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MARÍA IRMA BETZEL

  CUENTOS EN FUGA, 2005 - Cuentos de MARÍA IRMA BETZEL


CUENTOS EN FUGA, 2005 - Cuentos de MARÍA IRMA BETZEL
CUENTOS EN FUGA
 
Cuentos de MARÍA IRMA BETZEL

 
© MARÍA IRMA BETZEL
 
CUENTOS EN FUGA
 
Editorial Servilibro

Dirección editorial: Vidalia Sánchez
 
Diseño de tapa y diagramación:
 
Claudia López –Bertha Jerusewich
 
Edición: 500 ejemplares
 
Edición al cuidado de la autora Asunción
 
Asunción - Paraguay Diciembre de 2005
 
Hecho él depósito que marca la ley N° 1328/98
 
ISBN: 99925-954-2-6

 
 
 

 
Rodolfo Pablo Betzel
 
(Freiburg 1913-Goya 1985)
 
IN MEMORIAM
 
 
 
ÍNDICE

-. Prólogo (Gloria Paiva)
 
-. Presentación (La autora)
 
-. ANTES : El tornado , La Colorada , Manos de hada , El recuerdo , Deuda de honor.
 
-. AHORA : El fracaso de la amante , Carta desde Buenos Aires , La dulce espera , Kuláta jovái , Bajo las sábanas.
 
-. QUIZÁS : Amanecer , Espejos , Empatía , Culebras de seda , Virusón
 
 
 

PRÓLOGO
 

CUENTOS ERA FUGA comienza desde ANTES, pasando por AHORA, para llegar a QUIZÁS, un tiempo que puede o no existir. Esta secuencia nos introduce en una dimensión atemporal en la que cada cuento deja un resabio a historia vivida o adivinada.

Así desde EL TORNADO, tragedia común en muchos rincones del país, hasta VIRUSÓN, peligro invisible que acecha desde máquinas de última generación, alimentándose de todo lo simple e ingenuo que vive en los niños; pasa por el drama doloroso y profundo causado por las intrigas políticas que dejan rencores difíciles de superar como en MANOS DE HADA, muestra la soledad de los ancianos y su bagaje de vivencias haciéndonos compartir la ternura y comprensión tardías, en EL RECUERDO. Desnuda mezquindades y realza valores en DEUDA DE HONOR, rescata tradiciones y costumbres en KULÁTA JOVÁI.
MARÍA IRMA bucea libremente en lo profundo de sus personajes y a través de ellos descubre el peso de las almas de las que habla Hugo.

Su inmensa capacidad creativa ha tejido dos historias que hacen posible lo imposible, una realidad cercana en EMPATÍA y una posibilidad que aterra y da esperanza al mismo tiempo en AMANECER.

Estos paisajes que va recorriendo son variados: común y repetido en CARTA DESDE BUENOS AIRES, tierno en LA DULCE ESPERA, solitario y triste en BAJO LAS SÁBANAS, misterioso en LA COLORADA y estremecedor en CULEBRAS DE SEDA.

Esta selección de cuentos llevará al lector al mismo deleite que seguramente sintió la autora al crearlos. Los cuentos están en fuga, pero quien los lee queda atrapado, sin poder fugarse hasta la última página.

GLORIA PAIVA
 
 

 
PRESENTACIÓN
 

En este volumen intitulado CUENTOS EN FUGA el fluir de los relatos se relaciona someramente con la dimensión temporal que se proyecta desde el recuerdo hacia la hipotética ficción del futuro.

Emulación, tal vez, del arte gratuit que otorga constantemente la vida al espectador que se abstrae -de cuando en cuando con inusitada pasión- en los laberintos de sueños y realidades invocados por la azarosa existencia humana.

MARÍA IRMA BETZEL
 
 
 
 
 
 
***** ANTES *****
 
EL TORNADO
 
A Bernarda, mamá valiente.
Los hermanos sean unidos
porque esa es la ley primera
tengan unión verdadera
en cualquier tiempo que sea
José Hernández.
 

Era de noche. Estrellas de fulgores centelleantes herían la serena oscuridad campestre. En el interior de nuestra pequeña casa, una lumbre de sebo mecía la sombra de mamá que iba y venía realizando las últimas faenas del día.
 
Yo, la mayor, (tenía entonces doce años) la ayudaba mientras mis hermanos dormían, cómplices por fin del silencio.
 
-Anita, tapale bien a tus hermanitos y acostate vos también -dijo mamá. Extendí las colchas sobre Beto y Adrián. En la pieza de al lado, separada por una cortina, Nati dormía en la cama matrimonial. Papá pescaba en la isla cercana. Probablemente no vendría esa noche. Cubrí con el mosquitero a Raulito, el bebé. Soñolienta, fui a darle las buenas noches a mamá. Ella, absorta, contemplaba por la pequeña ventana el cielo inusualmente estrellado. Señaló el horizonte. Algo destelló en la lejanía.
 
-Un relámpago -dijo- es raro... en una noche tan hermosa... Y un temor incierto, casi imperceptible, palpitó junto al aleteo de la difusa luz.
 
-Será mejor que entremos a Negro, en la piecita del fondo y que cerremos bien la ventana-agregó, presurosa. La ayudé, ignorando los ladridos de protesta de nuestro perro guardián. Después, desde las acogedoras sábanas, repetí la plegaria materna:
 
-"Protégenos, Señor, de todo mal y peligro...".
 
Un aullido violento me despertó. Forcé mi mente ociosa de sueño para entender lo que ocurría. Mamá, con gran esfuerzo, empujaba la ventana para mantenerla cerrada. Fue en vano. Con un crujido seco, se batió enérgicamente. La incontenible tormenta nos fustigó. Se extinguió la luz de la vela. Escuché el grito:
 
-¡Dios mío! ¡Anita! ¡Los niños! ¡Despiértense todos! ¡Corran hacia la cocina! ¡Debajo de la mesa! ¡Rápido! Obedecíamos mientras mamá alzaba en brazos al bebé e insistía:
 
-¡Todos debajo de la mesa! ¡Juntos! ¡Quietos!
 
Un estallido rompió el creciente rumor del viento. Sobre nuestro improvisado "techo" de madera caían ladrillos.
 
-¡La casa! -gritó Nati- ¡Tengo miedo! ¿Y mamá? ¿Dónde está? ¡Mamáaaaa!
 
La abracé muy fuerte temiendo que huyera de nuestro refugio.
 
Nunca podré olvidar ese temblor de cuerpos aferrados entre sí buscando mutua protección, como indefensos polluelos bajo las alas maternales.
 
Por fin, el viento arrastró a lo lejos su quejido de terror. Un relámpago quebró la oscuridad. Gruesas gotas de lluvia empezaron a caer.
 
¡El techo ya no estaba! De vez en cuando, alto golpeaba la mesa. Nos tranquilizó la voz amada:
 
-Está pasando, vamos a salir despacio, todos juntos...
 
Lentamente fuimos asomándonos fuera de nuestro escondite. Mamá sostenía al bebé mientras su pierna derecha aún rodeaba una pata de la mesa de rústica madera para evitar que el viento la moviera. A ella sólo la protegió el designio de Dios.
 
A la luz de los relámpagos emprendimos la marcha. ¡Singular procesión! Mamá con el bebé, adelante; nosotros detrás, en fila, sosteniéndonos unos a otros, atravesando el enlodado camino.
 
La angustia materna no cesaba. Le asaltaba la terrible idea de que le faltaba uno de sus hijos. Llamaba:
 
-¡Anita y Nati!
 
-¡Sí, mamá, aquí estamos! -respondíamos.
 
-Betito y Adrián!
 
-¡Sí, mamá! -se escuchaban las dos voces.
 
-Al bebé lo tengo en mis brazos ¡Dios mío! ¡Me parece que me falta uno! ¡Sí, falta uno!
 
-¡No, mamita! ¡Estamos todos! -respondíamos a coro.
 
Pero ella comenzaba de nuevo su angustioso llamado:
 
-¡Anita! ...
 

 
Dos cuadras más allá llegamos a la casa de los Espinoza, noble gente de campo. Nos cobijaron varios días. Esa noche extendieron un gran colchón sobre el suelo donde descansamos con ropa limpia, seca.
 
Antes de que clareara, papá regresó a casa. Distraído, cruzó el umbral de la puerta todavía en pie. Le llamó la atención ver la luna adentro. Salió. Sí, la luna, nueva y rojiza estaba afuera. Volvió a cruzar el umbral: la misma luna, nueva y rojiza también estaba adentro. Tropezó con algo y encendió el farol de pesca. Entonces vio las ruinas.
 
Azorado, caminó hasta lo de Espinoza y nos halló sanos y salvos.
 
Reconstruimos nuestra casa entre todos, ladrillo por ladrillo, lentamente.
 
De nuestras pertenencias quedó casi nada. La ráfaga enloquecida había dejado un sinuoso camino de árboles arrancados en el monte.
 
Dos días después, escuchamos gemidos debajo de algunos escombros. Los removimos ansiosamente. Débil pero ileso recuperamos a Negro.
 
Lloré de alegría en el reencuentro.
 
Mucho tiempo ha pasado. Raulito, el bebé, hoy es un hombre adulto que ha construido su propio hogar. Como semillas proliferas, nos hemos dispersado. No obstante, acudimos una y otra vez, al llamado de nuestra madre. Su entrañable devoción nos guía como en aquella noche -lejana y reciente- cuando creíamos haberlo perdido todo.
 
 
 
 
 
 
 
 
DEUDA DE HONOR
Los hechos más brutales están cargados
 
de una parte de sueño,
 
de delicados matices,
 
de impalpable aureola.
 
Augusto Roa Bastos
 
 

Martes y jueves danza
 
gira la niña levantando los brazos con la ilusión de ser cisne.
 
Martes y jueves danza
 
campanilleo juguetón de palabras que anticipa su encuentro con el abuelo a la salida del colegio, el chocolate espumoso (la taza más linda para vos, mi reina) y su mano cálida llevándola hasta la Academia. Después del Chau, tesoro, te busco más tarde las chicas grandes la ayudarán a ponerse el tutú con las zapatillas de raso y ...pass des deux... pass des deux... ante el espejo enorme hasta que la ilusión de volar se agote en la punta dolorida de los pies. Luego... otra vez con el abuelo, a pasear por ahí, al parque, o la calesita azul de la plaza (adonde vos quieras, corazón de melón).
 
La magia termina cuando su madre cansada, sin ganas de reír (si fuera como él) la lleva de regreso a casa.
 
-Abuelo ¿Puedo ir por la calle vestida con mi ropa de danza?
 
-Claro que sí, las princesas se visten como quieren.
 
-Pero no soy una princesa, soy un cisne.
 
-Oh perdón, no me había dado cuenta... majestad.
 
Y la risa, serpentina inquieta, los envuelve.
 
Al día siguiente:
 
-Papá, Rosaurita rompió otra vez el tutú y las zapatillas están manchadas.
 
-Y...?
 
-Papá, la malcrías demasiado.
 
-¡Ay, papá!
 
El suspiró. ¿Cómo podía negarle un deseo a su única nieta? Encendió la radio. Se transmitía con alivio el retiro de los barcos rusos de las costas cubanas. No habría guerra. Cuando irrumpió la canción "Capullito de alelí" sintió nostalgias de Elvira. La viudez era soportable mediante el dulce paréntesis de los martes y los jueves.
 
En esos días su amigo y socio de la azucarera, el doctor Enrique, lo alentaba a retirarse temprano. Sonrió al recordar la mano pequeña entre las suyas. En la alameda principal las damas detenían su paso frente a ellos:
 
-¡Qué hermosa niña, señor Lisandro! ¡Y qué encantadora está con su vestido de bailarina!
 
Algunas -no tan prudentes- agregaban con expresión lastimera:
 
-Los mismos ojos claros de su abuela Elvira.
 
Y los señores: -Lo felicito, amigo, su nieta es una muñeca de verdad.
 

-Papá, hoy Rosaurita se quedará en casa. No se siente bien. Mañana la llevaré al médico.
 

Ese fue un jueves triste. Hubo muchos más. En las breves visitas al sanatorio sus miradas disimulaban las ausentes tardes de risa y paseos.
 
-Papá, nos aconsejan llevarla al exterior. No tenemos recursos, Alfredo está terminando la universidad. Tenías razón, éramos muy jóvenes para casarnos...
 
El llanto quebró la voz.
 
La palabra cáncer retumbó a hurtadillas en los comentarios del pueblo.
 
Don Lisandro vendió su casa y se hizo cargo de todos los gastos. La niña viajó con la madre. El tratamiento sería largo.
 
Entonces intervino Don Enrique:
 
-Pero, hombre, me hubieras pedido ayuda antes, tengo una vivienda desocupada en las afueras que podés usar mientras tanto y te adelantaré dinero de la empresa
 
¿Firmar recibo? No es necesario, será una deuda de honor en mérito a la antigua amistad de nuestros padres y a la nuestra.
 

Doblaron las campanas unos días después. Don Enrique Campos, respetable ciudadano y principal accionista de la fábrica azucarera, murió imprevistamente. El dolor por la pérdida del buen amigo se suavizó con la noticia de que Rosaurita regresaría pronto, ya recuperada. Pero un yerno de don Enrique exigió el pago inmediato de la deuda y el desalojo de la vivienda. Acuciado por la persecución tenaz del susodicho, que actuó como jamás lo hubiera hecho su suegro -los parientes políticos suelen ser los peores para estas cosas- Don Lisandro le hizo llegar el siguiente mensaje:
 
Pronto pagaré la deuda, aunque haz de saber que una deuda de honor se paga con honor.
 
En la casa suburbana, acudían los recuerdos:
 
-Abuelo ¿Me dejas trepar al árbol?
 
-¿Vestida de bailarina?
 
-Si abuelo, quiero jugar... ¡Soy un pájaro blanco que vuela entre las ramas! -y bajando la voz:
 
-No le contaremos nada a mamá ¿Verdad?
 
La risa de él fue el permiso tácito. Su grácil figura vaporosa, casi irreal, trepaba evitando delicadamente enganchar el tul y las medias blancas en la corteza rugosa del timbó.
 
Desde arriba:
 
-Abuelooo... a mí me gustan los martes y los jueves ¿y a vos?
 
-¡Los lunes y los miércoles!
 
-¿Por qué?
 
-¡Porque sólo falta un día para verte!
 
Ella y él ríen. Ella desde lo alto. El mirándola, con los brazos abiertos, para protegerla de una eventual caída.
 

Volverá pronto... saludable otra vez... es lo más importante...
 
Y observando la arboleda del patio buscaba firmeza para la última decisión.
 

-Quiero llegar un lunes o un miércoles, mamá, son los días que más le gustan al abuelo, el martes o el jueves vamos a tomar chocolate con bizcochos, el me dará mi ropa de danza y nos iremos a la Academia. Después... ¡A la plaza! Todos nos saludarán diciéndonos cosas bonitas. El abuelo sonreirá respondiendo: gracias, es Ud. muy amable Sra. Fulana o es Ud. muy amable Sr. Fulano.
 
Cuando lleguemos a casa y yo esté sana, los martes y los jueves me levantaré rápido y te diré ¡Estoy lista, mami! ¡Ya me cepillé los dientes! ¡Hoy da gusto, tengo danza y el abuelo me espera! ¡Tengo danza y estaré con él! lará lará lará.
 
El domingo por la tarde la sirena de bomberos alertó al pueblo. Se incendiaba la casa donde vivía don Lisandro. El, quedó adentro.
 
Finalmente, el caso fue catalogado como incendio premeditado y suicidio.
 
Las zapatillas de lazos rosados y el primoroso tutú se encontraron días después, intactos y prolijamente dispuestos, en una bolsita de raso que colgaba sujeta a la florida rama de un lapacho.
 
La deuda de honor se había pagado con honor.
 
 
 
 
 
 

***** AHORA *****
 
 
 

EL FRACASO DE LA AMANTE
Lo malo de una mujer con el
corazón roto es que empieza
a repartir los pedazos.
Anónimo
 

Cuando Mauricio me despidió, me sorprendí. Aunque últimamente las cosas parecían seguir ese camino: citas postergadas, cierta incomodidad de su parte para estar conmigo a solas en la oficina y hasta tuve que soportar un fracaso de ésos que a los hombres les fastidia, les irrita tanto... en la cama.
 
Yo, como buena amante, traté de hacerle sentir siempre cómodo, aun en esas circunstancias. Pero era indudable que algo andaba mal, ¿Por qué? Nuestra relación había empezado maravillosamente. ¿Entonces...? ¿Otra amante...? Me parecía que él no era la clase de hombres para eso. Con bastante remordimiento me confesó un día que era la primera vez que tenía una relación. extramatrimonial. ¿La esposa? La había visto una vez, demasiado ingenua, insulsa y poco atractiva, pensaba yo, así que no podía entender por qué aquel viernes al mediodía él me llamó a solas en la oficina para entregarme un cheque (no demasiado "sustancioso") y decirme que estaba despedida, mirándome casi con indiferencia. Eso sí, un poco nervioso, pero nada más, tratándome como cualquier abogado a cualquier secretaria. Yo no lo podía entender, hasta que Juanita, mi ex compañera de oficina, vino a mi departamento y me lo explicó todo.
 
-Seguramente no entendés lo que pasó con el doctor Mauricio -me dijo entre maliciosa y divertida. -Yo lo sé. Te lo puedo contar. Total él ya te despidió y no sos más un peligro para Beatriz.
 
Sabía que Beatriz (la esposa de Mauricio) y Juanita eran amigas, así que me dispuse a escuchar mientras asentía encendiendo un cigarrillo:
 

-Soy sincera. Quisiera entender qué pasó. El estaba completamente atrapado en mis redes y se me escapó- (No disimulaba con ella mi estilo de vida).
 
-La cosa fue así -comenzó Juanita con gran placer: -Cuando yo descubrí el "asunto" entre ustedes (en la oficina tarde o temprano todo se sabe) fui a contárselo a Beatriz. Podés pensar que soy una chismosa. No importa. Ella es mi amiga desde hace mucho tiempo y no me parecía honesto ocultarle algo así. Beatriz reaccionó muy mal, pobrecita, pero después de unos días me contó que alguien le dijo:
 
Mirá Beatriz, tenés dos alternativas. Te separás, echás por tierra tu matrimonio dejándole el campo libre "a la otra" o ... reconquistás a tu marido. Ella optó por lo segundo. Voy a luchar contra esa mujer y a favor de mi matrimonio, me dijo, decidida. Conozco a Mauricio mejor que ella, soy su esposa y usaré todas las armas que tengo, TODAS y en todo sentido.
 
La estrategia estuvo en marcha ¿Te acordás del día en que ella llegó "casualmente" a la oficina cuando el doctor no estaba? En realidad vino sólo para conocerte: vio que tenías figura de modelo y se inscribió en un gimnasio para recuperar la "cintura de avispa" de sus tiempos de soltera. Como el color de tu pelo era rojizo, se fue a la mejor peluquería de la ciudad a hacerse unos reflejos en el mismo tono y un corte moderno, atractivo. A la hora del almuerzo, cuando todos los empleados nos cruzábamos al restaurante de enfrente, ella estaba en el auto, observándote ¿Te acordás de la minifalda de cuero negro que te quedaba tan bien? (Y que seguramente al doctor Mauricio le gustaba). Bueno, ella se compró una parecida..., pero más corta, y la usaba solamente en su casa, cuando él llegaba y los chicos dormían.
 
En síntesis: te copiaba en todo. Si hasta me preguntó qué perfume usabas.
 
Lo cierto es que por las noches, radiante, esperaba a su marido con deliciosos platillos preparados por ella misma. Si a él se le ocurría salir, ella alegremente se le "colaba" en el auto. Como nunca pudo averiguar qué lencería usabas, se compró todas las más atrevidas que encontró en plaza.
 
Por supuesto, jamás le comentó a él ni una sola palabra de la relación entre ustedes. Así fue como las cosas empezaron a cambiar para tí. A él, seguramente, ya no le quedaban tiempo ni ganas para estar contigo. El broche de oro para Beatriz fue tu despido, sin que ella tuviera que intervenir en eso para nada.
 
Juanita guardó silencio esperando algún comentario. Yo seguí fumando, despacio, hasta que la colilla me quemó los labios. No me quedaba mucho por decir ni por hacer, sólo... saber perder.
 
-Muy bien, dije al fin- aclaradas mis dudas, tengo que admitir que "esa mujer" (una amante siente aversión por el nombre de la legítima, pero en este caso me retracté) mejor dicho que... Beatriz, Beatriz de Blázquez ganó, sí, me venció con mis propias armas.
 
Juanita se fue después de tomar algo juntas (a pesar de su amistad con Beatriz siempre nos llevamos bien). Me quedé sola pensando... y escribiendo.
 
En la escuela me decían que era buena para escribir, tal vez debí estudiar algo relacionado con las letras, en vez de andar atendiendo teléfonos y embaucando hombres. Un desengaño juvenil bastó para que llegara a la conclusión de que los hombres no merecen otra cosa. Después de todo, esta es la vida que elegí y nadie tiene derecho a juzgarme.
 
De toda esta historia me queda un consuelo: saber que no todas las mujeres son tan inteligentes como Beatriz de Blázquez.
 
Y ahora que recuerdo:
 
¿Dónde dejé la tarjeta del tipo ese que conocí en el ascensor?
 
 
 
 
 

KULÁTA JOVÁI
 
A Margarita Mircó
 
¿No están nuestras lejanas costumbres
 
mucho más cerca de lo que parecen?
 
Claude Levi-Strauss
 
 
 

Durante el almuerzo, Arnaldo, mi hermano mayor, se limpió prolijamente la boca manchando la servilleta almidonada y anunció, en tono solemne:
 
-Quiero hacer un rancho kuláta jovái en el fondo.
 
Sus palabras rompieron el silencio malhumorado que se había hecho costumbre en nuestra familia. Causaron efecto inmediato.
 
-¿Estás loco? -dijo papá con grotesca expresión de sorpresa.
 
-¿Cómo se te ocurre? -exclamó mamá, totalmente de acuerdo esta vez (¡Aleluya!) con su esposo.
 
-Kuláta jovái... kuláta jovái...- masculló la abuela mientras se le derramaba el caldo de la cuchara y parecía hurgar en su mente embotada el significado de esas dos palabras que la despertaron de su letargo senil.
 
Hasta Felicia, la discreta y fiel Felicia, se detuvo un momento, bandeja en mano, curiosa, deseando escuchar atentamente todo el diálogo.
 
Yo, Felipe, el menor de la familia, el universitario alocado y eternamente seducido por Cordelia (ésa es otra historia) me complací en secreto, por fin iba a haber un alboroto en el que yo no tendría nada que ver.
 
Arnaldo, impasible, volvió a afirmar:
 
-Sí, lo voy a hacer. Ese terreno del fondo no se usa para nada. A nadie le va a molestar que contrate unos hombres para trabajar en esa construcción -y añadió, apiadándose del desconcierto de todos:
 
-Es para mi tesis. Hace años que en la Facultad de Arquitectura nadie elige un tema de ésos.
 
Estas últimas palabras apaciguaron el ambiente. Papá y mamá lentamente reanudaron su almuerzo con una ligera expresión de inquietud. La pobre abuela, que inconscientemente los imitaba, dejó de derramar la sopa y se llevó a la boca la cuchara casi vacía.
 
Yo me sentía defraudado. Esperaba un poco de locura. Tal vez que Arnaldo dijera algo así como: "el rancho será para reunirme de joda con mis amigos" o "para invitar a mis amiguitas extranjeras" o ¿qué sé yo? Me hubiera resultado divertido que papá y mamá se escandalizaran un poco más. Estaba seguro de que les haría bien. Desde su jubilación parecían momias mecanizadas. Pero no se podía esperar tanto de Arnaldo. Siempre fue el niño aplicado y sensato. Indudablemente, en mi familia, el mérito de tarado solamente lo llevaría yo por secula seculorum.
 
De todos modos, la cosa me siguió gustando porque al día siguiente, al llegar a casa desde la universidad, noté que en nuestra casona (mansión, decía desdeñosamente Cordelia) se habían abierto puertas que estaban trancadas desde hacía años. Se quitaron las horribles macetas del patio (impedían el paso de los trabajadores) y a papá se le ocurrió podar las plantas del jardín.
 
Mamá parecía más activa, correteando de aquí para allá y la abuela se mecía, con mirada complaciente, frente a un ventanal abierto por el que ahora, ya podadas las enredaderas que trepaban por las rejas, entraban raudales de sol.
 
Protestas no faltaban, claro (cuesta erradicar las costumbres) que se ensucia la casa, que hay que despertarse temprano para abrir la puerta a los albañiles, que todo es gasto y bla bla bla. Pero, sin embargo, descubrí que mamá cantaba mientras hacía los quehaceres y que papá ayudaba en la construcción del rancho. Al mediodía, después de asearse vigorosamente los brazos sucios de barro, almorzaba con buen apetito y buen ánimo (Aleluya).
 
Mi abuela, mi santa abuela, acorde al ambiente dicharachero, caminaba sin bastón desde la construcción hasta el jardín limpiándolo de cualquier chuchería y hasta la observé reír a carcajadas con Felicia, no sé por qué inocente asunto.
 
Así las cosas, llegué a desear que la construcción no terminara. Me inquietaba que las puertas otra vez se cerraran, que la humedad y el malhumorado aburrimiento volvieran para impregnarnos la vida (yo... siempre deseando a mi imposible Cordelia). Temía que lentamente se apagara la chispa de entusiasmo por la cual todos salieron de su apática vida rutinaria.
 
De todos modos, cuando el rancho estuvo listo, alguien (¡Papá!) sugirió su inauguración.
 
-Antes debemos amoblarlo -dijo Arnaldo, y ese fin de semana llevamos unas sillas viejas que arreglamos entre todos, un catre de campaña y una hamaca paraguaya.
 
-Debemos estrenar el tatakua -dijo mamá. A mi abuela se le iluminó la mirada y apareció, minutos después, acompañando a Felicia quien traía a empujones un mortero de palo santo que estaba olvidado en el sótano. Lo refregué lustrando la madera olorosa y lo coloqué al sol.
 
El domingo (¡Inolvidable día!) reunimos a la familia completa, nosotros, los de la casa y mis dos hermanos casados con toda su prole. Mamá y abuela, radiantes de entusiasmo, servían las comidas de maíz molido que horneamos en el tatakua.
 
Arnaldo disfrutaba explicando, con aires de sabelotodo, detalles técnicos de la tradicional construcción:
 
"Las paredes son de adobe y el techo es a dos aguas. El ambiente del medio, sin paredes, con vista al patio arbolado, es para recibir visitas, legado quizás del espíritu comunitario de nuestros ancestros guaraníes que vivían agrupados y en contacto con la naturaleza. Nunca falta el apyka puku".
 
Yo enseñaba a mis sobrinos cómo moler maíz en el mortero para desarrollar, de paso, excelentes músculos.
 
Se me ocurrió prohibir los artefactos tecnológicos en ese lugar. Todos dejaron sus celulares en el caserón (Mansión, ¡ay! extrañaba a Cordelia). Mis cuñadas, prometieron aportar algunos objetos que después enriquecieron aún más nuestro ambiente natural: un kambuchi, que transpira agua fresca sobre su superficie terrosa; una antigua lámpara Petromax, reliquia de un abuelo; mantelería de crochet, regalo de otra abuela... Lo cierto es que debimos organizar por turnos las visitas porque son muchos los parientes y amigos que desean compartir los domingos en este lugar.
 
Los demás días lo tenemos para nosotros solos. Nos gusta descansar allí. Se respira otro aire, otro silencio, se diría que otro tiempo.
 
Fui el primero al que se le ocurrió dormir en el rancho por las noches. A veces lo hago en el patio, bajo los árboles y las estrellas. Desde entonces me siento más relajado, expulsé al estrés. Al poco tiempo debimos comprar algunos catres. Papá y Arnaldo me imitaron. Mamá y abuela también.
 
Poco a poco fuimos mudándonos al rancho. Las comidas se preparan a las brasas o en el tatakua. El teléfono no nos hace falta, tampoco las pastillas antidepresivas de la abuela. Ella rejuveneció. Volvió a recordar recetas de dulces y otros postres que cocina con deleite. Traje algunos libros buenos, que en la casona no tengo tiempo ni ganas de leer.
 

Hoy, después de tanto tiempo, volví a escuchar quejas. Es que pedí a todos que este fin de semana me dejaran sólo en el rancho. Así que me divierto escuchando las protestas de papá, mamá y la abuela mientras abren puertas y ventanas del caserón casi abandonado. Yo estoy feliz. Alguien más sucumbió a los hechizos del rancho.
 
-Te amo -le susurré al oído.
 
-Lo quiero por escrito. Soy romántica, anticuada y además grafóloga -añadió riendo-, debo comprobar si los rasgos de tus letras son convincentes.
 
-Entonces ven a casa- le dije-, pero no a mi mansión.
 
-¿Por qué lo niegas, Felipe? Tu casa es una mansión. Eres un pequeño burgués -me dijo-, y se echó a reír.
 
-No -le aseguré-, vivo en un kuláta jovái.
 
Quedó impresionada. Vendrá esta tardecita.
 
Estoy sentado debajo de los árboles esperándola. No va a perderse. Con pintura roja, en la entrada que abrimos de este lado, coloqué un cartel, dice:
 

Bienvenida Cordelia: Aquí no hay portero eléctrico ni timbre.
 
Golpeá bien fuerte las manos.
 
Te amo.
 
Escrito está.
 
Cuando llegue, nos sentaremos en el apyka puku.
 
Alguien golpea las manos, sé que es ella...
 
 
 
 
 
 

***** QUIZAS *****
 
 
 
 

EMPATÍA

Es la magia de ser, como no siendo,

Un estar sin estar en la materia

Inserta en el misterio.

MARÍA INÉS TISCORNIA

 

El doctor Alfred Burg, en su laboratorio -algo así como un pequeño búnker- logró realizar el clon del niño Henry Sliming Duprat, futuro heredero de una fabulosa fortuna empresarial. Finalizaba el año 2020. Experimentar con clones humanos no estaba permitido, no obstante el doctor Burg -perteneciente a una moderna generación de científicos europeos- menospreciaba detalles éticos. Deseaba utilizar el saludable corazón del niño (a quien él denominaba Henry II) para transplantarlo al original quien padecía una grave enfermedad congénita.

Por supuesto, todo lo realizaba en el más estricto secreto. Se acercó al infante de apenas unas semanas de vida. Dormía plácidamente.

"Es un hermoso niño clonado" -pensó- "Sacrificarlo es una lástima, pero es Henry I, el original, quien les interesa". Y comenzó a inyectarle un líquido cerca de la columna vertebral. Esta primera dosis atrofiaría el sistema nervioso del niño hasta que se convirtiera en un "banco de órganos".

Para el doctor Burg este procedimiento sólo significaba salvar una vida, utilizando un clon.

Mientras inyectaba el fármaco recordó con cierta incomodidad a su abuela fallecida -una destacada bióloga sudamericana del siglo anterior- para quien hubiera sido horroroso clonar seres humanos. Sus estudios científicos fueron muy diferentes. El último de ellos -y que dejó inconcluso- fue el de algunas plantas medicinales de la Selva Amazónica. Burg había tenido con ella una relación muy afectuosa. Tal vez era la única mujer que había amado (sus reiterados fracasos matrimoniales confirmaban en él esta idea).

 

A varios kilómetros de ese lugar, en otra ciudad europea, el niño Sliming Duprat dormía su intranquilo sueño. Katherine, la madre, se asomó a los ventanales de su magnífica mansión y observó, sonriendo, las montañas nevadas de los Alpes Suizos "la primavera llegará pronto", pensó, y se regocijó no sólo por la agradable estación próxima sino también por lo que su esposo le había comentado el día anterior: "Según el doctor Burg, la recuperación completa de Henry es altamente probable. Debemos confiar en su trabajo".

Katherine -observó al niño. La cuna, totalmente transparente, dejaba ver su cuerpo acurrucado en posición fetal. No había crecido mucho desde que nació, se debía a su enfermedad congénita.

"El doctor Burg asegura que el transplante lo solucionará todo" se tranquilizó. "Ni siquiera habrá rechazo inmunológico". Después, reguló la temperatura microclimática de la cuna, dio un suave beso al niño y se alejó pensando que el doctor Burg siempre evadía preguntas. Sabía que él era cuestionado en el ambiente científico. De todos modos lo que importaba era que su hijo -su único hijo- se salvara.

La mujer alta y rabia detuvo su automóvil eléctrico frente a una residencia de aspecto normal. Un sofisticado sistema electrónico se accionó e ingresó al búnker. Debía reemplazar a otra operaria para atender a un niño en sus necesidades básicas y controlar su salud. No conocía los pormenores del caso. De pronto, del monitor central, surgió una alarma. Inmediatamente, a través de las pantallas, ella comunicó al doctor Burg el incidente.

Este, preocupado, comprobó que la inyección que había aplicado a Henry II unos días antes no producía el efecto previsto. Una extraña resistencia parecía impedirlo.

Además, el corazón del pequeño clonado también empezaba a tener disfunciones.

Nunca en sus años de investigador el doctor Burg se sintió tan desconcertado.

¡El clon había nacido con un corazón muy sano, fruto de la manipulación genética! ¡No era posible que tuviera problemas parecidos a los del niño original!

De pronto, movido por una ridícula idea que ni él mismo se atrevía a reconocer, se le ocurrió controlar el estado de Henry I. A través de una clave accedió a la historia clínica virtual del niño. Una sensación terrorífica se intensificaba en él a medida que leía los datos:

El corazón del enfermizo Henry I experimentaba una increíble mejoría y por el contrario empezaba a manifestarse una extraña parálisis en su sistema nervioso.

Según figuraba en pantalla, su madre, Katherine Duprat, había consultado con un médico de confianza quien no tenía explicaciones válidas.

En la mente aturdida del doctor Burg se agolparon recuerdos de charlas estudiantiles en las que se comentaban extraños fenómenos de empatía entre gemelos idénticos. Él, por supuesto, se había mostrado escéptico.

Esto era superior a todo lo imaginado. El doctor Burg debía aceptar que los dos niños, el natural y el clonado, compartían misteriosamente la enfermedad y la salud, en proporciones iguales, sin que hubiera existido entre ellos contacto físico alguno.

Un mundo que trascendía la materia y que él había despreciado lo sacudió con evidencias increíbles. En algún momento, sus manos temblorosas, apagaron los sistemas.

Horas después, el empresario Karl Sliming Duprat le comunicó que renunciaría a sus servicios. Según la opinión de otros facultativos, su hijo, debido a una increíble mejoría, ya no necesitaría transplante.

Meses después, en su propia casa, la mujer alta y rubia cuida amorosamente a Henry II. El doctor Burg lo dejó a su cargo y no regresó. Ella desea adoptarlo. El búnker fue desmantelado.

Katherine no sabe que lejos de allí, del otro lado de los Alpes Suizos, hay un niño un poco menor que el suyo, extraordinariamente parecido a él, que también posee un leve problema cardíaco y evoluciona favorablemente de una parálisis nerviosa.

Poco se sabe del doctor Burg, lo cierto es que desapareció.

Algunos dicen que está muerto y otros que estudia plantas medicinales en algún lugar de Sudamérica.

 

 

 

 

 

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