ENTRE LA TIERRA Y EL CIELO
Novela de ERNESTO BERINO PARRA
Editorial SERVILIBRO
Dirección editorial: VIDALIA SÁNCHEZ
Asunción – Paraguay
Junio del 2011 (203 páginas)
ENTRE LA TIERRA Y EL CIELO
La hora configurada en mi teléfono móvil había sonado sin equivocación ni retraso, con la misma puntualidad y estridencia por lo que de un empellón me desperecé. Desde el día en que adquirí este equipo de comunicación esa era la constante, aunque anteriormente el trabajo de indicarme el horario para estar en pie lo realizaba un antiguo despertador que me habían regalado en uno de mis tantos cumpleaños, la verdad ni ya recordaba quién de mis amigos. De todas maneras, hasta aquel día le estuve muy agradecido, sin dudas me había servido por largos años; gracias a él nunca había llegado tarde al trabajo, o a algún que otro evento social del cual muy ocasionalmente solía disfrutar.
La noche anterior, poco antes de acostarme en la cama de dos plazas y media, la misma que compartía con mi esposa Alba y, generalmente, con mi hijo menor de tres años llamado Ricardo, accioné el minúsculo y exacto dispositivo para que éste sonara invariablemente sin posibilidad de error, a las cinco horas con cuarenta minutos.
Esa mañana, al asomar la vista en el nuevo día, a través de los ventanales de mi dormitorio, todo me pareció normal, sin nada significativo que llamara mi atención, con el silencio propio y característico de esas horas del amanecer. Lógicamente no era mucho lo que podía apreciar, pues seguía semidormido sobre mi lecho. Normalmente mi cuerpo amanecía con los músculos doloridos y cansados, y con la maldita certeza que me esperaba un día largo y tedioso, un día distribuido entre el trabajo que tomaba casi todo mi tiempo diurno y luego, en horas de descanso, realizando tareas de escuela con alguno de mis dos hijos, o recreándome con algún programa televisivo de acción o deportivo que me encantaba ver en el único televisor de veintinueve pulgadas que teníamos en la casa, pesado y antiguo, pero con imagen y sonido nítidos. El aparato estaba destinado a la última repisa de listón en la sala de mi casa, muy cercano al enorme ventanal de cuatro hojas que daba su vista a la calle empedrada y poco transitada lindante a mi propiedad.
Habitualmente, casi dormitando, extendía tímidamente mi mano derecha hasta la mesita cercana a mi lecho, volviendo caprichosamente a alterar la hora de levantarme, haciendo chillar el aparatillo por lo menos con cinco o diez minutos de atraso obligatorio, lo que servía para acurrucarme nuevamente a mi cama, abrigándome con la fina sábana floreada depositada en ese rincón, o con lo que estaba a mi disposición lo más cerca posible, desde mi cintura para abajo, para no sentir ese frío penetrante y molestoso normal de la mañana otoñal, generada por vientillos pasajeros del sur o del norte, o la presencia irremediable del manso rocío que se posaba imperceptible en el jardín de pastos y flores que bordeaban mi morada, esperando su deceso que se iría consumando con la presencia irremediable, fulgurante y resplandeciente del astro rey, todavía oculta en su cueva infinita y desconocida a esa hora de la mañana.
Sin embargo, al oír sonar aquella alarma atemorizante y aguda, mi esposa Alba, sin saludarme, se iba levantando, se fregaba los ojos, y antes de transitar hasta el baño y hacer el primer aseo, con premura se dirigía hasta la habitación de mi hija mayor, accionando casi dormida la perilla eléctrica pegada a la moldura de madera ubicada al costado derecho de la puerta, a la entrada del dormitorio, y luego del tic tac de ida y vuelta que se escuchaba invariable en la serenidad de la mañana, ocasionaba que Alejandra reaccionara con vehemencia y malhumor, intimando de mala manera que la luz volviera a apagarse inmediatamente.
Al igual que yo, ella dormía a altas horas de la noche, simulando estudiar alguna lección anterior o jugueteando con su bendito móvil multicolor que lo llevaba a todas partes, y el cual usaba en todo momento. Ese aparato era parte de su vida, tan o más importante misma, o que su madre o yo. Era extraño, pero no podíamos creer que esta niña estuviese tan influenciada por artefactos electrónicos superfluos, por cosas que a mi edad tenían tan poca importancia, o simplemente no existían.
En esos minutos de la mañana todo era lento, su madre tampoco insistía y la dejaba de nuevo acurrucarse por unos segundos más. Pero los minutos pasaban velozmente, por lo que definitivamente debía estar en pie, pues antes de las siete de la mañana estaba el compromiso inexcusable de llegar al colegio. El centro educativo donde cursaba el primer año de la media era riguroso en disciplina, no dejaban pasar por alto ninguna falta, horas de entrada o de salida, uniformes y todo lo concerniente al estudio, la enseñanza era inflexible.
La chica del servicio, llamada Gerundia, aprovechaba el silencio del amanecer despejado y sereno para retozar unos segundos más, hasta que los primeros pasos que se hacían sentir dentro de la casa, y el canto madrugador y matemático del gallo de don Rodolfo, un vecino cercano, provocaba a que ella obligadamente tuviera que levantarse sin alternativa alguna, haciendo gestos imperceptibles, pero que sin embargo se notaban advirtiendo contrariedad, buscando ganar minutos antes de empezar el extenuante y cansador día laboral. Entre las múltiples ocupaciones y compromisos de esta señorita, estaba la organización de todo lo concerniente al desayuno, normalmente se preparaba té o café con leche, pan, medialunas o algunas galletitas dulces con manteca o dulce de guayaba o membrillo.
Mientras estos acontecimientos se iban sucediendo yo seguía en mi cama, revolviéndome a mis anchas de un lado para otro, extendiendo los brazos y las piernas, retozando plácidamente, aprovechando las dos plazas y media de extensión de mi colchón a resortes para mí solo, hasta que esos cortos minutos llegaban a término y el despertador implacablemente hacía de las suyas, sonando repetidamente dando aviso que la hora de nuevo había llegado.
- ¡No! -dije golpeando mi reloj con mesurada violencia hasta que dejó de chillar.
Era una contrariedad levantarme tan temprano y tener que estar en la oficina recién para las ocho de la mañana, pero qué le iba a hacer, obligatoriamente debía llevar a mi hija hasta su colegio, ya que su madre se encargaba de llevar a nuestro hijo menor, pues su horario de entrada a clase era recién las siete y treinta de la mañana.
Ese día amanecí sin mucho ánimo, como si algo no estuviese del todo bien, pero en casa por lo menos las cosas aparentaban estar en óptimas condiciones, por lo que me tranquilicé, y encogí con ímpetu mis pesadas piernas desde el fondo para adelante, hasta hacer un impulso final y llegar a tocar de un salto el piso frío. Verdaderamente me volví un acróbata, no pude creer que de un solo salto ya estuviese en una posición a la que siempre me había costado mucho llegar. En ese instante percibí claramente que estaba sentado en el borde de la cama, tomé el retrato de mi santo favorito, San Expedito, y lo llevé entre mis manos hasta besar sus pies, luego lo volví a dejar en el mismo lugar, justo encima de la mesilla adjunta a mi lecho.
- ¡Rogelio!... ya es hora -pronunció Alba, pensando en que seguía dormido. La mesa con los utensilios y el desayuno estaba servida y los minutos pasaban volando.
- Me estoy levantando, enseguida estoy, mujer -dije con voz sumisa; sin embargo, hasta ese minuto seguía adherido al límite de mi lecho, creo que cogiendo fuerzas antes de generar la decisión de incorporarme finalmente, y llegar para el aseo hasta el baño ubicado en la misma habitación, a muy pocos metros.
En ese mismo instante oí cierto grito que me dejó en ascuas. Observé de un lado para otro, hasta contenerme en pie elevando mis talones y llevando mis ojos hasta la pequeña ventanilla circular que lindaba con la cochera de la casa. Era evidente que el susurro poco común provenía desde la adyacencia del dormitorio principal. Sin embargo, para mi tranquilidad, rápidamente pude apreciar que aquel sonido molestoso y poco común no provenía del interior de la casa, sino de algún otro lugar que hasta ese instante no pude ubicar, eso era categórico, por lo que permanecí más sereno.
- ¿Qué es ese ruido? -indagó mi señora desde el comedor, creyendo que el chillido se originaba en la habitación central de la casa.
- ¡No lo sé! -contesté sin ánimo. De todas maneras, hice un esfuerzo más, y dirigí la vista a la pequeña ventanilla lateral intentando descifrar lo que había sucedido. Pero al minuto desistí de la intención de indagar sobre aquella incógnita, y procedí a mi aseo personal. Tras proveerme de la reparadora ducha de agua fría me relajé por completo, cogí la enorme toalla fresa con pintones marrones y negros que estaba colgada en ese lugar y me envolví en ella frotándome por todo el cuerpo, desinhibidamente, sin la mirada complaciente o perturbarte de mi señora pues estaba solo. Extrañamente siempre fui un hombre tímido, con prejuicios, sin la soltura de otras personas que sin pudor podían mostrar todo sin ruborizarse. En ese instante, percibí una voz tenue que me llamó.
- ¡Padre!... ¿estás allí?
Por su voz la reconocí, era Alejandra, mi hija. Con la actitud sutil y complaciente con la que se estaba dirigiendo hacia mí, percibí que pretendía ganar tiempo buscando ingresar al baño de mi alcoba, pues con seguridad el otro estaría ocupado por Gerundia. Esta mujer tenía la maldita costumbre de usar ese lugar a esa hora de la mañana, a pesar de que en reiteradas ocasiones se le había indicado que ella debía usar el retrete que estaba fuera de la casa, en el límite de la propiedad. Pero era evidente que esta chica tenía problemas de retraso, pues de cada diez indicaciones que se le precisaban, ella sólo podía recordar cuanto mucho tres y realizarlas tal cual se le había indicado como máximo una. Ese era uno de los problemas que en la casa teníamos con ella, especialmente con mi señora y con Alejandra, pero se la toleraba porque apreciábamos que era una chica honesta y trabajadora.
- ¡Ya voy! -contesté, pues estaba saliendo de aquel espacio.
- ¡Gracias! -dijo ella, mientras me esperaba en el umbral de la pieza, más tirada hacia el costado del pasillo.
En ese momento, pude distinguir vagamente entre la divisoria de mi habitación y la puerta entreabierta caminar velozmente a Gerundia, que efectivamente iba saliendo del otro baño. Al percibir eso, Alejandra me hizo un gesto con la vista y cerró la puerta de mi alcoba suavemente, indicándome que tomaría el otro lugar, el que en ese momento estaba ya vacío. Recorrí unos pasos y aproveché para dar vuelta la llave en la cerradura. Mi intención era quedarme solo y lograr vestirme tranquilamente, considerando que ya había pasado sobradamente las seis de la mañana, y mi tiempo se iba haciendo corto. Pero antes de empezar con aquella tarea, nuevamente un golpe suave indicó que alguien llamaba a la puerta, volví tras mis pasos y recostado levemente intentando cubrirme con lo poco que tenía a mi disposición, observé de quién se trataba.
Esta vez era Alba que me estaba trayendo el pantalón de vestir, la camisa blanca y la corbata granate que ese día iría a utilizar, planchados pulcramente, cogidos de una percha de madera que la portaba entre los dedos de su mano izquierda.
- ¡Ya voy! -confirmé sonriendo por mi temerosa actitud.
- Alejandra está lista, sólo te espera a ti -me hizo saber. Sonreí, si eso era cierto esta sería la primera vez en que ella estaría preparada antes que yo.
- ¡Gracias!, en segundos estoy junto a ustedes.
Ella volvió a caminar en la misma dirección de donde había llegado, el comedor de la casa, por lo que la fui perdiendo de vista rápidamente. Ese era el momento en que obligatoriamente debía apurar mis movimientos, y solicité a Alba que encendiera el motor de mi vehículo.
- Las llaves están sobre la mesa de la sala, sobre el maletín negro - le indiqué, a pesar que ella sobradamente sabía la ubicación de cada una de mis cosas, y en especial las llaves de mi automóvil. Pero aquel gesto era parte de mi personalidad, ya que desde muy niño actué de la misma manera, haciendo saber a las personas el detalle de lo que precisaba.
Con la ternura y amabilidad de siempre ella cogió las llaves así como le había indicado y sin demora oí que efectivamente se había encendido el motor de mi automóvil.
- ¡Gracias!... -pronuncié gritando desde mi alcoba.
Pero ella no contestó. Por el susurro característico que propalaba el motor en marcha, era evidente que no me había oído. De todas formas quedé satisfecho, sólo faltaba terminar de vestirme y bajar hasta el comedor e ingerir el desayuno que ya estaba preparado y servido, esperando sólo mi presencia. Ese tiempo duró unos instantes, entre abrocharme el último botón de la camisa, y sujetarme debidamente el cinto marrón de hebillas marcadas con mis iníciales, que mi madre me había regalado hacía quince días, en fecha de mi aniversario número cuarenta y uno, y estaría allí, vestido con aquel uniforme que Alba me había preparado, listo para el inicio de la jornada que se fue precipitando rápidamente.
Mi perro caniche llamado Tobías no paraba de ladrar, era extraño, pero aquella reacción llamativa me tenía desconcertado, a tal punto que antes de servirme el desayuno salí hasta el patio frontal para ver qué sucedía, pero nada, sólo un pequeño vientillo remolineaba jugueteando con las hojas y flores que esa noche se habían desprendido de sus juncos, lo que no era motivo suficiente para que aquel animal se comportara de esa manera, por lo que tuve que llamarlo por su nombre varias veces.
- ¡Tobías!... ¡Tobías!... -vociferé con vehemencia.
Pero él en ningún momento me hizo caso, sólo echaba peste mirando fijamente al horizonte más cercano, que no era otra cosa que el empedrado resquebrajado y roto que obviamente ni se inmutaba por sus ladridos. En eso, una pisada casi imperceptible se aproximó a mi cuerpo, por detrás, con mucho sigilo giré lenta y pausadamente la cabeza queriendo creer que allí se encontraría el motivo a su barullo, pero al terminar de voltear vi sorprendido a Alejandra, que me miraba sonriendo cándidamente, parada muy cerca de mi automóvil preparada para la salida, con varios cuadernos y carpetas que estaban sostenidos entre sus brazos, sujetados por su mochila de hilo amarillo verdoso, esperando que yo dejara de perder mi tiempo en aquella bestialidad, y la ayudara a llevar sus pertenencias hasta el interior de mi automóvil.
- ¡Ya estoy, padre! -me dijo, mirándome directo a los ojos, haciéndome sentir hasta un tanto culpable por mi demora.
Sonreí y me puse rojo de vergüenza, esta era la primera vez que ella se me adelantaba. Llamativamente siempre fui el que la correteaba a fin de tenerla lista lo más pronto posible, y no encontrarme con el fatigoso e impenetrable tráfico mañanero, que para ser sincero me tenía con los nervios de punta cada día.
- Disculpa, en segundos estoy contigo -dije y me retiré de nuevo en dirección a la sala, pasando por el comedor y finalmente llegando a mi habitación.
Definitivamente no estaba listo, me faltaba coger mi billetera, mi pañuelo y mi peine amarillo grueso que, por cábala, debía guardarlo en el bolsillo derecho de la parte posterior de mi pantalón azul de vestir. Además, faltaba el ritual más importante, saludar por última vez antes de salir de la casa a San Expedito, con el cual cotidianamente conversaba por unos segundos solicitando protección y ayuda por el día que iba a iniciarse, para que todo me saliera como yo lo había planeado. Mientras estaba con mi santo entre las manos escuché las puntillas de un calzado fino y corto, alcé la vista suavemente e interrumpí mis oraciones por unos segundos, hasta que alguien sutilmente me hablo.
- Nuestra hija ya está en el vehículo, esperándote.
- Gracias, ya salgo -contesté con un pequeño cargo de conciencia, sin intención estaba demorándome más de lo habitual. El día no había empezado, pero a esas alturas ya se convirtió en un vaivén de situaciones y circunstancias poco claras que, para ser sincero, ya me tenían preocupado.
Faltaban alrededor de veinte minutos para que fueran las siete de la mañana, la hora marcada para que Alejandra empiece sus clases en el colegio San José; sin embargo, ese día, sin perder tiempo ella se había acondicionado en el asiento delantero de mi vehículo, esperando paciente y tranquilamente que yo llegara hasta aquel lugar. Luego del ruego obligatorio tomé la mano de Alba y nos dirigimos pausadamente transitando hasta llegar a la cochera de la casa, recién allí me despedí de ella.
- Ya nos vamos -le dije, pero antes le regalé un último beso.
- Que todo les vaya bien -me contestó ella sonriendo tiernamente.
- Gracias -fue lo último que pronuncié, y casi corriendo me aproximé hasta la portezuela de mi automóvil.
Mi vehículo era un modelo especial, súper saloon turbo diesel. A principios de año, luego de mucho analizar, por fin me decidí. Adquirí el automóvil en un remate de la firma representante a muy buen precio, por lo que por fin pude tener un vehículo casi nuevo, con todas las documentaciones en regla que el mismo proveedor me lo había entregado a través de una escribanía, lo que obviamente me tenía tranquilo en ese sentido.
En segundos estaba sentado casi pegado al cuerpo de mi hija. Tras abrochar el cinturón de seguridad, todo estaba preparado para la partida. Finalmente, presioné con suavidad el dispositivo eléctrico que al pulsarlo obligaba al portón basculante a elevarse lentamente, luego, haciendo la última reverencia al Señor de los Cielos, a través del rosario enganchado del espejo retrovisor dispuesto en la parte superior de la cabina de mi automóvil, guié con diligencia mi mano derecha y tomé la palanca de cambio ubicándola en posición de reversa. Esta actitud me hizo llegar sin contratiempo y en pocos segundos hasta la zona central de la calzada. Condicioné la vista y observé que el movimiento vehicular era escaso, sólo algunas que otras personas transitando cansinamente por las veredas adyacentes. Eran segundos que yo iba consumiendo, disipando mi tiempo advirtiendo todo lo que había a mi alrededor. Definitivamente, esa mañana estaba raro. Fue como si las manecillas de mi reloj se hubiesen atascado entre sí, lo cual literalmente era imposible, pero era la sensación que mi mente profesaba, hasta que un bocinazo chillón que yo mismo generé intempestivamente llamó mi atención.
Insólitamente el rostro se me sonrojó y la sangre me ardía con vehemencia. Alejandra que estaba a mi lado gesticuló el cuerpo, y quedó espantada al verme inspirar gestos que se me notaron claramente a través del semblante. Era evidente que algo misterioso me había sucedido, pues sin darme cuenta achicharré de un golpe la chapa frontal de mi vehículo estrellándolo contra la diminuta mampostería divisoria de la propiedad. Tras el susto sonreí; sin embargo, temblaba de pies a cabeza. Obviamente no tenía otra forma para distender el momento, el que se había comportado de manera absurda era yo.
- Perdón, perdón -dije en voz baja pero no volteé la mirada, me mantuve con la vista enclavada en cualquier parte, menos hacia el rostro tembloroso de Alejandra.
Alba, que estaba posada a metros de nuestra presencia esperando que nos marcháramos para despedirse, se acercó rápidamente, con un gesto me hizo entender que nada importante había sucedido. Eso me tranquilizó y resolví coger el volante de mi Toyota, guiarlo pausadamente por el empedrado puntiagudo y finalmente dirigirme hasta la avenida. Por última vez la saludé, luego del susto que ella también recibió se mantuvo fiel observando detenidamente el movimiento que íbamos desarrollando. Este ritual lo había practicado inconfundiblemente todas las mañanas de cada día durante todos estos años. En pocos segundos de haber echado a andar mi hermoso automóvil, perdí de vista a mi señora. Eran solo dos cuadras largas las que me distanciaban hasta llegar a la ruta principal, donde sí, efectivamente, el movimiento vehicular era incesante, los vehículos circulando sin perder segundos de un lado para otro, incluso algunos insensatos desarrollando velocidades poco prudentes, considerando el congestionamiento motor y el movimiento de gente buscando tomar alguna línea de transporte público o simplemente llegar caminando hasta el lugar de sus ocupaciones. De esa forma, se estaba presentando aquella mañana.
Con Alejandra solíamos situar el dial del autoradio en una emisora que difundía música nacional, pero ese día los dedos de la mano se me fueron sin interpretación lógica hasta otro dial que no era precisamente el que solíamos escuchar, en segundos me percaté que allí se propagaban las noticias impresas en los seis diarios vespertinos, haciendo del programa radial un espacio variado de difusión de noticias nacionales e internacionales. Yo, definitivamente, estaba raro aquella mañana y de ello se percató mi hija, puesto que ella más que nadie me conocía a la perfección.
- Padre, ¿qué sucede?
- Nada -contesté frunciendo el ceño y encogiendo la mirada, sorprendido de mí mismo.
Así íbamos, lentamente, con el tráfico impresionante. Aquella situación sólo nos permitió desarrollar una velocidad que oscilaba entre diez a veinte kilómetros por hora, lo que evidentemente propiciaba que nuestra llegada al colegio San José, esa mañana, fuera lenta y nerviosa. Poco antes de conseguir nuestro objetivo, a unas dos cuadras, observamos que policías de tránsito estaban como siempre obstaculizando el fluido movimiento vehicular, simulando algunos controles de rutina que no eran otra cosa que buscar algún acercamiento impropio, y generar de esa manera que ciertos centavos llegaran hasta sus bolsillos, lo que naturalmente dejaba malhumorado a los motoristas que viajaban con los minutos contados, sin considerar, además, que ese horario naturalmente ya era insoportable, pero como ellos siempre tienen la razón, sólo restaba tranquilizarme, y pensar que en ese momento no pasaba de las siete de la mañana.
- Padre, ¿por qué no me dejas aquí y llego caminando hasta el colegio?
La contemplé serenamente, me pareció que hablaba en serio y que sus intenciones eran plausibles. Lo que ella no quería era que entrara en cólera y que a pesar de aquel inconveniente inesperado, esa mañana llegara tranquilo a mi trabajo.
- ¡Gracias!, pero tengo mis documentaciones en regla, así que no me preocupa que estos policías me soliciten mis papeles -contesté mirándola tiernamente.
En ese momento sentí la impresión que mi hija me estaba cuidando, preocupándose por mí. Su loable actitud me repuso el humor, ya que ese detalle no solía ser común en ella. Efectivamente, cuando nos fuimos aproximando al punto donde estaban estos inspectores municipales aminoré la marcha, y encendí la luz ubicada en el techo de mi automóvil. Ese ritual lo profesé toda la vida, no sé porqué, pero siempre me dio buen resultado, me parecía que ayudaba a que ellos me dejen pasar sin problemas, y como en ocasiones anteriores, gracias a Dios, esa mañana así fue. El funcionario que por su vestimenta y la posición que ejercía en el trabajo de control me pareció era el de mayor rango, pues sólo estaba parado a un costado controlando el desempeño de los otros funcionarios, fue el que dio el ok para que yo pasara sin inconvenientes, por lo que al transitar muy cerca de él, a velocidad mínima, bajé la ventanilla de mi lado y lo saludé con la cabeza. El hombre se merecía aquel gesto, fue muy amable conmigo. Sin embargo, apenas me sonrió; pero ya no di importancia a ese detalle, mi objetivo era zafarme cuanto antes del control, y para mi fortuna eso fue lo que ocurrió. En ese momento, miré de reojo mi reloj y percibí que tenía algunos minutos de tiempo a mi favor, eso me tranquilizó. Por aquel motivo, lenta y plácidamente, me estacioné entre los muchos vehículos que allí se encontraban. Evidencié que algunos conductores estaban con la tarea de bajar a sus hijos, otros, sin embargo, buscando de nuevo ganar la avenida principal y retirarse cuanto antes de ese espacio. El caos se apoderó del lugar y del momento, pues todos estaban con apremios de tiempo.
Alejandra me regaló dos besos en la mejilla y una sonrisa tierna en el momento de estirar la mano y abrir la portezuela del automóvil. Ella descendió rápidamente y tras un vistazo aprovechó la orden del inspector de tránsito y se dirigió hacia la entrada lateral del colegio. En segundos dejé de verla, se había perdido en la inmensidad de la construcción y la cantidad de alumnos que por ese pasillo iban ingresando. Relajado y sereno por haber dejado a mi hija sin inconveniente en el centro educativo San José, cogí de nuevo la dirección de mi vistoso automóvil importado y lo dispuse lentamente en posición a mi trabajo, es decir en dirección al centro de la ciudad, a unos quince kilómetros de distancia de donde estaba en ese minuto, lo que sin embargo por el tráfico intenso del horario mañanero aquello se dilataría a unos treinta minutos de tiempo para llegar. De todas maneras, ello era suficiente, por suerte no tenía esa premura sobre mis espaldas. Me desplacé lenta y pausadamente en la dirección a la cual debía ir, por el contrario de los otros motoristas que sí mostraban premura en sus desplazamientos, hasta que algo inesperado y llamativo sucedió.
Sorpresivamente, el chillido sutil pero firme emanado de mi teléfono móvil sonó con pronunciada intensidad una y otra vez. Intimado por la estridencia repetitiva escabullí mi mano derecha haciéndola llegar hasta el bolsillo central de mi saco negro, el cual a centímetros de mi posición estaba enganchado sobre el asiento trasero de mi vehículo. Con la punta de mis dedos sujeté el sofisticado y moderno equipo de comunicación que allí estaba guardado y lo llevé hacia mí. El movimiento corporal que desarrollé fue lento, obviamente debía estar pendiente de no cometer ningún desliz que ocasionara algún accidente de tránsito no deseado. Pero, al segundo de haber sonado, el chillido dejó de escucharse.
Insólitamente nunca había recibido alguna llamada a esa hora de la mañana, generalmente si alguna persona precisaba comunicarse conmigo lo hacía, como mínimo, después de las nueve horas. Aquella situación casi anormal precipitó mis palpitaciones y me indujo a coger imperiosamente el aparato de comunicación y determinar quién me había llamado. Al segundo, lo tuve entre mis manos nerviosamente y pulsé con violencia el indicador de llamadas perdidas a fin de identificar a la persona que pretendía comunicarse conmigo. La sorpresa no se hizo esperar, la llamada no recibida generada unos segundos antes era de la casa de mi madre, de Elena.
Ella era una mujer entrada en edad, para ser exacto en agosto próximo estaría cumpliendo ochenta años. La llamada que no pudo concretarse empezó a inquietarme, un sudor frío se apoderó de mi cuerpo dejándome temblando alteradamente. Me intimé a llamar buscando confirmar el motivo de la urgencia de aquella comunicación. Pero antes de pulsar los números mi aparato móvil volvió a sonar con ruidosa intensidad.
En ese momento me alarmé verdaderamente, era lo más llamativo que me podía suceder a tan tempranas horas. Elena era mi prioridad. Luego de la muerte de mi padre el 27 de octubre del año 1981, era la persona más importante de mi vida. Para mi impaciencia efectivamente aquella llamada se había originado en su casa, y la voz que identifiqué claramente desde el otro lado del teléfono fue la de María, el ama de llaves y encargada personal de los cuidados y necesidades que a esas alturas de su vida Elena iba a precisar. Al saludarme, sentí una voz preocupante y agitada.
- ¡María!... ¿qué sucedió, cuéntame? -dije.
Ella entrecortó la voz y se mantuvo silenciosa a pesar de mi insistencia. Intenté serenarme, conté hasta cinco y de nuevo la indagué.
- ¡María, habla!, habla de una vez... -le dije en esta ocasión con más vehemencia. Sin alternativas para deshacerse de mi inquisición ella me respondió por fin.
- Doña Elena tuvo un desvanecimiento repentino y está mal.
- ¿Cómo? ¡No puede ser!...
- Sí, sí señor, es verdad -me volvió a decir y se echó a llorar.
- ¿Y cómo fue?, habla, mujer.
- Al pretender levantarse esta madrugada se desvaneció repentinamente.
Fue lo último que oí y corté la llamada, ya no quise oír. Era como si un balde de agua helada se me hubiera derramado sobre el cuerpo en aquella fría mañana de mayo. El teléfono, que lo tenía posado entre mi mano derecha y el tímpano, lo solté bruscamente, un temblor inesperado invadió súbitamente todo mi ser. Las pocas palabras que hasta ese minuto María había pronunciado eran muy fuertes, algo que me desgarraba por dentro y por fuera, pues aquella desgracia no estaba en mis planes.
Mi madre siempre había sido mi sostén y mi impulso en la vida. Luego de la muerte de mi padre, ocurrida cuando yo apenas tenía quince años, ella se convirtió en mi guía, mi protectora y mi amiga. Elena siempre fue una mujer valiente, decidida, capaz de enfrentar los problemas más difíciles con tenacidad y valor, pero este golpe que hoy la vida le prodigaba definitivamente no sería fácil de enfrentar. Así cavilé, aún sin tener certeza de lo que en realidad estaba sucediendo.
En ese instante, forjé un esfuerzo y decidí llamar. De nuevo cogí el aparato móvil que lo ubiqué difusamente tirado sobre la goma del sostén y lo accioné. Impávido se hallaba éste casi pegado a la portezuela del sitio del conductor, muy cerca de mi cuerpo. Una vez entre mis manos lo dirigí hasta hacerlo llegar a mis oídos. Llamativamente, percibí que la llamada anterior que María había hecho unos segundos antes nunca se había cancelado, por lo que rápidamente aprecié irrumpirse en mis sentidos un llanto que sonaba sin detenerse, con mediana intensidad, e insistí con vehemencia.
- ¡Hola!... ¿alguien me oye?... -dije con fuerza, pensando que ella recepcionaría la llamada, pero nadie contestó, pues el llanto no se detenía, pero volvía insistir con más fuerza en mi timbre de voz
- ¡Hola! -dije de nuevo. Recién allí ella volvió a contestarme.
- ¡Señor!... ¡Por favor, venga pronto!
Todavía estaba lejos de la casa de mi madre, el tráfico era infernal y mis nervios no me permitieron pensar con soltura. Pero la decisión estaba tomada, no había marcha atrás, debía llegar a la casa de Elena lo más rápido que pudiera. Por el camino fui deliberando nublosamente, hasta que algo en mi intelecto me indicó que llamara de inmediato a casa, y así lo hice.
- ¡Hola! -dijo una voz que me pareció era la de Gerundia. No me equivoqué, era ella. - Quiero hablar urgente con Alba -ordené con arrebato.
- Ya enseguida, señor -me respondió ella.
Esperé nerviosamente, con el teléfono móvil pegado al tímpano, que mi señora llegara hasta el teléfono, pero nuevamente fue Gerundia la que me contestó, explicándome que Alba había entrado a ducharse. Entonces dije, intimándola:
- Que me llame de inmediato, es una urgencia -percibí que Gerundia quedó asustada, pues me cortó el teléfono sin contestar.
En segundos de espera que me parecieron eternos, conduciendo mí automóvil por aquella transitada avenida de Asunción, a gran velocidad, sonó de nuevo mi teléfono. Presagiando que se trataba de Alba cogí velozmente el aparato móvil y de inmediato le solicité que fuera hasta la casa de Elena, que allí nos encontraríamos. Ella no tuvo coraje para preguntar, sólo dijo:
- ¡Ya voy!
Nunca contesté, sólo corté la llamada. Mis nervios, a medida que pasaban los minutos, se fueron incentivando, pero gracias a Dios ya estaba cerca, a pesar que no quería ni imaginarme la sorpresa que me esperaba, ya que la corta conversación que mantuve con María sólo fue para darme aquella ingrata noticia, nada más. Alba, que se encontraba más cerca, considerando la distancia y el poco tráfico, obviamente, podría llegar antes que yo, o por lo menos en el mismo momento.
Y así fue, efectivamente al dar la última vuelta a la esquina más próxima a la casa de mi madre, pude divisar borrosamente la camioneta de mi señora, las señales eran de escaso movimiento. Eso de nuevo llamó mi atención, pero las especulaciones definitivamente terminarían en unos instantes, pues sólo veinte metros me separaban de aquella desgracia.
El fino ronquido del motor de mi automóvil y su potente bocina, la cual pulsé con determinación, indicaron mi llegada. La verdad es que estaba desesperado, con el rostro desdibujado y rojizo de la tensión y de los nervios, de ver precipitadamente un rostro conocido, que por lo menos alguien me pudiera informar del estado en que se encontraba en ese momento mi madre, ya que a pesar de mi conversación corta pero directa con María, la ilusión de ver a Elena no tan grave me tenía esperanzado.
Para mi desgracia, aquel anhelo que tanto ambicioné se esfumó de inmediato. Además, al pretender estacionarme por detrás de la camioneta de Alba, se generó el segundo inconveniente mañanero, pues deslicé compulsiva e inconscientemente el paragolpes frontal de mi automóvil contra el mojón demarcatorio entre la vereda de granito nacional y el pavimento inmediato. Evidencié en mi intelecto que aquella imprudencia generada con los nervios no era buena señal, y el golpe lo sentí penetrar como puñal en el pecho. Desde siempre, desde el primer día en que había adquirido aquel antiguo pero bonito escarabajo blanco modelo fusca, había cuidado con delicadeza y dulzura mis vehículos, pero esa mañana del jueves 26 de mayo del año 2005, con los nervios consumiéndome, maltratando mi conciencia y mi percepción, lo único que concebía mi mente y mi ser era determinar cuanto antes la verdadera situación sobre la salud de mi madre. Lógicamente, eso me volvía loco, sin la mínima capacidad para dominar mis instintos y mis impulsos.
Procedí briosamente, retiré la llave incrustada en el motor de arranque de mi automóvil y la hice llegar hasta el orificio de la cerradura exterior, rápidamente. La idea fue clausurarlo sin demora. Tras concluir con ese requisito, abroché el manojo de llaves al pasacinto de mi pantalón de vestir, y me encaminé hacia la casa. Cuanto mucho eran unos cinco a siete pasos, nada más. Sin embargo, los minutos se hicieron eternos. Finalmente, me posé sobre el pavimento roto frente a la morada de Elena. Al segundo, fui separando briosamente con mis dos manos la ruidosa y herrumbrada portilla divisoria, la que emergía de límite entre la propiedad y la vereda lindante a aquella finca. Desde esa nueva posición pude advertir desordenadamente a Lidia, transitando frente a las tres habitaciones y la diminuta cocina comedor. Ella era otra de las chicas que compartía la casa con mi madre y con la señora María, por lo que de inmediato la llamé. Al percatarse de mi llamado, ella fue velozmente a mi encuentro. Su rostro estaba visiblemente desmejorado, y temblaba inconteniblemente, con síntomas de haber llorado. Sus enormes y bonitos ojos marrones, esta vez, estaban rojos como tomates. Sin embargo, por la angustia y la impaciencia con que había llegado, extrañamente quedé sin reacción, sujetado sin insinuar un solo paso y sin pronunciar una sola palabra. Hasta que obligadamente...
- Lidia... -dije a media voz, buscando ganar su confianza. Pero ella no me contestó, sólo me asistió con la mirada perdida, con el rostro enajenado y doliente, sin la reacción propia de su naturaleza, pues yo sabía de su carácter.
"Otro mal presagio", pensé.
Indudablemente, las cosas no estaban bien, de eso me percaté incluso antes de ver a mi madre. Mi obligación era reaccionar ante el infortunio que era evidente, por lo que tuve que intimarla con una pregunta atragantada en mi garganta desde la última comunicación con Marta.
- ¡Lidia! -dije de nuevo; esta vez, utilicé toda mi potencia de voz, al extremo de atemorizarla. Ella era una chica mayor, pero menudita y pálida, por lo poco que solía alimentarse y los medicamentos que consumía por cualquier motivo y en cualquier horario. Me contempló fijo y empezó a tartamudear. Estaba impresionada, sin la capacidad de responderme. Pero...
- No sé... -dijo, lo que me acobardó todavía más.
En ese momento medité. "Soy el único hijo de Elena, la persona a quien ella ama entrañablemente, el motivo y la fuerza de su existir, el ser a quien cotidianamente regala los cariños y el amor de madre, debo tener valor, Señor, ayúdame".
A pesar de los pensamientos que intentaron fortalecer mi actitud, estaba en lo mismo, inseguro o más bien temeroso y aterrado de lo que podría encontrar. Siempre fui un hombre débil cuando de mi familia se trataba, lo que obviamente en este caso empeoró las cosas. Lo que menos quería era ver a mi hermosa Elena postrada en la cama, así como nunca quiso estar. A pesar de sus años siempre trató de estar en pie, de no entregarse a las dolencias y los achaques cotidianos y normales de la vejez, a ser la mujer fuerte y luchadora que nunca se entrega. Ese era mi temor, y esas las ideas que se abarrotaban sin piedad en mi intelecto, ideas que salían y entraban como Juan por su casa. Para mi desgracia y mi impotencia a la vez, en ese instante estaba sin la certeza ni el conocimiento de nada concreto, no conocía los detalles de su enfermedad, pues nadie me había podido dar razón de aquella circunstancia hasta ese minuto. Sin embargo, ya estaba allí, a unos pasos de su habitación, por lo que me intimé a tomar coraje y llegar junto a ella.
De ahí en más no volví a abrir la boca, me mantuve callado y avancé presuroso, dirigiéndome hasta aquella fracción de la vivienda, hasta aquellas cuatro paredes que yo conocía perfectamente, pues la había visitado infaliblemente durante toda mi vida, cuando llegaba a tempranas horas de la mañana o antes de retirarme al atardecer. Aquel era el lugar sagrado e íntimo que ella profesaba, la habitación que compartió con mi padre por largos años, y donde hoy tenía guardado los recuerdos más hermosos de su vida, sus sueños, y la esperanza que la mantenía con vida. Hasta ese bendito y recóndito espacio me fui dirigiendo, sin intenciones de detenerme, pero unos pocos pasos antes de llegar se interpuso en mi camino la señora Victoria, una enfermera como de cincuenta años, vecina de mi madre.
- ¡Espera! -me dijo y me cogió del brazo.
Yo la miré. Cavilé rápidamente que su actitud se trataba de una nueva señal, que esto me confirmaba que algo malo efectivamente había sucedido. Llamativamente para mi percepción, ella me regaló una respuesta diferente.
- Tu madre está bien, no te impacientes.
Pero era innegable que me estaba mintiendo, su intención fue darme fuerzas para llegar hasta donde estaba ella con la mayor tranquilidad y aplomo posible. Obviamente aquello era difícil, por no decir imposible; sin embargo, se lo agradecí. Volví a girar el cuerpo esquivando su presencia levemente y, por fin, decidido me orienté en dirección a la habitación donde estaba Elena, sin que ya nadie me detuviera. Al segundo llegué, pero no me animé a ingresar, me paralicé en el umbral de la habitación y desde allí contemplé lo que estaba aconteciendo. Ellas estaban paradas silenciosamente. Alba adherida al cuerpo de María, contenida por el extremo superior de la camita y la pequeña repisa colmada de santos y velas. La otra vecina y sobrina de mi madre, llamada Elodia, estaba acariciando sus pies suavemente. Al verme llegar, voltearon instintivamente. Alba, quien estaba en dirección a mí, me intimó con la vista, entendí por su gesto sumiso y tierno que más bien quería regalarme fuerzas para no desfallecer. Recordé compelidamente cuando me despedí de Elena la tarde anterior. Insólitamente, esa vez estaba rebosante de salud, íntegra, sin dolores ni síntomas que me alertaran sobre esta situación imprevista, como la que inesperada y dolorosamente estaba viviendo en ese instante. Elena me había concebido cuando tenía treinta y nueve años de edad, prácticamente en una de las últimas oportunidades que la vida le había regalado para traer un hijo al mundo, como ella misma solía decir, agradeciendo al Señor por aquella dicha y bendición. Definitivamente, estaba enamorado de mi madre y ella de mí.
- Rogelio, ven, acércate -pronunció Alba.
Los minutos pasaban velozmente. Yo, sin embargo, agitado y dolorido no me animaba a llegar hasta donde se encontraba ella, la impresión de verla desvanecida en aquella cama que había utilizado invariablemente durante toda su vida, era la sensación más difícil y dolorosa que estaba viviendo en mis últimos años. Mi mente no admitía aquella posibilidad, pero me sumé de valor y obligadamente di aquellos pasos, cortos pero pesados, que me parecieron eternos. Gracias a Dios, sin desvanecerme por el trayecto llegué a completar el metro que faltaba, y me ubiqué junto a su cuerpo.
En ese minuto de incertidumbre observé borrosamente el rostro desarticulado y sombrío de mi madre, de Elena. Indudablemente, aquel era el rostro más alterado que ella tuvo alguna vez, y que en ese momento nítidamente se evidenciaba en su semblante. Reviví los días más bellos que compartí con ella a lo largo de nuestras vidas, cuando en innumerables ocasiones la tenia metida entre mis brazos, o cuando la abrazaba por cualquier motivo con amor y cariño, sin imaginarme lo que a ella y a mí la vida nos estaría deparando esta vez. Observé que el traje que llevaba puesto era sencillo pero elegante, uno de los tantos obsequios que mi padre le había hecho en su aniversario número cincuenta, exactamente dos meses y algunos días antes que él partiera de este mundo.
Empecé a sollozar, obviamente era el desahogo obligado que mis sentidos discernían, y no pude evitarlo. En menos de un día de aquella última visita a la casa de mi madre el escenario esta vez era otro, el infortunio y la desesperanza se habían apoderado de mi corazón. Incomprensiblemente no había llorado hacía mucho tiempo, para ser sincero incluso perdí la cuenta, pero en ese minuto de tristeza y frustración, aquel líquido salado y transparente que nacía desde mis entrañas eran gotas de sangre, sangre que posiblemente nunca la iba a recuperar.
Elena estaba mal, de ello me di cuenta al segundo de llegar, pues nunca la había visto con aquel aspecto. Me acerqué estremecido y tembloroso y cogí su mano acariciándola suavemente. Traté de insuflarle valor, actuando de la misma manera en que ella lo hacía cuando el necesitado era yo. Alba también comenzó a sollozar, ella sin serlo en todos estos años de convivencia se había convertido en la hija mujer que Elena siempre anheló tener, pero que nunca pudo concebir. La escena que se había precipitado fue de agonía. Sin embargo, mi madre lánguidamente levantó el brazo derecho y nos bendijo una y otra vez, haciendo una mueca casi imperceptible pero yo la distinguí claramente, pues era el mensaje de fortaleza que en ese minuto nos quería regalar.
Con aquel gesto de amor se evidenció que, a pesar de su enfermedad, ella seguía con cierta lucidez, pero entendí también que eso era simplemente producto de un esfuerzo momentáneo y pasajero, un espejismo, pues aquel derrame cerebral que había sufrido fue letal y contundente. Sin embargo, aquella actitud de generosidad que Elena me regaló en ese momento la valoré profundamente, y me alentó a desperezarme y ganar coraje.
Insistí con Alba, ella tomó su cartera de cuero y desde su interior extrajo una pequeña libreta de anotación, al momento comprendí que allí estarían anotados los nombres de todos los médicos del servicio privado al cual estábamos adheridos. Me acerqué y fijé los ojos en los nombres de los profesionales especializados en Neurología que allí se indicaban, pues sin mucha comprensión o análisis aquel era el síntoma que en ella se evidenciaba.
- Aquí están los nombres y las direcciones de los especialistas neurólogos, pero no sé cuál de ellos será el mejor.
Nervioso y perturbado cogí de su mano fría y pálida aquella libreta de nombres y direcciones, y personalmente me fui fijando en cada uno de ellos, hasta que mi vista se detuvo en el renglón donde estaba escrito el nombre del doctor González Pérez. Su nombre se me hizo conocido; sin embargo, dudé. La verdad es que muy poco sabía sobre las cualidades profesionales de estos especialistas en Medicina, ya que en los últimos años al único que solíamos visitar con relativa frecuencia precisamente con Elena, era al doctor Luís Pararera, pero este señor que efectivamente era un buen profesional médico y conocía a mi madre por los años que la había tratado, lastimosamente para nuestra suerte era clínico, y lo que en ese instante con urgencia precisábamos era un profesional neurólogo, por lo que me decidí y sin dilación solicité a Alba marcar el número telefónico que en el registro indicaba correspondía al consultorio del referido médico. Ella cogió el teléfono inalámbrico de la casa de mi madre y comenzó a marcar nerviosamente el número indicado. Repentinamente, luego de sonar por lo menos tres veces, una voz suave dijo.
- Centro Médico Integral, buenos días. Isabel habla.
- Preciso con urgencia comunicarme con el doctor González Pérez -dije yo.
- Él todavía no se encuentra, señor, recién a partir de las diez de la mañana estará por el consultorio -contestó la amable señorita que hacía de receptora de las llamadas.
- ¿Cómo puedo ubicarlo de inmediato? -dije casi increpándola. Lo necesito con premura.
- ¡Disculpe, señor! pero él estará por aquí recién en el horario que le indiqué.
- Entonces... usted me podría facilitar el número de su móvil si es tan amable, lo que sucede es que mi madre está con un cuadro grave de derrame cerebral o algo parecido -le ilustré entrecortado, hablando nerviosamente. Ella comprendió el apremio y sin demora me facilitó el pedido.
- El número es...
- ¡Gracias! -dije por último y empecé nuevamente a marcar.
Al segundo fui atendido, esta vez una voz masculina y gruesa me contestó del otro lado del aparato.
- Con el doctor González Pérez, por favor.
- Sí. Con él habla.
- Disculpe, doctor, tengo una emergencia.
Lo escucho, ¿qué sucedió? -fue la pregunta concreta.
- A mi madre le acaba de tomar un derrame cerebral o no sé qué cosa -le respondí.
El hombre fue expeditivo y sugirió que llamara de inmediato una ambulancia y que la llevara al Sanatorio Americano.
- Allí nos encontraremos en treinta minutos.
- Perfecto -contesté cancelando la llamada.
No obstante, quedé confundido y consulté de nuevo. Alba me respondió que eso era lo más prudente, que lo importante era trasladar a Elena lo más rápido posible hasta algún centro médico, y que el Sanatorio Americano gozaba de buena reputación. Luego de esas palabras que me dejaron un poco más aliviado, procedí de nuevo a usar el teléfono de la casa. Esta vez la destinataria de mi premura era SASA, una empresa dedicada a primeros auxilios y servicio de ambulancia.
A esas alturas de la corta mañana ya estaba extenuado, pero sobre todo con la mente proyectando ideas sin sentidos y sin respuestas. Como en la generalidad de los pacientes con estos síntomas, Elena estaba sin reacción, con la visión esquiva y lejana. Aquella mujer pícara y de buen humor, carácter al que nos tenía acostumbrado, se había acabado. Menos mal que la comunicación con la empresa que la transportaría hasta el Sanatorio fue rápida, nos aseguró que estarían allí lo más pronto posible.
- Entre cinco a diez minutos, cuanto mucho -dijo la secretaria.
Ella consultó la dirección exacta adonde debían acudir. Pero yo estaba impaciente, mordiéndome los labios o masticando mis uñas. Observé el reloj, me pareció que los minutos transitaban muy lentamente. En ese instante, sentí que alguien tomó mi hombro, volteé el cuerpo y era el ama de llaves de la casa de Elena, María; sin embargo, no le presté atención, creí escuchar las sirenas de la ambulancia acercándose raudamente.
- Disculpa un momento -tras pronunciar eso me retiré a unos pasos, llegando sin demora al límite de la vereda.
Pero, las esperanzas se desvanecieron rápidamente, pues no eran ellos los que iban llegando. Una vez más mi impaciencia o mi desesperanza me estaba traicionando, mis ansias se concentraban en la premura de ver a estos profesionales hacer su trabajo en la habitación de Elena. Sin opción, decidí continuar mi plática con la señora, algo que hasta ese minuto había estado inconcluso. Ella, nerviosamente, me fue detallando los pormenores de lo sucedido, desde las horas de la madrugada hasta ese instante. Pero de nuevo, al minuto de la conversación la detuve, esta vez no me equivoqué, efectivamente mis oídos percibieron que la ambulancia llegaba, así como lo habían prometido. Insólitamente, el sonido característico e inconfundible de este tipo de vehículos me dejó más perturbado de lo que ya estaba. La desgraciada situación que involucraba a la persona más importante de mi vida era algo difícil de entender, y mucho menos de asimilar. Pero tomé valor, otra opción no tenía.
- Espera, voy a ver si esa gente ha llegado -exterioricé con voz frágil y me retiré aceleradamente, intentando lo más pronto posible llegar hasta la zona más próxima al pavimento frontal. Tras un esfuerzo me situé sobre una silleta de plástico blanca que ubiqué recostada a la mampostería divisoria, tomé mi nuevo lugar y observé decididamente. La verdad no hice mucho esfuerzo, la murallita despintada y vieja no era alta. Lastimosamente no logré divisar mayor cosa, sólo el movimiento tranquilo de algunos vecinos que ni se inmutaban de mi desgracia. Esa actitud desconsiderada y fría me dejó indignado, pero cavilé que posiblemente no estarían enterados sobre la salud de Elena. Pensé en bajar y correr, llegar hasta ese lugar; sin embargo, decidí impulsarme haciendo bailotear mi cabeza pesada de un lado para otro, hasta que efectivamente un vehículo blanco con rayas azules y verdes, y luces intermitentes que oscilaban entre el amarillo y el rojo, se acercaba. Para ese instante ya estaba afuera, parado expectante sobre la vereda resquebrajada y vieja, acordonada frente a la casa de mi madre, área que percibí vagamente estaba colmada de hojas de diferentes colores y tamaños, hojas que habían caído por efecto del viento sur fuerte de la noche anterior. Sin demora indiqué al conductor que esa era la casa que ellos estaban buscando. El joven me hizo caso, y diligente se estacionó casi pegado a mi vehículo. De inmediato, descendieron dos personales vestidos con el clásico blanco, desde los zapatos, las medias, el pantalón y la remera.
- Buen día, señor -dijo el hombre que descendió primero. Su compañero de labor cumplió con la misma cortesía, pero volvió a ingresar hasta el interior de la cabina rápidamente, deduje para disponer de los equipos que iban a usar para examinar a mi madre.
- ¡Adelante, pase adelante! -dije entonces, tratando de guiarlo velozmente hasta la habitación de ella. El hombre, un experimentado en estos oficios, concibió el motivo obvio de mi premura.
- No se preocupe señor, todo estará bien -me dijo amablemente buscando serenarme. Pero yo estaba desesperado, sin claridad para entender las cosas, pensando encontrar la solución inmediata a tan difícil trance, a pesar de que mi intelecto me indicaba que la realidad por la cual estaba atravesando mi madre no sería fácil de corregir, por lo menos de manera rápida. De todas formas traté de apurarlos, no me quedaba otra opción para saciar mi inquietud y desesperanza. Los dos profesionales accedieron a mi pedido, e ingresaron hasta el interior de la casa casi corriendo. Yo los seguí, y por detrás de mí fueron llegando Alba, Lidia y Elodia. Los paramédicos nos indicaron cortésmente que debíamos salir de la habitación, que sólo podía permanecer en ese lugar una persona de la familia, por lo que procedí a indicar con un gesto elocuente que ellas salieran hasta el pasillo, que yo me quedaría por si algo pudieran precisar.
- Gracias -pronuncié con voz baja y cerré la puerta suavemente. El hombre de blanco cogió el aparato de presión arterial y adhirió al brazo izquierdo de Elena, sujetándolo con destreza. Sin demora, le fue manipulando velozmente buscando establecer la presión sanguínea exacta de ese momento. Mientras tanto, el otro profesional me fue haciendo algunas indagaciones que yo iba contestando meditadamente. Lo primero que preguntó fue si Elena tenía antecedentes sobre derrame cerebral, o si alguien en su familia en el pasado había sufrido esta enfermedad.
- No -dije a secas. Pero el hombre siguió indagando.
- ¿Ella sufre de diabetes?
- Sí, es diabética -contesté esta vez, pues esa era la verdad. Sin embargo, le indiqué que con una dieta equilibrada y algunas drogas que el doctor Pararera le solía indicar mantenía controlada la enfermedad.
- ¿Y de presión, cómo anda?
- Con cierta frecuencia sufre de presión alta, pero no al extremo de llegar a los veinte o más puntos -dije. El hombre que la estaba auscultando indicó que su presión arterial estaba por encima de los parámetros normales. Él me miró fijamente. Entendí que mi respuesta no le satisfizo. Insinué un gesto mínimo, pero advertí por su mirada que algo debía considerar. Pero ya no hablé, nada substancial para la mejoría de la salud de mi madre podría articular. Ellos procedieron a aplicar una dosis de medicamento a través de una fina y afilada jeringa; para ser sincero, no supe de qué medicación se trataba, simplemente me limité a observar calladamente lo que iban consumando. Decidí, y me aparté silenciosamente hasta llegar a la otra punta de su lecho.
- Los primeros auxilios han acabado, señor. En unos minutos la volveremos a controlar y si la presión se normaliza, la llevaremos adonde usted nos indique -dijo uno de ellos, pues en la primera comunicación telefónica yo había solicitado servicio de primeros auxilios y ambulancia.
- ¡Gracias! -dije suspirando, pues para ser sincero a mi madre la notaba sin mejoría. Pero ellos ya estaban en otra cosa, esta vez quisieron saber cuál sería nuestro destino.
- El Sanatorio Americano -contesté.
Para fortuna de Elena, procedieron a actuar. El más hábil y experimentado de entre los dos profesionales emergió su figura desde la habitación y se dirigió hasta la ambulancia. Yo lo seguí, pensé que en algo podría colaborar. Pero el hombre fue ligero, tomó por los bordes la camilla con base de hierro, pintada en blanco y terminaciones de aluminio, y la hizo deslizar ruidosamente por la antigua y descascarada vereda de la casa, finalmente, sin perder tiempo ingresó hasta la alcoba de ella sorteando hábilmente los cinco o seis escalones que faltaban para llegar. La disposición era concreta, hallar la mejor manera para mudar a Elena de la camita donde estaba postrada y hacerla llegar a la camilla que el hombre fue a traer para no estropearla. Él requirió de una manta o algo parecido. Solicité la ayuda de María.
- La manta puedes ubicarla en el ropero de enormes espejos que está en la habitación contigua -le dije. Sin hacer preguntas, María acercó lo solicitado.
La agradecí por su amabilidad y diligencia. Sin embargo, le indiqué a través de un gesto poco ortodoxo que el destino final de aquel tejido eran los enfermeros y no yo. Sin demora procedió a bajarla sigilosamente sobre el extremo final de un pequeño talud adherido al lecho de Elena. Tras ejecutar lo que le había indicado advertí en ella que revió de postura, optó por seguir en la habitación. Se ubicó silenciosamente sujetada a la diminuta pero útil repisa de metal que se encontraba en ese espacio. Ella definitivamente no volvió a ganar su lugar de origen, dejando en la incertidumbre y la impaciencia a las otras mujeres que seguían esperando el desenlace que pudiera precipitarse desde la habitación.
El silencio era abrumador, ni el agitar vertiginoso de nuestros corazones se podía palpar en el ambiente. Ni María ni yo tuvimos opción de intervenir. Entendí que estos profesionales que estaban asistiendo a mi madre conocían a la perfección su tarea, y al segundo aprecié a Elena arrimada sobre la sábana blanca que cubría acabadamente toda la extensión de la camilla. Respiré profundo.
- ¡Señor!, ¿no desea que lo ayudemos? -dije. Pero el trabajo difícil y comprometido estaba acabado, por lo que ellos me contestaron.
- ¡Gracias!, pero todo está bajo control. Ah, si usted desea viajar con su madre en la ambulancia no hay problema.
Eso me pareció amable, pero al segundo le respondí.
- Prefiero seguirlos con mi vehículo, gracias.
- Como usted desee. Nuestro destino confirmado es el Sanatorio Americano, ¿verdad? -me volvieron a preguntar.
- Sí, así es -fue mi escueta confirmación. Yo estaba impaciente por salir de la casa y llegar al Sanatorio; la preocupación por la salud de mi madre no la podía sostener dentro de mi cuerpo, era como que iba a explotar. Camilla por frente se dirigieron hasta la ambulancia que, para ese entonces, estaba con el motor en marcha y la portezuela ulterior disponible. Por fin, advertí que se accionaron los faros multicolores que portaban por encima del vehículo, y las luces centelleaban advirtiendo la inminente partida. Había conjeturado erróneamente, estaba seguro que las sirenas se accionarían recién una vez que el móvil estuviese en movimiento, para ganar espacio y llegar lo más rápido posible a destino; sin embargo, desde el mismo tiempo en que Elena tomó su lugar dentro de la asistencia, el chillido rudo y constante no se hizo esperar. Una vez más me había equivocado en la vida.
Luego de iniciarse la marcha con mi madre dentro, decidido tomé posición en el habitáculo de mi automóvil. La verdad, no quería perderla de vista; antes de iniciar el movimiento que tenía previsto, divisé a María observarme con el rostro pálido y consternado, inmóvil, posada entre la vereda rojiza y la murallita menuda, y sentí lástima. Me froté la cara y no pude con mi temperamento. En principio, la idea era dejarla en la casa por si luego la necesitáramos, o simplemente porque pensé no sería necesario llevarla, pero hice impulsivamente un gesto elocuente a través de la mano libre en ese minuto, y le indiqué que me acompañara. Ella quedó sorprendida, pues reví mi decisión.
- ¿Yo? -dijo, pensando tal vez que me dirigía a alguien más.
- Sí, vamos -le insistí.
Ella tomó impulso y se apretujó a mi derecha. Al segundo quedé más calmado. De todas maneras, Alba también iría, o por lo menos así quedamos antes de salir de la vivienda. Ella tenía algunas cosas pendientes para esa mañana, pero esto era ineludible, por lo que decidió dejarlas para otro momento. Ya éramos tres, sin considerar que Elodia también se sumó a mi señora. La ambulancia, así como imaginé, emprendió raudamente su camino, con los rituales inconfundibles que se hacían notar desde varias cuadras por delante y por detrás, indicándome claramente el itinerario que habían decidido transitar.
Aquella mañana, por primera vez en mi vida, empecé a respetar la bulliciosa sirena de las ambulancias; en otros tiempos, normalmente me solía burlar de aquel chillido, aduciendo que estos solamente realizaban aquel acto de manera a que las personas salieran del camino, y ellos pudieran llegar más rápidamente adonde estaban yendo. Esa nueva reflexión que se apoderó de mi intelecto me dejó con sentimientos de culpa, nunca pensé pasar por esta negra experiencia para darme cuenta de aquella injusticia. Naturalmente, los minutos se hicieron eternos. Por mi mente no cabía otra opción que no fuese llegar cuanto antes al Sanatorio, y confiar la salud de mi madre a los profesionales que la estarían esperando, especialmente al doctor González Pérez, que fue con quien yo había conversado y el que precisamente me recomendó que la llevara a aquel nosocomio.
Durante aquel interminable y nervioso desplazamiento al hospital, haciendo uso de mi espejo retrovisor logré divisar borrosamente entre tantos vehículos la camioneta de Alba, y en ella percibí la preocupación que no disimulaba su rostro. Corroboré que a su lado silenciosamente iba sentada Elodia, la vecina más cercana a la casa de mi madre. Aquel gesto fue invaluable, pensé que eso se lo agradecería toda la vida, pero ellas eran íntimas, por lo que mi mente consideró que aquel sentimiento que se evidenciaba en su proceder era puro y verdadero, el esfuerzo que estaba realizando al estar con nosotros en este trance tan difícil, era una actitud que normalmente los seres humanos no queremos asumir. Pero bueno, estas desgracias de las cuales nadie nos salvamos en la vida, muchas veces nos sirve para ir conociendo a la gente que nos rodea, para saber medir los sentimientos y la calidad de cada persona. Mientras iba conduciendo por las transitadas avenidas de Asunción fui cavilando así, hasta que dejé de escuchar el chillido latoso que durante varios minutos durante el viaje hasta el Sanatorio martirizó mi mente, era la señal concreta que por fin habían llegado. Yo, sin embargo, aún estaba inserto en medio de aquel tráfico infernal, pero pensé positivamente, sólo me faltan cuanto mucho treinta a cuarenta metros, y también ya estaría allí, en el Americano. Alba seguía pegada a pocos metros de mi automóvil, sin haber reemplazado la cara adusta y retraída, mirando hacia mi retaguardia, intentando llegar por detrás de mí. A pocos metros del estacionamiento especialmente destinado a las ambulancias, observé a los camilleros abriendo sin demora la portezuela trasera del vehículo donde estaba mi madre; en ese momento, prácticamente me detuve, hasta que me percaté por intermedio de un par de bocinazos que el conductor de un automóvil Mercedes Benz me hacía señas para que saliera del paso y él pudiera avanzar. Mi intención no fue obstaculizar el tráfico, pero la verdad, mis ojos solamente podían distinguir, aunque vagamente por las lágrimas que me corrían, a los enfermeros haciendo su trabajo de bajar de la ambulancia e introducir a Elena hasta el interior del Sanatorio. Forjando un gesto de menor importancia giré levemente la dirección de mi automóvil, y lo posicioné en el espacio destinado a vehículos pequeños, allí detuve la marcha del motor e indiqué a María que debíamos bajar, que por fin habíamos llegado, y que ese sería el lugar donde definitivamente dejaría estacionado mi vehículo aquella mañana. Ella descendió casi al instante. Yo hice lo propio. Al segundo, divisé que Alba iba ingresando ajustadamente a fin de estacionarse muy cerca de mi Toyota, eso me alivió, pues aquel era un lugar congestionado, por lo que con dificultad se podría encontrar algún aparcamiento vacío. Aquella situación me distrajo por unos segundos, pero mi mente me ordenaba que no perdiera de vista a Elena, volteé nuevamente mi cuerpo y mi vista, y sin decir nada me dirigí velozmente hasta la puerta principal que la hallé entreabierta; mis pasos eran cortos pero veloces, por lo que inmediatamente estuve parado tambaleante frente a una hermosa jovencita que se identificó amablemente como la secretaria del Sanatorio.
- Señor. Buen día. ¿En qué le puedo servir?
La verdad no sabía ni qué iba a decir, mi reacción fue nula y me detuve con la mirada perdida. Gracias a Dios, en eso sentí un roce intencional que partió desde la parte media del espinazo y fue descendiendo lentamente hasta la cintura. Hice un giro y divisé a mi señora muy cerca de mi cuerpo.
- ¡Disculpe! -dijo ella, dirigiéndose a la amable señorita - Estamos buscando la habitación de la señora Elena Sotomayor, quien hace unos minutos ha ingresado de urgencia.
Un momento, por favor -contestó la señorita. Prestamente, tomó el teléfono inalámbrico y se comunicó a otro sector del Sanatorio. Desde allí, la información fue certera y nos contestó.
- La habitación 215, en el segundo piso, por la escalera o el ascensor, como ustedes prefieran.
- ¡Gracias! -dijo Alba.
Ella me tomó del brazo y nos dirigimos con premura hasta coger la escalera más cercana hasta la habitación indicada. María y Elodia también fueron caminando detrás de nosotros casi pisándonos los talones. El trayecto se hizo corto o más bien apresurado, no estaba seguro, pero creo terminamos de recorrer unos ocho o diez escalones hasta que, repentinamente, asomaron ante nuestra vista dos señoras como de cuarenta años, estatura mediana y bien rellenitas. Las dos damas estaban sentadas plácidamente conversando y escuchando música suave y lenta, la cual sonaba desde un pequeño aparato transistor negro, posado sobre una mesita de aluminio, ubicada muy cerca del acceso a las habitaciones destinadas a los pacientes.
- Buen día -dije yo. Una de ellas precipitó la mirada y me indagó.
- Señor... ¿en qué le puedo ayudar?
- Estamos buscando la habitación 215 -contesté, con mis ojos disparando de un lado para otro, tratando de ubicar por cuenta propia la sala de mi madre. Pero antes que una de ellas contestara a mis palabras, volví a hablar - ¿Aquella es la habitación de la señora Elena Sotomayor?
- Así es, siga por el pasillo hasta el final del trayecto. -la amable señora me indicó con la mano hacia donde debía conducirme. Yo la miré y asentí con la cabeza, haciéndole una mueca de agradecimiento. Empezamos a dar los primeros pasos, cuando repentinamente la señora me volvió a hablar.
- ¡Señor! -me dijo exclamando entre dientes.
- Sí... -contesté, volviendo mis pasos hasta donde ella se encontraba.
- Perdón, pero en la sala de la señora Elena solamente puede ingresar una persona por vez.
Al oír la indicación que correctamente me había hecho saber, sugerí a Alba y a las otras dos señoras que me esperaran un momento en la sala adyacente a la recepción, que por las indicaciones que allí se podían observar, escritas con letras mayúsculas pegadas a la pared, era el lugar destinado exclusivamente para las visitas.
- ¡Yo voy a pasar! -les expresé con cierta seguridad. Sin embargo, para ese minuto mis piernas dejaron peligrosamente de responderme; esta experiencia dolorosa y triste que, lastimosamente, la vida me estaba obsequiando, era devastadora. Ellas sólo atinaron a observarme. Antes de soltarse de mi brazo para que tomara el lugar que le había indicado, Alba, extraña e impetuosamente, me detuvo.
- ¿Qué sucede? -dije con persuasión, pues algo había sentido. Ella concibió en mí un escalofrío pesado y agudo que fue recorriendo vertiginosamente mi cuerpo, la sangre ya convulsionada para ese minuto del día intensificó su presión de manera inapelable, comencé a temblar y mi respiración se volvió vehemente, hasta que ya casi no pude respirar. Ella, sin demora, me dirigió a rastras hasta el sillón más próximo a aquel sitio, y me hizo sentar. Una de las enfermeras del piso que estaba saliendo de la habitación lindante percibió la insólita situación y, rápidamente, se aproximó a indagar.
- ¿El señor se encuentra bien?
Alba la miró fijamente, descargando su temperamento en ella, pues la consulta que nos había hecho en ese instante estaba por demás, ya que se notaba por mi semblante desarticulado y tétrico que, efectivamente, no estaba bien, que mi condición normal obviamente se había deteriorado. La enfermera, al percatarse de la mirada hostil que Alba le había obsequiado, tomó mi brazo derecho y procedió a pulsarlo, en segundos percibió que el latido se encontraba por encima de lo normal.
- Es producto de la situación por la cual el señor está atravesando -opinó la enfermera sobre algo que era evidente, sin embargo, la comprendí, pues su intención fue justificarse con nosotros. - Vamos a aplicar este medicamento en su brazo derecho y en segundos va a recuperar la normalidad -dijo con certeza, remangando ágilmente la manga de mi camisa hasta la zona del hombro, creando el espacio suficiente para cumplir con lo que había expresado. Alba la observó fijamente, con duda o impaciencia; de tanto conocerla entendí en ella su desconfianza, pero su actitud final fue sensata, con mi salud deteriorada no quiso correr riesgos y, dando lugar a la enfermera para que ejecutara su trabajo, ella se retiró levemente.
Ya está -dijo al segundo, luego de introducir la medicina en mi cuerpo, a través de una jeringa de medida normal. Para ser honesto, no sentí aquel pinchazo. Era evidente que la enfermera tenía buena mano y eso me pareció, por fin, un buen presagio. En seguida empecé a sentirme mucho mejor, lo que alentó aún más mis expectativas con relación a aquel Sanatorio y al futuro de la salud de mi madre en ese lugar. Por alguno u otro motivo, la mayoría sin importancia, hasta aquel minuto no había podido ver a Elena; pero, en poco tiempo de haber estado en ese Sanatorio, percibí sobradamente que allí las cosas se manejaban con mucha profesionalidad.
- Ahora sí estoy listo -dije, pues ciertamente me sentía más tranquilo y relajado.
Alba me sonrió pálidamente. Percibí que se trataba de una sonrisa fingida, producto de los nervios que, para ese momento, ambos teníamos. Sin embargo, con aquella actitud ella buscaba insuflarme ánimos, los que obviamente iba a necesitar. La hora de la verdad había llegado, ni una excusa más sería suficiente para no ver a mi madre en ese preciso instante, por lo que mis terminaciones nerviosas empezaron a recorrer mi adormecido cuerpo, y tuve nuevamente la necesidad de solicitar ayuda a una de las enfermeras que se estaba acercando.
- ¡Disculpe! ¿Sería tan amable de acompañarme hasta la habitación 215? Lo que sucede es que no me siento nada bien, mi madre está allí, y desde que llegó esta mañana no tuve oportunidad de verla, y no sé cómo pueda reaccionar.
- Cómo no señor, sígame -contestó la amable asistente, con toda la predisposición del mundo, pues con la sobrada experiencia que debía tener en aquella labor mi pedido le habrá parecido algo muy normal. La seguí tembloroso, mis pasos eran ligeros pero pesados al mismo tiempo. Sin embargo, me insuflé de valor y decidido, por detrás de ella, me quedé muy cerca a la puerta que estaba entre el pasillo y la habitación. Allí me detuve esta vez, y desde ese lugar inicié una marcha lenta pero firme, hasta ganar el espacio de metro y medio, único lugar por donde se accedía. Observé tímida y borrosamente a Elena, recostado el cuerpo sobre aquella camilla, impávida e inconmovible. En ese minuto, sentí un fuerte dolor de pecho aprisionando mi respiración, pero hice un esfuerzo y encogí los músculos de esa zona del cuerpo, una y otra vez, de tal modo a normalizar la entrada y salida de aire a mis pulmones; el esfuerzo dio resultado positivo y, rápidamente, esta vez sin necesidad de ayuda profesional me sentí más relajado. En ese momento, vi que la enfermera estaba brindando atenciones a Elena, creo que confiriéndome la libertad para que yo hiciera lo mismo. Ella me contempló fijamente, entre ojo y ojo, y sin pronunciar palabra fue caminando lentamente alrededor de la camilla. Entendí en ese momento que eran sus últimos pasos dentro de la habitación, pues estaba saliendo. Ella me regaló una pequeña sonrisa y en segundos desapareció de mi vista. Esa fue la primera vez que quedé solo con mi madre.
El impacto de tenerla postrada casi moribunda en aquella fría habitación del Americano, fue la sensación más triste y dolorosa de toda mi vida, nunca pensé que aquella emoción alguna vez la sintiera, a mi vida ya le había pasado de todo, o por lo menos eso creía, pero era evidente que me había equivocado, lo que en ese relámpago estaba sintiendo era verdaderamente indescriptible, algo que no le deseo ni a mi peor enemigo. Escepticismo y frustración, pero sobre todo impotencia. Todos estos sentimientos iban transitando tomados de la mano, mezclados entre sí, partiendo mi corazón y mi alma, destrozando mis ilusiones, esperando infructuoso la voz salvadora que hasta ese minuto definitivamente no había aparecido.
- ¡Dios mío!... ¡Dios mío!... ¡Ayúdame, te lo suplico! -exclamé varias veces, incapaz y hasta incrédulo.
Definitivamente soy un hombre católico, creyente, con mucha fe en Dios y en la vida, pero ante esta desgracia inesperada e incuestionable que hoy me tocaba vivir, me di cuenta que la existencia muchas veces es cruel, despiadada, por lo que me detuve a meditar una y otra vez, con rabia, haciéndome la misma indagatoria.
- ¿Lo merezco?... -categóricamente esa pregunta no pude contestar.
Solía escuchar que la esperanza es lo último que se pierde, pero yo a esas alturas de la incertidumbre sobre la salud resquebrajada de mi adorada madre, estaba en ese límite, impotente y destruido. De nuevo empecé a sollozar desconsoladamente, no podía contener mis lágrimas, las gotas de agua que nacían vertiginosas desde mis entrañas eran de desesperanza y frustración, de impotencia de no poder hacer nada, de levantar a mi madre entre mis brazos y llevarla hasta la casa, sonriendo ruidosamente como siempre lo habíamos hecho. Hoy no me quedaba otra alternativa, únicamente esperar que los designios del Señor se apiadasen de mí, y me tendieran una mano salvadora.
Llamativamente para mi desgracia los facultativos tampoco habían llegado, mientras tanto yo me relamía los dedos y las uñas de impotencia, pues para mi humilde conocimiento de las cosas era imperioso que las pruebas y los exámenes que se le tuviera que practicar se lo hiciesen de inmediato, y que estos finalmente determinen el estado de salud y las medicaciones indicadas para su pronta recuperación. Así pensaba, rendido al infortunio, desesperanzado y triste, por mi mente incursionaban miles de ideas, que Elena no podía dejarme, que no era el momento, que ella era una mujer fuerte y saludable a pesar de sus años, y que los profesionales que la iban a atender debían corregir esta enfermedad. Pero, de pronto, empecé a percibir un sonido pálido que se fue acentuando poco a poco. Era mi teléfono móvil que lo tenía guardado en el bolsillo trasero de mi pantalón de vestir, entre mi peine amarillo y mi pañuelo blanco. Lo cogí lentamente, casi sin fuerzas y lo traje a la luz entre mis dedos hasta la altura de mis ojos, el objetivo inicial fue individualizar de quién se trataba, quién me estaba llamando, pero el número que se veía en la pantalla del aparato era desconocido para mí. Normalmente, no solía atender este tipo de llamadas, pero en ese minuto de incertidumbre y necesidad alguien me ordenó, y presioné sin dudar el botón verde que habilitaba las llamadas.
- Hola -dije con poca fuerza, no tenía ganas de hablar con nadie.
- Buen día, habla el doctor González Pérez -me dijo alguien con voz enérgica.
Esta vez le regalé el mismo gesto, dándole a entender que estaba feliz de escucharlo. Le indiqué además que ya estábamos en el Sanatorio Americano, así como habíamos convenido.
- ¡Muy bien!, en cinco minutos estoy por allí -dijo el hombre con el afán de tranquilizarme. Sin embargo, antes de cortar la llamada me dio algunas indicaciones - A través de la administración comuníquese con el doctor Lovera, él es un clínico de mi confianza, y quiero que chequee a su madre cuanto antes.
- ¡Cómo no! así lo haré doctor -dije por último. Inmediatamente, tras cancelar la llamada, me dirigí hasta el pasillo central en busca de la recepción. En la salita de espera frente a la habitación 215 vi a mi esposa sentada, calladamente, con la cara triste y la mirada perdida; frente a ella, dándome la espalda, estaban María y Elodia. Ellas seguían en el Sanatorio y eso me alegró. Con la mano derecha llamé a Alba. Ella se puso de pie y llegó junto a mí.
- Te encargo a Elena por unos minutos, debo cumplir con una instrucción del neurólogo -le informé.
- Sí -me dijo y pasó adentro.
María y Elodia quedaron con la duda de saber lo que estaba sucediendo. Ellas se dirigieron junto a mí. Perdí unos segundos, a pesar de mi impaciencia, pero me detuve y les expliqué lo que el médico me había solicitado. Ellas se tranquilizaron y volvieron hasta su lugar. Tras perder obligadamente aquellos segundos, por fin me encaminé hasta la recepción.
- ¡Señora, por favor! -susurré mansamente con el afán de ganar la atención de una de ellas. Esta, gentil, se acercó a mí.
- El doctor González Pérez necesita comunicarse con urgencia con el doctor Raúl Lovera.
- ¿El doctor Raúl Lovera?
- Sí, el clínico.
La mujer comprendió de quien se trataba y por su gesto entendí que sin inconvenientes iría a cumplir con lo solicitado. Dejó, por un momento, su tarea y amablemente procedió a discar un número telefónico. Al percatarme de que la comunicación se estaba gestando me retiré. Volteé el cuerpo y sin detenerme por ningún motivo, me dirigí de nuevo hasta la habitación. Sin embargo, antes de llegar junto a Elena me detuve. Desde unos cuarenta o cincuenta centímetros de distancia observé a mi esposa compartir calladamente esos minutos con ella. Alba me daba la espalda, estaba casi pegada a su cuerpo, acariciando suavemente su rostro impávido y sombrío, regalándole al oído algunas palabras a modo que la pudiera entender. Por lo menos, eso me pareció.
A pesar de que mi madre seguía con los ojos pegados como si estuviera dormida, yo sabía que no; estaba seguro que ella iba comprendiendo perfectamente todo lo que pasaba a su alrededor, de nuestra presencia cercana y todo lo que de algún modo podíamos transmitir. Esa era la sensación clara y concreta que ganaba mis sentidos, pues desde el primer segundo en que la vi esa mañana, así lo sentí.
Alba pareció intuir mi presencia y sutilmente giró el cuerpo de la cintura para arriba, hasta observarme parado, mirándola con ternura; ella me hizo un gesto desdibujando el rostro que claramente me indicaba que algo no estaba bien, que la situación por la que estaba atravesando mi madre no era buena. En principio, mi idea fue otra, volver a salir por un momento, tomar aire puro en el pasillo, conversar con María y Elodia y luego volver a entrar, ya con la presencia del médico en la habitación. Pero aquella insinuación me hizo cambiar de idea, y caminé mesuradamente hasta completar los pasos que faltaban para estar junto a ella. Suspiré profundo y la tomé del hombro. Alba me indicó con la mano que me sentara en la camilla pequeña y bajita, a su derecha, pedido al que accedí de inmediato. Desde ese punto cercano fui acariciando la mano de mi madre; sin embargo, la reacción fue nula, ella parecía inmutable e imperceptible, lo que de alguna manera confirmó aquello que mi esposa me había indicado unos segundos antes. Minuto a minuto la situación se iba complicando cada vez más.
De golpe, percibí que el picaporte de la habitación se había accionado y una conversación fluida fue ganando lugar en la sala. La curiosidad no se hizo esperar, encogí las piernas y tomé impulso, de un golpe levanté el cuerpo y raudamente me retiré en dirección al acceso principal.
- Buen día -era la voz de un hombre como de cincuenta años, ojos azules, canoso pero con cierta calva, pulcra y finamente vestido con una camisa blanca a cuadros, corbata fina del mismo tono y saco gris de tres botones.
- ¡Adelante! -dije, sorprendido, al hombre que fue llegando; nunca lo había visto.
- Soy el doctor Rubén González Pérez.
- ¡Encantado doctor, es un placer, soy Rogelio Sotomayor! -le contesté agradablemente pero con signos de ansiedad. Intuitivo e inteligente, el hombre pudo notar eso en mi rostro y por mi manera de hablar.
- ¿Cómo está? -me preguntó, obviamente refiriéndose a Elena, pero dirigiendo imperativamente la vista a mi persona.
- La verdad, yo la siento muy mal. Desde la mañana en que la hallé en este estado ella no ha vuelto a tener lucidez, sólo se ha limitado a dormitar continuamente.
- ¿Y qué otra cosa? ¿Qué más puede informarme?
Quedé pensando por un instante, hasta que recordé vagamente que uno de los camilleros había comentado, a poco de llegar al Americano, que Elena había sufrido de una indisposición estomacal, que le había provocado pérdidas de alimentos vía oral.
- Lo que me está indicando es un detalle importante -dijo el médico interesado en mi relato. ¿Qué más o eso es todo? -me volvió a insistir.
- Sí, doctor. Eso es todo.
Toda la conversación se generó al primer segundo de su llegada. Luego de las preguntas que se formularon y que fueron respondidas acabadamente, el hombre fue ingresando lentamente, hasta estar más próximo a ella. Sin perder tiempo, extrajo del interior de un maletín marrón claro que portaba en la mano izquierda, un pequeño martillo negro de aluminio con terminación flexible, de goma. Él insinuó la posición más cómoda posible, se sentó en cuclillas a sólo unos centímetros del cuerpo de mi madre y comenzó a auscultarla tranquila y detalladamente. Con el martillo que tenía sujetado entre los dedos de la mano derecha, suavemente la fue golpeando, primero en la rodilla izquierda, donde la reacción fue nula; luego, el golpe lo dirigió hacia la otra rodilla, donde del mismo modo la reacción también fue nula. Alba y yo, un poco más retirados, observábamos alterados pero calladamente los movimientos que el médico iba organizando sin perder segundos. Su gesto fue elocuente, por el rostro contraído y serio que estaba demostrando, percibí cierta preocupación en él, hasta que el pequeño martillo, luego de utilizarlo variadamente, lo volvió a guardar en el maletín y de su interior, esta vez, cogió una pequeña linterna con terminación fina y puntiaguda, muy parecida a un cortaplumas moderno. Con el singular elemento hospitalario observó largamente los ojos de Elena, primero el derecho y luego el otro, para finalmente hacer pequeños pinchones en diferentes partes del cuerpo, especialmente en la zona de la planta de pie. La única reacción tímida que yo pude advertir fue en el brazo izquierdo, las otras partes del cuerpo ni se inmutaban. El profesional se levantó de donde estaba sentado y dijo.
- Le vamos a practicar una tomografía computarizada, el objetivo es determinar el grado de la lesión. Recién con los estudios concluidos podré establecer con exactitud cuál es el estado real de la paciente, antes sería muy arriesgado y poco profesional de mi parte brindar un diagnóstico concreto. Pero, le advierto, las cosas no están bien.
- Entiendo doctor... -dije en voz baja, con temor y duda.
Por un lado, pretendía que él me oyera y me dijera lo que yo anhelaba escuchar; pero, sin embargo, sabía que eso era imposible, pues algo desesperanzador me estaba adelantando. De todas maneras, pretendí ser agradecido, esbocé unas palabras, primero por la amable y comprensiva atención telefónica de la mañana y, segundo, por lo que en ese instante estaba haciendo por mi madre.
- Mientras estos estudios se realicen, ¿qué haremos doctor? -esa fue mi consulta concreta.
Obviamente, teniendo cerca al médico de mi madre se me atragantaban las palabras por todo lo que quería saber sobre ella, aun conociendo que la enfermedad era prematura y nueva, y que no era prudente atosigar al médico con mis fastidiosas consultas, muchas de las cuales no tenían sentido. Sin embargo, no pude con mi carácter y de nuevo me hice sentir con una consulta.
- Disculpe, pero quisiera saber si hay alguna medicación especial que podamos suministrarle mientras tengamos concluidos los estudios que usted está ordenando. Mi impaciencia es por verla mejor, estoy desesperado, por favor, entiéndame -dije con lágrimas en los ojos. El hombre me observó detenidamente y, a pesar de mi alteración, él se mantuvo sereno.
- Sí. Vamos a medicarla de manera a que despierte un poco, aunque el estado de inconsciencia en el cual ella se encuentra no es malo para el futuro, eso lo vamos a recuperar en su momento; hoy, lo importante, cómo ya le dije, es determinar el grado de la lesión. Eso sí es fundamental.
- Si usted cree que eso es lo que debemos hacer, de mi parte no hay problema, doctor. Lo importante es que mi madre mejore. Pero déjeme decirle, estos minutos en el Sanatorio me tienen como loco.
- ¡Sí!, lo entiendo. Voy a hablar con la enfermera jefe, para brindarle algunas indicaciones -me hizo saber y se retiró, pero gesticulé suavemente el cuerpo y de nuevo lo retuve muy cerca del acceso de salida.
- ¿Para cuándo cree usted que tendremos alguna novedad con los exámenes que se le van a practicar?
- Presumo que en veinticuatro horas a lo sumo, o tal vez más. Estos estudios son altamente técnicos, por no decir especiales y complicados. Con ellos en mano, recién tendremos la certeza sobre la enfermedad de su madre, de tal modo a medicarla correcta y acertadamente. Disculpe, pero esto es así. De todas maneras, veré con Laboratorio si no hay alguna posibilidad que puedan apurarlos. Tal vez, la suerte nos acompaña y los tenemos concluidos para esta misma tarde. Si eso sucede, le pido que usted se comunique conmigo de inmediato. A pesar de que yo estaré por aquí, sin falta, a más tardar para las diecisiete horas, aproximadamente. Tengo una intervención quirúrgica prevista para las catorce y treinta horas, luego volveré para examinar a Elena. Así quedamos. Adiós.
Quedé pensativo y meditabundo, miré opacamente a Alba y ella también estaba silenciosa. Volví a analizarme, me sentí consumido, con el cuerpo frágil y cansado, sin la vitalidad para emprender alguna reacción. Esa fue la sensación clara y concreta que prendió en mi intelecto inconteniblemente. Aquel 26 de mayo del año 2005 era el día más negro y terrible de toda mi vida, el día en donde una parte esencial de mí ser se estaba yendo, y yo, a pesar del esfuerzo, no lo podía evitar. No era profesional médico, pero me percataba perfectamente que la enfermedad de mi madre era algo grave, de eso ya no había dudas, lo que faltaba determinar sería el camino de una posible recuperación o hacer que aquel martirio que empezó a gestarse esa mañana fuera lo más leve y llevadero posible.
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