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MELISSA BALLASCH MORENO

  EL CANTO DEL FÉNIX, 2002 - Cuento de MELISSA BALLASCH


EL CANTO DEL FÉNIX, 2002 - Cuento de MELISSA BALLASCH

EL CANTO DEL FÉNIX *

Cuento de MELISSA BALLASCH

 

 

Primer Premio en el Concurso de Cuentos de la Academia Literaria San Enrique de Ossó,

del Colegio Santa Teresa de Jesús (2002).

 

 

Cuando yo era chica, mi abuela me contaba cuentos de hadas buenas, de princesas bellas, de príncipes apuestos y solteros.

Los príncipes siempre andaban en busca de princesitas vírgenes, que hasta entonces, habían vivido esperándolos, ya que la meta y la razón de sus vidas era conquistar un galán azul

(¿Como un pitufo?)

Dirma Pardo Carugati


 

Había una vez, hace mucho tiempo, un reino muy, muy lejano, que llevaba por nombre Tolemac. Esta comarca la gobernaban los Reyes, Augusto y Faustina, y tenía un príncipe heredero, Charles. Era un lugar triste y tenebroso, sojuzgado por la impía corona que imponía su voluntad ante el pueblo, para su propio beneficio.

El único bosque en derredor escapaba a los límites de Tolemac. Muchos decían que estaba habitado por elfos, hadas y duendes, pero nadie había vuelto para probarlo.

El príncipe Charles, un joven esbelto y atractivo, estaba generalmente en compañía de William, amigo suyo perteneciente a la nobleza. Iban ahora a la caza de un ladrón que les había estado robando las gallinas, y que, según los rumores, andaba por aquel paraje. A ninguno de los dos le faltaba, además de arco y flecha en mano, el tino necesario para usarlos.

Los rayos del sol, que se colaban por las hendijas del follaje, formaban un sendero áureo, un camino casi celestial. En un instante fugaz, Charles vio una sombra deslizarse entre los árboles. Se supo solo, llevaba varios minutos separado de su compañero. Disparó una flecha que se incrustó en un grueso tronco, con estrépito, produciendo un gran eco a causa del ensordecedor silencio.

De nuevo el cruce veloz de la figura la ocultó en la sombra, y él se acercó con sigilo. Apareció súbitamente detrás de un árbol, pretendiendo sorprender al infractor, pero el ser que tenía delante no podía ser un demonio, sino un ángel dorado de ojos verde esperanza. No dudaba de que fuera una elfa, porque aquella belleza infinita lo había conquistado.

Ella parecía contestar a su juego de sonrisas desinteresadas. Segundos eternos quedaron mirándose a los ojos, mientras un árbol seguía sosteniéndola.

-¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? -preguntó ella, cuando las palabras salieron de su boca, con mucha curiosidad.

-Soy Charles, Príncipe de Tolemac, y estoy a la caza de un ladrón- respondió él con su característica voz, fría como el hielo, pero diferente.

-Yo me llamo Isabel, y soy la Princesa de Newra, el Reino Mágico de los Elfos -respondió ella con la misma dulce voz.

*

Charles e Isabel sabían imposible su unión. Sucediendo a una extensa deliberación, la decisión de Isabel de renunciar a su corona élfica la llevó fuera del bosque Encantado. Odorfina, su única hermana, fue la depositara del brillo blanco pureza de los diamantes que llevaba en la frente, diadema que era símbolo de la realeza. A pesar de la inminencia de su partida, conservó el preciado anillo de vida, aquel que le daba a los elfos la inmortalidad, o se convertía en su verdugo con la ausencia.

-Adiós, querida hermana.

-Hasta siempre, Isabel. Conserva tu anillo a cualquier precio. Atesóralo como la parte más entrañable de ti misma, porque siempre serás siempre hermana mía, y tan elfa como yo. Llévame en tu memoria, como un recuerdo lejano que te alegre los días aciagos.

-Descuida, querida Odorfina, nunca te olvidaré.

Cerraron la tan larga despedida con un fuerte abrazo, y gruesas lágrimas opacando hermosos ojos.

El pasar de los años trajo un hijo a Charles e Isabel. Tenía el pelo negro de su padre y los ojos verdes de la madre. Un niño encantador y adorable, reflejo de la belleza fusionada de dos familias sin igual: la gracia sublime de los elfos y el atractivo, terrenal e irresistible, de los hombres. Con la residencia de Isabel en Tolemac, aquel sitio frío e inhóspito floreció cual ansiada primavera, en una explosión de paz y armonía.

Llegó el bautismo de Kevin, como habían decidido llamar al nuevo habitante de un viejo mundo, que le tenía vastas sorpresas reservadas. El niño descansaba en la paz de su cuna, cuando una figura se le acerca. Se descubre la cabeza, exponiendo sus mechones áureos. Era Odorfina, dispuesta a lanzar un hechizo sobre aquel infante sin culpa:

-Pretendo evitar que caigas en la maldad de los mortales. No serás uno de ellos, sino de nosotros. Cuando cumplas los dieciocho años te enamorarás sin remedio, de quien será tu perdición. Hasta que alguien capaz de conocer el verdadero amor vaya por ti, esperarás en la torre más alta de un castillo de cristal, y si no logras ver más allá de la piel, te perderás... todo se perderá. Compañía será para ti esta mágica criatura, dueña de enormes poderes, que a tu servicio estará para cuidarte. Cuando llegue el momento, por favor inténtalo, pequeño -y el hermoso ruiseñor, preso en su cárcel de piel dorada, quedó velando el plácido descanso del príncipe.

Dicho esto, Odorfina extendió la mano derecha sobre el niño, cubriéndolo con un resplandor cristalino. La elfa volvió a cubrirse para no ser vista. Regresó sobre sus pasos, sin que nadie, ni siquiera ella misma, pudiera advertir lo funesto de aquella maldición. ¿Y si nunca llegaba el verdadero amor? ¿Si pasaba el resto de su vida, condenado a la solitaria espera?

Los padres del bebé nunca se enteraron de la aparición de Odorfina esa noche, ni del sortilegio, un protector ignorado. Con el tiempo, Kevin aprendió a hablar y a caminar, a leer y a escribir, a pensar y a descubrir. El ineludible celador, a quien había llamado Guardián, estaba siempre junto al príncipe. Le llegaron los dieciocho años, se convirtió en una persona inteligente y capaz, en un príncipe adepto a la belleza y la riqueza que había heredado. Eran cosas fáciles y naturales.

Sentado en el jardín, Kevin miraba intensamente a Elizabeth, la señorita más codiciada de la nobleza. A su parecer, era hermosa y rubia como el sol, como su madre. Ella también fijó su mirada en él, por un momento. Guardián entonó su excelsa música, bella inspiradora de sentimientos.

-Esos ojos serán mi perdición -susurró Kevin, con la mirada fija en el infinito.

Intuyó fugazmente que Elizabeth quería decirle algo, pero su atención fue acaparada por su madre, que lo condujo hasta adentro con un vital mensaje. Se quitó el anillo que siempre había llevado, sin que él se atreviera a preguntar por qué.

-Toma -dijo ella, entregándoselo-. Tú lo necesitas más que yo.

Cuando se deshizo de aquella posesión, lo sintió como si se desprendiera de una parte de sí misma, de algo tan suyo como su propia piel, cada gota de sangre, cada pensamiento, cada lágrima. Huyendo de cualquier cuestionamiento, se retiró sin hacer ruido, con el rostro acariciado por tibias lágrimas, silenciosas como el vacío. Fue seguida por la áurea figura de Guardián. ¿Qué podría irrogar tan extraña reacción de su madre? Cavilando, Kevin se dispuso a lucir el obsequio.

Volvió al jardín, ya sólo Elizabeth se encontraba en él. Jugaba con Guardián, sonriendo. Como absorbido por una repentina vorágine, Kevin quedó cautivado por la imagen, hasta que ella se acercó a hablarle:

-¿Le gustaría dar un paseo, Su Alteza? -preguntó con apostura, inclinando la cabeza.

Kevin le levantó el mentón de inmediato. No quería conservar esa distancia entre ellos.

-No tienes necesidad de hacer reverencias. Ven conmigo -contestó, ofreciéndole el brazo.

Abandonaron los límites del castillo, siempre acompañados por el ave, hasta encontrar la ribera, cercana al Bosque Encantado. Divisaron a lo lejos, en el centro del océano, una nueva isla, aún desconocida para ellos. El único puente que había en la costa, de reciente construcción, partía de un barranco, y llevaba directamente hasta allí. Kevin y Elizabeth quisieron cruzarlo; el sendero marcado por él no era sencillo de recorrer, porque era colgante y temblaba hasta con el suave céfiro de estío. A mitad de camino, un dragón de agua saltó dibujando un arco sobre ellos, volviendo luego al agua, y asustó a la dama.

El puente, aunque no era muy largo, también terminaba en un acantilado, más pronunciado aún. Se vistió de luto el firmamento, la brisa enfurecida arreció, y una tormenta laceraba el aire con sus truenos. Los jóvenes, seguidos por Guardián, decidieron refugiarse en un castillo que era la única construcción cercana. Atravesaron las pesadas puertas de madera, y las cerraron sin vacilar. Aseguraron las ventanas, y se acomodaron frente a la lumbre que habían encontrado preparada. Recorriendo el lugar, hallaron una escalera de caracol que parecía no terminar jamás.

Subieron incansablemente, hasta llegar a la torre más alta. Kevin abrió una puerta, llena de polvo. Entraron a una habitación en la que se ubicaban una cama de madera, y una mesa del mismo material, con un biombo transparente sobre ella. En ese momento Kevin se armó de valor y buscó los labios de Elizabeth. La entrada se bloqueó con violencia, quedando sellada para siempre, hasta que la mano indicada girara el picaporte. Ella se convirtió en una rosa de sol, que quedó cautiva bajo el biombo. El cielo se oscureció aún más y el agua se transformó en ardiente lava. El inocente dragonzuelo de agua emergió signado por el fuego. Los objetos en la fortaleza fueron víctimas de encantamientos protectores.

A Kevin nada le sucedió. Absolutamente nada. Se había quedado encerrado allí, sólo, con el ave que le fue compañía por tantos años. A través de la ventana, aún veía el mar azul y la tierra lejana. El tiempo se fue escurriendo sin que él pudiese evitarlo. Sentía una terrible agonía y tristeza, una profunda soledad. Guardián fue su amigo sin par, y el canto del pájaro era lo único que, por momentos, llenaba el enorme vacío de su alma.

*

En el pequeño pueblo de Sunsetville, que quedaba a mitad de camino entre el Reino de Tolemac y el Bosque Encantado, se contaba con emoción una leyenda. Ésta decía que en una isla en medio del Océano Panthalassa, había un castillo de piedra, con un príncipe encerrado dentro desde hacía cien años, al que una princesa pura de corazón podía rescatar.

-¿Pero... cómo? -se quejaba una damisela-. ¿No son los príncipes los que rescatan a las princesas?

-No lo sé, Nirak, es lo que escuché. ¿Por qué piensas que una princesa no puede rescatar a un príncipe?

-Porque es algo... inusual.

-Yo creo que da igual.

La joven Sophia dejó ver su rostro, antes oculto por un grueso libro sobre plantas y pociones milagrosas. Ella no era lo que se diría atractiva: tenía el cabello largo y muy desordenado, unos brillantes ojos avellana, incisivos muy grandes y usaba lentes, que eran horribles; aparte de ser muy flaca y huesuda. Ella era fuera de lo común: prefería leer a conversar, quedarse siempre adentro, alejar a la gente. Consuetudinariamente, por ser la tímida y la fea, era el hazme reír del pueblo. Muchas tardes volvía llorando a su hogar, porque aunque poco le importaba lo que los demás pensaran de ella, las palabras lanzadas con tanta mordacidad le apuñalaban el alma.

Yo sería capaz. Cerró el libro de golpe, prestando atención a las aldeanas que hablaban. Después de todo, ya he peleado varias veces con la gente.

-¿Y dónde queda el castillo de cuya hermosura tanto presumes? -seguía preguntando la primera doncella, a la otra.

-Algunos dicen que flota en medio de Panthalassa; otros, que aparece en la playa cada luna llena, y no falta quien asegure que...

En ese momento, Sophia interrumpió su atención y se marchó, altanera y orgullosa.

-Con que en medio de Panthalassa, eh, veamos quién se vuelve el hazme reír de Sunsetville cuando sea YO quien rescate al príncipe -murmuró para sí, mirando de reojo a la rubia y a la pelirroja que aún discutían.

-¿Y a ésta que bicho raro le picó? -escuchó decir a una de ellas.

-¿Habrá escuchado nuestra conversación? -preguntó a la otra.

Pocas personas sabían que Sophia era la hija de los reyes del lugar, y ella se sentía mejor así. No soportaría que la gente se burlara porque era diferente a las demás princesas, retratos de la imagen idealizada de una mujer. Sabían de su existencia, pero no la conocían. Prefería olvidarlo. Desde muy pequeña se había sentido distinta, no se había dejado llevar por la masa; pensaba que los seres humanos eran algo más que un cuero, no simples peregrinos en el mundo. La perfección del ser combinaba lo externo con lo interno, según Sophia.

Era hija única, y eso no le agradaba del todo. Si hubiera tenido por lo menos un hermano con quien hablar sin temor a que se burlara de mí... Llegó hasta el castillo de sus tíos paternos, donde pasaba la mayor arte del tiempo. Los saludó cordialmente, pues aunque muy fuerte, era una chica educada.

Lamentó su falta de primos, y subió directamente a su habitación. En ella había un baúl, que estaba lleno de atavíos, disfraces y joyas. Iba a abrirlo por primera vez, tras echar la llave a las puertas de su habitación.

Le quitó el candado de oro con una pequeña llave que siempre había llevado colgada al cuello, desde que se la dieron con una cadena. El cofre era de madera, con remaches de oro, y se abrió pesadamente, con un ruido sordo y echando polvo alrededor. Tanto, que comenzó a toser. Fue retirando ropajes de fantasmas, brujas, guerreros, que incluso tenían espadas de verdad. Era muy buena con la esgrima, así que apartó el florete de uno de los trajes. No faltaron hadas y duendes, dragones y hombres lobo. Pero en el fondo, halló el tesoro que estaba buscando.

Un hermoso vestido de seda rosa, digno de la princesa más bella, descansaba bajo una diadema de plata y diamantes, con sus aros, pulseras y collares; hasta un par de hermosas zapatillas de cristal. Se puso el vestido, los zapatos y las joyas. Se detuvo frente al espejo. El vestido que era ceñido en la cintura y brazos, y abultado en los hombros, senos y falda, mejoraba bastante la forma de su cuerpo. Miró las mangas que terminaban en punta, igual que el cinto. Por supuesto no se veía hermosa, pero su imagen ya no era la misma. Trató de peinarse la cabellera hirsuta, pero tan rebelde era, que el peine terminó por quebrarse, rendido. Lo mejor que pudo hacer por él fue una larga trenza.

Estaba sentada con los tobillos a un lado, y cruzados, aunque aún nadie sabía que era la princesa, algún día debería asumir su papel, y estaba siendo educada para ello. Había aprendido a hablar, a comer, a moverse y comportarse, pero ella no dejaría que nadie la viese así. Con el florete colgando del cinturón, se puso encima una capucha negra, cubriéndose la cabeza, y de ella sólo asomaban sus hermosos ojos avellana. Si tan sólo la vieran así, cualquiera se engañaba.

Salió sigilosamente del castillo aquella tarde, y al verla pasar todos la miraban extrañados, al verla cubierta de noche. Ella se alejó hasta llegar al Océano de Panthalassa. Una fresca brisa soplaba en la playa y el sol se apagaba con pereza, estaba por morir el ocaso. Se sacó la capa mirando fijamente el horizonte, donde un puente colgante que salía de un acantilado llevaba hasta una isla en las proximidades. Escuchó algunas risas detrás de ella y se cubrió inmediatamente con el oscuro velo, como si de repente se hubiera sentido desnuda.

-¿Veis, querida Lucía, que no pueden compararse con nosotras?

Dos princesas se encontraban ahora de pie delante de Sophia: había hablado una pelirroja, ornada con pecas. La otra tenía ciertos rasgos orientales, y los ojos transparentemente azules. Sophia se arrepintió enseguida de encontrarse allí.

No creo que ella pertenezca al Reino de Tolemac. Seguramente viene de Sunsetville, de donde no podría esperarse nada demasiado bueno -respondió la morena.

-¿Y qué tenéis contra Sunsetville?

-Nada en especial. Soy Lucía, Princesa de Tolemac, y ella es Ofelia, Princesa de Newra, el Reino Mágico de los Elfos. ¿Y tú, quién decís ser? -preguntó despectivamente.

-Soy Sophia, Princesa de Sunsetville. ¿A qué habéis venido?

-A lo mismo que tú, debo suponer -contestó Ofelia, la más alta.

-Pero te dejamos la oportunidad de ir primero -agregó irónicamente su amiga.

-Os arrepentiréis -se adelantó Sophia, antes de seguir escuchando, y giró con rapidez.

Mientras comenzaba a caminar, escuchó de vuelta las risas, y los comentarios:

-Déjala, como si fuera que no nos llegará la oportunidad. ¿De veras eso es una Princesa?

Algunas lágrimas comenzaron a caer sobre su rostro. Dio un hondo suspiro, sintiendo por última vez la suave brisa que la acariciaba, y puso un pie en el puente colgante. Éste comenzó a balancearse, y el agua a humear. Ella miró hacia abajo. Descubrió un nuevo océano, un océano de lava. Siguió adelante, sosteniéndose momentáneamente con las cuerdas del puente. La temperatura iba aumentando a pasos acelerados, ya no se sentía ni el recuerdo del céfiro de primavera.

-No mires hacia abajo, no mires hacia abajo -se repetía constantemente.

Súbitamente hizo caer una piedra, y contra su voluntad desvió la mirada hacia el sitio prohibido. Se aferró a las barandillas y siguió adelante. Podía oler la muerte bajo sus pies. Aliviada puso luego el pié en la otra orilla, donde había un castillo de roca helada, silencioso y desolado. Sophia miró a su alrededor con sigilo. Escuchó atentamente, y aquel sonido inesperado le hizo voltearse con velocidad. Un aterrador dragón había salido de ese infierno bajo sus pies, y revoloteaba el castillo. Cuando la vio, bajó en picada hacia el suelo. Ella cerró los ojos esperando ser incinerada, cuando el monstruo aterrizó pesadamente cerca de la presunta heroína; abriendo las fauces en un descuidado bostezo, y enseñando los dientes peligrosamente, dentro de una boca que echaba humo. Ella retrocedió un par de pasos, volviendo a pisar el puente, cuando aquella mítica presencia la sorprendió con sus palabras:

-Soy un animal muy viejo y sabio para proceder a atacarte, un acertijo será prueba suficiente de tu ingenio. La respuesta es simple, sólo dime ¿Qué es más grande que Dios?

Sophia se quedó pensando, mientras el dragón se acomodaba para dormir. ¿Qué es más grande que Dios? Pues nada que supiera ella, y no se creía ignorante. A lo mejor el universo, pero no; el infinito, o... tal vez allí estuviera la clave. ¿A qué podía referirse? Podría ser que... ¡Claro!

-¡Nada! -respondió finalmente con alegría y el dragón esbozó lo que parecía ser una sonrisa-. No hay nada más grande que Él.

El dragón echó fuego a las puertas del castillo y se sumergió de nuevo en el averno. Ella siguió avanzando. Al traspasar los restos del umbral incinerado, se encontró en un lugar antiguo y lleno de polvo. Las puertas habían quedado reducidas a cenizas, y los sonidos retumbaban de forma sorprendente. Una de las armaduras, equipada con un florete, comenzó a moverse. Sophia sacó temblorosa el que ella llevaba y su oponente, ya vulnerable, huyó despavorido. Esto le causó un ataque de risa.

La siguiente prueba en el camino requería de mayor habilidad. Las escaleras frente a ella se volvían una rampa, luego desaparecían los escalones alternativamente, y después volvía a ser normal. Los cambios, que se daban en un tiempo breve, eran bruscos. Ella comenzó a avanzar tratando de no equivocarse, pero un paso en falso la dejó en el suelo, luego de rodar escaleras abajo y golpearse la cabeza. Intentó concentrarse nuevamente. Sacudió su vestido, y se dispuso a correr hacia arriba. Trastabillando al dar el último paso, consiguió llegar a destino.

Ahora se encontraba frente a un pasillo, que se iba prendiendo hasta quedar al rojo vivo, por lo tanto había que cruzarlo demasiado rápido, sin vacilar. Apenas se extinguió la hoguera, Sophia corrió desesperadamente. Ya sentía como sus zapatos ardían hasta incinerarle los pies, cuando por fin consiguió llegar al extremo opuesto. Iba a cruzar un arco que servía de puerta, cuando se le cayó una de las pulseras y se deslizó hasta el otro lado. Un par de cuchillas atravesaron la abertura, cerrándola por completo y volvieron a apartarse. Ella se quedó de mármol: estuvo a punto de ser partida en dos ¡Cuántas trampas había en el lugar! Ahora, ¿cómo detenerlas?

Encontró una piedra grande y la puso en el hueco para evitar que las cuchillas se cerraran del todo. Dejó la roca en la zona de riesgo y pisó sobre ella para cruzar. Cuando lo logró, su instrumento salvador voló hecho pedazos. Se acercaba al final. Tenía enfrente una puerta, la última, que ocultaba a un pájaro exótico, o desconocido, el autor de aquel mágico sonido. La empujó. Estaba cerrada. Quitó la traba que impedía el paso...

Kevin se sintió de piedra cuando escuchó aquel glorioso crujir de metales. Finalmente, después de tantos años de espera y agonía, alguien había llegado hasta allí, alguien iba a ayudarle a salir. Él esperaba que fuera la más bella de las princesas, una damisela valiente, fina, educada, hermosa como ella sola. Cuál no sería su sorpresa cuando entró una joven elegante y de evidente destacada educación, pero tan fea como el hambre. Ella sonrió de todas formas. Lo primero que atrajo su atención fue aquella rosa dorada, tan brillante y extraña...

Tomó la flor, aún hechizada por el hermoso canto del ave, y ésta se desintegró en sus manos. Sophia se sintió muy extraña. No se dio cuenta, pero la esencia de Elizabeth se había mezclado con la suya propia. Ahora era una joven hermosa, más aquellas dos que se había encontrado antes de entrar, más que cualquiera, más que todas. Entonces sí el príncipe Kevin, que tenía en las manos un ramo de rosas blancas cuyo origen no conocía, se acercó a ella y la besó, dejándose llevar por su reciente hermosura. Lo último que haría. El error más grande de toda su vida...

Ambos se convirtieron en cristal en ese momento. El ramo de rosas blancas, que no perdió su color, cayó al suelo al lado del ave. El tártaro en derredor se enfureció contra el lugar quemándolo todo, incluso el fantástico pájaro fue reducido a cenizas. Cuando ya nada quedaba aparte del cristal, todo volvió a la calma. El ardiente magma tornóse en agua azul nuevamente, pura y cristalina. El enorme dragón del ingenioso acertijo recobró su antigua esencia, la candidez de la criatura marina.

El encantamiento de Odorfina había fallado. Kevin se quedó sólo, pero nunca abandonó la ceguera del alma, y con ésta pereció. Un príncipe eternamente encarcelado y una joven para siempre soñadora, se volvieron un monumento sobre el mar.

Repentinamente, rayos de luz comenzaron a brotar de las cenizas del mágico animal. Éste volvió a surgir, hecho de fuego, con un brillo colosal. Su canto era aún una hechizante melodía. Descendió sobre las estatuas, y comenzó a llorar perlas, lágrimas nacaradas que marcaban surcos perpetuos. Entonces Guardián se marchó, ya había cumplido su misión.

Hoy lo conocemos como Fénix, el ave que renace de sus cenizas.

2002



ENLACE INTERNO A DOCUMENTO FUENTE

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CUENTOS CON GALLETITAS

M.M. BALLASCH/ PATRICIA CAMP

Ilustración de tapa y contratapa: ESTEBAN RIVEROS

Editorial Arandurã

Asunción – Paraguay

Noviembre 2012 (200 páginas)

 

 

 

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