LA NOVIA DEL NORTE
Cuento de LÍA CABAÑAS
Aquella calurosa mañana, Agustín, un joven de mirada penetrante y sonrisa perenne, tomaba el tereré con hojas de burrito, rodajas de limón Paraguay, y abundantes cubos de hielo en la jarra de aluminio, bajo la sombra del mango en frente de su casa. Cada sorbo era un ritual eterno, sobretodo porque por fin conocería a su antigua amiga del Facebook: Magdalena, una joven de tez blanca, cabellos claros y ojos claros. Tenía la misma edad de él, era la sobrina de la esposa del tío Ramón, hermano de la madre de Agustín. Vivía en Capiatá, aunque a ella le gustaba decir que era de Asunción. Desde niña vivía con la abuela, oriunda de Horqueta.
Terminó la espera a las diez de la mañana, puntualmente, ella se acercó a él y animadamente se saludaron los dos como viejos conocidos. Agustín la invitó a sentarse sobre el pedazo de hierro negro fundido donde él mismo estaba un momento antes sentado también, por supuesto, le pasó un cojín de croché que siempre utilizaba para más comodidad.
Sorprendida, la joven accedió y percibió que en realidad el original sillón era bastante cómodo. Sin embargo, le siguió picando el bichito de la curiosidad, debido que a lo lejos, en el corredor de la casa, observó unos sillones de cable sin usar. Él se sentó a su lado y siguieron tomando el tereré y charlando de trivialidades, hasta que Magdalena rompió con la curiosidad guardada y se atrevió a preguntar:
–¿Por qué nos sentamos en este pedazo de hierro tan viejo? Digo nomás, no es que me moleste...
Agustín se echó a reír.
–Es que te encuentras sentada en el tren de Horqueta. Y ese pedazo de hierro es mi historia.
–No te entiendo nada. Por qué no me das mas detalles –dijo Magdalena, ensimismada.
–En otros tiempos, Horqueta poseía un tren, aunque vos no creas, no eran solamente los asuncenos y sureños los que tenían tren. Viajábamos a la Villa Real de la Concepción y, según me contó mi abuelo don Zenón, el tren siempre iba repleto de gente que viajaba para comprar o vender a Concepción.
Sucedía que mi abuelo era el pequeño hijo del motorista del tren; aunque pequeño, ayudaba a su padre a pitar en los lugares de parada. Algunas veces, viajaban grandes ganaderos con atavíos muy lujosos; pero también en el tren viajaban señoras que llevaban chipas de almidón, chipa so´o, sopa paraguaya y ryguasu ka´ẽ para vender en el mercado de la Villa Real.
De venida, decía mi abuelo, que traían personas vivas y hasta muertas, pues, si alguien fallecía en esa ciudad, tenía que viajar con el resto de los pasajeros hasta su casa en el camino o hasta Capilla´i, que era como comúnmente llamaban las personas a Horqueta.
–¡Ay! Esas cosas debieron dar miedo… Pero cómo es que este hierro es parte de tu historia… –quiso saber Magdalena.
–Una tarde de lluvia, precisamente un sábado, el cielo se encontraba enojado y oscuro. En la última parada, subió como siempre lo hacía, una mujer. Toda mojada y con un vestido de novia. Su atuendo era muy blanco y exquisito. La cabellera larga, dorada, trenzada… los ojos azules como un límpido cielo, solamente los labios de carmesí resaltaban de lejos. Nunca en la historia del norte de este país se ha visto una dama tan preciosa como ella.
Una vez, cuando viajaba como siempre, sentada sola en el último asiento del vagón central, mi abuelo le tocó la mano y ella simplemente sonrió y miró otra vez hacia la ventana con mirada lejana y melancólica. Nunca más olvidó aquella sonrisa. Alguna vez incluso ha escuchado a los hombres viajeros hablar de ella, de su hermosura angelical, de lo bien que se sentía viajar cuando ella lo hacía, pues su fragancia de rosas y jazmines, siempre inundaba todo el vagón.
Sin embargo, nadie conocía a la dama tan bella y querían, de cualquier manera, saber de ella. Corrió la voz de la sonrisa que le dio a mi abuelo Zenón. Por eso los hombres le pidieron que hablara con ella porque la dama nunca volteó a saludar a nadie. Siempre subía en el mismo lugar, siempre bajaba en el mismo lugar… en Horqueta, en completo silencio.
Mi abuelo se acercó con temor, tocó sus manos y le ofreció una blanca sonrisa. Él le preguntó el nombre y sólo el silencio le contestó, una vez más su mirada viajó hacia los verdes campos y la tristeza invadió su rostro. Ignoró totalmente a todos.
La última vez que mi abuelo la vio fue aquella tarde de lluvia inmensa. Ella le sonrió, nadie más se encontraba en el vagón. Con sus blancas manos lo invitó a sentarse a su lado y por primera vez ella habló.
–Yo soy María del Carmen –dijo al mirar al abuelo a los ojos. Él se sentía pleno, feliz de estar con ella–. Horqueta tiene los campos más hermosos del norte, su arroyuelo es de ensueño, tal y como mi amado lo describió; la capillita… esa me hubiera dado la felicidad, pero no fue así…
La guerra, la guerra no debería existir… –Una vez más miró hacia los campos y la lluvia. Luego de un tiempo, cuando ya llegaban a la última parada, se puso de pie y caminó hacia la puerta, mi abuelo fue corriendo a pitar y ella le dijo–: ¡Horqueta es mi eterno hogar!
Mi bisabuelo y mi abuelo la vieron irse despacio en plena lluvia, y tanta agua no dejó más que se divisara el espacio.
Al otro día, era un día espléndido y soleado, esperó mi abuelo a que subiera María del Carmen, pues él tenía ganas de decirle también que Horqueta sería su eterno hogar. Quedó el tren, a propósito, un tiempo más. Tal vez no pudo llegar a la hora precisa, aunque nunca le había ocurrido eso… Tuvieron que reanudar la marcha, mi abuelo pitó más veces que las de costumbre, por si ella escuchara, pero la dama nunca subió al tren. Fue hasta el vagón y olía a rosas y jazmines, la fragancia inundaba en derredor. Con una gran alegría, mi abuelo corrió hacia el asiento, pues por la fragancia sabía con seguridad que ella se encontraba allí, seguro que subió antes… ¿pero cómo? Cuando llegó hasta el asiento, encontró un ramo de rosas blancas y jazmines en él. Lo tomó en sus manos y se lo llevó a su padre.
Las rosas blancas tenían pétalos fragantes y delicados, cada una era más bella que la otra. Los jazmines tenían rocío de agua transparente. El ramo llevaba una cinta de raso blanco que brillaba en el sol. Todo era hermoso y delicado.
Desde aquella vez continuó mi abuelo esperando a María del Carmen, mas ella nunca más regresó a subirse al tren. Cada uno de los pasajeros, en silencio, siempre la esperaba. A su asiento jamás lo ocuparon, pues no se animaron.
En ocasiones, cuando la tarde es oscura y llueve en el campo, la fragancia de las rosas y jazmines embriagaba a los viajeros. Mi abuelo Zenón juró que la volvió a ver entre los árboles y algunas centellas de esas tardes lluviosas, siempre con el vestido blanco, el peinado impecable, a lo lejos caminando. Pero nadie más la vio.
Es por eso que mi abuelo, cuando destruyeron el tren, trajo consigo este pedazo de hierro, pues encima iba el asiento de María del Carmen. Por supuesto, el tiempo destruyó todo, excepto el hierro. Ahora entiendes por qué es mi historia…
Magdalena sonrió y asintió con la cabeza. Dijo a Agustín que estaba feliz de sentarse en ese lugar tan peculiar. Siguieron tomando el rico tereré y ella le contó una historia de su familia.
–Sabes que yo soy de Asunción. Mi abuela me había contado que cuando vivía acá en Horqueta, y ella era niña aún, un apuesto agricultor horqueteño trajo consigo a una asuncena de familia adinerada, raptándola de sus padres. Ella se encontraba muy enamorada de él y él le correspondía. Se prepararon para casarse y justo el día amaneció lluvioso. Ella estaba feliz por su inminente boda.
Se vistió el hermoso vestido blanco que el novio le regaló, la ayudaron los vecinos y fueron hasta la capilla, pero el novio nunca llegó. Lo enrolaron para la guerra del Chaco. Ella, prudentemente, cada atardecer se vestía de novia y esperaba a su amado; pero una tarde le llegó la noticia de que el novio había muerto en batalla. Ella nunca superó la pérdida y murió de tristeza a los pocos días, con el vestido de novia puesto. Pero nadie sabe qué hizo con su ramo de novia.
Agustín quedó anonadado, simplemente no podía creer tanta coincidencia.
–¿Y sabes cómo se llamaba la mujer? –preguntó con temor.
–María del Carmen –contestó Magdalena–. Igual a la historia que me contaste.
–Pero la historia que mi abuelo contó es posterior a la guerra… –dijo pensativo Agustín.
Magdalena se levantó y agradeció el tereré para despedirse de su amigo.
–Nos volveremos a ver Agustín, realmente tu historia me conmovió; y sí, Horqueta es un lugar donde siempre será hermoso vivir.
Se despidieron los dos y ella se fue caminando. A él lo invadió de repente una fragancia de rosas y jazmines, suspiró hondamente y se fijó en el cojín de croché. Erase allí una cinta de raso blanco muy antiguo…
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SEP DIGITAL - NÚMERO 1 - AÑO 1 - MARZO 2014
SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM
Asunción - Paraguay
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