A SINCERARSE SE HA DICHO
Preguntan curiosos, desde el exterior, si la expresión "debemos sincerar la política" es originaria del Paraguay. No lo creo; aunque aquí es donde habrá ganado mayor fortuna. Hay que sincerar la economía, la política tributaria, la presupuestaria, la administrativa, etc., son exhortaciones tan poco sinceras que le aguardan las mayores posibilidades de éxito en esta época en que vivimos.
Parece obvio que ser veraz o no, en política, no es una alternativa que deba resolverse con la Ética sino con la Pragmática. Para expresarlo más claramente: decir la verdad debe proporcionar alguna ventaja, pues de otro modo su diferencia con no decirla se evapora. Si en el Paraguay alguien pregunta: "¿Debemos sincerar la política?" La respuesta paraguaya adecuada comenzará así: "¿Quiere que le diga la verdad?".
Pero esto no es cosa de hoy. Siempre fuimos así.
Arrimo a los autos de mi teoría un dato histórico: las normas procesales coloniales prohibían a los jueces tomar juramento a los indios; lo mismo hacía la ley canónica. El motivo era simple: se tenía por hecho constatado que los indios carecían de la noción de la diferencia ética entre decir lo que realmente ocurrió u otra cosa cualquiera; de manera que, como les daba igual, interpretaban qué es lo que el interrogador deseaba como respuesta y se la daban. Si entendían que al juez le gustaría escuchar negro, le respondían negro; si blanco, blanco. El virrey Toledo estableció el requisito procesal consistente en que, si los testigos de un juicio eran indígenas, debía haber por lo menos seis de ellos que estuvieren contestes.
Cualquiera percibe cuánto de este idiotismo heredamos. Por la misma razón de que no se siente obligado a decir verdad a nadie, el paraguayo medio no suele mantenerse demasiado fiel a líneas doctrinarias, a líderes o a sectores políticos. En política, la verdad no hace libre a nadie; asir una bandera partidaria es solo un medio de sobrevivencia; es el náufrago que se aferra al madero para salvarse, no para apropiarse de él.
Por este y otros motivos raigales, cualquier foráneo dispuesto a avecindarse en este noble país pluricultural y bilingüe, debe estar preparado para comprender que, luego de formular una pregunta de índole delicada, reciba una respuesta acomodada a sus deseos, que de ordinario viene precedida de la expresión "para serle sincero...". Casi nadie pretende ni espera franqueza llana, por eso es deber de elemental cortesía paraguaya no decir la verdad a nadie que uno aprecie, sin autorización previa. De ahí proviene la inmensa antipatía que generan los "sinceros cuentapropistas", que es como hay que llamar a los que andan por ahí diciendo la verdad sin que nadie se la pida.
Sin duda hay que saber manejarse con verdades, semiverdades, mentiras y cuasi mentiras, y saber conmutarlas en los momentos adecuados, que es un don esencial y privilegiado del buen político; o sea, lo que sintetizaba muy bien George Bush cuando decía "Yo tengo opiniones propias y firmes. Lo que pasa es no siempre estoy de acuerdo con ellas".
¿A qué otra cosa sino al misterioso carisma político hay que atribuir el hecho de que la gente sepa que alguien le está ocultando la verdad y, aun así, le otorgue toda su simpatía, apoyo y sufragio electoral? Que se trata de una actitud polarmente contraria al temperamento anglosajón, para el que una mentira puede ser mucho más grave que practicar sexo oval en el salón oral (¿o fue al revés?).
El filósofo David Hume, ilustre agnóstico, iba de vez en cuando al templo en el que predicaba un pastor amigo suyo. Como le acusaran de inconsecuente, se defendió: "Yo no creo nada de lo que Brown dice aclaró, pero él sí lo cree; y de vez en cuando necesito escuchar a alguien que cree lo que dice".
Fuente: ABC Color (Online)
www.abc.com.py
Sección: OPINIÓN
Domingo, 06 de Noviembre de 2011
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