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EMILIANO GONZÁLEZ SAFSTRAND

  IMPONDERABLES, 2004 - Por EMILIANO GONZÁLEZ SAFSTRAND


IMPONDERABLES, 2004 - Por EMILIANO GONZÁLEZ SAFSTRAND

IMPONDERABLES

CARTA A FERNANDO SAVATER DESE LA TIERRA DE TAU CETI

Por EMILIANO GONZÁLEZ SAFSTRAND

 

INTERCONTINENTAL EDITORA

Diseño de tapa: SELVA GONZÁLEZ

Asunción – Paraguay

2004 (113 páginas)

 

 

PRÓLOGO

 

         Estábamos en mi casa en un mes de abril en ameno diálogo con Rudi Torga cuando Emiliano mencionó que había enviado un libro a un concurso. Rudi Torga se limitó a decir que los premios literarios tienen sus «Imponderables». No capté yo lo que quiso decir. Emiliano quizá lo captó y esa palabra bastó para servir de estímulo a su pensamiento para deleitarnos con la obra que lleva ese título.

         Para mí,: «Imponderables: Carta a Fernando Savater desde la tierra de Tau Ceti», este pequeño cuento filosófico, historia, novela o como quiera llamársela, es excepcional. «El rasgo de ingenio es el epigrama que se le hace a la muerte de un sentimiento», nos recuerda Nietzche. En este breve relato el autor derrocha agudeza extraordinaria a la muerte de haber deseado quitar un premio literario. Filosofando con fino sentido de humor y profundidad se refiere a los pormenores de lo que sucedió o pudo haber sucedido efectivamente.

         «Quien no se preocupa de la constitución del universo y de los problemas de la vida y de la muerte, no pasa de ser un cuadrumano con pretensiones», nos dice el gran científico español Ramón y Cajal. Y dice también: «De todas las inmortalidades prometidas, la de las ideas, la del espíritu, la del cuerpo y alma, solo la inmortalidad integral, es decir, la persistencia del alma y del cuerpo, nos satisface plenamente, porque es la única que salva la personalidad, esto es, la reconstrucción del cerebro individual con sus miserias y limitaciones, juntamente con la memoria de nuestros triunfos, amores y fracasos».

         De todo esto y un poco más tratan los libros de Emiliano, y un interrogante se me plantea: ¿será que el profesor y filósofo Fernando Savater leyó alguna vez lo que su ilustre conciudadano escribió?. No sé ni quizá lo sabré. Ahora bien, a todos los dioses debemos agradecer los buenos lectores que no le hayan dado el premio a mi hermano, el señor Savater y los otros miembros del Jurado, pues gracias a eso tenemos una obra que puede encantarnos y enseñarnos.

         Concisamente me referiré a la segunda parte del libro o sea a las «Nuevas Briznas Filosóficas». Los aforismos que en ellos se desarrollan nos dan reminiscencias de las «Meditaciones» de Marco Aurelio o del «Manual» de Epícteto. Ideas brillantes, chispazos de intuiciones poderosas que nos llenan de delicia y paz. Es necesario leer y releerlo para apreciarlo en su cabal medida.

 

         Cristian González Safstrand

         Pedro Juan Caballero, 18 de diciembre de 2003

 

 

 

 

 

 

 

NUEVAS BRIZNAS FILOSÓFICAS

 

         1.- Nuestros espíritus se hallan interconectados en cierta frecuencia de vibración.

         2.- No solo debo conocerme a mí mismo sino re-conocerme, vale decir despejar la incógnita de mis orígenes anteriores a mi nacimiento.

         3.- Soy la materialización de un deseo, de una intención. Esta intención, este deseo es energía, virtud para obrar o contenido de trabajo; en griego «energeia», y pyapy o «añadidura del pie», en guaraní, donde «katu pyry», el diestro, es literalmente «el de pies ligeros» o aquel cuyos pies pueden ir lejos. También «mbareté», de «mba'e» y «rete», «cosa con cuerpo», que significa ciertamente también energía.

         4.- «Mba'apo», trabajo, es la unión de «mba'e» y «apo», «que» y «hacer». Lo mismo «quehacer» en español.

         5.- El estado de conciencia que permite entrar en la región del no pensamiento le ubica a uno en una ausencia de todo o, para usar las palabras de Sri Ramana MAHARSHI, «ahí donde no hay percepción de objetos» donde «la conciencia brilla sola», lo cual me parece apropiado explicarlo cual si entonces solo se sabe que se vive.

         6.- Señor, permíteme superar la obsesión por controlar los acontecimientos que no está en mis manos controlar; ¡Si ni siquiera mis propios pensamientos puedo controlarlos casi nunca!.

         7.- «Quien quiera ser mi discípulo niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame», dice Jesús y dando el ejemplo niégase él a sí mismo hasta el grado de la inmolación personal, toma su cruz y hace entrega de su propia vida para recobrarla después tal como enseña que ocurrirá con todo aquél que esté dispuesto a perder la suya por amor a él, en contraposición de quien quiera salvar su vida en este plano temporal que por eso mismo la perderá; dura consigna para quienes constreñidos por el instinto de supervivencia se aferren desesperadamente a la vida en su aspecto mundano.

         8.- La intensidad de mis experiencias me infunde un cansancio en el cuerpo que me trae a la memoria el dicho del Cristo de que «el espíritu está pronto pero la carne es flaca». El cansancio que en mí alienta, es obviamente un espíritu o paquete de información instalado en mi cuerpo que constituye parte del mecanismo biológico que conduce a la muerte corporal, pero esa estructura mental debe ser superada o transformada, de modo que esa tendencia no involucre la desintegración definitiva o la disolución del organismo corporal. De que tal cosa es posible da fe el hecho mismo de la evolución que ha ido desarrollando la vida paso a paso, desde la célula primordial hasta la especie humana, en escalas cada vez más ascendentes. Ello, como es sabido, ha requerido de transformaciones muchas veces fundamentales en las estructuras de los organismos y de hecho el mismo proceso que culmina con la muerte constituyó una innovación para el desarrollo y la diversificación de la vida que en su momento tuvo una importancia trascendental. De ahí que la transformación que permita la eliminación del fenómeno llamado muerte física es algo que está latente en la inteligencia que palpita en este campo de energía al que llamamos el ser humano. Sin duda ha de requerir de un trabajo tesonero para lograr la transformación necesaria, pero esa posibilidad está ahí presente y al alcance de quién se proponga alcanzarlo. No en balde el Buda ya lo decía: «Somos lo que pensamos». Nuestros pensamientos crean la realidad. «Pienso, luego existo», decía también Descartes; y si bien con ello quería demostrar su existencia, su aserto puede ser igualmente entendido en el sentido de que él era el producto de su pensamiento. Nuestro pensamiento, por tanto tiene la capacidad y la potencialidad para revertir ese proceso que hasta hoy culmina con la muerte corporal.

         Los pensamientos siempre se hacen realidad. Es cuestión de concentrarse en ellos y llevarlos a la práctica. Ya Parménides lo expresaba con estos términos hace más de 2500 años: «Es necesario que sea lo que cabe que se diga y se conciba pues hay ser pero nada no la hay». De donde se sigue que aquello que llamamos muerte, equiparándolo a la aniquilación o extinción del ser, no constituye sino un tránsito a otro estado del ser, pues «nada, no la hay»; pero también de ello se infiere que dicha muerte, entendida en el sentido usual, es susceptible de ser revertida, puesto que la desintegración definitiva o la disolución del organismo corporal se trata solo de una estructura que forma parte de una etapa más de la evolución de ese organismo, construida por el pensamiento en un momento preciso, requerido por las circunstancias, el cual va cambiando y requiere hoy de nuevas estructuras en el tránsito de dicho organismo hacia la culminación de su evolución.

         9.- Vivimos en función de lo que piensan, digan o hagan los demás. Es esta una actitud errónea que deriva del hecho de cuidar de los otros, mirando sus deficiencias; creyendo equivocadamente que ellas pueden perjudicarnos, con lo que desperdiciamos ingente energía que deberíamos emplearla para cuidar de nosotros mismos, precisamente para corregir nuestras propias deficiencias. Si atendemos a nuestros propios pensamientos, palabras y obras, de modo que ellos se ajusten a lo correcto sin que nos importen las reacciones que en los demás ellos provoquen, a la larga hemos de comprobar que tales reacciones jamás podrán dañarnos. Y aunque se derive de ello algún sufrimiento para nosotros, tal cosa será momentánea y formará parte del mecanismo de nuestro propio crecimiento personal, hasta constatar finalmente, tras ir superando poco a poco nuestras propias imperfecciones, que todo lo bueno que hagamos solo nos puede deparar beneficios, vale decir dicha y bienestar, con lo que se cumple la vieja enseñanza de los maestros de que se cosecha lo que se siembra.

         10.- Hoy, al penetrar en la región del no pensamiento, me sentí ser un íncubo totalmente inofensivo. Fue un sentirse bien.

         11.- Tu ser hombre o tu ser mujer, constituyen solo un estadio dentro del proceso de tu evolución personal que no debes perder de vista un solo instante, pues si te olvidas de ello y si no tienes presente que tu verdadero ser carece de sexo, te quedarás inevitablemente estancado en esa etapa, cuando en verdad estás llamado a alcanzar otras alturas de realidades más sutiles que ésta, asaz tosca, por la cual hoy transitas.

         12.- Importante es comprender que el mundo forma un todo compacto como un bloque que abarca todos los tiempos y los espacios habidos y por haber desde su comienzo y hasta su final en los que nosotros no somos sino un destello cuyo papel, empero, debería ser decisivo en la construcción del mismo hasta su consumación. De hecho, quienes nos precedieron han trabajado ya muchísimo para facilitarnos la tarea, pues gracias a ellos podemos contar, tras forjarlos nosotros mismos en nuestro interior, con los llamados principios que, tal como su nombre lo indica, constituyen ideas fundamentales como los cimientos o la base en los que podemos apoyarnos para seguir construyendo la realidad, la nuestra y la de nuestros congéneres para que la obra culmine con bien. Es cuestión de plantar en nosotros tales principios y cuidar de que germinen y crezcan para tornarlos imperecederos, tal que nos permitan alcanzar la meta para la cual fuimos hechos, o si se quiere decirlo de otro modo, para la cual fuimos enviados, o hemos nacido en este tiempo y espacio en particular.

         13.- Al introducirme en la región del no pensamiento y experimentar la sensación de desprendimiento total de mis sentidos caigo en la cuenta de que esa es mi naturaleza esencial. Logro con ello sustraerme al tiempo y entender que las coordenadas temporales en las que suelo existir se encuentran allí solo para que mi ser emerja en estados transitorios que en definitiva son los menos que adopta el mismo en el curso de su ya dilatada carrera por este cosmos. Es solo cuestión de adquirir conciencia de que el estado del ser, existiendo en aquella región de manera similar a como existe cuando duerme o cuando muere, puede emerger a otro estado a voluntad, floreciendo en exuberantes realidades, para entender que esa es la manera de conjurar aquello a lo que damos en llamar la muerte.

         14.- Estamos, o mejor, vivimos abarrotados de información, lo cual nos dificulta tremendamente discernir la verdad. Díjome Leonardo en estos días, cuando le pedí que me diera una razón por la que se justificaba que nos conectáramos con Internet, si qué mejor razón podía pedir que el hecho de que tal sistema era nada menos que la red mundial de información. Le repliqué que se estaba olvidando de que en nuestro propio cuerpo, cada uno poseemos la red mundial o mejor aún, la red universal o cósmica de información. Y le recordé lo dicho por el Buda al respecto: «En este mismísimo cuerpo que contiene la mente y sus percepciones, de una braza de largo, doy a conocer el universo, el origen del universo, su cesación y el camino que conduce a su cesación...».

         Estuve ayer tarde curioseando mi biblioteca en «Paraíso» y hojeando los numerosos volúmenes que la componen, y ello, a más de la lectura o la incursión por las páginas de dos periódicos del fin de semana, me confirmaron rotundamente en la idea antedicha, de lo abrumados que vivimos de información, lo que nos impide las más de las veces discriminar y distinguir lo verdadero de lo falso. Bastaría solo decir que en el recorrido de los volúmenes que pueblan mi biblioteca recalé, entre otros, en «La Fenomenología de la Percepción», de un autor francés cuyo nombre no me acuerdo, en «El Mito del Eterno Retorno» de Mircea Eliade, en «La interpretación de los sueños» de Sigmund Freud, en «La Cuestión judía y otros Escritos», de Karl Marx, en «Tres Estudios de Sicología», de Jean Piaget, etc. La lista suma y sigue. En todos ellos encontré interesantes acotaciones, muchas de ellas confirmando mis puntos de vista ya expuestos en otra parte que no vienen al caso citar aquí. Pero es evidente que resulta poco menos que imposible procesar todos esos datos porque sencillamente su ingente cantidad nos apabulla. Si sumamos a ellos la información de los periódicos y de la televisión y de cuanta otra fuente se ofrecen a nuestros sentidos, es evidente que todo ese maremágnum se nos viene encima. Felizmente el ser humano camina en medio de esa inextricable selva refiriéndolo todo a su verdad, que casi siempre es un error, por estar fuera del contexto de la realidad, lo que le hace percibirla fragmentada y distorsionada, y consigue gracias a eso no volverse literalmente loco.

         Aprender a separar la mies del rastrojo, he ahí la clave para discernir la verdad. La verdad es la realidad. La realidad, palabra que proviene etimológicamente del latín «res», cosa, se encuentra referida a la cosa en sí, o sea, a lo que son en sí mismas las cosas que percibimos, no a lo que nos parecen; porque es obvio que las apariencias de los objetos no coinciden con lo que son en esencia, puesto que su verdadero ser subyace debajo de aquellas. De ahí la necesidad de establecer clara distinción entre la realidad real y la realidad conceptual. La primera es la que palpita y vive independientemente de nosotros o mejor, de nuestras percepciones, pensamientos y representaciones que forjamos de ella, siendo estas lo que damos en llamar la realidad conceptual. Este mundo de formas o apariencias surge o emerge ciertamente de la otra, de la realidad real, pero mientras no hayamos aprendido que esta es la base o la fuente o el origen de aquella, mientras no sepamos que la realidad real es la que perdura, la que no tiene comienzo ni final, al contrario de la realidad conceptual que es efímera, sujeta a cambios incesantes y perecedera, no habremos alcanzado la aptitud para distinguir en todo tiempo y en todas las circunstancias lo verdadero de lo falso. Verdad es que este proceso tras la búsqueda de lo real, de la res, la cosa o el objeto en sí, se viene dando desde antiguo y sin duda que la misma acuñación del vocablo que lo designa ha entrañado vaivenes del pensamiento en los que no siempre se presentaba para el ser humano con entera claridad el sentido que se atribuía al mismo. La idea que sugiere la cosa al punto de ser concebida, es la de algo duro, y esta misma palabra automáticamente trae a la mente su parentesco con la duración o permanencia. No es por nada que Samuel Johnson refutara a George Berkeley con una patada en la roca su aseveración de que todas las cosas existían exclusivamente en nuestras percepciones. Sin embargo, la durabilidad de la propia roca es algo relativo pues ella como todo lo material es susceptible igualmente de ser desintegrada y por ende de desaparecer.

         Adviértase por tanto que lo duradero no está en la materia por más dura que ella se nos aparezca. Ella, la materia, pertenece sin duda a la realidad conceptual. La realidad real de la que emanan las cosas sensibles incluyendo nuestro propio cuerpo, está también en nosotros. Mejor debería decirse que todos nosotros estamos constituidos por ella aunque seamos incapaces de advertirlo en cierto nivel de conciencia. Esta se encuentra casi siempre condicionada por nuestras percepciones sensoriales, por lo que lo real es para nosotros tales cosas sensibles y nada más, a las que catalogamos debida y minuciosamente asignándoles un nombre que las identifica delineándolas con sus contornos, con lo cual procedemos a reducir la realidad a ese solo aspecto de la misma, confundiendo las cosas con sus nombres, y he ahí que vivimos presos, atrapados dentro del fenómeno, olvidándonos del nómeno o esencia de las mismas, como desde luego muchísimos seres humanos lo han venido señalando desde la antigüedad.

         La realidad real empero no es inasequible. Ella, como se dijo, está en nosotros mismos, así como nosotros estamos en ella. Para salir de la realidad conceptual y entrar en la realidad real hay que liberarse del pensamiento. Esto ciertamente requiere práctica, más no es algo del otro mundo. Es cuestión de cerrar los ojos y concentrarse inicialmente en la respiración por ejemplo, ya que también puede utilizarse el método de la repetición de un mantra, uno de los infinitos nombres de Dios, como lo catalogan los antiguos maestros, y con ello se crea una especie de barrera para contrarrestar a los pensamientos que pujan en bandadas por penetrar en nuestra mente o conciencia. De hecho no es cosa de resistirse contra ellos. La cuestión es persistir en la concentración, sea en la respiración, sea en el mantra, incluso en el hecho de atender a los pensamientos que rompan la barrera implica de por sí la consecución de un nivel superior de conciencia, pues todo en esa instancia aparece más claro, ya que uno se siente poseído de una paz y una serenidad que aguza la capacidad de comprensión.

         Lo cierto es que con la suave persistencia en el cometido de la concentración en la respiración, hete aquí que de improviso desaparece esta, y es ahí cuando nos damos cuenta de que podemos ser prescindiendo de nuestro propio cuerpo. Habitar en ese lugar implica que nos hemos desprendido de todos nuestros condicionamientos temporales y espaciales y aún más, de todos nuestros condicionamientos personales. En verdad, para entender esto hay que sentirlo pues de lo contrario es sencillamente inconcebible. Estar allí sin tener pensamientos es solo palpitar. Se hace patente entonces que el ser puede ser o puede existir sin que le afecte ni el frío, ni el calor, ni el dolor, ni el placer, ni el hambre, ni la sed... No existen para él, el peso ni la medida. Hasta la conciencia de ser ha cesado. No obstante la cosa, la «res», ese algo que es incuestionablemente real está allí exenta de formas, libre de lo efímero, sin pertenecer a las categorías de tiempo y espacio. Nos percatamos de que ese algo es inmune a todo lo transitorio, es verdaderamente lo que permanece. Eso que permanece en todas las cosas, incluso en nosotros, eso es la realidad real. Y aquel que denominamos «yo», que tiene un nombre, que está aquí para funcionar en el reino del pensamiento, en este mundo al que hemos dado en llamar «la realidad conceptual», se siente verdaderamente inscripto igualmente dentro de aquella otra realidad, o mejor, dentro de ese otro aspecto de la realidad que hemos denominado como «la realidad real». Y entonces nos percatamos de que es de esa instancia que provenimos todos y que, como ya lo decía Parménides «Solo hay ser, pero nada, no la hay», y de otro modo San Agustín, y Unamuno, que lo repite: «Lo que no es eterno, tampoco es real». Es por consiguiente imperativo que aprendamos a entrar y salir de la realidad real a la conceptual y viceversa. Esa es la manera en que podemos conseguir la inmortalidad, entonces habremos de lograr conjurar lo que llamamos muerte, que es otra manera de entrar en la realidad real, y en esa instancia, por fin, alcanzaremos la plena aptitud para distinguir en todo tiempo lo verdadero de lo falso, y ya no nos sentiremos tan apabullados por la cantidad tan grande de información que como seres necesariamente limitados no podemos manejar. Nuestro propio ser, constituido a la postre por esas «informaciones» dejará de estar «disperso» entre todas ellas discerniendo aquello que le conviene y corresponde en cada instante, en suma, lo correcto, aprendiendo en consecuencia a concentrar nuestra inteligencia en las esencias y no en las apariencias.

         Y es importante no olvidar que las «cosas» cobran cuerpo a partir de aquella única «perdurable», origen de todas ellas, por lo que debemos adscribirnos a sus leyes, que debemos igualmente aprender a conocer, para sumar nuestra «voluntad» a la «suya», y poder forjar así el cuerpo imperecedero e indestructible que nos ha de permitir, a nuestra vez, alcanzar a tener la vida que no termina nunca, como es la que le es propia a dicha «realidad real».

         15.- En la medida en que sea capaz de acoplarme y funcionar sincronizadamente con el «Todo», vale decir, ceñido a sus «verdaderas leyes», actuando como una pieza más del conjunto, «integrado a lo total», estaré adquiriendo por mi lado, para mi individualidad y autonomía, la potencialidad para realizar infinidad de «cosas» que me permitan alcanzar mi bienestar personal.

         Se trata de la constatación repetida de la sentencia taoísta: El que se conforma con el curso del Tao encuentra fácil dirigir el universo entero».

         Es que uno es el TODO, en cierto sentido, aunque en otro pueda decirse también que no lo es. La cuestión está, siempre, en saber ubicarse dentro del contexto.

         Es por la «voluntad» de ese mismo «TODO» que existe en mí esa «autonomía de la voluntad individual» que me permite ejercer innúmeras opciones para plasmar las realidades que me atañen, pues al ser la «realidad en sí» virtualmente infinita, la senda que a través de ella puedo yo recorrer se presenta aun para mis limitaciones con innumerables trayectos y posibilidades.

         Es cierto que soy un ser «situado», como dirían algunos pensadores, y eso integra el «rol» que me ha sido asignado, pero a partir de ahí la misma riqueza infinita de aquella «realidad en potencia» que «está dada» ahí para que yo la «plasme» con mis decisiones, me confiere una «libertad de acción» que hace que yo pueda «crear» literalmente «mundos» para mi propia felicidad.

         Por lo tanto, cuanto más me sienta consustanciado con la «Inteligencia Cósmica» que rige la marcha del universo, cual si formara «parte» de sus propias «acciones» que son enteramente justas, sabias y precisas, cuanto más sienta yo que «mis acciones individuales» responden a ese orden, más pleno me he de sentir, sin renunciar a mi «propia identidad», aun cuando experimente que en última instancia «mi propio obrar» se halla incurso dentro de la «voluntad» de Algo superior o supremo que «me contiene» en su SER INFINITO.

         16.- La característica más resaltante de mi SER es su limitación o, en otras palabras, su impotencia.

         17.- Mi cuerpo viejo tiene que morir. ¡Y cómo se resiste a hacerlo!. Ínterin se «crea» mi nuevo cuerpo, con mi «nuevo nacimiento espiritual», mi viejo cuerpo tiene que ir muriendo, pues solo quien «nace de nuevo» puede entrar en el «Reino de los Cielos», tal como lo enseñó el Maestro. Este «nacimiento» del agua y del espíritu es un proceso un tanto prolongado, mas es tan cierto y verdadero como el «nacimiento» de la «carne». Solo hay que persistir en el trabajo de parto de uno mismo, pues el que persevera hasta el fin, ese será salvo, como también lo explicó Jesús.

         18.- El hinduismo y el budismo, y Parménides y Platón, y el propio Jesús y San Agustín al hablar de lo «ilusorio» que es el aspecto «terrenal» de la realidad lo que en verdad enfatizan es «su impermanencia».

         La «ilusión» del mundo hay siempre «alguien» que la percibe, el cual «forma parte» de ella, por lo que aun con la configuración ilusoria que se haga de ese «alguien» por su «naturaleza transitoria» (que le viene dada al «ligarse» a la transitoriedad de lo demás), no obstante debe darse el supuesto de «algo» que perdura, pues de lo contrario ¿cómo se crea esa ilusión?. ¿De dónde proviene?.

         Ese «algo» es denominado «el Espíritu» en las culturas predominantes en el mundo hoy, bien entendido que ello no implica una denominación que tenga mucho que ver con el «conocimiento científico».

         El «Espíritu» también es llamado «Dios» por la generalidad que cree en la existencia de tal entidad.

         Con la postulación de la hipótesis de lo «ilusorio» del mundo lo que se quiere significar, por consiguiente, es que «existe un ilusionista» productor de la ilusión y que nuestra conciencia perceptora y experimentadora de ella la integra, esencialmente, aun cuando no se percate de ello, precisamente por «sentirse ligada a la transitoriedad de lo demás», como ya lo apuntáramos. Ella (nuestra conciencia individual) se siente también transitoria, y por ende, forma parte, fatalmente, de la ilusión.

         Los maestros citados entendieron que, el integrar nuestra conciencia a aquella otra abarcadora del TODO, el Espíritu, o Dios, lo que contaba era realmente este último, pues insertados con ÉL nosotros también nos volveríamos imperecederos.

         En ese contexto, ellos podían declarar, legítimamente, en términos modernos, que en realidad nosotros no existimos sino que es Dios el que existe.

         Y quien haya alcanzado ese nivel de conciencia en el que se siente consustanciado con ese Espíritu, sabe que en puridad es solo Él quien obra u opera en uno.

         Cuando uno llega a la etapa en la que su ser se halla impregnado con la Sabiduría Esencial de Aquel Espíritu, todas sus realizaciones responden necesariamente a la voluntad de Éste, pues el «SER» se vuelve «uno» en esa instancia.

         Es como entrar y permanecer «en trance», pues todo lo que se haga responde a la «inspiración» del Espíritu. Al saberse un «mero instrumento» de esa Inteligencia Universal, uno deja de apegarse a las cosas efímeras, las tilda certeramente de «ilusorias» y aprende a radicarse en aquello que hay en uno de perdurable, y a desarrollarlo, de modo a volverse también indestructible e imperecedero.

         Tal como lo expresa el Dhammapada con inigualable sabiduría: «Si sabes que tu cuerpo es tan frágil como una vasija, haz de tu mente una fortaleza. Deja que el conocimiento luche por ti para defender lo que has ganado».

         19.- «Hay que domar el cuerpo». Domar y domesticarlo, volverlo apto para habitar el «domus», «casa» en latín, que el «Dominus», el Señor tiene preparado para nosotros.

         Como dice Jesús: «En el Reino de los Cielos mi Padre tiene preparadas muchas moradas para ustedes» (Jn.14-2,3,4).

         20.- «Sos lindo y te amo... sos linda y te amo». Esta fórmula verbal, utilizada con la dosis de sinceridad necesaria es una poderosa llave para abrir la puerta de la felicidad.

         De lo que la gente no se percata es que «el otro», «la otra», «lo otro» es a la vez uno mismo. Y no se percata porque, en otro contexto, ellos son también verdadera y efectivamente «otros», no uno mismo.

         Esta aparente paradoja hay que aprender a resolverla de instante en instante.

         En cierto contexto, los demás seres, toda la realidad, no son sino el despliegue que hacemos de nuestro propio ser, de nuestro yo esencial.

         En otro sentido, sin embargo, el otro es un ser totalmente distinto y requiere de nosotros el respeto irrestricto a su ser individual que goza ante nosotros de una libertad inviolable. Nadie puede invadir esa privacidad, ese territorio en el que funciona el derecho exclusivo y personalísimo a la intimidad.

         Se resuelve la paradoja entonces conciliando ambos puntos de vista, aplicados en cada caso según sean las circunstancias.

         Hay que aprender a usar el interruptor que nos permita ver en el otro a nosotros, estar atentos, con el oído y el ojo avizores a todo lo que diga o haga, o piense, para entender que en el campo de la verdad todos somos la misma expresión de ese Uno, inexpresable en su esencia, que a través de nuestro contingente ser se manifiesta para realizar el mundo.

         21.- Sé que me voy consolidando, certeza que adviene en mí al advertir que no voy a la deriva.

         Hasta no hace mucho tiempo, navegaba con mi nave casi a ciegas, dejándome llevar por este o aquel otro impulso, incapaz de discernir la acción correcta.

         Hoy que presto constante atención a mis pensamientos, palabras y obras para evitar a toda costa incurrir en mentiras y sobre todo en las mentiras que me hacía a mí mismo en el intento de acomodar mi conciencia, mi ser se va consolidando en la verdad, esa materia prima con la que se va edificando el universo, mal que les pese a quienes viven enmarañados en sus propias mentiras.

         La «verdad mentirosa» que «parece» durar, la muerte misma, las enfermedades, la corrupción, el robo, van camino de acabar, de desaparecer, su fin es inminente. Solo hace falta que cada uno haga el esfuerzo por vivir en la verdad. Así todos conoceremos la verdad que es la Vida... Vida Eterna.

         22.- En cada instante dado anidan en mi ser todos los Espíritus. Ora soy san Pablo, ora el Buda, ora Jesús (¿por qué no?, si comí su carne y bebí su sangre, aunque consciente esté en todo momento de lo difícil que es llegar a su inigualable sabiduría, para no decir perfección, atributo éste que él solo permitió sea endilgado al Padre), y ciertamente, atento también debo estar para que los Espíritus de Hitler o de Atila que están siempre al acecho, no hagan presa de mí.

         23.- La aptitud para la inmortalidad va de la mano con la capacidad que debo desarrollar para poder «desprenderme» de mi cuerpo a voluntad. En el estado de meditación se produce este «desprendimiento del cuerpo» cuando uno se coloca en la región del «no pensamiento», esa especie de «limbo» que existe entre el «sueño» y «la vigilia», o entre la «vida» y la «muerte». Desprenderse del cuerpo en esa instancia es «ausentarse» momentáneamente del «ser» para afincarse en lo que en palabras de Jorge Luis Borges se denomina «el eterno principio de todo ser, que proyecta y disipa mundos» que «está en cada uno de nosotros, pleno e indivisible», en alusión al concepto de la divinidad que propugna la filosofía hinduista. Diríase que en ese estado uno solo es «consciente de la conciencia», si bien aun eso es aventurado, ya que lo que acontece en ese caso es la completa disolución del ser.

         24.- La filosofía de los Guaraníes, de los ancestrales creadores de su lenguaje, anticipa la que emana de las enseñanzas de Cristo, es así que la realidad es configurada por ellos por medio de la palabra; la palabra en guaraní es designada con el vocablo Ñe'é, donde la «e» es la definidora del concepto pues la partícula Ñe constituye un prefijo genérico que indica disposición a obrar, en consecuencia Ne'é es «la disposición a obrar la palabra». A partir de ahí, de ese sonido primordial, se produce la combinación con los demás para ir creando la concepción filosófica del mundo o de la realidad. Sabido es, como lo postula Noam Chomsky en el campo de la lingüística, que todas las palabras de un idioma se forman por la combinación de unos pocos sonidos o estructuras fonéticas, de la infinidad de sonidos posibles que es capaz de emitir la voz humana.

         El antropólogo francés Claude Levy Straus sostiene la misma tesis aplicada en el campo del comportamiento humano, para postular la «unidad síquica» de la humanidad. Ambos tienen su antecedente en lo sustentado por Roman Jacobson, un lingüista ruso que fue el primero en demostrar cómo, dentro de la cantidad ilimitada de sonidos que la voz puede emitir, cada lengua selecciona un pequeño número de ellos formando un sistema en el cual por la manera en que se oponen entre sí, sirven para diferenciar los significados, como lo apunta el antropólogo nombrado en la entrevista que le hace Guy Sorman, registrada en el libro de este último «Los verdaderos pensadores del Siglo XX».

         La «e», la palabra, se convierte en «che» referida al «yo», «nde» referida al «tú», «ha'e» referida a «él», es decir, es «la palabra encarnada en la persona». Las consonantes confieren la variante del significado de «la palabra», o el sonido original, la «e».

         Así también «la palabra» se deriva en «Mbo'e», la enseñanza, que primordial y etimológicamente significa «dar la palabra» o «hacerle hablar a alguien», es decir enseñarle a hablar, conforme al sentido que surge del prefijo «Mbo». Siguiendo con la idea, se tiene que «cuerpo» en guaraní se dice «Rete», compuesto de «Re», «decir» y «Te», «verdadero»; o sea el decir verdadero; en otras palabras el «cuerpo» es «la palabra verdadera»; la palabra cobra cuerpo, se encarna en algo corporal cuando es veraz.

         El concepto de verdad se pronuncia en guaraní «Añete», de partículas fonéticas cuyas combinaciones se descubre contener también «Palabra» y «Verdadero», «Ñe» y «Te» que originariamente provienen indudablemente de "«Añe'ete», «hablo con

verdad», «digo lo cierto, lo correcto».

         25.- Tendré la vida eterna el día en que no espere alcanzarla.

         26.- Los pensamientos de Dios se abren paso a través de nosotros.

         27.- Mi ser funciona entre dos tendencias contradictorias que se van manifestando constante y simultáneamente en mi interior: La de dar satisfacción a mis impulsos egoístas o la de renunciar a ellos sirviendo a los demás sin esperar nada a cambio.

         Este conflicto, que traduce la permanente lucha interior entre el «ser primitivo» del que emergió el espécimen humano y el «ser ético» al que debe apuntar para perfeccionarse, convirtiéndose, por así decirlo, en «un instrumento de la naturaleza» o «de la Divinidad», es de suponer que deberá cesar para dar lugar a la paz interior, una vez que los hábitos mentales y corporales que me condicionan hayan cambiado y pueda obrar naturalmente haciendo bien las cosas.

         Una de las maneras de evitar el conflicto sería la de «vaciar la mente» de pensamientos. Sin embargo, el método para conseguir el vaciamiento no consiste evidentemente en «rechazar» los pensamientos o en «reprimirlos» sino en observarlos atentamente, lo cual hace que se vayan disolviendo solos por el puro control que uno logra sobre ellos.

         28.- Todo es cuestión de estados de ánimo.

         29.- Cada instante es un regalo, a condición de que hagamos el esfuerzo de vivirlo conscientemente.

         30.- La vida misma está hecha de memorias, de reminiscencias, pues toda la historia del universo se encuentra en nuestro ser interior como lo intuyó Platón y lo declaró categóricamente el Buda.

         31.- La filosofía nace del asombro. No termino de asombrarme de mi ignorancia, de lo poco que sé, para no decir de lo tonto que soy. Pero inversamente, a la vez, me sorprendo de lo inteligente que soy; a solas con mis pensamientos voy descubriendo tantas cosas, voy riéndome de mis ocurrencias.

         Me miro, y veo que tengo dos pies, dos manos, dos ojos, puedo caminar, hablar, escuchar ¡oh sorpresa!. Esto realmente es un extraño universo.

         El objetivo del lanzamiento del libro (del último que publicara), no es el de venderlo. Pero también lo es. Todas las cosas tienen dos caras, como una moneda.

         La vida, y su contrapartida, la muerte. Son dos opuestos. Pero esos dos opuestos se conjugan, como los verbos, y van generando la acción, el movimiento propio del ser humano, este ser dual.

         En Dios no existe la dualidad. En él, el pensar y el ser se encuentran indisolublemente unidos, son una sola cosa. Es la manera de funcionar de Dios (que es todo lo existente y piensa serlo en simultáneo -lo siente-) la que debemos alcanzar para no ser afectados por la muerte. Ser y saber se unifican.

         Debemos transformarnos. Hay que empollar a nuestro propio ser. En la quietud de la meditación nuestros órganos se van transformando.

         Todos los demás son nuestros alter ego. Cada uno es la manifestación, la proyección de la Divinidad. Ella es en cada uno al mismo tiempo, a todos nos envuelve. Ella por ende, no muere.

         Nosotros podemos funcionar como Dios, porque en cierto modo, en cierto sentido, somos Dios mismo, solo que un pedazo de él. Aceptadas nuestras limitaciones nada se opone a que vayamos realizando nuestras vidas conjugándolas con nuestras muertes momentáneas.

         Lo importante es que se despierte nuestro interés por la filosofía. La filosofía práctica, la que ayuda a vivir y a morir alternativamente, a entenderse, a ver la ambivalencia del sentido.

         Lo que más me gusta de mis libros es el escribirlos. Tener que presentarlos al público siempre es un problema. Pero si no hay más remedio...

         Hete aquí la dicotomía de siempre.

         Quiero y no quiero. ¿Cómo resolverlo?.

         Hay que conciliar los opuestos.

         La vida y la muerte.

         Nadie quiere morir. Pero por otro lado ¿quién es el que se anima a vivir para siempre, sobre todo en las condiciones de gran tribulación por las que nos vemos forzados a pasar?.

         Yo digo que hay que atreverse. La condición es que entendamos aunque sea un poco la manera de funcionar el mundo.

         Saber lo que es la vida y lo que es la muerte.

         Porque ¿acaso sabemos claramente estas cosas?.

         A poco que reflexionemos caemos en la cuenta de que la tierra inerte, sin signos de vida, es la que suministra la energía para que la semilla germine y dé el fruto del que vivimos todos los seres vivientes. La luz del sol cumple idéntica función. La lluvia que cae, que erosiona lentamente a esa roca dura que no piensa, tiene que ver también con nosotros que ufanos nos calificamos como seres vivos.

         Una pista quiero señalar, y es que el espíritu, ese que palpita en cada uno de nosotros, es más poderoso que la roca. Ese espíritu mueve las rocas, y es capaz de mover montañas.

         Parejamente, ese espíritu es capaz de lograr que este cuerpo no se desintegre. Nosotros somos uno con Dios en el espíritu, la energía todopoderosa que la ciencia ha demostrado que no se acaba. De nosotros depende seguir unidos a él para no quedar aniquilados.

         Podríamos recordar a Nietzche y decir: «Soy lo suficientemente fuerte como para partir en dos la historia de la humanidad». Pero si soy fuerte es solo gracias a mi hacedor, el ser increado, el ser supremo de quien penden todas las cosas creadas; y yo, ser creado, tendré vida a condición de seguir unido con él por el espíritu, por esa Energía Inteligente en lo que él consiste, y también yo.

         Esta es la idea que late en el libro que voy a poner a consideración del público. (Escrito en el tiempo en que estaba preparándose la publicación del «Nuevo Tratado Acerca de la Inmortalidad»). Esa es la propuesta. Entender lo que aquel ser increado nos viene inculcando desde antiguo dentro de un proceso gradual de construcción del ser creado que debe a la vez crearse a sí mismo oyéndolo y obedeciendo su voz, tal como lo hizo el patriarca Abraham dejándolo todo para dirigirse a la tierra prometida.

         Esta misma tierra que habitamos, en la que, de hoy en más, podremos decir con Nietzche, que partimos en dos la historia de la humanidad, a condición de que decidamos no morir haciendo uso de nuestra libertad, actuando con la responsabilidad que nos toca, y con la fe en nuestras propias fuerzas, alimentadas por la energía espiritual inagotable que fluye del universo.

         32.- El posible título de un nuevo libro: «De las evidencias en los textos de los Evangelios de donde surgen que Jesús se asignaba la personalidad del Dios de la tradición hebrea sin desmedro de su humanidad».

         33.- La responsabilidad que permite sintonizarse con el decurso del tiempo es la que ha de permitir liberarnos de las ataduras con que este nos atrapa, para insertarnos en la eternidad en que el mismo deja de provocar sus estragos. Así, cuando responsablemente vayamos asumiendo nuestro rol en la vida en cada instante, los sucesos irán aconteciendo ajustados a la medida en que deben producirse, y ya no habrá el desfasaje entre ellos que es la causa de que se deterioren los campos de energía en que consisten nuestros «seres». No es fácil relatar la experiencia que uno va teniendo a medida que asume sus deberes con mayor responsabilidad cada vez. Basta decir que aquella «impresión» corriente que se tiene de que las cosas que pasan ocurren aleatoriamente, ese hábito mental que nos condiciona a «esperar» que algún suceso imprevisible y amenazador se presente de improviso en el camino, va siendo reemplazado por la certeza de que nada de lo que pase, por más incierto e inesperado que sea, habrá de ocurrir fuera del contexto que le corresponde dentro del concierto cósmico. Por el contrario, se va avivando a la par el sentimiento de que las cosas acontecen «según medidas», percatándose uno de que el tiempo fluye rítmicamente y que aún aquello de que uno se olvida momentáneamente porque su mente mecánica y automática lo dejó de lado, se presenta indefectiblemente en el momento preciso para producir la «armonía» que va percibiendo sostenidamente en la naturaleza.

         34.- Las apariencias de las cosas -de nosotros mismos- que nos hacen percibir nuestros sentidos, nos impiden llegar hasta la profundidad donde palpita la esencia de nuestro ser, que es la que perdura, no así aquellas. Así, mi cuerpo visible es básicamente mi apariencia pues el sentido de identidad que en mí alienta nada tiene que ver con mi cuerpo que aparece a la vista, y que es sin embargo al que nos aferramos tanto yo como los demás. ¡Cómo lograr entender que este soporte físico al que yo y los otros reputamos como «mi ser» es nada más que una fugaz estructura que como «por arte de magia» se forma transitoriamente y se presenta aquí, «duro» como una roca, al solo efecto de que sirva de «medio» para ir cimentando mi identidad imperecedera!. Cuando miramos el duro tronco de un árbol que antes «no existía», y que se formó por virtud de la confluencia de variados elementos provenientes del aire, la tierra, el agua y la luz del sol, por fuerza debemos aceptar que nuestros sentidos corporales no nos dan precisamente las pautas de la verdadera naturaleza de las cosas, y que algo hay que subyace debajo de ellas que tiene «la fuerza» y el «poder» para formarlas. Ese «algo» «circula» también a través de este «soporte físico» efímero que nos constituye y coincide sin duda con el «sentido de identidad» que debe consolidarse en cada individuo humano para perdurar «por sí mismo», independientemente de las «apariencias» que vaya adoptando «en el transcurso del tiempo».

         35.- La diferencia que hay entre la verdad y la mentira es la misma que la que existe entre la vida y la muerte.

         36.- Nosotros somos sólo una caja de resonancia de la Divinidad.

         37.- Hace mucho tiempo que sé que no estoy solo. Estamos entre dos, pues eso es lo que se percibe del mismo «funcionamiento de mi cuerpo» que responde en parte, a mi voluntad, y en parte a «otra voluntad». Podemos llamarla a ésta, como Schopenhauer, la «Voluntad de la Naturaleza» (La «Voluntad en la Naturaleza» se llama una de sus obras, cual si él «personalizara» a aquella considerándola a ésta como un «atributo» meramente «inerte» de la primera, pero es obvio que se puede «invertir» la cuestión «personalizando» a la Naturaleza en vez de a la «Voluntad», que en este caso pasaría a ser el atributo de la «Naturaleza», lo cual coincide lo mismo con el «sentido» que le da el citado autor a su proposición, ya que a la postre para él ambos «sustantivos» son «impersonales»). La «otra voluntad» es la de «otra inteligencia» distinta a la mía (hay que convenir que «algo» que tiene voluntad debería necesariamente también tener «inteligencia»), y es indistinto que se la atribuya a la «naturaleza» o a una entidad denominada «Dios» como se acostumbra a hacerlo. Esa «voluntad» determina en qué momento y con qué frecuencia mi cuerpo necesita respirar, comer, defecar, etc. Esa «Voluntad» distinta a la mía, pero que palpita dentro de mi ser es más poderosa que la mía, pues determina muchas otras cosas como la misma «muerte» que debe eventualmente «sobrevenir» a mi cuerpo. No estoy por tanto solo, sino «entre dos» dentro de mi propio «ser interior». Me parece apropiado llamar Dios a «ese otro», tal como lo vienen haciendo generaciones enteras de seres humanos que se han percatado de «su existencia». Por consiguiente, menester es que me someta a sus designios que son los que me han de conducir por buen camino para cumplir con el propósito para el que fui creado, pues es evidente que si yo puedo vislumbrar este propósito, la mayor ciencia que posee aquel «otro» es la que conoce fundamentalmente lo que me conviene para alcanzar la meta que me tiene deparada desde el mismo momento en que me concibió como ser distinto a Sí mismo.

         38.- La clave de toda la existencia radica en la distinción que el ser humano tiene que ir haciendo entre el «bien y el mal», distinción que se presenta tremendamente difícil por lo que nadie puede minimizarla o tomarla a la ligera. ¿Cómo puedo «diferenciar» entre esa tendencia que tengo a mamar del pecho de mi madre de la otra que me empuja a hacer lo propio del de las demás mujeres?. ¿Dónde radica la distinción del «amor» que le tengo a mis hijos, a mis hermanos biológicos o a mi esposa u otro allegado familiar del que debo profesar también a mis demás congéneres?. Menudo problema que da lugar a ingentes confusiones. Sigmund Freud lo atribuyó todo a una especie de «única tendencia». Nadie puede desconocer o negar que hay seres humanos «depravados», otros que consideran absolutamente legítimo el «amor físico» entre personas del mismo sexo, y así sucesivamente, y a pesar de que la mayoría de nosotros vivimos sin plantearnos estos problemas como si no nos atañeran, es evidente que en nuestro ser interior albergamos en potencia todas estas tendencias por lo que no hay otra que estar alertas y vigilantes para desterrar conscientemente aquellas que sean nocivas a los demás como a nosotros mismos. Me viene a la mente lo que Jesús contestó a quienes en cierta ocasión le dijeron que su madre y sus hermanos deseaban verle: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?.». Y señalando a sus discípulos, agregó: «Estos son mi madre y mis hermanos. Porque cualquiera que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt. 12,48-50).

         39.- ¿Está mi identidad destinada a terminar, perecer definitivamente, quedar aniquilada, cesar en su individualidad, o la naturaleza tiene los medios para preservarla más allá de los tiempos marcados para esa historia personal prevista para mí en conformidad con lo previsible para la humana inteligencia, ceñida a los parámetros usuales de los conocimientos generalmente aceptados?. ¿Se trata de un «apego» antinatural el que «yo» desee seguir siendo «yo» por toda la eternidad?. Es un tema filosófico difícil sin duda. Hay veces en que «me disuelvo» en la totalidad, y en esos «momentos» (es un decir, porque en ese «estado» el tiempo «desaparece») es cuando me siento más plenamente «realizado». Acontece que «me identifico» con lo total. También puede ocurrir que «me identifique» con «algo» determinado, cuando lo visualizo o se presenta en mi «campo de visión», (cuando estoy meditando con los ojos cerrados o estoy dormitando), y es como si yo «fuera» ese algo, pues así «lo siento». La cuestión radica en que, en tanto se produzca «mi disolución» siempre «hay alguien» que se disuelve, y aún si «momentáneamente» me olvido de mi «yo», y ni la más mínima idea, pensamiento o «sentimiento» están allí para permitirme «tener conciencia» de mi «identidad», aún así, la única manera de lograr eso lo supedito a la existencia de este «ser» que se atribuye «mi identidad». Soy sin hesitación «un ser creado», aunque esté inmerso en el «ser increado». Él es también alguien o algo distinto que yo, a pesar de que válidamente pueda «en cierto modo» identificarme con Él. Esta paradoja es la que debo conciliar.

         A mi ver, la forma de conciliar esta paradoja fue indicada por Jesús, con su enseñanza sobre la vida eterna: «El que trate de salvar su vida, la perderá. Pero el que la pierda, la conservará» (Lc.17, 33; en concordancia con Mt. 16,26; Mr. 8,35; Jn 9,24).

La respuesta a las preguntas del comienzo es que la identidad individual necesariamente queda preservada, una vez transitado cierto trecho del camino de la vida, aunque la calidad de seres duales que tenemos los seres creados comporte que tal identidad tenga que ser «guardada» transitoriamente en la «mente cósmica» al producirse ciertos «sucesos» como la «muerte corporal», de lo cual también son «anticipos» el «sueño sin sueños», el estado de «no pensamiento» en la meditación, y aún, la «identificación» momentánea que uno haga con ciertos «objetos percibidos» en los estados más arriba indicados de la meditación y la somnolencia.

         Extrañamente el drama del ser humano es su calidad de ser dual que le viene impuesto por el pensamiento conceptual, fuente de la palabra. Esto le condiciona a ver a

las cosas separadas unas de otras y de sí mismo, y le sume en tal confusión que vive, por así decirlo, dando manotazos de ciego contra todo lo que «piensa» que está escindido de «su ser», para someterlo a «sus designios», de modo a «aprovecharse» al máximo de lo demás. Esta «separación» artificial que hace la mente no es sin embargo ociosa o inútil, pues se trata del mecanismo del que se vale la naturaleza para construir la individualidad.

         Recorriendo las páginas del Diario de Krishnamurti, es posible deducir que él alcanzaba un estado en el que se identificaba totalmente con los objetos que percibía en su entorno, pues los percibía con tal intensidad y pureza y despojado de todo juicio o pensamiento que sin duda era como si se incorporaran a su ser. Sin embargo, sus impresiones imprescindiblemente debían ser plasmadas y trasmitidas a través de las palabras o la escritura, que no son sino símbolos abstractos de lo percibido por él. Su mensaje radica desde luego en aquel lema que pasó a ser el enunciado primordial de mi filosofía: La palabra no es la cosa. Empero, si las palabras artificialmente abstraídas de su decidor pueden ser concebidas como «separadas» de él, no hay obstáculos en que sean consideradas igualmente como integrándolo, lo mismo que a las demás cosas a las que ellas designan, y es evidente que ese instrumento no solo es el que le sirve al ser humano para dar inteligibilidad al universo sino que es el medio de creación del mismo para el propósito que le atañe. En tales condiciones, si bien «mentalmente», por medio del proceso del pensamiento, nos «separamos» del resto del mundo, también por ese mismo mecanismo tenemos la potencialidad de sentirnos siempre «unidos» a él. Lo que sí, nuestro ser inevitablemente deberá aceptar su «finitud» o mejor su «limitación», entendida ésta en el sentido de que la percepción de que es capaz deberá abarcar solo parte de la totalidad, y ello de manera alternativa o sucesiva, pues tal es la naturaleza propia del ser creado.

         Lo que es dable constatar es que el imperfecto ser humano (que, ora separa la palabra de la cosa colocando a aquella encima de esta configurándolas como entes existentes por sí mismos, ora la confunde con ella pensando que lo que imagina de esta última está plenamente comprendida en la primera), a causa de esta sensación de dualidad es prácticamente incapaz de sentir que está presente en el objeto percibido por él. De esa forma se olvida siempre de que el percibidor es lo percibido como desde tiempo inmemorial enseñan los maestros.

         El tema va por lo tanto en que al sentirse separado de lo demás el ser humano sufre inevitablemente de carencias que debe llenar. Pero, tras evolucionar y entender que su ser se extiende por el entorno y que lo demás es también él mismo, es capaz de desarrollar la aptitud para insertar su conciencia individual en lo que le rodea, lo que ocurre, como se señalara, en «tiempos» alternativos o sucesivos, dada su limitación, y a partir de ahí, su conciencia «personal» necesariamente perdura, pues el ser increado es infinito y es en él donde es a su vez el ser creado.

         Algo que dificulta la identificación del individuo humano con lo demás del entorno es que sus sentidos corporales los ubica en el estado de vigilia común y corriente exclusivamente dentro del perímetro de su cuerpo, que es donde «siente» que se producen las sensaciones. Además, estos sentidos dan solo una imperfecta o burda imagen de las cosas percibidas. Cuando, tras sumirse en el «silencio» de la mente, donde todos los pensamientos y sentimientos desaparecen, afloran de repente «objetos» en la forma más arriba descripta, las sensaciones son mucho más vívidas y los vuelven a éstos mucho más nítidos, como que aquellas se producen dentro de ellos mismos. La barrera que existía en virtud del concepto entonces se diluye y uno se siente y sabe ser el «objeto» percibido. Esto mismo es lo que deberá ir aconteciendo en el mismo estado de vigilia, y está sucediendo de hecho dentro del proceso evolutivo a cada ser humano, para poder superar el condicionamiento de la «separación» en que nos colocó la dualidad derivada de las palabras. Entonces «recobraremos» nuestra conciencia de unicidad, y perduraremos por siempre inmersos en la Conciencia Cósmica omniabarcante.

         40.- Nada de lo que hacemos es gratis. ¿Qué es lo que pretendo decir con esto?. Pues, lo mismo que vienen diciendo desde siempre los maestros que han alcanzado la luz de la sabiduría. En particular, Jesús lo pone de esta forma: «Más yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio» (Mt. 12,36). Por consiguiente, todo lo que hagamos, digamos o pensemos, tiene su consecuencia o su resultado, que deberá afectarnos indefectiblemente. Es la ley de la correspondencia, del karma, o de la causa y el efecto. Estas ideas me las sugieren ese condicionamiento tan propio, tan común y corriente por estos lugares que nos hace creer que en nuestro trabajo profesional solo tenemos que atender a aquellos que nos paguen. Porque el pago lo estaremos recibiendo siempre invariablemente, aunque no nos percatemos de donde proviene. Ante la avalancha de cosas por hacer es evidentemente una labor que demanda gran atención y cuidado el decidir cuándo ocuparse de algún caso que no entra dentro del campo específico de la rama del Derecho en la que ejercemos nuestra actividad profesional, como también que no ofrece aparentemente una compensación pecuniaria que justifique nuestro trabajo. La acción desinteresada que nos haga ayudar a la gente que necesita desde el lugar que nos toca ocupar en la vida forma parte indudablemente del amor al prójimo que debemos profesar para salvarnos, concretamente para salvar nuestras vidas, porque, como dice el maestro ¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?

         41.- No podemos pedirle peras al olmo. Después de todo, los demás son tan imperfectos como nosotros, y si nos descuidamos, hasta puede que lo sean más.

         42.- No se puede servir a dos señoras, me dijo hoy mi demonio. Era su juego, en referencia, claro está, al dicho bíblico de que no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero, que entraña, a no dudarlo, el mandato prohibiendo la doble vida en todos los casos, problema que se halla tan confuso en nuestra mente y tanto nos cuesta esclarecerlo.

         43.- El servicio, como expresión del amor, implica estar a disposición de todos cuantos puedan necesitar ayuda, aún de aquellos hacia quienes uno sienta un rechazo o animadversión, ya que la reacción de fuga que ellos desencadenan pone a prueba la fortaleza de nuestra formación.

         44.- Es interesante anotar los sueños. Y lo es porque ellos constituyen una creación de nuestra mente que nos revelan lo novedoso de la vida, nos muestran lo impredecible, lo inesperado, aquello que nuestra capacidad creativa es capaz de tramar. Obviamente ello no es sino transitar por los infinitos caminos de Dios, pero nuestra mente condicionada del estado de vigilia -que no obstante cumple también su función de esa manera- actúa las más de las veces con reacciones reflejas que se erigen en automatismos que solo se disponen a recibir lo predecible. Esta actuación inconsciente nos impide trascender tantas cosas, pues solo el ser humano plenamente consciente y realizado puede transcender las leyes físicas que le hacen actuar mecánicamente. Definitivamente, estar alertas para conformarse con la conciencia de lo total es la manera de trascender esta rígida senda del estado de vigilia. Ese estar alertas implica simplemente prestar atención a cada cosa, a cada suceso, que en sí son «eternamente nuevos» aunque nosotros seamos incapaces de percibirlo. La salvación, la vida eterna, es vivir el presente, aunque ello implique vivir nuestra propia muerte física dado el caso, lo cual es un paso, una transición dentro del curso de esta misma vida, para el ser creado. Esta atención incesante, este «no pensar» (como diría Krishnamurti), a la larga permite que la conciencia plena se apodere prácticamente de nosotros (nosotros en el entendido de que ello hace referencia a la identidad singular única que cada uno tiene, la individualidad incanjeable que existe absolutamente dentro de la infinitud de la unicidad de Dios), y de esa manera nos vamos desplazando dentro de esos caminos que como en los sueños se nos muestran llenos de sorpresas, al conseguir por fin desprendernos de nuestros rígidos hábitos mentales en el estado de vigilia.

         45.- Mientras aliente en mí un solo gramo de deseo, no habré alcanzado la salvación.

         46.- A Dios le plugo comunicarse conmigo. Pero esta es realmente una comunicación conmigo mismo. Pues está claro que Dios soy yo mismo.

         47.- Menester es que disfrutemos mutuamente de nuestras presencias, pues desconocemos hasta cuándo podremos tenerlas.

         48.- Tendemos a hacer coincidir lo malo con lo desagradable. No nos damos cuenta de que lo desagradable puede ser sumamente bueno para nosotros, pues nos ayuda quizás mucho más que lo bueno para ir aprendiendo.

         49.- Cuanto más quiero ser, menos soy.

         50.- Dios se limita a sí mismo haciéndose como nosotros, o para decirlo con mayor propiedad, haciéndose nosotros.

         51.- Menester es que aceptemos nuestros pocos y mutuos defectos en mérito a nuestras muchas y recíprocas virtudes.

         52.- Si reducimos nuestro mundo a éste, que tiene como presupuesto invariable el sufrimiento y la muerte, qué indigente ha de ser nuestra realidad.

         53.- El mayor peligro en ese afán que tenemos por crear ídolos es el de erigirnos a nosotros mismos como tal.

         54.- Voy de asombro en asombro.

         55.- Tengo el poder sobre la muerte.

         56.- Al escuchar esta música de Roberto Carlos me sorprendo como si descubriera con sorpresa que la muerte pueda no ocurrir nunca.

         57.- La tesis de la continuidad sin fin de la vida se presenta verosímil.

         58.- La vida eterna ciertamente existe. Pero para alcanzarla se requiere lograr previamente la perfección.

         59.- La vida eterna es posible. Hay un solo requisito para alcanzarla: lograr la perfección ¡Menudo trabajo me espera, en consecuencia!.

         60.- La vida eterna existe, a condición de lograr previamente la perfección.

         61.- En un nivel más profundo, las diferencias entre los individuos desaparecen.

         62.- El único poder que realmente cuenta es el que se tiene sobre sí mismo.

         63.- «Un año menos», decía un autor español cuando cumplía años y rememoraba lo acontecido en el lapso transcurrido desde su anterior cumpleaños. Yo me convencí de que puedo decir como se dice corrientemente: «un año más»; pues si tengo la certeza de que voy a alcanzar la vida eterna es obvio que voy sumando años a mi vida y no restándolos.

         64.- La «intuición» (¿o podrá ser denominada con mayor propiedad «sensación»?) de «ser uno con las cosas», esa «identificación» en cuya virtud uno se olvida de su «yo» y «siente» ser «lo que percibe», durante una fracción de segundo inmensurable (¡qué manía la de meter el tiempo en todo y precisamente en esto que es intemporal, que trasciende al tiempo!), esa intuición o sensación se produce en contadas ocasiones arrojando luz -mejor, destellos- sobre nuestra verdadera naturaleza, que trasciende el nivel de la dualidad en el que funcionamos cotidianamente los seres humanos. «Veo» en cierto momento la pluma de un ave en toda su pureza con «mis ojos interiores» -llamémosle «mente» o «conciencia», como nos plazca- e instantáneamente siento que «soy» ella. Podrá considerarse impropio decir que «soy», mejor tal vez se podría decir que «estoy» en ella, pero independientemente de las palabras «algo» es, «algo» existe «en plenitud», algo que «integra al concepto con la cosa» y se presenta en mi conciencia como «un ser autónomo» del que «formo parte» sin proponérmelo, excluida «mi voluntad» de «la operación». Barrunto que es «la manera de ser de Dios» -ya lo dije en alguna otra parte- pero de «una manera» tan rudimentaria que declararlo así rezuma a arrogancia. Otras veces «sentí ser la lluvia»; ya «fui la música», y en esta misma ocasión que da lugar a este comentario -en el día de hoy- en que me «trasmuté» en la pluma del ave, también «experimenté ser» un perro con dos cabezas, (o tal vez dos perros jugando uno al lado de otro), una de las cuales mordía juguetonamente el cuello de la otra, lo que simplemente me infundió un sentimiento de placer notable, pues quien jugaba realmente «era yo», o quizás, para decirlo con otras palabras, «sentía» lo que se supone sienten estos animales cuando se dan a estas escaramuzas lúdicas. Es importante destacar el aspecto de que «la voluntad» es ajena «al acto de ser», pues existe aquel otro acto por el que uno similarmente se identifica también con el objeto pero «empujado» por el ansia de «poseer» o por el «afán de dominio», lo cual desnaturaliza la pureza del acto, mejor dicho, lo distorsiona totalmente, ya que allí predomina precisamente la «conciencia de separatividad» en cuya virtud se «coloca» el ego a un lado y el objeto al otro. He ahí la consecuencia de la creación del lenguaje por el ser humano, que le hace «abstraer» las cosas de su esencia. Empero, este invento humano sirve a la vez para «elevarse» y convertirse en un «ser verdaderamente autónomo» de manera similar al «ser increado» del que proviene. Solo debe aprender a «poner en práctica» por sí mismo aquello que es inherente a su creador, que lo puede conseguir despojándose de esa «voluntad» que lo lleva a «separarse» de lo demás -que sirvió en su momento para sus fines específicos-, entendiendo finalmente que debe someterse incondicionalmente a aquella otra Voluntad que apunta a integrarlo a su Ser como parte inescindible de la totalidad, de manera a «comprender» a las cosas que percibe «dentro» de su propio ser o de «sentir» a éste en aquellas. Por tanto, «la palabra» es la responsable de la «separación», pero también lo es de la «unión» cuando es «verdadera» y ha trascendido el nivel de la separatividad, permitiendo al ser humano lograr la «fusión» con aquello que «es y no es al mismo tiempo» y también está más allá de estos conceptos. Al parecer, el espécimen humano como «ser limitado» deberá funcionar necesariamente dentro de la alternancia de estos opuestos, el ser y el no ser. Ya se sabe, del «no ser» surge todo lo creado, tal como lo postula el taoísmo y las demás doctrinas de la sabiduría primordial -el «no ser» es también el «ser», ya lo decía Parménides, pues «nada, no la hay». En consecuencia, debido a nuestra inevitable «dualidad», la manera de integrarnos plenamente los humanos a lo increado es «no siendo» por «momentos» -dado como presupuesto «el tiempo»- con lo cual «nos instalamos» en lo increado -por medio del mecanismo de «la muerte», «el sueño», el «no pensamiento» o «sintiéndonos ser lo otro»-, sin perjuicio de que, alternativamente, podamos también ejercer nuestra personalidad propia e individual sintiéndonos plenamente conscientes de «nuestro ser» que como requisito sine qua non deberá actuar siempre, «en todo tiempo», sin detrimento del «ser» de los demás.

         65.- Ser consciente del silencio es posible. La conciencia, sin pensamientos dentro, cabe configurarla cual una roca plena de energía latente, la cual empero, no sabe, y tampoco «siente» que es. La «conciencia del ser» no agota «él ser», pues el «no ser» también es «el ser».

         66.- ¿Quién podría contarle a otro todo lo que sabe y todo lo que es?.

         67.- El espécimen humano, ser dual, consta de un aspecto temporal y de otro intemporal, que los realiza de forma sucesiva o alternativa. Dios abarca a ambos aspectos en su ser, que los realiza simultáneamente, por lo cual en él solo existe el presente. Nuestra tarea es aprender a conciliar los dos aspectos, para sobreponernos a lo que llamamos «muerte» que es solo una «forma» de nuestro aspecto intemporal. Otra forma, por citarla, es la de consustanciarse con el otro (mejor dicho, con lo otro) en cuya virtud trascendemos nuestro propio tiempo individual. Así, cuando me siento «uno» con la música, con una flor, una mariposa, «mi tiempo» queda detenido. Aprender a compenetrarse con todo lo que nos rodea, es el cometido del ser creado para realizar la eternidad.

         68.- «Yvaga», la palabra guaraní que se traduce como «cielo» o «firmamento», proviene de las palabras «yvy» y «ãgã », (literalmente «tierra» y «alma» o alma de la tierra) que juntas y convenientemente comprimidas o «apocopadas» se unen para designar ese «lugar» que en casi todos los idiomas es configurado como el «paraíso» o el «empíreo», la morada de Dios o de los dioses. La misma palabra «yvy» es ya un vocablo compuesto que proviene de «y», agua, y «guy», debajo, lo que denota que la «tierra» es un «elemento» que subyace debajo del agua. Tal como ya lo habíamos apuntado en otra parte, el agua es el elemento primordial y vivificador para los guaraníes, lo mismo que para la filosofía de Tales de Mileto, en la antigua Grecia. Así, habíamos señalado que «yty» basura o desperdicio comporta a «y» y «aty» que significan «cúmulo», «fuente» o «plantío de agua» indicando que en el primero (el desperdicio) «se junta» lo segundo «el agua», que, en virtud del proceso vivificador, habrá de «reciclarse» posteriormente en eso mismo. Similarmente, «tata'y», tizón, es «el agua del fuego», es decir, el leño que sirve para «preservar» el fuego, es «su agua», lo que da la clara idea de que de este último proviene el primero.

         Volviendo al comienzo, cabe destacar que «yva» es «fruta de la tierra» (de «yvy» -tierra- y «a» -fruta-, «yvy'a»), y que «ã», o «ãgã» designan indistintamente el alma. El vocablo «ã», diferenciado de «a» -fruta- únicamente por el sonido nasal, también significa «sombra» (Kuarahy'ã, sombra del sol) y designa asimismo el orificio por donde el aire penetra en la tráquea, con lo que se vincula con el aliento vital - «pytu»-, tan intangible como la sombra. Por su parte, «ãgã» también comporta el sentido del «presente» o de «la presencia», ya que «ahora» se dice «ko'ãgã», cuya traducción literal sería «esta alma». «Pytu», que difiere de «pytu» -aliento- solo por el sonido nasal de la última sílaba, significa «oscuridad», emparentado con «sombra» -«ã»-, que en otro contexto significa «alma», como ya se indicó (che ã'ho nde rehe kuñatai, se me va el alma por ti, mujer). «A pytu'u» significa «yo descanso», pero literalmente denota «yo como el aliento vital» (el espíritu). Por su lado, «apytu'u» es la palabra que designa el cerebro, y también, las facultades mentales profundas. Se diría que los guaraníes estaban conscientes de que la oscuridad profunda, del «pytu», de lo inaccesible y misterioso, era de donde provenían la vida y la sabiduría.

         La «nasalización» o no de los sonidos es el recurso utilizado para variar el significado de manera sutil, derivándose unas palabras de otras para emplearlas en diferentes contextos, conforme se constata con el somero examen etimológico que precede.

         De todo lo expresado deducimos las profundas implicancias filosóficas que tienen las palabras en el idioma guaraní, pues «Yvaga» -cielo- tiene la connotación de «alma de la tierra», que entraña el sentido de fruto o presencia de ésta en el firmamento, lo que da la pauta de que para los guaraníes ciertamente el universo entero era un «ser viviente», similarmente a lo postulado por el budismo que declara que «el mundo es una unidad dinámica y sin costuras: un solo organismo viviente que está sometido a un cambio constante».

         69.- La historia es la memoria de la humanidad. Esa historia, la que atañe a todos los hombres, no se encuentra escindida de la otra, la personal, que tiene que ver con cada ser humano individual. Esta última es la que de alguna manera ha de perdurar para cada cual, aún cuando no pueda ser desvinculada de la primera, pero es dable conjeturar que a medida que el ser humano evolucione, las atrocidades perpetradas con anterioridad deberán en cierta manera ser borradas de la memoria, salvo como una muestra de lo que no debe volver a pasar. Similarmente, el ser humano individual que encuentre su camino, si tiene que vivir para siempre, debe erradicar de su mente todos los sucesos que le hicieron incurrir en errores, o debe tenerlos en cuenta al solo efecto de no reincidir en ellos, pues la convivencia pacífica que comporte la justicia para todos los seres, requerirá que entre a tallar el olvido que, conforme lo enfatiza Jorge Luis Borges, constituye un invalorable mecanismo de la memoria sumamente útil para la supervivencia, el cual deberá servir, en este caso, para desterrar todos nuestros hábitos mentales y corporales que nos llevan consciente o inconscientemente a cometer acciones nocivas contra los otros y contra nosotros mismos.

         70.- Queremos que los demás sean perfectos y creemos que nosotros lo somos. Salvo por ciertas precisiones necesarias para cada caso, esa es la razón por la que no toleramos que los demás cometan errores y tampoco que nos señalen los nuestros. Menester es que bajemos del pedestal, tanto a los otros, de quienes esperamos perfección, como a nosotros, que tanto nos cuesta reconocer nuestras equivocaciones, para ir caminando conjuntamente en pos de nuestro común perfeccionamiento.

         71.- La vida es un camino. Es en ese recorrido que evolucionamos, en pos de la perfección. Los antiguos ya lo sabían; de ahí que a la realidad esencial los taoístas la denominaran «el Camino», el «Tao». «Yo soy el camino», dijo también Jesús, dando a entender la misma cosa. La evolución biológica, descubierta por la ciencia recientemente, es nada más que un trecho del «camino». Así, tras caminar por ese trecho, alcanzada la línea de llegada, provisto de un cuerpo indestructible, seguiremos caminando por los infinitos caminos de Dios, en un viaje interminable de aventuras y descubrimiento, pues siendo la realidad infinita, no existe manera de que se trunque o interrumpa este recorrido. Solo es cuestión de sintonizarse y conformarse con la Conciencia de Dios.

         72.- La energía es el concepto que la ciencia ha acuñado para referirse a lo mismo que anteriormente se designaba como «espíritu». El «Espíritu» es ese algo intangible que impregna a todas las cosas, lo que permite concebirlo como «la fuerza» de que están dotadas, sin descartar que también esté «fuera» o «mas allá» de las cosas, y que en diversas circunstancias pudiera ser «personalizada». De ahí que Dios, o su «Espíritu», fuera tildado con el apelativo de «Santo», denominándose «Espíritu Santo» a esa fuerza o energía que determina y rige los sucesos en el mundo, de modo a configurarlo de la manera más apropiada y en consonancia con la naturaleza, cuyas «leyes» es imprescindible respetar.

         73.- ¿Cómo es que tengo remordimientos, a veces, por causa de la felicidad o el éxtasis que siento, al pensar que otros no se encuentran en condiciones de conseguirlo como con secuencia de las circunstancias particulares que les ha deparado la vida?. No es de extrañarlo, pues me debato en tal cúmulo de contradicciones que la explicación que aflora de inmediato es que los demás son yo mismo, y su malestar o su bienestar inevitablemente me atañen y me tocan.

         74.- Es comprensible el apego de Nietzche a su teoría del eterno re-torno. Tanto ansiaba que le re-conozcan que era capaz de esperar el ciclo incalculable de tiempo que se requeriría para que los sucesos vuelvan a ocurrir, con tal de que su identidad individual perdurara.

         75.- La creatividad se manifiesta no solamente en la vida, sino también en la muerte, pues ambos son sólo aspectos del ser esencial. De hecho, la muerte es necesaria para el ser imperfecto, pues a partir de ese fenómeno van creándose los nuevos caminos que han de culminar en la vida imperecedera.

         76.- Fernando Savater bebió -sigue bebiéndolo- la sangre de Nietzche y de Ciorán, de modo que no puede sino funcionar con el metabolismo al que es condicionado por esas bebidas. No se da cuenta él cuánto de ellos tiene en su ser, y sobre todo del último, a quien él mismo contribuyó tanto a dar vida en su país y en el mundo con las traducciones y comentarios de su obra, que le resulta poco menos que imposible desprenderse de ese lastre, dicho sin connotación peyorativa alguna. Sin duda, tales bebidas le provocan una cierta embriaguez de la que no puede sustraerse. Claro que lo que Savater debe descubrir todavía es que no solamente Ciorán es él mismo y viceversa, sino que cada uno de nosotros es también el otro en cierto sentido, ya que participamos todos de la conciencia cósmica, y en ese contexto es sólo cuestión de abrirse para albergar en nuestro ser a todos los demás seres, en cuanto palpite en ellos el esencial «yo soy». Obviamente, para que ello ocurra es menester que bebamos la sangre de aquel que es el «YO SOY» esencial, que se encarnara en un cuerpo y llevara por nombre Jesús (Josué= Yahvé salva, o que es lo mismo «yo soy salva», según nos informan los filólogos), quien nos advirtió clara y rotundamente que el que no come su carne y no bebe su sangre no tendrá la vida (eterna).

         77.- La sabiduría es una energía que se halla dispersa y que sólo raramente se concentra en algún ser excepcional. De ahí el dicho: Muchos son los llamados y pocos los elegidos.

         78.- Yo soy. No necesito «ser» algo más.

         79.- Aquel que se deja dominar es el que domina. El poder que sobre sí mismo se ejerce supera inconmensurablemente al que ilusoriamente el otro cree ejercer sobre uno.

         80.- La impresión -errónea- de haber encontrado «todas las respuestas» le sume a uno en un vacío equiparable a la muerte. Se trata de un abatimiento, producto de la imperfección, que le condiciona con la idea de que la creatividad se ha estancado porque el proceso dialéctico ha culminado. Algo así como que «el equilibrio», lo inerte, es lo contrario a la vida. Estado de ánimo que tiene indudablemente cierto fundamento para este trecho del camino, pues tal como lo postula la teoría de Ilya Prigogine la creatividad de la materia se manifiesta con mayor intensidad en un punto lejos del equilibrio. Empero, se trata de un craso error (la susodicha equiparación), pues en primer lugar lo de «todas las respuestas» no tiene aplicación para la infinita realidad de Dios (o de la Naturaleza), y en segundo lugar, la sola y pura contemplación de esa realidad -el fijar en ella la atención, a la manera enseñada por Krihsnamurti- es la fuente de toda creatividad y dicha, que permite prescindir totalmente de la a veces estéril polémica en la que frecuentemente nos enzarzamos, cuyo fin, muchas veces, no es otro que el de tratar de hacer prevalecer nuestro particular punto de vista sobre el del otro.

         81.- La sicología, esa ciencia de la que Nietzche se creía un privilegiado mentor, constituye ciertamente la disciplina que nos lleva a penetrar en lo más recóndito de la interioridad de nuestro propio ser y a la par en la de los otros, y de esa forma entender que los demás, y aun, todo lo demás, no son sino nosotros mismos, en otro aspecto. Cuando llegamos a comprender a los otros, a «mirar con» (cum prehendere) los otros, como nos indica la etimología de la palabra, a estar por el informe que del tema nos da Eric From, nos damos cuenta de que todos obramos condicionados por ciertos parámetros, las más de las veces rígidos, los cuales, debidamente flexibilizados, nos pueden poner en el camino del amor, principio fundamental de la doctrina cristiana, el «nuevo mandamiento», al decir del creador de la misma, que nos ha de llevar a superar las deficiencias y condicionamientos que nos conducen a la hasta hoy inevitable muerte.

         82.- Kuarahy, el sol, en guaraní, es como puede observarse con el desmenuzamiento de las raíces que lo integran, «kuara- y», la lejana fuente del agua del mundo, o para ser más gráfico, «aqueste agua del mundo» (Ku: prefijo demostrativo que denota algo intangible y lejano; ara: el mundo, el universo, el tiempo; hy: agua, que en el presente caso es el producto de la combinación de la consonante «h» y la palabra propiamente dicha «y», agua, combinadas convenientemente al solo efecto de la eufonía) . El agua era el elemento primordial de la vida para los guaraníes, ya lo dijimos, y el sol es nada menos que «el agua de este mundo». Sabios y filósofos los guaraníes ¿no?. Se aprecia también de lo expuesto que «kuara», agujero, se compone de «ku ara», «aquel universo», lo que denota la idea de inmensidad o de vacío que originariamente tenía ese vocablo. De hecho, un mayor desmenuzamiento permite encontrar que «ara» está compuesta con la palabra «a», fruta, y «ra», despliegue, lo que implica que el mundo, el universo mismo es el despliegue de la fruta o de lo que fructifica. Lo cual tiene que ver con lo dicho en otra parte sobre lo insondable del mundo: el abismo, el vacío o agujero (kuara) en el que existe la oscuridad (pytu), que es de donde todo proviene, de donde todo fructifica. El sentido del mundo y del universo era evidentemente diáfano para los sabios guaraníes; creadores del idioma, pues se advierte una gran homogeneidad y consistencia en él, expresadas con una sencillez asombrosa. Es solo cuestión de hurgar en ese cofre de sabiduría que es la etimología de esta lengua.

         83.- Guerovia, creer, viene de «Guero vy'a», dar alegría. Los guaraníes daban alegría a los demás cuando les creían, cuando les daban crédito a lo que decían.

         84.- Solo el amor. Es el lema que debiéramos utilizar todos. Es el instrumento de la salvación. Es el camino de la vida. Dios es amor, esa energía que palpita en todo lo viviente y que posibilita el ser. Dejarse conducir por el amor, tener la mente alerta para someterse a él incondicionalmente, he ahí la clave para alcanzar la vida que no termina.

         85.- Mborayhu: amor, en guaraní, viene de las varias palabras que lo componen y que en su conjunto significan dar de comer el fruto del agua propia: «Mbo», prefijo que indica acción: «ra», fruta que se despliega o se desparrama; «y», agua; y «hu», comer. Es más fácil apreciarlo en la conjugación de la primera persona del verbo amar, «rayhu», en el que diciendo «ro-ha-y-hu» resulta más claro el sentido susodicho que se advierte en los sonidos separados de cada sílaba-vocablo, siendo el significado del contexto el siguiente: «Como del fruto de tu agua», pudiendo descomponerse más aun en estos sonidos originales: «Ro- ay- u». Puede simplificarse la traducción en castellano diciendo: «Bebo de tu agua». Ya se sabe, el agua es el elemento primordial de la vida para los guaraníes.

         86.- La mente, esa facultad o atributo del ser vivo que le confiere la aptitud de «sentirse existiendo», es la creadora de toda realidad, ya lo hemos dicho innumerables veces. La ciencia actual define la mente como «el proceso mismo de la vida», tal como nos informa Fritjof Capra en su libro «La Trama de la Vida». Este proceso de la vida (que comporta una interacción con el entorno por parte de cada ser vivo, un «acoplamiento estructural» mediante interacciones recurrentes que desencadenan cambios estructurales en el sistema vivo que él mismo los determina y dirige, amén de especificar qué cambios del entorno los desencadenarán), es considerado como una actividad cognoscitiva, como actos de cognición, de donde surge la premisa de que «vivir es conocer».

         De la premisa expuesta se deduce que lo dicho al principio, es decir, que la mente es la creadora de toda realidad, es nada más que la confirmación de lo que la ciencia ha llegado a determinar por este tiempo. Y ello es así porque naturalmente «conocer» es precisamente el aspecto fundamental del «crear». A tal punto que el mismo autor citado nos dice que a través del aludido proceso se produce lo que los científicos propulsores de esta teoría denominan como «el alumbramiento de un mundo» para el ser vivo inmerso en ese proceso. El «alumbramiento de un mundo» a través del proceso de la vida es ciertamente un «acto de creación». El ser vivo «alumbra un mundo», o lo que es lo mismo, «crea un mundo», su mundo en el que «se siente existiendo». Podría decirse también, con otras palabras, que en ese proceso de cognición el ser vivo «descubre un mundo». Pero tal como ya lo hemos dicho otras veces, descubrir es crear. Nuestros ancestros, creadores del lenguaje, lo sabían bien, pues descubrir es desvelar lo que está cubierto, y ese acto de alcanzar a conocer lo desconocido, ese trabajo, implica un acto de creación en el verdadero sentido de la palabra, ya que la mente del ser creado, con sus limitaciones, no tiene acceso a esa «totalidad» que comprende al universo y lo que está más allá de él, que solo la puede concebir como un concepto abstracto con difusos contornos.

         La mente de los seres vivientes creados, por tanto, crea la realidad que les concierne a cada uno, y así va realizándose el mundo. Ello nos trae automáticamente al pensamiento de que existe «otra mente», la del ser increado, dentro de la cual están inmersas todas las demás. Esta «mente cósmica» abarcadora de toda realidad no es susceptible de ser configurada por nosotros a través de ninguna imagen o pensamiento, pues su naturaleza es la infinitud, y esta palabra, aunque apropiada para dar una «idea aproximada» del «ser» de que se trata, no nos da sino un indicio mínimo para permitirnos concebir la naturaleza de ese ser, con el propósito de hacernos inteligible esta realidad que a nosotros nos es asequible. Basta con decir que el «no ser», o aquello que nosotros concebimos como «el no ser», también forma parte de ese «ser», proposición que para muchos ya no resulta tan fácil de aprehender, pues con ella se entra en el campo de las paradojas. Porque para decirlo con Parménides, la nada no existe, en otros términos, lo que nosotros configuramos como la nada, eso también es el ser. El ser increado es, en suma, lo infinito, y si los seres creados somos incapaces de decir y concebir todo lo que lo contiene, ello no significa que tal cosa sea nada. Esta palabra es solo el concepto creado por nosotros para oponerlo al ser que a nosotros nos es accesible, sin que por ello lo que nos es inaccesible deje de «existir». Por eso, hay ser, pero nada no la hay, como lo dijera de sabia manera el nombrado filósofo.

         De lo expuesto se colige que toda realidad en tanto la vayamos viviendo se va desvelando simplemente a nuestros ojos, pues ella ya es desde siempre, por siempre y para siempre. Realizar los instantes es vivirlos nosotros; antes de eso, ellos ya estaban allí, en la mente del ser increado, para nosotros es futuro, todavía no existen, pero para él lo son de una vez y para siempre. Esto es lo que surge del concepto de «infinitud». No hay nada que pueda excluirse de «lo posible», por tanto nuestro «recorrido» a través de ello comporta la tarea de creación de la que hablábamos. Este tema no deja de ser un tanto complicado, pues no podemos perder de vista que los seres creados no podemos realmente «desprendernos» de la mente del ser increado, con lo cual esta «creación» de la realidad comporta en puridad una «cocreación» o una especie de «autocreación», pues solo conceptualmente podemos «sentirnos» distintos al ser increado.

         87.- Todo acontece según medidas. Esa es la razón de que sean concebibles la continuidad, el movimiento, la plenitud. De no ser así, cualquiera de los pasos que damos en algún momento podría quedar truncado, inacabado, roto. Más, impertérrito el mundo prosigue su carrera, y a un instante sucede otro, y se concilian la quietud y el movimiento, y el sentido y la lógica se hacen presentes dentro de los aparentes contrasentidos y el absurdo. La certeza íntima de esta simple verdad, la de que todo acontece según medidas, me confiere la conciencia de que cada instante de mi vida es el apropiado para ella, dándome la pauta de la inutilidad de mis deseos. En vano es querer o no querer o, dicho con otras palabras, todo querer o no querer se insertará de todos modos inevitable y fatalmente en el decurso de los sucesos, conforme a las medidas que le sean asignadas dentro del cosmos, a tono con los designios de la infinitud de esa conciencia cósmica que lo rige. Hasta los cabellos de nuestras cabezas están contados, es hora de que nos demos cuenta. Es el instante presente, dentro del concierto cósmico, el que importa. Por ello, seamos conscientes de cada instante, o en cada instante, que esa es la forma de realizar el ser que somos, o sea, es «la manera de ser» que se encuentra al alcance de los seres creados, pues las medidas, que a ellos solamente les son aplicables, les son impuestas acordes con sus naturales limitaciones por aquel ser increado cuya naturaleza es ilimitada, hallándose los primeros inmersos en la infinitud del segundo, de lo cual surge la armonía que para muchos pasa desapercibida.

         88.- «Kãngy», débil, es aquel a quien se le ha secado el agua, de «kã», seco, y «ngy», compuesto de «ng», consonante que, se agrega al solo efecto de la eufonía, y «y», «agua». De nuevo, el agua como elemento primordial de la vida, cuando se seca, produce la debilidad, la inanición.

         89.- «Kakuaa», grande, viene de «koa kuaa» que significa «este sabe». El saber, el sabio, entonces, equivale a «grande». Similarmente, «tuicha», grande, y «tuvicha», el jefe o la autoridad, provienen de «tuya - icha», que literalmente significa «como el padre». De ahí también «Tupã», que viene de «Tuva», padre, el mayor de los dioses.

         90.- «Techakuaa», darse cuenta, echar de ver, proviene de los vocablos «techa» y «kuaa», ver y saber respectivamente, con lo que el sentido originario del término es «saber ver». «Ohechakuaava» es por tanto «el que sabe ver». Tarea no sencilla teniendo en cuenta que la mayoría vemos las cosas sin saber hacerlo, pues esto requiere sin duda mucha atención.

         91.- «Kuaa», saber o sabiduría, es la conjunción de «ku» aquel, «a» fruto y «a» fruto de nuevo, con lo que la sabiduría era o es para los guaraníes «aquel fruto del fruto»: Ku a a.

         92.- Para vivir, tengo que morir. Morir a mis deseos. Solo cuando esté muerto a mis deseos comenzaré a vivir la verdadera vida.

         93.- Ahora que lo pienso, si el mundo es fruto de nuestro pensamiento, si con nuestros pensamientos lo creamos, no podemos sino admirarnos de la belleza de nuestra obra pues cada cosa está realmente en el lugar en que debe estar, contribuyendo a la armonía del conjunto. Con razón decía Leibniz que este era el mejor de los mundos posibles. Hasta la fealdad y la miseria que provienen de nuestra libertad para crear el mal, ocupan el sitio que les corresponde para avergonzarnos de nuestra insufrible arrogancia; que si no fuera por ella el sufrimiento ya hubiera sido abolido de este planeta.

         94.- ¿Por qué será que Savater se aferra tercamente a su prejuicio de la inexistencia de Dios?.

         95.- Toda ocasión es propicia para el aprendizaje. Pienso en un momento que demasiado me falta para terminar de construir mi ser genuino, mi ser esencial, ese que se vuelve imbatible y por ende permanece... (para siempre). Pero de inmediato se me ocurre que esto es algo que no pasa de ser un condicionamiento, que es este pensamiento precisamente el que me impide ser en este mismo momento el ser pleno que soy. Y es que en todo momento solo debo ser, sin desear, sin esperar, sin juzgar, sin aprobar ni censurar. Siendo en el instante, que es lo que cuenta, ya nada me falta, y por ende, ya «soy» por siempre y para siempre.

         96.- ¿Cómo ser todo lo demás sin dejar de ser yo mismo?. He ahí el dilema.

         97.- Primero, hay que obedecer a la Naturaleza, someterse a sus leyes. Después, ya la Naturaleza es la que le obedece a uno, se muestra absolutamente pródiga y hace las cosas de tal manera que nuestros deseos se van realizando puntualmente, aunque no necesariamente en el orden y la medida en que nuestra limitada inteligencia espera, sino deparándonos gratísimas sorpresas, conforme a la imprevisibilidad que le es propia a lo infinito.

         98.- El silencio es por lo general la respuesta más elocuente a las insensateces.

         99.- El progreso en el campo espiritual necesariamente tiene que ser gradual, pues como el camino de la evolución entraña desapegos, y nuestra tendencia a lo agradable hace que nos apeguemos a las gratas sensaciones que depara cada nueva etapa de dicha evolución, no hay otra que ir desapegándonos cada vez que eso acontece; hasta llegar al punto en que ya nos resulte indiferente que las cosas sean agradables o desagradables, en otras palabras, que nos agrade hasta lo desagradable, con lo cual habremos alcanzado la meta de nuestro perfeccionamiento.

         100.- Es increíble hasta qué punto el ser humano puja por salirse con la suya, por prevalecer sobre los demás, por mostrarse y buscar el reconocimiento de su propia valía, como si de esa circunstancia dependiera tal cosa. Una somera lectura de Nietzche, por ejemplo, nos da la pauta de que acomodaba a tal extremo sus pensamientos a su propia visión del mundo que hacía prodigios para presentar a la realidad a tono con sus propias creencias, aún a costa de desfigurarla, con lo que se descubre que lo único que a la postre perseguía era darse la razón a sí mismo. No implica ello que neguemos encanto a sus elucubraciones, que la tienen, sin lugar a dudas, ya que su convicción sobre la propia visión que tenía de la realidad era tan poderosa que no se puede sino comprender que desde su propio punto de vista era absolutamente sincero. De hecho, el mecanismo de autoconstrucción del ser humano embarcado en la búsqueda de su perfeccionamiento transita por etapas de autoafirmación constante y ciertamente, de no ser por ese mecanismo es impensable que hubiera podido existir el ser humano como especie con conciencia autónoma, y menos el ser individual dentro de la especie. Alfred Adler, continuador de la ciencia del sicoanálisis fundada por Freud, enfoca de manera muy certera este tema en su tesis denominada la sicología del individuo, donde plantea que es el afán de dominio, el deseo de poder, el que guía generalmente nuestras acciones, y no se necesita profundizar mucho en sus apreciaciones para darse cuenta de que fue influido tremendamente por el propio Nietzche que dentro del contexto de su filosofía coloca en lugar preeminente la idea de la voluntad de poderío. Este poderío, cuya connotación lo refieren ambos fundamentalmente al dominio que se ejerce sobre los demás, es la causa de toda la confusión que impera en la mayoría de los seres humanos, pues está visto que es insensato pretender someter a los otros a nuestra voluntad, y más insensato aún pretender controlar el mundo entero, que es en lo que degenera el afán de dominio cuando uno no es capaz de manejarlo.

         101.- El tamaño de mi fe, es uno de los temas que estuvo merodeando por mi cabeza y sigue estándolo. La fe, ese concepto tan mal entendido o tan poco comprendido que da lugar a innumerables confusiones, es un tema que merece ser considerado momento a momento, pues tal cual el amor, también la fe debe crecer, consolidarse, volverse indestructible. La fe en sentido corriente no es otra cosa que la creencia, esa actitud y a la vez aptitud del ser humano para dar por ciertas las cosas. Mil cosas damos por ciertas que lo son dentro de ciertos contextos adaptados a nuestros prejuicios y condicionamientos, en suma dentro de nuestra visión de lo que damos por realidad. Empero, no advertimos que esa realidad es mucho más amplia, mucho más extensa, mucho más rica de lo que generalmente damos por sentado. Perdemos de vista entonces otros aspectos de la realidad que la configuramos circunscripta a nuestra restringida visión, la cual es restringida precisamente a causa de nuestras limitaciones.

         He ahí, por ejemplo, la creencia (la fe) en la muerte inevitable, me refiero a la muerte física. Supongamos que iniciamos una discusión para dilucidar si esta «verdad» es indubitable. Quien esté con esa creencia «a priori» va a encontrar siempre las razones para apoyarla, para refutar con «argumentos científicos» la creencia contraria que yo sustento. Y es que «su visión» siempre se va a detener en «la evidencia» de la muerte de los demás que le va «mostrando» su realidad. Él «no ha visto» a nadie que se haya «librado» de la muerte. Lógicamente, tampoco él va a poder librarse de ella, ya que nuestras creencias son las que crean nuestra realidad aunque no nos demos cuenta de ello, pues la realidad es mediante nuestras creencias. En otros términos, «realizamos» el mundo con nuestras «creencias». Las cosas son lo que pensamos que son. Existen porque creemos que existen. El que cree en la muerte inevitable por consiguiente «pierde de vista» aún «la posibilidad» de que ella pueda ser evitada pues «no ve» otros aspectos de la realidad que «escapan» de la visión dentro de la cual linealmente desarrolla «su discurso».

         Por eso digo yo: Es posible que la muerte me alcance. Pero no es imposible que me libre de ella. La muerte física acontece porque un cuerpo de creencias consistente elaboradas en el transcurso de miles o aún, millones de años, viene condicionando los sucesos de tal manera que damos por sentado que los sucesos tienen que suceder de cierta manera. El proceso evolutivo en el que está inmersa la vida permite apreciar que el cambio inherente a ella transita por etapas en las que quedan desfasados ciertos mecanismos que son sustituidos por otros para que el progreso continúe. La expansión de la conciencia en los seres vivientes se produce desprendiéndose de ciertas «creencias» o «hábitos mentales» (en el entendido de que todos los seres vivientes poseen una «mente» que funciona dentro de cierto nivel, en lo que concuerdan las nuevas ciencias de la vida, como nos informa Fritjof Capra al respecto). Por tanto, sin descartar que yo «pueda morir» es imprescindible que admita también la posibilidad de que pueda «no morir». Esa es la única manera de que pueda lograrlo.

         Y aquí viene a cuento lo del tamaño de mi fe. La fe de que puedo derrotar, vencer a la muerte física, es algo que debe ir incrementándose, debe crecer sin pausas. No de otra manera puedo contrarrestar a esa otra «creencia» de la muerte inevitable cuyos rastros no han desaparecido de esto que doy por mi ser, esa identidad mía que también la voy forjando con denodado esfuerzo. Cuando Jesús habla de la fe del tamaño de un grano de mostaza que permite mover a las montañas, precisamente da a entender que la fe (en las cosas que por nuestros hábitos mentales consideramos como imposibles) debe ir aumentando paulatinamente, pues con ser muy pequeño el tamaño de un grano de mostaza, es grande lo que puede lograr. Por citar un caso: Hoy, en nuestra habitual plática telefónica de los fines de semana con Cristian, tuvimos que convenir que nuestra fe sería probablemente solo del tamaño de una partícula subatómica, lejos del que tiene un grano de mostaza. Y es que conseguir forjar una fe de

este tamaño implica ciertamente ver en cada acontecimiento la poderosa mente de Dios que va imprimiendo rumbos a todos los acontecimientos, hasta los más nimios, de manera que su presencia sea la constante en la vida de cada cual que constituye suficiente garantía para que la muerte no pueda hacer presa de uno, ya que Él precisamente es vida imperecedera que nada impide que esté presente en nosotros para siempre.

         102.- Los otros son desde luego yo mismo. Pero a la vez son otros totalmente distintos. La mente, torpe, se resiste a conciliar esta paradoja. Los otros son, ellos solos, (cada uno de ellos) la totalidad. Y también yo. Cada uno es el reflejo, la proyección (la mera proyección) del otro y viceversa. Puesto que todos somos uno, cada uno está integralmente en el otro. Cada uno es el universo entero, y más que el universo pues éste es finito y el ser (que incluye el no ser) es infinito, y ese soy yo, ese eres tú, ese es él, ese somos todos. Dentro de la infinitud caben infinitos seres. Pero debo hacer inteligible el mundo, mi mundo, lo que yo soy, y hete aquí que me proyecto en los demás, en lo demás, e interactúo conmigo mismo. Pero la forma de ponerlo más inteligible es diciendo que lo otro es Dios. Que también soy yo, pero a la vez no lo soy. Esa es la forma lúcida en que es puesta por la tradición hebrea-cristiana, «personificando» al ente omniabarcador, y ello es apropiado, pues es la manera en que podemos entenderlo todo más fácilmente. Dios está en todas las cosas, incluyéndome a mí, pero como yo siento que mi ser es limitado, limitado a aquello que puedo percibir en cada instante, entonces debo dar por sentado que quien realmente lo es todo excede a mi propio ser, y también al de los demás seres limitados que son mi reflejo, mi proyección. Es en Dios entonces que soy infinito. Bueno, conforme lo definen en la tradición aludida, soy su hijo. El caso es que en tanto yo sienta estar en los demás, debo resonar en ellos, debo estar en sintonía con ellos, mi pensamiento tiene que tener un eco en el suyo, debemos, por decirlo así, responder a una sola voluntad. Y está claro que la voluntad que unifica, es la voluntad de Dios. La voluntad de Dios en lo que a la justicia se refiere, lo justo como norma de convivencia entre sus creaturas. Con ese parámetro como unidad de medida, cada uno puede interactuar con el otro como si lo hiciera consigo mismo, jugar, por así decirlo, dando libre curso a su creatividad. Ahora bien, si todos los demás son yo mismo, es evidente que mi cambio para bien afecta también a los otros. A medida que yo evoluciono, que yo progreso espiritualmente, mi entorno, que soy yo mismo, va progresando, va avanzando simultáneamente conmigo. Y hete aquí que mi voluntad se convierte en poder, mis «deseos» se cumplen, se realizan, se hacen realidad. Lo que es imprescindible para ello es ser capaz de desterrar de la mente en cada instante la conciencia de separatividad, mostrándome atento al reclamo de justicia de la conciencia que unifica a todos los seres, lo que implica paradójicamente el respeto pleno a la individualidad de los otros en quienes estoy como seres distintos que son, como ellos están en mí de forma indivisible e integral.

 

 

 

ÍNDICE

 

Prólogo

Imponderables

Nuevas briznas filosóficas

 

 

 

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