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Josefina (Abel de la Cruz) Plá (+)

  LAS IMÁGENES PEREGRINAS - LAS MIGAJAS DE UNA HERENCIA, 1975 (JOSEFINA PLÁ)


LAS IMÁGENES PEREGRINAS - LAS MIGAJAS DE UNA HERENCIA, 1975 (JOSEFINA PLÁ)

LAS IMÁGENES PEREGRINAS

(LAS MIGAJAS DE UNA HERENCIA)

BARROCO EN EL PARAGUAY

ASUNCIÓN – PARAGUAY

1975

 

I

LAS MIGAJAS DE UN PATRIMONIO

 

A) ARQUITECTURA

No se tratará aquí de la arquitectura, que tiene ya su bibliografía especializada en obras como las de Noel, Furlong, Busaniche, Giuria, etc. Sólo se recordará una vez más que la destrucción que se ensañó en la abra misionera no respetó los edificios, y la ruina de éstos ejemplariza la del patrimonio móvil.

En los edificios de la época funcional no queda prácticamente nada en Misiones.

De la época de la piedra y el ladrillo, que fueron usados en distintas combinaciones, quedan ruinas identificables en planta y alzada en Trinidad (templo y torre), Jesús, San Miguel Arcángel, San Ignacio Miní, San Cosme; un torreón (campanil) en Santa Rosa y la capilla de Nuestra Sra. de Loreto (adobe y piedra) en Santa Rosa.

Además de las iglesias, se conservan:

En San Ignacio Miní, los muros -hasta cierta altura- de muchos de los edificios destinados a vivienda indígena; de la Casa de los Padres, de los Talleres, (piedra) .

En San Ignacio Guazú, la Casa de los Padres (donde funciona hoy el Museo Jesuítico).

En Trinidad, muros de viviendas, con las arcadas de los corredores (piedra).

En Santiago, viviendas indígenas.

En San Cosme, casa de los Padres: Del resto de los templos del XVIII sólo se rastrea en algunos casos la planta, y en otros alguna columna, unos muros, un chafariz, etc. En el área que hoy corresponde al Paraguay, los templos de Sta. María, Itapúa y San Ignacio han sido arrasados hasta los cimientos (alguno de ellos en fecha tan cercana como 1921).

Los restos de edificios en piedra permiten apreciar el grado de experiencia a que habían llegado los artesanos indígenas bajo la dirección de los Padres, alcanzando a tallar la piedra. No sabemos si se tallaba sobre cada sillar la parte correspondiente del relieve, que luego colocaban en su lugar, realizando los necesarios ajustes, in situ. Furlong ha expresado la idea contraria, a sea que los artesanos realizaban la talla una vez colocadas las piedras en su sitio.

Algunas piezas de gran tamaño -correspondientes a basamentos, pilastras, frontones- fueron adosados, es decir, aplicados contra una estructura previa. Esta técnica recuerda la utilizada por los aztecas en sus monumentos. Las tallas adosadas, explican algunas características de esta arquitectura a que se aludió en el capítulo I (Segunda Parte).

En el Apéndice III se da una lista de los templos misioneros con las fechas de edificación o consagración y los nombres de los arquitectos, en las casas en que ha sido posible rastrear dichos datos, lo que no siempre ha sido factible. Se da también una idea de las ruinas o restos subsistentes.

Como en ella se ve, los arquitectas de Santa Rosa y el de Jesús fueron los mismos, los Hermanos españoles Grimau y Rivera. Aparte de algunos datos de Anuas y Cartas, la presunción se apoya en el estilo análogo de ambos edificios. Santa Rasa, según De Maussy, era el más bello espécimen de construcciones jesuíticas de Misiones. No hay ruinas que permitan confirmarlo. Una fotografía tomada por el Dr. W. Wallsen en 1885, o sea dos años después del incendio que consumió casi totalmente su riqueza ornamental (1) muestra aún en pie los paredones, restos de las torres; son visibles airosos arcos mudéjares, gemelos de los de Jesús. No ha sido tampoco posible confirmar este extremo, ya que no hemos podido obtener ningún otro dato sobre el particular (2).

También Santiago parece haber sido abra de estos arquitectos; si así fue, es posible ofreciese caracteres semejantes. En estos hechos notamos la influencia mudéjar, achacable a sus planeadores españoles. Esta influencia mudéjar se hacía sentir de tiempo atrás fuertemente en el barroco andino y mejicano, pero por esta época (mediados del XVIII) experimenta una reviviscencia como puede comprobarse repasando el mapa plástico de la época.

Hacia el final, como se ve en Trinidad, habían comenzado los jesuitas a interesar a los indios en el decorado de las propias viviendas (rosetones tallados de los soportales de las viviendas indígenas en dicha Misión).

 

B) ESCULTURA

Lo apuntado a lo largo de este trabajo y especialmente en los capítulos IV (Primera Parte) y I (Segunda Parte), puede dar una idea de la forma en que se desarrolló la labor de escultura; materiales empleados, sistema de trabajo y volumen de la obra desarrollada. Es seguro que la obra escultórica insumió la mayor parte del esfuerzo de talleres; la pintura misma le fue artesanalmente subsidiaria en cuanto toda esa obra de talla debía ir, pintada y dorada. No fueron en esto las iglesias misioneras una excepción dentro del barroco colonial, en el que en general la escultura y talla priman como recurso ornamental. No es aventurado suponer que en general también, el artesano indio mostró más dedicación como escultor que como pintor. Esto no significa que estas iglesias no hayan dado cabida a la pintura; existen testimonios de que en algunas de ellas los muros estaban cubiertos de cuadros (no se especifican si se trató de murales o de pintura sobre tela o tabla) pero el hecho de que las pocas decoraciones murales que existen aún -no sólo en el área jesuítica- y realizadas algunas en fecha muy posterior, sean pinturas al temple- o cosa parecida- apoya la opinión de que fueron más bien pinturas murales. En casi todos los casos estas pinturas o por lo menos aquellas de que tenemos noticia fueran obra de maestros jesuitas.

De las cuatro mil imágenes que, superando el cálculo de Furlong, damos por realizadas en los talleres de Doctrinas, sólo restan hoy en Misiones unas cuatrocientas (se está postergando en exceso el imprescindible inventario) a las cuales habría que añadir las existentes en el resto del área y de las cuales una parte por lo menos debieran asimismo pertenecer al acervo misionero como se ha expresado en el capítulo I (Segunda Parte). (Un gran número se conservan en Museos del extranjero, especialmente de la Argentina. Últimamente han emigrado al Brasil un gran número de ellas; y el trasiego continúa a pesar de las disposiciones oficiales al respecto).

El mencionado remanente misionero, en el cual se entreveran como en el caso de Santa María de Fe, piezas de distinta procedencia, sólo parcialmente permite apoyar conclusiones respecto a lo que pudo ser la obra total (capítulo I, Segunda Parte). No resulta difícil sin embargo distinguir en ese caudal superviviente los siguientes niveles de realización:

a) Piezas importadas (talleres de España e Italia principalmente)

b) Piezas debidas al maestro jesuita

c) Piezas de realización mixta (conjunta de maestro y alumnos)

d) Piezas de exclusiva mano indígena.

 

A) PIEZAS DE PROCEDENCIA FORÁNEA

Las piezas importadas hallables hoy son muy pocas, desde luego, y es fácil discernirlas en el conjunto. Distínguenlas, aparte la inconfundible expresión a aura étnica, la sujeción a los cánones, la exactitud anatómica, la soltura en la ejecución, la avezada sabiduría estilística; el estofado y dorado resistente al tiempo. Estas piezas fueron seguramente más numerosas en el área colonial propiamente dicho que en la jesuítica. El San Ignacio de Loyola que se conserva en San Ignacio, aunque muy deteriorado en su pintura, es un ejemplo; así como el San Pablo del mismo museo, y el San Matías del Museo del Seminario, de origen español. El San Juan que se conserva en el Museo de San Ignacio, es asimismo una hermosa pieza que clama a gritos su procedencia foránea (seguramente italiana). En este grupo sólo figuran imágenes. Hay noticia de retablos, capillas y altarcillos portátiles importados en los primeros tiempos, o sea los primeros 50 años, pero es dudoso que se pueda identificar alguna de estas piezas entre las subsistentes: por lo demás, las noticias se refieren lógicamente al área de encomiendas.

 

B) PIEZAS ATRIBUIBLES AL MAESTRO JESUITA

Fueron seguramente bastante numerosas. A Brassanelli se le atribuyeron trescientas (número bastante para consumir una vida, si no fuera que es lo más probable que en ese volumen figurasen muchas en las cuales sólo parcialmente intervino, dirigiendo y realizando loa partes más delicadas o difíciles y dejando el resto a cargo de oficiales indios) . Imágenes como la de San Francisco Javier de tamaño tres cuarto del natural conservada en Santa Moría sin ofrecer el acabado de las piezas de taller europeo, son lo suficientemente perfectas en sus detalles anatómicos y de proporción, aura expresiva y secuencia estilística, como para señalar la mano del maestro, jesuita en este caso. Tampoco estas piezas son muy numerosas.

 

C) PIEZAS DE REALIZACIÓN MIXTA

Son mucho más copiosas que las citadas anteriormente. En general, son aquéllas en las que puede discernirse una yuxtaposición de rasgos de distinto grado experto; esencialmente, cuando los cánones están observados, el rostro y las manos están discretamente trabajados, pero el acabado de los paños y otros rasgos no ofrecen el mismo nivel estilístico. Como quiera que la participación del maestro y del alumno pueda haberse combinado en distinta proporción, también es vasta la escala que en el nivel del acabado puede establecerse. A menudo la intervención del alumno se ciñe a los paños, a la peana, etc. La figura de San Francisco Javier, especialmente, se presta para su estudio sobre el particular, ya que son varias las imágenes que aún sobreviven, realizadas sobre el mismo modelo, de distinto tamaño y niveles en la realización, permitiendo apreciar la medida en que al artesano indígena participó en ella.

(En este rubro podrían anotarse ciertos retablos, tallas menores, etc. de proyecto y diseño magistral, pero realizados por el indio).

 

D) OBRAS DE EXCLUSIVA MANO INDÍGENA

Debieron constituir el número mayor, aunque no el más importante, en el formado, en lo que a imágenes respecto, por piezas más considerables; salvo excepciones. En la lista debemos anotar desde luego la labor masiva de tallas en relieve en retablos, púlpitos, techos, columnas, altares y muebles, casi sin excepción. Los indios carecían de la versación toréutica y estilística necesarias para la creación de proyectos de coordinación completa, o sea que exigiese cierta amplitud en esos conocimientos; por lo que la concepción y diseño principal de esos conjuntos debieron ser confiados, al maestro quien a su vez, menos en casos como los de arquitectas y artistas como Brassanelli o Prímoli, debió recurrir a los libros, de los cuales no carecían, ciertamente, las Bibliotecas misioneras. Sin embargo hay un cierto número de tallas en relieve o de bulto cuyo carácter en nada se opone a que fuesen de diseño indígena; tallas en las cuales pudo el genio indio explayarse en el ejercicio de los elementos estilísticos o simbólicos. Repeticiones de motivos dados a escala determinada, o ajustadas a otro módulo; diseños secundarias a una forma dada. Tales las guirnaldas en torno a una columna torsa, o la adaptación de un motivo dado a una cartela, cornisa o friso; composición de motivos simétricos (frisos, zócalos, artesones); tallado de altarcitos o nichos, etc.

Las imágenes de mano indígena fueron muchas. Todas ellas obras de copia, ya de modelos previos, ya de estampas. A menudo una estatua, obra importada o de mano de un maestro, fue reproducida en menor escala por los discípulos, para retablos o capillas menos importantes, o para uso individual (imágenes hogareñas). Como norma podemos aceptar que las imágenes mejor realizadas fuesen las destinadas a los altares mayores. Las figuras de Pasos (escenas de la Vida y Pasión) o de belenes, que conocemos, fueron de mano indígena, y alcanzaron el máximo de acento ingenuo (sayones de San-Cosme, pastores adorantes de Santa Rosa) lo cual no significa que no pudo haberlas de mano más canónica.

 

E) PINTURAS

Como se ha manifestado en capítulos anteriores, no solamente se pintaban en las Misiones cuadros, fondos de retablos, murales, etc. También se decoraban los techos, ventanas, puertas (si las ventanas estaban pintadas y doradas, no es lógico suponer que las puertas estuviesen desnudas). Columnas, arcos torales, falsas arcos, sostenes de naves, intercolumnios, coros, púlpitos, confesonarios, todo tuvo eventualmente su decoración pintada, ya única, ya complemento de la talla; ya simplemente ornamental, ya significativa. Los pórticos, abovedados o no, que según parece no faltaron en ninguna iglesia, realizadas en madera, estaban pintados y dorados. Los techos de San Ignacio y Sam Cosme (y también de Yaguarón, tantas veces citado como punto de referencia plausible) pueden servir de ejemplo de lo que fueron esos techos pintadas; aunque hay referencias de viajeros y sobre todo inventarios, que permiten afirmar que los hubo mucho mas trabajados y suntuosos, en base a los clásicos artesones tallados y dorados. El de Itapúa tenía "de pintura fina" la vida y milagros de la  Santísima Virgen. Los mismos retablos ofrecieron, como lo de muestra algún espécimen subsistente (Santa Rosa) pinturas de escenas sagradas como fondo de nichos, medallones, etc.

Algunas iglesias y colegios lucieron importante pintura mural. Catorce cuadros de la vida del Santo adornaban las naves laterales de la iglesia de San Javier. La casa de los Padres en San Ignacio tenía pintadas sus paredes (todos esos cuadros han desaparecido hace rato). Aún pueden verse en la capilla de Nuestra Señora de Loreto en Santa Rosa rastros de un mural alusivo al milagro de la Santa Casa, quizá debido al Padre Grimau; aunque, retocado inexpertamente, apenas son visibles en él los rasgos primitivos.

En San Francisco de Borja, el Hno. Brassanelli pintó un cuadro del Santo donde éste, según un visitante, "está como elevado (levitante seguramente) desmayado ante el Sacramento, todo lleno de nubes y serafines". Este cuadro ocupaba el centro del altar, según el informante. P. Oliver. Debió ser uno de los casos mencionados en que una hornacina fue ocupada por un cuadro en vez de una talla; otro visitante (3) cuenta cómo el citado Brassanelli fue artífice de la iglesia de Loreto; la referencia del P. Oliver a este templo se ha transcripto en el capítulo V.

La primera obra pictórica realizada en las Misiones es la imagen de la Virgen realizada por el Hermano Hernández; imagen que llevó consigo el P. Roque González en sus andanzas fundadoras, y con él se perdió a, manos indígenas. Bien es verdad que no podemos asignar al Hno. Hernández rango de primer pintor misionero, porque no residió en el país. Este rango corresponde al H. Luis Verger o Berger, cuya Virgen de los Milagros, actualmente conservada en Santa Fe, es la más antigua imagen pintada en las Reducciones que haya llegado a nosotras. Algunos han atribuido la paternidad de este cuadro al también pintor Hno. Jesuita Hernacio. Verger pintó en San Carlos un cuadro; en Tayaobá otro de los Siete Arcángeles (4); en 1616 enseñaba pintura en la Misión de Itapúa; y en 1622 en la de San Ignacio Guazú. La Anua de 1619 (P. Oñate) hace alusión a los ornamentos e imágenes "de la misión del Uruguay", entre los cuales figuraban las imágenes de los "novísimos" obra del Hno. Luis Berger.

En 1634 pintó el referido lienzo de la Virgen "quizá la obra más acabada de la pintura colonial platense" (Furlong) de la que Guevara dijo: "lienzo de singular hermosura".

Más tarde hallamos en San Luis el nombre del Padre Cañigral que estableció en esa Misión "talleres de pintura, escultura y tallas" hacia 1650 (5).

Otro jesuita, español como Cañigral, recorre las Misiones llevando de una a otra su pincel y su magisterio. Es el Hermano Grimau. En 1745 o hallamos en San Miguel; en San Luis en 1749; en Santa Rosa en 1765; en Candelaria en 1767.

En la descripción que De Moussy hizo de Santa Rosa, habla de cuadros "de motivos piadosos y de mano maestra" que se conservaban en este Misión. Serían ellas todos o en parte debidos al Hermano Grimau? (En la iglesia catedral de Salta se conserva la imagen de la Virgen de las Lágrimas debida a este jesuita y que es copia de una imagen anterior, una Purísima existente en el Colegio Máximo de Córdoba). Habla también De Moussy de los retratos de jesuitas famosas conservadas en la capilla de Nuestra Señora de Loreto en la misma Misión. Atara refiriéndose a San Ignacio Guazú enumera una Virgen, un San Jerónima y un Cardenal, que le parecieron "`buenos" a este viajero que no se distinguía precisamente por su disposición ditirámbica hacia la obra misionera. Si Atara los halló buenos fue, seguramente, parque se ajustaban a su noción del arte, que era 1a propia de la época; y ello aboga por el origen europeo de esas cuadras. También; hallamos copiosa noticia, aunque no suficiente para apreciación crítica, en los inventarios realizadas a la salida :de los Misioneros; por ejemplo, en Itapúa, la "bóveda de sus tres naves está bien adornada de molduras en arco, doradas; y en los huecos pintada de pintura fina la vida y milagros de la Santísima Virgen",

Si la obra misionera en general ha experimentado cruelmente los efectos del tiempo, la incuria y la deliberada destrucción, bien puede decirse que es la pintura la que más ha sufrido.

No es posible asentar juicio minucioso en base al escaso material superviviente. Só1o por analogía con lo observado en escultura, y apoyándonos en ésta como documento subsidiario, podemos aventurarnos a suponer que las factores que condicionaron estéticamente la producción pictórica misionera fueran los mismos que hicieron sentir su influjo en la pintura. Aquí coma allí, el fondo modelarlo, el sistema de trabajo y el determinismo local debieron introducir sus factores diferenciales. Por lo demás las obras que quedan no contradicen este postulado.

Las pinturas murales desaparecieran can los edificios, o se deterioraron totalmente con el tiempo, hasta desaparecer. En cuanto a la pintura movible, contribuyeron a la destrucción la mala calidad de los materiales, el descuido, la ignorancia, las condiciones climáticas.

El volumen superviviente se reduce a las mencionadas Vírgenes de las Hermanos Verger y Grimau (si es que la segunda cabe asignarla a este área) y unas cincuenta piezas de distintos niveles de realización (casi todas de mano indígena); las pinturas de Yaguarón (techas, púlpito y hornacinas), al techo de San Cosme ya totalmente destruido a raíz de unas abras (?) desde 1970; y algunas pinturas figurativas o de fondo en unos pocos retablos.

Se ha hecho notar que América no fue área de grandes coloristas. Se ha echado la culpa, parcialmente al menos, a la falta de pinturas de buena calidad, como se ha visto en el capítulo IV. Hasta qué punto esto resultaría exacto? El mismo indígena o mestizo que en el área andina o mejicana se expresa en una colorística pobre en sus cuadros de disciplina europea, se revela rico y lírico en cuanto se ve libre para su expresión. Si en los otras cuadros manieristas se muestra cromáticamente pobre, ello habría que atribuirlo más bien: primero, a que en muchos casos las modelos no fueron cuadros sino estampas, es decir, que no dieron al artista un punto de apoyo para la expresión colorística; segundo: que cuando las modelos fueron efectivamente cuadros, éstos pertenecieron en su mayoría a la escuela tenebrista. El sentido cromático del indígena, sometido a esta represión, buscó expresarse por otro cauce, prolongando así en sus ropajes y fondos floridas el decorativismo bizantinista que en Europa periclitó ya a fines del trescientos o mediados del cuatrocientos, aunque en España se prolonga hasta entrando el quinientos. (Yañez de la Almedina, etc.)

En lo que a la pintura misionera se refiere, la explicación sólo en parte es eficaz. La labor se realizó, principalmente, como se ha dicho varias veces, en base a estampas; punto de partida ciego para un ejercicio cromático. Si vino algún cuadro, desde luego fue también tenebrista. Aquí el indígena por otro lado no pudo como se ha dicho ya, explayarse libremente, ni en la creación de un arte propio (suponiendo poseyese la necesaria voluntad de forma) ni siquiera dentro de la disciplina de taller, porque no lo permitían las especiales circunstancias del régimen a que su trabajo estuvo so-metido. Como una observación complementaria anotaremos que el arte nacional na ha dado hasta ahora auténticos coloristas. El color ha sido hasta hoy el escollo mayor de nuestra pintura.

El sistema de trabajo mixto de que son fruto algunas tallas, tuvo posiblemente su equivalencia en pintura. Cuadros o decoraciones realizadas por indígenas pudieron ser retocadas por maestros; en algunas pinturas el diseño pudo ser del maestro, y la realización pictórica, del alumno. Una pintura pudo ser realizada en su mayor parte o en sus detalles principales por el maestro, reservándose a los alumnos detalles secundarios. Este sistema estuvo en uso en los talleres europeos antes y después del Renacimiento. A este respecto debemos repetir acá una observación importante de Pal Kelemen; que cuando se trataba de obras destinadas a las colonias, las talleres europeos, (españoles principalmente, aunque también las hubo italianos) donde el maestro por principio retocaba y terminaba los trabajos comerciales, destinaba escasa atención a aquéllos.

Una referencia interesante nos ofrecen las pinturas procedentes del techo de San Ignacio Guazú (que se conservan en el Museo Gancedo de Santiago del Estero) y que se han atribuido "a discípulas de Verger". Si Verger formó discípulos preciso es que lo hiciera con fecha anterior a 1635, en que abandonó las Misiones. Por otro lado la iglesia de San Ignacio fue inaugurada en 1684; un espacio de cincuenta años entre la salida del maestro y la inauguración de la iglesia terminada. Este lapso es más que suficiente para introducir ciertas dudas en el asunto. Debemos tener en cuenta la forma en que el trabaja se desarrolló, y las circunstancias de la labor en esas mismas Misiones.

Pertenecen esas pinturas a la época en que actuó en San Ignacio el Hermano Verger? . . . En este caso, poseen una antigüedad de por lo menos trescientos treinta años, cifra no imposible pero sí lo bastante alta como para que haya de ser prudencialmente sopesada, dados el clima y otras factores de deterioro. Pero en este casa sin embargo, puede aceptarse el discipulado.

Fueron ejecutadas después de la salida de Verger? . . . En este caso debió ser inmediatamente después de su salida, y no más tarde. De estar realizados años más tarde, la influencia del maestro debe ponerse en duda. La experiencia demuestra lo fácil y rápidamente que el conocimiento sin tradición y no estimulado o alimentado con nuevos elementos se deteriora, y más en casos como el del artesano misionero, que nunca trabajó sino bajo la vigilancia del maestro o director jesuita. Sabemos que habitualmente dirigían los trabajos secundarios discípulos aventajados; pero aún en lo que a éstos se refiere debemos tener en cuenta el inevitable deterioro de la experiencia artística no renovada, y los factores emergentes de la necesidad de que los tales obreros estuviesen constantemente aleccionados y dirigidos. Inútil agregar que a la salida del Hermano Verger no podría darse por asentada aún una tradición. (Y sin embargo, los mentones de estos ángeles laboriosos ofrecen los mismos rasgos de los ángeles que adornan la peana de la Virgen de los Milagros. Los perfiles de esos rostros, son perfiles de adulto, "redichos" y voluntariosos).

Ahora bien estas pinturas que representan a un ángel músico, a un Niño con San Juan niño, también, o un ángel cogiendo flores y un jarrón florido en el gusto de la época, están ejecutadas al temple sobre tabla de madera de más de un centímetro de espesor, imprimida de una capa de tiza o creta diluida en cola. Todas esas figuras ofrecen en su expresión una espiritualidad que quizá no fuera .arriesgado calificar de "francesa" una alegría cortesana muy distinta del severo garbo español o la seria complacencia flamenca. Aunque la pintura en general está desvaída, los contornos están bien marcados por una gruesa línea que en algunos lugares asume función pictórica como en ciertos cuadras de Rouault, y que hace pensar si acaso estas figuras no serían tomadas de algún vitral. La grafía de los cabellos, el movimiento, el lenguaje del claroscuro, hablan de un autor único para las cuatro tablas. La misma línea de contorno ofrece cierta soltura y seguridad que dudamos en asignar a mano india, sin contar con que el ritmo lineal es acentuadamente alienígena.

En la figura cogiendo flores, se identifica la de un ángel pintado par Garíbar en Quito. Debemos suponer un modelo común. En cuanto a los jarrones de flores, es conocido su simbolismo, y la abundancia con que se prodigó, no sólo en la ornamentación sagrada, sino también en la profana.

El procedimiento de imprimación y de fondo utilizado en estas tablas es el habitual de época en la pintura el temple sobre madera, el mismo empleado en los techas que se conservan, sean o no misioneros (Yaguarón y San Cosme). En los techos de Yaguarón se empleó el azul, más o menos oscuro; el amarillo, el anaranjado verdoso; en las de San Cosme, los ocres -en el pais los hay de buena calidad- quizá un tinte que se supone obtenido de la yerba mate (verde oscuro) y el negro. Pero na se han realizado los análisis necesarias para establecerlo definitivamente.

Muestra muy interesante de la pintura de esta área, y que merece un estudio aparte son las pinturas que decoran el interior de las puertas de algunos nichos o armarios destinados a conservar objetos del culto o imágenes (sustituto local de los camerinos de otras áreas) a veces exentas, otras empotrados en las paredes de gran espesor: Quizá estas mismas figuras hayan decorado tabernáculos o pú1pitos que no se han conservado. (En Yaguarón el púlpito presenta algunas figuras de Santos, realizadas en forma esquemática). Un ejemplo lo da el nicho que se conserva en la capilla de Nuestra Señora de Loreto en Santa Rosa. Al abrirse las puertas forman como es usual con el fondo del armario un tríptico perfecto. Más interesante todavía es el juego de puertas que debió pertenecer a uno de los nichos destruidos y que representa a cuatro figuras del Evangelio, Santa María y San Juan, San Pedro y, San Pablo. Debieron ser esos nichos muy numerosos, no sólo em sacristías y capillas sino también y especialmente en casas particulares y aún se encuentran en efecto algunos, pero ya en la mayoría de los casas sin su decorado primitivo, que deteriorada por el tiempo fue sustituido tarde o temprano por otras pinturas. En éstas campea en ocasiones un delicioso sentido popular, como en un nicho de Yuty, cuyos ángeles bailarines tienen la gracia ingenua y candorosa de ciertos diseños populares mejicanos. En el indicado de Santa Rosa así como en otros de Santiago, los diseños son de un encanto indecible. Sólo los iguala la pintura icónica en sus expresiones más ingenuas: las pinturas españolas del primer románico; por ejemplo. Aunque su raíz quizá esté en las expresiones de la pintura veneciana tardía, heredera de la plástica bizantina, cuya amalgama póstuma con el barroco produjo el impresionante fenómeno del Greco.

Las de las puertas de nicho conservadas en el Oratorio de N. Señora de Loreto en Santa Rosa, son pinturas bidimensionales, en colores planas, de acentuada tendencia frontalista, de proporciones elongadas, reforzadas par una línea negra de contorno. Los nichos mencionados ofrecen los mismos caracteres, sugiriendo, si no un mismo autor, sí un mismo modelo y tal vez un mismo magisterio o ascendencia. La pureza estilística- no se trata de un regreso gobernado por las circunstancias locales, sino de un encuentro directo descarta la posibilidad de que sean producto del genio indígena. Su hallazgo en el escaso volumen de este arte añade una interrogante a las muchas planteadas ya por el fenómeno misionero. En las Misiones abundaron -especialmente en los últimos lustros- jesuitas de origen centro europeo -bohemios, húngaros, polacos- países donde la tradición icónica era fuerte como sabemos. Ellos pudieron haber sido los introductores de estas variantes estilísticas curiosas dentro del panorama misionero. Ni es necesario que estas pinturas hayan sido realizadas en las mismas Misiones en que hoy se hallan: pudieron haber sido ejecutadas en otras y emigrado luego (recuérdese una vez más el éxodo de las cinco Misiones) o simplemente haber sida realizadas por encargo.

El Padre Sepp nos ha dejado en sus Cartas un conmovedor ejemplo biográfico del íntimo impulso que llevaba a estos desterrados a cuajar en torno suyo ciertos recuerdos de su país de origen. El mencionado jesuita levantó en San Juan un altar en todo semejante al de la Virgen de Altoetting, patrona de su valle natal. Ese altar reproducía en todas sus partes y adornos los, del mencionado altar europeo, e inclusive estaba adornado, como aquél, con incrustaciones de nácar y con espejos. Otros misioneros pudieron haber traído consigo, junto con el fervor evangélico (del que el mismo Padre Sepp es un ejemplo), humanos recuerdos semejantes y haber introducido sus correspondientes rasgos localistas, en estos casos rasgas de tradición bizantina, fuerte en dichas países: Al tiempo de la expulsión repetimos eran varios los Padres centroeuropeos que se encontraban en Misiones: uno de ellos él, Padre Tadeo Enis. O quizá se trató de algún jesuita noritaliano -que las hubo también- que reprodujo en estas pinturas destinadas a la pueril mirada del converso guaraní los ingenuos iconos entrevistos en su infancia y ante los cuales quizá rezara sus oraciones cuando niño. Sería una prueba más de lo que en capítulos anteriores hemos llamado "conservadurismo de época",

Aunque perteneciente hoy a una iglesia del área no misionera, vale la pena citar la tabla procedente de Yuty, que representa a un misionero predicando en la selva, rodeado de figuras entre las cuales no es difícil identificar algunos indias bravas. El cuadrito es de rasgos primitivamente encantadores. Se trata sin duda de un misionero jesuita, por el atuendo; ello hace pensar que perteneció primitivamente a un templo misionero y es por ello que se lo menciona en este recuento. Las figuras se ven congeladas; la del misionero, de gran tamaño, fuera de proporción con las de los soldados y neófitos, como para significar su magnitud espiritual. Es casi seguro se trate de una pintura realizada después de la salida de los Padres

 

NOTAS

(1)     Se salvaron sólo un cierto número de imágenes (parte de éstas se conservan en Santa Maxía) y algún altar lateral.

(2)     WILLIAM WALLSEN, Paraguay, das Land der Guaranis. Berlín, 1907.

(3)     Carta del P. ASTUDILLO.

(4)     La Misión de Tayaobá se llamó propiamente de Los Siete Arcángeles

(5)     AURELIO PORTO, Historia das Missões Orientais do Uruguai, Rio de Janeiro 1943.

 

 

II

LAS IMÁGENES PEREGRINAS

 

A) MARÍA MISIONERA

Junto con el Crucificado -símbolo capital a cuyo nombre se acogió la Orden- María, ya sola como Inmaculada o Virgen de los Dolores, ya como Virgen Madre, Virgen de Loreto o del Rosario (más tarde lo hará con Santa Rosa, y, desde luego, can San José, en los Nacimientos, o en grupas de la Sagrada Familia), aparece desde el primer instante en la acción misionera. Si el primer acto de la fundación es levantar una cruz capaz de cobijar a su sombra multitudes, en manos del jesuita la imagen de la Conquistadora es lábaro y escudo. La difusión del dogma mariano es, conforme a los cánones tridentinos, importante preocupación de la catequesis, como parte de la misión contra-reformista. A esta coadyuvó la institución, en las Misiones, de cofradías cuya patrona era Nuestra Señora. Miembros de esta cofradía, consecuentes hasta lo heroico con su vocación de castidad, dan a cada momento testimonio entusiasta en las Anuas jesuíticas.

Una imagen de la Virgen es, según parece, el primer cuadro religioso pintado en el área: la obra del Hermano Hernández, a que se ha hecho ya referencia, que la pintó para el Padre Raque González de Santa Cruz. Hacia 1619 corría por los pueblos cercanos de Villarrica "una imagen de la Virgen pintada en papel muy toscamente y que hace muchos milagros" dice en la Anua de ese año el P. Oñate. No dice si se trata de una imagen de factura local, aunque los términos lo hacen presumir. No sabemos cuál fuera el modelo para esa imagen. De las treinta misiones supervivientes, seis llevaban advocación mariana: Santa María la Mayor, Santa María de Fe, Candelaria, Nuestra Señora de las Reyes Magos (Yapeyú), Concepción, Loreto. Si en la iglesia de Santo Ángel Custodio la decoración estaba totalmente dedicada a la exaltación figurativa del guardián individual de las almas - "toda la muchedumbre de estatuas es do ángeles" dice Azora - debemos suponer que en las dedicadas a Nuestra Señora la imagen de María tuviese rango especial por su número, tamaño y calidad; pero no hay datos concretos al respecto; aunque entre las imágenes sobrevivientes, las de María son lo bastante numerosas y considerables como para dar fe de la importancia que revistió su culto.

Sabemos ya que en cada Misión, por expresa instrucción superior, debía haber una capilla de Loreto, con las mismas dimensiones y disposición interior de la Santa Casa Matriz; esto acrece el presumiblemente copioso caudal de la iconografía mariana misionera. Pero no son muchas las vírgenes de Loreto que nos han quedado. En rigor, imágenes considerables de esta Virgen, sólo conocemos una. Ello da la medida de la destrucción sufrida por la imaginería misionera.

Comenzando por la pintura sobreviviente, corresponde el primer lugar a la Virgen de los Milagros, pintada por el Hermano Luis Verger o Berger en 1634; realizada en Itapúa, y a la cual se ha aludido con anterioridad.

Pintada en una fecha en la cual en España florecían el Greco, Velázquez, Morillo; en Flandes Rembrandt, y en Italia los grandes paganos venecianos con su riqueza de color, su realismo y su pince lada pictórica, esta Virgen ofrece rasgos marcadamente lineales, a los que añade sugestión arcaica el halo, reminiscencia gótica, que la forma fondo de cabeza a píes, y que como en la famosa Guadalupana reproduce los halos efectivos, de rayos de plata u oro, que ostentan muchas imágenes del mencionado y aún del temprano Renacimiento (Vírgenes de Pacheco y de Carducho) . Esto prueba su ejecución a base de estampas, o sobre algún cuadro previo que reproducía ya una estampa; la primera hipótesis es más plausible. El modelo estampario pudo haber sido alguna Virgen de los mencionados pintores españoles. Furlong aboga por la Assunta de Rubens. La Virgen de Verger ofrece en su realización un carácter tan marcadamente lineal, como se ha dicho, que resulta icónica. Los ángeles de la peana muestran un perfil agudo, adulto, "intelectual", que recuerda el de los ángeles de las tablas de San Ignacio citadas en otro capítulo. La fisonomía de la Virgen es llena; irradia una amable complacencia que abogaría en cierto modo por la ascendencia flamenca del modelo, si no la explicase suficientemente el origen y ascendencia del artista.

Dos Madonas figuran en la nutrida colección argentina que fue de Don Enrique Peña. Las dos reproducen el mismo modelo con ligeras variantes. También lo reproduce un grabado sobre cobre que figura en la portada del libro de Nicolás Yapuguay, Explicación del catecismo, editado en Santa María la Mayor y en guaraní, en 1724. Esta insistencia en el modelo prueba que se trató de una Virgen muy popular en el estampario de la época, y par tanto muy estimada. Y en efecto, son varias las Vírgenes que reproducen ese modelo, con variantes (con corona; sin corona, el Niño desnudo o no) y hasta San José con el Niño ha sido pintado sobre ese modelo con el simple expediente de cambiar el ropaje y ponerle barba y bigotes. La madre aparece en actitud de amorosa terneza correspondida graciosamente por el Niño. En uno de los cuadros el Niño lleva paño; en el otro está desnudo.

Otra Virgen, ésta sola, y reducida a la cabeza, aparece firmada por el indio Kabiyú (una K al dorso) y lleva una fecha borrosa, que puede ser leída 1718 o 1618. La última resulta críticamente muy discutible, pues en esa fecha llevaba el P. Verger dos años escasos enseñando en Itapúa. Es más atinado suponer que la fecha es la primera, en cuyo caso el pintor podría haber sido alumno del P. Brassanelli, en un ambiente ya secular de experiencia artística. Como todos los productos del área, la Virgen de Kabiyú ofrece carácter acusadamente lineal. El claroscuro es elemental; pero hay cierto modelado. La fisonomía con sus redondos ojos y la relamida línea de la mejilla, resulta infantil. El modelo de esta Virgen fue el mismo -indudablemente una estampa- que sirvió para su trabajo al pintor quiteño Miguel Santiago, en su Mater Amabilis. El más somero cotejo lo comprueba. Se ha dicho que la Mater Amabilis era un retrato: esta obra de Kabiyú, anterior o la de Santiago, prueba que su modelo fue una estampa, y que esa estampa alcanzó difusión. Nada se opone, por lo demás, a que esa estampa fuese, como se ha supuesto, un retrato de Isabel la Católica. Sustituciones y escamoteos modelarios tales eran corrientes en esos tiempos.

Las dos Vírgenes can el Niño, antes mencionadas, son inferiores a la primera de Kabiyú en cuanto a diseño; aunque quizá debamos reconocer que han sufrido muchos e inexpertos retoques. En la Madona de Kabiyú el dibujo es más seguro, los paños están bien compuestos, y el claroscuro, aunque elemental, es exacto. Las pinturas gemelas le son superiores; hay en ellas un impulso interior que falta en la de Kabiyú, laboriosa copia. De las dos Madonas gemelas, la del Niño vestido es la peor conservada. En ambas, dibujo y claroscuros aparecen -a través del deterioro y los probables retoques un tanto inexpertos; pero urgidos de convicción y espontaneidad. Composición y arabesco rítmico son correctos. Quizá sea obra indígena en mayor medida la Virgen con el Niño desnudo. La otra parece haber tenido un fondo pintado con motivos florales. La primera está encuadrada en un bellísimo marco tallado al uso colonial, de los cuales parece haber habido en el área un gran número: desgraciadamente han quedado muy pocos de ellas. (No resulta ocioso decir que un estudio minucioso de estas pinturas, permitiendo develar los efectos de precarias restauraciones, podría ratificar estos pareceres, y también rectificarlos).

Es posible -para terminar- que de las dos Madonas la más antigua haya sido la del Niño desnudo. El puritanismo creciente debía ser causa de que en la segunda el Niño fuese vestido. Como anécdota interesante se puede citar el hecho de que en uno de los ejemplares existentes del Catecismo de Yapuguay, la hoja donde figura el grabado, la que reproduce la primera de las Vírgenes, fue arrancado, y en la siguiente aparece manuscrita: "Arrancado por indecente"

En el Museo del Seminario de la capital se conserva una cabeza de Virgen cuyo modelado es bastante fino; el diseño destaca la nobleza un tanto severa de los rasgos, y la factura de los paños es de una sensibilidad formal difícil de asignar a mano indígena. El aura étnica es inconfundible. Rodea la tabla un marco de madera que lució sin duda incrustaciones o taracea de hueso o de nácar; los huecos son visibles. La corona de estrellitas que rodea la cabeza recuerda ciertas Vírgenes de Alonso Cano o de Coello. Podría ser también que se tratara de un retrato de Isabel la Católica, adaptado para uso religioso. Esta transformación ya más arriba se indicó fue muy frecuente en la época; como lo fue también utilizar como modelo, para San José con el Niño, imágenes de la Virgen con su Hijo: en este caso se colocaba a San José la correspondiente barba y se introducían algunas modificaciones en el cabello. Un ejemplo de este "travesti" pictórico lo da la imagen de San José con el Niño que se conserva -en bastante mal estado- en San Ignacio, donde los rasgos suaves de la Virgen son aún visibles bajo la barba del Patriarca.

Las imágenes en talla de la Virgen son más numerosas, como es lógico, ya que resultaron más fáciles de conservar. Lo primero que notamos al estudiar el volumen sobreviviente, es que son pocas las imágenes que en él representan a la Virgen en sus misterios dolorosos, ya como Virgen de las Angustias, ya como Pietá. Si nos basamos en la lógica, debieran ser numerosas. Lo hace suponer el énfasis que en todo tiempo puso la enseñanza religiosa sobre el aspecto del dolor y el sacrificio antes que sobre las de la alegría. Las debió haber de todos los tamaños. En los documentos testamentarios del Archivo se comprueba la existencia, en cada hogar, de imágenes de la Virgen, infaltables; pero casi nunca aparece la Virgen de las Angustias y menos aún la Pietá; y en realidad, en hecho de esculturas de cierto tamaño y pertenecientes a templos, sólo tenemos noticias de una Dolorosa, con su hijo sobre las rodillas, en que ambas imágenes parecen formar un solo bloque. (Algunas otras, de tamaño menor, se encuentran aún aquí y allá; como la de Carapeguá, de evidente factura pos-jesuítica, y unos 32 cms. de altura. El Museo Julián de la Herrería posee una de unos 20 cms. inspirada a todas luces en un modelo de Alonso Cano). La Pietá de gran tamaño, mencionada pertenecía a  la iglesia de San Ignacio Guazú cuando éste se derrumbó; -pero probablemente haya pertenecido anteriormente a Sta. María la Mayor o a Yapeyú Esta imagen, actualmente en el Museo jesuítico de San Ignacio, ofrece ciertos rasgos que parecen afiliarla a un discípulo alejado de Caspicara -el énfasis en la actitud, la posición de la cabeza y las manos, los ojos vueltos al cielo, la apasionada plenitud de las facciones. Pero la incapacidad del artesano local para abarcar conceptivamente el ritmo de conjunto se hace patente en esta figura. El Cristo forma, como se ha dicho, una sola pieza aparente con la Madre: pero su figura es raquítica, desproporcionada; es la de una criatura y no la de un adulto. Los pies, que deberían tocar el suelo, quedan a gran  distancia de él. Pero ni aún así la imagen resulta ridícula; el candor de la concepción se sobrepone a las fallas de orden plástico. En la mente indígena, quizá sólo en función de niñez podría un hombre acogerse así al regazo materno.

Notable por su ímpetu y aspiración a plenitud expresiva es el grupo de la Anunciación en Santa María. Grupo, aunque lo componen dos imágenes separadas, cada una con su peana: disposición que por lo demás se halla en la imaginería española de la época. Ambas tallas son de la misma mano, como lo prueba la analogía en el movimiento amplio, desenvuelto, de los paños, (más elegante en el del ángel); los rasgos somáticos María y Gabriel parecen hermanos gemelos- y la armónica correspondencia en las actitudes de las figuras.

Si estas imágenes no proceden de un taller español o italiano; si fueron realizados localmente -caso más que probable- lo fueron de mano de maestro y sobre "bozzetti"; la tectónica de los paños es de lo más fino que pueda verse entre las imágenes conservadas. La figura de la Virgen recuerda ciertos dibujos (esbozos) de Murillo en la posición del cuerpo, la disposición del manto y sobre todo en la forma en que las manos se posan piadosamente la una sobre la otra en vez de juntarse palma con palma, orantes. Quizá haya que atribuir esas estatuas a Brassanelli (aunque la elección del modelo abogaría par un artista español). Brassanelli fue el artista de mayor categoría llegado a las Misiones; y aunque por un lado no deje de ser hiperbólica la expresión del jesuita que decía de Brassanelli: "Un segundo Miguel Angel" tampoco podría negarse, en presencia de esas imágenes, que el "statuarius architectus" jesuita poseía perfecto conocimiento de oficio, sensibilidad, savoir faire estilístico y fervor creador. Tanto el rostro de la Virgen como el del Angel anunciante son encantadores, y hay en sus expresiones una correspondencia, una unidad de instante y vocación espiritual que habla mejor que ninguna otra cosa de su inspiración unitaria y europea.

De influencia francesa -quizá flamenca- y de inspiración renacentista temprana, tal vez reproducida de algún trabajo en plata, es la Virgen de Santa María, de dimensiones modestas -no pasa del medio metro- en cuyos ropajes cincelados con finura orfebre pueden observarse reminiscencias del gótico, mientras el alongamiento patente acentúa su bizantinismo. El rostro de la Virgen es lleno, pesado, un tanto estólido: carece de la adorable espiritualidad de la anterior; pero no cabe duda de su artística presencia.

Imponente, más que por sus proporciones, por la amplitud de su concepción estructural, es la Virgen de las Angustias, de Santa María, cuyos paños en vestidura y manto, se componen bellamente en un estilo que asigna su ascendencia a la escuela de Alonso Martínez o de Martínez Montañés. Si no importada, fue modelada seguramente sobre un bozetto en barro o una pequeña imagen de madera de aquellas a que se hizo referencia en el capítulo de talleres. Los pliegues de túnica y manto están compuestos can estilística sabiduría; la contenida actitud, la patética suavidad de la expresión, contribuyen a hacer de ella una de las más bellas piezas del volumen barroco hispano-guaraní superviviente. La silueta es amplia, como corresponde a los productos de las escuelas-españolas mencionadas; sus proporciones son asimismo monumentales, en cuanto a los cánones. La elongación de la figura permite la ampliación del detalle sin desmedro del movimiento en los paños; al propio tiempo que la patente siluetización de éstos permite que tanto el rastro como las manos, con su bello ademán, implorante, se destaquen netamente.

Dos imágenes menores de la Virgen se alojan en el Oratorio de Santa Rosa, y en los rasgos plenos de los rostros; en el movimiento de los paños, muestran cierta afinidad con la Virgen de la Anunciación, más arriba nombrada, aunque no alcanza su finura de ejecución. Estas imágenes fueron asimismo realizadas sobre bozzetti o modelos de pequeñas dimensiones; como lo prueba el acabado de la parte posterior, y también la agitación un poco "gratuita" de los paños, un tanto ampulosos como consecuencia del traslado a más amplia escala; proceso éste siempre traicionero cuando no está en manos de expertos en el oficio. Estas imágenes podrían también ser imputables a Brassanelli, aunque ayudado aquí por oficiales indígenas avezados.

Una bellísima Virgen, de silueta acentuadamente triangular, por consiguiente realizada según todas las probabilidades sobre modelo altiplánico, simétrica, totalmente frontalista, se conserva en San Ignacio. La hermosa peana sostiene un cúmulo también simétrico de ángeles, dentro del marco semicircular de la luna. Todo en esta imagen es simetría y frontalismo, ejemplarizando lo dicho al respecto en el capítulo de talleres. Consiguientemente los elementos plásticos se hallan estilizadamente organizados al máximo.

Otra Virgen de extraordinario interés es la que se conserva en Santísima Trinidad, resto al parecer del que fue magnífico patrimonio de esa Misión. Posiblemente se trate de una imagen- de la Virgen de Loreto perteneciente a esta iglesia (una de las desmanteladas por Francia o a una importante capilla de las que según instrucciones debían llevar esta advocación. Esta Virgen presenta una silueta triangular típica, pero totalmente distinta de la anterior por la disposición del ropaje y el decorado de éste. Dicha decorado recuerda por su diseño un poncho indígena, y es de un bellísimo y original efecto. La decoración mencionada se distribuye en franjas horizontales, alternando listas anchas y estrechas dispuestas como cenefas. Los motivos de estas cenefas, son básicamente renacentistas; pero recreados al imperio del ritmo local, parecen autóctonos; y es así como da la impresión de un manto o liclla indio. Involuntariamente se recuerdan en presencia de esta imagen, la famosa Virgen de la Oliva, de Cano, cuyo manto ofrece idéntica construcción en bandas con diseños de la época, como una rica tela de brocado. Indudablemente, la silueta realista de la Virgen de Cano no es la misma, estilizada en prisma triangular, o mejor cono, de ésta, pero ello no significa nada, dadas las transformaciones que el genio indígena imprimió a los modelos occidentales en las áreas ricas en tradición plástica. Entre la Virgen de Cano y la misionera transcurren dos siglos, durante los cuales la imagen peregrinante por los talleres hispánicos y americanos adquiere poco a poco esa silueta, que alcanza su perfección en las ampulosas y rígidas madonas altiplánicas. Desde luego, en España misma hallamos Vírgenes de silueta triangular como la de la Paloma de Huelva. Pero una Virgen como la de Trinidad no puede haber hallado su modelo en boceto o un diseño europeo; es un producto neto del genio americano. Y por lo demás recuerda acentuadamente, hasta en los rasgos fisonómicos, ciertos diseños del artista de Nueva Granada, Gregorio Vázquez. No creo aventurado asegurar que esta Virgen fue traída a Misiones de otra área hispana americana.

Otras imágenes de la Virgen pertenecen a un nivel de ejecución netamente indígena y local. Por ejemplo, la llamada Inmaculada de Luque (Museo del Seminario.) evidentemente trabajada sobre estampa- acabado sintético de la parte posterior-. Pueden observarse en esta imagen la congelación expresiva, el hieratismo, la abreviación canónica y la del intervalo entre los ojos. El modelo fue seguramente quinientista (Juan de Juanes).

Una Purísima que se venera en Caazapá ilustra perfectamente lo que se ha dicho respecto a la producción de cuño indígena. Tomada igualmente de una estampa, como lo demuestra el acabado del dorso, la imagen lleva al extremo la siluetización, la esquematización del movimiento de los paños; hasta dar la impresión de un regreso al relieve antes de que una realización plenamente tridimensional. Es muy posible que esta imagen sea de factura post-jesuítica, o simplemente obra de tallistas no jesuíticos: Cierran este desfile de María Misionera prolongado en Innumerables imágenes de pequena tamaño en los años post-jesuitas y hasta hoy- la figura de Nuestra Señora de la Purificación - la Candelaria - de Santa Rosa; y otras de las cuales solamente un estudio detenido podría afirmar si efectivamente pertenecen a esa época, y no son producto posterior a la salida de los jesuitas de Misiones.

 

B) LOS CRISTOS HISPANOGUARANIES.

Es sabido el énfasis que, recomendando la presencia de la cruz en todos los actos y lugares de las Misiones pusieron las Superiores de la Orden y por tanto los Jesuitas misioneros; de modo que hay razón para pensar que de todos los símbolos de la fe, la cruz fue el más copiosamente trabajado en los talleres de Doctrinas. Había cruces a la entrada de las chacras, en las plazas (la cruz misional tuvo en ocasiones hasta 40 pies de alto}; en las encrucijadas, siguiendo la antigua tradición europea, había, en todas ellas, cruces, como recordando al hombre la presencia de Dios en cada decisión que una encrucijada representa, y no sólo metafóricamente.

Todas esas cruces eran de madera; de madera dura, pero madera al fin y al cabo. Sólo en los últimos tiempos se construyeron de piedra como consta por la que se conserva en un museo argentino y cuya factura la aproxima a las levantadas en otras áreas coloniales -Perú, México- en plazas, encrucijadas y claustros. Esta cruz no lleva Crucificado, sino ciertos detalles: las manos los pies y el corazón coronado de espinas. (Quizá se trate de la misma que, según noticias, decoraba una fuente en Apóstoles).

No se conservan -o son rarísimos-los grandes crucifijos importados. La mayoría de las figuras talladas de Cristo, crucificado o no, que aún existen de la época, son de mano india. Ello se explicaría en primer lugar por esa múltiple necesidad que hizo preciso movilizar en mayor escala el trabajo de talleres. En segundo lugar, por la facilidad relativa que su talla ofrecía a la mano indígena, por su frontalismo y tendencia a simetría, y la correlativa posibilidad de soluciones simplistas. Lo que se conservan sin embargo, son escasos. Son mucho más numerosos los de factura postjesuítica, y desde luego, los ejecutados desde la independencia en el área de encomiendas.

Los hay de todos los tamaños, como corresponde a esa multiplicidad de fines. Desde el monumental crucifijo de altar mayor (Crucificados de Trinidad, de Santa María de Fe) hasta el pequeño crucifijo de oratorio o capilla o al de aún más reducidas dimensiones que aún hoy conservan nichos familiares. Hay cruces con crucificados y sin él y también Cristos solos, bien porque hayan perdido la cruz su Cristo, o el Cristo su madero, bien porque se trata de Cristos yacentes (Descendimientos) de los que se llevan en sus correspondientes andas o urnas en ciertas festividades como en la fiesta capital del Corpus. Estos Cristos tienen piernas y brazos móviles, que facilitan la bajada de la cruz y el acomodo en las andas. Fueron estas imágenes las que más tarde, en épocas de regresión cultural, dieron margen a ciertos alardes más o menos de buena fe, pero incompatibles con la dignidad religiosa: mojigangas a las cuales puso fin una enérgica disposición de Don Carlos Antonio.

Hermana a estos Cristos una sorprendente analogía de formas y de expresión, y en la multitud pueden identificarse no pocos realizadas por la misma mano, o por lo menos en el mismo taller. Es de suponer que para la iglesia de Jesús se tallasen de preferencia imágenes de Cristo en los diversos momentos de la Pasión. No se olvide que la iglesia que Grimau y Ribera planearon para Tabarangüé no llegó a terminarse, y que el patrimonio de la primitiva iglesia de Jesús en alguna parte debió hallar refugio.

Muestran estos Cristos en general un acusado esquematismo formal, una total congelación expresiva. En algunos los ojos se abren redondos, con sugestión romanizante; en otros se ovalan góticamente, estrechándose; en algunos por fin -los menos- los ojos se entrecierran o se cierran patéticamente del todo, revelando su ascendencia naturalista española. Muchos de estos crucifijos pudieron tener por modelo los de tamaño reducido traídos de Europa, o trabajados in situ por los maestros: pero no es difícil reconocer en muchos otros su origen estampario.

Estos Cristos misioneros llevan coronas de auténticas espinas -hechas de ramas del  árbol llamado "espina de corona" por los misioneros-. La sangre diseña, en los cuerpos martirizados, esquemas florales casi decorativos, cayendo con la gracia con que se abren los pétalos de ciertas flores silvestres. Esta forma en que caen las gotas de sangre parece podría permitir identificar a los Cristos procedentes de un mismo taller; pero na debemos descontar la posibilidad de que con el misma modelo se tallasen y pintasen en distintos talleres Cristos semejantes; aparte de que una distribución: análoga de las llagas y la sangre se halla en Cristos altiplánicos.

Tallados con especial esmero -a menudo por manos de maestros- fueron los crucifijos destinados a nichos de altar mayor o altares especiales, como el de Yuty. Este, de unos sesenta centímetros de largo (la altura total can la cruz alcanza al metro) ofrece en el rostro una perfección y nobleza de rasgos; un aura étnica que el indígena se ha mostrado constantemente incapaz de alcanzar: La cruz está pintada (flores en blanco y rojo sobre fonda de oro) y los brazos rematan en el detalle tallado (trifolio) habitual en los crucifijos de factura esmerada. Las pinturas del madero; como a menudo ocurre en tales piezas; están protegidas por un vidrio:

Entre los crucifijos de tamaño menor pueden encontrarse todavía algunos en los cuales un ángel recoge en un vaso la sangre que mana del costado. El ángel suspendido en el aire con la gracia del picaflor local se mantiene en su lugar mediante un alambre que a su vez forma el chorro de sangre. Estos crucifijos reproducen una ingenua leyenda primitiva. Pero el modelo, o la invención no es local: estos crucifijos tuvieron igualmente sus réplicas en el repertorio de los Cristos de otras áreas hispánicas al nivel popular:

También se hallan entre las crucifijos menores -setenta a ochenta centímetros de madera- los crucifijos de la Trinidad o de la Triple Faz, de los cuales sólo he hallado ejemplares en el área no jesuítica. El Concilio de Trento los declaró no litúrgicos, pero ellos siguen hasta hoy en los altares paraguayos. Uno de ellos muy hermoso se encuentra en la iglesia de Carapeguá. Estos crucifijos son ostensiblemente de mano indígena.

Como se dijo también anteriormente, son de mano indígena en su mayoría los Cristos de tamaño crecido que se conservan (tres cuartos de tamaño natural para arriba). Casi todos representan momentos de la Pasión. Ecce Homo o Señor de la Columna; alguna que otra vez Cristo camino del Calvario o en el Huerto de los Olivos (las imágenes de este tipo que se conservan, son las de mayor tamaño. Varios de ellos, interesantes, se conservan en Santa María con toda seguridad perteneciente al acervo del templo de Jesús. Los más de ellos se hallan en lastimoso estado: deteriorados por el tiempo y la intemperie o por los insectos a que tan propicio es el clima. De la mayoría ha desaparecido la carnación; otros; calvos; poseyeron cabelleras postizas, evidenciando con ello la ascendencia hispánica del magisterio jesuítico que guió su ejecución. Muchos se conservan sólo en parte, como el Divino Jesús de Trinidad, del cual sólo resta la impresionante cabeza donde campea un ascetismo gótico y que sin embargo, poseyó cabellera postiza.

En los Crucificados que se conservan en buen estado, y que como los de Santa María y Trinidad son de gran tamaño, puede observarse muy distinto tratamiento de los paños, tanto en el diseño como en la realización plástica. En algunos, los pliegues reflejan fielmente su ascendencia, reproduciendo con mayor o menor fidelidad, pero siempre reveladoramente, el gálibo del Cristo español que les sirvió de modelo, a través de la estampa o del crucifijo de pequeño tamaño. Esa ascendencia se hace patente sobre todo en el esquema de los paños. En todos, las soluciones anatómicas son convencionales, o sintetizantes: muy pocos evidencian preocupación por el verismo somático. La misma gradación de logros se observa en el intento de trasladar a la madera la faz del dios blanco, del hombre divino infuso de mística entrega. Aquí como en otros aspectos de la talla misionera se comprueba la incapacidad del indígena para alcanzar los profundos significadas espirituales; la definición intrínseca de ciertas vivencias. La copia fiel del modelo estaba fuera del alcance del indígena y no tanto quizá en virtud del desconocimiento del oficio (le faltó la versación profunda que se logra sólo con el modelo natural y en el estudio del juego vital de las formas) sino porque sus mismas características mentales le vedaban la aproximación a la realidad en tanto que realidad (Recordemos una vez más que el indígena no reflejaba lo que veía sino lo que sentía). Esa imposibilidad de asimilar determinados momentos psicológicos, ciertos contenidos de orden espiritual, sin equivalente en la escala de sus experiencias íntimas, gravitó sobare él en manera definitiva; y cabe preguntarse si un mayor cocimiento del oficio le hubiese permitido aproximarse más al mundo interior del hombre blanco, a cuya orilla asombrada quedaba rondando su mentalidad de recién rescatado a la selva.

El indio en una palabra, reproducía aproximativamente las formas dadas; pero esas formas no obedecían, como ha hecho bien notar Pagano, a un claro impulso interior; y esas imágenes no pudieron vivir un estado anímico proyectado desde la intuición creadora. Así la imagen extrema su prescindencia y se congela expresivamente camino al símbolo, del cual la forma sólo es un pretexto estructural, análogo en todos los individuos. Exactamente lo que pasó con el arte cristiano primitivo y lo que siguió sucediendo, aunque modificado por los aportes históricos de la época, con el románico y el bizantino. Naturalmente que las razones que allá y acá llevaron a esa prescindencia pueden parecer, y aún ser, distintas; sin embargo hay un fondo común del cual derivan rasgos también comunes, haciendo que el resultado sea aproximativamente el mismo.

Cristo aparece principalmente como estamos viendo, en tallas de bulto. Sin embargo, alguna vez debió aparecer en relieve, como lo prueban los cuatro pequeños paneles que se conservan en la iglesia de Tabapy, resto del descuajado altar mayor de dicho templo (a):Estos relieves fueran realizados con un sentido plástico revelador de sensibilidad no común en el artista, que estableció con cabal sentido espacial la relatividad de los planos.

En pintura no se dan las piezas de cierta consideración en que aparece Cristo, aunque de acuerdo a las noticias de cronistas y Padres viajeros, en la ornamentación de los templos entró a menudo en apreciable proporción la pintura. Para encontrar alguna muestra debemos referirnos al ámbito de parroquias, con la Leve presunción de que esas piezas sean de procedencia jesuítica.

Una pintura de Yuty, que debió formar parte de una serie de paneles con motivos de la Pasión (a menos que se tratase de una pintura de fondo de altar) muestra bien a las claras ser fruto del trasiega de técnicas, por el hala, compuesto, como el de la Virgen de Verger, de rayas alternativamente rectos y ondulados; pero que sólo rodean la cabeza. El casco que ostenta el sayón flagelador, así tamo el paño del Cristo, son decididamente quinientistas. Los brazos del Cristo son cortos, las caderas, pesadas, el tronco excesivamente largo. La pintura ha experimentado evidentes retoques y barnizados. Está ejecutada sobre tabla de centímetro y media de grueso; y se halla en mal estado. Posiblemente realizada a mediadas del XVIII sobre una estampa que reprodujo un cuadro de Llanos o de Yáñez de la Almedina.

Hacia la última época de las Misiones, el artista indígena que lleva ya varias generaciones de aprendizaje, ha ido adquiriendo un sentido más claro de su propia situación dentro del nuevo mundo espiritual. Es entonces cuando hace su entrada en la imaginería una intuición realista. El indio entrevé en Cristo la auténtica humanidad, por tanto, se ve en él a sí mismo. Y surgen las piezas en las cuales se íntegra el acento étnico.

Un grupo -actualmente en el Museo de La Plata- procedente de Trinidad y seguramente del altar mayor de dicha iglesia, tal vez del coronamiento del crucero, ofrece asimismo en sus personajes, sobre todo el Hijo, la facies indígena. Pero la inexperiencia plástica es patente, y la imagen no adquiere fuerza expresiva, porque sigue faltando el impulso interior. Otra imagen de Cristo en la Columna, de la iglesia de Jesús presenta también inequívocos rasgos indígenas, o por la menos mestizos. Boca, pómulos y frente; la tectónica general de rostro y cuerpo, san indígenas; hay una aproximación al realismo, pero ese rostro carece de aura mística; es un pobre indio maltratado, aunque impasible a cuanto lo rodea. De mano indígena evidentemente es en todas sus partes el Cristo en Majestad que se conserva en Trinidad; con su rostro inexpresivo, de rasgos convencionalmente europeos, con sus formas rígidas, de elemental terminación, su halo de fuerte acento arcaico, y que contrasta con el Ecce Homo antes mencionado, de facies indianizante.

También hay que atribuir a mano indígena el Cristo en el Huerto de los Olivos que se conserva en la iglesia de Santa María, y que debió pertenecer a la de Jesús o la de Corpus, pues su tamaño corresponde al de un retablo principal o capilla importante. Y por otro Iodo esta imagen al parecer sólo podría haber formado parte de un conjunto toréutico más extenso que comprendiera los momentos de la Pasión.

(a) Poco tiempo después de estos apuntes, esos paneles, puestos a la venta, desaparecieron.

Este Cristo se inspiró sin duda en un "bozzetto" o estampa de inspiración canesca. Un Cristo semejante se halla entre las imágenes recogidas en Trinidad, y es también de mana local, peto de rasgos más acusadamente indígenas en la ejecución, (sistematización, uniplanismo de los paños ). No sabremos nunca cómo fue el grupo que en la iglesia de Trinidad ocupaba el nicho central y que según Oliver era "la Ultima Cena, con los Apóstoles, todos de buena estatura". Ese grupo debe haberse dispersado; entre las imágenes sobrevivientes no he podido hasta ahora reconocer ninguna que haya podido razonablemente pertenecer al grupo.

 

C) LOS SANTOS DE LA ORDEN

Son los Santos de la Compañía las figuras que en la imaginaría de Misiones tuvieron lógica preferencia en número y artístico esmero, después de las Divinas Personas, la Virgen y los Apóstoles.

Esta preferencia se hace explícita en las instrucciones dadas a los Misioneros de que "en cada iglesia haya imágenes de los Fundadores :Ignacio y Javier", y se tradujo prácticamente en la frecuencia con que presidían altares, en el tamaño de las imágenes, y en el hecho mismo de estar dedicadas muchas de las :misiones a Santos -de la Orden: San Ignacio Miní, San Ignacio Guazú { la primera de todas), San Luis Gonzaga, San Francisco Javier, San Francisco de Borja, Mártires del Japón; San Estanislao. Las imágenes de los Santos de la Orden, especialmente de los fundadores, son, con excepción de algún Cristo, de alguna imagen de San Miguel, y alguna de Dios Padre y el mencionado grupo de la Ultima Cena, de Corpus, las mayores entre las aún existentes. En una fotografía que se conserva del retablo mayor de la iglesia de San Ignacio Guazú, tomada a principios de siglo, puede perfectamente comprobarse que todas .las  imágenes son de santos jesuitas. Igual praxis debió sin duda seguirse en las otras iglesias dedicadas a santos jesuitas: ello explicaría el relativamente crecido número de imágenes de gran tamaño de estos santos en el acervo sobreviviente.

En general también, se hallan entre estas imágenes las de nivel superior desde el punto de vista del oficio, aunque por supuesto no faltan las que ostentan el sello de la mano local (se trata siempre de copias realizadas en menor tamaño). Esta preocupación puede explicarse fácilmente. Se trataba -de santos de reciente advenimiento a los altares, santos cuyas imágenes tenían definición individual de retratos, aparte el aspecto puramente toréutico. Era preciso conservar esa autenticidad icanográfica, que la mano del indio no alcanzó sino muy rara y dificultosamente (grabado retrato del General P. Tirso-González). Así la mayor parte de esas imágenes de grandes dimensiones son importadas o de mano de maestro local. Lo patentizan la pureza estilística y de ritmo, la perfección de la encarnación y estofado, que resisten al tiempo; el realismo étnico, la fidelidad del detalle anatómico, y sobre todo, el parecido. Sin embargo, en la colección aún existente en Santa María se conservan algunas imágenes, de menor tamaño que las indicadas, en las que puede observarse un intento de traslación local de esos retratos, San Luis Gonzaga, por ejemplo. Entre estas imágenes, es la de San Ignacio la que ofrece la más resuelta e indubitable garantía de origen hispánico. La imagen del Fundador que se encuentra en el Museo de su nombre es elocuente. El Santo, en dinámica actitud; recoge con la izquierda los pliegues del manteo, y con la derecha señala el emblema de la Orden que campea sobre su pecho. El rostro de Ignacio es sereno, pero enérgico: en sus facciones no hay éxtasis, sino la calmosa energía del que está penetrado de la altura de su misión, y no para estar en presencia de Dios deja de estar en compañía de los hombres. No hay en esta actitud arrogancia alguna: hay una irradiación convicta de su posición como jefe de hambres y capitán de Dios: Ignacio, jefe de las milicias de Jesús, a todo dispuesta para mayor gloria del Señor. Esta imagen lleva el sello inconfundible de las escuelas de Montañés y Mena; y refleja todo el entusiasmo de la reciente canonización. El arranque y elegancia de la actitud, el cabal modelado de facciones y manos -con el fino juego de las venas, y la delicada carnación, patente del naturalismo andaluz- toda contribuye a hacer de esta imagen una de las capitales de Misiones entre las no creadas por mano local, fuese ella la del indígena copista o la del maestro avezado.

Un San Ignacio de tamaño menor se conserva en Santa María. El modelo de rostro y manos es igualmente fino; pero en esta figura intervino seguramente la mano local completando paños y el conjunto na alcanza el nivel de plástica vitalidad que distingue a la anterior.

Otra imagen del santo de Loyola, también en Santa María, ostenta sobre la sotana el alba y la estola. Es igualmente de tamaño regular, aunque no llega al natural. Con el brazo izquierdo levantado, señala al cielo, y parece estar predicando. Las facciones, aunque bien modeladas, no irradian tampoco la vitalidad de las del primer San Ignacio. Son menos expresivas. Los profusos y movimentados pliegues de su ropaje denuncian una ascendencia también distinta, a todas luces berniniana. Es posible se trate de alguna estatua debida al Hermano Brassanelli, sobre modelo itálico. Otra imagen de gran tamaño -ésta de San Francisco de Borja- denuncia la intervención foránea en el acabado fino y expresivo de rostro y manas. Tampoco es de mano inexperta el ropaje: pero en conjunto se echa de menos en esta imagen la serena energía que caracteriza al San Ignacio citado en primer lugar.

En la actual iglesia de Santa María de Fe llaman la atención el número relativamente elevado de imágenes de Santos de la Orden que figuran en el volumen allí conservado. Es muy posible que esas imágenes procedan de iglesias como la de San Ignacio Miní, desmantelada por Francia. En efecto, esas imágenes de grandes dimensiones difícilmente tendrían cabida en una iglesia dedicada a Nuestra Señora, ni aún señoreando retablos laterales. Son, evidentemente, imágenes de altar mayor.

Como detalle tal vez interesante, cabe observar que estas imágenes de Santos de la Orden no figuran entre aquellas que el artesano misionero pudo repetir, válidamente, luego de la expulsión de los jesuitas. La razón hay que buscarla en lo ya asentada, a saber, el carácter actual de "retrato" de esas tallas, en las cuales no era posible recurrir a la estereotipia icónica; y quizá también el halo de prevención que rodeó a cuanto atingía a la Orden, durante mucho tiempo. Pasados los años, sin embargo, y perdida la consigna de la fidelidad iconográfica, los santeros populares las repitieron, sin otra consigna o limitación que la de los atributos externos vestiduras, símbolos, etc.- propios de cada santo.

Se encuentran también -cada vez san más escasos debido a la depredación de que el patrimonio es objeto- algunas imágenes (de tamaño menor) de San Luis. Una de ellas, bellísima en su versión indígena de un modelo berniniano, fue vendida, según noticias, en 1969 con destino al extranjero.

 

D) LOS SANTOS PATRONOS.

 

I. SANTAS VÍRGENES

Santa Lucía fue objeto de extenso culto: esto se debió a lo frecuentes que eran en la colonia y Reducciones, especialmente en los primeros tiempos; las enfermedades de los ojos --oftalmías, de carácter endémico entre los indios-. Una talla de esta Virgen mártir, sumamente estilizada y de elegancia cortesana, figura en la colección del Museo de San Ignacio Guazú. En su factura, los recursos plásticos ponen de relieve avenamiento y experiencia sin rebasar ciertas soluciones convencionales, y señala una ejecución posiblemente no indígena. Esta figura ha perdido todo el estofado y algunos de sus detalles - el tradicional plato con los ojos ofrendados, la palma- conservando sólo su empaque, un tanto profano, que le da puesto especial entre las imágenes conservadas.

Santa Rosa tuvo bajo su advocación una Doctrina, y por tanto un templo, que fue por cierto uno de los más ricos y estilísticamente importantes de las Misiones. En el capítulo de talleres se ha dado parte de la descripción que de él hizo De Moussy, ochenta años después de la expulsión, cuando por fuerza ya mucho de su esplendor se había desvanecido. Este magnífico templo cuyo edificio fue abra de Rivera fue devorado par un incendio en 1883; sólo algunas imágenes pudieron salvarse. De ellas es más que posible formase parte la estatua de la Santa limeña que figura en la colección de Santa María. Esta imagen es evidentemente de la misma mano que talló la Virgen de la Anunciación a que se hizo referencia en el apartado A) de este mismo capítulo. Quizá sea obra de Brassanelli. La imagen ofrece esa armonía de gesta y actitud sólo encontrable en la obra del escultor foráneo; irradia la misma alegría serena que caracteriza al grupo de la Anunciación, aunque la Santa es de factura y acabado un tanto menos feliz y fino. El movimiento de los paños presenta cierta gratuidad debida evidentemente a la realización sobre "bozzetto". Santa Bárbara figura también entre las bienaventuradas vírgenes que vieron su imagen reproducida con cierta profusión. En un país tropical,  donde las tormentas son frecuentes y aparatosas, y no siempre inócuas, la Santa tuvo ocasiones de culto también frecuentes; aunque no hubo, que sepamos, iglesia que llevase su nombre, debieron existir capillas u oratorios a ella dedicados. Así hace pensarlo la imagen de regular tamaño que de ella se conserva en Santa María, y que la muestra con su atributo o símbolo, el castillo que abarca entre los brazas. Esta imagen pertenece, como la de Santa Rosa y una de las Vírgenes, ya mencionadas, a una línea barroca movimentada y ampulosa, que sugiere, si no exactamente la misma mano, sí la misma línea modelarla, e idéntica dirección. Es presumible que en Santa Rosa existiese una capilla dedicada a esta Santa, y la imagen referida ocupase -dadas sus dimensiones- el nicho principal. Gomo vemos, son proporcionalmente numerosas las imágenes que ofrecen esas características barrocas movimentadas y ello autorizaría la hipótesis de que se trate de imágenes trabajadas bajo una sola dirección -quizá la de Brassanelli- para Santa Rosa.

 

II. ÁNGELES

Toda la ingenuidad de la visión indígena, todo el fervor elemental que en el espíritu de esa muchedumbre religiosa y guerrera debió despertar la figura de San Miguel, se reflejan en las representaciones de este Arcángel, que fueron sin duda numerosísimas-existió por lo menos una en cada iglesia- y que aún siguen siendo de las predilectas en el culto popular; los santeros ejecutan esa talla casi a ojos cerrados, de tal manera están familiarizados con ella.

San Miguel representado corpóreamente con frecuencia en las danzas y otras manifestaciones dramáticas de las Reducciones, arraigó en efecto especialmente en el espíritu local. Su papel de jefe de las milicias celestes, siempre triunfador, le debió erigir puesto singular en la imaginación del indio, en cuyo ánimo el valor y la presencia física lograban siempre prestigio avasallador, Las imágenes que de él quedan, como las de Cristo y como las de otras santos de culto muy extensivo, están realizadas en todos los niveles; las hay de mano de maestro, y las hay de ejecución tanto más atractiva cuanto más ingenua. Añadamos que en estas imágenes podemos distinguir dos grupos, según la figura que en ellas adopta el diablo derribado. En efecto, en un gran número de ellas, aparece Satanás bajo la forma del oscuro ángel bicorne, de cola bifurcada y alas de murciélago; en tanta que en otras el demonio inviste la forma bíblica de la serpiente o el dragón.

La ingenuidad arriba mencionada se explaya singularmente en la imagen del Arcángel sin alas, espada, demonio ni balanza -los perdió en su lucha con el tiempo, más tenaz y mal enemigo que el propio Satanás- que forma parte del tesoro imaginero de Santa María. Es ésta obra de mano indígena si las hay. La figura es ataráxica, envarada; los pliegues de la túnica, verticales, se acanalan como hojas de palmera y apenas sí insinúan un esbozo estereotipado de movimiento en la fimbria. El rostro es inexpresivo y convencional.

Esta imagen contrasta, permitiendo establecer escala en los logros plásticos, con otras dos imágenes del mismo Arcángel, que se conservan también en Santa María. Ambas figuras son de movimentada silueta y desenvuelta actitud, aunque el primero, el de mayores dimensiones, ofrece mucha más justeza en la forma y espiritualidad en los rasgos. En el Museo de La Plata se conserva lo que resta de una imagen de San Miguel, destruida por el fuego: sólo se conserva intacta la cabeza, realmente hermosa. Posiblemente este San Miguel haya sido el que De Moussy nos dice que coronaba el arquitrabe del Altar Mayor en la iglesia de Santa Rosa.

Volviendo a los conservados en Santa María: uno de ellos levanta en la diestra en alto la espada, mientras que el segundo ya la ha dejado caer sobre el postrado dragón: La factura de las alas es también un rasgo que permite establecer la antes referida escala de pericia en la realización: en la primera de las figuras nombradas, las alas, con su diseño en curvo y suelto movimiento, permiten asegurar que se trata de la obra de un maestro. En el otro, por cierto parcialmente mutilada, aunque casi al mismo nivel del primero en el acabado de facciones y manos, se advierte igualmente la huella de la gubia indígena en la solución un tanto congelada y convencional de los paños.

No se encuentra con tanta frecuencia -aunque se lo halla algunas veces- al Arcángel San Rafael con su distintivo, el pez, que en algún caso adopta la forma heterodoxa de una serpiente. El San Rafael existente en Santa María, de tamaño mediano (un metro y cuarto más o menos) es el representante máximo de la iconografía misionera de este personaje celestial, cuya imagen sin embargo debió abundar en Doctrinas, ya que San Rafael es el patrón de los que viajan, y los indígenas nunca dejarían de llevarlo conforme era de ordenanza, en los viajes que hacían por encargo de los Padres, en misiones comerciales principalmente. Un San Rafael interesante, dentro de sus rasgos de factura mixta, ocupa un lugar en el Museo de San Juan Bautista. La imagen que se encuentra en Santa María es, como las de San Miguel, de un barroco movímentado; hemos de ver en ella la obra de un artesano indígena muy experto, aunque tal no haya estado lejos en algún momento la mano del maestro imprimiendo su sello en el dinamismo de las actitudes.

El Angel de la Guarda, que tuvo consagración numerosa en la Misión de su nombre. -recuérdese .a Azara- sólo está sin embargo representado en el volumen superviviente por dos imágenes, cierto que de tamaño considerable, sobre todo una de ellas. La de mayores dimensiones se conserva en San Ignacio. La de menor tamaño se halla en Trinidad. Más movido y de concepción más moderna el ángel de San Ignacio (de tamaño superior al natural) es posible haya pertenecido a un retablo principal; sus dimensiones, coma sucede con otras imágenes ya citadas, exceden a lo que corresponde a un retablo menor o una capilla. Este ángel conserva las alas pintorescamente dispuestas; su figura y la del niño o neófito que Lleva de la mano se posan sobre distintas peanas. En conjunto, este Angel no es precisamente una de las realizaciones más felices de esta imaginería. Corroborando lo que se dijo sobre la incapacidad del indígena para concebir los grupos como unidades significativas, la figura del neófito parece ser de distinta mano que la del Angel; más tosca e inexperta.

El otro ángel, el conservado en Trinidad, es de factura mucho menos pretenciosa; su modelo también es más antiguo, posiblemente quinientista; pero la aureola una gracia de la cual carece el redicho Angel de San Ignacio. Coma a este ángel le faltan las alas, algunos han creído ver en el grupo de los hermanos Justo y Pastor, mártires niños: pero el tamaño relativo de las figuras no condice con los términos de la leyenda dorada. Acá ambas figuras ocupan la misma peana: pero hay que tener en cuenta que el tamaño es mucho menor. Las figuras se hallan muy deterioradas, especialmente la del niño, casi irreconocible. La figura del Angel es elongada, pero la expresión es cándida, dulce, y hace pensar que en él rostro intervino una mano más capaz en el modelado que la que realizó los paños, totalmente silueteados y dispuestos en esquemas acanalados, acentuando probablemente las características del modelo.

 

III. PERSONAJES DEL EVANGELIO

San Juan Bautista tiene algunos representantes en esta imaginería sobreviviente: uno de ellos, conservado en Santa María, de una dulzona belleza que refleja su ascendencia italiana, y en el cual quizá estuvo presente la mano de Brassanelli. La figura ofrece las proporciones clásicas y es de un fino modelado; sus rasgos de factura y modelo la hermanan a la cabeza de Cristo mencionada en el apartado B). Este santo es uno de las predilectos en el culto popular; con su fiesta se relacionan celebraciones que conservan muchos rasgos -lógicamente aculturados- de antiguas prácticas europeas; las hogueras, etc.

Menos presencia tiene su homónimo, San Juan Apóstol, el discípulo predilecto. Sin embargo, debieron existir imágenes suyas de buen tamaño; en Santa Rosa misma la figura de San Juan fue una de las doce que según De Moussy flanqueaban otras tantas columnas de la nave. De éste sólo encontramos una bellísima imagen, finamente realizada, estofada y dorada, que se conserva en el Museo del Seminario y que debemos situar entre las importadas, se conserva en muy buen estado. Este sería el lugar de la imagen, no de talla, sino grabada, de San Juan Nepomuceno; grabado que firma un Tomás Tilcara, en la Misión de San Ignacio. Pero como es evidente que Tilcara es apellido calchaquí, inexistente en las Reducciones guaraníes; y por otra parte es muy probable que la Misión de S. Ignacio que se da como origen sea la de Chiquitos y no una de las Misiones guaraníes (de ser una de éstas, llevaría el complemento Guazú o Miní, con que se las distinguía) no se hace plausible incluirla aquí.

Interesante en su dinámico arabesco y su factura experta es el Santiago Matamoros que se conserva en la iglesia de la Misión de ese nombre, con toda probabilidad ejecutada sobre una estampa: en esta imagen hallamos por primera y única vez un grupo realizado en bloque. Las figuras no se destacan de la masa total, se enciman o superponen, formando un verdadero alto relieve; esto facilitó su ejecución. Este grupo ocupó, sin duda, el nicho central del altar. El Apóstol, en guerrera traza medieval, arremete contra la marisma, que a su paso se derrumba, aterrada o difunta. Fuera de este grupo, no se identifica, entre las supervivientes, otra imagen del Apóstol. La figura de Santiago, no obstante, ha sido modelo no infrecuente de los imagineros populares, aunque no es de creer que este Apóstol figurase entre los santos cuyo culto pudiera imbricar profundamente en la vida espiritual de las Reducciones. Sin embargo, una Misión llevó su nombre; y a lo largo de la existencia de las Doctrinas, el papel del Apóstol como promotor de victorias contra el infiel (papel que en la colonia le arrebató San Blas) tuvo frecuentemente ocasión de ser recordado. Sabido es que el indígena participó muchas veces en luchas en defensa de la colonia, sin contar con las que mantuvo contra los mamelucos.

No menos interesante Y quizá atribuibles a la misma mano que realizó el Santiago Matamoros- por su exacto gálibo, naturalidad de la actitud, cabalidad en los ritmos somáticos, son las imágenes de las Reyes Magos, Gaspar y Baltasar, figuras de gran tamaño, cuya presencia en Santa María resulta intrigante. En efecto, estas estatuas, por sus proporciones, no pudieron pertenecer, como tampoco muchas otras, a retablos menores o capillitas de escasa importancia. Son imágenes realizadas dentro de la línea ya varias veces mencionadas del barroco movimentado, que las adscribe a la misma época e influencia de maestro que las de Santa Rosa, Santa Bárbara etc. y cuyo imponencia en dimensiones, rigor canónico, y esmero en el acabada, sugieren autor maestro y un nicho preferente, si no principal (lugar reservado siempre a la imagen del Santo cuya advocación llevaba el templo). No sería aventurado suponer que estas imágenes pudieran proceder de Yapeyú, Nuestra Señora de los Reyes Magos, una de las Misiones desmanteladas por Francia ante la amenaza del avance artiguista: Es posible que esas imágenes, junto con otras perdidas, hayan formado parte de un gigantesco Paso o Pesebre. Por cierto que en la misma iglesia de Santa María hallamos algunas figuras, restos sin duda alguna de un Nacimiento, - pastores adorantes, una oveja, un San José- aunque éstos de mano acentuadamente indígena; encantadores en su ingenuidad conceptiva y su tosca arcaizante realización.

Antes de cerrar esta breve enumeración de algunas de las imágenes existentes todavía, que han llegado a nosotros sorteando tantas vicisitudes, vale la pena mencionar (como un rasgo tal vez interesante en que se perpetúan ideas o conceptos religiosos católicos, curiosamente aculturados), la persistencia, en el santoral popular paraguayo, de dos personajes, no por arbitrarios, de raíz menos pro funda en la original impregnación religiosa de esa masa indígena.

Son San Son y San La Muerte. El primero, que es sencillamente el forzudo héroe bíblico, debe sin duda su puesto en el santoral a la engañosa primera sílaba de su nombre. Numerosas figuritas de talla popular, de menudo tamaño, nos lo muestran hasta hoy montando un León, al cual no se preocupa de desquijarar: para el ingenuo creyente nativo el sólo hecho de montar un león debía parecer lo suficientemente prodigioso, como para no necesitar que lo acompañasen otras despliegues sorprendentes. Que los misioneros dieron cierta visualidad a esta figura, lo prueba el hecho de encontrarse en el Museo de La Plata una imagen de buen tamaño (que por cierto aparece en el catálogo como figura de Daniel, ejecutada en piedra).

En cuanto a San La Muerte, es indudablemente la forma en que vino a cuajar, curiosamente, la idea de la Suena Muerte, fundida por una de esos procesos singulares en que abunda el folklore, en la otra idea del personaje descarnado y portaguadaña que a menudo se encuentra en las láminas de postrimerías.

San La Muerte en efecto es representado como un esqueleto, con la guadaña al hombro, o en la mano: más frecuentemente lo último. No ha sido posible sin embargo establecer en forma concreta el origen de esta forma: si ella nació en Misiones (posteriormente a la salida de los jesuitas, es claro) o si ella surgió en el área de parroquias, llamada, con bastante aproximación, franciscana.

 

 

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ARTE ACTUAL EN EL PARAGUAY 1900-1995 (2ª EDICIÓN)

ANTECEDENTES Y DESARROLLO DEL PROCESO EN LAS ARTES PLÁSTICAS

Textos de JOSEFINA PLÁ ; OLGA BLINDER ; TICIO ESCOBAR.

Editorial Don Bosco,

Diseño de tapa: Osvaldo Salerno,

Asunción-Paraguay, 1997. 197 pp.

 

 

 

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