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BENIGNO RIQUELME GARCÍA

  CIENTÍFICOS PARAGUAYOS - LUIS S. MIGONE – TEODORO ROJAS – ANDRÉS BARBERO - Ensayo de BENIGNO RIQUELME GARCÍA


CIENTÍFICOS PARAGUAYOS - LUIS S. MIGONE – TEODORO ROJAS – ANDRÉS BARBERO - Ensayo de BENIGNO RIQUELME GARCÍA

CIENTÍFICOS PARAGUAYOS I

LUIS S. MIGONE – TEODORO ROJAS – ANDRÉS BARBERO

Ensayo de BENIGNO RIQUELME GARCÍA

 CUADERNOS REPUBLICANOS

Año 1975

 

 

"EL MICROBIOLOGISTA LUIS S. MIGONE"

La batalla de Caseros tuvo profundas repercusiones en la vida paraguaya. Acaso una de las más valiosas fuera el reimplantamiento de la libre navegación de nuestro río epónimo. Cerca del medio siglo, por una razón u otra, la acuosa vía con que nos dotara la naturaleza en forma prodigiosa, al margen se mantuvo de la dura lucha que manteníamos en guarda de nuestra naciente y ya bien definida nacionalidad.

Pero se arriba a mediados del siglo XIX, y esto fue un trajinar constante de embarcaciones de todo tipo que unían el Río de la Plata a “la Villeta”, como entonces se denominaba al, sino principal, el más concurrido de nuestros puertos. Integraban esa plétora de navegantes dos hermanos, genoveses, propietarios de embarcaciones que, desde 1856, se dedicaban al comercio del por la época, nuestro más codiciado artículo de exportación: la naranja.

Así, frecuentes y regulares eran los viajes que hacían al Paraguay los hermanos Andrés y Luís Santiago Migone, en su orden, propietarios de las goletas “Fidela” y “Perla”, afectadas a ese cabotaje. El segundo de los nombrados decidió formar hogar y casó, en Santísima Trinidad, con doña Del Rosario Mieres, de allí oriunda, de cuyo matrimonio y en la localidad nace nuestro eminente compatriota, el 12 de julio de 1876.

Sus estudios primarios los totaliza allí, pasando a realizar los secundarios al Colegio Nacional, donde opta al título de bachiller, en 1898, en integro de una promoción llamada a tener trascendencia en nuestra historia. Algunos de ellos? Gerónimo Zubizarreta, Albino Jara, Manlio Schenoni, Ignacio A. Pane, Juan Romero, Eduardo López Moreira, Benigno Escobar, Guillermo Cálcena, Justo P. Vera, Sabino Morra y otros.

Para entonces, ya los decididos cuan infatigables esfuerzos del Dr. Facundo Ynsfrán habían fructificado. Realidad era la Facultad de Medicina y Migone es uno de los 18 adolescentes que asisten al inicio de las clases de esta casa de estudio, que se devenirla ilustre.

Para mejor pintura de aquellos días, vale la pena recordar algunos eventos. La peste bubónica había invadido el país. En laudable determinación, el gobierno, en 1899, contrata los servicios del Dr. Miguel Elmassian, del cuerpo de investigaciones del Instituto Pasteur, de París, para instalar un laboratorio de bacteriología, adquiriendo, simultáneamente, una importante partida de útiles y aparatos para el fin, y procediendo al envío de estudiantes a las facultades de veterinaria de La Plata y Alfort.

De su prometedora época estudiantil, ya se dio y vio en Migone la pasta auténtica, sufrida y tenaz del auténtico investigador. Discípulo predilecto del Dr. Elmassian y con su hábil tutela, descubre el tripanosoma causante del mal de caderas de los equinos, desde entonces identificado como tripanosoma elmassianni-migonei, triunfo científico que el bacteriólogo francés lo evidenció aquí en conferencias, como también en comunicación pública a la Sociedad Rural de Buenos Aires, los que constan publicados en los Anales de la Universidad Nacional de Asunción, 1901 - 2.

En 1903, egresan los 12 primeros médicos: Barbero, Coronel, Taboada, Migone, Odriozola, Romero, Silvera, Pérez, Romero Pereira, Vera, Frutos y Urbieta. El gobierno del modesto y venerable coronel Escurra, en encomiable determinación, decide que la totalidad de los mismos, efectúen estudios de perfeccionamiento en Europa. Un grupo es enviado a Italia y otro a Francia. En el segundo, viaja nuestro hombre.

Ya en París, donde permanecería por el bienio 1904-5, ingresa en los cursos para extranjeros de la Sorbona. Más, donde su principal tarea desarrolla es en el Instituto Pasteur, cuya dirección ejercitaba el profesor Metchnikoff, dignamente flanqueado por autoridades del bordo de Roux, Brumpt, Bezancon y Bart.

En la ciudad-luz, da a las prensas su monografía sobre “El rol de los carpinchos en la trasmisión del virus del mal de caderas”, que le dio notoriedad en los medios científicos, siendo traducida a todas las lenguas, incluso a la rusa. La fama mundial, pronto, como se ve, se allegó a nuestro bacteriólogo por antonomasia.

Retoma Migone del viejo mundo, con gloria y responsabilidad, que no traicionaría. Su país, siempre justo para los que ostenten verdadera valía, lo funge Decano de la Facultad de Medicina, en 1906, distinción que retendría hasta la clausura de la misma en nuestro “año terrible” de 1912.

Pero de París no se despediría, sin antes representarnos en el Congreso Internacional de Tuberculosis que ahí su sede tuviera, en 1905, y portar su título de Miembro de la Sociedad de Patología Exótica y del Instituto Pasteur, los que bien supieron reconocer sus excepcionales cualidades.

Nuevamente afincado en la patria, su tarea se hace agobiantemente incansable. Profesa en la Facultad de Medicina. Anima y estimula las más dispares inquietudes intelectuales, pero sin menosprecio ni abandono de su prima vocación: la microbiología y el estudio de los ciertos males que eran deleznable realidad en la América tropical.

Viaja por todo el país. Estudia las bacterias y los protozoarios de plantas y animales. Se dedica a la nosografía y produce sus conocidas monografías.

Por la década del 10, todos los autores clásicos de bacteriología, obligadamente citaban a Migone en la especialidad. A su despecho liberado del merecido decanato, refúgiase de nuevo en su laboratorio. En 1913 da a la estampa en el Boletín de la Sociedad de Patología Exótica, de París, los frutos de sus investigaciones clínicas, anatomopatológicas y epidemiológicas de la leishmaniosis forestal, en monografía hasta la fecha reputada como clásica, y en la que confirmaba las ideas de los tropicalistas brasileños, aportando novedosos puntos de vista en lo que atañía a la morfología, evolución clínica y anatomía patológica de las lesiones mucosas y cutáneas que la misma originaba, afirmando, entre otras conclusiones —alarmantes y ratificadas más de 30 años después— que el 30% del personal de las empresas forestales estaba afectado por el repugnante flagelo.

En 1915 viaja a los Estados Unidos, integrando la delegación nacional al Congreso Científico Panamericano, de Washington, junto a Eusebio Avala, Juan Francisco Pérez Acosta, Pedro Bruno Guggiari y Antolín Irala. Ahí da a conocer sus primeras observaciones sobre la vida de los protozoarios, y especialmente, de los leptómanas, en la savia de las plantas, a los que consideraba posible eslabón de virus de enfermedades de vegetales y animales.

Al año siguiente, 1916, representa al país en el Congreso Sudamericano de Patología, Microbiología e Higiene, reunido en Buenos Aires. En la oportunidad, el gobierno argentino le hace formal ofrecimiento de la dirección del Instituto de Microbiología de la Universidad de Buenos Aires, que Migone agradece y rechaza.

Retorna e inicia una prolongada gira por las zonas de los yerbales y obrajes de la región oriental, produciendo un informe que puede estimarse a cabalidad, como una verdadera cartografía sanitaria hasta hoy en vigencia. El, elevado como memoria al entonces Departamento de Higiene, en 1917, contiene el cúmulo de sus observaciones nosológicas y nosográficas.

Reábrese el Instituto de Bacteriología de Asunción y se le hace entrega de su dirección. Pero el Migone científico puro no desdeñaba al ego humanista. Por varios períodos presidió, con sobrada alcurnia, el Instituto Paraguayo, animando inquietudes definitivamente dispares a sus inclinaciones. Nuestro sabio, primera autoridad continental y de las primeras del orbe en el tratamiento del terrible y aún no domeñado flagelo de la leishmaniosis, de tiempo y temperamento se hacía para encauzar el estudio de muchas artes llamadas bellas.

Por 1921, lleva nuestra representación al Congreso Internacional de Medicina, reunido en Montevideo, año por el que también lo encontramos como fundador de la Sociedad Científica del Paraguay, creación de su condiscípulo Andrés Barbero y de Emilio Hassler, benemérito de nuestra cultura, en cuyo órgano daría a publicidad varios de sus trabajos.

Al año siguiente, padeciendo el país de una de sus endémicas revueltas intestinas, una de las fracciones en pugna, la que obedecía al coronel Chirife, le hace oferencia de la Primera Magistratura del país, distinción y responsabilidad que desestima para bien de nuestra ciencia.

En el usufructo de una de sus presidencias del Instituto Paraguayo, 1923, y por acucios constantes de Juan Francisco Pérez Acosta, promueve la famosa encuesta sobre el himno nacional, patriótica, simpática y fundamental tarea que, vale la pena dejar constancia, sería culminada por otro médico meritísimo, más de 30 años después el inolvidable Juan Max Boettner.

En 1924 viaja a Lima, acompañado del Dr. Ovidio Rebaudi, en calidad de delegados al Congreso Panamericano de Medicina allí a reunirse, donde arriba aureolado, justicieramente, como una de las más acatadas autoridades médicas tropicalistas del mundo. Adjunto a la ratificante consideración de su talento, nos allega su designación de Miembro de Honor de la Academia de Medicina y de la Universidad de San Marcos, de la ciudad virreinal.

En el mapa de los azotes tropicales, el Paraguay no podía ser preterido. Así, en 1926, la Sección de Higiene de la Liga de las Naciones, comisiona al país al profesor Barnet quien, en las sucesivas conferencias aquí dictadas, puso de resalto los trabajos científicos efectuados por Migone por combatir el pavoroso mal bíblico.

Al año siguiente, un viejo conocido de sus días primigenios en el Instituto Pasteur, convertido ya en prominente profesor titular de Parasitología de la Sorbona, el ilustre Dr. Brumpt, viene a América, junto con el colega Dr. Langeront. No hesitan en venir a Paraguay, desde Brasil, donde el Dr. Chagas les había incitado para visitar al “sabio y gran maestro de la especialidad”.

A la misión Brumpt le viene anexada delegaciones oficiales argentina y uruguaya para estudiar con el maestro paraguayo los anopheles maculipennis y los stegomya calopus, considerados agentes trasmisores del paludismo y la fiebre amarilla respectivamente.

En 1928, nuevamente es electo Decano de la Facultad de Medicina. Durante el mismo, los Anales del Instituto Nacional de Parasitología publican su monografía sobre un caso de kala-agar en el Paraguay, cuyo brote encuentra Migone por primera vez, no tan sólo en el país, sino en todo el continente.

Trabaja, trabaja incansablemente en su laboratorio. El mal de Hansen es ahora su preocupación. Mientras, en Europa, a un cuarto de siglo de su publicación, no se supera su admirable trabajo sobre la leishmaniosis. El Boletín de la Real Sociedad de Medicina, de Londres, lo inserta en sus páginas, lo que le reporta su nombramiento de Miembro de la Real Sociedad de Medicina Tropical e Higiene y el de colaborador permanente del Museo Británico.

En sus investigaciones, descubre una nueva especie de phebótomo, que presentó en pertinente comunicación, a la Universidad de Coimbra, la que a su vez propuso y obtuvo, que la misma fuese denominada con el nombre de su ilustre descubridor, en los registros científicos de la especialidad.

A fines de 1929, las vicisitudes de una cruel dolencia lo llevan nuevamente a Europa. Torna al Instituto Pasteur donde encuentra a viejos compañeros de la hora inicial. Viaja a Alemania e Italia en procura de los más modernos medicamentos para combatir la lepra, embarcándose de regreso, en abril de 1931.

Poco después, estalla la guerra del Chaco y la patria es necesitada de sus mejores hijos. Un brote epidémico en la zona de operaciones hace que Migone —incorporado al ejército con el grado de Coronel—, viaje a la misma para instalar y orientar, los primeros laboratorios bacteriológicos, retornando para seguir su prestación de servicios en el hospital de la Cruz Roja.

Al término de la conflagración, es nombrado miembro del Consejo de Administración de la Oficina de Cambios, función que la desempeñará hasta 1937, año en que también, en un tomo de la Revista de la Sociedad Científica del Paraguay, comunica sus observancias sobre las cualidades terapéuticas para la cura de la lepra del aguaí-guazú, espécimen vegetal que a propuesta del Dr. Hassler, está científicamente registrado con el nombre de nuestro ponderado compatriota.

A comienzos de 1938, es invitado para asistir como Miembro de Honor, por el Consejo Internacional de la Lepra, al congreso a realizarse en El Cairo. Luego de él, nuevamente llega al Instituto Pasteur y Alemania. El objetivo?: Hallar novedades en su pertinaz lucha contra el mal de Lázaro.

De su vuelta hasta su óbito, todo lo dedicó a los pobres. Difícil se hace imaginar espíritu mejor dotado para una vocación misional. Su laboratorio y, como magro descanso, su consultorio, constituía la totalidad de todo su mundo, y ahí se daban cita las miserias más espantosas de su áspera especialidad. Si las leyes civiles podrían canonizar, Migone esplendería en lo más alto del santoral.

No éramos nosotros los más hábiles ni de los más obligados, a este pardo evocar de una existencia singularmente valiosa, de inmensa ejemplaridad humana. Pero Migone es uno de los muchos paraguayos que esperan el esquivo, renuente, agradecimiento patrio. El consenso científico lo ha colocado en el sitial que se merece de mucho tiempo há. Su memoria no puede ambicionar una posteridad en vida, mal que lo ignoremos. Frontera acá es que el sacudón debe producirse.

Que otros —lo ansiamos sin cortapisas— mejoren la endeblez básica de nuestro ensayo, lo que no sería obra de romanos, qué duda puede caber! Pero nadie puede negamos el sagrado derecho de querer reivindicar la excelsa memoria del amigo que se nos adelantara en el gran viaje.

Poco quedamos de los asistentes a las inevitables tertulias iniciadas en la monástica vivienda del impar Barbero que, más forzoso era ello, culminaban en el cafetal del Parque Caballero. Aponte, Schmidt, Rojas, Schenoni y Migone acaso hoy prosigan, en el más allá, las simpáticas cuan interminables discusiones que los peculiarizaron en este mundo.

El saldo positivo de sus vidas; su demostración palmaria, es de nuestro personal y absoluto arbitrio. En esa sistemática transitamos, sin espera ni ambición de retribuciones de cualquier naturaleza.

Migone, el grande Migone, falleció el 13 de julio de 1954. Ese fue el hombre y esa su obra.


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TEODORO ROJAS, EL INSIGNE BOTANICO PARAGUAYO

En Asunción, el 23 de setiembre de 1877, en el inicio de la estación prometedora —augurio luego certificado por su existencia—, nace Teodoro Rojas, presumiblemente, de los pocos paraguayos que aportaron a la ciencia actual, una original y genuina contribución en sus dilatados registros. Hombre y factura son, el nominado y su Paspalum Rojasii

(Hack).

No tuvo que esperar demasiado para tomar contacto con la cercanía lacerante de la pobreza y desazón colectivas que por época padecía el país luego de la gran tragedia. No tuvo niñez. Jamás tuvieron los pobres. Nutrió y vistió su endeblez con los modestos deshechos ajenos.

Fue uno más de aquellos inocentes que, enfundados en zurcidos y mal acomodados calzones, tinta la cara de tierra, en la mano la mil veces bendita mandioca, deambulaban por la patria, transportando vermes en las entrañas escuálidas y, en la mirada, el silencio suplicante de los olvidados. Generación trágica, como pocas de nuestra América. Como premio de ello, tal vez Dios la hizo tan grávida de opulentos frutos.

Ingresa en escuelas públicas por fines de la década del ochenta. Aquellos hombres —niños no fueron nunca—, se inician con débiles dedos dibujando letras con trozos de carbón sobre trozos de madera apresuradamente alisadas, aposentando sobre la tierra mal apisonada, la lombricera de sus cuerpecillos a los que, ¡falta les hacía la vecindad...!

Pocos años transcurren y el adolescente se decide, en determinación que de nadie es influencia, por el estudio de nuestra flora. Así, navega nadando al garete en un medio sin posibilidades ni probabilidades de prebendas o fantaseos, opta por una especialidad que aún en nuestros días, sin justicia y menos razón, se considera descolocada, confinable y confinada.

De cuantas sendas el estudio pueda elegir para campo de sus investigaciones, indudablemente, la botánica es de las que ofrecen más apasionantes estímulos. Ese contacto constante con la naturaleza pareciera que nos hiciese más humanos. No en balde hemos definido con justeza con aquello de color de la esperanza. El fresco del verdor, húmedo, a nuestro alcance, sin más condiciones que el deseo, es cifra y de las abultadas, de la bondadosa infinitud del Hacedor. Sólo en el ámbito vegetal es ley sin exclusiones el rebrote constante que sigue a mutilaciones alevosas, tal sucede en el animal. Sin la Hosquedad de lo geológico, que puede admirarse pero que no se ama, ella, en su vastedad humbría, se nos ofrece en un mensaje perpetuo de acercamiento y alienta nuestras luchas. Ora acoge nuestros despojos y nos devuelve a los tiempos, luego de procesar nuestra deleznable materia.

El verde reino, bondad sin claroscuros, purifica y dignifica en su silencio augusto, el terceto definitorio clásico. Su vida no tiene, ni apareja, las fragocidades de uno ni las cambiantes especulaciones del otro. Ni agita ni sanciona nunca, sólo ayuda a sostenerse a ambos, en la coadyuvante misión a la que parece destinada. Acaso por ello, su contacto sedifica nuestras aspiraciones y entona nuestra voluntad, haciéndola menos egoísta. Por ello, también, el hombre que su vocación tenga a su reino destinada, es bueno, humilde, callado, y en tono quedo, confesional, busca, no la totalidad de verdad alguna, sino tienta perderse de la vastedad de una búsqueda interminable, sin más ambicionar que la satisfacción del deseo satisfecho.

Para condigno ejemplo, recordemos los paraguayos lo que hicieron y eligieron para queda de sus individualidades Moisés S. Bertoni, en su edén del Alto Paraná; Emilio Hassler, en Villarrica y San Bernardino; los Bertoni, Fiebrig y Rojas en el Jardín Botánico de Santísima Trinidad. No más y no menos se nos permita evocar.

Rojas prosigue una constante que no nació en él y esperamos, tampoco ahí se detenga. El natural —fuerte, repulsivo e inadecuado nos parece el marchamo de indio—, mucho, demasiado hizo en antelarlo. Franciscanos y jesuitas dieron difusión a esta experiencia, aquí no primicial. Suizos, desde los albores de nuestra época independiente la continuaron sistematizando y dándole publicidad, y también helvéticos fueron los que ya, contemporáneamente, buscaron y consiguieron darle actualidad a conocimientos y experiencias que, luego de las dos lenguas madres, el griego y el latín, más denominaciones dieron a esta línea de las ciencias. Valórese, pues, lo que significa dentro de tan anchuroso panorama, la contribución paraguaya por imperio de la acción de nuestro Teodoro Rojas, persistente lucero de nuestra protociencia.

De necios sería y de injustos pecaríamos, si desconociéramos el aporte foráneo para este verter de la vieja sabiduría guaraní. Pero, se nos antoja que culpa mayor constituiría el persistir en este olvido nuestro, que ya otros, poderosos, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras, lo han venido reparando y, nosotros ¡siempre en blancas!

El no haber podido optar una beca para la prosecución de sus estudios en el Colegio Nacional ni torció su vocación ni desalentó sus esperanzas. El Dr. Hassler lo trae como meritorio junto a sí en 1896 y, desde entonces, por el decurso de más de sesenta años, Rojas dedica toda su energía y capacidad al inmenso laboratorio que es la madre naturaleza. Dotado de una lúcida inteligencia y de un espíritu observante, casi lindando con lo prodigioso, ajustándonos al testar de los que fueron sus maestros, se convirtió en autoridad indiscutida para la recolección, identificación y subsiguiente catalogación de los ejemplares de nuestra flora.

Iniciado por la enjundia de tan hábil preceptor en el ordenamiento metódico que la ejercitancia de toda ciencia impone, se lanza por las rutas de la patria en pro de la consecución de sus bien definidos propósitos. Todo el nordeste de las adyacencias de la sierra del Mbaracayú recorre y estudia durante el año 1898.

Al siguiente, los prosigue en las zonas de Paraguarí, Piribebuy y Valenzuela. En 1900 recorre el curso del río Apa, hasta la zona de Bella Vista. Hace su primera entrada a la zona del Chaco, frente a Concepción, en 1902. Los hirvientes contecimientos políticos de años siguientes lo afincan en Asunción, hasta 1905, en que parte nuevamente para las zonas del Caaguazú e Yhú, donde continúa sin treguas ni desmayos, su ingente obra.

En 1906, los gobiernos de Paraguay y Argentina, ansiosos de encontrar soluciones que no fueran salomónicas a un viejo diferencio, aúnan sus intenciones y nominan una comisión cuyas jefaturas ejercían en el mismo orden, Ayala y Krause, productores, a su culminación, de un informe, notable en cualquier época, no tan solo por lo que de validez jurídica pudiera encerrar, sino por la gama de aportación científica que el mismo significó para ambas naciones. Merced a la idoneidad de aquella comisión, originales aportaciones surgieron para pluralidad de beneficios, como se verá más adelante.

Nuestra cancillería, al igual que su similar argentina, adita a su representante una misión técnica. Rojas es nombrado naturalista de la misma, y se lo destina al estudio de la flora del río vagabundo. Fruto de sus afanes resulta la recolección de 573 especies, de las que resultaron 217 desconocidas para la región y, de éstas, 16 eran absolutamente nuevas para la ciencia!

Para justa valoración conviene destacar que por ese no lejano entonces, en los anales científicos de la especialidad, estaban precisadas la existencia de sólo 701 especies de plantas vasculares conocidas en la región, lo que hace, en mal apresurado cálculo, que la Colección Rojas representaba el 80% de ese total.

Por la época, frisando en la treintena, alcanza el apogeo de su conocimiento. Si bien su natural opaco, silencioso, lo apartaba de toda publicidad, sus antiguos maestros devenidos a colegas suyos, no hesitaban en dar primacía a su autoridad en la materia. Y, por boca de los mismos, particularmente del patriarcal Dr. Bertoni, ya se sabía de su erudición. El sabio suizo afirmaba: “. . .el caso es que hoy por hoy, de todos los botánicos que estudiamos la flora del Paraguay, el que tiene más práctica para una rápida determinación de todas las plantas, el que está en mejores condiciones de costumbres y ejercicio para reconocer inmediatamente una especie paraguaya y asignarle con prontitud su verdadero nombre científico, en los campos y selvas, así como en el herbario o museo, es fuera de toda duda para mí, Teodoro Rojas”. Excúlpesenos, en atención a los sabidos méritos del profiriente, un más acotar a juicio tan encomiástico.

Más, lo trascendental de su vida y dedicación se produce entonces. En enero de 1908, en una de sus giras de estudio hacia el norte, descubre un pasto, de origen nativo, conveniente rusticidad y muy resistente al corte; abundante de masa verde y buen resistidor del pisoteo de los animales, agregando a todo lo anterior, probada perennidad, lo que prometía gran adaptabilidad a nuestras praderas. Sumaba a estas extraordinarias características, su admirable resistencia a las épocas de sequía y su adaptabilidad era tal, que lo mismo se daba en tierra pobre que fértil.

El Dr. E. Hackel, en “Novitates paraguarienses III. Fade, Repert. Nov. spec. regni vegt. T. 7: 369. Graminae, 1909” lo describe y adjudica a la especie del nombre del botánico paraguayo que lo descubriera. Desde esa natividad, es mundialmente conocido corno PASPALUM ROJASII (Hack.).

El Dr. Juan Daniel Anisits, profesor emérito de la Universidad de Berlín y miembro del Patronato del Museo de la capital alemana, en su extensa permanencia en nuestro país, intentó, en varias oportunidades y con idéntica falta de suerte, incorporarlo a la docencia. Nada pudo vencer la casi enfermiza vocación de aislamiento de nuestro maravilloso botánico. No se imaginaba dictando una cátedra; posiblemente, ni siquiera hablando en público. Su timidez en eso rayaba en lo inconcebible. No había nacido para eso y no eran halagos de ningún color —sensibilidad para eso no tenía—, los que lo obligarían a cambiar de paso. La investigación pura, eso sí, era de su agrado, pero aún con esta exigencia: Que ella se le diera en amplios escenarios naturales, sin los límites siempre opresivos de un higiénico pero enclaustrante laboratorio. Su mente y pulmones, ansiosos están del aire refrescante de las agrestes soledades.

En los callados atardeceres o en las madrugadas, poseso de su modestísima casa de Santísima Trinidad, plateadas de rocío, hacía, primitivamente si se quiere, ciencia; memorando especies, buscando paralelismos, y, quizás, obteniendo conclusiones que, a nadie eran traspasadas si ellas no fueren pedidas. Vivía en un perpetuo monologar, y de ese hábito, era fama y de las ciertas, jamás pudieron rescatarle. A todos por igual desesperaba con su silencio pétreo, desdicente de la contagiosa bondad, que en él se hallaba, en cuanto la demanda fuera individual. Infatigable buscador de penumbras —tal sucede con muchos grandes—, acaso se encontrara íntimamente más cerca del gran arquitecto, mostrándose sin rebusques, degustando el zumo que apuntala nuestras valías y proyectos, que tentando explayar lo tan árduamente aprendido o atesorado. Ello queda en lo conjetural.

Ingresa, en 1916, en el Jardín Botánico de Asunción, como jefe de su Herbario y desempeña la sub-dirección del mismo. De aquí arranca el ordenamiento de sus trabajos que los iría dando a publicidad posteriormente. Gozábamos entonces de los estudios sistematizados, comenzados a fines del pasado siglo, de nuestra flora. Se sucedían y complementaban auténticos sabios a nosotros venidos, en pos de un ideal de cultura, al que no hemos dado aún el valor trascendente que merecieran y merecen. Eran voluntades que, de sí, constituían verdaderos equipos, por su remarcable eficiencia y saber. Pasma el comprobar lo que pudieron hacer con tan poca ayuda material, y, demasiado entristece la constatación de que esa tarea, tan auspiciosamente iniciada, no haya tenido seguidores.

Bertoni, Hassler, Anisits, Fiebrigs, son nombres que ni siquiera nuestra caudalosa ingratitud han podido borrar de un evoque perplejamente esquivo. La cultura nuestra por ese entonces —casi medio siglos atrás—, muy alto rayó en las ciencias naturales. Pasados dos siglos, retornábamos a disputar nuestra preeminencia en el rubro, que la sabiduría nativa, por las hábiles interposiciones de los jesuitas, nos habían ganado en el cientificismo del siglo XVII. Y esto mucho cuenta y mejor dice a cualquier estimativa.

La fama de Rojas había ya rebasado nuestras fronteras arcificnias. Montevideo, La Plata, Tucumán, Sao Paulo, Washington, centros entonces y ahora, cruciales de la especialidad, lo acribillaban a requerimientos, en cuantas dudas se presentaban, en el estudio de los ejemplares característicos de nuestra zona. No por vía de cómodos desvíos sus superiores, hacia él, dirigían constantemente la evacuación de innúmeras consultas. Lo reconocían habilitado excepcionalmente para lo botánico, y no era cauto desperdiciar su experiencia y autoridad. Y así, sin que ello tuviera transcendecia interna, Rojas fue modelando en vida el bronce imperecedero que hoy lo perpetúa, en estratos más espectables de los que por aquí estamos habituados a perseguir.

En 1921 se adentra en las regiones del Salto del Guairá, donde prosigue su acopio y aumenta su herbario. Retorna a la capital y, al año siguiente, da a la estampa su estudio sobre “LAS PTERIDOFITAS” determinadas en nuestro Jardín Botánico para, en 1923, publicar su estudio sobre “LAS MONOCOTILÉDONEAS

En este decenio (1920-30), Rojas, como todo paraguayo auténticamente grande de la época constitucional, se convierte en algo que no por mucho decantar, deja de tener validez: No fue de los primeros, pero sí de los más útiles soldados del Chaco. Esto no lo ha escrito aún nadie, presumiblemente, porque su memoria ilustre no puede ser administrada con beneficio de inventario.

En el entonces “infierno verde”, hizo innumerables entradas, sin más ayuda que su decidida vocación científica, un magrísimo apoyo estatal y el acucio, ideal, no más, de grandes instituciones culturales del orbe. Allá iba nuestro hombre, acompañado de una mediadocenilla de naturales, cargando en raídas cangallas, tasajos, galleta, yerba y azúcar, bastimentos únicos. Mas, eso sí, libretas, muchas libretas de apuntes, las que portarían en su pequeña y desigual grafía, lo que trabajosamente sus ojos de anciano irían percatando.

Y el Parapití, ese río de nuestras entretelas, devenido muy luego a legendario, fue testigo mudo pero fehaciente de la primera llegada de un paraguayo, que a él no arribó superando bélicas jornadas, sino que, manso, callado e indefenso, sólo buscó en sus aguas escasas, refrescante contacto para sus pies incansables de peregrino de las ciencias. Penoso se hace de aceptar esto, verdad? Tan otra es la versión que de ello tenemos, como si la reconquista del territorio patrio necesitare de deformaciones innecesarias o adiciones que relación no tienen, y menos dicen, con verdades comprobadas, de idéntica raigambre nacional.

Así, para 1933, Rojas puede ofrecer ya el resultado de sus trabajos efectuados en las vastedades chaqueñas durante en anterior decenio. Con efecto, con la colaboración del Dr. Fiebrigs, publica su “FITOGEOGRAFIA DEL CHACO BOREAL”, resumen de su añeja experiencia en el disputado territorio, por la fecha, teatro de otro tipo de expediciones a las que él estaba engolosinado.

En el mismo año, es designado botánico adjunto a la Comisión de Límites Paraguayo-Brasileña que realizaba estudios en la meseta del Aquidabán y zona del Ypané, menester al que va nuevamente habilitado con la representación del Jardín Botánico de Asunción.

Completa en esta gira anteriores estudios de la zona, y, en 1935, publica su “FLORA Y GEA DEL NORDESTE DEL PARAGUAY”, en contigüidad de colaboración con el Dr. Fiebrigs. Posteriormente, en espaciosa inminencia, contando con la generosa ayuda nuestro único filántropo —el excelso Andrés Barbero—, entrega a las prensas su “LAS UTRICULARIAS DEL PARAGUAY”, en la que se anota la prestación de ayuda de Guillermo Schouten (h), terminando la etapa edita de sus trabajos, con la aparición —resultado de las insistencias de colegas argentinos—, en 1941, de su “LOS ALGARROBOS DEL PARAGUAY”.

En 1944, publica un “CATALOGO DE GRAMINEAS” y una “BREVE RESEÑA DE LA VEGETACION PARAGUAYA”, obras postreras, efectuadas en colaboración con J. P. Carabia, que merecieron una segunda edición norteamericana, en 1945, bajo la nominación de “PLANTS AND SCIENCE IN LATIN AMERICAN”, Waltham, Mass.

Rojas fue constante colaborador de los equipos técnicos de los más altos centros de su especialidad como la Smith- sonian Institution, de Washington; la Fundación Lillo, de Tucumán; Darwiniana, de Buenos Aires; Instituto Botánico de Sao Paulo; Museo de Historia de Montevideo, e innumerables otras instituciones europeas, estadounidenses y americanas, habiéndosenos informado —sin haber podido constatarlo aún—, que la Smithsonian Institution, de Washington, ha designado una de sus salas afectadas a la botánica, con el nombre de nuestro ilustre compatriota, en reconocimientos a sus méritos excepcionales.

Más, el fin de la jornada no se hallaba lejano. Pero antes, le cupo usufructuar una merecida satisfacción. Una mañana de 1954, cuatro ancianos llegaban, con el paso tardo de los viejos, al Palacio de Gobierno: Teodoro Rojas, Genaro Romero, Narciso R. Colmán y Juan Francisco Giménez acercaban sus cansinas humanidades para serles ofrendado un reconocimiento nacional, a instancias de Ezequiel González Alsina, entonces secretario de estado.

Instantes después, la Orden Nacional del Mérito era prendida —pocas veces distinción nacional tan justamente acordada!— en los pechos de aquellos varones ejemplares. Aquel día raro, muy raro, que grande esplendió el lucero tutelar de nuestro patria!

Pero su viejo y gastado corazón muy poco resistió ya. Una mañana primaveral, el 3 de setiembre de 1954, su vida se apagó silenciosamente, acunado con los rumores de la estación juvenil, con frescor de fontana, como si la naturaleza quisiese dar marco adecuado a su conjunción con el hijo pródigo. Su recuerdo pervive en nosotros, como un mensaje eterno de fe en la tierra umbría que tanto amara, y su ejemplo, es aleccionante para las generaciones presentes y por venir.


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ANDRÉS BARBERO, EL FILÁNTROPO IMPAR

Era la mañana del 20 de setiembre de 1940. Cumplíase el siglo de la muerte de nuestro doctor Francia y el Instituto Paraguayo de Investigaciones Históricas había patrocinado un gran acto cultural dedicado a enaltecer su ilustre memoria, el que se realizaría en su local primigenio, entonces compartido con la Cruz Roja Paraguaya, viejos trastos, andamiajes descarnados y unos zarzales pertinaces de al parecer, imposible extinción.

Con nuestro venerable presidente, el doctor Adolfo Aponte, fuimos en demanda del no menos, doctor Andrés Barbero, generoso propietario de la sede ya mencionada y, en sus umbrales, se nos unió quien, con su palabra donosa y galana, tendría a su giro el gasto mayor de la evocación del procer: citando se está al doctor Carlos R. Centurión. Reunidos los nombrados miembros de número del Instituto, el doctor Barbero nos impuso la increíble nueva de que las autoridades le habían denegado el permiso para realizar la conferencia programada y que por lo mismo, dejaba en nuestras manos el tomar cualquier resolución al respecto.

La inconsulta determinación nos afectó en lo más hondo y, en gesto que no pretendió ser heroico pero sí de auténtica reformación ciudadana, nos trasladamos a la sombra amparadora del cafetal del Parque Caballero, en donde aquellos dos virtuosos ancianos se sentaron sobre una derruida estatua, mientras Centurión leía un enjundioso trabajo ante —resquicio para duda alguna habría—, el más insignificante y misérrimo auditorio que orador alguno, en cualquier meridiano, y hasta en nuestro país, hubiera padecido.

El inagotable buen humor del disertante no palió la desazón justificada de Barbero. Sin abatimientos pero con visible pena, nos prometió que pronto se edificaría mi local especialmente destinado para institutos científicos, lo que no permitiría la comisión de medidas tan deleznables como las que estábamos padeciendo en tan transcendental circunstancia.

Nos habló de sus muchas luchas y la poca receptividad que sus demandas tuviera en todos los órdenes, desde que la comenzara, por los albores del año veinte. Nos instaba a persistir, ya que, tarde o temprano, con ayuda de la suerte, más temprano que tarde, veríamos el premio a nuestros afanes y constancias. “—Mi obra, que es la vuestra, no es en vano”, nos repetía y, dirigiéndose a mí, el más oscuro, modesto e indotado ángulo, agregaba: “—Ni tú, Adolfo, ni yo, acaso veremos pero este mozo y su generación y las posteriores, lo verán, porque nosotros ya algo hemos hecho y más podemos hacer por legarles una realidad, por poco que sean ya los años que nos resten”.

No tenía yo entonces edad mental para comprender la hondura y significación de aquellas palabras. Hoy, en la madurez siquiera física de mi existencia, cargando en mis raídas alforjas más modestísimos méritos humanos e intelectuales, permítaseme confesar, cuando estoy en ese repositorio único de nuestra cultura, no puedo refrenar al ver su efigie en el bronce de la entrada, una íntima sensación de vergüenza, surgente de la certeza de que poco hice y menos hago, por merecer los conceptos generosos y confiados que sobre mi porvenir profiriera en aquella y otras oportunidades.

Veinte años después y desde bastante antes, ya la divulgación de nuestra cultura otros rumbos había tomado. La más liviana mirada de nuestra producción literaria actual nos lo decanta. Ya no son conferencias triangulares ni folletos, modestos de contextura pero de presuntuosas ambiciones: ni libros fantasiosos, sin negar a aquellos cuya factura e intención fueron y serán laudables, las únicas manifestaciones de este rubro del existir nacional. La más ligera compulsa, repetimos, nos dice de un auténtico reaccionar contra el marasmo, la larga siesta, según la definición clásica, al que los intelectuales nuestra faena aportamos, no ya como simples francotiradores, sino como los algunas veces dispersos elementos de una conciencia nueva y palpable.

En este instituto joven, por si lo es, el estudio sistematizado, congruente de hombres e instituciones de nuestra patria, es constante invariable. En él hemos celebrado y evocado el sesquicentenario del mayo inmortal. El bochorno del primer centenario esta vez no pudo darse, porque sus fastos no estuvo condicionado a ningún extraño factor determinante. Por influencia e imperio de una generación nueva, se ha venido estructurando una doctrina de unidad histórica. Y ello se debe, en decisiva dosis, a las normas legadas por el varón aquí evocado.

Se hace obligación ineludible la necesidad del recuerdo constante de su existencia extraordinaria, para tocante ejemplo de las noveles promociones. No era un santo ni pretendía ser un héroe. Pero, eso sí, constituía cumbre vital, tangible, de dureza extrema en sus muchas cuan dispares facetas, que vivió y pasó por este mundo, sembrando y expandiendo el bien dejando tras sí no tan solo obras materiales de beneficio social y cultural, sino, lo más valioso, una línea de conducta diáfana y directa, lucero perenne que orienta nuestras ambiciones.

De Italia provenían sus mayores y nació en nuestra capital en 1877. Relataban quienes fueron sus condiscípulos que desde edad muy temprana demostró poseer las cualidades que luego ostentaría por vida: tímido, cauteloso, constante y un proceder casi avaricioso de cuanto significara haber material. De su ascendencia había heredado la dureza, a ratos, inmisericorde, que denotan las personas provenientes de regiones donde la existencia no se desliza, sino se la disputa fieramente a la madre naturaleza. Ellas son poco afectas a dar cuarteles que, habitualmente, se les ha negado. Cuando la vida humana es supervivencia y no sencillamente vivencia, muy lejos hay que tener la mirada para el beneficio fácil de su cercanía. . . El no defraudó jamáis estas leyes atávicas a las que sujeto estaba. Eso sí, de alta y oportuna conveniencia es el consignar, canalizó su parca bondad hacia rutas definidas, cuyos métodos de arribo podrían ser cuestionables, pero sus resultados, de imposible bastardeamiento, cualquiera sea el prisma usado para el análisis.

Sin mayor convicción —oso afirmar, ninguna—, se hizo médico. No creía que su tarea esencial podría ser enmarcada en los límites de una profesión, por humanísima que la misma sea. Necesitaba de horizontes más amplios, que rebasen el corto devenir de una vida. Sediento de obras sociales y no pudiendo hacer recaer en otros el necesario aporte financiero para llevarlas a cabo, decide hacer fortuna que, bien lo es sabido, ella, en toda latitud y tiempo, solamente se entrega a quienes hayan hecho de este avatar, una conducta: una especial concepción de vida, no demasiadas veces moral y sí, a todas horas, implacable, con sus aparejamientos de humillaciones, dobleces y embolsadas de amor propio que aún, cotidianamente, presto es de constatar.

Por estas buscadas horcas caudinas pasaría. Mas, docente es apuntar, nunca pretendió amenguar el adverso juicio que ello le redituaría. Era una voluntad y una decisión lanzada en búsqueda de un éxito, y a él se dio, sin desmayos, debilidades ni hipócritas disfraces. Por esos años, pocos hubieran podido presentir en los azules destellos de aquel acero en constante forja que todo aquel caudal iría, en plena vida de quien los acrecentara, a dar efectivización a la más admirable obra social que patrimonio privado alguno haya ofrendado al país, en el más de cuatro siglos que llevamos andado.

Con defectos pero sin debilidades, Barbero paseó su prestancia discutida, temida, posiblemente odiada, sin que en nada le afectasen las grullas del Capitolio. Abundosa es la bibliografía de quienes, con parecidos cuando no homologantes defectos, ejercitaban esas notaciones que venimos haciendo, pero con la colateralidad consabida del ejercicio diario de la parte fácil y amable —jamás de la otra—, de la dulce religión que nos dejara el Nazareno, sin que, ni ebrios ni dormidos, intenten, siquiera por vía de romper la monotonía, ensayar un solo, uno sólo, acto moral que los acerque a ese Dios en quien afirman creer y nada hacen por honrarlo. Sus anchas espaldas gachas podrían andar con el pesado fardo de sus muchos pecados. Más Cartago ni Fenicia su representación tuviera en aquel acopio, inalterablemente baldío de Iscariotes.

Muchas cosas su bien definida cerebración ignoraría; algunas, por indotación, otras por no ambicionarlas. Por ello, hay que evocarlo y valorarlo en los estrictos delineamientos que él mismo se impusiera en vida. Su personalidad, resiste victoriosa, el arrecie tempestuoso de todas las pasiones. No existía el consenso público para Barbero y, mucho menos, culpas o perdones anticipados en la tierra. Todo lo que en contrario se ha dicho, y aún se diga, vaya si lo sabemos y sé!, no dicen relación ni con su persona ni con la verdad. La palabra perdón, nacida de un santo vocablo, no tenía significación para él y tampoco se torturaba en intentar exégesis.

Eso vendría del más allá. Exigüo era el tiempo que gastaba en angustiarse por la dilucidación de estas dramáticas preguntas que a casi todos nos entenebrecen alma y raciocinio. Se consideraba lo que era, y lo fue: no opulenta fulgurarapia de llama que hiere la vista y dimana por doquier destellos. Él era la humilde lumbre que, al remover de apagadas cenizas reaparecía con constancia perenne y permite, nuevamente, el reavivo brillante de las llamas que, cuanto más escuecen, igualmente prontas están por extinguirse. Esa misión o función hasta horas actuales fungen su memoria esclarecida.

Frisando en la cuarentena, decide con la firme e indesviable disposición que imprimiera a todos sus determinios, enfrentarse de lleno a la empresa para la que se dispusiera desde sus años mozos. No era resultado de arrepentimiento alguno, qué decir de temor! Sencillamente consideraba que había llegado el momento propicio de poner manos a la obra, y, a eso se dispuso. Contaba ya con el capital necesario e indispensable, rigurosamente personal, y, ninguna fuerza terrena podría oponérsele para la comisión de sus viejas ansias. No impetró ayuda de poder temporal o espiritual cualquiera. En la ríspida plenitud de sus fuerzas y en la absoluta posesión de sus recursos, decidió afectarlos al bien social.

De entonces, cuando el desvalido necesita de asistencia, cualquiera sea su condición, sexo, creencia o edad, Barbero, los Barberos, esta familia excepcional, ponen al alcance de esta dispar gama de exigencias, si no la solución, por lo menos la facilidad de un pedir altivo. Las puertas de nuestra Fundación, nominadas bajo el patrocinio de la más bella palabra de todas las lenguas “piedad”, abiertas siempre están, sin condicionar accesos a preguntas, indagaciones o condiciones que sólo atestiguan la pequeñez humana, traída en función asistencial generalmente solo por el temor a lo ineluctable.

A la mujer doliente no se le encasilla ni tarifa su sufrimiento preguntádole de creencias religiosas o de pertenencias políticas o sindicalistas, o si al día se encuentra con sus imposiciones. La Cruz Roja es el último, único, refugio para nuestras humildes mujeres en trance de sufrir; para combatir al terrorífico azote moderno del cáncer, el desamparado no tiene otra opción que nuestro Instituto —ad hoc—, y vaya tarea que viene cumpliendo; para la joven que aspire útil cuan honesta profesión, esencialmente femenina, los institutos de enseñanza de la Fundación, les tiene adecuadas especialidades que las habilitaran con decoro en esa aspiración formativa. Y suma y sigue.

Sin menguas de la trascendencia de la obra de quienes lo antecedieran en estos estudios, cabe significar que, con la fundación en 1921 de la Sociedad Científica del Paraguay, de factura y mantenimiento exclusivo de Barbero, recién se comenzó a sistematizar los estudios antropológicos en el país. Afectada la misma en la casi totalidad de sus tareas a esos estudios, se financiaron expediciones, se publicaron valiosas monografías y se les hizo llegar ayuda efectiva a los restos de las razas primigenias de nuestra nacionalidad. Mas, no solamente se cuidó de este otear constante del pasado sino que también, se constituyó la Asociación Indigenista del Paraguay, destinada a proteccionar el físico del natural, a la que se aditó la Academia de la Cultura y la Lengua Guaraní que brega, con cambiante suerte, por la defensa, mantenimiento y unidad de los valores eternos de la raza.

Y para el mestizo —que en gloria!—, sin dar acepciones deprimentes a este vocablo que en otras regiones de nuestra América tiene, y que jamás tuvo ni tendrá parecida valencia en el Paraguay, creemos que este nuestro Instituto Paraguayo de Investigaciones Históricas que desde hace un cuarto de siglo está irradiando nueva luz a la historiografía nacional y platense, con método, probidad y constancia ejemplares, su parte recibió y su parte hizo y está haciendo, respetando los cánones impuestos por el maestro. Él no cuenta para la consecución de sus altos fines con otra fluencia que no sean los venidos de la Fundación, al que se une la desinteresada cuan inestimable de amigos comunes que honran a nuestra cultura desde el silencio de sus generosas aportaciones. Y, adonde necesaria, este apresurado e imperfecto recuento no puede confinar al olvido el Museo y la Biblioteca de la Sociedad Científica, donde la idoneidad de una dama extranjera, hábil como la que más para ese destino, viene efectuando una obra merecedora de todo encomio.

Y, punto final al parágrafo: Hay una etapa de la vida en que obligadamente es hora de balance, arrepentimientos y lamentaciones. La vejez ante cuyas manifestaciones retardables pero ineludibles, capotan tantas conductas. Ese ángelus crepuscular que anuncia la noche irremediable, sin alba. Para este definitivo apronte el Hogar La Piedad, acciona, protege y enferetra sin que a las mismas se les indague, con minuciosidad policial, si consideran de conveniencia una rectoría espiritual para el recibo del inapelable viático.

Termina, en 1935, la gran experiencia sin enseñanzas y nuestro hombre se da por entero a la prosecución material de su ambicioso proyecto. Funge de ganadero, comerciante, albañil, herrero, carpintero, diversificando su personalidad polifacética en estas y otras más actividades, para ir tirando tal decía, en la “pequeña empresa” que se había echado sobre sus caídos hombros. Peculiar era su figura en todo el cabotaje norte cuando viajaba el establecimiento ganaderil familiar en la embarcación y clase más ínfima que imaginar uno pudiera: sentado en banqueta lustrosa de sebo proletario, portando su propia provisión de boca. Así era y se conducía.

Ni gremialista ni político, no se consideraba digno de figurar en estas ni en ninguna otra casilla. Más valía para él la intención afectada a un hecho cierto que todas las protestas para un obtener de cuya sola intención desconfiaba. Declarado enemigo era de los disfraces y prefería la más modesta cualidad auténtica a las calenturientas promesas de los talentos que nunca acaban de encontrar su métrica. Odiaba todo teatro, por ingénuo que fuera o laudable sus intenciones. Su sencilla mentalidad era eminentemente constructiva y odiaba las especulaciones. No daba ventajas a nadie, pero el pedirlas tampoco figuraba en su panorámica. Se estaba en sus cercanías sin preguntas ni condiciones, dado que no las imponía.

Por aquellos años comencé el usufructo de su imponderable amistad. Curando en salud y, a salvo todas las distancias, puedo consignar que fui de sus últimos y más modestos colaboradores. No sé si de su confianza o respeto, pero cierto y documentado esto de que sí y en grado por demás generoso, de su irrestricto aprecio. Nos visitábamos, y no fueron pocas las mañanas —casi madrugadas—, en que a mi humilde casa llegaba, en demanda de alguna gestión, siempre en la diestra algún obsequio bibliográfico, generalmente de su edición, porque no era de los que pedía favor o atención sin antes ofrecer algo de sí.

Quiero, para los que no tuvieron el privilegio de conocerlo, recordar un acontener de su vida que lo retrata con impresionante fidelidad: en 1937, se produce un cambio de situación política en nuestro país. Llegaba a palacio —se afirmaba con decidida fecundia—, la Universidad, y, es llamado a integrar el gabinete, nuestro Barbero. Caso insólito: al llamado presidencial, cargo entonces ejercitado por su condiscípulo el honorable Félix Paiva, contéstale el en eso incurso y además vecino de por vida, que antes tendría “que consultar con su conciencia” y luego decidiría! Tres semanas fueron necesarias para que ésta lo autorizara para aceptar... Sabéis, sabemos de homologancias? Cabe que contestes andemos por la negativa.

Frío, sin nervios, con una serenidad y valentía poco comunes, dispuso en vida cuanto habría que hacerse de todos sus bienes luego de producirse su óbito. Nada dejó este varón escrupuloso en extremo al pertinaz atareamiento de los demás. Tuvo el triste privilegio de ver desaparecer a varios de sus más denodados colaboradores, en quienes mucha confianza depositara para una administración ulterior a su muerte. Les vio partir con pena pero sin desazón, y con renovados bríos se engolfó en sus dispares tareas, en fuerte disputa de tiempo a la hora de su propio tránsito, que no se le antojaba lejana.

Un día cualquiera, opaco como su vida, se apagó en silencio, como pidiendo disculpas de los inevitables trances que este acontecimiento produce. Era el 14 de febrero de 1951. Firme guardia a sus despojos mortales hicimos sus últimos amigos. Al día siguiente lo depositamos en el cementerio de la Recoleta, para, terminado el oratorio familiar de Santísima Trinidad, nuevamente portarlo, junto con sus familiares ya idos, en 1957, en lo que esperamos, sea la definitiva etapa terrena.

Periclitada su misión, comienza la nuestra. Para honrar y enaltecer la memoria augusta de aquel hombrecillo de caídos hombros, tradicionalmente vestido a la “antigua”, zapatos de caña, hablar tenue y mirada huidiza, que tanto hiciera y más legara, al país, no ha restado una hueca en la nominación de una escuela, entidad social, cultural, una calle, qué pedir avenida, que la planimetría ingenieril o espiritual, siquiera a desgano ubicar pueda su nombre. Porque, ¡acabábamos!, no se puede considerar saldada la deuda con el apelo al fácil expediente de con su nombre designar a un instituto docente, de su creación y mantenimiento exclusivo o, más pedestre e infeliz deviene la intención, cuando se sustituyera setenta metros de empedrado alevoso, que nos recordara la vida portentosa del capitán Matías Bado, minoración imperdonablemente preterida por ediles ignaros, dado que ello, no era, ni es ni podrá ser otra cosa, que humillante servidumbre de tránsito en predio propio.

Hondo, muy hondo se debe meditar sobre todo esto, si es que se quiere y —opresivamente se necesita—, surjan imitantes de quien, con más afecto que baquía, justicieramente hemos tratado de memorizarlo para los que, fisiológicas y espiritualmente, nos preceden.

 

 

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