gustase, o quizás simplemente era compulsiva y le gustaba todo.
Raro, en una mujer no demasiado coqueta, ese su enfermizo cariño por los trapos. A lo mejor era sólo una forma de seguir jugando a los disfraces, como cuando era chica. Jugar a ser otra mujer, a veces una seria ejecutiva con un traje sastre, o una bohemia escritora con una falda larga y etérea, o un capri blanco que la ayudaba a imaginarse caminando por las callecitas de una isla en el Mediterráneo, o ese vestido rojo con lunares que le despertaba un deseo escondido de bailar sevillanas. Sí, no era frivolidad lo que la impulsaba a gastarse buena parte de su sueldo en ropa que casi nunca usaba. Era, más bien, una manifestación precoz de esquizofrenia.
Pero les contaba de su temperamento ansioso. Y de su incapacidad de esperar. Cuando Mar quería algo o a alguien, lo quería ya. Y si no podía tenerlo, prefería perderlo del todo.
Así fue como muchas veces se libró de novios no muy recomendables en menos de una semana; pero también se perdió de prospectos más interesantes.
Buscaba con desespero certezas. Seguridad. Garantías.
Eso la impulsaba a buscar el amor en lugares poco comunes, y a saltar de una relación a otra sin siquiera darse tiempo para recuperarse. Un clavo siempre sacaba otro clavo.
"Lo bueno que tienen los hombres, Luchi, es que el próximo siempre es mejor que el anterior", me decía a ratos. Quizás tenía razón, o quizás lo que no quería admitir era que prefería estar mal acompañada a estar sola.
Después de todo, es algo que todas las mujeres sentimos en algún momento, aunque nunca tengamos el valor de aceptarlo. Que levante la mano la que nunca se quedó en una relación un año después de darse cuenta que no estaba saliendo con el Príncipe William sino más bien con el Conde Drácula.
Usamos excusas, nos escudamos en palabras grandes como "amor, necesidad, pasión, madurez", cuando en realidad lo único que nos une a ese hombre es miedo. Miedo a estar solas, a mirarnos por un rato al espejo y ver quién es la mujer que está del otro lado, qué es lo que realmente quiere ahora que no tiene a un señor del brazo. Si es que de verdad le gusta la música clásica ahora que ya cortó con ese novio melómano, o si en el fondo se muere por el último CD de Andrés Calamaro.
Todo eso se dice mientras espera que suene el teléfono. ¡La musiquita! Falsa alarma, era una amiga medio ploma con la cual no habla nunca. Después de un par de minutos de aburrida conversación, se enfrasca de nuevo en la lectura.
De algo está segura: ella no va a llamarlo. Esta vez no.
Le pregunto por qué y me dice que no sabe bien cómo explicarme. No se trata de divismo ni juegos histéricos. Simplemente no quiere. "Pero Mar, ¿no querés salir con él, no querés que te llame?" le pregunto, y me contesta lo mismo: que sí, que le encantaría; pero que siente que, parte del encanto de la cita está contenida en su raíz: la invitación de él, la llamada de él, la iniciativa de él. Le digo que si la escucha una feminista la mata. Me dice que, por el contrario, es lo más liberador que ha hecho en mucho tiempo.
"¿No ves, Luchi, que ahora no puedo perder? Si ya me llamó dos veces hoy es porque tiene ganas de hablar conmigo. Si de verdad tiene ganas de salir conmigo, tarde o temprano me va a invitar a salir. Llamándolo yo sólo me perdería del halago que siento cuando veo su nombre en la pantalla del celular. No importa si no lo veo hoy, o mañana, o pasado. Importa cómo me siento cuando lo veo. Estoy cansada de provocar situaciones, de crear historias románticas, de forzar las cosas. Por primera vez en mi vida no sé lo que va a pasar y no me preocupa. Es un experimento científico: veamos qué pasa cuando yo no provoco reacciones en la gente. Cuando me doy tiempo para mirarme un poco al espejo y ver quién soy, entre un novio y otro".
Pero me asusta no ver a mi amiga en esta especie de monje tibetano que me habla. Tiene la cara de Mar, sus mismos ojos grandes, sus mismos tics, si no fuera por ese pequeño cambio en el tono de voz casi seria idéntica.
Esta no es la misma mujer que hace un mes me llamaba a las cuatro de la mañana del jueves porque se había desilusionado de Pedro, y el domingo ya estaba enamoradísima de José. Me había acostumbrado a sus romances fulminantes, eran parte de su esencia, pensar en Mar era pensar en un ser eternamente enamorado. O desilusionado.
Mar sentía, luego, existía.
Y, un buen día, se cansó de construir castillos en el aire. O, al menos, de construirlos sola. De tener romances consigo misma, frente a un caballero que no se daba por enterado que era parte de un amor desmesurado y eterno, porque para Mar, el amor siempre era eterno. Aunque durase diez minutos.
Un día cualquiera pulsó la tecla de "stop" y se aventuró a ver quién era cuando nadie le decía lo linda que estaba.
Se preguntó qué había detrás de esa mirada profunda que le devolvía el espejo, y por qué había pasado tantos años tratando de encontrar la respuesta en los ojos de otro, cuando la tenía ahí tan cerca, tan a mano.
Y se quedó en casa el sábado a la noche, sola. Sola con un libro, sola con un disco, sola con un teclado que la invitaba, tentador, a contar cosas.
Y esa noche, fue la mejor primera cita de su vida.
Esa noche puso todas las ilusiones que llevaba a cuestas en la única persona que le podía ofrecer certezas: ella misma.
Con la misma celeridad con la que antes se hubiera apresurado a conocer el disco o el plato preferido de un novio nuevo, se puso a averiguar quién era esa chica que habitaba su cuerpo, dormía en su cama y usaba su nombre con total desparpajo.
Y descubrió que era más fácil encontrarla en un teclado que en un espejo. Que cuando la dejaba escribir, se mostraba mejor que nunca. No escribía demasiado bien, pero tampoco le importaba el estilo, así como a los presos que se evaden les debe importar poco o nada la forma de fugarse, y todo lo que pueden ver es la luz del día al otro lado. Escribir era su vía de liberación. Quizás, incluso, su salvación.
Habíase enamorado del típico ejemplar que figura en los libros de cuentos como el "lobo feroz", esa clase de hombres que sabés que sólo sirve para una cosa, y tampoco más de un par de veces. No se trata de desacralizar un acto tan hermoso, pero tengo que confesarles que mi amiga no estaba en el mejor de los estados sicológicos cuando aceptó tomarse un trago con este espécimen.
Le conocía las mañas, y las que no conocía, las adivinaba. Igual se metió en la boca del lobo, y tuvo la suerte que el lobo mostró las garras enseguida, antes que pudiese cegarse y no verlas. Aplicó el viejo adagio latino que reza: "Huir a tiempo no es cobardía", y evitó así que la cosa pasara a mayores y dejar heridos en el campo de batalla.
Una vez sana y a salvo, Mar se dio cuenta que realmente había estado muy cerca de arruinarse la vida atrás de un espejismo. Que estuvo a un pelito nomás de apostar todas sus fichas al caballo más viejo y cansado de la pista, y todo porque el caballo en cuestión había dicho la palabra justa en el momento justo.
Bastaron unos ojos atentos y un par de frases hechas para convencerla de una segunda cita. Y de no haber sido porque la reputación del equino la mantuvo en alerta durante los interminables diez segundos que duró el experimento, no habría podido provocar su final con tanta facilidad.
Simplemente agarró la mochila de virtudes y sentimientos que había depositado en el caballo perdedor, se la colgó al hombro de nuevo, y siguió su camino.
Ni siquiera se atrevió a darle el tiro de gracia a ese animal moribundo, lo dejó allí a que se muriera solo. O, lo que es más triste aún, a que siguiera viviendo solo. Quizás la aventura en tierras prohibidas la despertó y la hizo reflexionar, o quizás simplemente la agotó. Esa mochila remendada le pesaba demasiado sobre las espaldas, así que la revoleó por los aires y se deshizo de ella. Notó que caminaba más cómoda, que podía disfrutar del paisaje sin copiloto.
En esa misma época apareció este chico. Cuando ya estaba cansada de apostadores y especuladores. Cuando le acababan de romper el corazón por quincuagésima vez. Cuando ya empezaba a creer que el "amor de verdad" era un mito como el de la ciudad de oro de los incas.
La Mar que yo conocía estaría en este momento saliendo con cualquier otro chico y bailando sobre un parlante sólo para ponerlo nervioso. Y aquí está, un sábado a las diez de la noche, leyendo un libro, sin preocuparse por el mundo y sus nimiedades.
Se diría que hasta contenta de estar sola con su librito, sin terceros. Los ojos le brillan igual o más que cuando se está vistiendo para salir.
¿Será que realmente encontró su centro o sólo pretende que todo le importa un pomo?
Sospecho que ni lo uno ni lo otro.
Mar es demasiado auténtica para pretender nada, y el día que encuentre su lugar, dudo que sea en el centro de nada, sino mucho más allá.
Creo que sólo se hartó de actuar y decidió que prefería vivir.
Entonces, apagó la radio y empezó a escuchar su propia música, y descubrió que su ritmo le exigía un compás un poco más lento. Y ahora, no está detenida, sino hurgando en el desván. Descubriendo tesoros. Dejando que la vida la sorprenda por una vez. Pero sigue creyendo en los milagros.
Aquí, entre nos, sospecho que ni siquiera puso stop. Apenas si apretó el botón de "pause".
LA REINA DEL “PUTICLUB”
El "Karaoke filipino" de Larmi, en Ginebra, era algo así como una "tierra media" entre un prostíbulo y un cabaret. Sólo que aún más ordinario. Y sucio. Mucho más sucio.
Había oído hablar tantas veces del infame "Karaoke filipino" que quedaba cerca de mi ínfimo Studio en Cornavin, allí, en esas cuadras de tierra de nadie entre los hoteles cercanos a la estación de tren, "la Gare Cornavin", y el submundo de sexshops, salones de té, prostíbulos como Dios manda y restaurantes de moda que se entremezclaban tres cuadras más abajo, conformando el conundrum urbano conocido como "Les Paquis".
Los chicos de la oficina eran insoportables: se llenaban la boca con anécdotas de memorables noches de copas y maratónicas interpretaciones de los clásicos boleros y los éxitos latinos de los '80. Pero, claro, ninguno se atrevía a llevar a ese garito a "la nena" del grupo. Y la nena que suscribe tampoco contaba con los cojones necesarios para ir sola a un puticlub. Pero se la tenía jurada.
Un día ganamos un caso grande. Dos meses trabajando hasta la madrugada, creo que nunca me gusto tanto el Derecho como entonces, cuando tuvo tanto sentido mi título de abogada. Contradiciendo a Aristóteles radicalmente, eso era "pasión pura alejada de la razón". La razón no era más que un arma para darle sentido a nuestra pasión, nuestra causa común. Logrado en doce horas seguidas de audiencia.
Mareados de exitoina, nuestro jefe, Leo, un filipino pero diametralmente opuesto a Larmi, nos llevó al mejor hotel de Ginebra, el Beau Rivage, a celebrar. Era un sitio sacado de una película de los '40; sólo faltaban los nazis en el lobby para que aquello fuera el Hotel Crillon del Paris ocupado. Piano de cola, columnas de mármol, bellísima pianista, whisky para los chicos y champagne para mademoiselle.
El cielo duró cuatro horas inolvidables que atesoro en mi memoria como uno de los momentos más deliciosamente felices y ebrios de mi vida. Lujo, decadencia, gusto exquisito, mis amigos, el sabor de la victoria por knock-out. Burbujas.
Salimos ya de noche. Nadie estaba interesado en ir a comer pizza recalentada en su triste departamentito. Flamenkuchen y cervezas en Brasseurs, frente a la gare, donde cayó el primer desertor de nuestras filas alegando un cobarde "no me puedo parar".
Luego, un subsuelo extraño al que no sabría cómo volver ni con GPS. Tragos de color fluorescentes y otra desertora que alegraba "no recordar su nombre".
Ves esos momentos en que una flecha de neón rosa fosforescente desciende del propio cielo y te señala como diciendo "¿hoy te toco a vos, flaca"? Bue, la luz rebotó en mí y derivó directamente en un callejoncito oscurísimo. Una entrada en subsuelo, con ese tipo de puertas como de caja fuerte con un solo cartel "prohibida la entrada en shorts o hot pants". Entramos la que suscribe y el último sobreviviente de la jornada, quien inocentemente me aclaró:
"Es que es un bar de putas, pero al dueño le gusta fingir que es un empresario musical".
El dueño. ¡El dueño! Larmi, o Larvi, o Larvis, jamás logré captar su nombre (sospecho que era un alias de todos modos), así como tampoco tengo claro el "rubro" de su negocio o a qué tipo de mafia de trata de blancas estaba asociado. Pero, por algún motivo, que mi leal colega -leal al alcohol, no a mí- no se molestó en aclarar, nos recibió como si fuéramos lo más requintado de la mafia rusa. Mejor mesa del local (la única sin cucarachas), y acceso al VIP del Karaoke, es decir, acceso Preferencial al Karaoke. ¡Pavada de privilegio!
Privilegio aceptado a regañadientes por mis otras comensales: tres o cuatro grupos de señoritas de procedencia asiática, vestidas de lycra en animal print, acompañadas de sendos grupos de entusiastas hombres de negocios accidentalmente en la ciudad. Los cuales maldecían en sus respectivos idiomas porque el Karaoke carecía de sus "clásicos infaltables", desde los grandes éxitos de la música country, a lo mejor de Nicola di Bari y Aznavour.
Confieso que mi atuendo me acomplejaba un poco, era la única mujer cubierta del local, taílleur de pollera y sweater de cuello alto. Me sentía una afghana con burka en un desfile de bikinis. Al margen de ser la única en el recinto que no cobraba por su compañía, pero mi colega me alentó con un rotundo "pero sos la única latina, y estos gringos no entienden nada, así que vos cantá".
Así fue que me armé de valor (un shot de algo escabroso, ¿tequila? ¿ron? ¿alcohol de quemar?) y me APROPIÉ del micrófono. Eso sí, cobardemente sentada en mi mesa, porque pararme en ese lugar era una invitación al homicidio.
Una a una, las imitadoras de Madonna y Shakira fueron cayendo humilladas, vencidas en su propio territorio por una oficinista cualquiera. Mi repertorio, sí, es una enorme laguna mental.
El Karaoke de Larmi fue cerrado poco después, sólo para ser reabierto con gran pompa un año después. Un "pequeño malentendido sobre tráfico de armas". Pero los habitúes del lugar juran recordar aún a esa "latina sin cara de latina" que fue, por una noche, La Reina del Puticlub.
“COMIENZOS FELICES”
PARA VOS
Es un hecho comprobado aquello de que "los grandes amores dejan marca". Yo tengo una indeleble: una cicatriz en el dedo gordo de la mano izquierda. Me la abrí sacando restos de vela derretidos de una maderita una noche, hace unos dos meses y creo que estuvo en carne viva durante dos semanas al menos. Pura torpeza.
Pero la cicatriz es algo llamativa, saltona,deformando el dedo. Como siempre queriendo recordarme algo. Y lo hace. Esa noche solo tenía curitas, y escribí en facebook que necesitaba "gaza": "el" me corregía "gasa", pero yo insistía con la "gaza", al punto de que me preguntó si lo que tenía en el dedo era un corte o "la Franja de Gaza", y recién ahí la sangre volvió a mi cerebro y me reí como loca, y dije que más bien lo que tenía en el dedo ya parecía la Falla de San Andrés. A veces, un simple error de ortografía, puede cambiar tu vida y volverla increíblemente hermosa.
No se puede ser objetivo describiendo un amor. Solo se puede sentirlo. Y todo lo que sé es que lo sentí desde el principio como "el" amor, con mayúsculas, subrayado y en negritas. Y eso me deleitó tanto como me asustó. Fui tan feliz como hipersensible, y no dejé pasar una oportunidad de crear otros fosos alrededor mío, para evitar mi gran error del pasado: perderme a mí misma.
Perderse en alguien es lo más maravilloso que te puede pasar. Perderte en sus mundos, lugares por descubrir, su historia, su piel, su pasado, sus sueños, sus paraísos, sus placeres. Descubrir que le gustan las aceitunas negras o el pinot noir. Que se conmueve con Bach. Que no come lechuga. Sus mil manías. Es lo más hermoso de enamorarse. Y cuando te enamoras de alguien cuyos mundos son infinitos, no te alcanza la vida para descubrirlos.
No debería dar tanto miedo, si una estuviese segura de quien es. De que no se va a perder a si misma al perderse en el otro. Al final de cuentas, yo voy conmigo a todas partes, no?.
Si, suena muy lógico y claro por escrito, pero lastimosamente no vivimos por escrito.
Hacemos, decimos, sentimos, todo en tiempo real. Y no nos paramos a evaluarlo a veces. Menos cuando estamos asustados o enojados. "Hablás demasiado, te apurás demasiado, decís demasiadas cosas irresponsablemente". Y cuando te dicen estas cosas, y cuando recién las asumís como ciertas, suele ser muy tarde para reparar el daño.
Pero el daño más grave, es el que te hacés a vos misma. Te autoexiliaste de esos mundos maravillosos que te invitaron a conocer. Ya no tenés entrada. El otro va a seguir viviendo en sus mundos, sin vos. Y los tuyos ya no le interesan.
Entonces, solo te queda hacer "trampa". Salvar ese abismo entre el otro y vos entrando en sus mundos por el costado, a escondidas, leyendo sus libros, oyendo su música, o mirando tu corte en el dedo y recordándote que las cosas lindas no solo tienen un final. También tienen un comienzo.