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HORACIO C. SOSA TENAILLON

  LA RESURRECCIÓN (Cuento de HORACIO C. SOSA TENAILLON)


LA RESURRECCIÓN (Cuento de HORACIO C. SOSA TENAILLON)
LA RESURRECCIÓN
Cuento de
HORACIO C. SOSA TENAILLON
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del 
www.portalguarani.com  )
 
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LA RESURRECCIÓN
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"15. Entonces se incorporó el que había muerto y"
"comenzó a hablar. Y lo dio a su madre".
"El Santo Evangelio según San Lucas, Cap. 7."

 

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¿Qué habrá sido realmente lo que ocurrió aquel día? ¿Cuáles habrán sido los hechos que se desarrollaron en el reducido ambiente limitado por las cuatro paredes del quirófano? ¡Cuánto daría por saberlo! ¡Porque lo que se está comentando, no lo creo! ¡Y no sólo no lo creo sino que me pregunto cómo es posible que la gente tenga tanta capacidad para urdir algo tan rotundamente fantástico como eso de que el paciente murió para resucitar veinte minutos después de que su corazón dejara de latir!  ¡Sin daño cerebral alguno! Que la operación de columna a que fuera sometido tuviera sus tropiezos, aceptémoslo. Que el cirujano no se percatara de la incisión abierta en aquella arteria, eso también es posible. Que el error fue del instrumentista, y algunas otras cosas más, también sí, todo sí. Todo lo comprendo y lo puedo aceptar -en cierta medida- porque el error humano es siempre una probabilidad latente y más tratándose -como se trataba- de una intervención quirúrgica tan delicada. ¡Pero que el espíritu del paciente haya abandonado su cuerpo -su propio cuerpo-, presenciado todo cuanto allí ocurrió y lo comentara después de su "resurrección", bueno. . . Eso supera lo que razonablemente estoy en condiciones de aceptar!
 
- ¡Sin darme cuenta de nada, súbitamente, no sé cómo, noté que yo estaba allí, Julia Concepción... ! ¡Lo noté, me dí perfectamente cuenta de ello! ¡Yo estaba en la sala de operaciones, en toda la sala! ¡Sin poder precisarlo me sentí como flotando por todas partes, por ninguna parte! ¡Sin asombro! ¡Sin interrogantes! ¡Con todas las respuestas! ¡Sin poder comunicarme con nadie, ni con los médicos ni con persona alguna! ¡Y sin desearlo, tampoco! ¡Me sentí parte del esfuerzo, de los afanes, de los anhelos, de la mente de toda esa gente que, desesperadamente, trataba de salvar mi vida, la vida de mi cuerpo, mi vida que ya no lo era aunque yo siguiera estando ahí -como lo estaba!
 
Para mí, ese cuento del muerto resucitado no es sino eso: un cuento. ¡Sólo y nada más que un cuento! Por más que por ahí hayan surgido algunos sabihondos que están hablando de subconsciente, de represión de no sé qué de borrar recuerdos. Todas explicaciones demasiado inverosímiles para mi pobre sentido común. O, quizá, mi ignorancia no me permite comprender un hecho científico. No lo sé. Pero lo que sí sé es que esos son los comentarios echados a rodar y que esa es la comidilla de todos los ambientes y el tema de conversación obligado. Porque aquí no se está hablando de otra cosa que no sea de esa bendita resurrección. ¡Sí, resurrección! ¡Así como suena!
 
- ¡Yo, mi alma, mi espíritu, no sé, Julia Concepción, yo estaba en todo! ¡Yo era todo! ¡Me sentía todo! ¡Por todas partes, al mismo tiempo! ¡Gozaba de paz, calma, comprensión, placidez y perdón inenarrables! ¡Todo se me antojaba tenue dulce, perdurable, perdonable, infinito, eterno! ¡Me sentía libre, libre de la opresión de mi cuerpo físico!
 
¿Y sábe Ud. quién es el protagonista, quién es el centro de esta increíble historia? ¡José Gabriel, marido de Julia Concepción! Llamémosles así para no dar nombres. Dicen que él empezó a sufrir de depresiones constantes; que caía en oscuros desánimos y que no atinaba a otra cosa que no fuera encerrarse para no ver ni hablar con nadie. Y que, a partir de ahí, su vida comenzó a ir barranca abajo. Y que de los estados depresivos pasó al de dolores constantes -un día aquí, otro día allá-que lo fueron conduciendo al hábito de analgésicos, tranquilizantes y somníferos ingeridos sin control alguno, que fue lo que colmó el vaso de su fortaleza física y de su capacidad anímica. Hasta que los dolores se le localizaron en la zona lumbar de la espina dorsal, que fue lo que finalmente lo llevó a la mesa de operaciones.
 
- ¡Sin mirar, yo lo veía todo! ¡Sin escuchar, yo percibía todo cuanto sucedía a mi alrededor! ¡Yo penetraba en la mente de esa gente, en lo más recóndito del pensamiento de todos y de cada uno de ellos, al mismo tiempo! ¡A mi alrededor y fuera de mi alrededor! ¡Pero carecía de sentimientos, Julia Concepción! ¡Veía a esos médicos trabajar denodadamente para revivirme, para volver a la vida el cadáver que había sido mi cuerpo! ¡Pero que ya no era yo! ¡Y ni siquiera me inquietaba! ¡Mis emociones me habían abandonado! ¡Yo ya no era de este mundo!
 
Para mí, ellos -el matrimonio- no son sino unos artífices del engaño y sólo Dios sabrá qué finalidad persiguen. ¡Hernia discal, oprimiendo un nervio, sin otra alternativa que la operación quirúrgica! ¡Pero qué imaginación! ¿Ud. se da cuenta de que pensaron en todo?
 
-El llanto desconsolado de la hematóloga, inclinada junto a mí, junto a mi cabeza, no me hería, no me dolía, no me alcanzaba!       ¡Yo sólo era alguien, o algo, que estaba allí mirando, viendo! ¡Era algo así como mi propio testigo, porque me podía ver a mí mismo! ¡Porque ese cuerpo inmóvil, colocado sobre la; mesa de operaciones -que más que eso era una suerte de caballete sobre el que estaba doblado un cuerpo humano, boca abajo, con los brazos y las piernas colgantes a cada lado- sin vida, era el mío! ¡O, mejor, había sido el mío pero, sin saber por qué ya no lo era!
"¡No te mueras, padrecito, no te mueras!"
¡Hasta me parece ver todavía su cofia blanca junto a la cabeza de ese cuerpo exánime que ya nada significaba para mí!
"¡No hay nada que hacer! ¡Ya está muerto!
¡Dénle más sangre, dénle más sangre!"
 
Dicen que el médico salió de la sala de operaciones con toda tranquilidad, para pedir que buscaran donantes. Pero yo me pregunto, ¿qué tranquilidad podría tener, sabiendo que sería imposible mantener en secreto que él, el cirujano, inadvertidamente, perforó la arteria femoral con el borde filoso de la pinza? ¡Sí! ¡Con la pinza utilizada para extraer los trocitos del cartílago extirpado! ¡Por supuesto que la sangre drenó hacia cualquier parte de la cavidad abdominal! ¡Galeno! ¡Ja! ¡Pero qué galeno ni qué galeno! ¡Para mí ese mediquillo no pasaba de aprendiz de carnicero! ¡Con el respeto debido a los carniceros! ¡Le resultó fácil lavarse las manos y decir que fue un error del instrumentista! La hematóloga fue quien dio la voz de alarma, al ocurrírsele tomarle el pulso en el tobillo del paciente.
 
- ¡Y esos sueños, esas alucinaciones, esas pesadillas! ¡El ver los rostros de toda esa gente conocida, fallecida hace tiempo, a quienes yo ya había olvidado! ¡Y esos horrores, crímenes, atrocidades como nunca hubiese supuesto que existían! ¡Y todo sin límites! ¡No sé dónde! ¡Sólo sé que se sucedían y sucedían delante de mí! ¡Y la expresión de dolor y de desesperanza pintada en las caras de esa gente que los sufría! ¡Parecían padecer, expiar, por alguna razón, por siempre! ¡Pero lo que ahora me llama la atención es que no ví en ellas arrepentimiento, remordimiento, compunción, ni sentimiento de projimidad o de misericordia! ¡En nadie! ¡Allí sólo cabía el sufrir! ¡No sé porqué! ¡No sé dónde! ¡Sin nunca acabar!
 
Pero el verdadero héroe de toda esta historia es Alejo: amigo entrañable de José Luis, fue el primero de los donantes en tenderse en el diván para que le ex-trajeran sangre.
 
- ¡También lo ví a Alejo, arrasados sus ojos en lágrimas, cuando le extraían la sangre! ¡La sangre que sería para mí! ¡Y mientras se la extraían, viví su aflicción, su profunda congoja, su desesperanza de creer tardío e inútil todo esfuerzo para salvarme! ¡Leí sus más íntimos pensamientos y ví como el dolor estrujaba su corazón al creerme irremisiblemente perdido! ¡Lo ví sufrir la posibilidad de un daño irreparable en ese cuerpo mío que, quizá, en esas condiciones pudiera seguir viviendo! ¡Lo ví suplicar al cielo, en su interior, con la secreta e inexplicable esperanza de algo que él, Alejo, sabía que nunca jamás podría ser!      ¡Y todo mientras le extraían la sangre! ¡Ahora puedo decirte que esa silente y dolorosa aflicción, esa congoja recatada a los ojos de la gente, ese dolor en la inmensidad de su noble espíritu, sufriendo la posibilidad de mi muerte -lo presiento, lo sé- de alguna manera hizo que yo volviera a la vida! ¡Pero tengo miedo, Julia Concepción, tengo miedo. . !
 
Creo que otros detalles no vienen al caso, pero preste atención porque aquí comienza, realmente, lo increíble: en aquel momento en que la hematóloga diera la voz de alarma, el cirujano y los que participaban de la intervención se dieron cuenta de que el paciente tuvo que haber estado con el corazón detenido, por lo menos, durante diez largos minutos -y esto teniendo en cuenta solamente el tiempo que demandó la sutura final de la incisión- a los que hay que agregar un mínimo de diez minutos más que fue lo que demoraron en conseguir la sangre de Alejo para la primera transfusión. De modo que, señor mío, aquí le presento al muerto o, mejor, al que estuvo muerto durante veinte minutos y que, después, resucitó, como si tal cosa, para contar, con lujo de detalles, su experiencia de finado.
 
-¡De repente me sentí inundado, penetrado, fortalecido, por una misteriosa compulsión! ¡Me sentí compelido a esforzarme, a tratar con todas mis fuer zas de volver! ¿Volver de dónde? ¿Volver adónde? ¿Volver para qué? ¿Volver cuándo? ¿Volver por qué? ¡Era una fuerza arrolladora, incontrolable, infinita, que me impulsaba a luchar! ¡Y luché! ¡Luché denodadamente, como jamás me hubiera creído capaz de hacerlo! ¡Para vivir, para volver a la vida! ¡Y ahí, en ese momento, sentí el dolor! ¡Un dolor intensísimo, superior a mis fuerzas, como si me arrancaran la pierna derecha! ¡Sentí de nuevo mi cuerpo y me sentí morir! ¡Deseé morir para que terminara aquel dolor! ¡Para que todo terminara, Julia Concepción! ¡Pero sólo ahora me doy cuenta que fue entonces, de esa manera, con ese dolor, que volví a la vida! ¡A esta vida! ¡A tu lado! ¡Ese fue el dolor de reingresara la vida, de nacer nuevamente!
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Dirección: HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ
Asunción – Paraguay 1984 (139 páginas).
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