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MARÍA IRMA BETZEL
  ESPEJOS - Cuento de MARIA IRMA BETZEL


ESPEJOS - Cuento de MARIA IRMA BETZEL

ESPEJOS

Cuento de MARIA IRMA BETZEL



ESPEJOS

¡Ea, pues que soy mi sombra!

La sombra de mi sombra.

María Inés Tiscornia

 

A Maruja le emocionó la noticia de que había llegado un nuevo parque de diversiones al pueblo. Decían que éste era exclusivo, que nunca se vio uno así por esos lares y que ofrecía entretenimientos diferentes de los otros que solo tenían algunos pocos juegos aburridos.

Aquel domingo Maruja se acicaló para la importante ocasión y como nadie quiso acompañarla se fue sola hacia las afueras del pueblo, guiada por el sonido de extrañas melodías con tañido de campanas que venían del lugar donde se instaló el parque.

Al llegar se dio cuenta de que era la única visitante del lugar. "Seguramente es temprano aún", se dijo, y le pagó la entrada a un hombre de grandes bigotes, con aspecto de fantoche, que atendía en una descolorida casilla de lata.

Como nadie se acercó a reclamarle el comprobante de la entrada metió este en un bolsillo de sus pantalones desflecados y empezó a recorrer el lugar. Todo era muy atractivo, no obstante los juegos no estaban todavía habilitados, es decir, no había nadie que hiciera funcionar las máquinas.

Maruja no tenía apuro y decidió seguir caminando. Las cascarillas secas de arroz que cubrían el suelo se le metían dentro de los zapatos, pero se los quitaba para sacudirlos sin sentir incomodidad alguna pues no se veía a nadie por ningún lado. Más tarde, impaciente, pensó "Es hora de que algunos juegos empiecen a funcionar" y, cansada, se dejó caer sobre un montículo de cascarillas. Desde allí, vio un resplandor claro: era la puerta entreabierta de una casilla de metal adornada con un gran dibujo de lagarto y que tenía escrito con letras rojas: "Bienvenido al Túnel de los Espejos Rotos". Maruja dio un salto. Siempre le gustaron los espejos. Este juego tenía las puertas abiertas y no requería el funcionamiento de máquina alguna. Excitada, entró a un largo túnel oscuro y silencioso. Sintió cierto temor, mas continuó avanzando. De pronto, al doblar en un angosto recodo, ingresó a una sala que reflejaba haces luminosos de numerosos espejos que cubrían todo el recinto. Eran muchos y estaban quebrados aunque las piezas permanecían unidas. Parecían muy antiguos, se disponían en un aparente desorden, aunque eran precisos para reflejar la imagen de Maruja desde ángulos insospechados por ella. "Es divertido", pensó. Le gustaba caminar y ver los trozos de su cuerpo que parecían desfasarse de un lado a otro, como si también estuviera roto. Tanto brillo y tantas figuras extrañas de su propia imagen la agotaron y decidió salir. Encontró más espejos. Comenzó a girar de un lado a otro, buscando un espacio abierto que la llevara afuera. Sólo veía fugaces trozos de sí misma, de su camisa rosa o de su largo pelo suelto que se agitaba con movimientos impacientes. De pronto tropezó con un espejo de cuerpo entero, sin rajaduras, que le devolvió su imagen real, tal cual era. Maruja sintió un repentino alivio "Bueno, aquí estoy", se dijo, "Al menos, esta soy yo". Al reconocerse tan nítida y normal, estiró una mano para acariciar su rostro en el espejo. No sintió el contacto frío y plano del vidrio sino un suave calor de mejilla húmeda y blanda. Asustada, retiró la mano y se quedó quieta. Un helado serpenteo le recorrió el cuerpo. Era miedo. Maruja, pensando que fue una errada percepción suya, acercó, esta vez la mano a su propio rostro. Horrorizada, lo sintió yerto y plano. Quiso gritar. La voz se atascó en sus labios que parecían emparedados en un cristal. Lo intentó una y otra vez. No pudo hacerlo y tampoco fue capaz de mover un solo músculo de su cuerpo. Escuchó, a lo lejos, desde el otro extremo de la sala o tal vez desde el túnel oscuro, su propio grito, el que quería gritar. Era espeluznante. Sintió que la piel se le abría en numerosas escamas que al caer al suelo arrastraban, cada una de ellas, un trozo de sí misma. Se quedó allí, muda e inmóvil hecha pedazos en el piso frío, apenas cubierto por algunas cascarillas de arroz secas y estáticas como ella.

Al atardecer, los padres de Maruja la vieron regresar. Les pareció que su hija era sólo una fría imagen de la verdadera Maruja. Ya no reía ni hablaba. Tenía la piel cubierta por cicatrices resquebrajadas y, a veces, cuando ráfagas de viento norte acercaban apagados tañidos de campanas, lanzaba un grito pavoroso, que erizaba la piel de quienes lo oían. Entonces, en el pueblo, se quebraban todos los espejos y caían los trozos al suelo como escamas secas y duras de lagartos viejos.



Fuente:


TALLER CUENTO BREVE

Coordinación : DIRMA PARDO CARUGATI ,


Editorial Arandurã ,


Asunción-Paraguay

Octubre 2005 (179 páginas)
 
 
 

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