EL TORNADO
Cuento de MARÍA IRMA BETZEL
EL TORNADO
"Los hermanos sean unidos,
porque esa es la ley primera;
tengan unión verdadera en
cualquier tiempo que sea..."
José Hernández (Martín Fierro)
Era de noche. Desde las estrellas, fulgores diamantinos herían la serena oscuridad campestre. En el interior de nuestra pequeña casa una lumbre de sebo mecía serenamente la sombra de mamá que iba y venía realizando las últimas faenas del día. Yo, la mayor (tenía entonces 12 años) la ayudaba mientras mis hermanos más pequeños dormían, cómplices por fin del silencio.
- Anita, tápale bien a los mita’í y acostate vos también - me dijo mamá y desdoblé las colchas de aho po'í extendiéndolas, solícita, sobre Beto y Adrián que perdían en sus rostros de sonrosado abandono el aspecto de terribles "akahata". En la pieza de al lado, separada apenas por una cortina, Nati descansaba en la cama matrimonial ya que papá estaba pescando en la isla cercana y probablemente no vendría esa noche. Cubrí con el mosquitero a Raulito, el bebé, en su cunita de mimbre y soñolienta fui a darle las buenas noches a mamá. Ella, absorta, contemplaba por la pequeña ventana abierta el cielo inusualmente estrellado. Casi reverente, se imponía el silencio y permanecí un momento, quieta a su lado. De pronto, extrañada, señaló el horizonte. Algo destelló apenas en la lejanía.
- Un relámpago - dijo - es raro... en una noche tan hermosa.
Y un temor oculto, casi imperceptible, palpitó junto al aleteo de la difusa luz.
- Será mejor que entremos a Negro en la piecita del fondo y que tranque bien la ventana-dijo ella, presurosa.
La ayudé ignorando los ladridos de protesta de nuestro fiel perro guardián y me arrebujé, por fin, entre las acogedoras sábanas al son de la materna plegaria:
- "Protégenos Señor, de todo mal y peligro..."
Algo así como un aullido violento me despertó. Aterrada traté de forzar mi mente ociosa de sueño para entender lo que ocurría. Vi a mamá que trataba con enorme esfuerzo de mantener cerrada la ventana que al fin, con un crujido seco, se batió enérgicamente. Un pujante ventarrón fustigó nuestro hogar y nuestros sentidos. La luz de la vela se extinguió al instante. Escuché el grito aterrado:
-¡Dios mío! ¡Anita! ¡Los niños! Despertalos y corran todos debajo de la mesa de la cocina, rápido! - Entre gemidos de incertidumbre y temor obedecíamos mientras mamá alzaba en los brazos al bebé y continuaba insistiendo:
- ¡Todos debajo de la mesa! ¡Todos juntitos allí, quietos! - gritó al tiempo que algo así como un estallido rompió el creciente rumor del viento enloquecido. - Se caen ladrillos - anunció alguien y enseguida parte de una pared se derrumbó sobre la mesa golpeándola con furia.
- ¡Se está cayendo la casa! - gritó Nati - ¡Tengo miedo! - ¿Y mamá dónde está? ¡mamáaaa!
Sólo recuerdo que la abracé muy fuerte, temiendo tal vez, que huyera despavorida de nuestro pequeño refugio mientras arreciaba el terrible temporal. Nunca podré olvidar ese temblor de cuerpos aferrados entre sí desesperadamente, buscando mutua protección, como indefensos polluelos bajo la frágil ala materna. Por fin el viento, pareció arrastrar a lo lejos su quejido de terror. Un relámpago quebró la oscuridad y gruesas gotas de lluvia empezaron a caer.
El techo, ya no estaba. Sólo algunos ladrillos golpeaban de vez en cuando la mesa. Nos tranquilizó la voz materna:
- Ya está pasando, vamos a salir despacio, todos juntitos...-
Temerosos aún, nos asomamos lentamente fuera de nuestro escondite y rodeamos a mamá que abrazando al bebé, sostenía aún con una de sus piernas, la pata de la mesa de rústica madera para evitar que el viento la moviera. A ella, solo la protegió un designio de Dios. A la luz de los repentinos relámpagos emprendimos la marcha hacia la calle ¡Qué singular procesión fue aquella! Mamá con el bebé adelante y nosotros atrás, en fila, sosteniéndonos unos a otros para atravesar el enlodado camino. La angustia materna no cesaba. Le asaltaba el terrible presentimiento de que le faltaba uno de sus hijos y llamaba temerosa:
- ¡Anita!-
- Sí, mamá, estoy aquí - Respondía yo.
- Betito y Adrián!-
- Sí, mamá, aquí estamos!-
- ¡Al bebé lo tengo en mis brazos! ¡Dios mío! ¡Me parece que me falta uno!, ¡sí, falta uno!-
- No mamita, estamos todos -respondíamos a coro. Pero ella comenzaba de nuevo a su angustioso llamado:
-¡Anita!. ..
Llegamos, dos cuadras más allá, a la casa de los Martínez, nos recibieron con la típica cordialidad de la gente de campo. Pasamos el resto de la noche dormitando apenas en un gran colchón sobre el suelo. Antes de que amaneciera y ya calmada la tormenta, volvió papá. Relató después que, distraído, cruzó el umbral de la puerta, todavía en pie, de lo que fuera nuestra casa y le llamó la atención la luna, nueva y rojiza afuera y la misma luna, nueva y rojiza, también adentro. Volvió a salir y volvió a entrar. Tropezó con algo y encendió el farol de pesca: ruinas, solo vio ruinas de lo que fuera nuestro hogar. Azorado, llegó hasta lo de Martínez y allí, increíblemente, nos encontró sanos y salvos. Reconstruimos la casa entre todos, ladrillo por ladrillo, lentamente. De nuestras pertenencias no quedó casi nada. La ráfaga enloquecida, atrapó nuestra vivienda y dejó un sinuoso camino de árboles arrancados en el monte.
Dos días después escuchamos gemidos de Negro, nuestro perro, debajo de algunos escombros, cavamos ansiosamente y lo recuperamos, algo débil, pero casi ileso. Lloré de alegría en el reencuentro.
Mucho tiempo ha pasado desde entonces, ya asoman a mis sienes las primeras canas. Raulito, el que entonces fuera un bebé, es hoy un hombre adulto que ha constituido su propio hogar. Como a semillas proliferas, la vida nos ha dispersado lejos unos de otros, pero indefectiblemente, algunas veces al año, nos reunimos junto a nuestra madre ya anciana, que nos espera con las manos colmadas de cariño para compartir momentos de familiar regocijo y cuando en el devenir de la vida, a algunos de nosotros nos acechan problemas y pesares, nos unimos para ayudarnos y fortalecernos mutuamente, incentivados, tal vez, por el temple de una madre que nos guió con amoroso empeño y porque comprendimos que aquella noche ya tan lejana, en que creíamos haberlo perdido todo, conservamos, en realidad, lo más importante: La Vida, que se enaltece por medio de la Fé y del mayor de todos los dones: EL AMOR.
Mención de Honor en el
Concurso de Cuentos para Jóvenes
organizado por Fundación en Alianza
y auspiciado por la
Cámara de Senadores y el Diario Última Hora.
Año 1998.
Fuente:
TALLER CUENTO BREVE
Edición al cuidado de
Imprenta ALMIRALL
Asunción - Paraguay
1999 (207 páginas)
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