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STELLA BLANCO SÁNCHEZ DE SAGUIER

  LAS NUEVE ENFERMERAS DE HERRERA (Cuento de STELLA BLANCO DE SAGUIER)


LAS NUEVE ENFERMERAS DE HERRERA (Cuento de STELLA BLANCO DE SAGUIER)

LAS NUEVE ENFERMERAS DE HERRERA

Cuento de STELLA BLANCO DE SAGUIER

 

LAS NUEVE ENFERMERAS DE HERRERA

En enero de 1933, después de la retirada boliviana del Fortín Herrera, el mayor Paulino Ántola, mandó ampliar las instalaciones y mejorar las posiciones hasta convertirlas en un reducto inexpugnable.

La llegada del alemán Hans Kundt al frente de operaciones bolivianas, investido de la máxima autoridad, había provocado preocupación en el ejército paraguayo. El coronel José Félix Estigarribia observó con serena discreción sus primeras disposiciones: cambios sustanciales y agrupamiento de fuerzas para iniciar los ataques sobre puntos neurálgicos de las posiciones paraguayas, contando con la ventaja de la superioridad numérica de hombres y armamentos.

El alemán era rápido. Ordenó que las baterías de artillería y aviones de la Octava División boliviana conquistaran el Fortín Herrera. Como se sabe, el mayor Ántola con su regimiento, que posteriormente sería el glorioso "2 de Mayo", se encontraban asentados en dicho fortín.

Ante la inminencia del ataque boliviano, el capitán Lorenzo Medina, otro de los oficiales del mismo regimiento, sugirió al mayor Ántola que le permitiera viajar en la brevedad posible a "Villa Militar", con el objeto de proveerse de más armamentos.

El pedido de Medina fue comunicado al coronel Estigarribia, quien ordenó la entrega con la mayor rapidez. También dispuso que fueran destacadas al Fortín Herrera nueve mujeres profesionales de sanidad. Entre ellas se encontraba María, antigua enfermera de la Cruz Roja.

Cuando el coronel Ántola se enteró de esto, el nombramiento de las enfermeras le pareció providencial.

María, veterana enfermera en la contienda chaqueña, había encontrado a su hijo en una de las batallas anteriores y, aunque malherido pero vivo al fin, se estaba recuperando satisfactoriamente en Asunción. Para la madre el hallazgo de su hijo fue un milagro, por lo que se sentía aún en deuda con Dios, y debía seguir en esa guerra cumpliendo con su promesa de servir a los combatientes.

En verdad, la presencia de María en ese lugar era de suma importancia por lo conocedora del suelo chaqueño, y también por su eficiente trato con los heridos. Sabía ayudarles a enfrentar esos momentos terribles que vienen después de los combates, momentos de sangre y de muerte. Curaba a la perfección todas las roturas de carne humana, destrozada en la lucha.

Ella, como tantos paraguayos, en el momento de atender a los heridos, no tenía en cuenta que fueran de uno u otro bando. Comprendía muy bien a esos muchachos tan jóvenes, llenos de miedo Y tan vacíos del calor de sus hogares. ¿Cómo no ayudarles?

Las nueve enfermeras seguían así su destino, y ocurrió que Fortín Herrera se hallaba ya bajo el nutrido fuego de los artilleros bolivianos. “¿Qué hacer?" pensaron, y María les dijo: "Vamos a quedarnos en el puesto de abastecimiento "Mayor García" que está aquí nomás, a un kilometro." Y allí levantaron la carpa de la Cruz Roja.

Los heridos no tardaron en llegar, cada vez en mayor numero. Transcurrieron las horas, y el combate continuaba sin tregua. Los medicamentos, las vendas, los algodones, todo empezó a escasear de modo alarmante. Finalmente, el ruido comenzó a disminuir en las trincheras paraguayas. Un silencio inquietante se adueñó del lugar.

Las nueve enfermeras dejaron su puesto de sanidad, y acudieron en ayuda de los que no podían salir de las zanjas. Ponían a prueba sus fuerzas, su ingenio, su valor: con piolas y sabanas anudadas empezaron a sacar a los heridos entre humo, sangre y quejidos.

Los llevaron al puesto sanitario, y una vez atendidos, regresaron a las trincheras para ocupar el puesto de los ausentes y empuñaron las armas como expertos tiradores. La lucha continuaba. “¿Acaso nos falta valor?", le dijo María al Comandante del pelotón.

Estando en la oscura zanja se dieron cuenta de que, en un rincón, había unas cuantas granadas aún sin explotar. “¿Qué harían con ellas?", se pregunto María.

Ininterrumpidamente llegaba hasta allí el sonido macabro de las armas automáticas de los bolivianos, que de vuelta sonaban como endemoniadas carcajadas de una incesante orgía, de un infernal festín cuyos participantes eran los heridos y los muertos. María temblaba, sentía calor y luego frío, y de nuevo calor y frío, y a pesar de todo seguía alentando a sus compañeras: no podían detenerse, debían vencer.

Decidió que tenía que jugarse entera, y se dijo: "Ya traje un hijo a mi patria, lo hice grande, lo salve de morir joven, he luchado tanto en esta guerra, y ahora ¿voy a dejar que el enemigo tome este fortín, voy acaso a permitir que ese mortero que está frente a nosotros siga matando? No, y no. Al menos voy a intentarlo, voy a poner algo de mi vida, o toda mi vida", se repitió. "No sé, pero siento que si no hago algo me voy a quedar para siempre con mi vida atragantada, y eso no me gusta. No lo voy a soportar".

Sin pensar más, agarro una granada en cada mano, de las que estaban en el rincón de la zanja, y salió corriendo. Nadie podía detenerla, atravesaba el campo de batalla como un proyectil disparado, una bala humana de cuarenta años. Estaba hermosa, esbelta, vital: toda ella se engrandeció. Era un gigante furioso, vestida antes con ropas blanquísimas, y ahora solamente con jirones sucios de tierra y sangre que cubrían a la mujer en ese viaje de delirio a través del campo de fuego cruzado.

Entonces escucho que le decían: "Ven, María, ven a destruirme, lo estoy esperando, ya no puedo más, matando y matando desde hace horas, tú eres mi salvadora, eres la única". Y llego. Sí, llego hasta el mortero. Su objetivo se cumplía: ya nada más se le atragantaría. Luego se oyo una gran explosión.

Ahora tranquila y gloriosamente ascendían hacia las nubes unos jirones blancos fraternalmente entrelazados con resplandecientes fragmentos de acero.

 

STELLA BLANCO DE SAGUIER

 

Fuente:
SIN RENCOR
TALLER CUENTO BREVE
Dirección:
HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
Edición al cuidado de
MANUEL RIVAROLA MERNES y
LUCY MENDONÇA DE SPINZI
Asunción - Paraguay
Octubre 2001. (166 pp.)

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