EN EL PUEBLO DE ARECUTACUÁ
Cuento de STELLA BLANCO SÁNCHEZ DE SAGUIER
EN EL PUEBLO DE ARECUTACUÁ
María vivía con su abuela en el pueblo de Arecutacuá, un lugar alto por sus serranías y en donde reinaba la tranquilidad. Había sido fundado en 1723 por Don Martin de Chavarri y Vallejos, bajo la advocación de San Agustín, que fue así nombrado el Santo Patrono del lugar. La imagen de 100 cm de altura, con su precioso bastón de oro, donado por su fundador, se la ubicó en el centro de la plaza, dentro de una pequeña pero hermosa capilla.
¿A qué se debió el haber poblado ese sitio? En la primera década del siglo XVIII, el Cabildo de Asunción creyó conveniente formar una villa fortificada en los parajes que llamaban del Arecutacuá, porque señalaban ellos que este era uno de los pasos más frecuentados por los indios en sus correrías y en ese entonces era necesario consolidar las fronteras de las poblaciones habitadas por españoles instaladas en torno a Asunción.
Este fuerte poseía seis torreones que servían de vigía a todo el campo circundante, constituyéndose en un recinto pétreo invencible a la penetración de indios y hasta de portugueses que en esa época trataban de intimidar para despoblar los asentamientos españoles.
Ocurrió un día, nos conto María, que el bastón dorado del Santo Patrono fue robado. ¿Quién era el ladrón? Nadie lo sabía. Empezaron las sospechas hacia los unos y los otros. Estaba Fermín encargado de proteger, cuidar y mantener en buenas condiciones las reliquias del pueblo, un joven valioso por su honestidad y generosidad, eso es lo que los chicos apreciaban y sentían; estaban seguros de que él no era el culpable. Tenía a su favor todas esas virtudes ampliamente demostradas; sin embargo, a Fermín lo llevaron a la cárcel de Valle Emboscada, el pueblo vecino, pues en Arecutacuá no existía ningún presidio.
Los chicos fueron a visitar a la madre de Fermín, Dona Clotilde, amiga también de ellos; siempre los había tratado con mucho cariño y comprensión. El patio del amigo era el lugar preferido, allí tendían la red de vóley que Fermín sacaba cuando querían jugar y lo ayudaban a ponerla entre dos árboles que conformaba un espacio despejado para el juego. Que felices se sentían! Era así como Fermín se convertía mágicamente en un niño que se integraba a ellos con sus pantalones y medias de deporte. ¡Qué maravilla! Los hacía poner contentos a todos y cuando concluían el juego, iban a sentarse alrededor de una larga mesa debajo de los árboles y allí Dona Clotilde les servía jugos y galletitas. ¡Qué placer! ¡Así gozaban!
Entonces, ¿como ahora a la mama no la iban a consolar y a Fermín no lo iban a defender y ayudar? Debían descubrir al ladrón, saber quien fue.
Sospechaban de un personaje que tenía un año de vivir con ellos, se había convertido en el valentón del pueblo de Arecutacuá; jugador del que siempre ganaba en la riña de gallos y en el juego de cartas, ya lo habían pillado haciendo trampa. ¿Como así iba a perder? Por supuesto eso era grave y sabían por el padre Antonio, párroco de la iglesia; que se cometía pecado y que tenía su gran castigo. Ahora, ¿cómo probar que él era el autor del robo?
La estatuilla siempre había protegido a la población de Arecutacuá y en toda su historia no había ocurrido cosa igual. ¿Quien se atrevía a privar al pueblo de su Santo Patrono? Porque sin su bastón de oro no era San Agustín.
Cundió entonces el pánico, si no se encontraba al culpable, las calamidades llegarían a la comarca; se debía, en forma urgente, dar con el autor de tan mala acción. Se lo llevaron al pobre Fermín porque los habitantes de Arecutacuá pensaban que así sería de menor rigor lo malo que pudiera llegar de esa maldición, tan creída por el pueblo. Pero realmente; el grupo de chicos no le daba importancia, no creía en esas supersticiones y pensaban que el culpable era el fanfarrón, el valentón, que de alguna manera parecía tener atemorizado al pueblo.
Algo debían hacer y rápido; no podían permitir que el amigo se llevara todo el peso del robo y lo que acarreaba el estar adentro. No podía trabajar, su mama no podía tenerlo con ella y los chicos no contaban con él para los juegos, la diversión se había acabado, estaban tristes, tan tristes, pero al mismo tiempo llenos de ganas y propósitos de llegar hasta el final.
El valentón hacia viajes periódicos, a la ciudad y ahora los realizaba más a menudo, pregonando aquí y allá que iba a cobrar unos alquileres. Los chicos pensaban que él estaba tratando de vender el bastón, por eso debían apurarse, no fuera a ocurrir que ya lo hubiera vendido.
Espiaban a escondidas al sospechoso y sabiendo que había viajado a la capital ese día, cometieron el pecado de entrar sin permiso a su casa; debían aprovechar esta oportunidad que San Agustín les brindaba, era la única, otra sería demasiado tarde. Así descubrieron un fondo hueco en una ovalada vasija antigua de madera y por abajo una tapa bien disimulada que al abrirla, los pequeños ojos se llenaron de inesperados reflejos dorados. Saltaron felices, gritando: ¡Lo encontramos!
Ahora se les presentaba otro problema: cómo probar que él tenía allí el bastón, pues los mayores podían pensar que los chicos como fanáticos de Fermín lo estaban encubriendo culpándolo al otro. Debían hacerlo confesar al fanfarrón, era lo único que les quedaba, pero ¿de qué manera? Y algo se les ocurrió.
Al día siguiente del descubrimiento y sin pérdida de tiempo le dejaron un mensaje amenazador, donde le decían que lo sabían todo, que era su ultimo día de vida; al recibirlo el ladrón no pareció darle importancia, entonces los chicos preocupados debieron recurrir a una intimidación más drástica y pusieron en la vereda, frente a la puerta de su casa y a la hora de la siesta cuando la gente no transitaba, una botella cargada de nafta y con la mecha larga hasta la esquina para darles a ellos escondite y protección mientras la prendían.
Por supuesto, el envase explotó y eso si dio resultado: se asustó y buscó a los autores. Lo agarró al más pequeño del grupo, Geromín, que era valiente y que sabía que no debía contar nada; aguantó sus latigazos, estaba todo ensangrentado, sin embargo, tuvo fuerzas para huir y salir gritando pidiendo auxilio. Pronto llegaron los chicos que ya lo estaban buscando, todos los perros ladraban asustados; llegaron también por fin los grandes. El rufián seguía persiguiéndolo, parecía haber enloquecido, con el látigo en alto emitiendo un rugido feroz. Hasta el cielo participó enojado y llegó una gran tormenta, quedando Arecutacuá envuelta en tinieblas, y el pueblo, atravesando la oscuridad, lo siguió al torturador y este al chico y todos iban subiendo al montecillo, hacia la Plaza. Geromín llegó a la iglesia, y el párroco que había salido a ver qué ocurría, dejó pasar al herido y cerró las puertas en las narices del malevo, que acorralado por las paredes de la capilla y la muchedumbre que se le venía encima, pedía socorro; nadie ya tema compasión de él. Entonces aprovecharon los pequeños ese momento, debía ser en ese momento y no en otro, para que el confesara su robo. Los chicos a coro le dijeron: "¡Ladrón! ¡Confesa que fuiste vos el que robó el bastón, o si no te matamos!". Y alzaron los palos (eso por supuesto no era cierto, pero debían forzar la confesión), no contaban con otro recurso. Pasaron unos instantes que se volvieron años; los perros se pusieron amenazadores y los niños con sus maderos también.
Luego la tormenta arreció con viento y lluvia, parecía realmente que la maldición llegaba; la atmósfera se volvió insoportable, los pequeños temblaban, el pueblo entero de Arecutacuá empapado en agua helada; en la mano del perverso brillaba un cuchillo. El hombre dando unos pasos al frente, con la otra mano, agarró a Doha Clotilde que se encontraba próxima a él, la mantuvo como rehén para que le dieran paso y escapara siempre.
¿No confesaría su autoría? ¿Cómo era posible que San Agustín no les ayudara? Pero resultó que San Agustín los ayudó. El padre Antonio, un rato antes, con mucha cautela había abierto la puerta de la iglesia por detrás del forajido y pudo, con rapidez y habilidad, arrebatarle el puñal. Fue entonces cuando el hombre se sintió perdido y le escucharon decir con mucho temor y con voz temblorosa: "¡No me maten! Yo soy el ladrón, yo tengo el bastón de oro!".
Las nubes negras se alejaron y todo volvió a iluminarse. ¡Qué satisfacción! ¡Habían salvado a Fermín!
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