ALREDEDOR DE 40 - CUENTOS PARA INSOMNES
Obras de ROBERTO GOIRIZ
Editorial EL LECTOR
Colección Literaria
Diseño de tapa: JUAN MORENO
Foto de solapa: DANNY ADORNO
Asunción – Paraguay
1999 (112 páginas)
A MANERA DE PRÓLOGO
VAMPIROS EN AÑARETA'I
O LA NARRATIVA PARAGUAYA DEL NUEVO MILENIO
Durante mucho tiempo, la escasa aunque visceral narrativa paraguaya discurrió casi exclusivamente entre lo rural y lo histórico.
La recordada escritora compatriota Ana Iris Chávez de Ferreiro me lo dijo, mientras compartíamos un refresco en la redacción de Última Hora: "Alguna vez me gustaría leer un cuento o una novela paraguaya en donde los personajes no sean siempre el comisario, el pa’i, el juez de paz, los campesinos de alguna perdida compañía del interior, los mensú en los yerbales o esos héroes de la época de la colonia, de la independencia, de la Guerra del 70 o de la Guerra del Chaco".
Ni nuestros más grandes autores, como Augusto Roa Bastos o Gabriel Casaccia, pudieron escapar a los arquetipos de esa limitada temática. Si la literatura es un reflejo de la sociedad, ¿qué otra cosa podían hacer los escritores que reflejar ese Paraguay profundo, que vivía de sus mitos del pasado, que se desgarraba en la intensidad de sus dramas sociales, en medio de un agreste y bucólico paisaje?
De la década del 80 para adelante, en la medida en que el campo se iba despoblando y comenzaban a crecer las ciudades, al ritmo de una tardía y caótica modernización, también empezó a emerger tímidamente la narrativa urbana.
La literatura también había sufrido el proceso de la " descampesinización", neologismo inventado por los sociólogos para explicar el éxodo de las masas rurales a las villas suburbanas. Y entonces las historias de ficción empiezan a cambiar de escenario, para hablarnos de fiscales regresados del exilio, de niñas perdidas en un circo, de zanjas de suburbio ocupadas por cadáveres, de diálogos prohibidos y circulares en algún colegio de élite, de amores de invierno en plazas y parques.
Aún así quedaba un gran hueco, un vacío, un agujero negro. Mientras la globalización de la cultura, dominada fundamentalmente por los lenguajes del cine y la televisión, modificaba los códigos, fabricaba nuevos mitos y generaba nuevas ansiedades colectivas, la literatura paraguaya parecía incapaz de absorber las transformaciones y generar nuevas propuestas, que respondieran a lo que algún semiólogo famoso denominaría como "el espíritu del nuevo milenio".
Faltaba algo más que decir, algo más que contar... y entonces aparece Roberto Goiriz.
Caso curioso, Goiriz, empresario y creativo destacado del mundo de la publicidad, tecnólogo de la comunicación, su imagen de ejecutivo posmo convive simbióticamente con la fama de ser uno de los artífices del comic paraguayo y un artista plástico de renombre. Como si está versión revisada del Dr. Jekill y Mr. Hyde no fuera suficiente, ahora además se revela como un eximio narrador literario, que abre las puertas de un nuevo campo en nuestra narrativa.
Cultor apasionado del género fantástico o de ciencia ficción, desarrollado con características tan bien definidas en la literatura del norte por maestros como George Orwell, Arthur C. Clarke o Ray Bradbury, y que en América Latina ha generado una corriente alternativa, uniendo el realismo mágico de Gabriel García Márquez con la fantasía militante de Julio Cortázar, hasta desembocar en una nueva generación de narradores fantásticos como Pablo Capanna o Angélica Gorodischer, expresadores de lo que un crítico bautizó como "la ciencia ficción del tercer mundo".
Aquí, en el corazón de Sudamérica, es Goiriz quien quiebra el silencio publicando su primer libro de cuentos y creando las bases de lo que quizá alguna vez podamos llamar "la literatura fantástica paraguaya".
En este volumen, "Alrededor de 40 - cuentos para insomnes", están los elementos de la propuesta. Está el paisaje urbano y social de este Paraguay de fin de siglo, con sus multifacéticas crisis, con sus contrastes culturales, con su calor de los mil demonios. Está la misma "delirante realidad" de la que hablaba hace casi un siglo Rafael Barret, solo que hoy se sitúa en los bordes del Apocalipsis milenarista.
En los cuentos de Roberto siempre está la aparente normalidad, la chatura cotidiana, hasta que de pronto algo se quiebra. En algún momento, imperceptiblemente, uno ha cruzado el límite, una frontera, y de pronto ya nada es igual. Entonces uno se mira al espejo en "Alrededor de 40" y descubre que las arrugas del rostro y las canas del pelo ya no están allí, y lo que podría ser una bendición, la eterna fuente de la juventud, se convierte en lo contrario, porque el tiempo ha empezado a correr hacia atrás, como las manecillas de un reloj al revés, y uno no sabe a qué tenerle más miedo, si al ayer que es el mañana, o al mañana que es el ayer.
O uno se asoma a la "Sangre en el periódico", a las páginas de esa prensa amarilla tan nuestra, al alma vil de ese periodista que merodea en los pasillos de Primeros Auxilios como un buitre a la pesca de carroña, cuando de pronto termina en medio de una choza miserable, asistiendo al duelo de dos nosferatus centenarios, sorpresivamente trasplantados desde Transilvania a una villa miseria de Asunción, mientras flota la pregunta de quién es más chupasangre, si los herederos de Drácula o el infeliz escriba que ya sueña con titular "Vampiros luchan y matan en Añareta'i".
Al igual que "La campana" o "El libro", o los muchos otros relatos que enriquecen esta entrega, no se trata de extrapolar "Archivo X" o "Millenium" a un escenario de cocoteros y naranjales. Se trata de encontrar las claves locales a preguntas y ansiedades que hoy son universales. Se trata de narrar con un lenguaje vivo y asumido desde lo que hoy sentimos. Historias que van más allá, mucho más allá, pero que nos ayudan a entender lo que somos, mucho más acá.
Se trata de eso, y mucho más.
¡Bienvenido a la aventura literaria, Roberto!
Andrés Colmán Gutiérrez
INDICE
A MANERA DE PRÓLOGO
ALREDEDOR DE 40
LA CAMPANA
EL LIBRO
SANGRE EN EL PERIÓDICO
DESCONTROL
LA ESPERA
EL TAXI
LA PLAZA
LA VISITA
EL PEAJE
MONÓLOGO 1
UN TÚNEL EN EL BARRIO
AYUDANTE DE BIBLIOTECA
ALREDEDOR DE 40
Tenía alrededor de cuarenta años cuando descubrió que hacía varios que ya no envejecía.
Aquella entrada que lo preocupaba un tanto, que dibujaba un sendero tortuoso en su frente, aún seguía allí, pero el final del camino ya no se percibía, porque estaba -de vuelta- poblado de cabellos. Cabellos negros, los cuales también eran otro detalle significativo. Creía ver todavía algunas canas, aquí y allá, pero la sensación que tenía con respecto a ellas es que estaban mucho menos agresivas de lo que recordaba.
Terminó el examen ante el espejo del baño, más minucioso que de costumbre, se anudó la corbata azul y salió. No le dedicó al tema más que un pensamiento fortuito, tal vez alimentado por el comentario -falso, seguro- de una compañera de trabajo, quien le aseguró, como de pasada, que se veía más joven con esa ropa. Se refería a los jeans que vestía solamente los fines de semana, preparando el Viernes de Soltero, la camisa a suaves rayas grises y, claro, la corbata azul, que se quitaría inmediatamente después de marcar la tarjeta de salida. Él pensó, mirándola al mismo tiempo que agradecía con otro piropo, si ese aspecto se debería sólo a lo que tenía puesto.
Esa noche, ante las manijas que se repetían en el bar del centro, el de los perros, y ante el cerebro que se iba nublando lentamente en medio de conversaciones acerca de la selección y las mujeres, cada vez más lentos los unos y más putas las otras, y el jefe, cada vez más hijo de puta, olvidó alegremente el asunto. Sólo lo recordó al día siguiente, con la resaca. O mejor dicho, con su ausencia. Era la primera vez, en años, que amanecía relativamente bien, sin ese terrible dolor de cabeza que indicaba lo exagerado que se había puesto con la Pilsen, o sin esos retortijones causados por duendes malvados en su estómago, que finalmente lo obligaban a vomitar hasta el alma. No. Esta vez, se levantó sin demasiados temblores en las piernas, con la panza aleteando sus buenas noticias de paz y tranquilidad, y la cabeza despejada como el cielo de ese sábado. Eran las diez de la mañana, aún no muy tarde como para unirse a los muchachos en el partido de la canchita, allá en la esquina, Se preparó rápidamente, con una extraña agilidad, y cuando llegó fue recibido con silbidos y cariñosos insultos. Finalmente lo dejaron entrar, cuando el petiso Rodríguez, el que tenía un almacén a la media cuadra, alzó las manos en señal de rendición, boqueando para tragar algo de oxígeno. Algunos rieron, pero no demasiado, porque se trataba de la señal repetida de una edad y un tiempo que los alcanzaba a todos, o por lo menos, a la mayoría. Se ubicó a la derecha, en la defensa, al costado de "Sapukai", un morocho gritón y fornido, astuto para los quites y las devoluciones de pelota. Llevaban un largo e interminable sábado jugando juntos, un sábado que parecía haber empezado -aunque él no lo quería asegurar- cuando se había separado de Nilda, y había acudido a la canchita con silenciosa y amarga desesperación. Se entendían bien con Sapukai, y ese día fue especialmente feliz en cuanto a sus propias respuestas, rápidas, sin vueltas, recuperando pelotas aparentemente perdidas, ganando carreras hasta a Javier, el hijo mayor de Rodríguez que jugaba en el equipo contrario, y abandonándose a un agradable pin-pon con su morocho amigo cuando se trataba de ir hacia adelante. Esa mañana ganaron, algo tan habitual como los resultados adversos, pero él no pudo dejar de observar todos los detalles de su actuación, como si hubiera una segunda persona en su cuerpo que lo obligaba a ser consciente de lo que estaba sucediendo. Ni siquiera lo olvidó cuando, ya sentados bajo el mango, con el vaso de cerveza recorriendo el grupo y el asado amenazando desde una pequeña parrilla arrimada por un vecino, se produjo una fuerte discusión entre Sapukai y el vecino parrillero. El tema giraba alrededor de Lino-ó, como siempre, pero se diferenciaba de otras discusiones en el rostro ya más que rojo del vecino y los decibeles desconocidos en la voz de Sapukai. Los buenos oficios de Beltrán, el carpintero del barrio, un hombre delgado y de ademanes serenos, consiguieron tranquilizar a los incipientes duelistas, y con un par de chistes picantes, devolver el humor a la reunión. La siesta y el calor de 39 grados apaciguaron aún más los ánimos, y pronto se escucharon los primeros saludos de despedida.
Ya recostado en la cama, con el control remoto en un perezoso zapping ante el televisor de catorce pulgadas, con el ventilador ardiendo falsos vientos refrescantes y el sopor que se adueñaba de sus párpados, se obligó a reconocer que algo estaba pasando. No llevó mucho más adelante el análisis porque ese reconocimiento sincero, algo así como un acuerdo entre dos frentes opuestos e irreconciliables en su interior, le dio vía libre al descanso.
Soñó con su padre muerto. En la escena, algo desdibujada pero al mismo tiempo muy nítida en ciertos detalles, como la camiseta de Cerro Porteño que vestía el viejo, él le explicaba que había decidido ser ingeniero cuando fuera grande. Incongruentemente, se encontraba con un maletín negro en una mano y un par de bolitas en la otra. Se esforzó en verse la cara -algo que en los sueños suele pasar sin necesidad de espejos- pero una fuerza misteriosa lo impedía una y otra vez. Tal vez la mirada de su padre, medio socarrona, medio amable. No recordaba su respuesta, por lo menos no en forma completa, pero había sido algo así como un comentario acerca de la plasticidad del tiempo, la necesidad de retornar a los viejos valores, uno de sus temas favoritos, y el hecho de que él nunca se había dado muy bien con las matemáticas. Lo que sí recordaba con exactitud era la frase final, la frase con la que se despertó, la cabeza ladeada sobre la almohada, la saliva recorriendo un corto y fino trayecto hasta la sábana celeste, y la voz de Juan Carlos Amoroso asegurando desde la pantalla que alguien había ganado el premio a la pregunta que había formulado. Su padre le había mirado, y él había tratado de encontrar la burla en sus profundos ojos marrones, había buscado, pero sólo pudo ver una especie de pozo oscuro e insondable, y al fin le había dicho:
- Pero dejáte pues de joder, mi hijo. Vos no vas a llegar nunca a ser grande.
Se despertó del todo, tomó el teléfono y marcó el número de María Isabel, su novia.
- Por fin llamas -le dijo ella.
- Me está ocurriendo algo -no sabía cómo decirlo, ni, desde luego, esperaba una explicación de su parte.
- Me imagino que es la excusa para no salir esta noche -en la voz de ella podía notar el comienzo de una discusión. Aspiró profundamente y habló con suavidad.
- Te paso a buscar a las diez. Un beso.
- Escucháme, Augusto... - pero la voz se perdió en el ¡clak! del tubo al ser colgado.
Esa noche no habló más del tema, aunque María Isabel le preguntó un par de veces, con cierto recelo, qué le había pasado. Pero no insistió o se olvidó del asunto. Cenaron en una parrillada que le había recomendado Jacinto, un compañero de trabajo, y luego fueron a un motel cercano. Hicieron el amor casi furiosamente, varias veces. Aún despeinada, ella le dijo en el auto, la mano sobre su muslo:
- Se te ve más joven.
Giró la cabeza hacia la ventanilla, y él no pudo o no quiso preguntarle qué cambios específicos notaba, aunque se imaginó que su desempeño en la cama había influido en su opinión.
El domingo estuvo encerrado en la casa todo el día. Llamó a su madre y se excusó por no ir a almorzar con ella. Un encuentro de ex compañeros de colegio, le mintió. Detrás de la voz de su madre, que le pedía se cuidara con la bebida, escuchó la de su hermana llamando a gritos al hijo más pequeño.
- No te preocupes, mamá -aunque sabía que la recomendación había sido automática, sin demasiado interés. Su madre había abandonado todo intento serio de alejarlo del alcohol desde su separación.
A la tarde encendió la radio y buscó en el dial el relato del partido que Cerro debía jugar contra Sol de América. Cuando lo encontró, lo apagó. En realidad no le interesaba.
Frente al espejo del baño, volvió a examinarse detenidamente. No se sorprendió al no encontrar canas en su cabello. Por lo demás, nunca había sido muy obsesivo con su rostro, así que la ausencia de arrugas al costado o abajo de los ojos, en la frente o debajo del mentón, le parecieron naturales. Pero él sabía que no era así. Había dejado de envejecer. Y no sólo eso. Estaba rejuveneciendo.
En el trabajo, durante la semana, escuchó con cierto aburrimiento los comentarios que le hicieron acerca de su apariencia. Nadie había notado nada extraño, o por lo menos, todavía no lo habían hecho.
El fin de semana se inventó un viaje a Ciudad del Este, aunque las únicas carreteras que buscó, sin hallarlas, fueron las antiguas entradas de incipiente calvicie en su pelo. Otras señales, notorias en este momento, estaban constituidas por su estómago cada vez más plano y la erección espontánea de su pene ante el menor estímulo. No sabía si alegrarse o preocuparse, De todos modos, una visita al doctor estaba fuera de toda posibilidad. ¿Qué le iba a decir? ¿Que estaba muy bien, que por favor volviera en un mes y que le pagara la consulta a su secretaria?
El lunes no fue al trabajo, alegando fiebre y vómitos, aunque jamás se había sentido tan bien. Cuando volvió, el miércoles, notó que lo miraban con mayor atención que antes. En el baño, un compañero se le acercó y lo encaró decididamente.
- Che, ¿qué te hiciste? ¿Cirugía estética? Date, contá.
- Mbae cirugía pio -atinó a decirle, sonriendo nerviosamente, tratando de restar importancia al tema y caminando hacia la puerta. El compañero lo detuvo tomándolo del brazo.
- En serio, Augusto, algo te hiciste. Parecés un pendex.
Trató de soltarse con delicadeza, tratando de no realizar ningún gesto brusco que pudiera llamar aún más su atención.
- Nada, nada, no me hice nada.
Casi huyó del baño, y del trabajo a las seis de la tarde. Caminó por las veredas de Palma, algo enloquecidamente, simulando ante sí mismo mirar vidrieras. Supo que no lo estaba haciendo cuando todo lo que pudo ver fueron cortinas metálicas con fuertes candados, rostros cada vez más escasos y huraños alrededor suyo, y una noche espléndida y llena de estrellas.
Recordó haber leído, hacía bastante tiempo, un cuento de ciencia ficción en el que el protagonista viajaba a través de su mente hacia su juventud, su infancia y finalmente el momento de su nacimiento, buscando respuestas a inquietantes interrogantes existenciales o a algún peligro que amenazaba al planeta. Pero esto no se trataba de un viaje a través de la mente. Le estaba sucediendo físicamente, y al parecer, cada vez más rápido.
Tenía algunos ahorros en el banco, así que, cuando las preguntas de sus amigos, compañeros de trabajo, familiares y su misma novia se hicieron cada vez más persistentes, se mudó a un departamento pequeño en las afueras de la ciudad, abandonó el trabajo y las visitas a todos sus conocidos, puso en venta su casa a través de una inmobiliaria y se escondió del mundo. Por el dueño de la inmobiliaria pudo saber la insistencia con que lo estaban buscando, no tanta como él habría esperado, pero lo bastante como para comprometer su voluntario alejamiento. Volvió a mudarse, aunque esta vez tuvo problemas para cerrar el trato con la dueña de la pensión, quien insistía en que necesitaba una autorización por escrito de sus padres para dejarle alquilar una pieza. Con un poco de dinero extra la autorización pareció dejar de ser importante, aunque la mirada de la vieja conservaba todas sus preguntas intactas.
En dos semanas, ya no se tuvo que preocupar por sus perseguidores o las preguntas de la vieja. De hecho, cualquier preocupación de ese tipo estaba muy alejada de su mente. Todo lo que deseaba era ver los dibujitos en la tele que estaba en la sala de la pensión, jugar con el nene de la pieza de al lado y saborear un cucurucho de vainilla con chocolate en la heladería cercana. Sabía que todos lo miraban con extrañeza, algunos con verdadero miedo, pero en realidad no le importaba. Tampoco le importó cuando vinieron a llevarlo unos señores de uniforme en un vehículo simpático, con muchas luces divertidas.
Los siguientes días los pasó en una nebulosa cada vez más pronunciada. Al principio, había intentado responder a las preguntas afables de sus interrogadores, pero ellos parecían no entenderle. Desistió de sus esfuerzos, y se concentró en algo mucho más interesante: su dedo pulgar se había convertido en un objeto desconocido, que intentaba descubrir chupándolo decididamente. Había otras cosas que le ponían en la boca, y él los chupaba alternativamente, según tuviera hambre o no. A veces lloraba desconsoladamente cuando lo dejaban en una superficie blanda, pero alejada del calor de los brazos que lo habían sostenido.
Murió a los 43 años, aunque en realidad nadie pudo encontrar su cuerpo. Había desaparecido una vez más.
LA CAMPANA
Habían llegado al claro del bosque desde todos los rincones de la región.
Juan Carlos y sus amigos dejaron el automóvil al costado de la ruta, bien cerca de donde comenzaba el follaje, y habían caminado, más bien se habían abierto camino, durante tres horas, entre ramas bajas, pastizales altos y bromas pesadas. Ahora se encontraban en el claro, observando la extraña escena.
Gente de muy diferentes características parecía haber brotado de entre los árboles que los rodeaban. Al costado izquierdo estaba un pequeño grupo de campesinos. Miraban lentamente a todos los presentes, serios y circunspectos, y de vez en cuando intercambiaban rápidas y cuchicheantes frases en guaraní.
Ni ellos ni Juan Carlos y sus amigos miraban demasiado hacia el costado derecho. Los pequeños hombrecitos peludos, totalmente desnudos, con ojos enormes y enloquecidos dando vueltas hacia todos lados, los amedrentaban un poco. Todos recordaban las innumerables historias susurradas acerca de ellos en las largas siestas del campo o en los cortos relatos que habían leído en la ciudad. Los hombrecitos no parecían conscientes de la atención que despertaban, reían con sus voces finas o se pasaban de mano en mano un cuenco de miel.
Más al frente estaba el hombre alto. Él estaba solo. A su alrededor parecía haber un vacío: nadie se le acercaba a menos de cinco metros. La distancia era tan nítida y uniforme que parecía estar marcada con una raya en la tierra. El hombre alto vestía una túnica negra, lo cual de alguna manera se le antojaba muy lógico a Juan Carlos. Los hombres altos y misteriosos como aquel debían vestir túnicas negras. Además de ese detalle, no parecía haber otra cosa lógica en él. El rostro era anguloso, pero unos inconcebibles pliegues de carne le colgaban aquí y allá. Y en cuanto a los ojos, bueno, Juan Carlos hubiera jurado que el tipo no los tenía. Ni siquiera tenía los huecos o los lentes o lo que sea que debería llevarse en caso que no los tuviera. Ni Juan Carlos, ni sus amigos ni nadie en todo el claro miraba demasiado al hombre alto, así que después, cuando avanzaban de nuevo por la ruta, mareados de excitación y cansancio, nadie pudo describirlo con mucho mayor detenimiento.
En el extremo del claro, casi ocultos por otros grupos, estaban tres mujeres, los rostros ocultos por pesadas pañoletas, los vestidos amplios y gastados, los ojos refulgentes desde las sombras. Las tres parecían rezar a alguna especie de Dios. Tenían los brazos abiertos, las palmas hacia arriba, las canciones que entonaban juntas y monocordes.
Sin estar en un lugar en particular, varias fieras indecibles paseaban su amenaza entre los presentes. Destacaba el enorme perro babeante, con ojos amarillos y colmillos extrañamente blancos. Entre el follaje parecía verse una extensa, casi interminable serpiente, aunque Juan Carlos no estaba seguro, como no estaba seguro de que la cabeza de ésta le correspondiera: era una alegre cabeza de loro, con el pico abierto repitiendo sin cesar los salmos y las conversaciones que escuchaba. Y detrás de ellos, a veces adelante, a veces en ningún lugar, una especie de luz inquietante y oscura, una luz que no se podía mirar sin sentir una profunda pena en el pecho, que los dejaba nerviosos y angustiados.
Uno de los grupos más numerosos estaba compuesto de niños y niñas de seis a 14 años. Por supuesto, era también el más ruidoso. La única nota discordante en este simpático grupo eran sus cabezas, totalmente rapadas, y el símbolo casi indescifrable en sus frentes, dibujado torpemente por pequeñas y laboriosas manos, con pintura roja, aunque tal como se presentaban las cosas, a Juan Carlos no le hubiera extrañado que fuera sangre.
Por último, silenciosos y quietos, estaban los soldados. Juan Carlos sabía que eran soldados, aunque no vestían uniformes, los cabellos no estaban cortados al rape ni portaban armas que se pudieran ver. Pero algo en sus miradas y en su actitud los delataba, algo como un aura casi material de violencia contenida y ferocidad sin límites. Los soldados eran los únicos que no examinaban a los demás. Ellos sólo esperaban.
Juan Carlos no sabía si las sombras que rodeaban la campana también habían sido convocadas, como ellos. Más bien daban la impresión de ser los encargados de poner en marcha la función, cualquiera fuera ésta. Lo que él denominaba sombras eran como unos bultos deformes que iban de aquí para allá velozmente, y en los que no se podía fijar la mirada. Al tratar de hacerlo, parecían perder nitidez y se diluían entre los diferentes grupos. Sin duda a causa de un efecto óptico, también parecía que el lugar que ocupaban era simplemente un agujero móvil en el espacio.
Todos estaban reunidos en ese lugar por un solo motivo. Lo podían ver claramente: era una campana, sostenida en el centro del claro por una precaria estructura de madera, hecha al parecer apresuradamente por las sombras u otros entes igualmente raros.
La expectativa fue creciendo. A Juan Carlos le hacía recordar la definición por penales de un clásico. Cuando la espera ya se ponía inaguantable, una de las sombras empezó a hacer ademanes apremiantes hacia uno de los grupos, el de los niños. Sin más trámite, uno de ellos se adelantó hacia el centro, y se ubicó justo debajo de la campana. Tomó la gruesa cuerda hecha de lianas entre sus pequeñas manos, miró hacia arriba, dudó durante unos segundos... y luego, con toda la fuerza que le pudo dar a su cuerpo de niño, tiró hacia abajo. Juan Carlos no pudo evitar el pensamiento: la campana no sonaría, o la cuerda se trabaría, o toda la estructura se vendría abajo. Esos finales poco felices no se cumplieron, y después de un interminable momento, la campana sonó.
Y desde ese instante, la realidad se transformó. El sonido pareció penetrar hasta lo más hondo de su cuerpo, haciéndole vibrar el alma y abrir la boca en un gesto de asombro. Alcanzó a ver a sus amigos reaccionar en forma parecida. Incluso tuvo tiempo de mirar al costado derecho: los hombrecitos se habían echado a llorar. Algunos se tapaban el rostro con sus manos peludas, tratando de detener lo incontenible. Entonces la campana sonó de nuevo, y Juan Carlos tuvo que girar la cabeza hacia el centro del claro. No había forma de eludir la voz perentoria del instrumento, la posesión absoluta que sentía, la emoción desconocida que se abría paso a raudales hasta sus ojos. Lloró, lloró como nunca había llorado, pero también rió desenfrenadamente, enloquecidamente. Alcanzó a ver cómo otro niño suplantaba al primero. Éste se resistía a dejar el lugar, pero las fuerzas lo habían abandonado. Sólo entonces Juan Carlos comprendió que ya debía haber pasado mucho tiempo, pero ese resquicio de razón se perdió de nuevo con el sonido. Era increíble, era maravilloso abandonarse a tantos sentimientos, y además saber que eran compartidos por esa multitud extraña y fascinante.
El tiempo pareció congelarse en una sucesión infinita de tañidos. Como entre nieblas, Juan Carlos vio que cada integrante de cada grupo tenía su oportunidad. Vio cómo todos asían la cuerda con verdadero frenesí, así como la abandonaban, cuando no podían más, con auténtica desesperación. Cuando lo entendió, ya había llegado su turno. Avanzó a trompicones, sintiendo las piernas de goma, las miradas de envidia, los empujones, pero de alguna forma consiguió llegar. Una sombra lo atravesó por un segundo, sintió el helado terror de la nada, y se tomó de la cuerda para no caer. Y cuando vino el sonido, ya nada importó. Juan Carlos sabía que nunca más sería feliz, porque la felicidad era ésta, la felicidad consistía en tocar esta campana una y otra vez, una y otra vez. Su felicidad, completa y absoluta como nunca la había sentido, se resquebrajó cuando empezó a sentir cansancio. Apretó los dientes y siguió alzando y bajando la cuerda. Pero era inútil. Ya estaba viendo al imbécil de Antonio, riendo como un idiota, esperando con las manos temblorosas a pocos metros de él. Gritó de rabia y dolor, se aferró a la cuerda, aulló y rogó mirando hacia arriba, hacia la inaccesible campana, pero no obtuvo respuestas ni nuevas fuerzas. Finalmente, se sintió empujado y no pudo hacer nada para defenderse. Cayó estrepitosamente, aplastó unos cuantos cuerpos a su lado, y se desmayó. Lo último que sintió antes de dar la bienvenida a la oscuridad, fue un tañido, tan puro y limpio que deseó guardarlo para siempre en su pecho.
Lo siguiente que recordaba era la cruel marcha hacia la ruta. Iban cabizbajos, apartando el follaje casi desinteresadamente, caminando con pies que parecían hechos de miles de pequeñas cuerdas, todas liándose una y otra vez con pedazos de ramas y piedras sueltas. De alguna forma llegaron. La inesperada vista del automóvil y de la carretera pareció despertarlos. Subieron desmañadamente, se ubicaron en sus asientos y esperaron. Sé miraron, algo avergonzados. Nadie se atrevía a hablar. Entonces, después de unos minutos, Juan Carlos arrancó el vehículo y partieron.
Nunca más volvieron a pasar por el lugar.
EL LIBRO
Mi nombre es Ernesto, tengo 17 años y estudio brujería.
Sé que no es algo muy normal que digamos. Cuando te ponés a elegir una carrera universitaria, ninguna universidad te la ofrece. No hay un anuncio del tipo "Posgrado en Brujería en la Universidad Tal" o "Sin Examen de Ingreso, Brujería, la Carrera del Futuro" que puedas encontrar en los diarios. Nadie va a tu colegio, formando parte de una delegación misteriosa, para hablarte de las bondades de hechizar al semejante. Tampoco podes ir por la calle diciéndole a la gente "La carrera de Brujería es bastante difícil, pero bueno, me gusta". No, definitivamente eso no sucede. Yo, por ejemplo, comencé a estudiar sin darme cuenta. Y cuando me di cuenta, ya era muy tarde, porque...
Pero mejor contarlo todo desde el principio.
Para estudiar algo, primero tenes que tener un maestro, ¿no?
No.
Yo comencé a estudiar brujería viendo el efecto que algunas cosas que hacía causaban en los demás. Por ejemplo, tenía un truco, uno de mis favoritos. Era el que utilizaba para no ir al colegio. Sencillamente me enfermaba. Cuando mamá venía a despertarme, descubría decenas de pequeñas llagas en mi cuerpo. Algunas de ellas, sangrantes -debo confesar que era un poco asqueroso, pero bueno-, producían en mi madre un verdadero estado de terror. Resultado: me libraba de los pesados profes y podía seguir jugando con el nuevo video-game que me había prestado Oscar, un compañero. La que no se tragaba del todo el cuento era mi hermana menor, Denise. Con esos ojos escudriñadores y esa sonrisita petulante -después supe que muchos de los mejores brujos del mundo eran mujeres- no cesaba de hacer comentarios como "Qué raro, justo te enfermas siempre antes de un examen" o "Esa llaga te sale siempre en el mismo lugar, ¿se habrá acostumbrado?". Pero la puse en su lugar, y después de eso nunca más me incomodó. Descubrí que diciendo ciertas palabras de una forma que sólo yo se, podía causarle el adelantamiento de su menstruación, y de una forma realmente abundante. Sangró por todas partes, la muy cerda. Se quedó postrada por días. Mamá ya no sabía qué hacer. Pero en fin, después de eso todo transcurrió con mayor tranquilidad, y aunque mi hermana no cesaba de vigilarme, se cuidaba de tener bien cerrada la boca.
Así que seguí con mis experimentos. El perro fue mi siguiente víctima. Lo hacía saltar desde la terraza de nuestra casa hasta el patio del vecino. Después de hacerlo varias veces, no sólo conseguí que se lastimara seriamente, sino que el vecino y papá discutieran durante una hora y casi llegaran a los puños. Una inesperada consecuencia del hechizo, que también me enseñó una lección interesante acerca de la convivencia humana.
El resto del año pasó volando. Asistí a clases regularmente, ¿lo creen? e incluso me saqué buenas notas. Sí, está bien, la brujería tuvo algo que ver con eso, pero díganme, con una mano en el corazón: ¿ustedes no habrían hecho lo mismo, si pudieran? Bueno, yo podía, y lo hice. Y me encantó hacerlo, sobre todo con el cretino del profesor Chávez. Casi se ahogó con ese huesito de pollo, en la kermesse del colegio. Y claro, supo muy bien que yo se lo había hecho, porque yo me ocupé de que lo supiera. Por supuesto que no firmé el huesito de pollo, pero ustedes ya me entienden. Nunca volví a tener problemas con las matemáticas, algo ante lo cual mi madre no encontraba explicación.
A esta altura, deben imaginar que estaba hecho todo un engreído infame, ¿no? Pues sí, la verdad es que creía ser poco menos que el rey del mundo, por lo menos en mi pequeño barrio.
Fue entonces cuando encontré a Rosendo, mi profesor de brujería. Pero lo mejor sería decir que él me encontró. Hacía varios meses que me venía observando, según me confesó después.
Rosendo tenía una pequeña tienda de revistas y libros usados en un callejón que daba a una calle perdida, en las afueras de la ciudad. Un mal lugar, entre muchos malos lugares, para llevar adelante un negocio como aquel. Sin embargo, tenía bastantes clientes, como Vivi, una compañera del colegio. Un día me pidió que fuera con ella a cambiar unas revistas -esas espantosas que leen algunas mujeres, acerca de moda y todo eso- y yo la acompañé, porque la verdad es que tenía buenas piernas, nunca me había dado pelota, y claro, esto me pareció una oportunidad.
El local se me antojó bastante sucio y descuidado, y me limité a quedarme parado, mirando cómo ella elegía entre una pila de polvorientas revistas. Fue el momento en que se me acercó un tipo bajito, medio pelado, de edad indefinida, y empezó a insultarme en voz muy baja.
- Pelotudo, tembolo, pedazo de moco, asqueroso montón de desperdicios... -dijo otras muchas cosas, pero estaba tan sorprendido que ahora no consigo recordarlas. Me puse rojo, azul, violeta, ya saben... y sólo pude responderle con voz temblorosa:
- ¿Me habla a mí?
El petiso miró alternativamente a izquierda, derecha, adelante y atrás, para luego poner de nuevo su rostro muy junto al mío y decirme:
- No veo a ningún otro mierdita por aquí.
Dicho lo cual, se retiró hacia un extremo del local. Al pasar me empujó, y casi me caí encima de los anaqueles que estaban detrás mío. No lo podía creer. Era una agresión totalmente gratuita, y no alcanzaba a recuperarme. Por fin conseguí equilibrarme, y lo miré con odio. El petiso me devolvió la mirada, sonrió mostrando sin pudor algunos escasos dientes amarillos y me guiñó un ojo.
Fue suficiente, Empecé a recitar una letanía, la más mortífera que conocía, y además le agregué varias de las anteriores, aquellas muy malas pero no mortales, aunque sumadas de esa manera, el tipo ya se podía ir despidiendo del mundo. Hice algunos gestos -los había copiado de una revista de comics, donde el Dr. Extraño los utilizaba, y me habían dado buen resultado- y además escupí de la forma que había aprendido, di dos vueltas sobre mí mismo, cerré los ojos y me quedé quieto. Tanto poder era demasiado incluso para mí. Sentí que una oleada de calor me recorría el cuerpo, y pequeños temblores me hacían poner tiesas las manos. Finalmente abrí los ojos, agotado. Busqué al petiso en el suelo. No estaba allí. Recorrí con la mirada el pasillo. Tampoco. Sorprendido, lo busqué con la mirada, recorriendo lentamente el lugar. Al completar una vuelta de 180 grados, casi me muero del susto. El petiso estaba detrás mío. Me sonreía burlonamente, sin decir nada. Nos miramos durante una eternidad. Entonces, bruscamente, dio media vuelta y se fue, diciendo entre dientes:
- Qué payasada.
Apenas sentí las manos de Vivi, que me sacudía para irnos. Me tomó de la mano y me condujo hasta la salida, con varias revistas bajo el otro brazo. Al pasar por la puerta, le dijo a alguien:
- Don Rosendo, me llevo éstas. ¿Me las puede anotar en mi cuenta?
No me sorprendí al alzar la mirada. Era el petiso.
- Claro, mi hija. ¿Y el muchacho no lleva nada? - Burlas, encima. Lo odiaba con toda mi alma. Apreté los labios y no dije nada.
- Él no lee mucho, Rosendo.
- Pero sí va a leer esto -me alcanzó, casi me tiró, un pequeño libro de tapa marrón, descolorida por el tiempo, Algunas hojas de un amarillo desvaído sobresalían del interior No tuve otra alternativa que tomarlo, aunque muy a regañadientes.
- Y ahora váyanse -la voz de Rosendo no admitía réplicas. Nos fuimos.
Por el camino, Vivi se me colgó del brazo.
- Parece que le caíste bien al viejo. Te prestó un libro gratis.
- No me interesa. Si queres te lo doy.
- No, las cosas prestadas no se pueden regalar. Tenés que devolvérselo a su dueño - la lógica de Vivi se me hacía insoportable. Nos separamos en la puerta de su casa. Volví a la mía caminando. Tenía mucho en qué pensar... tal vez los hechizos que había aprendido no habían funcionado porque no los había hecho bien. Alguna cosa mal hecha, una palabra pronunciada en forma incorrecta, un gesto a destiempo, quizá un exceso de encantamientos. Pero no. Yo sabía que no se trataba de eso. Era Rosendo, él tenía algo, una defensa natural contra los brujos, o tal vez... él era un brujo.
La revelación me dejó boquiabierto. Me detuve en seco. Miré el libro, por primera vez con algo de respeto. No tenía ningún título, ni el nombre del autor, ni el logotipo de la editorial. Apuré el paso: lo leería cómodamente, y con toda la atención que ahora me producía, en mi cuarto.
Por suerte, en casa sólo estaba la empleada, María. Ninguna hermanita molesta con preguntas tontas, ni madres interesadas en mi alimentación. Entré rápidamente a mi pieza, cerré con llave, me tendí en la cama y abrí el libro. Las primeras páginas estaban pegoteadas, casi confundidas en una masa. No se podían abrir, así que pasé a la inmediata posterior, que sí se abrió. Leí un título en letras muy desgastadas: Ernesto Guevara. Mi nombre. Mi apellido. Maldita sea, era yo, no el Che. Fascinado, pasé las páginas, y comencé a leer mi historia. Empezaba en el momento de mi concepción. Me enteré que fui un accidente, que papá se molestó porque quería esperar más y que mamá pasó de la alegría al llanto durante semanas, hasta que se reconciliaron. El viejo mencionaba cuestiones económicas como impedimentos para mi venida. Mi nacimiento, en el glorioso hospital del IPS, cuna de tantas muertes. Mi infancia, con anécdotas que yo podía recordar, pero que conocía de nuevo a través de un cristal diferente, este libro terrorífico y apasionante a la vez. Cuando empecé a leer sobre mi pubertad, me di cuenta de que iba a leer acerca de toda mi vida, de que conocería incluso el momento de mi muerte... me levanté de un salto. Estaba temblando, sudaba, tenía frío, y además, sentía unas increíbles ganas de mear. Tiré el libro -me ardía en las manos- en la mesita de luz, casi corrí hasta el baño, conseguí abrirme la bragueta un instante antes de que el chorro inundara el inodoro, y luego volví rápidamente a mi habitación.
El libro no estaba.
Claro, lo busqué. Bajo la mesita. En la cama. En el estante. En el placard. Lo busqué en todas partes, y como ya habrán adivinado, no lo encontré. Una rabia sorda me llenaba la cabeza hasta aturdirme. Era él, el petiso, el maldito, el brujo. Era Rosendo.
Su tienda ya estaba cerrada cuando llegué. Golpeé la pequeña y maltrecha puerta, la que estaba al costado de la cortina metálica, con fuerza. Después de una interminable espera, la puerta se abrió un par de centímetros. Adiviné, más que vi, la presencia de Rosendo. Sonriente, con aquellos dientes amarillos asomando como guijarros gastados en su boca, los ojos brillando de burla contenida. No sabía qué decir, pero Rosendo habló por mí.
- Martes, a la medianoche.
Era lunes. Tenía que esperar 24 horas, y acudir a él en ese horario estúpido.
- Sólo me dejan salir hasta tarde los viernes y sábados, yo...
La puerta se cerró con un ¡clac! definitivo, Sabía que era inútil insistir, así como sabía que estaría puntualmente a la medianoche del martes en este mismo lugar. Me teñía atrapado, el maldito. Y lo disfrutaba, tal como me indicaba la risa, casi un chillido de vieja, que se iba perdiendo en el interior de la casa.
Apenas pude mantener una aparente calma y normalidad en mi casa. Sólo Denise, como siempre, notó algo, pero lo único que hizo fue lanzarme un par de miradas envenenadas. Las ignoré con elegancia. No estaba para tonterías.
El martes, media hora antes de la medianoche, abandoné mi cama y me escabullí del hogar, dulce hogar. Nadie lo notó, ni siquiera mi hermanita detective. Me tomé un taxi -le había robado algo de plata a mamá- y llegué a casa de Rosendo faltando tres minutos para las doce. Controlar el reloj parecía haberse vuelto una manía esa noche. No tuve que golpear la puerta: como en las más respetables películas de terror, la puerta se abrió sola. Entré decididamente, aunque en verdad me cagaba de miedo. Pero el petiso no iba a verme temblando nuevamente. Nunca más.
Como respondiendo a mis pensamientos, una voz asomó desde una piecita, al fondo.
- Entrá, Ernesto, estoy aquí.
Caminé por el pasillo mal iluminado y llegué a la siguiente puerta. Rosendo estaba adentro, sentado en un pequeño sofá, mirando televisión, con las piernas cómodamente apoyadas en una banqueta, una lata de cerveza colgando de una mano. La escena se me antojó un verdadero anticlímax. Esperaba verlo con alguna especie de túnica, velas encendidas a su alrededor, algún altar muy adornado al fondo... ¿me habría equivocado?
Me miró, como estudiando, catalogando, clasificando. La sonrisa boba estaba nuevamente, congelada en su cara.
- Hoy empezás a estudiar conmigo. Y todos los martes, desde la medianoche hasta las tres de la madrugada del miércoles. No voy a tolerar atrasos, ni faltas, ni excusas, ni nada. A la menor falla, se termina todo. ¿Entendiste?
- Qué es lo que vamos a estudiar? -la pregunta no podía ser más idiota, pero tenía que hacerla.
- El antiguo arte de la magia negra. La brujería -los dientes amarillos parecían más grandes, más filosos. Deseé que dejara de sonreír.
Iba a continuar preguntando, pero un gesto seco de Rosendo me hizo callar. Se levantó y me condujo de vuelta al pasillo. Caminó rápidamente, sin producir sonido alguno, y yo me apresuré para no perderlo. De pronto el pasillo parecía haberse hecho mucho más largo de lo que había entrevisto. Mientras lo seguía, podía notar con el rabillo del ojo formas oscuras que se deslizaban por las paredes. Seguimos caminando, dando vueltas, abriendo y cerrando puertas cada vez más grandes y oscuras. El lugar era inmenso. Pero no podía tener esas dimensiones, o por lo menos, desde afuera no lo parecía. Finalmente llegamos a una habitación con las paredes totalmente negras, el piso y el techo totalmente rojos. Un símbolo extraño estaba dibujado en el suelo. Nos paramos encima, y Rosendo comenzó a recitar algo. Alzó las manos y luego las juntó ante el rostro. Se calló y me miró. Empecé a recitar las mismas palabras, y luego hice los mismos gestos. Mi aprendizaje había empezado.
Durante tres horas conjuramos demonios, firmamos varios pactos horripilantes -con sangre, lógicamente-, hicimos aparecer y desaparecer cosas. Nunca había estudiado con tanta pasión en mi vida.
Antes de regresar por los interminables pasillos, Rosendo me dijo:
- Vas a aprender muchas cosas, yo te voy a enseñar todo lo que sé, pero no vuelvas a leer el libro hasta que te lo diga.
Sólo en ese momento me di cuenta que al fondo, en un atril severo, estaba el libro.
Más grande y ricamente ornamentado. La tapa ya no era de un marrón desvaído, sino de un negro brillante y profundo como un abismo, con el mismo símbolo del piso dibujado en un rojo húmedo y cambiante. Era diferente, pero era el libro. Lo sentía. Irradiaba una atracción casi magnética, irresistible -¿cómo no lo había notado?- que parecía llamarme.
Me obligué a volver el rostro hacia Rosendo.
- Hasta que vos lo digas.
Me estudiaba con esa mirada inquietante y voraz. ¿Me creía?
- Vamos -me condujo de nuevo hasta la salida. Nos separamos sin hablar, sin un gesto de despedida.
Regresé a casa como un zombi, repitiendo al azar algunos gestos o palabras que me parecían difíciles, pero cuidando de no terminar ningún conjuro. No tenía un control completo sobre ellos. Apenas vi la cama frente a mí, me tumbé y dormí un sueño sin sueños, Me despertó el llanto de Denise.
- ¡Fuiste vos! ¡Fuiste vos! -gritaba. Me restregué los ojos mientras bostezaba, y la miré sin estar seguro de haberme despertado.
- ¿Qué te pasa, loca? -no había que aflojar con ella.
- ¡Nuestro perro, Tony, está muerto! ¡Seguro que fuiste vos! - La rabia le había quitado el miedo, pero esta vez se equivocaba. Me levanté rápidamente y salí a mirar afuera, donde escuchaba las voces alteradas de mi padre y mi madre, junto a la más controlada de otra persona. Era un policía que estaba tomando nota de las declaraciones nerviosas y de la dantesca escena que se presentaba ante los ojos de nuestra familia y de los interesados y simpáticos vecinos: Tony colgaba de un árbol, el cuello en una grotesca, imposible posición. Aún no habían cortado la cuerda, que se balanceaba suavemente. No pude evitar un escalofrío: mis estudios tenían un costo, y lo estaba comenzando a pagar.
Como se imaginarán, el humor de mi familia no estuvo entre sus picos más altos en esos días. Me refugié en mi habitación, y traté de no pensar demasiado. Cuando dormía, soñaba con uno de los demonios que habíamos convocado en la casa de Rosendo. Tenía la cabeza de Tony, y me ladraba con furia:
- ¡Fuiste vos! ¡Fuiste vos!
El martes a la medianoche fue Rosendo quien me abrió la puerta. Ya no sonreía. Sin mediar palabra, caminamos por los pasillos. Me parecieron aún más largos que la vez anterior. Las paredes latían con miles de pequeños movimientos. Las grandes puertas despedían un calor insoportable. Y había algo nuevo: un olor espantoso se había adueñado de todo el lugar. Resistí a la tentación de preguntarle a Rosendo si se había tirado unos pedos, aunque reí entre dientes. Necesitaba descargar mi tensión por medio de cualquier cosa.
La habitación estaba igual, pero diferente. Más grande y más indefinida. No conseguía ver con nitidez ningún detalle, excepto el atril. Y el libro, que me llamaba. Rosendo me sacó de la fascinación en que había caído:
- Hora de estudiar - él también parecía diferente. Más alto, casi imponente. Los pocos pelos canosos habían dejado lugar a una brillante calvicie. Los escasos guijarros amarillos de su boca habían sido reemplazados por una completa hilera de dientes largos y afilados.
Esta vez, los encantos fueron más extensos y complicados. Casi no podía seguirlos, pero una especie de loca obstinación se había adueñado de mí. Aún a sabiendas de que habría consecuencias para mi familia -los estudios se tenían que seguir pagando- insistí en continuar. Terminé agotado. Al salir, casi no dirigí ninguna mirada al libro, que me seguía llamando, irradiando su misterio y su maldad. Ahí estaba mi vida, ahí estaba mi muerte. Y yo los conocería, tarde o temprano.
En casa, fue tía Silvia quien abrió la puerta, al verme llegar como atontado. Ni me preguntó en dónde había estado. Estaba pálida, y la voz le salió temblorosa:
- Un accidente... tu papá y tu mamá, en el hospital... vamos, te estoy esperando sólo a vos.
No dije una palabra. La acompañé, sin atinar a pensar o hacer nada. En el hospital nos confirmaron lo que ya sospechaba: el choque había sido brutal, mamá estaba muerta y papá se había salvado milagrosamente, pero aún seguía en coma. Le habían amputado ambas piernas. Nadie sabía si despertaría, si habrían daños cerebrales, nadie sabía nada. Denise me miraba. Ella era la única que sabía. Esta vez no lloraba, no me insultaba. Sólo me miraba. La intensidad de su odio me hacía mal.
Esperamos pacientemente, Denise y yo. Nuestros familiares se estaban encargando de todo: compras de medicamentos por un lado, preparativos para el funeral por el otro. Al caer de nuevo la noche, no pude soportar más y me fui. La mirada de Denise era un hierro candente en mis espaldas.
La puerta de la casa de Rosendo se abrió con un encantamiento simple. No me había molestado en tocar. Como un sonámbulo, fui por el pasillo hasta la piecita del televisor y el sofá. Estaban allí, inclusive la latita de cerveza en el suelo. Pero faltaba Rosendo.
- Rosendo -¿ese graznido era mi voz? Nadie respondió.
Caminé de nuevo por el pasillo, hacia los espacios secretos.
- ¡Rosendo! - nada. Silencio. Sólo mis pisadas y el eco. Y mi furia. La sentía creciendo en mi pecho. ¿Cuándo había empezado?
Los pasillos retrocedían ante mí. Pero finalmente llegué hasta la habitación, después de haber atravesado más puertas que nunca. Parado en el centro del extraño símbolo, di una vuelta completa. Nuevamente, la habitación parecía haber cambiado. Las paredes eran rocas de extraños colores, visibles gracias a las antorchas colgadas cada tanto en ellas. El suelo vibraba bajo mis pies, con una desagradable persistencia. Sólo el atril seguía igual. Y la atracción que el libro ejercía sobre mí. Mientras lo miraba, lentamente, el libro se abrió, como invitándome a leerlo. Un convite imposible de rechazar. Me acerqué lentamente. Sin tocarlo, aproximé la cabeza.
El libro se había abierto en donde lo había dejado, siglos atrás. Leí acerca de mí, de mi vida, y de los ocultos propósitos que ahora empezaba a entender, las causas que me habían llevado por el retorcido camino que yo mismo había trazado y que Rosendo sólo amplió. Leí acerca del precio de todo esto: vidas humanas, mi madre y mi padre, y mucho más. Y luego leí sobre Denise. Denise, que estaba parada detrás mío, sosteniendo un machete en lo alto, con extraña facilidad. Denise, que esperaba el momento en que yo dejara de leer para matarme. Denise, mi hermanita, la que siempre sabía lo que yo estaba haciendo, la que me espiaba con sus ojos sabios, la que me odiaba por todo lo que había hecho y por aquello en que le había obligado a convertirse. Denise, la bruja. Con inusitada calma me volví. Tuve tiempo de ver a Rosendo, unos metros atrás de Denise, sonriendo con su hilera de dientes puntiagudos, antes de que el machete se enterrara en mi frente, me partiera el cráneo en dos y me matara.
No la culpo. Yo hubiera hecho lo mismo.
SANGRE EN EL PERIODICO
Hace 18 años que trabajo para "La Verdad", el periódico sensacionalista más escandaloso de Asunción. Violaciones, asesinatos y mujeres desnudas, juntos o por separado, nada es demasiado para el honorable diario. Soy fotógrafo, y ya he visto de todo, siempre al lado de mi cámara, el único compañero fiel que he encontrado hasta ahora. Mi turno es el de la noche, que como se imaginarán, es el más movidito. Las horas en que las cosas pasan. Todo comienza con las esperas, que a veces son tediosas. Ese viernes, estábamos en la puerta de los "Primeros Auxilios", el hospital de urgencias más caliente de la ciudad. El periodista que me acompañaba era un novato. Se había incorporado hacía escasos tres meses, y le habían dado mi turno y mi recorrido. Éramos pareja. Qué emoción.
Lo observé sin mucho interés. Alto y flaco. Vestido de oscuro, lo cual iba muy bien con la profesión de Excavador de Porquerías que había elegido. El rostro chupado, los ojos intensos y una mata de pelo negro abundante y despeinado. No inspiraba confianza ni hablaba mucho, lo cual podría ser un inconveniente a la hora de hacer preguntas a la policía, los doctores, las víctimas o los familiares.
- Julián -le llamé desde el carrito del panchero-, ¿querés uno?
Negó con la cabeza y siguió parado, muy tieso. El muy imbécil debería aprender a relajarse, o a aprender a convivir con una úlcera. Engullí el mejunje en tres bocados rápidos y luego me bajé la Coca de un trago. El eructo posterior fue prolongado, casi pude terminar de decir "Nabucodonosor" en medio del estruendoso sonido. El panchero se rió y un colega de "Popular" se alejó con asco. Julián ni se inmutó. Seguía mirando hacia la calle, esperando atento como un buen y obediente perro de presa.
- Muy bien, pichón -dije entre dientes, mientras terminaba de limpiarme los restos del pancho en el rostro.
Fue cuando llegó la ambulancia, seguida muy de cerca por un automóvil de la policía. Tiré la servilleta y puse la cámara en posición de disparo, mientras corría hacia donde los enfermeros ya habían llegado. Era un festival de sangre, protagonizado por dos vociferantes borrachos, que aún heridos no cesaban de insultarse y amenazarse. Con el rabillo del ojo noté que mi compañero se acercaba, al igual que todos mis colegas. Realmente, parecíamos una pequeña pero efectiva manada de cuervos. Los flashes resplandecieron con su mensaje de luz pública, y las preguntas se sucedían como las cuentas de un rosario. A ramalazos, la historia comenzó a fluir: una riña en donde afloraron antiguos rencores, amores engañados y burlas inmisericordes. Lo demás no importaba, sería rellenado por la inventiva del editor de turno, o del mismo periodista. Los familiares, que ya habían llegado, terminaron por alejarnos. Algunos de nosotros conseguimos infiltrarnos, siguiendo la estela de insultos y sangre, Julián estaba delante de todos, moviéndose sigilosa y rápidamente. No necesitaba preguntar nada: hasta que los doctores los hicieran callar con alguna dosis de anestesia, los borrachos se gritarían su furia, esparciendo los restos de sus secretos a los cuatro vientos. Por fin desaparecieron detrás de una puerta, a la que no pudimos acceder. Me di vuelta, satisfecho. Nada sensacional, pero tenía un par de fotos buenas. Los demás terminaban sus anotaciones y se trasladaban a sus puestos de vigilancia. Sólo cuando estuve afuera noté que Julián no regresaba. Lo busqué con la mirada, pero no lo encontré. Me encogí de hombros: tal vez el baño más próximo lo había reclamado.
Lo volví a ver cuando estaba liquidando el segundo pancho de la noche. Parecía haberse materializado de la nada, el muy desgraciado, pues no lo había sentido venir. Los ojos le brillaban con una luz desconocida. La segunda gaseosa me ayudó a bajar el pancho amontonado en la garganta,
- ¿Qué tal? -fue lo que se me ocurrió preguntar.
- Estoy bastante cerca -respondió Julián, con una semi sonrisa partiéndole la cara.
- ¿Bastante cerca de qué? -indudablemente era un poco rarito, mi compañero. En algún momento tendría que hablar con el jefe de redacción al respecto.
- Me tengo que ir -apenas lo había dicho y ya estaba caminando hacia el auto del diario.
- ¡Momento! ¡Tenemos una guardia que cumplir! -caminaba rápido el muy cretino, tuve que correr para darle alcance. Lo tomé del brazo, pero no pude añadir nada, estaba muy ocupado intentando tragar aire.
- Tenés que hacer más ejercicio y comer menos panchos -fue su amable comentario, antes de introducirse al vehículo. Pero con algún vestigio de mi antigua y proverbial agilidad, pude sentarme a su lado antes que arrancara.
- Vos no te vas a ningún lado sin el fotógrafo estrella del diario -le dije entre dientes,
- Como quieras -respondió y apretó los labios. Era evidente que ya no le sacaría ninguna palabra.
Nos pasamos algunos semáforos en rojo. Bah, los pasamos todos. Conducía rápido el novato. Si lo pescaban con esa velocidad, al carné de "Periodista" tendríamos que añadir unos buenos morlacos para que la cuestión no trascendiera. De algún modo misterioso llegamos a destino sin un rasguño. Estábamos a la entrada de Añareta’í, un barrio de Asunción al que no es recomendable ir sin estar al día con el seguro de vida. Nuevamente Julián pareció deslizarse entre las sombras, y ya estaba a unos seis metros cuando atiné a ocultar la cámara en algún rincón de mi campera y seguirlo.
- Esperáme, carajo -susurré o grité. Pareció recordar que yo existía, y con un rictus de impaciencia se detuvo a esperarme, Cuando llegué junto a él me dijo en voz baja:
- No te separes de mí, Ignacio. Y no intentes fotografiar nada.
Lo seguí humildemente, pero el segundo consejo podía metérselo en el culo. Cuando uno es fotógrafo, es fotógrafo y al diablo con todo lo demás. Ni en la época de Stroessner habían conseguido oscurecer la luz de mi flash, y no sería un pendejo como él quien lo hiciera.
La callecita retorcida en la que nos habíamos internado parecía no tener fin. Nos cruzamos con varias sombras veloces y anónimas, algún cántico de borracho nos alumbró el camino. Finalmente llegamos a una pequeña puerta de madera terciada. Julián entró sin titubear, lo cual no me dejó otra salida que ingresar también. Por lo que sabía, podíamos estar abriendo la puerta de una casita de familia, un aguantadero, un prostíbulo o un almacén. La cachaca que se escuchaba al fondo no aportaba mayores datos acerca del lugar. Ni la oscuridad que ahora nos rodeaba, a duras penas disminuida por el resplandor del foco que provenía de afuera.
- Así que me encontraste -la voz había surgido de algún lugar en lo más profundo de la oscuridad. Me produjo un escalofrío, por la sorpresa y por la textura de la voz, de una potencia casi física. Me puse la mano encima del corazón, en parte para controlar los latidos y en parte para tomar rápidamente la cámara si fuera necesario.
- Sí. Por las señales que dejaste en todos estos meses, era evidente que esperabas que te encontrara -¿señales? ¿espera? ¿de qué demonios estaba hablando el novato?
El aire pareció abrir camino a alguna cosa muy grande, y lo siguiente que sentí a mi lado fue una presencia imponente, apenas iluminada por el foco.
- Y ahora te hacés acompañar por pequeños ratoncitos para que te protejan,
- Escúcheme, señor -dije indignado-, me han dicho de todo en esta profesión, pero lo de ratoncito...
Entonces pude verle el rostro y enmudecí. Los ojos le brillaban con luz propia, una luz sombría que me hacía temblar, y una boca inmensa que se abría, y unos colmillos filosos que me buscaban.
La luz del flash lo sorprendió a el tanto como a mí. Era una, reacción instintiva, tal vez la única defensa física que yo conocía. Con un chillido animal se tapó los ojos y retrocedió con esa velocidad increíble que lo había acercado hasta nosotros. Julián aprovechó el momento. Sentí, más que vi, cómo se abalanzaba hacia el monstruo, y cómo empezaban a luchar silenciosamente, pero con tremenda furia. Fue allí que Julián salió despedido como un muñeco por el aire. Retrocedí hasta encontrar el apoyo de la pared de tablas: necesitaba algo que me sostuviera antes de desmayarme.
La lucha continuaba, pero era evidente que alguien había obtenido ventaja. Los golpes, así como los sordos gruñidos, parecían venir más a menudo de una sola dirección. Rogué que Julián hubiera practicado el boxeo, y con mucha intensidad, antes de ser periodista. Manoteé nuevamente la cámara, y disparé a ciegas. La luz del flash me permitió ver durante un instante una escena similar a alguna que recordaba de "Los cuentos de la Cripta", mi serie favorita de televisión: dos monstruos con alas dándose de zarpazos y mordiéndose enloquecidamente. El segundo monstruo había llegado a la fiesta sin invitación y sin que me diera cuenta. Con la oscuridad siguiente, me vino una repentina necesidad de cerrar los ojos. No los volvería a abrir por nada del mundo. Ni siquiera el prolongado chillido de cerdo sacrificado que escuché a continuación me hizo cambiar de opinión. Escuché entonces algo, un objeto o una pelota, golpeando el piso y rodando hasta algún rincón, y otro algo arrastrándose hacia mí.
- Virgencita de Caacupé, protege a este pecador -balbuceé. Escuché un gruñido de desagrado, y luego la conocida voz de Julián, susurrando:
- Ya pasó todo, Ignacio. Vamos.
Abrí los ojos al mismo tiempo que daba un grito de alegría. Julián parecía estar incorporándose a duras penas, debía haberse refugiado en el suelo. Lo tomé del brazo y esta vez fui yo quien lo condujo a toda velocidad hasta la salida, y por el callejón de regreso al auto.
- ¿Conseguiste ver eso? ¡Eran dos monstruos, dos vampiros! - me respondió con otro gruñido. Sus ropas estaban hechas jirones. Una duda me mordisqueaba, pero me la arranqué del cerebro- Rápido, Julián, vamos a la redacción. Esta vez conduzco yo.
Lo metí al asiento del acompañante. La sensación de urgencia iba ganando mi ánimo, era el viejo instinto periodístico que afloraba una vez más.
- "Vampiros luchan y matan en Añareta-í", ¿qué te parece de título? Aunque eso es cosa de vos y el jefe de redacción. De lo que no hay duda es que tenemos una exclusiva, viejo. ¡Qué buena tu intuición de venir hasta acá! Julián parecía reponerse de a poco. Aspiró una bocanada de aire como si nunca hubiera sentido el sabor de una madrugada. Luego tomó algo del compartimento del costado y me lo alcanzó.
- ¿Qué es esto? -pregunté mirando de reojo el sobre blanco, con un sucinto.
"Señores
El Guardián"
escrito a máquina.
- Mi renuncia. Se acabó. Me voy -la voz de Julián había vuelto a la normalidad, pero obviamente el impacto había sido mucho, demasiado para él.
- Pero por favor, che, si por esto reculás no vas a llegar muy lejos en el periodismo -le tiré de nuevo el sobre, tratando de parecer alegre. La verdad es que escribir en "El Guardián" no era de lo más distinguido de las letras nacionales, pero por lo menos era un comienzo para alguien como él, un desconocido.
- No pretendo hacer carrera en el periodismo, Ignacio. Sólo quería matar a Yoggoth.
Frené bruscamente en medio de la calle. Gracias a Dios eran las tres de la madrugada, y no había tráfico, o la reacción me habría costado un paragolpes roto. Lo miré con renovada atención, la pequeña duda que me había surgido estaba allí una vez más.
- Esperá un poco. ¿Qué querés decir con eso? -la cosa estaba tomando un rumbo peligroso.
- Yoggoth viene haciendo lo mismo desde hace mucho tiempo. Se instala en una comunidad y empieza a generar disturbios a través de su contacto con la gente, que empieza a adorarlo como a un dios. Algo muy peligroso para nuestro anonimato -la sarta de disparates no le hacía mover un músculo. Estaba tan tranquilo que daban ganas de sacudirlo y gritarle "¡basta de idioteces y ponéte a trabajar en la nota!". En vez de hacer eso, le pregunté también con mucha tranquilidad:
- Entonces, a ustedes los vampiros no les conviene la publicidad. ¿Y por qué me estás contando esto?
- Porque cuento con tu discreción, Ignacio -cuando sonrió ya no hubo dudas que me mordisquearan la conciencia como pirañas molestas: los colmillos sobresalían, relucientes y orgullosos, y los ojos se habían transformado en una especie de pozo muy profundo. Levanté los brazos nuevamente, para protegerme o algo así, pero no pasó nada. Los volví a bajar. Julián ya era sólo un recuerdo más de mi - extensa carrera de fotógrafo.
- Carajo, carajo, carajo -fue lo único que atiné a decir. Puse el cambio en primera y conduje hacia el diario, y esta vez fui yo quien me pasé todos los semáforos en rojo.
- ¿Qué tal la cosa? ¿Y Julián? -fue la bienvenida del jefe.
- Ya te cuento, esperá a que revele éstas -le dije mientras pasaba a su lado rápidamente, señalando mi cámara. No quería explicar nada antes de mostrarle las increíbles pruebas de una lucha terrible y diabólica, no en Transilvania, ni en Nueva York, como acostumbraban a mostrarnos algunas películas, sino en Asunción, en la vieja Asunción del tereré, el calor y los mosquitos. Estas fotos serían mi consagración en el diario. Qué digo, en el diario, en el mundo no habría ninguna foto como la mía. Me enorgullecí de mi valentía y de mi temple, en el momento en que mi vida corría verdadero peligro.
- Sólo hice lo que cualquier profesional debe hacer -respondí a la imaginaria pregunta del jefe de redacción con modestia.
Los slides ya estaban listos. Los tomé con ansia, sin esperar a que se secaran. Y allí estaban las imágenes de una larga noche en la ciudad: Una nena golpeada por sus padres, un muerto en un choque en el centro, tres intoxicados por una cena, los dos borrachos mutuamente acuchillados y sangrantes, y por fin dos fotogramas más. Mostraban, a la luz de un flash que los aplanaba, los tablones de madera y el techo de zinc que constituían la pieza en la que había sido testigo de esa lucha entre gigantes. Una mesa volcada, unos cuantos cacharros de cocina, hojas de periódico volando por el lugar, una ventana sin vidrios al fondo. Y nada más. Nada de monstruos mordiéndose ni desplegando sus absurdas alas. Nada de dientes asesinos aportando la prueba que yo necesitaba para mi entrada definitiva a la fama.
Había olvidado que los vampiros no salen en las fotografías.
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