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ESTELA FRANCO GUERRERO

  LA LÓGICA DE LA MUERTE - Por ESTELA FRANCO - Año 2019


LA LÓGICA DE LA MUERTE - Por ESTELA FRANCO - Año 2019

ESTELA FRANCO

Nacida en Asunción-Paraguay. Es Lic. en Administración de Empresas. Ha realizado varios cursos y talleres de escritura en narrativa, poesía, y de guión cinematográfico con Hans Garrino - Argentina, 2012 y Hugo Gamarra, 2013.

Ponente del Simposio de Humanidades de UniNorte desde 2012. Invitada a participar de la Feria del Libro de Formosa - Argentina en 2017.

Libros publicados

Camaleónica - poemario, 2013; El vuelo de Pykasu -novela, 2013; Infinita y con Alas - poemario, 2014; además de participar en varias antologías.

Premios recibidos

Finalista de terna del concurso “Lidia Guanes”, 2012; 1er. premio de novela inédita Grupo General y SEP, 2013; 2do. Premio de cuento corto Fundación Lago Ypacaraí, 2013; 2da. Mención de cuento Fundación Elena Ammatuna, 2016; 1er. Premio de Poema/Can-to del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 2018.


 

 

 

LA LÓGICA DE LA MUERTE

 

Por ESTELA FRANCO

 

Yo era una más de los presentes en el velorio deVenuciano. El salón recibidor estaba lleno de parientes y amigos de dos fallecidos desconocidos entre sí. En el salón lado izquierdo estaba el difunto a quien lloré primero; después me di cuenta que no conocía a esos deudos. Pedí disculpas al fallecido, quien por pura casualidad era idéntico a Venuciano. Desde niña le tuve miedo a la muerte y de todo lo que no tengo control. No, no he tratado estos temas con un psicoterapeuta, pero tengo apuntado buscar al mejor para ello. Venuciano era un hombre enorme, de rostro algo desenfocado con un ojo aquí y otro muy allá, los labios como volados flameantes al hablar, la nariz cincelada finamente a manera de un pico muy filoso. Vivía acelerado con pasos agigantados, tenía el carácter festivo y vibrante. Era desde niño un poco enfermizo, pero el pobre no murió de enfermedad alguna; partió hacia la eternidad como una estrella fugaz que aparece y desaparece. Creo que deja un mensaje contradictorio a los pronosticadores de una muerte largamente dolorosa.

Permanecí al lado de mi amiga Patricia, su viuda. Ella, madre ante todo, estaba atenta a sus hijos. El dolor de ellos la hacía llorar y se doblaba sobre sus espaldas con abrazos paliativos. Recibía a los deudos con esa sonrisa fresca e inocente que la caracteriza. Estaban divorciados desde hacía poco, viviendo en la misma casa tratando de conciliar un pacto de paz dentro del vínculo familiar. Patricia siempre fue muy noble, pero tenía sus luchas implacables al lado de su exmarido. Decidí quedarme toda la mañana para acompañar las pompas fúnebres hasta el camposan-to. Era mediodía cuando de pronto se levantó un griterío espeluznante, un llanto desgarrador seguido de otro, y así quedé en medio del gentío tratando de ver lo que no podía. Una parte de la gente que estaba ca-llada por efecto dominó siguió a la furibunda llora-dera. Casi todos lloramos, no por Venuciano sino por el otro muertito que partía en andas hacia su destino final. De la nada sonó el celular de uno de los deudos que caminaba detrás del féretro y no lograba salir del salón a causa de la multitud apenada:

¡¡¡No estaba muerto, estaba de parranda, no estaba muerto, estaba de parranda!!! —cantaba el timbre del celular del pobre anciano que intentaba atender la inoportuna llamada. Pasó el dedo varias veces sobre el celular inteligente, hasta que dijo:

—¡Pero qué pasa, che…, justo me llamás ahora que llevamos al muerto para el entierro! —el viejo apretaba el celular contra au oreja derecha. La cara se le desfiguró con un gesto al no entender a su interlocutor. Se metió el dedo índice en el oído izquierdo y gritó:

—¡Qué, qué… hablá más alto! ¿Me escuchás?, es-toy sacando al muerto y la gente está llorando a todo volumen ¿Qué, qué decís? —muy enojado cortó la llamada y guardó el celular en el bolsillo del saco. Segundos después volvió a sonar la canción: “No es-taba muerto estaba de parranda”, mientras el tropel dedeudos (los de aquel muertito y los de Venuciano), rodeábamos el féretro como en un vals sin dirección ni sentido. Y fue en ese instante cuando, también por efecto dominó del desgarrador llanto, pasaron todos a la risa nerviosa.

—¡¿Cómo que la vieja se murió?! Ya me voy para allá —gritaba el viejo mientras se lo llevaba la marea humana para cualquier dirección. Era un espectáculo fuera de serie. Mi miedo pasó y entendí que la gente de hoy se muere más fácilmente que de costumbre, y hasta suena bien. Pronto me ubiqué en la zona que correspondía al pobre Venuciano, y Patricia me reclamó el llanto al muerto ajeno. La comprendí, ella estaba deshecha de tristeza y de cansancio.

Hacía poco tiempo ocurrió algo premonitorio: yo estaba con ella en el segundo piso de su casa. Diva, la perrita faldera, ladraba ansiosa, con ganas de bajar al patio para “jugar su celo” con Da Vinci, el viejo pe-rrito de la familia. Da Vinci estaba lisiado y no podía complacer a Diva. Se arrastraba sobre el piso como podía, hasta que, temblequeante, lograba erguirse a cuatro patas. De pronto se oyó un grito agudo desde el patio y bajamos corriendo. Vimos a Lucinda llo-rando con mucha pena. Ella señaló la pileta donde flotaba Da Vinci. Mi pobre amiga y su hija lloraban desaforadamente, diciendo:

—¡Da Vinci se suicidó! Venuciano entró en escena. Él llegaba a la casa en ese momento. Se metió al agua y con solemnidad sacó al “perrijo” entre sus brazos.

—¡Traigan las toallas! —pidió llorando.

Secaron a Da Vinci con toda delicadeza y pronto Venuciano comenzó a cavar un pocito en una esquina del amplio empastado.

—¡¿Y Diva?! —preguntó Patricia a su hija, Lucinda.

—No sé mami, estaba contigo —contestó sollo-zante.

—¡No puede ser! —gritó mi amiga— ¡Venuciano, dejaste abierta la puerta de la calle y Diva está en celo!

—¡¿Y qué querías que hiciera si ustedes estaban llorando como locas?! —contestó Venuciano.

Dejamos a Da Vinci sobre el pasto y corrimos todos a la calle para buscar a Diva. Llegamos tarde. Diva, sin muchas condiciones había elegido al padre de sus hijos a escasas dos cuadras de la casa. No pu-dimos separarlos y debimos esperar que acabara la escena de la procreación. Regresamos. Diva mostraba su carita de pena en los brazos de mi amiga, que se lamentaba de toda la desgracia que terminó con la sepultura de Da Vinci, en medio de acusaciones sobre quién había dejado la pileta sin su cobertor.

Llegó el momento de las pompas fúnebres del po-bre Venuciano. Fue un entierro digno de un hombre del otro mundo, de un nacido en el planeta Venus. Las amantes que ahí lo esperaban se mordían con las miradas hasta que comenzó el concurso de quién llo-raba más fuerte y expresaban la fuerza de su amor:

—¡Te voy a extrañar mi amor, mi Venucito! —lloraba una.

—Mi vida, y ahora ¡¿Qué haré sin ti?! —lloraba la otra.

Abracé a mi amiga. Ella, con la altura emocional bien adiestrada me dijo al oído:

—Son unas pobres ridículas. Su “paganini” ya partió a mejor vida —se levantó y con elegancia las mandó echar del camposanto.

Me acerqué a uno de los sepultureros que acomo-daba las coronas de flores sobre el montículo de tierra; le pregunté del tiempo que llevaba trabajando en ese lugar, y me dijo que ese año cumplía ocho enterrando al menos tres difuntos al día.

—¿Con todo eso todavía sonríe? —le dije.

—No se debe llorar, señora, porque eso lastima el alma del difunto, el suyo y el de los demás. La muerte es solo un paso de la vida misma —el hombre hizo un ramo con las flores.

—Déselo a la viuda. Dígale que le perdone y trate de ser feliz —me dijo.

Al día siguiente me llamó Patricia. Había olvida-do retirar sus cosas de la habitación destinada a la fa-milia de los difuntos en la casa del velatorio. Fuimos. Al entrar al gran salón vi que albergaba nuevos huéspedes. Miré fijamente y reconocí a muchas personas que el día anterior estaban en el lado izquierdo del salón. Me acerqué lentamente a los dos féretros. Uno al lado del otro. Era una linda parejita de viejitos que comenzaba su descanso eterno: “No estaba muerto, es-taba de parranda” yacía relajado y pude suponer quesu viejita dormía a su lado. Sonreí. En ese momento comprendí que ya no necesitaría de un terapeuta. Lo evidente estaba planteado ante mis ojos y mis mie-dos. El reto es vivir, solo vivir.

Diva parió seis cachorros. Patricia recuperó la armonía con sus hijos, y yo recomencé una nueva vida con menos miedos y expectativas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente:

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 MUJERES EN SU PROPIA COMPAÑÍA

Páginas 109 al 116

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