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MARTÍN DOBRIZHOFFER (+)

  LA FUGA Y LA VUELTA DE LOS ABIPONES DE LA CONCEPCIÓN (Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER)


LA FUGA Y LA VUELTA DE LOS ABIPONES DE LA CONCEPCIÓN (Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER)

LA FUGA Y LA VUELTA DE LOS ABIPONES DE LA CONCEPCIÓN

Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER.

 

El curso de los acontecimientos fue sumamente favorable durante los primeros meses en la nueva fundación. Todo transcurría seguro y tranquilo. Pero una súbita tempestad e infeliz naufragio siguieron a tan gran calma. Llegaron hasta los abipones rumores nada vagos acerca de la idea que tenían los españoles de trasladar la fundación y mover sus límites más cerca de la ciudad. Considerando que tal vecindad de los españoles les resultaría peligrosa para sus vidas cuando menos para su libertad, comenzaron a pensar en la fuga, sin que los Padres recelaran semejante cosa. El mismo día en que partían, Alaykin se presentó al Padre Sánchez diciéndole que él y todos los suyos estaban listos para partir y le dice que él conoce el motivo de tal decisión aunque no se lo manifiesta. Pide que les sea concedido un rebaño de ovejas de dos mil cabezas. El Padre queda tan asombrado como asustado con el imprevisto anuncio y no pudiendo retener a la tribu ya montada en los caballos, les concede de buena gana el rebaño de ovejas para que no robaran los demás ganados y porque consideraba un mayor beneficio salvar la vida propia y la de sus compañeros. Todos los indios se fueron al momento pero quedaron escondidos tres abipones de reconocida audacia para matar esa noche a los Padres de la fundación, saquear el templo y alzarse con el bagaje. Pero, como ya escribí en otro lugar, Ychoalay llegó ese mismo día en auxilio de los Padres, de los instrumentos sagrados y domésticos y los condujo/218 hasta San Jerónimo. El Padre Lorenzo Casado se volvió a la ciudad de Santa Fe con el guardián del ganado, de donde fueron enviados mensajeros a las ciudades de Córdoba y Santiago para que anunciaran la fuga de Alaykin. En ambas ciudades se produjo gran alboroto, pues nadie dudaba de que los bárbaros, nuevamente funestos, repetirían sus latrocinios. Desde entonces se levantó una pequeña fortaleza de los cordobeses tal como hoy la vemos en el Campo del Tío (un lugar entre Córdoba y Santa Fe) hecha de ladrillos cocidos para defenderse contra las incursiones de Alaykin.

José Sánchez esperaba en San Jerónimo ansioso la llegada de Barreda con un grupo de santiagueños, no dudando que éste, en conocimiento de la fuga de Alaykin, haría volver a los fugitivos, o si éstos se negaran, los reduciría por las armas. No pasaron muchos días cuando se vio humo hacia el cielo de la ciudad de Santiago que anunciaba la marcha de soldados que se acercaban, entonces se dirigió a caballo a la desierta reducción de Concepción acompañado por un indio cristiano. Fue observado en el camino por algunos abipones que deambulaban por una selva y determinaron darle muerte en la reducción abandonada; como no podía conciliar el sueño en la cama a causa de las pulgas, se acostó a descansar echado en el suelo en el patio de la misma casa sin más compañía que la del indio sirviente. Cuando los dos estaban dormitando irrumpieron en el lugar tres bárbaros; uno de ellos ya empuñaba la lanza para, asestar el golpe fatal al Padre quien despertado casualmente tomó el fusil y puso en fuga al agresor con sus dos compañeros. Así como Hércules salió vencedor contra dos adversarios, éste, solo, fue capaz de ahuyentar a tres/219 mostrándoles solamente el fusil. Y así ahorró tanto la pólvora como la vida de los asaltantes. Y comprendiendo que no se veía ni la sombra de un jinete santiagueño regresó ileso a San Jerónimo. Pasaron no pocas semanas hasta que Barreda llegó por fin con algunos cientos de sus jinetes. Colocando defensas a la vista de la colonia desierta, delega a Landriel, ya ponderado por mí, con unos pocos para que vaya al campamento de Alaykin que se hallaba muy lejos. Este, como era conocido y querido por los abipones, les perdona la fuga en nombre de Barreda con la condición de que vuelvan sin demora a la reducción abandonada. Los convence de que los temores que los habían inducido a tal actitud eran vanos; que los rumores sobre el traslado de la fundación a otro sitio eran fútiles y ficticios. Les cuenta que su amigo Barreda, cargado con regalos para los dóciles, se acerca rodeado de un formidable número de soldados. Prefieran, si son sabios, tenerlo de amigo antes que de enemigo; y atempera prudentemente las amenazas con promesas y las promesas con amenazas. Los abipones se entregaron a los argumentos de elocuencia del buen hombre (hablaba por medio de un intérprete) y deponiendo su temor volvieron al antiguo lugar de la reducción acompañados por Landriel. Barreda no sólo abrazó amistosamente a los que volvieron, sino que los obsequió liberalmente con los acostumbrados regalitos. Dirías que desconocía o había olvidado la reciente deserción. Todos los buenos admiraron la prudencia del varón que trató a los bárbaros, aunque culpables, con la suavidad de los niños. Estos en verdad, más propensos a los chiches que a las amenazas y a los golpes, si se apartan del camino recto, son encaminados a los mejores frutos. Hubo/220 otros que abiertamente criticaron no sin orgullo a Barreda su debilidad para con los prófugos. Estos guerreros que encanecieron entre las paredes de su casa y que a diario lucharían solo contra los mosquitos y las pulgas parecían Catones, desconociendo lo que podrían los abipones airados en la guerra.

Barreda debe ser elogiado por haberse abstenido de un rigor inoportuno, pero acaso sea digno de censura porque más blando que justo ofreció a los jefes abipones cosas que nunca pudo darles. Los abipones envalentonados por la indulgencia de los españoles y creyendo que éstos los temían, se mostraron más osados que antes. Valga un ejemplo por todos: Barreda abandonó la reducción llevando algunos bultos de tela de lana que distribuiría entre los guardianes del ganado, los conductores de las mercaderías y los españoles acaudalados ya que entre éstos no es abundante ni común esta tela. Los abipones, llevados por engaños de las cautivas, creyeron que Barreda destinaba esta tela para sí y hablaban de matar al Padre si no les daba. Como pasaran las noches sin dormir entre el estrépito de una orgía, el Padre temió que los borrachos prosiguieran deliberando acerca de su muerte; y pensando en su seguridad, al día siguiente entregó a los bárbaros, ávidos y temibles, toda la tela que tenía en su casa. Pocos días después llegué hasta allí desde San Javier por orden del Provincial, acompañado en el viaje de tres días por quince mocobíes. Y me asombré cuando vi que se me acercaba una multitud de jinetes abiponesy otros muchos vestidos con ropas de estos colores. Esta llegada provocó sospechas de insidia y hostilidad. Completamente rodeado por los jinetes abipones y casi oprimido por ellos, llegué a nuestra casa. [pos. aprox:/221]

El Padre José Sánchez, cuando me vio, corrió a abrazarme. Su figura y el aspecto de su cuerpo y de sus ropas me dieron primero temor, después conmiseración. Cubierto con un sombrero de paja, con una sotana desaliñada, gastada por el uso y casi sin color; una barba más negra que una pez, espesa y larga, en sus ojos se dejaba ver la aflicción de su alma. "Soportaría una vida más tolerable cautivo entre los moros – me decía – que entre estos bárbaros que me rodean". Estos lamentos fueron su saludo. ¿Acaso yo tendría ánimo para esto?

Al entrar en su pieza, siempre estaba rodeado por una turba, uno de ellos metía ávidamente sus manos en un cofrecillo que saqué con las cartas del Obispo que había traído para el Padre; no solo curioseaba todo, sino también con idea de robar algo si hubiera podido burlar mi vista y si la reverencia de los circunstantes no lo hubiera cohibido. Después de una breve charla, toda la calle se llenó del sonido de las trompetas, de relinchos de los caballos, de gritos de las mujeres. Cuando les pregunté el motivo de todo esto, me contestaron que los mocobíes bárbaros se acercaban. Por aquel tiempo se desató una tormenta de truenos y las tinieblas de la noche multiplicaron su horror. "¡Ah! – me dijo el Padre – todos los días tenemos que vivir entre estos tormentos. A ellos, quieras o no quieras te conviene acostumbrarte". Allí tuve como habitación un vasto tugurio de palos, paja y barro o mejor dicho pasto seco por techo, una tabla por ventana,y otra sin cerradura por puerta, una madera apenas pulida por mesa, una piel de vaca suspendida de cuatro ramas por lecho y tierra taladrada por las hormigas en todas partes como piso. Me/222parecía que había entrado en una cárcel, no en una pieza. Grandes grietas en las paredes y en el techo permitían el fácil acceso, tanto del viento, el polvo, la lluvia y el sol como de serpientes, mosquitos y sapos. Es increíble cómo día y noche se sacudían las palmas que sostenían el techo carcomidas por los gusanos que llenaban de un polvo amarillento los ojosy las orejas. De un golpe se desprendió un tremendo pedazo de barro de unas treinta libras de una pared y hubiera sido mas grande si no hubiera sostenido otro pedazo con mi cuerpo. Sobre la comida ¿qué diré? se limita a carne de vaca al almuerzo y a la cena todos los días. Si encontrábamos un grano de maíz, nos podíamos considerar epulones. Y no nos quedaba tiempo para cultivar los campos o la huerta porque debíamos defendernos constantemente. Pan, ni soñarlo nunca. Agua, el río nos la proporcionaba. Vino, hasta el necesario para el Sacrificio nos faltaba muchas veces. Y no debe atribuirse a nuestra negligencia esta carencia de las cosas más necesarias, porque hay que recordar que la ciudad de Santiago, donde debían conseguirse todas las cosas, distaba de nuestra fundación ciento setenta leguas, y Santa Fe, sesenta, y el camino se volvía intransitable por las molestias de las lagunasy por los peligros de los bárbaros que se nos cruzaban. Este era el aspecto de aquella fundación que fue para mí entre los abipones mi noviciado y palestra de paciencia durante dos años. Estas cosas resultan duras al europeo y casi intolerables; pero se suavizan con la misma costumbre y se endulzan con el recuerdo de Dios al que nos consagramos por propia voluntad en América. No solo la penuria de comida y de vivienda, sino más la volubilidad y dureza de los bárbaros nos acosaban.

 

VICISITUDES Y PERTURBACIONES DE LA REDUCCIÓN

Todo nuestro empeño se dirigió a encaminar las mentes de los bárbaros hacia la civilización y las leyes de la santa religión. En ello pusimos todas nuestras industrias y cuidados. Pero nos lamentábamos de que los frutos no respondían a nuestros esfuerzos. Los abipones, exceptuando unos pocos, angustiados por eludir o atacar a diario a los enemigos, no solían prestar oídos ni hacer ningún esfuerzo. Día a día surgían nuevos desórdenes. Las antiguas enemistades con los mocobíes, aunque parecían superadas, recrudecieron una y otra vez con nuevas injurias. Con frecuencia se presentaban para robar tropas de caballos o matar a los que encontraban a su paso. Pocos días antes de mi llegada, uno de nuestros abipones mató con la lanza a dos de estos piratas, lo que los abipones atribuyeron más a la suerte que a la fuerza. No pasó mucho tiempo y numerosos mocobíes, deseando vengar la muerte reciente de los suyos, robaron un gran rebaño de caballos que estaban en campos apartados sin que nadie los sintiera. Dueños de los predios, y sin temer ya nada hostil, cruzaban la selva en rápida marcha cuando fueron vistos por unos abipones nuestros que estaban recolectando algodón por allí y oprimidos en súbito ataque unos fueron muertos, otros heridos y los demás puestos en fuga. Los nuestros, vencedores, hicieron su/224 entrada en la plaza de la ciudad según el rito de los triunfadores. Elevaban como trofeo los caballos que recuperaron o quitaron al enemigo. Vi que entre éstos era conducido un caballo bayo pequeño, que arrebatado por uno de los nuestros al jefe de los mocobíes, parecía el mejor porque estaba provisto de montura y adornado con plumas de avestruz, lo ostentaban en nombre de los demás despojos, además de arcos, flechas y una lanza muy larga que pertenecía también al jefe mocobí. Sólo uno de los nuestros fue herido con una pequeña herida, en el brazo por una flecha enemiga. Se llamaba Pabañari, era un joven valiente y fue el principal instrumento de esa victoria. De este incidente se hace evidente cuánto pueden unos pocos contra muchos desprevenidos o movidos por terror repentino.

Sin sentirse atemorizados por estas muertes adversas, los mocobíes repitieron los ataques tanto en grupos pequeños como grandes. El día de San José, al atardecer, un gran ejército de mocobíes se deslizó por los escondites de los bosques cercanos. Alguno de los abipones por casualidad descubrió sus asechanzas y advirtió a todos los demás. Avanzaban en una filay casi durante dos horas todo el campo se estremeció con las corridas de los mocobíes que huían y los abipones que los perseguían y resonó con el estruendo de las trompetas de guerra. Un grupo de débiles mujeres con sus hijos se escondió mientras tanto con grandes lamentos dentro del cerco de nuestra casa y yo era la única defensa apostado a la puerta. El calor de la negra noche y los truenos de una terrible tormenta del Sur, no sé que horror agregaban. Como yo no podía ver nada en tan gran oscuridad, ya estaba a punto de disparar un fusil cuando advertí cerca de la puerta, colgado de un escalón, al primer jinete. Cuando pregunté:"Miek akami?"/225 – ¿quién es? – reconocí por la voz que era Alaykin, el cacique de la reducción, que separándose de los demás había venido providencialmente para vigilar alguna posible insidia por la espalda. Se apagaron por fin las trompetas, y por el gran silencio en que quedó el campo, no me cupo duda que los mocobíes habían sido expulsados muy a lo lejos. Entré en mi pieza para dormir y no me había acostado todavía cuando se oyó un nuevo tumulto de jinetes en la plaza, nueva gritería, lamentos de mujeres en nuestra casa, casi creí que los bárbaros habían cortado cabezas por todos lados. Tomando las armas corrí a la calle. Los enemigos que habían querido huir en precipitada fuga hacia el Norte, perdidos por las tinieblas, se habían dirigido hacia el Sur, y habían sido conducidos por un grupo de abipones que los perseguían hasta la plaza misma. En medio de tantos gritos de perseguidos y perseguidores, no fue derramada ni una gota de sangre por estos héroes. Yo no sé. Lo que sí sé es que me pasé toda la noche insomne velando a la puerta de nuestra casa para tranquilizar a las viejas. Mi compañero que debía sucederme en la guardia estaba atacado por un acerbísimo dolor de muelas. Y en verdad me congratulaba de su ausencia, pues me resultaba más temible que ningún enemigo teniéndolo a mi lado, pues usaba un fusil roto que había que encender con un tizón. Llevaba para su fusil toda la pólvora que hubiera en la casa encerrada en un cuero de vaca, si llegaba a caer por casualidad una chispa del tizón ardiente en aquel cuero, nos mandaría a ambos hasta la luna. Muchas veces le aconsejé que preparara una caja para cada porción de pólvora como yo, pero nunca lo convencí. Por el fusil de este infeliz, podrás reírte de/226 los historiadores que tanto han mentido sobre las armas y los armamentos de los misioneros paracuarios. Canjeando un libro de un célebre autor que traje de Europa adquirí un fusil tan necesario para mí en los pueblos de los bárbaros; lo usé durante muchos años para defender a los habitantes y atemorizar, nunca matar a los enemigos. Juro que nunca toqué ni un pelo de un hombre, aunque volví de América con una gran cicatriz. Es digno de recordar aquel día en que fue burlada una nueva incursión de los mocobíes por nuestros abipones. Aquéllos fueron descubiertos a tiempo cuando meditaban el ataque a la fundación en un campo cercano. Nuestros abipones, salvo siete, estaban todos diseminados por las selvas dedicados a la caza, como suelen hacerlo. El cacique Alaykin, montado en un caballo y portando una lanza, comprendió su soledad. Mirando la ciudad vacía de varones: "¿Qué haremos? – me dijo – no tengo guerreros". Hamihegemkin, tan pequeño de cuerpo como grande de espíritu, respondió: "Como nos faltan varones y fuerzas deberemos pelear hoy con ingenio". Y sin demora se vistió con ropas de español y se fingió español. Y amenazó a los mocobíes con sus siete compañeros en rapidísima carrera. Estos, creyendo que se trataba de soldados santiagueños, prefirieron la fuga a la lucha Con este engaño se superó un momento difícil. Sería infinito si recordara todas las incursiones mocobíes de este tipo. Con frecuencia los bárbaros antes de atemorizarse, vuelven con más descaro, como las moscas. Cansan a otros y ellos se cansan.

Como los mocobíes comprendieron que estas expediciones de pequeños grupos les resultaban no sólo inútiles sino también nocivas, se resolvieron por fin atacar nuestra ciudad con todas sus fuerzas, oprimir a sus habitantes y matarlos de/227 un solo ataque. Atrajeron a su amistad y alianza por las armas a cuantos tobas, lenguas, mataguayos, malbalaes, yapitalakas y vilelas pudieron. Se reunió un gran número de bárbaros de todas las tribus. La mayoría, por la multitud de los aliados o por la superioridad de los jefes, pensó no tanto que se dirigían a la lucha, sino más bien a la victoria, y a un óptimo botín de todo tipo de ganado. Y en verdad se pusieron en camino una, y otra, y otra tercera vez; pero sea por falta de agua o porque los campos estuvieran anegados como una laguna, o porque los caballos se les extenuaran por el calor, debieron regresar. Aunque los enemigos no pudieran llegar a nuestra ciudad, sin embargo el rumor sobre su marcha y su gran número llegaba a nosotros y conturbaba los ánimos de todos más que su presencia. Como se dieron cuenta, de la desigualdad con tan gran ejército de bárbaros, poco a poco fueron abandonando la fundación con sus familias buscando seguridad en escondites conocidos. Sin embargo para no perder u oscurecer la fama de intrépidos que celosamente cuidan, algunos pospusieron su propósito de fuga a su temor. En todas las fundaciones yo he observado esta astucia de los abipones cuando se veían urgidos por el temor. Los muchos que se dispersaban eran suplidos por los pocos que quedaban envalentonados por el terroryel peligro. Estos nos llenaban todos los días los oídos con los funestísimos rumores de la próxima llegada del enemigo, de modo tal que nos viéramos en la obligación de permanecer en guardia ante la probabilidad de peligro por si alguna vez nos atacaran. A nadie le estaba permitido dormir sin vigilancia ni salir de la ciudad sin armas. El temor suele presentar los males más cercanos y todo se hace/228 sospechoso a los que están asustados, sobre todo entre los bárbaros de América, que, cuando menos se lo espera, hacen sus asaltos. De modo tal que todo es más peligroso cuanto más seguro y tranquilo parece. Aleccionado por frecuente experiencia, aprobé la sentencia de Cicerón: "Malo timidus videri, quam esse parum cautus, decía (18). A la permanente guerra con los enemigos de fuera, hay que agregar las luchas intestinas de abipones contra abipones. Las antiguas enemistades y divisiones de los abipones riikahes con los nakaiketergehes obstaculizaron terriblemente los progresos de las nuevas colonias. La vecina reducción de San Jerónimo por aquel tiempo era acosada por continuos tumultos, ya que Debayakaikin permanentemente la atacaba o amenazaba, tal como expuse en otro lugar. Ychoalay siempre turbó con ánimo implacable y acerbo a nuestro Alaykin porque se consideraba su enemigo y conocedor de las cosas que maquinaba contra los riikahes. No dejó de amenazarlo por los problemas que Alaykin ocasionaba a sus compañeros; pese a que se jactara de que él hacía eso por congraciarse con los españoles. Nos ayudará referir desde su origen el principio o las causas de estas discordias y desórdenes. Fácilmente quince meses después de haberse establecido en la reducción de la Concepción nuestros abipones, aunque "acostumbrados desde su juventud a las muertes y robos, no volvieron a provocar ningún daño a los españoles, custodios fidelísimos de la paz jurada. Pero así como un solo caballo fue la ruina de Troya, uno solo trajo la perdición a esta reducción: uno de los soldados españoles que nos había llevado dos mil vacas compradas por el gobernador de Santa Fe, robó a escondidas un caballo grande. El abipón dueño del caballo se lamentaba muchísimo de su pérdida y no sólo por venganza/229 sino también como compensación, una noche robó de los predios de Santa Fe catorce de los mejores caballos. Ychoalay tuvo conocimiento del hecho porque siempre mantenía vigilada nuestra misión; entonces se presentó con el español dueño de aquellos caballos y los condujo nuevamente a su casa sin que ningún abipón se le opusiera. Este hecho llevado a cabo no sin amenazas y mutuas injurias fue como trompeta de guerra, porque nuestros abipones apenas acostumbrados a la paz, fueron excitados nuevamente a repetir los robos de ganado.

Como comprendieron que Ychoalay, apoyado por los españoles no los iba a temer, los abipones más jóvenes recorrían los campos de Santa Fe en grupos para robar tropas de caballos, mientras nosotros ignorábamos esto porque los demás abipones destacados por su edad o por su posición no se oponían ni se atrevían a delatarlos pese a que la paz había sido firmada con todos, estableciéndose que se abstendrían totalmente de las rapiñas. Pero ¿qué iban a valer las palabras de los sacerdotes en estos bárbaros a los que de nada habían servido durante casi dos siglos las armas de toda la provincia para someterlos? Ychoalay, indignado por la noticia de los caballos que nuestros ladronzuelos habían robado una y otra, vez, voló a nuestra misión solo y casi desarmado aunque podríamos decir que iba armado de amenazas e indignación. Subido a su caballo a modo de tarima reunió a la multitud allí congregada para decirles que debían restituir los caballos a los españoles. La mayoría de los presentes lo desaprobó a gritos. El taimado Alaykin, con voz clarísima para que todos lo oyeran, lo insultó y su hijo Pachieke, cabecilla de los ladrones, en duelo singular lo hirió al tirarle una lanza ya que Ychoalay, desdeñando su juventud le había presentado el pecho desnudo. Enojado por estas cosas, se dirigió a nuestra casa, y/230 me decía: "Los tuyos no me oyen, ya que no los convenzo por las palabras los obligaré por las armas. Si al cabo de tres días no devuelven los caballos, volveré para pelear". Me apresuré a reunir en mi casa todos los guerreros que pude. Después de pasar la noche con nosotros volvió enfurecido a su pueblo. Fueron vanos los esfuerzos y exhortaciones con que procuramos aplacarloy apartarlo de su propósito. También nuestros abipones, con ánimo obstinado aunque les rogamos muchísimo, prefirieron intentar cosas extremas antes que devolver a sus dueños los caballos que habían robado y ya cada día se preparaban para la lucha. Para que el asunto no pasara de allí y presintiendo algo muy funesto, mi compañero José Sánchez se dirigió a San Jerónimo por caminos expuestos al ataque de los bárbaros para aplacar el ánimo de Ychoalay. Pero hubiera sido como contar un cuento a un sordo si el cacique de los mocobíes, Chitalin, que por entonces había llevado a San Jerónimo a sus tropas por temor a Debayakaikin, y ya cristiano no hubiera inspirado consejos más calmados al furioso Ychoalay. Y en verdad algo apaciguados, aunque no extinguidos los odios, aquella breve colma fue presagio de terribes tempestades, de las que ya hablaré en otro lugar.

 

MI VIAJE A LA CIUDAD DE SANTIAGO POR ASUNTOS DE LA REDUCCIÓN

Tal era el estado de cosas por la que cruzaba la fundacióny sea por odios mutuos o por los ataques de los enemigos exteriores, parecía que cada día sería destruida. "Uno de nosotros – me decía el padre Sánchez – debe ir a Santiago para poner al tanto al gobernador de Tucumán y a Barreda del peligro que corremos, pedir consejo y, si lo hubiere, remedio para esta situación". El viaje, como sabéis, es de ciento setenta leguas llenas de molestias y de peligros donde fuera de los bárbaros errantes que andan en busca de botín, casi no encontrarás vestigios humanos. Además, cuando se piensa en estos viajes ya se prevé uno sofocado en las lagunas o deshecho por la dureza de los caminos. El, franca y amistosamente me recordaba estas cosas. Sin embargo, pese al temor que esto me producía, preferí ir como embajador a la ciudad antes que permanecer como custodia o defensa de la amenazada reducción. Porque pensé que si en ausencia de mi compañero fuera destruida, los españoles me culparían a mí. Pues lo habitual en los gobernadores de Paracuaria es que si los asuntos en las reducciones de indios salen favorablemente, reclaman toda la gloria para sí y reciben premios del Rey, pero si tienen curso funesto,/232 la atribuyen a la timidez o aspereza o dejadez de los Padres que las regentean. Considerando tales cosas, pensé que era mejor emprender el peligroso viaje antes que exponer mi fama y la del pueblo germano a la mordacidad de los murmuradores.

Inicié el viaje lleno de grandes dificultades con tres indios matarás, cristianos, pero más incultos que cualquier bárbaro. Hablaban la lengua quichua, desconocida para mí, y no sabían el español. A estos tres se sumó otro hijo de español y africana. Este había robado de un carro que conducía plata para los mercaderes de Perú dos mil imperiales españoles; fue puesto en un grillo en Santiago y se fugó de la cárcel; para que pagara su crimen el gobernador le ordenó que se presentara en nuestra reducción como guardián del ganado. Y te ruego que no creas que esto es raro. La misma ciudad nos había mandado otros cuatro homicidas, condenados a custodiar nuestros ganados. Aquel convicto de robo y fugitivo de la cárcel me resultó en el camino el más obsequioso. ¡Ah! ¡Qué excelente guardián y sirviente! Se dedicó a velar por lo que yo necesitaba. El camino que debíamos recorrer está lleno en su mayor parte de lagunas cubiertas por juncos y cañas altísimas que crecen enmarañadas a causa de las continuas lluvias; los caballos casi no podían vadearlas y eran constante motivo de tropezones por sus profundos pozos y montículos de hormigas escondidos debajo del agua. El resto del campo, cubierto de agua como un lago no nos dejaba lugar, ni para dormir de noche ni para pacer los caballos. Durante los tres primeros días de camino, una horrible lluvia nos molestó/233 día y noche. Las ropas, el mismo cuerpo, y hasta el breviario destilaban agua. Nuestra única comida era carne de vaca ya putrefacta que empezaba a llenarse de gusanos. Una vez que se calmó el cielo y comenzó a soplar un viento del sur, la carne puesta a secar colgada de una cuerda, despedía un olor tan fétido que ninguno de nosotros se atrevió a soportarlo ni de lejos. Pero como en tan vasta soledad no había ni esperanza ni abundancia de otras provisiones, debimos llevarnos esa carne, aunque podrida, para no morir de hambre. Los indios que nos acompañaban pescaron un enorme pez en el río Salado y se lo comieron solos, sin darnos una migaja, pese a que desfallecía de hambre; de ahí puedes deducir su inhumanidad. La lluvia caída durante tantos días hizo desbordar el río y su travesía no sólo nos resultó ardua, sino peligrosa. El cuero de vaca que usábamos a modo de barca para cruzar el río se había ablandado tanto por la lluvia de tres días, que si no lo hubiéramos afirmado por todas partes con ramas de árboles no hubiéramos podido usarlo. Y consideramos un favor y un milagro que hubiéramos podido escapar a los ojos de los bárbaros que por allí deambulaban. Pues, aunque por todas partes encontramos huellas recientes de los caballos que habían robado a los españoles, no fuimos descubiertos por ellos.

Los caballos que habíamos llevado en buena cantidad, después de tantas fatigas del camino, de nadar y pasar hambre, no soportaban ya ni la montura. Los vasos se les ablandaban por estar constantemente en el agua. En los últimos días, en el espacio de cinco horas, se nos murieron cuatro caballos; de tal modo estaban extenuados por la marcha constante en el agua. No negaré que me sentía increíblemente/234 fatigado de tanto andar bajo un cielo siempre lluvioso. Las ropas, siempre mojadas, pegadas al cuerpo día y noche, crean grandes molestias. Mis compañeros solían quitarse las ropas que llevaban para secarlas al aire o al fuego, quedando totalmente desnudos, lo que yo nunca pensé que me estaría permitido por las elementales reglas de pudor. El hambre de tantos días agostaban no poco nuestras fuerzas. A falta de toda otra comida, apenas probaba cada día unos bocados de esa carne pútrida como ya dije. Al décimo tercer día de camino llegué a un rancho abandonado y acosado por el hambre, aunque no encontré más que un melón y tres espigas de maíz, cuando los comí me pareció que revivía. Tardamos en total diez y seis días de viaje, y por fin vimos la ciudad de Santiago la víspera de la Pascua tres horas antes del mediodía, pero nos separaba de ella el río que llaman Dulce. Este, por la creciente anual, nadie había visto otra mayor en veinte años, se había desbordado de tal manera que resultaba temible hasta a los nadadores más diestros. Se dice que es alimentado por todos los arroyos de Tucumán. Tenía un curso rapidísimo y arrastraba enormes troncos de árboles y chozas arrancadas de sus riberas, que golpearían o romperían el cuero de vaca en que navegábamos. Debo al próvido Barreda el haber cruzado semejante piélago incólume, aunque no sin peligro y temor.

 

MIS GESTIONES EN SANTIAGO. VIAJE DE NUESTRO CACIQUE ALAYKIN HASTA EL GOBERNADOR DE SALTA

Después de los saludos de costumbre, el Teniente del Gobernador Barreda, amigo mío como pocos, fue puesto diligentemente al tanto de los asuntos de nuestra misión, y consultado acerca de los remedios inmediatos que vendrían al caso. Pocos días después fue enviado un mensajero con cartas nuestras al gobernador de Tucumán, Juan Victorino Martínez del Tineo, con sede en la remotísima ciudad de Salta. Y otro fue enviado a Jujuy, donde suelen residir los guardias del erario real. Mientras ambos correos llegaban a uno y otro, permanecí en Santiago, aunque no ocioso. Mientras me ocupaba en los asuntos de la misión, me dediqué, casi a diario, a escuchar las confesiones de penitentes españoles y negros, máxime en tiempo pascual. Tengo la experiencia, también en tres sitios, de que se llegaban más a mí de todas partes, porque me sabían de paso y próximo a partir. El gobernador Martínez nos pedía en sus cartas que les mandáramos a Alaykin y a otros caciques abipones a Salta para que lo visitaran; esperaba que conversándoles afablemente, ponderándoles y regalándoles generosos dones, doblegaran sus ánimos. Y en verdad los bárbaros/236 son tan suspicaces como meticulosos y recelan de que bajo la amistad de los españoles se escondan engaños e insidias. Alaykin fue muchas veces invitado pero siempre se esquivó. Pero convencido no sé porqué motivos mientras yo estaba ausente en Santiago, de pronto se decidió y llegó allí con dos de los mejores abipones, y después de descansar tres días emprendió el viaje a Salta, sede del Gobernador. El previsor Barreda le hizo acompañar por dos españoles de los cuales uno le serviría como guía del camino y el otro como intérprete y ambos como defensores contra cualquier agresor. Este viaje fue aprobado de mala gana por Barreda y menos por mí. Porque si cualquiera de estos abipones llegara a morir atacado por los fríos frecuentes de esa zona rocosa, por la fiebre terciana que es sumamente frecuente allí por las aguas insalubres o por cualquier otra cosa, no hay duda de que todo el pueblo abipón proclamaría que murió por las artes maléficas de los españoles y de esa sospecha surgiría enseguida simiente de nuevas guerras. El primer día en que los abipones llegaron a Santiago pocos había que no les atribuyeran siniestras intenciones para con los españoles. El día de Corpus Christi se realizaba con solemne ceremonia la procesión con el Santísimo por las calles, y unos iban rezando con clara voz, otros cantando y otros como David frente al Arca danzando con toda modestia. Para sumarse al júbilo general se hacían explotar aquí y allí fuegos de artificios en las calles. Los abipones, ignorantes de las ceremonias de este tipo, pensaron que los españoles los recibían con tiroteos, pero yo los saqué de su error. Durante la procesión algunos daban vuelta con ridícula vestimenta de bufones (los paracuarios los llaman/237 Cachidiablos) y flagelaban ruidosamente a los plebeyos sobretodo si hubieran cometido sus faltas a escondidas o contra la modestia. ¿Qué pasaría si alguno de esos estúpidos bufones descargara un solo golpe sobre los abipones que andan desarmados? ¿Quién pondría fin a su lamento por la injuria recibida de los españoles? ¡Qué gran motivo para romper la paz y renovar la guerra! Puede decirse en general que los bárbaros, aunque amigos de los españoles, raramente viven en las ciudades sin peligro; pues la amistad de aquéllos se quiebra con facilidad, como el vidrio. Se imaginan insidias aunque los españoles no los hostiguen y se ofenden de la sombra.

Revolviendo estas cosas en mi ánimo, no pude lograr, de Barreda, el permiso para acompañar a los abipones que iban a Salta. Pues si el gobernador les reprochaba las culpas de que los acusaba el Padre Sánchez, pensarían equivocadamente que los había acusado yo a quien antes habían querido y me declararían digno del odio de todo el pueblo. Por eso me opuse también a que Barreda les aconsejara ese viaje. Alaykin fue tratado por el humanísimo gobernador con liberalidad y perfectamente bien y vestido como el más noble español, con no poco gasto, pero sin ningún provecho. Al volver a su tierra, mostraba las ropas espléndidas de un paño rojo y recordando los honores que les había prodigado el servicial gobernador, todos exclamaban: "¡Ah, cómo lo temen los españoles!", interpretando tontamente las muestras de humanidady generosidad como indicios del temor de los españoles. Y los hombres españoles del pueblo, mirando con ojos resentidos a Alaykin,/238 condecorado por el gobernador con ropa a la española tan elegante, decían: "¡Ah! ¡A éste, digno de mil horcas otorga premios por sus incendios, por las muertes perpetradas y por sus robos!". Sin embargo el mismo Alaykin, no se aturdía por el esplendor de la ropa española, y muy conforme con la de los bárbaros, a la que estaba acostumbrado desde niño, la arrojó a un canasto; apenas llegado a la colonia, se mostraba a los españoles que llegaban con la ropa de español, pero sin camisa ni zapatos ni medias, más por reirse que por lucirse.

Lo digno de recordar es que por aquel tiempo en que Alaykin era tratado con toda consideración por los españoles, otros abipones recorrían los predios cordobeses para robar caballos, aunque fueron puestos en fuga por un soldado que pasaba por allí. Uno de ellos, compañero de Alaykin, fue apresado y encerrado en la cárcel de Córdoba. Pero Barreda intercedió, porque yo le mandé unas cartas pidiendo su libertad, y se le permitió volver no mucho tiempo después a los suyos, para que los bárbaros no se desquitaran de su cautividad derramando sangre española. Yo vi a este hombre en nuestra misión, pero no recuerdo su nombre. Un tiempo después se anunciaba que un grupo grande de abipones habían atacado a unos santiagueños que estaban recogiendo miel y cera en la selva llamada del Fierro. Entre otros que fueron capturados y muertos, fue miserablemente asesinado el soldado Lisondo, del que ya en otro lugar he hablado suficientemente, célebre por su fama militar. Esta incursión aunque tuvo por jefe a Oaherkaikin, fue atribuida a Alaykin y sus compañeros que estaban ausentes, a las maquinaciones de nuestra reduccióny a la envidia de su fundador Barreda. Para que su malicioso comentario fuera creído dijeron que los españoles habían visto a Quataypin, habitante de la reducción,/239 en el ejército enemigo; y sin embargo éste, en el momento de la agresión estaba en ella y el mismo Padre Sánchez y todos los demás lo atestiguaban. De modo que la fábula fue descubierta y condenada por todos. Los mismos cautivos, puestos por fin en libertad, manifestaron públicamente que habían sido conducidos por Debayakaikin y que otros habían sido muertos, de modo que no hubo lugar a dudas. Este siniestro rumor acerca de nuestra fundación, me afligió no poco a mí, que estaba detenido en la ciudad de Santiago.

 

LA REPETIDA Y MOLESTA VUELTA A MI REDUCCIÓN

Cumplidos mis asuntos como había podido, Barreda ordenó que me acompañaran a mi regreso cuarenta soldados que me servirían de defensa contra algún ataque de los bárbaros al mismo tiempo que se encargarían de velar por el cultivo del campo en lugar de los abipones hasta, que los sucedieran otros. Me dijeron que los soldados me esperarían en el campo de Alarcón, distante unas treinta leguas de Santiago, pero allí sólo encontré a nueve. Y su oficial Galeano me aseguró que no vendrían más conmigo; entonces me decidí a emprender el viaje con esos pocos, pero poco después me arrepentiría. Pues los soldados, aterrados por su escaso número, estaban obsesionados por ejércitos bárbaros que nos atacaban, por muertesy sangre. Cada vez que nos acercábamos a los escondites de los indios aumentaban su temor. Si veían de lejos una columna de humo no dudaban que fuera una asechanza enemiga. Las cosas llegaron a un punto en que se negaron tenazmente a proseguir. Y a duras penas fueron convencidos por su oficial a continuar el viaje. Ese mismo día, debiendo hacer noche, elegimos el lugar que nos ofreciera más reparo contra los repetidos ataques. El río Salado nos ofrecía de frente una ribera sumamente escarpada, y por la espalda una selva montuosa. Pero a la caída del sol, en cuanto largamos los caballos a pastar/241 retumbó un griterío de bárbaros cuando estábamos sentados a la hoguera. Eso fue como trompeta de guerra para nuestros aterrados soldados, pero no para entrar en pelea sino para huir; y sin demora, alguno de ellos tomó el más rápido de los caballos; yo, hablando a los que se apuraban por escapar, les decía que consideraran detenidamente lo que iban a hacer; que si se dispersaban, los indios los matarían uno por uno sin mayor trabajo, pero si permanecían en ese lugar reunidos en un solo grupo no tenían nada que temer. Nosotros teníamos fusiles y los bárbaros no se atreverían a nada si sentían el olor de la pólvora. De ese modo les pedí que se estuvieran quietos conmigo allí y así lo hicieron, como las moscas, pero dispuestos a disparar al primer movimiento del enemigo, sosteniendo en la mano los caballos ensillados. Así fue de agitada esa noche. Uno de los soldados, más corpulento y buen mozo que los demás, lloraba: "¿Deberemos morir esta noche?", y repetía su queja una y otra vez. Ninguno de nosotros se acordó de cenar por más que teníamos hambre. A mí me asustaba, lo diré francamente, no tanto la amenaza de los bárbaros, como el terror de mis compañeros. Pues, para no quedar solo y a pie en esa soledad si ellos huyeran abandonándome, yo les había ordenado que prepararan el más veloz de mis caballos que sería el instrumento de mi seguridad con el que seguiría a los que huyeran. Cansado por la cabalgata de todo el día, vencido por el sueño, dormí plácidamente tirado en el pasto casi toda la noche sosteniendo las riendas del caballo y el fusil. El extremo cansancio y la firme convicción de que los bárbaros no intentarían nada contra nosotros, me transportaron a un tiempo/242 y lugar muy lejanos.

Al amanecer, cuando se hicieron visibles las huellas de los indios impresas en la arena a orillas del río, desdeñando las órdenes y los ruegos del jefe, los soldados volvieron a su ciudad en precipitada carrera y yo los seguí contra mi voluntad por no perecer en esa peligrosa soledad de cerca de cien leguas. Volví a recorrer más de noventa y cuatro leguas que nos separaban de la ciudad. Los soldados, para ahorrar camino, llegaron conmigo a su patria a través de las selvas inexploradas de Turugón, campos anegados donde no había ninguna seguridad para sus caballos y con frecuencia ningún vado, como si huyeran. El párroco de aquel lugar, Clemente Jérez de Calderón, varón conocido por sus costumbres tradicionales y la probidad y justeza de sus obras, abrazándome con ternura, me consolaba de mi queja por la vuelta intempestiva de los soldados fugitivos, y me decía que yo había llegado sin querer a esa ciudad por inspiración divina para predicar el sermón de la Santísima Virgen, porque se acercaba la fiesta de la Virgen del Carmen que allí se celebraba con gran solemnidad desde hacía nueve años. Para ello llegan personas de toda aquella, provinciay como por la escasez de lugar no caben todos los miles de peregrinos, la mayoría pasa las noches en el campo entre los arbustos a cielo descubierto, y los más nobles son hospedados por el Párroco. Me parecía ver el pueblo judío acampando en el desierto. El templo, aunque muy pequeño, provisto de todos los ornamentos sagrados, está adornado con tanto oro como raramente verás en los templos europeos. La mayor parte de éste la obtuvo el Párroco como herencia de un canónigo pariente del Perú que puso todas sus riquezas y posesiones en su iglesia. ¡Ojalá tuviera muchos/243 Párrocos y Obispos por imitadores en América y aún en Europa! Así prediqué en ese día un sermón de una hora ante numerosísimo auditorio, en presencia del Teniente de Gobernador y de los nobles de la ciudad, los que, terminado el sermón me llevaron con todo honor a la casa del Párroco en medio de fuegos de artificio; allí, según es costumbre, se distribuyó entre los soldados españoles abundancia de vino cremado y cigarros que éstos fuman. Yo me abstuve de ambos, aunque como título de honor yo se los entregué por haber estado a cargo de la prédica; Barreda aprobaba de modo admirable esta abstinencia propia, de un sacerdote. Los doce días que me detuve allí contra mi voluntad, fuera del tiempo dedicado a dormir, comer o a mis oraciones sacerdotales, los dediqué a confesar desde el alba hasta el anochecer siempre a campo abierto junto al templo. La temperatura aumentaba las molestias habituales, aunque éstas estaban llenas de consuelos celestiales. Hasta el mismo Párroco, hombre probísimo y más rico que docto, me confió en el sagrado tribunal las faltas de toda su vida con aquella confianza que siempre me manifestaba.

Mientras tanto, por orden de Barreda fueron llamados los cuarenta soldados que deberían acompañarme en mi regreso y designado el campo donde deberían reunirse distante unas cuantas leguas de Salabina. En ese lugar, con unos pocos soldados esperé tres días en vano a los demás bajo continuas lluvias (allí el mes de julio es invierno)y con el peligro de los tigres. Por lo menos veinticinco llegaron arrastrándose/244 por fin, uno de los cuales, la primera noche del viaje huyó después de haber robado unos cuantos caballos del oficial Galeano. La mayor desgracia en esa provincia de aquellos que se dedican al ejército es que apenas la mitad de los soldados llamados para cualquier expedición se presentan a cumplirla. Es rara la obediencia porque es tanta la impunidad de los que no obedecen. Cruzando a nado el río Turugón, como es habitual, entramos en la provincia del Chaco, sede principal de los bárbaros; y para que no se nos presentara algún peligro inesperado, envié por delante cada día siete vigías que al atardecer debían informar a su jefe de cualquier cosa que observaran. Estos descubrieron un ejército de tobas y mocabíes que con las tropas de caballos que habían robado de los predios de Santa Fe marchaban apresuradamente a sus escondrijos, dando la impresión de que huían y no que atacaban. Para avisar a sus compañeros de su regreso por medio del humo, incendiaban los campos y las selvas por donde iban pasando. Pasamos aquella noche insomnes, porque por todas partes, de frente, por la, espalda o los costados, la llama que se arrastraba nos amenazaba con su destrucción sin darnos posibilidad de huir. Aunque el fuego no nos atacó directamente, poco faltó para que todos fuéramos cegados y sofocados por él. El viento que se levantó al amanecer alejó de nosotros el fuego y el peligro. Estos incendios de los campos son en Paracuaria frecuentísimo peligro para los viajeros, los animales y los carros. Tanto en este viaje como muchas otras veces, para no ser quemados vivos, nos fue necesario correr en medio de las llamas con los caballos apenas ensillados y las riendas muy flojas, ya que ni podíamos extinguirlo ni eludirlo. El fuego que encienden los que hacen un viaje al mediodía o a la noche, o muchas veces encendido por descuido, se aviva al soplar un viento algo fuerte e incendia el campo. Las plantas de trigo, muy altas y secas como estopa, los juncos y las cañas/245 que se extienden por doquier ofrecen pronta materia al incendio que se propaga por espacio de varias semanas. Las selvas, que reciben la mayor parte del año los fuertes soles, abundan en árboles ricos en pezy variadas resinas, de allí que rápidamente ardan y tarden mucho en apagarse. Dirías que todo el orbe está envuelto en llamas. A menudo el humo oscurece tanto el cielo que en pleno día parece de noche. Del humo que flota como nubarrones nacen repentinamente nubes y fuego; yo mismo lo he observado muchas veces cuando pasaba la noche a campo abierto. De ningún modo hay que enojarse con los rústicos indios que para procurarse lluvia, suelen prender fuego a los campos, porque saben por experiencia que el humo más denso sube a las nubes y de ellas cae agua. Sin embargo, o siempre el incendio de los campos, si no se agregan otras causas, es remedio e instrumento seguro para las lluvias, pues durante aquella sequía de dos años que soportamos ardían una y otra vez campos íntegros y bosques, y no obtuvimos nunca agua del fuego. De allí que el Padre Brigniel opinara que estos incendios frecuentes de campos tan extendidos eran causa de sequía tan prolongada, porque el humo y el calor secaban y consumían los vapores de la tierra que otras veces subiendo al cielo se condensan en nubes para provocar las lluvias. Pero yo mismo he observado que el humo condensado se convierte en nube al poco rato y comienza a relampaguear y tronar. Dejo al juicio de los físicos qué fenómeno sea este. Yo debo seguir mi viaje con los santiagueños.

No quiero callar un caso que primero nos dio temor y después risa. En un campo cubierto por selva poco tupida/246 estaban muchos abipones con sus familias secando unas pieles de nutria que habían cazado en un lago cercano. Al amanecer, en cuanto oyeron que pasábamos, pensando que se trataba de un ataque de los españoles, comenzaron con sus acostumbrados griteríos. Los santiagueños, asustados por los gritos repentinos, creyeron que los bárbaros puestos en acecho esperaban nuestra llegada. Fue increíble el terror. Yo sospeché de qué se trataba y dije al oficial que ordenara que colocaran los caballos que venían detrás de nosotros en medio de la columna de soldados para que los indios no los robaran. Cambié mi caballo algo débil por otro más fuerte y tomé conmigo dos soldados con los que me adelanté para observar y avisar si se veía algún indio. No había nadie que comprendiera la lengua abipona ni mocobí más que yo. El oficial con los suyos me seguía de lejos con paso lento y sin hacer ruido, y le pedí que me dejara hablar a mí si se presentaba la ocasión. El oficial Galeano, como era inteligente, accedió gustosamente a los consejos prudentes. Seguí un poco a un jinete abipón que venía con paso callado para observarnos y lo vi armado; pero cuando se me acerca reconozco que es un habitante de nuestra reducción (si mal no recuerdo se llamaba Cañalí); lo saludo, le explico mi viaje y le aseguro que los españoles que me acompañan son muy pocos y de absoluta confianza, y le pregunto por mi compañero el Padre Sánchez, por el cacique Alaykin y otras cosas de nuestra reducción. [pos. aprox:/247] Él, ya desechadas las sospechas y más tranquilo, me dice que él y los suyos están allí ocupados en recolectar miel en las selvas cercanas y en cazar nutrias en el lago; y nos invita a que visitemos a sus compañeros. Los cuatro soldados que el oficial mandó, viendo cómo andaba el asunto y cómo los abipones nos obsequiaban abundante miel, volvieron apurando el paso. Pero haber disipado el temor de un ataque enemigo fue más dulce que cualquier miel. Algunos soldados novatos, asustados por primera vez por los gritos de los bárbaros, se habían escondido entre las malezas y los veteranos se reían de ellos. Otros, más animosos, hubieran agredido a los indios amigos como si fueran enemigos si yo no los hubiera hecho desistir. Y todo nos salió bien esa vez porque de la vecina reducción de Concepción, un grupo de abipones se dirigía para atacar a esos pocos españoles. Aunque no atacaron, habían visto que yo estaba acompañado por españoles y se nos acercaron en grupo con los rostros pintados para el combate y rodeándonos nos condujeron a la misión. Habían sabido que ellos fueron falsamente inculpados de las muertes de santiagueños perpetradas recientemente en las selvasy sea por esto o por temor a la venganza, recibieron a los soldados que llegaron no como huéspedes, como otras veces, sino como enemigos que maquinan cosas siniestras en su ánimo.

 

 

Fuente (Enlace interno):

HISTORIA DE LOS ABIPONES - VOLUMEN III

Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER,

Traducción de la Profesora CLARA VEDOYA DE GUILLÉN

UNIVERSIDAD NACIONAL DEL NORDESTE

FACULTAD DE HUMANIDADES - DEPARTAMENTO DE HISTORIA

RESISTENCIA (CHACO) - ARGENTINA, 1970





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