EL ARTE EN LOS TIEMPOS GLOBALES
TRES TEXTOS SOBRE ARTE LATINOAMERICANO
por TICIO ESCOBAR
EDICIONES DON BOSCO/ ÑANDUTI VIVE,
Asunción-Paraguay 1997 (85 páginas)
Diseño Gráfico: Osvaldo Salerno
DIBUJOS: RICARDO MIGLIORISI
Este libro lo podrá adquirir en la librería del CAV/ MUSEO DEL BARRO
(Calle Grabadores del Cabichuí
entre Emeterio Miranda y Cañada, Barrio Isla de Francia
Tel.: 595 21 607.996)
LA CAZA DEL YAGUARETE
INTRODUCCIÓN: Desde hace mucho tiempo, la confrontación entre lo local y lo internacional plantea problemas a la teoría y el hacer del arte latinoamericano. Las disputas entre lo propio y lo ajeno, las dudas acerca de la posibilidad de asumir códigos extranjeros para expresar historias particulares así como los temores a perder espacios ante la invasión de los signos imperiales constituyen cuestiones que han atormentado a artistas y desvelado a pensadores durante varias décadas. Pero también han constituido estimulantes retos para la producción de discursos y de imágenes a lo largo del entrecortado mapa latinoamericano. Aquellos problemas y estos desafíos han sido fundamentales para pensar “lo latinoamericano”: ¿cómo se define la “latinoamericanidad” del arte (si hubiere realidad alguna correspondiente a este término) en el medio de una tensa escena de enfrentamientos entre lo nacional y lo mundial, lo popular y lo erudito, lo periférico y lo central, lo tradicional y lo moderno?
La globalización acerca otros problemas. Y exige la revisión de conceptos que venían acotando el perfil de lo artístico latinoamericano a partir de aquella escena. Hoy los límites y las fronteras se han vuelto provisionales, vacilantes, y las épicas batallas que oponían a los unos y los otros se han fragmentado en escarceos livianos: lides menores que más se acercan a la complicidad del juego, el pragmatismo del inter-cambio o la confusión de la mezcla que a la solemnidad del dramático conflicto moderno.
¿Hasta qué punto es válido hablar hoy de “arte latinoamericano” en un tiempo de identidades revueltas y posiciones cambiadas; en un mundo desterritorializado y parejo, confuso y globalizado? Buscando ubicarse ante esta pregunta, ya que no intentando responderla, esta publicación reúne tres artículos que merodean esta cuestión difícil y la conectan con otros temas.
El primer artículo, titulado Arte latinoamericano: el debe y el haber de lo global fue encargado especialmente por el Centro de Documentación e Investigaciones del Museo del Barro a los efectos de que sea publicado en este texto. Algunas cuestiones planteadas bajo el título Arte latinoamericano en jaque se basan en consideraciones que yo presentara en un encuentro realizado en Bellagio, Italia, dentro del proyecto titulado Nueva Historia del Arte desde América Latina: Temas y Problemas. El programa se halla promovido por la Universidad Autónoma de México. El título Arte, aldea global y diferencia corresponde parcialmente a un artículo que me fuera solicitado por la University of Texas at Austin. Este escrito formará parte de un libro a ser editado bajo el título de Beyond Identity: Globalization and Latin American Art. Todos estos textos se han visto enriquecidos a partir de algunos artículos que he publicado en el Diario Ultima Hora sobre el tema de la globalización.
Agradezco a Osvaldo Salerno, Director del Museo del Barro, y al Padre Juan Rubio, Director de la Editorial Don Bosco, por el interés que han manifestado en la edición de estos textos.
TICIO ESCOBAR.
Asunción, Abril de 1.997
**/**
ÍNDICE:
INTRODUCCIÓN
ARTE LATINOAMERICANO: EL DEBE Y EL HABER DE LO GLOBAL
· INTERNACIONALISMO Y GLOBALIZACIÓN
· EL BALANCE
· CONSECUENCIAS
ARTE LATINOAMERICANO EN JAQUE
· DESMONTAJES
· POSTURAS
· ELOGIO DEL OPORTUNISMO
ARTE, ALDEA GLOBAL Y DIFERENCIA
· GLOBALIZACIÓN, DIFERENCIA
· EL ARTE DESPUÉS DE LA UTOPÍA
**/**
EL ARTE DESPUÉS DE LA UTOPÍA
C. A MODO DE CONCLUSIONES. (Páginas 79 a 82)
Tanto la brevedad del espacio disponible como la dificultad del tema elegido empujaron quizá a una simplificación excesiva de ciertas cuestiones. Es justo matizar alguna y reconocer que muchos aspectos que hoy señalamos como «conquistas posmodernas» estuvieron siempre presentes en los afanes ambiguos del arte moderno. De hecho, estoy seguro que la crítica a la modernidad no significa la cancelación de sus grandes temas sino la relativización de los mismos: una lectura deconstructiva de los procesos impide considerarlos en forma bipolar y definitiva pero no los cancela; añade otros términos al conflicto e instala la contingencia en sus articulaciones pero conserva el problema. Y aunque ya no intente resolverlo a través de síntesis grandiosas, nuestro presente sigue buscando respuestas que ahora son provisionales y cruzadas, ambiguas, parciales, pero siguen constituyendo tomas de posiciones ante circunstancias que, en gran parte, continúan siendo adversas a la condición humana.
Es por eso que, aunque el arte no deja de interrogarse sobre las identidades, no intenta ahora conciliar sus tensiones en grandes construcciones monoidentitarias, étnicas o nacionales, sino asumir su multiplicidad y a veces nombrar sus contornos fugaces. Y, por eso, gran parte del arte latinoamericano de hoy no busca comprender el pleito entre globalización y diferencia como una contradicción que debe ser resuelta sino como una situación compleja que debe ser manejada. Las obras más significativas se nutren del conflicto entre la integración y las identidades sin celebrar o condenar sus términos ni encararlos como los polos exclusivos de una disyunción binaria: logran asumir que tal enfrentamiento constituye un condicionamiento abierto a posibilidades y riesgos propios, una situación que debe ser enfrentada sin reducciones maniqueas que idealizan o maldicen las señales del propio tiempo como si radicara en ellas la clave misma del problema. Tales obras, por eso, pueden reinterpretar simbólicamente aquel conflicto y convertirlo en una tensión inquietante, en matriz de otras figuras. Y pueden plantarse ante la realidad más con la intención de interrogarla que con la voluntad de cambiarla.
Como en otras situaciones igualmente adversas, la producción artística -casi no se atreve uno a hablar de «arte» a secas-continúa tercamente un derrotero que parece por trechos intransitable, que se muestra interceptado por encrucijadas y caminos paralelos y se abre en un haz de rumbos inciertos o simplemente imposibles. Como en otros tiempos, los trajines de la forma -casi no se arriesga uno a nombrar sin más la estética- se ingenian para revertir situaciones desfavorables y retomar, tanteando a ciegas, la ruta esquiva del sentido. Sin tantos aires de grandeza, con menos responsabilidades ante la Idea y compromisos con la Historia, los artistas de hoy pueden mirar sin mucho drama hacia adentro y hacia atrás, hacia el costado, incluso, y detenerse ante alguna fracción menuda de un icono recién derrumbado y lanzar preguntas sin esperar respuestas reveladoras y renovar el silencio de los terribles enigmas que encrespan las diferencias, turban la subjetividad e impiden que el Todo se cierre con un chasquido sin ecos.
LA TORRE DE BABEL
ARTE LATINOAMERICANO:
EL DEBE Y EL HABER DE LO GLOBAL
Hay conceptos que aparecen de pronto en un territorio teórico cualquiera, se extienden a distintos niveles disciplinarios, al lenguaje corriente y la vida cotidiana y terminan por impregnar el horizonte cultural entero de un momento y, por lo tanto, por volverse indispensables. Son conceptos fastidiosos y presentan riesgos varios (suelen convertirse en muletillas, en recursos eximidos de todo rigor) pero resultan notablemente fecundos y tienen la ventaja de contar con una vida útil generalmente breve y de disponer de eficientes mecanismos de codificación (todo el mundo sabe o intuye de qué se habla cuando se habla de ellos). El concepto de «globalización» es uno de ellos. Es imposible hoy hablar de cultura, política o economía sin nombrarlo en algún momento. Como fue imposible hacerlo, y sigue siéndolo por momentos, sin mencionar el posmodernismo. Me parece por ello inevitable considerar ese concepto para revisar algunas cuestiones referidas a los desafíos del arte actual y, más específicamente, el producido en América latina. La metáfora del balance contable puede servir en algún punto para sugerir la necesidad de un abordaje complejo, oscilante, ante una situación que tanto abre posibilidades y plantea obstáculos como lanza retos estimulantes (en exceso pesados, a veces).
1. INTERNACIONALISMO Y GLOBALIZACIÓN
La cuestión de «lo internacional» marcó con fuerza el devenir del arte moderno latinoamericano, definido, en gran parte, según las posiciones que adoptaba ante el llamado «arte universal», «occidental» o «euro-norteamericano». Por eso, la dialéctica que enfrentaba las ideas de particularidad/ universalidad, fue decisiva para determinar lo específico del arte de América Latina a través de momentos distintos.
LAS ESENCIAS
Lo artístico latinoamericano fue (y sigue siendo a veces) considerado en términos esencialistas, como designando una realidad homogénea y compacta expresable en formas particulares. El «latinoamericanismo» implica la proyección regional de los nacionalismos: supone que las diferentes comunidades nacionales construyen imágenes identitarias específicas a partir de un territorio común y de ciertos rasgos compartidos (pasado indígena, conflicto colonial, mestizaje, contradicciones particulares del periodo independiente, procesos transculturativos, dependencia cultural y, últimamente, hibridez, carácter multicultural y poliétnico, etc.).
El latinoamericanismo no pudo solucionar los retos que planteaba la confrontación con los símbolos propuestos (o impuestos) por las metrópolis porque trabajaba los conflictos históricos como disyunciones lógico formales: la tradición y el futuro, por un lado, y lo particular y lo universal, por otro, se enfrentaban en contradicciones insolubles, paralizantes. O bien el artista era fiel a la memoria, las señas de la identidad y las condiciones propias (y entonces corría el riesgo de producir un arte tematista, provinciano y atrasado) o bien se abría a los aportes universales (y acá corría el peligro de convertirse en dócil repetidor de los signos imperiales: en un renegado). Cargado de culpas y de ansiedades el novel arte latinoamericano se paralizó muchas veces ante este escollo, pero tantas otras pudo sortearlo a través de la práctica concreta de sus mejores creadores.
LA DIALÉCTICA
Presionada por el avance de un frente cosmopolitizador expansivo que promovía la modernización y la puesta al día del arte en todas sus formas, la teoría crítica reformuló el modelo de oposiciones congeladas: los conflictos comenzaron a ser comprendidos como momentos de un despliegue histórico capaz de conciliar los antagonismos de sus términos en síntesis superadoras. Los agentes de esta tarea de mediación/redención fueron los vanguardias. Los movimientos vanguardísticos latinoamericanos se encargaron de apropiarse de las innovaciones metropolitanas para ponerlas al servicio de la causa propia: para significar la realidad concreta y, así, transformarla. Entonces, las oposiciones entre lo local y lo internacional, lo propio y lo ajeno y el centro y la periferia se convirtieron en parejas-dínamos capaces de movilizar la comprensión/transformación de lo real.
Estos conceptos dicotómicos suponen la idea de un mapa mundi diseñado a partir de posiciones territorialmente localizadas que entran en conflicto: existe un centro y sus periferias, un adentro y un afuera, dominios propios y ajenos. Existen fronteras cuyo trazo constituye un eje en torno al cual se articularán diversos pares de oposiciones binarias. Y existen demarcaciones nacionales que acotan acervos identitarios distintivos. La tensión hegemonico-subalterno se repite al interior de cada región y, aún de cada nación. Las culturas de países periféricos dependen de las de las sub metrópolis regionales. Así también, las culturas marginales (rurales, indígenas, suburbanas) están subordinadas a las señales emitidas desde las ciudades capitales en un proceso de sucesivas mediaciones a través de las cuales se ejerce escalonadamente el poder central. (En cada caso, será función del arte expresar y sintetizar esas oposiciones: resolverlas en una instancia superior capaz de asumir los momentos enfrentados).
DE FRAGMENTOS Y GLOBALIDADES
El paisaje global aparece diseñado de otra manera. La reestructuración trasnacional de las sociedades presenta un mundo revuelto y ambiguo, difícilmente traducible en categorías espaciales estables. La hegemonía ya no es pensada a partir
de referencias geográficas. Y esto tiene dos consecuencias: I. «El centro» no tiene una localización puntual sino que disemina sus energías a través de circuitos abstractos, omnipresentes: reticulados electrónicos y telemáticos, complejas formaciones trasnacionales. II. Lo periférico es definido en gran parte desde categorías de género, económicas, y socioculturales que nada tienen que ver con posiciones territoriales. La misma tensión centro/periferia deja ser concebida en clave dialéctica: no moviliza un proceso teleológicamente orientado y no está fatalmente destinada a la superación de sus contradicciones.
A diferencia del internacional, el mundo global no está construido sobre grandes síntesis sino a partir de una proliferación hormigueante, confusa, de oposiciones simultáneas y dispersas. La modernidad elige itinerarios bifurcados: avanza por pares antimónicos, por enfrentamientos binarios (superables). La globalidad prefiere modelos ramificados, rizomáticos: puede avanzar o retroceder tanteando caminos entrecruzados, abiertos en haces o en vías paralelas; puede detenerse ante atajos o encrucijadas, ante puntos muertos; puede vacilar indefinidamente ante contradicciones múltiples (no precisamente superables). Este carácter multifocal explica la causa de la gran paradoja posmoderna:
¿Cómo es posible pensar la cultura en término planetarios y, simultáneamente, abjurar de las totalidades y celebrar el fragmento? El internacionalismo moderno asume la necesidad de explicaciones omnicomprensivas; la globalización no. Tiende las redes de la información y los mercados trasnacionales a lo largo y a la ancho del planeta. Y también, y al mismo tiempo, proclama su respeto a lo pluricultural y su apego a lo diferente. Esta ambigua coexistencia de términos inconciliables es propia de un tiempo light, poco preocupado en obtener síntesis gloriosas y victorias definitivas. El paisaje global no tiene fronteras ni accidentes graves ni esconde historias dramáticas. Y casi siempre se muestra nublado.
El tema de la vocación anti-utópica de la posmodernidad, explorado ya hasta el aburrimiento, remite al clima brumoso de un presente desencantado. Entibiado por estos aires lánguidos, el arte latinoamericano posvanguardístico moderó, por un lado, sus impulsos y sus pasiones; por otro, se vio obligado a reformular sus presupuestos conceptuales y sus relaciones difíciles con «lo real» y sus demandas. Es que, una vez canceladas sus misiones redentoras y amortiguado su potencial crítico, el arte debe enfrentarse a cuestiones formales y semánticas que parecían resueltas por la modernidad y que reflotan ahora bajo la forma de nuevos problemas. Pero también debe replantear sus mecanismos á través de los cuales elaborar conflictos varios de poder: cuando ve alterada la escena en donde ocurren sus formas, el arte se enfrenta a una coreografía diferente; a posiciones y oposiciones que ya no son las mismas. Las fronteras «internacionales» vacilan y se borronean, se ocultan. Por eso, las parejas de oposiciones binarias del tipo hegemónico/ subalterno, universal/ particular, euro-norteamericano/ latinoamericano, etc. difuminan sus límites y, antes que en síntesis, desembocan en mescolanzas, en fenómenos confusos de sincretismo e hibridación. Y por eso el arte de Latinoamérica ya no es considerado ni como el santuario de esencias exteriores a la historia ni como el hijo feliz de grandes síntesis conciliadoras. Es comprendido como un enredo promiscuo, un entrevero de formas ajenas y propias, cultas y populares, tradicionales y modernas. Más que terribles adversarios, el centro y las periferias parecen hoy cómplices de alegres tráficos, actores que intercambian las máscaras; a lo más, rivales provisionales de una competencia no demasiado seria y bastante poco clara.
II. EL BALANCE
Ahora bien, ¿este carácter equívoco y plural del arte actual latinoamericano es deseable o pernicioso? ¿Expande o restringe el tiempo global el campo de lo artístico? Como cualquier condicionamiento cultural, la globalización actúa en forma ambivalente. En cierto sentido, las nuevas situaciones se vuelven propicias a determinados momentos del devenir del arte; en otro, actúan como factores adversos suyos. Y en ambos casos es posible que operen como desafíos estimulantes o como provocaciones que sobrepasan su capacidad de respuesta.
UTILIDADES
El descrédito de los paradigmas normativos y el fin de la obligación de transgredir la forma y de cambiar la historia han afirmado cierta libertad expresiva del artista. Este ya no se siente constreñido a innovar constantemente, adscribirse a las tendencias de turno o encontrar salidas redentoras. Además, el colapso de los modelos únicos permite el desarrollo de la tolerancia hacia formas artísticas diferentes a la gran propuesta ilustrada. Entonces, otros sistemas de representación y significación, crecidos más allá de los bordes del devenir moderno, parecen adquirir los mismos derechos que las formas consagradas por la historia oficial del arte (y terminan, de hecho, enriqueciendo éstas y sacudiendo sus contornos entumecidos).
Hay otra ventaja: la globalización complejiza los circuitos y dilata los ámbitos del intercambio cultural. La expansión planetaria del mercado y el desarrollo de los programas de integración regional, así como el carácter electrónico y telemático de la comunicación posnacional, instauran una escena intrincada y fructífera de aceleradas confrontaciones, tráficos y conexiones entre los artistas del mundo entero. Empujados por esta tendencia, los mismos circuitos del arte actúan en gran parte a través de redes trasnacionales: las galerías, ferias y bienales aspiran a convertirse en vitrinas mundiales y los grandes eventos y las curadorías invocan la hibridez y la trashumancia intercultural como argumentos en pro de la apertura de nuevas escenas desterritorializadas.
PÉRDIDAS (DESAFÍOS)
Pero, ya queda dicho, los tiempos posmodernos y globales también acercan nuevos escollos y trabas al devenir azaroso del arte de nuestro tiempo.
Una dificultad deriva del tedio. La disminución de su tono utópico y vanguardístico ha restado fuerza a un sistema en gran parte movido por pasiones dramáticas y por heroicas causas. Y desde la influencia neoliberal, las novedades aparecen como objetos de consumo o como espectáculo: la innovación pierde su filo crítico y acentúa el tono banal del arte presente.
Por otra parte, el acelerado incremento de los medios masivos y las tecnologías audiovisuales de información y comunicación no significa precisamente la ampliación de los recursos expresivos del arte, sobre todo del latinoamericano. Primero, porque la tecnología de punta no se encuentra a disposición de los creadores, muy especialmente los provenientes de países periféricos. Es decir, el desaforado consumo mass-mediático de los países de América latina no se ve compensado por la posibilidad de estos países de acceder a la producción tecnológica posindustrial, controlada siempre por los circuitos centrales. Segundo, porque tiende a mantenerse la distancia que separa el terreno de las artes visuales (herederas de la tradición de las «bellas artes») del ámbito de las producciones ligadas a los medios masivos y las nuevas redes de información.
Hasta hoy, el arte ilustrado no ha querido o no ha podido asumir los retos de una cultura basada en la divulgación masiva y las tecnologías avanzadas. La necesidad de hacerlo se constituye en un desafío ineludible para que las formas del llamado «arte erudito» puedan utilizar, en la medida de su accesibilidad, conquistas y espacios ganados por las industrias culturales y la comunicación electrónica. Pero también para que puedan nutrirse de sus códigos y sus imágenes; de sus repertorios simbólicos, que actúan como los principales configuradores de los imaginarios y la sensibilidad estética contemporánea. La figuración mass-mediática ha sido objeto de exploraciones importantes. Por ejemplo, en una actitud más desconstructiva que denuncialista, muchas obras han trabajado la banalidad de la iconografía global para incomodar desde la obviedad de sus formas y forzar, así, el acceso a otros niveles de significación. Pero, a pesar de los alardes pos-ilustrados de hibridez transterritorial, de hecho continúan las fronteras entre los dominios acotados del arte erudito (desde donde se acceden a experiencias privilegiadas de la realidad), los escenarios de la cultura masiva (a través de los cuales los grandes públicos acceden a representaciones espectaculares y universalmente inteligibles) y los terrenos, nuevamente exclusivos, de la tecnología de punta (reservada, en su producción, a los poderes centrales y, en su manejo, a las élites posmodernas).
RUPTURAS
Las ambivalencias de la globalización también exigen reacomodos teóricos. Promueven, por ejemplo, el replanteamiento de cierto concepto de innovación ligado a las ideas de modernidad y vanguardia. Determinado tipo de obra, de cuño «experimental» y afán renovador, ya no puede apelar sólo al stock de transgresiones perceptuales o recursos técnicos modernos para asombrar. Es decir, para provocar la emoción o el extrañamiento poético, ese desfase brusco entre lo real y lo representado que turba la presencia del objeto y lo obliga a soltar significados nuevos. Sofisticados ardides utilizados por las vanguardias para proclamar sus estatutos cosmopolitas y sus criterios de avanzada lucirían como cándidos juegos infantiles en el paisaje global. No pueden por eso, competir con los procedimientos más elementales de realidades virtuales y de efectos especiales o los más obvios trucos de videoclips consumidos cotidianamente por el gran público.
Esta pérdida tiene sus ventajas: promueve una asunción más rigurosa y sincera de las posibilidades propias del hacer artístico. Posibilidades mejor vinculadas con sus articulaciones lingüísticas y sus maniobras retóricas; más comprometidas con sus niveles reflexivos y su carga expresiva, con sus condiciones materiales, con su memoria, quizá. Ahora el arte ya no puede pretender movilizar la sensibilidad colectiva a través de piruetas y recursos pirotécnicos, de meras excitaciones retinianas o prestidigitaciones audiovisuales. O de innovaciones revolucionarias capaces de revelar algún costado del camino verdadero. Y esto puede constituir un resguardo no sólo ante el dramático rupturismo moderno sino contra el frívolo espectacularismo posmoderno. Y una ocasión para volver a partir del signo. Para enfrentar la forma sin tanta interferencia; para acosarla intentando respuestas que no serán sino interrogantes nuevos capaces de renovar la búsqueda inútil, necesaria, del sentido.
OTROS TERRITORIOS
La señalada ambigüedad de la globalización determina el hecho de que ciertas conquistas suyas deban ser tomadas con pinzas. Pero también la paradoja de que las propias limitaciones de estos logros puedan ser revertidas en posiciones favorables. Me referiré primero al hecho de la relatividad de las conquistas. La globalización significa en cierto sentido la interconexión a nivel planetario de las redes del mercado y la comunicación. Los circuitos del arte, según queda señalado, pueden usar, y lo hacen, esta figura un poco delirante de vitrina universal. Pero, de nuevo, ¿quién tiene acceso a este escaparate? ¿qué producción puede integrar el espectáculo glorioso de las culturas-mundo? El trilladísimo (y difícil de pronunciar) término «desterritorialización» no cubre, como presume, una extensión tan libre de fronteras. Gran parte de la producción artística sigue condicionada por coordenadas territoriales: el arte periférico, por lo menos, circula en general como producto acotado y como cifra (más o menos orgullosa) de «cultura nacional». Y si accede a los grandes mercados y exhibiciones lo hace no mediante su participación en el momento «global» sino gracias a la fetichización del término «diferente». Caratulada desde afuera, la diferencia no significa, entonces, el resultado de una construcción subjetiva sino el producto de un nuevo clisé. En este encuadre, el «otro» de hoy es el «subalterno» de ayer; el «buen salvaje» de anteayer, quizá. Se ha señalado ya con suficiencia el riesgo multiculturalista de idealizar lo pluri-identitario latinoamericano en cuanto versión posmoderna de lo real maravilloso empaquetado.
INTEGRACIONES
Los espacios comunes abiertos por los proyectos de integración regional son estimados como otras conquistas de los programas globales. En cierto sentido esta consideración es legítima, según quedó apuntado. Pero en tanto no puedan coordinarse políticas culturales capaces de incidir en las decisiones estatales, tales logros no pasarán de constituir meras proclamas más o menos bienintencionadas pero completamente inútiles. Tomo como referencia el Mercosur (Tratado para el Mercado Común del Sur, que involucra a Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay). Mientras no se sancione una legislación aduanera uniforme que promueva el libre flujo de obras de arte entre los países signatarios del tratado, los artistas seguirán chocando con fronteras y soportando pesados trámites y cargas impositivas. A la hora de su implementación, muchas muestras inter-regionales organizadas bajo la idea del Mercosur, tropiezan con la paralizante burocracia fronteriza incompatible con los principios trasterritoriales declarados en el Tratado de Asunción.
Sigo tomando como ejemplo el Mercosur para exponer ahora el caso de una situación favorable creada a partir de las flaquezas del modelo trasterritorial. Los cuatro países adscriptos al Tratado ocupan posiciones geopolíticas de desiguales ventajas y, por lo tanto, mantienen entre sí relaciones asimétricas. A partir de esta condición, la supervivencia de lo artístico como expresión de soberanía nacional puede en cierto sentido resultar provechosa para los países que ocupan posiciones desventajosas. Por ejemplo, los muchos eventos organizados en torno al tema «Arte/Mercosur» exigen una representación paritaria de los países signatarios del Tratado (necesariamente, los artistas de Paraguay y Uruguay participan en iguales condiciones que los de Brasil y Argentina, países que ocupan regionalmente posiciones sub-hegemónicas y que tienden, por ello, a acaparar los espacios). Obviamente, este solo hecho no garantiza el establecimiento de relaciones interregionales transitivas en lo cultural; relaciones que sólo podrían ser imaginadas a partir de la concertación sistemática de políticas culturales que asuman y regulen las disparidades. Pero esta utopía escapa a nuestro tema.
III. CONSECUENCIAS.
¿Entonces? ¿Nos conviene o no la globalización? ¿Suman más sus posibilidades o sus inconveniencias a la hora de evaluar sus efectos sobre la producción artística latinoamericana? ¿Se benefician los artistas de las periferias con la tolerancia pluricultural, los megamercados y las cibercomunicaciones o estos logros no corresponden más que a estrategias de reposicionamiento de los poderes centrales? ¿Sólo los países hegemónicos participan a la larga del banquete global?, etc.
No creo que ni la estigmatización de lo global ni su glorificación complaciente puedan resultar útiles. Es cierto, por un lado, que la planetarización de las comunicaciones y la crisis de muchos fundamentalismos modernos ensanchan el campo de la confrontación intercultural y promueven el reconocimiento de los discursos alternativos. Es verdad, por el otro, que una parte importante de la comunicación mass-mediática está manipulada por el interés de las mega corporaciones; que la escena global se encuentra movida por la apetencia voraz de los mercados mundiales y los competentes credos neoliberales. Pero este carácter ambiguo de nuestro tiempo no significa más que un condicionamiento que debe ser enfrentado críticamente, trabajado simbólicamente. No se trata por eso de condenar apocalípticamente lo global ni de integrarse sumisamente a sus designios sino de considerarlo un dato que asumir, un conflicto que elaborar. Lo más significativo del arte actual latinoamericano se nutre de las tensiones y oposiciones que plantea la globalidad. No intenta quizá, «sintetizarlas». Es decir, no espera ya conciliar los momentos enfrentados que perturban y alimentan su memoria y su proyecto; momentos hoy esparcidos, confundidos entre sí en un paraje extraño que tiene más del simulacro de las escenografías que del dramatismo de los campos guerreros. Ya quedó señalado que la renuncia a resolver redentoramente los conflictos mengua los ímpetus del arte. Pero también abre posibilidades y trae desafíos nuevos que descongestionan su posicionamiento y logran removilizar sus formas.
La reacción anti-utópica que sofocara la vocación pendenciara del arte durante gran parte de las décadas de los setentas y ochentas cede hoy ante nuevas formas de crítica. Una crítica más dirigida a desorientar las lecturas unívocas de lo real y a poner en escena sus enigmas y sus aspectos irritantes que a redimirlo a través de la revelación de sus cifras. Este tipo de cuestionamiento, que podríamos llamar «desconstructivo», estorba la creación de grandes síntesis reconciliatorias e impide que las diferencias sean aclaradas y reducidas. Por eso el arte contemporáneo no resuelve ni descifra, no disipa las tensiones. Lanza interrogantes y renueva enigmas, molesta insidiosamente el trabajo de los conceptos estabilizadoras y busca, así, inquietar la comprensión de lo real y asumir su vieja tarea de remover las significaciones colectivas. Tiene la faena de aventurar visiones de conjunto y proponer modelos de cohesión social en un presente en que los imaginarios colectivos se nutren en gran parte de los medios masivos y la tecnología electrónica; en un momento en que los referentes identitarios oscilan y se disipan los fundamentos. Tiene la difícil misión de conectar fragmentos y lanzar redes de sentido en un tiempo ecléctico y descreído. Cada época presenta sus paradojas y sus escollos. La nuestra acerca estos desafíos. Según cómo los enfrente, el arte de América Latina será capaz de definir posturas propias, que, de seguro, nunca serán definitivas y estarán siempre entrechocando y mezclándose, cruzando y confundiéndose con las otras tantas posiciones que conforman el amasijo bullente del escenario global.
ARTE LATINOAMERICANO EN JAQUE
El concepto «arte latinoamericano» debe ser problematizado. Este enunciado viene siendo repetido desde hace décadas y es recordado con más énfasis ante cada situación epistémica nueva. Ahora, la crítica a la modernidad y la sazón global obligan a reconsiderarlo. En este capítulo quisiera recoger los resultados de algunas discusiones que podrían ser útiles para adelantar el debate acerca de su vigencia.
Aracy Amaral, una de las figuras más importantes de la crítica latinoamericana, se disgusta cada vez que oye pronunciar el término «Arte Latinoamericano». «Ese vocablo no designa realidad alguna», dice más o menos en estos términos, «es incapaz de definir un contorno propio por encima de las tantas singularidades que engloba; y cuando lo intenta, termina cosificándolo». Entiendo que lo que Aracy quiere recalcar es el riesgo de sustancializar tal concepto. Tratando de evitar este trance, hoy se tiene el cuidado de no dotar al término de un referente ontológico ni, consecuentemente, pensar que nombra una realidad homogénea y compacta, expresable en formas específicas.
En los próximos puntos me referiré a estos esfuerzos por desconstruir los fundamentos (esencialistas) del arte, tanto refiriéndome a consideraciones metodológicas varias como nombrando rápidamente las posiciones que asume el llamado «arte latinoamericano» ante los empujes de la modernidad y algunas cuestiones que estos movimientos suscitan.
I. DESMONTAJES
Para desustancializar lo latinoamericano se viene trabajando, desde distintos frentes, en contra de ciertos postulados tradicionales de la historiografía y la crítica de arte. Me refiero rápidamente acá al cuestionamiento a cuatro importantes ejes conceptuales:
1. La lectura de los procesos artísticos como momentos de un despliegue lógico. Es decir, la explicación de las obras y movimientos a partir de la evolución de estilos formales que se van concatenando entre sí empujados por impulsos internos y orientados hacia una finalidad necesaria. Estos estilos y tendencias repiten, a su vez, las racionalidades artísticas europeas: p.e., el posimpresionismo plantea problemas de contenido y de forma que serán enfrentados respectivamente por el expresionismo y la geometría en un movimiento que se repite, desteñido y tardío, adulterado, apropiado a veces, en América latina.
2. La explicación del movimiento histórico a partir de oposiciones binarias definitivas y anteriores al movimiento mismo. (p.e., las disyunciones entre lo latinoamericano y lo internacional, lo erudito y lo popular, lo dominante y lo dominado).
3. La consideración del hacer artístico como resolución de tales oposiciones. Acá entra a tallar la idea de vanguardia: el arte iría resolviendo los sucesivos conflictos a través de la acción de frentes ilustrados. La síntesis de las contradicciones exige una tarea de continuas innovaciones y rupturas: el arte avanza cerrando y abriendo etapas a través de negaciones y renovaciones tajantes.
4. La construcción de ideas omnicomprensivas - como Nación, Identidad, Pueblo, etc.- que fundamentan la latinoamericanidad y le asignan un origen. Estas megafiguras se presentan como capaces de hacerse cargo de la totalidad de la historia (y, consecuentemente, de sintetizar a nivel teórico aquellas oposiciones).
El desmontaje de estos cuatro armazones conceptuales busca, por un lado, reformular algunos temas básicos suyos (como estilo, vanguardia, identidad, utopía) y, por otro, desconstruir las dicotomías que los sostienen (forma-contenido, arte propio-ajeno, etc.). La descontrucción perturba la estabilidad de los grandes conceptos, inquieta sus fundamentos y complejiza el tratamiento de las contradicciones. Encara los conflictos no como términos de una alternativa dualista fundamental -que debe ser resuelta en una instancia superior- sino como momentos de un movimiento no predecible, no indispensable: no siempre conciliable en sus tensiones ni reductible en síntesis triunfales.
Esta posibilidad de analizar juegos de oposiciones provisionales y desenlaces variables, parciales, conduce a una visión más errática del devenir histórico y permite lecturas ramificadas, superpuestas y fragmentarias de sus procesos. Ayuda, además, a desestabilizar los conceptos esencialistas y totalizadores, moviliza la comprensión de la historia (de las historias) y la abre a interpretaciones plurales y a cruces multidisciplinarios distintos. (Me detengo un instante en esta encrucijada: hoy resulta fecundo considerar el terreno de lo artístico latinoamericano como lugar abordable desde diferentes perspectivas y métodos. Pero también como ámbito abierto a contaminaciones pluridisciplinarias y a espacios epistemológicos diversos. Acá se replantea el viejo desafío de acotar la especificidad de lo artístico sin sacrificar sus vínculos con otras dimensiones de lo real).
II. POSTURAS
Para debatir la vigencia del término «arte latinoamericano» se vuelve indispensable tomar en cuenta la discusión sobre sus modernidades, constituidas ellas en un eje firme en torno al cual giran cuestiones nuevas y se replantean viejos temas. Es inevitable, por eso, que las formas diferentes del arte de hoy sean consideradas según los lugares que ocupan de cara a la posición moderna.
POSICIONES MODERNAS
En este punto se incluyen las situaciones, visiones y sueños propios de las modernidades latinoamericanas (modernidades incompletas, fragmentarias, periféricas, en gran parte reflejas; ya se sabe). El manejo de un concepto de Nación definida como unidad compacta fraguada en los moldes del Estado y entendida como contorno estable de la producción artística, la sacralización de las ideas de Desarrollo y Progreso y la vigencia de grandes utopías totalizadoras y emancipatorias constituyen bases programáticas de la modernidad. A partir de ellas, las vanguardias tienen la misión de iluminar «el camino correcto» y transgredir constantemente el límite de los códigos del arte para apurar el advenimiento de la redención histórica. Los proyectos modernos latinoamericanos (variados, desiguales) recapitulan este esquema según los ritmos distintos de sus propios tiempos. Obviamente este cuadro, simplificado en este texto hasta la caricatura, no significa a la hora de la producción artística más que un condicionamiento: las obras que pudieron asumirlo y rebasarlo constituyen momentos significativos del llamado «arte latinoamericano».
POSTURAS DIFERENTES
En principio, ciertos sistemas artísticos desarrollados en América Latina nada tienen que ver con el gran proyecto moderno aunque terminan involucra dos tarde o temprano y en mayor o menor grado en diversos momentos suyos. Crecen al margen de los afanes ilustrados. Se apoyan en recuerdos antiguos ligados a territorios y a tiempos propios, a discriminaciones que han marcado su auto percepción colectiva con las señas de un «nosotros» diferente, diferido. Me refiero a las expresiones que ocupan posiciones de exclusión, marginamiento o, por lo menos, desventaja en relación a las asumidas por el arte erudito. Corresponden a sectores excluidos de una participación social efectiva: poblaciones campesinas, indígenas y suburbanas; comunidades y colectividades marginadas, en general.
El término «arte popular» bajo el cual suelen entenderse estas manifestaciones viene creando desde siempre conflictos. Para los modernos el concepto no es viable en cuanto sus rasgos no coinciden con los del arte ilustrado, erigidos en patrones de validez universal (autonomía formal, genio individual, originalidad y unicidad). Las producciones estéticas «pre-modernas» son consideradas, por eso, bajo las categorías menores de «arte aplicado», «artesanía», «folklore» o «cultura material».
Los posmodernos miran con más indulgencia estos signos marginales pero terminan comprometiendo su especificidad. Y esto por dos motivos. Primero, porque desconfían de los fundamentos que los avalan (Pueblo, Territorio, Comunidad, Clase). Segundo, porque impugnan el dualismo utilizado para definir lo popular (en cuanto contrapuesto a «ilustrado», «internacional», «moderno», «hegemónico», «masivo», etc.): es que en un mundo desterritorializado todos los signos se mezclan y acaban por parecerse demasiado.
Los modernos arriesgan la diferencia en pos de la fe en grandes síntesis capaces de superar las posiciones adversarias: lo uno y lo otro terminan reconciliados en algún momento superior y necesario. Los posmodernos la arriesgan mediante la entusiasmada adhesión a una idea apocalíptica de hibridación generalizada: la cultura-mundo termina convertida en un gran revoltijo en cuyo interior bullente es imposible detectar particularidad alguna y, por lo tanto, reconocer las diferencias. Quizá habría que argumentar ante los primeros el derecho (y el hecho) de la alteridad: de la existencia de
otros registros estéticos, de caminos trazados al margen o a contramano de las pistas ilustradas o cibernéticas. Y habría que sostener ante los segundos que no todo está mezclado en los des-territorios globales: que existen núcleos duros capaces de conservar la memoria y el deseo propio en territorios tercamente acotados en pleno cambalache planetario. Y que la mezcolanza, cuando la hay (y la hay bastante), siempre permite la acción de matrices configuradoras de sentido propio: maneras particulares, alternativas, de reordenar el intrincado stock de los signos mundiales.
Por eso, las posiciones alternativas cruzan con naturalidad los ámbitos pre, pos y a-modernos, tanto como los modernos mismas, adonde acceden por caminos propios y de cuyas imágenes echan mano en pos de rumbos distintos. Por un lado, a partir de la vigencia de códigos muy arraigados en sus tradiciones culturales, ciertas comunidades étnicas tienden a conservar modelos simbólicos particulares. Por otro lado, numerosos sectores subalternos y periféricos desarrollan respuestas propias ante los desafíos de la modernidad; respuestas que, en muchos casos, terminan trascendiendo el propio programa moderno y coinciden, de hecho, con supuestos posmodernos (hibridez, despreocupación por la originalidad, la innovación, el buen gusto, la vigencia, etc.). Pero ninguna posición es exclusiva ni concluyente: los registros más duros a la influencia moderna se apropian de innovaciones y conquistas para reanimar sus imaginarios fatigados y responder a los retos nuevos. Y los sistemas más transculturados no dudan en volver la mirada hasta el fondo de algún islote estable de la memoria colectiva y tomar de allí algún símbolo arcaico que luce como nuevo bajo las luces ambiguas del escaparate global.
COLOCACIONES POSVANGUARDISTAS
Ya se ha señalado suficientemente las ambigüedades del término «posmodernidad», cuyo prefijo «pos» connota la pretensión (bien moderna, por cierto) de constituir una etapa superadora de la modernidad. Pero creo que no deberíamos temer mucho a este vocablo estridente: por un parte, su (ab)uso generalizado lo vuelve hoy inevitable y, como tal, casi cómodo; por otra, es justo reconocer que, debilitado el sonido de aquel prefijo, el concepto es entendido cada vez más como un sesgo de la propia modernidad. Como su lado desencantado, quizá; su cara ilustrada sustraída a los hechos tecnológicos y racionalistas, a sus pretensiones de construir explicaciones totales y redentoras.
Las «posiciones posmodernas» comprenden ciertas tendencias del llamado «arte erudito» latinoamericano desarrollado durante las dos últimas décadas en una dirección cuestionadora de la modernidad. Estas tendencias presentan algunos puntos en común:
a. Replanteamiento del filo crítico del arte. Pasado el primer momento más radicalmente anti-utópico y light de las posmodernidades, se intenta recuperar el ángulo crítico del arte, carente ahora de sus pretensiones revolucionarias y totalizadoras. Esta nueva crítica reintensifica la menguada carga expresiva de las primeras posvanguardias e intenta modelos no denuncialistas de contestación social y de cuestionamiento personal. Antes que transformar la sociedad mediante afanes retóricos o argumentos expresivos, diferentes propuestas estéticas buscan plantear interrogantes para movilizar los significados de esa sociedad. Más que aclarar la comprensión de la realidad desde su conciliación con el lenguaje, pretenden complejizar esa comprensión a través de los enigmas que plantea la puesta en escena de lo real. Lo utópico es reformulado como horizonte de deseo (y se vuelve, por eso, sobre su propio origen etimológico: deja de ser terreno prometido en donde se resolverían efectivamente las contradicciones y deviene no-lugar, punto de fuga, referencia regulativa con recuerdos kantianos). A partir de estas posiciones, el resorte emancipatorio del arte ya no es considerado monopolio de agentes privilegiados y principio de redención universal y necesaria: diferentes sujetos se autoconstituyen y se expresan en pos de proyectos de emancipación que pueden ser particulares y coyunturales, provisionales y variables; que pueden o no llegar a cumplirse.
b. Interés por fragmentos y alteridades. Recusado el modelo unilineal de temporalidad, aparecen las formas paralelas: son imágenes y discursos crecidos al margen del trayecto único de la Razón Moderna. Abandonada la pretensión de encontrar el Todo, cobran importancia los fragmentos y recodos, las historias menores. Cancelados los compromisos liberadores del arte, éste pierde su dramática gravedad y puede volverse, irresponsablemente, sobre aspectos considerados irrelevantes por la epopeya ilustrada. Se destaca, así, el interés por la «otreidad» cultural. En teoría al menos, las formas del arte hegemónico occidental pierden el monopolio ejemplar. Esto acelera la preocupación por las obras subalternas, facilita la emergencia de nuevos sujetos productores de arte e ilumina más allá de los bordes lejanos de la racionalidad moderna.
III. ELOGIO DEL OPORTUNISMO
Replantear el término «arte latinoamericano» supone, entonces, problematizar los fundamentos del arte de América Latina y complejizar el modelo binario según el cual son ordenadas sus tensiones. Estas tareas abren la posibilidad de comprender ese término en una dirección abierta a sentidos plurales, dependiente de contextos diversos, de oportunidades.
Se trata, por lo tanto, de entender el arte latinoamericano como el resultado de un recorte transitorio que corresponde a una opción, a una estrategia provisional capaz de trazar diferentes perfiles según las posiciones que asuman las diversas fuerzas en juego. Por eso, hablar de «arte latinoamericano» puede ser útil para nombrar no una esencia sino una sección, arbitrariamente recortada por alguna conveniencia histórica o política, por comodidad metodológica, por tradición o nostalgia. Mientras el concepto sea fecundo, es válido: sirve para afirmar posiciones comunes, explicar y confrontar tramos de una memoria indudablemente compartida, reforzar proyectos regionales, acompañar programas de integración trasnacional (Mercosur, TLC, etc.). Sirve, quizá, como horizonte de otros conceptos a mucho costo conquistados: conceptos que, en clave de posiciones de poder, explican particularidades y defienden diferencias. Conceptos que nombran el lugar de lo periférico y cuestionan las radiaciones poscoloniales del centro.
BAILARINES
ARTE, ALDEA GLOBAL Y DIFERENCIA
El anhelo de la totalidad está en el fondo de una historia larga marcada por las apetitos del poder y los afanes del concepto: tanto las pulsiones imperiales como los denodados sueños de la razón intentan desde siempre encontrar las claves que permitan ordenar el mundo y comprenderlo entero. Lo que caracteriza la globalización actual -en un momento aparentemente escéptico en cuanto a totalizaciones- es el estatuto cultural de sus reticulados, asegurados éstos a través de los eficaces medios de la tecnología de la comunicación y tejidos siempre por los nuevos argumentos y las razones ya viejas de la concentración del poder y la acumulación trasnacional, de los monopolios y megamercados.
El planeta se vuelve indiviso al encontrarse envuelto en las mallas de la información, cuyos circuitos cubren de manera instantánea la extensión global de su superficie. No se trata, pues, ya de expansión y conquista, de imposición colonial de símbolos y de ocupación de territorios sino de una trama que, fulminante, involucra los signos de grandes regiones en anónimos proyectos compartidos. Por eso se vuelve poco práctico hablar hoy de territorios: el mapa mundi poscolonial ha rediseñado sus fronteras siguiendo más el entramado misterioso de las fuerzas cibernéticas y multifinancieras que los tajantes perfiles de las antiguas soberanías nacionales.
El papel del arte en este paisaje simultáneamente revuelto y concentrado es poco claro. Siempre ha sido poco claro, en verdad, pero ahora se vuelve especialmente confuso porque responde a señales contradictorias y se plantea, vergonzante casi, sin la convicción mística de las vanguardias redentoras, la dignidad de las utopías y el aval de los discursos totales. Dos son las cuestiones principales que produce este presente: I. Por un lado, la paradoja creada por un tiempo que proclama con igual entusiasmo su adhesión a la globalización y su respeto a la diferencia. II. Por otro, el conflictivo estatuto del arte que debe nombrar el espesor de lo real en una escena desencantada. Este artículo se basa en tales cuestiones para rastrear, a través de ellas, algunas de las reacciones del arte actual ante la globalización y la incertidumbre.
I. GLOBALIZACION, DIFERENCIA
En pos del respeto a lo pluricultural, nuestro presente hace gala de haber renunciado a sus intentos de construir grandes síntesis capaces de unificar la comprensión de lo real. Sin embargo la pulsión articuladora que empuja con fuerza hacia la concentración de los recursos simbólicos instaura un panorama parejo y liso, global. En este lugar desprovisto de accidentes y confines cuesta reconocer la alteridad, con tanta fuerza proclamada. Y se vuelve difícil divisar, desde allí, las imágenes extrañas que parpadean después de los bordes y distinguir los andares bárbaros que avanzan a contramano del derrotero ilustrado.
Este pleito entre globalidad y diferencia ocupa una parte importante del panorama del arte actual. Este tema será tratado ahora considerando respectivamente: A. La cuestión de las integraciones regionales, que tienden a afirmarse actualmente en América Latina; B. El tema de las identidades y C. Los replanteamientos y nuevas consideraciones que este tema hoy requiere.
A. INTEGRACIONES.
Por razones de mejor competencia, para encarar lo relativo a la integración me referiré específicamente al programa denominado «Mercosur» que, basado en un convenio de libre comercio entre Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, implica una dirección abiertamente mercadológica. Ahora bien, aunque sus cláusulas desconozcan cualquier intención de intercambio cultural, la seductora escena que promete abrir el Mercosur convoca en seguida el interés de diferentes proyectos llamados de «integración cultural» y promueve la realización de conferencias, debates, exposiciones y eventos varios decididos a ocuparla. Este interés es legítimo: constituiría un suicidio negarse a asumir un movimiento que, de tomar desprevenido, puede resultar arrollador. Para los Estados signatarios, por una parte, se vuelve fundamental el aval de la producción cultural de sus respectivas sociedades so riesgo de construir un coloso abstracto y hueco. Por otra parte, los artistas de los países firmantes del Tratado, enfrentados al hecho consumado de un acuerdo cupular y a los muchos riesgos que el mismo supone, deben pelear por una participación efectiva de las instancias civiles en la ejecución de sus cláusulas. Y deben, además, aprovechar un espacio importante de negociaciones, encuentros y confrontaciones, una escena abierta a nuevas posibilidades de expansión y de intercambio.
Pero cuando analizamos los factores que intervienen en el campo de juego de la «integración cultural» debemos considerar, además de los Estados y las sociedades productoras de cultura, una tercera fuerza: las mercantiles, cuyos haceres animan y desestabilizan la escena. Para evitar excesos y desniveles que arriesguen el desarrollo simétrico de aquel juego, se afirman las llamadas «políticas culturales», instancias estatales encargadas de mediar entre la administración pública, las creaciones culturales y las transacciones empresariales. Tales políticas tienen una misión formal: no crean contenidos culturales sino que promueven condiciones para que la sociedad las produzca. Este hecho no equivale a atribuir al Estado un papel de árbitro pasivo: a través de sus políticas, el poder público debe no sólo habilitar canales la expresión social sino remediar los desequilibrios que afecten la circulación de sus productos; debe regular las industrias culturales y compensar los déficits de la producción simbólica para que ella no quede librada a la pura lógica del mercado.
En el plano del Mercosur, las políticas culturales tienen la función de negociar condiciones favorables de intercambio internacional e imaginar estrategias capaces de asumir y regular las asimetrías entre los países signatarios: abandonadas a la suerte de la competencia mercantil y la rentabilidad, las culturas de las naciones menores se encontrarían en posiciones desventajosas que podrían generar nuevos procesos de subdependencia regional. En cierto sentido puede afirmarse que el objetivo de las políticas culturales es hacerse cargo de la paradoja que se mencionara al comenzar este artículo: la basada en la contradicción entre la globalización y la diferencia pluricultural, la integración y la identidad. En el próximo punto nos ocuparemos de esta misma cuestión considerada no desde el ángulo de las políticas estatales sino de los haceres sociales.
B. IDENTIDADES
El concepto de «identidad», que parecía haber perdido toda vigencia siguiendo la suerte de los macrorrelatos que lo cobijaban (Clase, Nación, Pueblo, etc.), vuelve a ser convocado a la hora de pensar el momento cultural de la integración. En verdad, el concepto es fastidioso: a lo largo de la historia del arte de América Latina ha servido más de coartada populista y de recurso mítico romántico que de instrumento teórico serio. Sin embargo su uso es inevitable porque, mal o bien, engrana con piezas claves de la construcción de la crítica latinoamericana contemporánea y, según queda dicho, adquiere una especial vigencia en el contexto de los nuevos proyectos de integración regional. Es por eso que reflota en cualquier momento y que conviene siempre enfrentarlo con atención y tratarlo con cuidado.
Durante las primeras décadas del siglo, cuando irrumpían en América Latina las vanguardias modernizadoras, la identidad era considerada como seña, cifra y corolario de naciones y pueblos provistos de perfiles herméticos. Las notas esenciales de cada cultura, sus más íntimas particularidades conformarían un característico repertorio de formas y contenidos propios. Este acervo resultaría de la elaboración simbólica hecha por el cuerpo social de sus propias coordenadas objetivas: territorio, posición de clase, tradición común, etc. Por eso el arte latinoamericano era comprendido como la expresión específica de una misma geografía (exuberante, dramática, extensa y romántica) y una historia compartida (pasado indígena, colonización, mestizaje, etc.) en pos de los mismos sueños emancipadores.
Tal concepción de la identidad, paradójicamente sostenida por los primeros modernos, entraba en colisión con la necesidad de modernizar los lenguajes estéticos sostenida por ellos mismos. El conflicto entre lo propio o lo ajeno no podía resolverse porque la identidad estaba concebida como una sustancia fija que, anclada en el fondo de la memoria, trababa toda posibilidad de movimiento. Cualquier incorporación de «elementos foráneos» podría ser comprendida como una traición a las esencias arcaicas, un caso espurio de cipayismo cultural. En el otro extremo, todo intento de expresar condiciones propias estaba de antemano condenado al aislamiento y al atraso, al folklorismo más tematista y a un localismo superficial. Uno de los intentos de salir del atolladero recurrió a una nueva escisión: las formas del arte latinoamericano podrían ser cosmopolitas pero sus contenidos estarían siempre conectados con la tradición y los deseos propios. Esa fórmula («usar lo cosmopolita para afirmar lo propio» o «acuñar las verdades particulares a través de lenguajes universales») no solucionó, obviamente, el problema pero dejó algunos frutos, resultados de un afán sincero y un impulso denodado.
Durante los años sesentas y gran parte de los setentas, aún en pleno contexto de la teoría del imperialismo cultural, la crítica latinoamericana, impugnó esta idea metafísica de contradicción (que concebía sus términos como si estuvieran enfrentados en una disyunción lógico formal inapelable) para tratar las posiciones adversarias como momentos concretos de un conflicto histórico. Formulada en términos dialécticos, las identidades resultan de contiendas previstas siempre en el libreto de la Historia: cada nueva posición significa la superación de un antagonismo a lo largo de un camino cuya meta está marcada. A partir de ahora, el arte latinoamericano puede ya, sin reproches ni vergüenzas, abrevar tanto de las fuentes universales como del pozo propio y, aún siendo contemporáneo, tiene derecho a pulsar el tiempo de la memoria y a forzar a los signos imperiales a que nombren las verdades intensas de la provincia.
A partir de los últimos años setentas, distintos frentes, apoyados todos en la crítica a la modernidad, comenzaron a cuestionar este concepto de identidad. La aparición de nuevos sujetos sociales que apoyan sus demandas en lugares dispersos (colectivos de mujeres, minorías étnicas, sexuales y religiosas, movimientos sociales), por un lado, y la pérdida del entusiasmo vanguardístico y la fe utópica, así como la desconfianza en un destino necesario de la historia, por otro, obligaron a complejizar y relativizar la cuestión de las identidades. Y a sostener que éstas ya no se constituyen en ordenadas parejas, ni se mueven en torno a oposiciones binarias y tras misiones forzosas sino que se erigen alrededor de ejes ramificados y yuxtapuestos y en pos de misiones confusas y provisionales. Así comprendidas, las identidades ya no son ni esencias ahistóricas ni frutos de batallas heroicas e ineludibles sino resultado, transitorio, de cruces secundarios y de escarceos menudos, de negociaciones, de estrategias y elecciones accidentales. Por eso, ya no se trata de ostentar la identidad como un emblema de distinción, un pasaporte que garantiza la entereza elemental de una cultura o como un trofeo que menta capitulaciones triunfales. El desafío consiste en construir subjetividades diversas que se expresan y se ejercen a distintos niveles y según móviles variables.
Es que la arena en donde se juegan las identidades es una escena de fuerzas distintas y harto mezcladas. Los grupos, sectores y movimientos, los individuos, quizá las regiones, recortan sus perfiles no en forma definitiva y en función de un solo combate fundamental y demasiado solemne sino de cara a muchos adversarios y aliados y en el curso de muchos frentes distintos. Un(a) artista puede ocupar un posición identitaria según su género u opción sexual, otra según origen étnico, su afiliación religiosa, su procedencia local, etc. Esta pérdida del aura épico de las confrontaciones identitarias hace que los encuentros entre culturas, discursos e imágenes distintas no sean interpretados siempre en términos de una fuerza que trata de someter a la otra sino de diversos flujos de ida y vuelta cuyos vaivenes confusos precipitan situaciones nuevas.
La teoría del arte latinoamericano estuvo durante mucho tiempo preocupada por el tema de la dominación cultural. Pensaba que la internacionalización del arte acarreaba siempre el riesgo de que las culturas centrales impusiesen sus figuras y sus conceptos a las periféricas. Bajo el término «aculturación», se describía ese unilateral mecanismo colonizador según el cual un sistema, sumiso y dócil, se ve invadido, ocupado e infectado por otro, activo, poderoso y vencedor. El término «transculturación» complejiza la idea de tránsito intercultural entendiendo sus trámites como movimientos interactivos y multifocales que producen no sólo hechos de imposición sino diversos fenómenos de sincretismo, apropiación y renovación.
Por eso se borronean hoy los lindes entre el arte hegemónico y el subalterno, como entre el culto y el popular o el universal y el particular, etc. Y, por eso, el arte de América Latina ya no es definido como una sustancia intacta ni comprendido como la gran síntesis que supera el conflicto colonial o como un proceso lastimoso de vaciamiento y duelo. Es considerado, más bien, como una constelación de signos diferentes que se entreveran, bullentes, entre sí; un promiscuo enjambre de imágenes que copian, asimilan, contaminan, invaden, rechazan o adulteran las señales del centro con las que mantienen un embrollado tráfico de intercambios. Estas transacciones recíprocas y múltiples no tienen ya ni la claridad ni la grandeza de las grandes oposiciones dialécticas; son relaciones menores y continuas; constituyen casos de riñas y complicidades vecinales, de contrabandos mutuos, de pequeñas rapiñas y escarceos fronterizos; colisiones difícilmente sintetizables en el grave sentido del aufheben redentor moderno.
C. LOS RIESGOS DE LA IDENTIDAD
Al conectar esta idea de identidad (o, mejor, de identidades) con la de globalización se producen, como queda dicho, cortocircuitos considerables. Ubicado en la comarca descampada de la aldea planetaria, el concepto de hibridez cultural -que se afirma en cierto sentido como una alternativa para asumir las diferencias- puede nombrar una nueva e ilimitada indiferenciación: un neblinoso anochecer en donde todos los gatos tienen el mismo color y, por lo tanto, ninguno alcanza a ser diferente.
Es que, una vez abolidas las fronteras entre lo hegemónico y lo subordinado, levantadas las barreras que separaban, jerárquicas, lo culto y lo popular; mezcladas las formas de lo ajeno y lo propio, de lo moderno y lo tradicional, es común recalar en un alegre revoltijo que conviene mirar con cuidado. El mejunje es fruto de nuestro tiempo, es claro, y constituye, por ello, un condicionamiento ineludible. Pero, como cualquier otra situación histórica, debería ser asumido a través de una actitud crítica y creativa alejada de la condescendencia de los integrados, que festejan la hibridez como si expresare ella un valor en sí misma, y del prejuicio de los apocalípticos, que la estigmatizan como si amenazara la inocencia original de cada símbolo.
Desacreditadas las razones de esta última posición, la primera se vuelve hoy más riesgosa porque se apoya en argumentos de prestigio y luce un tono actualizado: por un lado, es conocida la tendencia que, desde ciertos lugares comunes del multiculturalismo, busca idealizar el momento del entrevero y convertirlo en nuevo emblema de «lo típico» latinoamericano. En estos casos, la identidad se fetichiza en su aspecto de pura mezcla y se convierte en un banal pot-pourri, imagen folklorizada de la alteridad más radical: la del Otro, fijado en un conjunto de notas (diferentes) definidas desde afuera. Por otra parte, aplaudidas como dones de dioses vueltos, de golpe, benévolos, las ideas de abolición de las fronteras interculturales, de pulverización del Centro y de desterritorialización de las identidades reimaginan el espacio simbólico mundial. Y se despliega, entonces, una superficie conciliadora surcada por carreteras cibernéticas y animada por tibios flujos trasnacionales: súper-redes capaces de sostener globalmente el planeta y, simultáneamente, anudar las diferencias. Ante el riesgo de descifrar tan cándidamente las claves intrincadas del presente, se vuelve necesario complejizar las nociones de identidad y globalización mediante tres consideraciones que hace unos años habrían resultado obvias o, por lo menos, innecesarias.
La primera de ellas recuerda que el llamado «estallido del Centro» no significa la pérdida de los poderes centrales sino, quizá, la diseminación (la desterritorialización, si se quiere) de los mismos. La figura de núcleos emisores de poder localizados puntualmente en metrópolis euro-norteamericanas se diluye ante la imagen de fuerzas invisibles que pululan en todos los lugares y en ninguno. Pero esta dispersión no implica el final de las asimetrías. Y, aunque mucho se teorice acerca de la alteridad, mientras la diferencia de un sujeto sea enunciada por otro, las «identidades multiculturales» ocurrirán siempre en un extraño paisaje ubicado enfrente y la idea de «lo latinoamericano» servirá otra vez para nombrar la seducción de un mundo intrincado y exótico, un nuevo Macondo poblado de indios travestidos y mestizos esquizofrénicos.
La segunda consideración resulta de la primera. Asume que, aún híbridas y provisionales, las identidades se erigen a partir de construcciones propias. Los artistas, las regiones, los grupos y sectores diferentes, si bien echan mano de una indiferenciada miscelánea de imágenes planetarias, seleccionan sus repertorios, articulan sus discursos y organizan sus figuras desde lugares específicos, desde perspectivas particulares. No creo que quepa hablar ya de identidades nacionales (ni, mucho menos, de una identidad latinoamericana) pero es indudable que pueden reconocerse peculiares maneras de recortar una forma (o un estilo, una manera, una insignia colectiva) sobre el fondo del maremagnum compartido. Y es un hecho que existen perspectivas específicas desde las cuales las subjetividades dibujan sus perfiles ordenando a su modo el material impuro de las culturas globales. Estos filtros particulares, estas matrices simbólicas a través de las que se fabrican bricolages propios, constituyen los reductos de la diferencia contemporánea.
Pero las identidades también pueden definirse con un sentido de estrategia política para afirmar lugares propios de enunciación, posiciones específicas dentro del juego de fuerzas que actúan en una escena, enseñas que identifican las demandas de un sector. Desde ese punto de vista puede ser importante subrayar la identidad de un arte «latinoamericano», «periférico», «de mujeres», «gay», «rioplatense», «indígena», etc. Y, en este sentido, cuando se habla del «arte del Mercosur», por ejemplo, se está nombrando una pluralidad de prácticas que, a partir de circunstancias compartidas y en pos de una opción específica, un proyecto coyuntural o una conveniencia histórica, decide presentarse como un conjunto ante otras prácticas y asumir un contorno determinado. Este perfil, que subraya sus notas comunes (mismo territorio, similares contenidos históricos, parentesco cultural, repertorios formales semejantes) equivale a un recorte posible. (Obviamente pueden trazarse otros perfiles según distintos criterios de selección: subrregiones, diferencias socioculturales, género, etc.).
La última cuestión referida al tema de lo identitario plantea un problema difícil. La crisis de las identidades nacionales, la atomización de las subjetividades sociales, la fragmentación y el énfasis puesto en la pluralidad y en la diferencia, así como el debilitamiento de las certezas utópicas que trataremos en el próximo punto, no sólo dificultan los designios de la integración regional, sino que estorban las posibilidades de articular miradas de conjunto, necesarias éstas para que las sociedades puedan viabilizar sus proyectos democráticos. Este hecho es especialmente grave para los países del Cono Sur, que sumidos en duros procesos de transición posdictatorial, deben reponer sus tejidos sociales deshilachados e imaginar propuestas colectivas capaces de conciliar demandas distintas y afirmar posiciones plurales. Ante un Estado desteñido y un mercado omnívoro, se vuelve hoy fundamental restaurar la integración orgánica a través de figuras que ayuden a imaginar el conjunto y faciliten la construcción social. Por eso, generar proyectos y representaciones colectivas, coordinar discursos y prácticas esparcidas, construir síntesis y proponer explicaciones globales sin sustantivizar la totalidad ni sacrificar las identidades diferentes constituye el gran desafío de la cultura de nuestro tiempo. Este reto tiene para el arte actual implicancias específicas: cruzadas, confrontadas o contrapuestas, sus formas diferentes pueden trazar, aún fugazmente, los perfiles temblorosos, provisionales, de un conjunto posible.
LA HIJA DE GUILLERMO TELL
II. EL ARTE DESPUÉS DE LA UTOPÍA
Es sabido que la pérdida de los sueños emancipatorios y el debilitamiento de las utopías han producido un ablandamiento de nuestro presente. Es conocido el fin de aquel tiempo épico durante el cual los artistas, enfilados en vanguardias iluminadas, tenían la misión redentora de transgredir constantemente la sensibilidad colectiva para apurar el advenimiento de una sociedad mejor. Despojada de misiones mesiánicas y certezas fundamentales, esta época, se vuelve más tolerante; y esto es una ventaja. Pero también se vuelve mucho menos entusiasmada y bastante más aburrida. Y esto es un inconveniente. Si no existen ya causas buenas y malas; si se acabaron las verdades privilegiadas y todas las opiniones son igualmente respetables, entonces no parece rentable jugarse demasiado en pos de empresas sin honores ni grandezas. Estos ánimos lánguidos tuvieron sus propias razones en los países del Cono Sur Latinoamericano. Es que, una vez terminadas las dictaduras militares, las posiciones ya no son tan definitivas: el momento exige más negociaciones que enfrentamientos radicales y la incierta tarea democrática sustituye, sin mayores trámites, al nítido ideal revolucionario.
Eximida de compromisos heroicos y desprovista de expectativas bizarras y de orientaciones vanguardísticas, la producción artística se entibia y declina; es entonces que la cultura visual se puebla de imágenes neutrales y de códigos débiles. Se sostuvo repetidas veces que esta situación de desapego habría inducido la producción de formas apáticas y demasiado leves: figuras indiferentes a los guiños de la realidad y los reclamos de la historia. Este juicio no deja de tener buenas razones; es indudable que en gran medida el arte actual ha sofrenado sus ímpetus y menguado sus pasiones. Pero también es cierto que tanto la definición de ámbitos expresivos nuevos (la cotidianeidad, la subjetividad, lo corporal, etc.) y la emergencia de sujetos identitarios diferentes (mujeres, minorías) como las duras adversidades que acerca el tiempo presente más allá de sus proclamas light y sus afectados bostezos, han constituido desafíos provocadores para sectores considerables del arte latinoamericano contemporáneo. A partir de estos retos es hoy percibible, por un lado, una nueva intensificación de lo expresivo y, por otro, tanto la reformulación del sentido del arte como el replanteamiento de su papel crítico.
A. LAS OTRAS ESCENAS
El retroceso de las pretensiones emancipatorias del arte permite avizorar terrenos nuevos. Una vez que los artistas dejan de ser encuadrados en cruzadas vanguardísticas, pierden sus obras la aureola de las grandes gestas y pueden ocuparse, sin tantas responsabilidades y con menos drama, de aspectos considerados nimios por la gran marcha del destino moderno. Así, después de haber renunciado a cambiar la historia, la forma puede consagrarse a cuestiones que nada tienen que ver con la redención de la humanidad ni la salvación de la historia. Entonces, reaparece la preocupación por asuntos que habían sido descartados por la gesta ilustrada. Por un lado, y a partir de razones ya adelantadas, se define un fuerte interés por tematizar las extrañas señales de la alteridad. Aunque acarrea nuevos riesgos de contenidismo (culto a lo local pintoresco, etc.), esta consideración ha permitido enriquecer el stock semántico del arte actual con aportes provenientes de repertorios forasteros, como las producciones subalternas y las formas extra-muros de la cultura ilustrada (la enfermedad y la locura, el mito, el rito, los saberes paralelos). Por otro lado, los ámbitos de la subjetividad recobran súbitamente su prestigio: los temas recurrentes de la corporalidad y el deseo, la identidad y la memoria reaparecen conectados con la experiencia íntima del sujeto y, aún, con sus propios esfuerzos por constituirse como tal. Y recuperan derechos perdidos el mero esteticismo y el puro juego, el hedonismo y la gratuitad del ornamento; el lirismo, la poesía y la nostalgia, momentos todos éstos que habrían sido considerados por el trayecto severo de la Idea como concesiones a la blandura, la inutilidad y el sentimentalismo, cuando no al mal gusto o a la superficialidad de los géneros menores.
La revalorización de lo cotidiano ocurre en terreno cercano: las biografías anónimas, las experiencias personales y las crónicas familiares, las llamadas «historias de vida», las referencias a lo cotidiano, el registro de la rutina y de la anécdota oponen sus menudas verdades a la solemnidad de las epopeyas modernas. Es que el hacer social ha dejado de ser concebido como oficio de agentes privilegiados y como despliegue de una razón única. Por eso, ahora ocurre que no sólo las nuevas identidades se convierten en protagonistas de una escena confusa sino que las prácticas menores, los recodos y pliegues de la historia, los fragmentos y retazos, los momentos pequeños de un tiempo enredado, se vuelven indicios tan reveladores como las profundas huellas que dejara el paso triunfal de las vanguardias.
B. LOS CAMINOS DEL SENTIDO
Las imágenes trizadas de la imaginería actual pueden hoy funcionar como indicios reveladores, concluía el párrafo anterior. Ahora bien, ¿reveladores de qué? La pregunta es importante porque plantea el tema del sentido del arte actual. La modernidad artística supone (¿suponía?) que puede incidir en el curso de lo real pues es capaz de recomponer el todo sustraído re-presentándolo; presume (¿presumía?) que puede descifrar las claves secretas que oscurecen el conjunto e impiden su transformación. A través de complicadas maniobras retóricas, las vanguardias buscaban trabajar sobre el lenguaje hasta encontrar un punto de ruptura y transgresión por el que se cuele una nueva lectura de lo real; una representación que promueva el advenimiento de un mundo más habitable. La crisis de las utopías y, por ende, la de las vanguardias promovió, ya queda dicho, una actitud desdeñosa hacia lo real. Si ya no es posible transformar la realidad, no tiene mucho sentido representarla. Este hecho abrió la posibilidad, más arriba señalada, de que emergieran nuevas escenas de representación. Pero también obligó a redefinir el estatuto mismo de la representación.
De pronto, la historia finisecular, que anunciaba displicencias y tedios, nuevamente comenzó a ponerse difícil. Caído el muro de Berlín, símbolo de la intolerancia moderna; caídas entre nosotros las dictaduras militares sudamericanas, aparecieron nuevos monstruos no previstos por el libreto posmoderno. En Europa explotaron terribles conflictos de identidad que parecían ya impensables. En América Latina, comenzaron a expandirse en forma alarmante la corrupción y la violencia, el ecocidio, la miseria. El curso de tiempo tan agitado empezó a exigir formas culturales que permitiesen responder simbólicamente a sus pesadas presiones. Y el arte vuelve a contaminarse, inevitablemente, con las señas de su-presente convulso. Por eso, a pesar del desencanto pos-utópico vuelven a aparecer experiencias estéticas que intensifican la energía expresiva de sus discursos y la utilizan para discutir o, al menos, nombrar el espesor adverso de lo real. En esta dirección deben ser interpretadas tanto la emergencia de contenidos espesos y de formas dramáticas como la consolidación de una poética visceral, lacerante, que habla de mutilaciones y de pérdidas y nombra, una vez más, el fondo turbio de la conciencia y de la historia.
Ahora bien, ¿cuál es la diferencia de esta inquietud expresiva posmoderna (llamémosla así, por designarla de algún modo) con los afanes modernos que querían rectificar lo real desde la denuncia y la crítica? Creo que esta nueva representación tiene otro sentido. Ya no pretende redimir la historia ni constituirse, por ende, en alegato cuestionador o en instrumento de denuncia social o protesta política. Supone, quizá, otras formas de contestación y de crítica que no lograrán ni la revolución, ni la conciliación del sujeto y el objeto, ni la eclosión total de la idea pero que ayudarán, una vez más, a movilizar los significados sociales, a remover las incógnitas, a nombrar de sesgo el otro lado. El arte actual parece más interesado en renovar interrogantes que en provocar transformaciones radicales u ofrecer fundamentos, explicaciones totales y soluciones definitivas. Hoy, los mecanismos de la representación ya no parecen ocurrir tanto a partir de un juego de estocadas y coqueteos entre el signo y la cosa como desde el mero trámite de las metáforas y la oscura exposición del enigma; ya no buscan liberar la verdad cautiva entre el fárrago de las formas sino revelar en forma oblicua y momentánea la intensidad, inútil quizá, de una mirada que haga estremecer la percepción de lo real sin esperar cambiarlo demasiado.
BAÑO DE ESTRELLAS
EDIFICIO DE CUATRO PISOS
ENLACE INTERNO AL ESPACIO DE
TICIO ESCOBAR en PORTALGUARANI.COM
(Hacer click sobre la imagen)
ENLACE INTERNO A ESPACIO DE VISITA RECOMENDADA
(Hacer click sobre la imagen)