LA NUEVA GUARDIANA y YO LO ENTERRÉ
Cuentos de STELLA COSCIA DE MARTINO
STELLA COSCIA DE MARTINO : Nació en Asunción en 1942. Es casada, Licenciada en Servicio Social, Profesora Elemental de Piano, madre de 6 hijos y abuela de Gerónimo, Mariana y Sophia.
Volvió a ingresar a la Universidad ya pasados los 40 años y como egresada de la Escuela de Bellas Artes se lanzó entonces a exponer sus obras: sus figuras humanas, sus retratos, sus paisajes, a la acuarela, al óleo y a lápiz. Desde esa época forma parte de la Fundación de Amigos del Arte.
Como Artista Plástica hizo el diseño de tapa de algunas obras literarias publicadas como Mi pariente el Cocotero de José María Rivarola Matto y Savia Bruta de María Irma Betzel.
En 1994 se dispone a escribir cuentos, a hacer realidad sus sueños de adolescente, había sido desde siempre adicta a la literatura, y en la Secundaria había formado parte de la Academia Literaria del Colegio Internacional.
Acude entonces a las Clases del Taller Cuento Breve, dirigido por el Prof. Hugo Rodríguez Alcalá y se hace miembro de la Sociedad de Amigos de la Academia de la Lengua Española.
En 1996 obtiene un primer premio en uno de los concursos mensuales del Club Centenario con un cuento que fue publicado en la revista de esa institución.
Participa periódicamente con sus cuentos en los libros publicados por el Taller Cuento Breve, tales como El Séptimo Libro y Sin Rencor.
LA NUEVA GUARDIANA
En el tiempo en que mi hijo era estudiante, pero trabajaba ya como futuro médico, me hizo participar -sin proponérselo- en una historia en la que tuve cierto protagonismo.
Quisiera compartirla con ustedes.
Una mañana, los estudiantes del hospital debían experimentar con analgésicos. No tuvieron mejor opción que recurrir al corralón de perros callejeros de la Municipalidad.
Día a día los habitantes del depósito de animales abandonados eran renovados y evacuados: pasaban a mejor vida. Duquesa, que fue encontrada allí por mi hijo, arrinconada, emitía lastimeros aullidos queriendo escapar por entre los barrotes que la alejaban de su antigua libertad.
Esperaba su turno para que el atareado empleado le diese el pasaporte hacia una existencia sin sufrimientos, ni dolores. Con otros perros en igual condición, Duquesa fue elegida por el grupo de estudiantes para el consabido experimento: entregarían sus vidas en favor de la ciencia. Todo dependería de la pericia de cada uno de aquellos, y de la exactitud en la dosis de la droga administrada a cada animalito.
¿Fueron los extremos cuidados que se tomó mi hijo, o los sentimientos que le inspiró Duquesa, los que motivaron que la dejara ilesa, y sin secuelas luego del experimento?
El aprendiz de médico, al verla sana y salva, no tuvo el valor para devolverla al corralón. Así fue como se vino llegando con ella hasta mi casa. Ante ese animalito arrastrado, tendido en el piso moviendo la cola y mirándome tímidamente, como quien implora que le evites más angustias, era difícil resistirse.
Se quedó a vivir con nosotros. Desde ese día, limpia y desinfectada, la aceptamos como un miembro más de la familia.
Duquesa era pequeña, lanuda, blanca y negra, y tenía en la carita cuadrada, un gran hocico y una profunda mirada lastimera. Bianco, nuestro perro mascota de raza, cuando la descubrió, se mostró engreído y muy celoso.
No pareció dispuesto a compartir su casa, ni sus dueños; aunque ubicamos a la recién llegada en los fondos del patio, desde ese mismo instante la persiguió sin descanso.
La situación de día en día se fue poniendo insostenible, y decidimos que Duquesa viviría en la quinta.
Así se regularizaron las cosas por casa y Bianco volvió a la normalidad, mientras la intrusa perrita partía para aquel lugar que a ella le pareció un paraíso.
Temí al soltarla que se perdiese en un ambiente tan grande, porque corría desesperadamente a campo traviesa, pero volvía a mí. Espantaba las gallinas, los patos, los chanchos, andaba tras los terneritos, las vacas, los conejitos.
Parecía una perra feliz.
¡Ese espectáculo era digno de admirar!
Y en verdad, y sin que yo me diera cuenta, estaba siendo severamente contemplado por Lassie, la guardiana de la quinta. Muy contenta la dejé, pensando que había hecho una buena acción.
Y pasaron los días.
Duquesa enloquecía cada vez que me veía llegar, y siempre efusiva repetía el mismo recibimiento: iba de un lado a otro, como si quisiera contarme y mostrarme lo que hacía o había hecho.
Yo, la acariciaba un rato y la dejaba pronto porque advertí una vez que Lassie la miró de reojo.
Parecía como que Duquesa fuera un estorbo en donde iba, como esos seres de este mundo a los que la fatalidad signa a cada paso, y no encuentran paz sino en el más allá.
Vi que ambas se rozaban continuamente. La una protegía su territorio, mientras la otra usurpaba los derechos de la antigua guardiana.
Ocurría que la humilde y tierna Duquesa se había conquistado el cariño de todos en la quinta. La esposa del capataz y sus niños la preferían; porque aunque pequeña, se había convertido, de hecho, en la mejor cuidadora de la granja.
No fue extraño, desde que llegó, que obligara a respetar los límites que Lassie tenía descuidados hacía tiempo.
Un día cualquiera, en el que fui recibida como siempre por Duquesa, me di cuenta de que las cosas entre ambas perras, no andaban nada bien: "Quizá se acabó la paciencia de Lassie", pensé.
Y todo ocurrió rápidamente. Fue a la hora de mi regreso, cuando me dirigía al vehículo.
Al despedirme, apenas acaricié a Duquesa, Lassie la atacó y saltando la tomó por el cuello dispuesta a matarla.
La pequeña intrusa mordía con saña, lo único que podía alcanzar: las patas de la perra grande, que hundía sus filosos colmillos en la cabeza, el hocico y el cuerpo de la otra.
Vi que sangraban
Me encontré de pronto en medio de una terrible pelea, y con gritos desenfrenados traté de calmar a Lassie, pero solo lo logré acariciándola. Por la expresión de los ojos de esa cabeza enorme, interpreté que me decía: "No la maté; la solté, por estos cariños que me das".
Así todo terminó, renegando de mimos y caricias a los perros; salí acelerando el auto, atormentada, confundida, me alejé de la quinta.
Había andado un largo trecho por la carretera camino a casa, cuando de pronto escuché una gran frenada.
El ruido parecía venir del auto de atrás.
Miré por el espejo y vi al conductor que, aminorando la marcha, detenía su vehículo.
"Sin duda atropelló a alguien", pensé. Yo también hice lo mismo, y nunca pude explicarme el porqué. Cuando me acerqué al lugar, vi a Duquesa ensangrentada.
Yo había sido para ella su tabla de salvación. Antes de morir buscó mi ayuda, o, desesperada quizá por perderme, o enceguecida tal vez de gratitud, había corrido tras de mí, cuanto pudo en aquel estado, para quedar tendida sobre la calzada y para siempre en mi memoria.
YO LO ENTERRÉ
Sí, yo lo maté. Y lo enterré con mis manos en un rincón de mi patio, en un hoyo cavado por mí. Y lo cubrí lentamente con arena.
Coloqué una piedra y encima otra y otra más, para marcar y tener siempre presente el lugar.
Temía que lo encontrase mi perro. Me aseguré de sepultarlo bien: "Tal vez así no lo encuentre", me dije, cuando silenciosa me alejé sin ser vista por él.
Todo empezó unos meses atrás, cuando mamá me contó que le ofrecieron en regalo unos animalitos. Su vecina, desesperada ante la calamidad en que se habían convertido, tomó la decisión de ofrecérselos.
Los tapizados de los sillones del estar y de la sala ya habían sido roídos, además de las patas de todas las sillas del comedor y de las mesitas del living.
Estaban hundiéndose los pisos de la galería, de la cocina, y del quincho, y todo a causa "de esos túneles malditos", le había dicho la mujer a mi madre. Temía el derrumbe de su misma casa, por eso con dolor los comenzó a repartir.
Con semejante antecedente, mamá ni en broma quiso aceptar el obsequio. Pero ante mi entusiasmo, por fin decidimos llevarlos a la quinta.
¡Cuál fue mi sorpresa cuando los vi! ¡Eran dos pomponcitos de algodón!
Se me estrujó el corazón. Renuncié a desterrarlos y los dejé en mi casa.
"Pronto crecerán", pensé. "Y entonces en la quinta podrán sobrevivir más fácilmente".
Lo creí sinceramente, pero la realidad fue diferente.
Porque nuestra vida cambió.
En mi cuarto de lectura desde ese día bajo llave, colocarnos una caja de zapatos recubierta con una felpuda mantita y acomodamos allí el pequeño casal.
Con dos frascos y sendos goteros, de pronto nos vimos, mis hijos y yo, inventando unas magníficas mamaderas para comenzar nuestra tarea.
Desde el amanecer hasta bien tarde en la noche, cuidábamos de mantener el cajoncito siempre lleno con hojas de lechuga y zanahorias finamente ralladas.
El rito de amamantarlos se repetía cada tres horas religiosamente, y como si fueran dos niños mimados, esperábamos que quedaran plenamente satisfechos, pese a que yo sabía que sobrealimentar a un animal podría ser peligroso.
¡Pero todos rebosábamos de dicha por tenerlos en casa! Usando como escala mi cartera colgada de una silla, aprendieron a subirse a los estantes de los libros para caminar en fila encima del escritorio hasta llegar a mí, que leía, y solía arrebujarlos entre mis ropas para que durmieran.
Los chicos se peleaban por cargarlos y gozaban paseándolos. Al menor ruido de sus pasos junto a la puerta del cuarto, esperaban expectantes el momento de corretear por el jardín para pastar o probar alguna planta rara.
Travesuras como estas los niños llegaron a filmar.
Estas andanzas se desarrollaban siempre a escondidas de nuestro perro, que por sentirse desplazado sufría de ganas de comérselas enteros.
Aunque no ocurrió, varias veces se salvaron milagrosamente.
Nuestra mascota hizo regresión y volvió a ser un cachorrito: constantemente trataba de llamar la atención y tomaba su leche en taza, mientras nosotros detrás de él, pasábamos el día con el trapo y el palo, como antes, limpiando la casa.
Necesitaba una caricia o un enojo, antes que la mortal indiferencia de los dueños, cuando les andaba detrás todos los días.
Podía vérsele a menudo olfateando la hendija de la puerta cerrada y controlando atento los menores movimientos de la habitación. O bien, cuando alguien se levantaba muy temprano y corría para llegar primero a alimentar a los intrusos, él le pisaba los talones hasta quedar fuera rascando y gruñendo desesperadamente. Así vivieron en casa y crecieron mucho, y de mimados prefirieron no dejar de amamantarse.
La ida a la quinta se retrasaba más. Pero un día ocurrió... Esa mañana llegué hasta el cuarto con la misma rutina de siempre, y alimenté al primero, que quedó correteando satisfecho, pero el otro pedía más y más. No terminaba de engullir, hasta que quedó profundamente dormido en mis brazos, hasta no despertar ya más.
El capullito de algodón entrecerró sus ojitos rojos con una tos y un hipo, y cuando languidecieron sus peludas y blancas patas, incrédula, con ese ovillo todavía tibio que sostenía ante mí, atiné a sacudirlo suavemente, pero pronto quedó frío entre mis manos.
Espantada, corrí al fondo de mi patio y entonces lo enterré. Coloqué encima unas piedras y otras más para marcar el sitio, mientras pensaba: "Tal vez así para siempre lo deje en paz".
Sin duda habría querido desenterrarlo para cobrárselas todas juntas.
No di explicaciones, y tomé al otro conejo de inmediato. Arrepentida lo llevaba a la quinta pensando: "Allá tendrá mejor suerte, porque sin duda soy un desastre cuidando conejos".
Fuente:
(CUENTOS Y POEMAS PARA NIÑOS Y ADOLESCENTES)
Editado con el auspicio del FONDEC
QR Producciones Gráficas S.R.L.,
Diciembre, 2002 (210 páginas).
Amplio resumen de autores y obras
de la Literatura Paraguaya.
Poesía, Novela, Cuento, Ensayo, Teatro y mucho más.