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CARLOS PEREYRA (+)

  FRANCISCO SOLANO LÓPEZ Y LA GUERRA DEL PARAGUAY, 1945 - Por CARLOS PEREYRA


FRANCISCO SOLANO LÓPEZ Y LA GUERRA DEL PARAGUAY, 1945 - Por CARLOS PEREYRA

FRANCISCO SOLANO LÓPEZ Y LA GUERRA DEL PARAGUAY

Por CARLOS PEREYRA

Ediciones SAN MARCOS

Buenos Aires – Argentina

1945 (208 páginas)


INDICE

Introducción

Uruguayana

Humaitá

Piquisirí

Cerro Corá: La tragedia del Aquidabán

Después de la tragedia

APÉNDICE

I.-El Paraguay heroico

II.-Rectificaciones históricas

III.-Rectificaciones históricas.-El Paraguay heroico

IV.-Habla un general brasileño

V.-Solano López y Guillermo II



I

 

La cuestión del Paraguay fué esencialmente una cuestión geográfica. No es de extrañar que el gran geógrafo Réclus haya sido entre los contemporáneos, uno de los que mejor comprendieron los acontecimientos y de los que mejor los interpretaron.

El Paraguay, “prolongación meridional del Estado brasileño de Matto Grosso”(1) no podía vivir como unidad independiente sin acarrearle al Brasil las más graves preocupaciones. Un Estado fuerte en el Paraguay era una amenaza para el Brasil, de territorio dispersivo, no unificable. Necesariamente ese Paraguay, independiente y poderoso, tenía que extender la vista hacia los otros países del Río de la Plata, y coligarse con ellos para la defensa común contra el Brasil, suplir las deficiencias de la política platense y contener por sí solo las tendencias expansivas del elemento portugués. Así, pues, el Brasil veía en el Paraguay un enemigo que podía adueñarse de Matto Grosso, sin que el gobierno más bien que central, excéntrico de Río de Janeiro, tuviese medios de parar el golpe; una enemigo que, de acuerdo con los otros pueblos del Plata, podía ejercer una presión en la frontera de Río Grande do Sul.

Considerando la cuestión desde el punto de vista platense, el mapa nos enseña que el peligro brasileño no se manifiesta sólo en el Paraguay. Radica principalmente en el Uruguay, que los portugueses y sus herederos los brasileños, consideran con razón como “el apéndice necesario” del Brasil. Resulta, pues, evidente que el Paraguay, prolongación geográfica de Matto Grosso, era una amenaza para el Brasil, por cuanto Matto Grosso está lejos del centro coordinador brasileño, y por cuanto a que si en un sentido el Paraguay prolonga a Matto Grosso, en realidad Matto Grosso es aledaño del Paraguay, pues gravita mercantilmente hacia la gran cuenca del río de este nombre y de todo el sistema platense. Un Paraguay sometido a los brasileños tenía para éstos un valor de seguridad, y era además la adquisición de un derecho de voto en la navegación de los ríos a cuyo sistema sirve de eje el Paraguay. Respecto del Uruguay –“apéndice necesario , como queda dicho- su posesión por el Brasil tenía una significación más interesante y trascender, tal, puesto que traía consigo la clausura política del estuario y con ella una doble vuelta de llave a la puerta mercantil de las provincias litorales desde Colonia hasta Corrientes.

Los pobladores y gobernantes de la, época colonial lucharon desde fines del siglo XVII para disputar a los portugueses la posesión del vértice que forman las líneas de la costa frente a Buenos Aires. Montevideo, fundada en 1724, fue desde un principio el baluarte destinado a contrarrestar las tentativas de irradiación y consolidación de los portugueses en la Colonia. La organización del virreinato de Buenos Aires en 1776, tuvo un fin estratégico. Si la independencia de la América española hubiera sido el resultado de un movimiento de evolución y no el término de un proceso de disolución de la metrópoli, la unidad política del antiguo virreinato de Buenos Aires se habría conservado; pero no fué así desgraciadamente, y el primer acto paradójico de Buenos Aires, monopolizadora de la dirección política, consistió en el desacierto de emprender la conquista de Chile -así entendía aquello el partido directorial-, mientras los brasileños reducían a escombros el territorio de Misiones. Después, Montevideo fue colonia portuguesa y colonia brasileña. Cuando Bolívar llegó al Potosí, tuvo la sorpresa de oír de labios de los enviados bonaerenses, Alvear y Díaz Vélez, que el Paraguay, a cuya posesión se había renunciado después de los fracasos de Paraguarí y de Tacuarí, carecía de significación política para los argentinos. El general Bolívar no imaginaba cómo podía, aspirar a una vida independiente la nación argentina, desintegrada y amargada. Después de esto, el tratado de independencia del Uruguay, bajo la garantía conjunta de los gobiernos de Río de Janeiro y Buenos Aires, fué una abdicación absurda por parte de los argentinos. Rosas, a quien se ha reprochado su localismo de bonaerense, entendió las cosas mejor que sus adversarios, y creía que cualquiera intervención, directa o indirecta del Brasil, aun la más generosa de las intervenciones, era inaceptable no sólo para los porteros, sino para todos los argentinos de cuyo sentimiento nacional él fué defensor y representante(2). Rechazó el tratado que su ministro el general Guido concluyó con el gobierno del emperador en 1843, y consideró como acto dirigido contra su patria, no sólo la intervención, aislada o conjunta, en cuestiones platenses, sino el simple reconocimiento que hizo el Imperio de la independencia del Paraguay. ¿Era un error de Rosas? ¿Era el resultado de las miras de los argentinos contra una república independiente? ¿Era la prepotencia del bonaerense, deseoso de someter al Paraguay? La respuesta, tardía como todas las respuestas dadas por los acontecimientos, se encuentra en Cerro Corá. Los paraguayos, como los brasileños, lucharon contra Rosas. Los sucesores de Rosas, unidos a los brasileños, exterminaron al Paraguay. La fatalidad de los hechos imponía su ley, lo mismo a la previsión que a la imprevisión. Se trataba de un sistema vicioso, si puede haber sistema en la desintegración, y el sistema caía por sus causas de ruina. El Río de la Plata era la casa dividida contra sí misma. El Imperio del Brasil víó sucesivamente caer a Rosas y a Francisco Solano López. No prevaleció, porque a su vez llevaba la muerte en las entrañas. El conquistador no pudo aprovechar la conquista, y fué sucesivamente satélite de otros planetas, o planeta de otros soles.


Es perfectamente comprensible la intransigencia de Rosas, quien no podía ver en el Paraguay una comunidad independiente. Rosas carecía de fórmulas para resolver la gravísima cuestión planteada por la independencia del Paraguay, pero en su videncia de la realidad política, estaba convencido de que un Paraguay autónomo era imposible. El Paraguay fué imposible, y antes, de que transcurrieran treinta años desde el interesado reconocimiento que de su independencia hizo el Imperio, la independencia del Paraguay había sido destruída por el propio D. Pedro. Si Rosas tenia razón en su renuncia al reconocímiento de un hecho, cuya autentificacíón equivalía a un suicidio, debemos convenir en que por su parte también el Paraguay tenía razón para declararse independiente y para sostener su independencia. La cuestión que se planteaba para D. José Gaspar Rodríguez de Francia y para su inmediato sucesor, no era una cuestión de porvenir, sino de presente, y él tuvo que resolverla con datos de inspección inmediata. Es muy raro que a un gobernante le sea dado inspirar sus actos en consideraciones de un remoto futuro. Regularmente los que pueden prever, como Bolívar, por ejemplo, no disponen de la suma colosal de elementos que sería menester dar a un hombre para que pudiera variar el sentido de los acontecimientos de uno o dos siglos. Un hombre de esa previsión, regularmente prevé lo inoficioso del poder limitado de que dispone, y su videncia es dolorosa. A los paraguayos no se les preguntaba en 1840 y en 1844, si su reincorporación a la Confederación Argentina los libraría para siempre del peligro de que el Brasil, auxiliado por el gobierno de Buenos Aires y por el de Montevideo, les arrebatase la condición fundamental de su ser político. Es indudable que ningún gobernante argentino hubiera sido capaz de servir como ejecutor y subalterno del Brasil para exterminar a un Paraguay incorporado en la Confederación; pero tampoco podían prever el Dr. Francia ni D. Carlos Antonio López que un sucesor de Rosas se confabularía con el Brasil. El Paraguay sostenía el pensamiento de una afirmación íntegra de la nacionalidad, porque la realidad histórica imponía la independencia. Era el cuadro en que tenían que desarrollarse los acontecimientos. Buenos Aires era para el Paraguay una dominación extraña; era una especie de metrópoli; era una tiranía que no podía aceptar ningún paraguayo.

El Brasil, país lejano, salvo por un punto vulnerable que lo acercaba al Paraguay, era además, un gobierno benévolo. Y benévolo o malévolo, tenía para el Paraguay el encanto de hallarse a 2.500 kilómetros por la vía fluvial y marítima. Era el enemigo de Buenos Aires, y en la lucha contra Buenos Aires y en la de Buenos Aires contra las provincias, bien podía el Paraguay militar en unión del Brasil. Este hilo sutil de sofismas justificaba no sólo al Paraguay sino a Entre Ríos. El engaño era inevitable tal vez, pero era engaño al fin, y el Brasil se presentó un día en las aguas del Paraná.


(1) E. RÉCLUS, Géographie Universelle. Tomo XIX. Página 506.

(2) Trato este aspecto de la política de Rosas cn mi libro Rosas y Thiers.



II

 

El aislamiento del Paraguay, tema obligado de los reproches en que se unifican todos los escritores, americanos y europeos; ese aislamiento sombrío, insensato, impuesto despóticamente a la nación y mantenido con torva desconfianza contra los demás pueblos ¿no era, bien visto, una política muy juiciosa?

El doctor Francia no conocía de Buenos Aires sino la expedición de Belgrano, que no era lo más propio para inspirar afecto. Había pactado su país un vínculo federativo con Rivadavia, o lo que es igual en aquellos países, un pacto de desunión. Estaba tal vez dispuesto a dejar que se operase por sí misma la reabsorción del Paraguay en el conjunto más vasto a que pertenecía, y no declaró la independencia como Bolivia. Pero ese conjunto se disuelve. El Uruguay se pierde en beneficio del enemigo tradicional. Buenos Aires y las otras provincias no acuden a la defensa del patrimonio territorial usurpado por los portugueses. Lejos de eso, mientras el Brasil avanza, los argentinos se entregan frenéticamente a sus propias querellas. La anarquía penetra en el ejército, y lo disuelve en Arequito. Buenos Aires cambia de gobierno varias veces en un solo día. La independencia misma, objeto no sólo de dudas, sino de las más desconcertadas y violentas negaciones por parte de sus mismos héroes y promotores, no se presenta como una conquista, y parece más bien un estado transitorio hacia fórmulas de seguridad basadas en la protección del extranjero. Rivadavia había ordenado a Belgrano que su ejército se despojara de las escarapela nacional para utilizar la bandera española en la costa oriental, cometiendo a la vez un acto de piratería, una usurpación y una negra indignidad contra el sentimiento patriótico argentino. El mismo Rivadavia negociaba protectorados y pedía príncipes. Aun después de proclamada la independencia de Tucumán, los directoriales entraban en extrañas negociaciones con el gobierno francés, y provocaban humillantísimos desaires en España. No había, pues, un Estado, ni siquiera un núcleo de patriotas capaces de sobreponer su civismo al terror que inspiraba la invasión con que dos veces amenazó España. Y a mayor abundamiento, la demagogia era el único lazo que unía a las provincias. Acaso en las del interior existía un propósito menos indeciso de marchar en el sentido de la unión, hacia el orden y la independencia. Tal era por lo menos la revelación del heroísmo de Salta. ¿Pero estas mismas provincias no aspiraban al aislamiento cuando no podían ver lograda la aspiración a la unidad? Este aislamiento podía ser una defensa. Sólo el Paraguay logró aislarse, y sobre el Paraguay han caído las más violentas acusaciones.

Al Paraguay le faltaba la libertad política. En efecto le faltaba en absoluto esa libertad, si por libertad se entiende la serie de ejecuciones sangrientas con que Rivadavia la afianzaba, y la otra serie pintoresca de mascaradas políticas que iniciaban en la plaza de Mayo los chisperos de French y de Berutti. El Paraguay era un país monacal y triste, pero era un país serio, que vivió treinta años sin remedos de instituciones políticas extrañas. Era un país de vida propia y de fisonomía única.

Distingamos a Bolivia de Méjico, al Perú de Colombia, y a Venezuela del Ecuador. Muéstresele a un extraño, y aun a los mismos nacionales, la constitución de uno de esos países, y tápese el pie de imprenta en donde dice Bogotá, Caracas o Méjico. ¿Podrá distinguir ese extranjero un fárrago de otro fárrago, un centralismo de una federación, una constitución hecha en 1840 de otra hecha medio siglo después? ¿Qué hay de verdadero y únicamente argentino en la Constitución Federal Argentina sino el artículo 6º reformado y sin reforma, aplicado a derechas o a contrapelo, pero aplicado de un modo tan permanente y universal que lo único verdadero en esa federación es que la federación no existe? ¿Y la federación de Méjico, poder personal en tiempo de paz y cena de negros cuando la paz, desaparece? ¿Y la hermosa federación venezolana, consagración de un derecho de conquista reconocido en favor de hordas que vencen? Pero no hablemos de casos tan extraordinarios. ¿Cómo funciona el federalismo en el Brasil, y qué es la federación sino la hermana de leche del estado de sitio?

¡El Paraguay era un país bárbaro! Ni más ni menos bárbaro que otros con pretensiones de civilizados. Lo que constituye el alma de la civilización -y pasamos por alto la indeterminación desesperante de la palabra-, lo que hay de esencial en la civilización no nos viene por el simple, hecho de seguir una moda de tinterillos, o digamos por el hecho de estar al nivel de las luces del siglo como decía Rivadavia, de palabra y por escrito, despierto y hasta en sueños. Un hombre quiere ser muy rico, muy ingenioso, muy celebrado, pero es muy pobre, muy necio y muy insignificante. Su pretensión –si no toma el rumbo de las grandes vocaciones, que son otro cuento– ese deseo de ponerse fuera de su sitio, no hará sino subrayar lo que sin tales pretensiones aparecería como natural e inocente. El Paraguay era el caso del país bárbaro que se regía bárbaramente. No tenía presidente electo como los Estados Unidos, ni como los otros países que hacen presidentes a sus caudillos por medio de las armas y los deponen por medio de las armas, pero que después de cada asonada organizan una farsa electoral en la que el candidato único lucha consigo mismo y sale electo por el entusiasmo indescriptible de todos los electores; no tenía jefes de cábalas partidistas; no tenía pantominias congresionales; no tenía ninguno de los disfraces de constitucionalismo con que los caudillos pretenden dar a entender que sus reyertas de campamento son el juego de báscula de los grupos burgueses de que les hablan los periódicos europeos, sin entender, por otra parte, la realidad fangosa de París o de Washington. Todo eso lo tiene ya él Paraguay. Se lo llevaron D. Pedro y Mitre, por conducto de Sarmiento, y el espectro de Venancio Flores. La gratitud paraguaya tiene que ser inextinguible para esos benefactores ilustres que le enseñaron los principios de la ciencia política. El Paraguay, idéntico entonces en lo fundamental a los otros países de la América convulsiva, era en la forma idéntico a sí mismo. Sin embargo, hay que presentar una diferencia; mientras el Paraguay adelantaba, las otras naciones no adelantaban, o adelantaban a pesar de sus errores, y no por el esfuerzo de sus gobernantes como el Paraguay. El Paraguay tenía comunicaciones ferroviarias y telegráficas cuando esto era desconocido en las barbaries de primer orden. El Paraguay tenía escuelas, y el alfabeto era divulgado con eficacia desconocida en otras barbaries que no podían abrir escuelas o las cerraban. ¿Pero para qué les podía servir el alfabeto a los paraguayos, se preguntará? El Paraguay carecía de periódicos. Efectivamente, el Paraguay carecía de periódicos. El cargo es grave para la torva tiranía. El Paraguay no tenía esas hojas que medio siglo más tarde ostentan todavía la desnudez intelectual de los directores de pueblos. ¡El Paraguay no tenía tribuna! ¿Se imagina tamaño insulto a la razón humana!

El doctor Francia temblaba ante el pensamiento de una tribuna libre. Es difícil escrutar el seno tenebroso del alma de un tirano, ¿pero por qué no suponer que el doctor Francia temblara por su pueblo y no por su propia seguridad? ¿Por qué no hemos de suponerle, ya que se le suponen tantas atrocidades, el sentido de humorista que inspiró la célebre frase de Lord North? Lord North viendo la lista de nulidades que formaban el generalato inglés de su tiempo dijo: “Yo no sé el efecto que causen estos nombres al enemigo, pero a mí me estremecen de espanto”. En todo caso, no está probado que suprimir una tribuna paraguaya en 1830 sea matar en su larva a un Demóstenes, y suprimir la prensa en la Asunción sea impedir la fundación de una Revista de Edimburgo. ¿Esto es justificar las tiranías? No; es reirse de las frases. El doctor Francia pensó en su pueblo como su pueblo quería que se pensara en él. Le dió paz, tierras, trabajo, escuelas, disciplina y todo lo que sus libertadores le han quitado. Esta es la verdad.


III

 

En vez de cuarenta gobernadores por año o por mes, el Paraguay conoció tres antes de su redención por los aliados: el doctor Francia, don Carlos Antonio López y Francisco Solano López. Hubo interinidades y puentes, pero todo en forma pacífica. El doctor Francia gobernó desde los primeros días de la independencia hasta su muerte en 1840; don Carlos Antonio López, elegido primer cónsul el 12 de marzo de 1841, tuvo realmente desde entonces bajo su autoridad e influencia los asuntos públicos. El 25 de noviembre de 1842 se proclamó la independencia nacional paraguaya, y el 13 de marzo de 1844 se creó la institución presidencial, que no era sino la consagración de las facultades de que había hecho uso el doctor Francia. López asumió ese poder vitalicio de hecho, mediante reelecciones temporales, y continuó en el mando hasta su muerte. El segundo López, hijo del anterior, entró a desempeñar las funciones presidenciales, hereditarias realmente, en 1862, y rigió al país tres años. Desencadenada la guerra, defendió al Paraguay desde 1865 hasta marzo de 1870 en que fué asesinado por los soldados del Brasil.

Bajo estas tres primeras y largas administraciones, el Paraguay se había librado de la perturbación demagógica, y automáticamente había realizado ciertos adelantos; pero ya desde los tiempos de don Carlos Antonio López, varió en lo fundamental el sentido de la política exterior. La independencia, que el doctor Francia había mantenido de hecho, no podía afirmarse como expresión de soberanía sin producir consecuencias internacionales, tanto por lo que respecta a los países extraños, como en lo relativo a las provincias argentinas. El Brasil se apresuró a reconocer la independencia del Paraguay. El 14 de septiembre de 1844, el agente del Paraguay recibía la notificación respectiva, contra la que protestó el representante de Buenos Aires en Río de Janeiro, a principios del año de 1845. Desde 1841, el Paraguay abrió relaciones con la provincia de Corrientes, rebelada contra el gobierno argentino, y este hecho, ejecutado por el gobierno de un país que no tenía existencia política propia, constituyó para aquel gobierno un acto ilegal. La declaración de independencia, y de una independencia reconocida por el extranjero, alteraba la situación radicalmente; pero el gobierno de Buenos Aires, en pugna con dos potencias europeas y con el Brasil, no podía ni debía ver en la actitud del Paraguay otra cosa que una complicación interior. El Paraguay, que no tenía pacto colectivo con las otras provincias, lo formaba aisladamente para atacar al gobierno establecido en Buenos Aires. Era aliado de Corrientes, amigo del Brasil y simpatizador de las potencias europeas bloqueadoras. Cuando cayó Rosas, el Paraguay entró en el disfrute pleno de su soberanía externa, y comenzó a celebrar tratados de amistad y comercio con los otros países. El primero de esos tratados fué el del 4 de marzo de 1853, que abrió a Francia las puertas del Paraguay. Siguieron otros convenios semejantes, que eran el orgullo de aquel tiempo, en Buenos Aires, en Paraná y en la Asunción. ¡Se había logrado la conquista civilizadora de la libre navegación contra el despotismo de Rosas!


IV

 

Es de advertir que el Paraguay, fiel a su santa barbarie, no fué muy lejos en el camino de las imitacíones y del servilismo. Pronto advirtió lo que había en aquella libre navegación. El 20 de febrero de 1855 se presentaron en Tres Bocas los buques de la flota de guerra del Brasil a apoyar reclamaciones de su gobierno contra el del Paraguay. La cuestión se arregló amistosamente con el argumento persuasivo de las baterías paraguayas que detuvieron al negociador almirante; pero se veía lo que era aquella libre navegación: un libre atropello; los ríos franqueados a quien tuviera escuadras para su antojo aguas arriba. La cuestión con el Brasil se arregló, como queda dicho, y el 6 de abril de 1856 quedó concluído un tratado de amistad y comercio. El l2 de febrero de 1858 los dos países firmaban una convención fluvial, y por último se establecían ciertas bases para el arreglo de la eterna cuestión de los eternos límites de los ilimitados desiertos de América.

Otros países, como el Brasil, tenían el inevitable conflicto con el Paraguay. Los Estados Unidos enviaron una misión de amistad y de investigación científica que acabó de un modo poco amistoso y científico, cambiando cañonazos con las baterías de Itapirú. Mandó a un cónsul, Hopkins, que quiso saquear al Paraguay. Apoyaban las infamias de Hopkins veinte barcos de guerra y dos mil hombres de desembarco. La expedición volvió de Montevideo, por mediacíón del gobierno argentino. A los Estados Unidos siguió Inglaterra. Irritada ésta por las quejas que le comunicó uno de sus cónsules contra el bárbaro gobierno del primer López, no imitó sin embargo a los Estados Unidos; guardó su resentimiento, y teniendo a tiro de cañón un barco del gobierno paraguayo, en el que viajaba el hijo del presidente, -enviado con misión oficial para mediar entre el gobierno del general Urquiza y el gobierno provincial de Buenos Aires, lo que logró evitando un conflicto sangriento-, el barco inglés atacó al barco paraguayo en aguas de Buenos Aires y perpetró en daño del Paraguay el más ofensivo de los ultrajes.

Antes de que pasaran diez años de su caída, Rosas pudo saber en el destierro lo que era la libre navegación en las provincias del Plata, obtenida como conquista de la civilización contra su obstinada barbarie. Las lecciones que recibía no eran estériles para el gobierno de la Asunción. Sin renegar de sus deseos de comunicación con el extranjero, les daba una satisfacción más prudente que sus hermanas de América. No pedía como Buenos Aires en tiempo de Rodríguez, las exterioridades políticas y literarias de Europa. No entraba en la vía de los empréstitos como Méjico, contratando el empréstito por el empréstito mismo, para tener la honra de ser deudor, suprema insensatez. Cultivó sus riquezas y no las enajenó al extranjero. El gobierno era un guardián vigilante y celosísimo del patrimonio colectivo. El extranjero que visitaba el país, iba por cuenta del Estado y no para su provecho personal. Ese extranjero fundía cañones, instalaba maestranzas o construía una línea de ferrocarril. El joven paraguayo que salía para instruirse bajo los auspicios del Estado, iba destinado al aprendizaje de las artes industriales y al estudio de las ciencias de aplicación. ¿Se

puede dar política más prudente, más patriótica y más previsora?


V

 

El punto esencial de ella fué la militarización del país. Bajo el gobierno de don Carlos Antonio López, su hijo sirvió en el ministerio de Guerra y trabajó sin descanso en este ramo. Francisco Solano López había viajado por Europa en una misión diplomática, y este viaje vigorizó los sentimientos de su fervoroso patriotismo. Colaborador de un gobierno fuerte, e impregnado de un gran idealismo nacional, comenzó su carrera de gobernante, orientándola hacia fines transcendentales. Era el sucesor indicado del Supremo; un Kronprinz, dicen con burla los que hallan poco republicana esta designación anómala para la sucesión del presidente, designación que no se hacía con batallas de Pavón, como en Buenos Aires, ni con órdenes de Washington, como en Cuba y Centroamérica. El delfín tomó su papel a lo serio. Sobre todo, no veía en el poder el galardón de los jefes de banda que luchan militar o políticamente por los despojos de una patria. Se consideraba depositario de bienes imperecederos, que recibía de sus prodecesores para transmitirlos a los que habían de sucederle. ¿Existe esa elevada y pura noción del deber en el estrepitoso constitucionalismo demagógico o plutocrático de las sociedades entregadas al sofisma de la explotación de clases, llamado libertad política?

El general Francisco Solano López consideraba como misión capital del gobernante paraguayo contrariar los avances del Brasil y formar un pacto de unión con Bolivia, la República Argentina y el Uruguay. Creía que era forzoso rehacer los vínculos formados por España, prescindiendo de planes de reabsorción de una provincia por otra, o de un grupo en una provincia preponderante. No era posible desandar lo andado. Pero había que corregir la dirección. El sentimiento unificador de López tenía que ser muy mal recibido. Inspiraba desconfianza, y con razón, pues la organización es lo que más recelos infunde a la desorganización. El Uruguay estaba profundamente anarquizado. Era un Méjico de 1810 o de 1910. La República Argentina -en donde Francisco Solano López había señalado su paso mediando para evitar un choque sangriento de las fuerzas armadas de Entre Ríos con las de Buenos Aires, cuando Urquiza se dirigía en 1859 a reincorporar la provincia disidente-, la Argentina era, por esa misma división que perduraba, un factor descalificado para tomar a su cargo el movimiento defensivo contra el Brasil. La dirección política de los acontecimientos, y eventualmente la de la lucha armada a que pudiera conducir la situación, competía al Paraguay. ¿Podía aceptar esto Buenos Aires? ¡Nunca! ¿Podía secundarlo el Uruguay? ¿Qué Uruguay? La intervención podía disponer siempre de la bandera de ese país, como pasa con todo pueblo anárquico, y darla a quien se hiciese cómplice de la misma intervención.

Francisco Solano López fué uno de los grandes ilusos de la historia de América. Contó con una patria uruguaya y con una patria argentina. El Uruguay, lo mismo que la Argentina, serían sus auxiliares; pero no fué así, ni podía ser así. Nobles voces le respondieron aisladamente. Pero los dos países, como países, siguieron las banderas del Brasil, invasor y triunfante.

La patria uruguaya, desarticulada por el Brasil, quedó a disposición del Imperio y puso al mando de los generales de don Pedro las fuerzas del caudillaje oriental. La República Argentina desoyó también la voz de sus propios hijos que la llamaban a luchar contra las fuerzas del emperador. Urquiza, el jefe entrerriano, después de traicionar la causa de su raza, traicionó la causa de sus corruptores, y en vez de pelear por éstos, ya que no había peleado por los paraguayos, esquilmó a los brasileños, haciéndose vivandero de la expedición. Las provincias del interior, sensiblemente inclinadas en favor del Paraguay, no supieron llevarle su concurso. Y por último, Buenos Aires, entregada a la ligereza de Mitre, dió la cooperación más activa al Brasil en la primera época de la guerra, y después le prestó su apoyo moral que no era desdeñable, si bien la opinión pública mantuvo constantemente su justificada protesta contra aquella política de abdicación.

Lo más funesto para el Paraguay no fué la derrota, y en la derrota la sangre que perdió en abundantísimos torrentes. No fué tampoco el territorio de que la despojaron sus enemigos, o que le rectificaron, pues en verdad aquel cercenamiento no significaba una mutilación. Lo más funesto para el Paraguay, convertido en escombros, fué la modernización instantánea de esos escombro. No se le respetó en su infortunio- El Brasil iba a acabar con la tiranía, y cumplió su programa. No dejó al país entregado a sí mismo después de haber matado a López. Había estado cinco años ejercitando los derechos de beligerante, y pasada la guerra, terminada toda la resistencia de que podía ser capaz el pueblo paraguayo, el vencedor prolongó durante cuatro años la ocupación militar. Ahora bien, una ocupación militar, sobre todo si es benévola e interventora -menos mal si es simplemente brutal y expoliadora-, tiene forzosamente fines de corrupción. El vencedor no lo confiesa. Tal vez él mismo no lo cree. Se juzga dueño de un paternalismo desinteresado. No hay para él otro propósito que el de llevar la buena semilla del reconocimiento. Pues bien, mientras más indiscutibles sean estas intenciones, más venenosa será la intervención y más trascendentales sus efectos. Si el Brasil hubiera sido una gran potencia, se habría quedado para siempre con el Paraguay. Siendo una gran impotencia, tuvo que retirarse, pero quedó prendido el aguijón de la influencia desorganizadora. El Paraguay es un pueblo muy rico en cualidades. Tiene valor y disciplina. Tiene un gran sentimiento de la nacionalidad. Pero sus condiciones peculiares de pequeño pueblo, y de pequeño pueblo mediterráneo, lo privaban de una clase directora -deficiencia de casi todos los pueblos iberoamericanos, que en el Paraguay se acentuaba por la escasez numérica de los tipos de selección en un medio tan limitado. La introducción del virus político de la intervención, después de la guerra agotante de cinco años, causó el estrago de la más espantosa epidemia.

Se discute si al morir dijo López muero por mi patria o muero con mi patria. Con la mayor exactitud pudo haber dicho que moría con su patria. A los hombres no se les da como a los personajes de teatro la facultad de ensayar sus papeles, que tienen, por otra parte la ventaja de que antes los haya escrito alguien con todo reposo. Pero ante la realidad de los acontecimientos, el pueblo es un dramaturgo que se encarga de corregir los papeles mal representados, y de allí las leyendas anecdóticas que ilustran ciertos pasajes de acontecimientos poco demostrativos. En el caso de López, parece que apenas hay leyenda por lo que respecta a los últimos instantes de su vida, pero la frase, si fué corregida, lo fué admirablemente, pues el Paraguay intervenido era un Paraguay que moría. En todo caso, él murió por su patria, y su patria no era un pueblo redimido cuando abandonaron el país los expedicionarios brasileños. Si se cree en un renacimiento, esto no quita que los enemigos del Paraguay -sus llamados benefactores-, dejaran sobrevivir algo de lo que constituye una verdadera patria. El hijo de los campos, que en todos los países constituye el verdadero sostén de la existencia nacional, cultivaba la tierra bajo la protección de un gobierno paternal, el gobierno de los tiranos que odia el mundo civilizado y que en nombre de la civilización fué combatido por una semicivilización. Cuando el Paraguay, rescatado para la civilización, adquirió un puesto entre las naciones de nomenclatura liberal y representativa, el grupo de los explotadores del poder no tardó en descubrir que la secuestración de las riquezas nacionales por el doctor Francia y los dos López era un mal que debía repararse. El dominio eminente del Estado sobre las tierras de que vivía el descendiente de los antiguos súbditos del imperio jesuítico, era una mina sobre cuyas riquezas habló con palabra persuasiva el miembro de un lejano sanedrín de potentados judíos. Un día el infeliz campesino hispanoguaraní, despertó con la noticia de que sus tierras no estaban amparadas por un título válido ante la ciencia de gobierno llevada por las bayonetas brasileñas. El gobierno del Paraguay había vendido, en una palabra, las tierras del paraguayo. Esto era tanto como si hubiese dado amos al pueblo. Sindicatos de Nueva York, de Londres y de Amsterdam, eran dueños del cultivador, dueños del ciudadano a quien se decía que los ejércitos brasileños habían llevado el soplo de las libertades modernas. Ese, cultivador desposeído fué quien murió con López en Cerro Corá.



VI

 

Dos monarcas filósofos -déspota ilustrado el uno y soberano demócrata el otro - Carlos III de España y don Pedro II del Brasil-, han sido en distintas épocas los dos azotes del pueblo paraguayo. El uno hizo la obra sabia del siglo XVIII, y asoló al Paraguay con la expulsión de los jesuitas. Cuando éstos partieron, se buscaba un tesoro que según rumores habían dejado escondido. El tesoro partió con ellos; era el trabajo. Los jesuitas pudieron haber contado entonces desde Italia el apólogo del padre que al morir dejó a sus hijos un tesoro escondido en el viñedo, recomendándoles que cavaran para buscarlo, sin precisar el sitio. Los hijos cavaron, efectivamente, y encontraron el tesoro en el producto del viñedo que sin saber beneficiaron con sus azadas. Como los hijos del campesino, los déspotas del Paraguay volvieron a buscar el tesoro con la azada en las misiones, y repararon la obra funesta de Carlos III. La del emperador don Pedro fué tal vez más completa, porque sobre la base de una población exterminada, puso a los supervivientes en manos de especuladores políticos y financieros.

Debe sin embargo hacerse justicia a don Pedro. Si Carlos III fué pernicioso para sus propios súbditos, el emperador por su parte no hizo otra cosa que seguir una política de conveniencia nacional, Rindió a Solano López el homenaje supremo de considerarlo como un

peligro para su trono. Era tanto como decir que el Paraguay independiente, con el único género de independencia posible, el único que se conoce -el de la fuerza-, no consentiría las expansiones del Brasil. Quienes obraron, pues, como Carlos III, sin ser monarcas ni filósofos, fueron los argentinos, uruguayos y paraguayos auxiliares del Brasil - los Mitres, Flores y Rivarolas que concurrieron con la demencia de sus odios a la inmolación de sus propios hermanos y al sacrificio del ideal de una gran confederación rioplatense.





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