PARAGUAYOS DE OTROS TIEMPOS
Por ARTURO ALSINA
LIBRO PARAGUAYO DEL MES
Ediciones NAPA
Abril 1983 Nº 24
Asunción – Paraguay
(210 páginas)
DON ARTURO: REALIDAD LEJANA, RECUERDO PRESENTE
RAÚL AMARAL
I
Este libro, escrito en prosa llana -para diferenciarlo de la técnica teatral- es el primero de una serie de retratos y recuerdos que don Arturo Alsina ha venido trabajando a lo largo de los años y que viene a ser como una "suma de nostalgias" (el recuerdo presente que se antepone a la realidad lejana), transcurridas no para abstraerse del tiempo sino para recrearlo.
El autor anuda, en páginas de creciente emotividad, el perfil de amigos entrañables a relatos de evidente matiz literario, pero en los cuales -en especial los dos últimos- asoma, por sobre la fantasía, cierta intención de realismo. Y es así que la ficción no alcanza a desdibujar del todo nombres, denominaciones y marcantes, a través de los cuales no sería difícil descubrir a seres comunes que hemos visto pasar a nuestro lado.
Corresponde advertir, por lo demás, que estas evocaciones contienen un indudable calor humano, transferido a maestros, condiscípulos y amigos, que aquí aparecen como nimbados por una distinta luz, aquella con la que don Arturo ha querido presentarlos en el diálogo que late entre sus añoranzas y las predilecciones de su espíritu.
Es de creer que ellas cumplen un ciclo: el que está integrado no sólo por las expresiones de su propia efusividad sino, y de modo particular, por el que destaca a personalidades de la cátedra, las bellas artes y las letras, contempladas desde la orilla de los días arduamente vividos y moldeada en el fuego de una projimidad sin límites.
Puede afirmarse que estas páginas sirven para ofrecer el testimonio de toda una época -la que va del tercer tramo del modernismo nativo a nuestra actualidad-, en obra y espíritu, pasión y conducta.
Aparte de los dos estudios iniciales, el resto está referido a una función de unidad que sería inoportuno soslayar, particularmente en lo que alude al capítulo II. De aquellos mencionados puede afirmarse que simbolizan verdaderos recuentos -mucho más que visión panorámica- que ayudan a situar la evolución de nuestra actividad intelectual. El nuevo título del primero de ellos -originariamente incluido en la Historia de la Cultura Paraguaya de Carlos R. Centurión- quiere señalar lo que esa progresión encierra: Tiempos y nombres en la cultura paraguaya. En su verdadero concepto, debe interpretarse como una síntesis, llevada a cabo con sostenida cordialidad, aunque también con rigor informativo. Lo mismo puede manifestarse de Conocimiento de Villarrica, que le sirve de apropiado complemento.
No estará demás indicar que el capítulo III, con el que el libro comienza a cerrarse, contiene, sumados a las particularidades que ya hemos anotado, elementos que participan de esa calidad de elevar a nivel de añoranza lo que aquí se concreta en un plano de esencialidad literaria, en modo alguno oculta, aunque no siempre detestable al primer golpe de vista.
Con ello se pretende que la destreza del relato que ha permitido la inclusión de Taguató -verdadera pieza de antología, trazada de mano maestra- no difiere de la que se ha utilizado para arrojar haces de luz sobre personas concretas y reales. De tal manera fueron puestas de pie por la fervorosa lealtad de quien supo -antes de convertirlas en creaturas de su magia- tenerlas junto a sí, devolviéndoles el aliento de otras edades, en una especie de retorno a la mirada fresca, al paso primaveral, al ademán sin desmayos, que fueron de ayer y que, por virtud de su alquimia, continúan siendo de hoy.
Una carta del ilustre escritor nacional Pablo Max Ynsfrán, enviada a don Arturo hace treinta y seis años desde su exilio en los Estados Unidos, e incorporada al final de estas páginas, brinda la nota solidaria de su propia generación, unidos ambos en el recuerdo de Ortiz Guerrero, a quien sus compañeros rindieran siempre culto personal y poético.
II
La lectura de los originales, la extraña sensación de melancolía que ella deja en el ánimo de aquel que se acerca a descubrirla con ojos limpios y sin prevenciones, ha obligado a soslayar -momentáneamente, desde luego- la imagen del propio autor, sin la cual no sería posible determinar la auténtica dimensión de este libro. No valdrían tanto para nosotros, para la consumación de nuestro propósito, los datos biográficos y críticos que suelen ofrecer los manuales, porque si bien la obra es inescindible de la personalidad de su autor, el conjunto de ésta podrá proyectarse desde zonas más amplias, más diversificadas, en las que el quehacer humano habrá de ser observado o analizado desde múltiples ángulos de actuación. Con ello se quiere adelantar que lo que a nuestro objeto interesa -aquí y ahora-, sin desdeñar otros aspectos, es ese extenso y no
menos firme transitar de don Arturo por el Campo de Agramante de nuestras letras (aunque alguna apariencia de quietismo pretenda demostrar lo contrario) llevando a cuestas y quizás no sin lucha interior, las señas de ciudadano de un país que, siéndolo sólo en un fragmento de su existencia, no lo es el de parte importante de ella y de toda su labor de más de setenta años.
Si su caso constituyera excepción tendríamos que detenernos a examinar ese privilegio solitario que, afortunadamente para él, no lo es. El niño tucumano (coterráneo del prócer Alberdi, no hay que olvidarlo) que arribó a las playas de la Asunción una mañana de mayo de 1909, debería ser -según implacables constataciones de Registro Civil- el mismo Arturo Alsina de nuestros días. Pero por encima de esa circunstancia, se hace posible rescatar otra, mucho más eficaz: la de un Arturo Alsina que se hizo hombre en el Paraguay, donde ha trazado su obra y fundado un hogar, y de cuya historia intelectual nadie logrará separarlo.
Argentino, sí, "pero no se alarmen" (como dijera con picardía cordobesa Goycoechea Menéndez a principios de siglo), tanto como Fortunato Toranzos Bardel, Juan R. Dahlquist y Arturo Lavigne, por no mencionar sino a los antecesores que alcanzaron a publicar libros. Como ellos, será desconocido, peor aún: ignorado, no sólo por los sectores culturales que desde las riberas rioplatenses siguen mirando a Europa y por los limítrofes, que no aciertan a mirar a ninguna parte, sino por los representantes más o menos oficiales u oficiosos de esa cultura -con una sola salvedad reciente- que si ha desviado la vista del ciudadano, al que prácticamente no se lo tiene en cuenta, con mayor inconsciencia aparece como cerrándola ante el escritor.
Se argumentará que el procedimiento, por reiterado en otros órdenes, no debe extrañar, y que la situación de Groussac, francés, fue, si no igual, por lo menos parecida. No, ese paralelo no sería del todo correcto. Veamos:
Groussac llegó a Buenos Aires cuando tenía 18 años, o sea en 1866. Los estudios liceales fueron los únicos que hiciera en su tierra, siendo así un auténtico autodidacto. Después de errar brevemente por la campaña bonaerense regresa a la capital, donde se le abrirán mucho más tarde, las puertas de la "República de las Letras" y las de la enseñanza, no por mano de poetas, novelistas o ensayistas (sus posteriores colegas), sino de políticos que osaban distraer, a veces, la aridez de sus faenas electorales con el soplo, para ellos bien que vivificante, de la literatura. Viaja a Tucumán y es allí donde se inician sus fatigas de escritor. Matrimonia con mujer criolla y tiene hijos argentinos. Por su edad y sus compañías debía pertenecer a la hoy mitologizada "generación del 80".
Pero don Paul (nunca se avino a llamarse don Pablo) tuvo que asistir al drama íntimo de comprobar que la condición de escritor argentino, que había adquirido no sin esfuerzo y que ya era la suya, no le servía para ingresar a los capítulos de la historia literaria de su patria, a los que secretamente aspiraba. Europeo de origen y por formación; intelectual adosado a la cultura de una tierra remota, cuya adopción quizás no sintiera -a pesar de la emocionante y pulcra dedicatoria de su libro sobre las Islas Malvinas- se vio obligado a desarrollar en ella una labor que trascendió el medio siglo, desde poco más allá de los 20 años a los 81 en que murió.
No obstante haberse adjudicado el calificativo de desarraigado -no de nuestra América, sino de Europa- y de los cuatro viajes que hiciera, ida y vuelta, y que no le sirvieron de acicate para quedarse allá, Groussac figura en las historias, enciclopedias y recuentos bibliográficos argentinos y en sitio destacado. Después de todo, fue allí donde aprendió ese castellano que llegara a dominar como pocos y a expresarse con claridad y lucidez conceptuales, sin asomos de "floripondio", peste sud-americana que su cortante ironía solía fustigar.
También debe reconocerse que su crítica acerada e incisiva hizo mucho bien y hasta puede ajumarse que diafanizó un ámbito por lo común castigado por la oratoria y la cargazón retórica. Severidad y justeza, ausencia de tropos originales y el no asustarse ante los dioses y semidioses vernáculos fueron las pautas que hizo suyas y que lo compensan de actitudes y errores que, por ser de él, no hallaron tampoco tregua ni perdón.
A pesar de todo, rodéáronle gentes que lo respetaron y supieron medir el sentido de sus excesos críticos, ejercidos no con el arte del facón, sí con el del estilete. Claro que en Groussac no estaba abolido del todo el afán de justicia. Por sobre el desdén con que solía acoger la producción intelectual de sus contemporáneos criollos, de vez en cuando se dignaba ensayar un ademán aprobatorio, siempre a media sonrisa -o sin ella- especialmente si en el catecúmeno descubría las huellas de la cultura que le era consustancial. Tal ocurrió, para mayor paradoja, con Goycoechea Menéndez, al dar a conocer, en su provincia, los incipientes medallones de Los primeros (1897).
En resumen: Groussac, francés, en lucha contra los fantasmas de un desarraigo del que nunca quiso apearse del todo, ha sido adoptado, sin mayores esfuerzos, por la cultura del país de su relativo arraigo. Puede afirmarse, así, que su incorporación a la bibliografía literaria argentina viene a ser como una compensación -por atracción de contrarios- al olvido a que lo arrojaran sus propios paisanos, no culpables por cierto de tan empecinada ausencia.
Quien sepa de la vida y la obra de don Arturo Alsina (y asimismo de los argentinos que ya hemos mencionado) comprenderá que el resultado de su actuación es distinto, Don Arturo -bachiller y universitario paraguayo- no reclamó "desarraigo" alguno como dolencia de su alma; simplemente no hizo más que sumarse a la evolución de esta cultura, apareciendo, desde un comienzo, en el núcleo de aquellos nacionales que aspiraban a modernizar la escena y los propios temas del teatro paraguayo.
Y aquí se quedó, sin pretender o soñar imposibles, apegado a sus deberes y a sus ideales, puestos los pies en una sola parte, como debe ser y corriendo la suerte de este pueblo en todas sus instancias. No ha sido suya la queja de aquel que se duele de la ignorancia y del olvido ajenos, a pesar de la escasa distancia que ha mediado entre ambas regiones. Pero en algo Buenos Aires se asemejó a París: si Groussac no participa de los beneficios del Olimpo natal, tampoco don Arturo integra el conjunto de nombres valorizados y expandidos por las letras argentinas. Si resignadamente Groussac se avino, casi en silencio, a aceptar su destino de escritor de un país que no era el suyo, don Arturo lo hizo a cara descubierta, sin plantearse estrujamientos de conciencia, en aceptación de una marcha que él mismo había iniciado.
A estas alturas del tiempo ya no será necesario preguntarse de qué lado de la supuesta, invisible divisoria, ancló, por voluntad de conciencia, don Arturo. Aun así habrá que añadir que su situación no es insólita: Manuel Rojas, nacido en Mendoza, es un novelista chileno universalmente reconocido como tal; Alberto Zum Felde, cuya vida se inició en Bahía Blanca, es uno de los valores de la literatura oriental del Uruguay. Esos dos ejemplos bastan, aunque existen otros no menos contundentes.
Por último vamos a transcribir un pensamiento de Zum Felde, extraído de su Proceso intelectual del Uruguay (3a. ed., Montevideo, 1967, t. III, p. 111), que se ajusta plenamente a este y demás casos y que explica las condiciones nacionales de una literatura y las del propio escritor que la integra:
"El simple y solo hecho de haber nacido en determinado país, no da nacionalidad literaria; tal nacionalidad no la define ese hecho solo y simple; la define el arraigo espiritual del autor o la relación que los caracteres de su obra tengan con la vida de ese país. Una literatura nacional se compone, no de todos los escritores que hayan nacido en su territorio político, sino de todos los que han vivido o actuado de modo más o menos permanente en su medio, han escrito en su lengua y comparten los rasgos espirituales propios de su nacionalidad".
(Provincia Gigante de las Indias, abril de 1983)
RETRATOS Y RECUERDOS
PRIMERA PARTE
TIEMPO Y NOMBRES EN LA CULTURA PARAGUAYA (1)
a raúl amaral
A punto de empezar a escribir estas palabras liminares, tentados estuvimos de formular al autor una serie de preguntas que, de seguro, habrían de parecerle sorpresivas y desconcertantes y que sólo una amistad que la prueba del tiempo ha tornado fraternal podría autorizar o, a lo más, justificar. Con ellas nos proponíamos indagar, si puesto el autor a escribir este prólogo - ¿cómo lo empezaría? ¿qué interpretación daría a la propia obra? - ¿con qué remate conceptual le pondría término? Los interrogantes así presentados, podrían, "a priori", dar la impresión de la renuncia a la particular opinión del prologuista, delatando una disposición de quedar a la zaga al supeditar la personal apreciación que surge de la serena objetividad del análisis y, por último, subalternizar la misma valoración de la obra a las premisas establecidas por el autor.
No era esa la intención sino la más profunda de descubrir por la vía de la auto confesión el móvil inspirador, aquel destello que ilumina las horas, diríamos sagradas, del trabajo creador, chispa divina que funde en llama de amor el esfuerzo del hombre, y que en toda obra literaria llamada a perdurar se sublima en un solo latido que identifica el alma del lector con el alma del escritor.
Por otra parte, si fuera nuestro propósito ajustarnos estrictamente al juicio o comentario que se derivan del plan orgánico del libro, poco o nada tendríamos que agregar a lo dicho por Centurión en el prefacio de la primera edición. En la eventualidad, hemos optado por evadirnos de las estrictas limitaciones de todo esquema previo para entregarnos a una suerte de sereno discurrir en un placentero y, a veces, hondo divagar, inducidos por los vitales estímulos que inspiraron y movieron a tres generaciones paraguayas en la apasionante aventura de búsqueda y hallazgo que, revelando los valores culturales de un pueblo, los perfeccionara en sus medios de expresión en el afán de darles divulgación universal.
Carlos R. Centurión pertenece a una generación situada en una época de singulares características dentro de un pueblo sometido a las más terribles pruebas de la historia. Comunidad americana que durante el transcurso de un siglo de vida autónoma, ha defendido su independencia al amparo de rígido aislamiento impuesto por la omnímoda voluntad del "supremo dictador"; ha organizado la nacionalidad en el orden y en la paz de un severo régimen patriarcal, y ha librado casi hasta el exterminio una guerra homérica en defensa de principios jurídicos que garantizan la libertad de los pueblos, para desembocar al final de la catastrófica empresa, en un largo período de anarquía. Anarquía larga y pugnaz que se transforma en aleccionadora armonía en la hora de la convocatoria del pueblo en armas en vísperas de la contienda chaqueña. Los hombres de esta generación, nietos de héroes y de mártires de una guerra sin paralelo en la historia del Continente, van a ser, ellos mismos, con idéntica dimensión heroica, actores de otra guerra. Han nacido y vivido en el seno de la anarquía y han participado, en mayor o en menor grado, de las vicisitudes de las luchas intestinas desencadenadas en el cruento y prolongado proceso de la organización institucional de la República.
Son estos varones en cuyo carácter forjado en la adversidad nacional cristaliza una angustia secular, quienes, bajo la serena dignidad de un connato estoicismo, van a recoger la herencia cultural de la Provincia Gigante de las Indias y de un siglo trágico de vida independiente del Paraguay, herencia que como los tesoros ocultos brilla sin deslumbrar. Son ellos quienes van a revelar los valores de una cultura incipiente que se ha ido elaborando en el lento transcurrir de los siglos sobre el esfumado trasfondo de las aportaciones hispano-guaraníes de la Colonia. Historia y leyenda; mitología y religión; superstición y creencia; tradición, costumbres, folklore; arte y ciencia europeos asociados al conocimiento empírico de la naturaleza y a la expresión de formas y símbolos que se engendran en la mente alucinada del indígena: formas imprecisas, símbolos de rutilante fonética; imágenes vagas, rústicos intentos propios de un ciclo cultural primitivo, asimilado en sus esencias por el poder generador y unificador de la Conquista. Lo hispánico y lo guaraní injertados en la humana y divina dimensión universal del hombre.
La Asunción fundada por el "Capitán poeta", un tiempo centro civilizador y baluarte militar de la Conquista, en el Río de la Plata, no fue, a pesar de su importancia política y estratégica y de su nobiliario prestigio de "madre de ciudades", asiento de universidad. Esta falta de tradición universitaria estuvo, hasta cierto punto, compensada por la presencia de una doble corriente cultural, la una, multisecular, europea, de trasplante; la otra, elemental, primitiva y cuyas formas incipientes fueron, en parte, abolidas o reemplazadas, detenidas o postergadas por la virtud rectora de la civilización. Doble corriente que se unifica y confunde en la vital mezcla de sangres; fusión de razas que encuentra el molde de una expresión original en la armonía de lenguas: el castellano, rico en ideas abstractas, opulento en sus formas de flexión idiomática; el guaraní, aglutinante, polisintético, onomatopéyico. El uno, glorificador de la epopeya del hombre; el otro, traduce en eco humano las voces de la naturaleza. Expresión de hombre y paisaje: actor y escenario de la historia. Lo cósmico y lo telúrico del destino humano amalgamados en la afortunada síntesis de un hombre nuevo en cuya intimidad de conciencia las lenguas dialogan con las sangres.
El indio guaraní, gran señor de la geografía, que a la hora de la Conquista enseñorea la costa meridional atlántica desde el Caribe al Plata, ha llegado, salvando distancias fabulosas al corazón del Continente, instalándose a lo largo de lejanos y extensos litorales; atravesando ríos; soslayando gigantescas, tonantes cataratas; trasponiendo serranías y montañas; cruzando la selva interminable en que se vence a la muerte que extravía con la certera brújula del instinto que orienta; en guerra con las tribus rivales y las fuerzas hostiles de la naturaleza; y rebasa, al fin, las barreras del gran río que un día será epónimo, para cruzar en jornadas sobrehumanas al gran desierto chaqueño y situar su audacia en la frontera andina del Imperio incaico.
Sobre las huellas y senderos del vasto dominio guaraní avanza la civilización cristiana en alto la cruz que redime y la espada que sojuzga: el poder político afirmándose en la fuerza espiritual del verbo divino y de la palabra reveladora. Férreos conquistadores que a inspiración de Irala, trocaron sus métodos de guerra por las sutiles alianzas del amor: hombre blanco y hembra india, espíritu y matriz de la raza futura. Duros encomenderos, misioneros evangelizadores. Pueblos y ciudades, reducciones y encomiendas fundarías en la ruta de la aventura fabulosa. Rutas de luz y sangre abiertas bajo el imantado signo de la Cruz del Sur. Santos y mártires; el beato Roque González, ardiente corazón sin muerte; José de Antequera y Castro, grito de libertad acuchillada. Historiadores y cronistas que nos transmitieron el latido de la gesta. Sabios de la Conquista: teólogos, letrados, filólogos, naturalistas, geógrafos. Convocatoria augusta, "presencia de almas".
Y el arte que conduce a Dios. Templos cristianos erigidos en la pagana selva milenaria. La torre y el andamio; la fe que inspira y la mano que ejecuta; la ojiva que en lo alto se prolonga en la cruz; la campaña del llamado a las almas y el encendido cirio del alumbramiento en la religión y, en los altares, entre los excesos del barroco, Cristos macilentos y sangrantes y santos y vírgenes del milagro, materializados en tallas de la admirable imaginería del medievo. Arquitectos, escultores, pintores, grabadores; españoles y oriundos de otras latitudes de Europa enrolados en la gran fraternidad civilizadora y que aquí realizaron su labor. Aquellos que dejaron un nombre y otros que, acaso, sólo fueron conocidos por un efímero patronímico unido a un título reverencial y, en capítulo aparte, los anónimos, los magnánimos, los ascetas del amor divino que se identificaron en la propia obra, para desaparecer voluntariamente en un supremo voto de olvido. Y también los indios artistas que esculpieron y pintaron en los retablos menores imágenes ingenuas, en las que, dícese, vieron la representación del Dios de sus antepasados.
Templos de amplias naves, fueran los monumentales construidos por los jesuitas de San Ignacio Guazú y Jesús y Trinidad, o los más humildes de adobe y madera de los franciscanos en Yaguarón y Emboscada, en ellos, el arte estuvo siempre asociado a la función catequizadora del misionero. Fue por vehículo de una plástica de profunda inspiración religiosa que impresiona los sentidos, despertando en el alma sencilla y sensible del aborigen sentimientos piadosos, y de la música sacra y el canto litúrgico que exalta su imaginación, luego del inicial adoctrinamiento impartido en el austero claustro de las reducciones, que la grey indígena fue conducida por los senderos de la nueva fe. Imaginemos el sagrado recinto a la luz de innumerables cirios que arrancan destellos de oro a las retorcidas columnas y recargados ornatos del altar mayor, para proyectarlos en áureo resplandor sobre las estáticas imágenes, animándolas con expresión extraterrena y glorificándolas con los acordes de la música sacra que acompaña a la canción ritual que el coro indígena entona. Con tal ejercicio, el rico instinto musical del indio se transforma en vocación musical que, transferida al futuro, dará sus frutos en la música folklórica y nativa.
No fue sólo la pompa ritual desplegada en las celebraciones del culto, mágica, de seguro, a los ojos absortos del indio, la única que ejerciera influencia en el transcurrir del proceso civilizador. Lo fueron, también, las fiestas profanas de las que se nutren las raíces de algunas formas de un folklore que han perdurado hasta nuestros días. Y lo fue la copla que se entona al compás de la guitarra, símbolo de la España andariega y romántica que, heredada por el nativo, será la fiel intérprete de sus sentimientos y su compañera inseparable en la guerra y en la paz. Lo dicho sin excluir los otros factores de formación, sociológicos y políticos, que contribuyeron a dar fisonomía a la comunidad colonial y dotaron de carácter peculiar al pueblo independiente nacido de aquella comunidad. Si en lo sagrado predomina la fe en la Providencia que encarna la sabiduría de un Dios único con sus atributos, en lo profano, el espíritu de tribu asoma a hurtadillas para manifestarse en tímidos rasgos de independencia.
Fueron los púlpitos cátedra de oratoria sagrada; las plazas parroquiales lugar de festividades profanas, centro de civilidad, punto de reunión en las asonadas; los atrios no sólo escenario de misterios y autos sacramentales sino de obras de intención política, como la escrita y estrenada por el Padre Juan G. Lezcano en 1551, hecho de significación cultural que permite reivindicar para la Asunción el mérito insigne de ser la fundadora del teatro en las regiones del Plata.
Nuestra Señora de la Asunción, hito magistral, hito germinal si se nos permite, por esta vez el despropósito lingüístico. Hito entre la historia y la leyenda al que concurren el héroe y el mito sobre el trasfondo en niebla de la América precolombiana, y a cuyo pie, a luz de la evocación, aparecen los actores de aquel drama portentoso: Salazar de Espinoza, el fundador; Irala, el civilizador; Garay, padre de ciudades; el criollo Hernandarias, el visionario. La "casa fuerte" desde lo alto de las barrancas, es punto de arranque preciso de las expediciones que irán a fundar ciudades, cristianadas por aquellos rudos varones con los dulces nombres de la fe católica de evocador aliento poético: Candelaria; San Juan de Vera de las Siete Corrientes; Concepción del Bermejo; Santa Fe; Santa Cruz de la Sierra; Villa Rica del Espíritu Santo, ambulante y heroica; Santa María de los Buenos Aires, la segunda, la eterna, "fundada futura" por Garay y repoblada por criollos y mestizos asuncenos. En ellas, España ha dejado con su sangre y su espíritu los gérmenes de su universal cultura.
En tal escenario y con tales actores se desenvuelve en estas latitudes el drama de la historia durante tres siglos de dominación española, en cuyo proceso se contara con los factores determinantes y dinámicos del individualismo español contrapuesto al comunismo primitivo de las parcialidades indígenas. Españoles y guaraníes aliados en lejanas expediciones a la Sierra de la Plata ubicada en el imaginario, huidizo El Dorado, marchan unidos a través del sitibundo desierto chaqueño en procura de metas coincidentes pero movidos por distintos estímulos. Guerras interminables, ora, contra las tribus levantiscas; ora, contra el tenaz bandeirante que asola periódicamente la región del Guairá. En este escenario magistral en que lo heroico adquiere el relieve de lo fabuloso, se destacan dos aconteceres de singular significación que por su importancia rebasan los límites de una época. El primer acontecer, las Misiones Jesuíticas de severo régimen teocrático, vincula la misión evangelizadora de trascendencia cultural con un gigantesco ensayo de organización colectiva del trabajo de las tribus sometidas. El segundo, la Revolución comunera, encarna la voluntad soberana del común contra los excesos del absolutismo real, y enfrenta, a la vez, al sistema opresor impuesto por los jesuitas que se traduce en su creciente poderío económico. Antecedente de resonancia histórica, capítulo inicial de la emancipación americana. En la palabra elocuente de sus caudillos inmolados que transforman por virtud de presencia el cadalso en tribuna de la libertad, se ahoga en sangre el grito premonitor de Mayo.
Carente el guaraní de monumentos arqueológicos, el idioma, fecunda matriz de metáforas, es el monumento que perdura. Lengua que ofrece una precisa estructura gramatical pero que no alcanzó a contar con una correlativa escritura, siquiera fuera jeroglífico o quipo, o si la tuvo, fue tan rudimentaria que no le permitió transmitirnos un Ollantay guaraní, mas, transfiriendo por mandato de permanencia, su aliento creador a la moderna y magnífica poesía popular paraguaya.
No fueron sólo la mínima contribución a los pueriles ornatos de una incipiente industria familiar ni la concluyente de la rutilante metáfora, las únicas manifestaciones del sentimiento artístico engendrado y acrecido en el alma absorta del indio. Entre los extremos de la rusticidad de la vasija de barro cocido y el encanto de la palabra alada, florece la música "pentatónica" de "escala defectiva"; el canto monódico con instrumentos rítmicos de invención aborigen, y la danza con "fondo religioso, guerrero o festivo", fermentos de maduración cultural que asociados a la religión, de seguro concurrieron a modificar las costumbres salvajes y a unificar a las tribus de la gran nación en un común proceso de evolución espiritual. Afirmase que la oratoria era arte cultivado con amor por los guaraníes y que el relato de los hechos heroicos y legendarios transmitidos por la tradición oral en la palabra y el canto del avapayé, canto entonado al compás del mbaracá, "símbolo de la raza guaraní", instrumento dotado de "capacidad de modulación, fuerza milagrosa y nimbo religioso", mantenían vivo el culto de los antepasados y la fe en la unidad social, política, religiosa y militar de las parcialidades. Cultura pre colonial que apenas descubre el signo material de una presencia y que se manifiesta por valores ideales, en lenta evolución operada en un período políticamente expansivo dentro de un ciclo cultural primitivo.
Fácil es idealizar al penetrar con el pensamiento en el ámbito de aquel mundo fabuloso; difícil reconocer con nitidez siquiera sus contornos. ¡Rara paradoja la de un mundo que sin sernos extraño nos es, en gran medida, desconocido! Y lo es porque no todos los datos nos llegaron con la veracidad de lo auténtico que surge de las fuentes legítimas de conocimiento, lo fueron en versiones que, involuntaria o deliberadamente, deformaron la realidad, y porque, con posterioridad, se poetizó demasiado y por falta de una ruta segura, la verdad quedó extraviada en la confusa niebla de un pasado remoto.
Dejemos esta labor esclarecedora a los que saben y en ella están empeñados, para permitirnos, en la ocasión, aventurar una consideración sobre el proceso cultural de la Colonia, en el que predominaron, a nuestro entender, las formas de transculturación impuestas por el conquistador y el evangelizador, en detrimento de las imperantes en un medio salvaje. Cultura de trasplante que crea formas inexistentes hasta entonces; acalla o anula otras por la vía inexorable de la superación o por la compulsiva de la fuerza, eterna protectora de intereses; posterga el desarrollo de aquellas que no obstante ser de vigencia permanente, han de permanecer enquistadas en su potencial creador por falta de estímulos inmediatos, mas, incorporando sus esencias a la propia substancia con las vitales e inconmovibles formas que emanan de las costumbres y de la tradición.
En los albores de la independencia, existe ya una nacionalidad expandida en vasto territorio, con el nativo -criollo y mestizo- apto para incorporarse al impulso histórico de la emancipación a la que concurre con personalidad definida y con el aporte de su doble lengua, su religión, su historia, su tradición, sus costumbres y las manifestaciones de un folklore que de ellas se deriva.
La Junta Superior Gubernativa de 1811, heredera del Triunvirato, estaba presidida por el brigadier general Fulgencio Yegros, que a su condición de militar unía la del poeta, e integrada por José Gaspar Rodríguez de Francia, hombre de leyes, ilustrado en Córdoba en filosofía y teología, genial político de recia intransigencia patriótica, según unos, encarnación de la anticultura al pensar de otros; el presbítero Francisco Javier Bogarín, y el capitán Pedro Caballero, acaso hijo de la Enciclopedia, digno de figurar en nuestras letras sólo por el texto de su propio epitafio, mensaje de dignidad cívica, transmitido a la posteridad desde la mazmorra de la dictadura en que yace, y escrito al suicidarse, con su misma sangre según relata la crónica.
La Junta Superior Gubernativa, con las disposiciones sobre reforma de la instrucción primaria, la reapertura de los cursos secundarios, la fundación de la primera biblioteca pública y la creación de la "Sociedad Patriótica Literaria", inicia un período de activación cultural, pronto interrumpido por la dictadura perpetua del Dr. Francia, en cuyo lapso de veinte y seis años la inteligencia enmudeció. Rengger y Longchamp, citados por Boettner, dicen: "La guitarra, compañera inseparable del paraguayo, enmudeció para siempre" (sic). Aislamiento total con el exterior, enclaustramiento de la comunidad nacional. El proceso cultural que comienza con el grito de libertad se interrumpe con el terror de la dictadura. Durante su larga permanencia no sólo se anulan las instituciones creadas por la Junta, se clausura, además, el Seminario de San Carlos, conocido por Colegio Carolino, único instituto de estudios superiores que procede de la Colonia. Época sombría que tiene su fin con la muerte del dictador perpetuo, fecha de la que arranca un breve y agitado proceso político de dinámica castrense que desembocará en la aparición de Don Carlos Antonio López, en el Consulado, primero, en la Presidencia constitucional, después. Aparición trascendental por la inspiración patriótica de su magna obra progresista que va a imprimir un carácter a su gobierno de personal gestión, con propiedad llamado patriarcal. Sus sabias y enérgicas medidas, contribuyeron a afirmar en definitiva la independencia nacional, asegurar la paz y promover el progreso, aunque en cierta medida a expensas de la libertad. En el plano cultural, a la instauración de la enseñanza primaria obligatoria impartida en las cuatrocientas escuelas que fundó, se suma la creación de la "Academia Literaria" y del "Aula de Filosofía" y la reapertura del Colegio Carolino. El prócer, adquiere el título de padre del periodismo al fundar "El Paraguayo Independiente", periódico que recoge en sus páginas la documentación relativa al proceso diplomático de la independencia y, en general, refleja la gestión gubernativa con la publicación de sus célebres mensajes. Construye el primitivo Teatro Nacional, escenario de las compañías españolas que actúan en la Asunción y lugar de estreno de la pieza en verso intitulada, "Un paraguayo leal", la primera estrenada y quizás la única escrita en el país en lo que va del siglo, e interpretada por aficionados paraguayos, viniendo a ser por esta circunstancia el antecedente lejano de la escena paraguaya. Da comienzo a la edificación del Palacio de Gobierno, del Oratorio de la Virgen de la Asunción y el hasta hoy inconcluso Teatro, réplica del Scala de Milán, con el concurso del arquitecto italiano Alejandro Ravizza.
A la muerte de Don Carlos le sucede en la presidencia de la República, su hijo Francisco Solano, el Mariscal. Hombre ilustrado y de talento, promotor de cultura, en los tres años de paz de su gobierno prosigue la obra iniciada por su progenitor. Como él, otorgó becas en las ramas de Ingeniería, Derecho y Milicia en institutos europeos, aunque ambos descuidaron, a nuestro juicio, la integración de los medios de cultura al no incluir en sus planes la enseñanza de las bellas artes.
A esta altura del siglo, las condiciones de fomento cultural estaban parcialmente dadas y sus instrumentos, aunque incompletos, creados. Pero el desarrollo del proceso iniciado se paraliza antes de rendir plenamente sus frutos y toda una generación es sacrificada en una guerra a muerte en que la vida del ciudadano es inmolada a la supervivencia de la nación.
En los campamentos, frente a la muerte, florece la musa popular. Quizás entonces, hundidas sus raíces en manantiales de sangre naciera la moderna lírica guaraní. A los romancillos y coplas de la Colonia, cuyo último eco nos llega en las coplas artiguistas, sucede ahora la canción de trinchera, castellana, guaraní o bilingüe, épica, patriótica, romántica y satírica a la vez. Estas canciones se prolongan luego en la paz, en los "compuestos" y "sucedidos", relatos en verso entre ingenuos e intencionados, fruto de la improvisación de poetas y trovadores del campo que los cantan con acompañamiento de guitarra, a la que se agregan arpa y rabel en los bailes y en fiestas de guardar. Música y poesía; canto y verso anónimos. Se diría que aprisionada en el círculo de acero de aconteceres trágicos, se engarzara la gema de la canción anónima y fulgurara el destello musical y poético del cancionero popular de origen y proyección bilingües.
Al término del trágico lustro, aquella que fuera próspera comunidad americana de cerca de un millón de habitantes, ha quedado reducida a doscientos cincuenta mil sobrevivientes, escapados de la bárbara saña fratricida. Transitando sobre ruinas son como sombras devueltas milagrosamente a la vida con la misión de reconstruir el hogar nacional. Y sobre las ruinas que habrán de servirles de cimiento, da comienzo la nueva epopeya del renacer, del recomenzar en el heroísmo de la paz.
En lo que lleva transcurrido el siglo diez y nueve, pocos nombres integran en razón a sus méritos el historial de las letras paraguayas. Durante la dictadura perpetua, escritores que por veredicto de posteridad, han adquirido la jerarquía de próceres de la libertad: Fernando de la Mora; Juan Andrés Gelly; Manuel Pedro de Peña, el poeta del "Himno a la Libertad", que como lenitivo a las angustias de un largo cautiverio, realizó el prodigio intelectual de aprender de memoria el Diccionario de la Real Academia Española; Mariano Antonio Molas, autor de la "Descripción Histórica de la Antigua Provincia del Paraguay", escrita parcialmente en la cárcel.!Y humildemente, ante este cuadro de grandeza desventurada, pasa la figura jesucristiana del ilustrado maestro argentino Juan Pedro Escalada, enseñante de poderosos e indigentes.
A los nombres de los pocos escritores sobrevivientes a la dictadura que prolongaron su ministerio en la época del Consulado y de la Presidencia constitucional, cabría citar los del propio Don Carlos Antonio, autor de los "Mensajes" y redactor político del periódico oficial; el del Mariscal, en cuyo estilo está presente la aptitud literaria, ya se manifestara en el conciso y claro de la dialéctica diplomática, en la severa parquedad castrense de sus proclamas o en el tono patético de su histórico testamento, documentos que en cronológico análisis revelan la trágica trayectoria de un destino excepcional. El Padre Fidel Maiz, sacerdocio puesto en trágica contradicción por el monstruo de la guerra: vasta ilustración, espíritu, analítico, historiador, polemista, elocuencia en el púlpito, la tribuna y la cátedra; el poeta Natalicio de María Talavera, soldado, poeta, cronista, precursor cuyo canto se eleva sobre un coro de cantos anónimos; Juan Crisóstomo Centurión, historiador; Gregorio Benites, diplomático y polígrafo; José Falcón, paleógrafo, director del Archivo de la Asunción, aparte de diplomático e historiador.
Será de justicia recordar a los sabios y artistas extranjeros que desde la Independencia a la guerra de la triple alianza, exploraron naturaleza, estudiaron hombre y folklore, investigaron historia y lengua, descubrieron fuentes de riqueza, enseñaron y aprendieron y que al ingresar en la joven comunidad ejercieron positiva influencia en su evolución cultural. Los hermanos Juan P. y Guillermo Robertson; Aimé Bonpland; Alfredo M. Du Graty; Marcelino de Longchamp; Rodolfo Rengger; Alfredo Demersay; Ildefonso Antonio Bermejo; Alejandro Ravizza; Elíseo Reclus, geógrafo y sociólogo eminente que estudió nuestro folklore y que en la hora de la inmolación nacional fue voz de protesta contra el crimen y palabra de consuelo para el vencido; el poeta Francisco Acuña de Figueroa, autor de las inspiradas estrofas patrióticas del himno y los músicos José Debali, Francisco Sauvageod de Dupuis y José Giuffra a quienes se ha atribuido la solemne marcialidad de su música, sin que se haya podido hasta la fecha determinar con precisión la verdadera paternidad,
Volviendo al orden cronológico de este expositivo divagar, cabe observar que desaparecido el régimen opresor del Dr. Francia abatidas como consecuencia las barreras del aislamiento con el exterior y liberado en una atmósfera de desahogo el silencio depresivo del enclaustramiento interior, da comienzo a un período de reactivación cultural que dejando a un lado la tradición de transculturación española de la Colonia, amplía sus horizontes al orientarse hacia otros países europeos a la sazón predominantes por los avances de la ciencia, por el espíritu renovador del arte, por la influencia de sus letras y por los adelantos de su técnica, cuyos aportes se considera necesario incorporar a los impulsos de progreso que se manifiesten en la joven República y que han de dar a la época el carácter de una profunda transformación. Ya no son sólo estudiantes paraguayos los que ingresan en institutos y universidades del viejo mundo, son, ahora, profesores franceses, ingenieros ingleses y artistas italianos, los que vienen a solidarizarse en el esfuerzo de una nación que despierta al deslumbramiento de la época moderna.
Substraída la República a la anarquía que asola a sus hermanas del Plata, por la acción constructiva de un gobierno de mano fuerte que actúa dentro del marco de una democracia imperfecta, y alcanzando un nivel de estabilidad social, política y económica, pronto el ferrocarril atravesará los campos y la marina mercante nacional surcará ríos y mares en barcos construidos en astilleros asuncenos y, como culminación, el arte prestará su concurso a la belleza edilicia de la Capital.
La Convención Nacional Constituyente de 1870, inaugura en el Paraguay, la era de la democracia representativa. Egregio texto le sirve de modelo en la libérrima Constitución que sanciona. Un espíritu creador la alienta. En el seno de la Convención, se congregan oradores elocuentes, juristas y escritores, entre las que descuellan Juan Silvano Godoy, Juan José Decoud, Cayo Miltos y Facundo Machaín, representantes del Paraguay peregrino. Desgraciadamente aquel período de anarquía que conmovió a los países del Plata y que el nuestro pudo eludir por la acción enérgica y previsora de sus conductores, parece encender sus hogueras en los rescoldos de la guerra, proceso anárquico comenzado entonces y que se avivará con la aparición, años después, de los partidos políticos, antagónicos en la interpretación y aplicación de doctrinas y principios.
Tres hechos de importancia no pueden ser omitidos en esta reseña: las fundaciones del Colegio Nacional, en 1877; de la Escuela Normal de Maestros, en 1896, y de la Universidad en 1889, por el aporte de hombres y mujeres ilustrados que habían de salir de sus aulas dotados de una formación intelectual de fondo clásico y humanista. Se ofrece, entonces, un cuadro incompleto que no contempla los medios de integración en la enseñanza de los valores de la cultura y que por sus características prolonga el esquema de los períodos anteriores hasta la Independencia. Este vacío en lo que se refiere a la protección estatal a la enseñanza de la música y de las artes plásticas, será llenado por la docencia particular, y con incontestable solvencia por el Instituto Paraguayo en la década finisecular.
En el transcurso del siglo que está por fenecer, hubo dentro y fuera del país, paraguayos ilustrados, pero no se pudo por lo exiguo, unilateral y disperso, hablar con propiedad de una generación ilustrada. Ahora se está a punto de contar con esa generación que, si bien no realizó su destino plenamente ni alcanzó la notoriedad continental que, a nuestro juicio mereciera, señaló el punto de convocatoria de una élite de "pioneros", llamada a gravitar por más de treinta años en itinerario de huella profunda, en la política, las letras, la magistratura, la docencia, el parlamento y la diplomacia. Sus nombres hoy ilustres: Gondra, Garay, Domínguez, los Decoud, Godoy, Moreno, Eusebio y Eligio Ayala, Enrique Solano López, Audibert, López Decoud, O'Leary, Pane, Chamorro, entre otros dignos de ser recordados. Y mujeres cuyos nombres se perpetúan en respetuosa evocación: Adela y Celsa Speratti, herederas misionales del apostolado de Asunción Escalada y Rosa Peña de González.
Generación combatiente que se mueve bajo el doble impulso de la pasión política que separa y, de aquella otra que une porque está enraizada en el común substrato del amor a la patria, cuyos derechos y títulos de soberanía son, por entonces, discutidos y que ellos habrán de hacer valer y prevalecer a la luz de documentos históricos, en el libro, en cancillerías, parlamentos y conferencias. La pasión política, fermento de las luchas que van diseñando en trazos sangrientos los contornos de una democracia en embrión, los tiene por voceros y adalides y en ocasiones, también, por heraldos y mártires. Actuantes en un clima de polémica y controversia, fuera en la prensa, en la tribuna callejera o en el parlamento, en que el argumento alterna, a menudo, con el tono candente del apóstrofe; fuera en los campamentos revolucionarios, escenarios propicios a la explosión de la violencia por la presencia activa de los caudillos, inclinados por temperamento, diríamos, racial, a la lucha abierta, enconada y temeraria. Un motivo más viene a recargar las tintas del turbulento panorama de la época dividiendo a los escritores en dos bandos antagónicos. El uno, de un nacionalismo intransigente propicia una total revisión de la historia "escrita por el vencedor"; el otro, se mantiene en una severa actitud de censura para la gestión política y militar del conductor de la guerra reciente.
Estas dos pasiones o, mejor, estos dos amores, cultivados asiduamente en un medio tan singular, asignan carácter definidor a la labor de esta generación, en que el escritor acuciado por las urgencias de la época bifurca su oficio, de preferencia, entre el del historiador y el del periodista. Señalamos una preculiaridad, no pretendemos establecer una limitativa valoración ni menos dejar sentada una rígida pauta de apreciación, ya que aparte de que no todos los historiadores fueron periodistas y viceversa, existen en la producción literaria de aquellos talentos páginas de antología consagradas al ensayo y la crítica, además de las que tratan de otras disciplinas: estudios sobre Jurisprudencia, Hacienda y Economía política, de aplicación inmediata al accidentado acontecer nacional.
En aquellos días el oficio de escritor implica la vocación al sacrificio; la conducta del desprendimiento heroico.
Florece una poesía que por su intrascendencia en el concierto continental, ha merecido la denominación de "incógnita". Poesía melancólica y nostálgica que canta a la patria, "mater dolorosa" y, por compensador contraste, a las potencias triunfales del amor. Si en las ideas predomina el positivismo filosófico, la poesía de fondo y forma románticos, ha permanecido impermeable a las modernas corrientes renovadoras. -¿Cuáles fueron las causas de este retraso? -La mediterraneidad y como consecuencia, falta de un activo intercambio intelectual, carencia de centros y medios de difusión, factores que contribuyeron a mantener enquistada en formas de expresión anacrónicas a una sensibilidad poética rica en inspiración.
Entre los poetas que aparecieron entre los últimos años del siglo pasado y los primeros del actual, perduran por los valores permanentes de su estro Juan E.
O'Leary, Delfín Chamorro, Campos Cervera (padre), Ignacio A. Pane, Ángel I. González, Marcelino Pérez Martínez, el español Victorino Abente y Lago y, cumbres en un paisaje animado de cantos, Alejandro Guanes, el de "Las Leyendas", opulenta imaginación creadora, y Eloy Fariña Núñez, el egregio vate del "Canto Secular".
No debe darse al olvido la presencia de eminentes escritores extranjeros que por el carácter de una obra que los vincula en cuerpo y alma a hombres y hechos de esta tierra, han adquirido derecho de ciudadanía intelectual. Martín de Goycoechea Menéndez, argentino, bohemio de la noble bohemia rioplatense de la época, poseedor de un estilo espontaneo, exuberante, inspirado, apto para evocar emotivamente y en tono reivindicador, episodios heroicos de un pasado reciente, en poéticos relatos en los que, presentes hombre y paisaje, vuelca toda su romántica solidaridad americana; Rafael Barrett, español de la prosapia quijotesca, genial, medular, beligerante de las ideas como que fue el introductor de la literatura de inspiración social, consonancia en unidad estética de fondo y forma, descubre el dolor de un pueblo en sus más profundas vertientes; Viriato Díaz Pérez, también español, nobilísimo espíritu, polígrafo insigne, erudito con alma de artista, maestro con mayúsculas, fue seguro orientador y mentor de dos generaciones paraguayas; Guido Boggiani, etnógrafo, escritor y pintor de los que iniciaron el impresionismo italiano, grande en todas las dimensiones de su actividad creadora; Rodolfo Ritter, de quien dijo Barrett, poco amigo de los elogios: "Espíritu ilustrado en el sentido más vasto de la palabra, su gran cultura, su perspicacia, su honradez mental hacen de él un crítico; su trato simpático y su elocuencia hacen de él un maestro"; José Rodríguez Alcalá, argentino, talento múltiple: periodista, cuentista, novelista, ensayista, que ingresa al círculo literario con el calor humano de su hidalguía, para ofrecer de entrada -bella carta de presentación- su novela "Ignacia" y publicando su "Antología Paraguaya".
En otro campo, las ciencias naturales, la antropología, la etnografía, la filología, se cultivan en el país con el concurso de sabios extranjeros, arraigados de por vida a una tierra de apasionante atractivo. Moisés Bertoni, de enciclopédica versación, autor de su monumental "Resumen de prehistoria y protohistoria de los países guaraníes", además de numerosos trabajos sobre otras ramas de la ciencia; Emilio Hassler, botánico de fama mundial y, Carlos Fiebrig, fundador del Jardín Botánico y del Museo de Historia Natural. Es justo recordar a Teodoro Rojas, discípulo paraguayo de Hassler, especialista en sistemática botánica, cuyos trabajos le dieron prestigio universal.
En las artes plásticas, Serafín Marsal, escultor catalán de profunda visión nativista, populariza, dentro y fuera del país, esas admirables figulinas compuestas de tipos y grupos humanos captados en su exacta expresión psicológica y en sus actitudes características.
Guido Boggiani, fue el pionero de las artes plásticas por la influencia que en su devenir ejerciera desde el profesorado en el Instituto Paraguayo. A él se debe el otorgamiento por concurso de las primeras becas a estudiantes de pintura a ser usufructuadas en academias de Italia y fueron sus usufructuarios Pablo Alborno, Juan A. Samudio y Carlos Colombo y posteriormente, Modesto Delgado Rodas, en pintura, y Francisco Almeida, en escultura, y que en conjunto forman el grupo de los precursores.
Como tales, cumplieron abnegadamente una alta misión en la enseñanza y su labor artística dada a conocer en periódicas exposiciones, en un medio que no les ofrecía el aliciente de la consagración crítica, y ni siquiera el de la simple compensación económica, da claro testimonio de una auténtica vocación. Si alguna vez un escritor evocara en nombres y anécdotas a los hombres de este cenáculo ilustre, obtendría la vívida estampa de una bella aventura romántica.
La música llamada culta, tuvo en el pasado compositores e intérpretes y con frecuencia actuaron en nuestro único escenario del Teatro Nacional, compañías de ópera, opereta, concertistas y cantantes. En el Instituto Paraguayo, refugio espiritual, hogar acogedor de toda vocación artística, y de todo afán de cultura, se dan orquestas y coros que ofrecieron conciertos bajo la dirección del maestro Nicolino Pellegrini. Valga lo dicho como breve exordio escrito con la intención de evocar el panorama en el que habría de hacer su aparición el más representativo artista paraguayo de la época y, porque el acontecimiento propicia, por la presencia del talento, el despertar de una cultura musical propia. Es Agustín Barrios, el compositor, que aparece en la semi colonial Asunción de comienzos de siglo. Músico, escritor y poeta, de quien escribe Juan Max Boettner: "Fue nuestro guitarrista máximo, un talento excepcional. Virtuoso de la guitarra como el mejor y -un mérito mayor- un gran compositor", y agrega más adelante. "Fue cronológicamente el primer compositor de música culta en el Paraguay".(?). Compositor de amplio dominio de la técnica, lo mismo compone música culta que popular y romántica. Con él la música popular confinada hasta entonces en la humildad de su origen, encerrada en moldes de simplicidad empírica, adquiere valor universal en obras que serán difundidas por los caminos del mundo en la mágica guitarra de su creador. Fernando Centurión, otro músico de méritos relevantes contribuye a jerarquizar nuestra música en piezas inspiradas en motivos populares.
Paralelamente a este proceso de reactivación cultural de plano académico, la música nativa y folklórica y la poesía guaraní, surgen en armónico raudal de las nacientes del alma de la comunidad. Poesía que encierra la misteriosa sugestión de lo anónimo y que más tarde será fruto de la inspiración de poetas populares que, no por ilustrados, dejaron de serlo Marcelino Pérez Martínez, Ángel I. González y Narciso R. Colmán, precursores de la moderna lírica guaraní. La música nativa, melodía volcada en la alegre, cadenciosa polca, a la que acompaña el autóctono purájhei que es canción de evocación guerrera, melancólico canto del destierro o apasionada y dulce estrofa de amor. Música muchas veces no escrita, por haber sido concebida por la inspirada intuición de músicos iletrados que al desaparecer en el anonimato, nos dejaron en alada herencia la melodía que nos fue transmitida de oído a oído, de lugar a lugar, de generación a generación.
Tal el incompleto esbozo del panorama cultural del Paraguay al cumplirse el primer centenario de su independencia. Un penoso y lento pero incesante avance, va confiriendo fisonomía y, en algunos aspectos, atisbos de fisonomía original a la cultura de un pueblo que renace, cicatrizando y abriendo, alternativamente, las heridas de la guerra en el seno convulso de la anarquía.
Al Paraguay se lo conoce hasta entonces, por su "épica historia" y por la dimensión sobrehumana de sus conductores, pero ¡qué doloroso es decirlo! la crónica americana no menciona en lugar prominente un nombre de escritor, poeta o pensador paraguayo. ¿Qué de extraño tiene, pues, que nuestros hombres de letras prisioneros de la "fatalidad geográfica" y víctimas de las condiciones imperantes, estuvieran ausentes de parnasos y antologías y que críticos eminentísimos de la talla de Marcelino Menéndez Pelayo observaran la ausencia del Paraguay en el concierto literario de la América hispano hablante? Hecho lógico por la gravitación de los factores antes señalados, a los que se suman las dificultades de divulgación de una producción de por sí exigua, por falta de editoriales que la divulgaran más allá de las fronteras y que apenas tenía circulación en el estrecho ámbito de origen; en la página periodística o en folleto, ambos de vida efímera, rara vez en el libro, porque el autor, inveteradamente pobre, desamparado de la protección oficial y sin contar con el apoyo de ocasionales, y en realidad, inexistentes mecenas, habría de cubrir el costo de la imaginaria edición con el caudal de un hipotético peculio. Corresponde considerar, además, otra razón de limitadora influencia. Nuestra literatura en el período analizado, se circunscribe de preferencia, a la poesía, la investigación histórica, el ensayo y la crítica, hecho que restringe el interés de la gran masa de lectores. No existe aún un teatro propio y el cuento y la novela si tuvieron cultores -Rodríguez Alcalá, el más reciente y visible- sus intentos no fueron registrados en los incipientes anales de la crónica literaria.
Entre las innumerables revistas que se editaron en el Paraguay, dos de ellas merecen, a nuestro juicio, especial consideración en mérito a una función común que les correspondió desempeñar de convocatoria de dos generaciones en sus puntos de partida. Son las revistas del "Instituto Paraguayo" aparecida en el lustro finisecular y "Crónica" fundada en 1913. Lo limitado de la mención no excluye el recuerdo de otras revistas, entre otras, "Letras", "Guarania", la de la Sociedad Científica del Paraguay, los "Anales del Gimnasio Paraguayo", "Fígaro", los "Anales de la Universidad Nacional", de fecunda gravitación en nuestra evolución cultural.
En la del "Instituto" se congregan pioneros y precursores y es cabal representación de lo más selecto de lo que, en el orden de la cultura se escribe en la época. Sus redactores y colaboradores, han de investir, más adelante, la jerarquía de repúblicos, rectores del pensamiento y mentores de la opinión. En sus páginas se publican artículos de alto valor histórico y sociológico, trabajos de investigación científica, ensayo, crítica y poesía que firman entre otros, Blas Garay, Manuel Gondra, Cecilio Báez, Viriato Díaz Pérez, Manuel Domínguez, Rafael Barrett, Juan Crisóstomo Centurión, Moisés Bertoni, Guido Boggiani, Juan E. O'Leary, Gregorio Benítes y Juan Francisco Pérez Acosta, un benemérito de la cultura paraguaya, historiador eminente, animador infatigable, alma del Instituto y fundador y uno de los directores de la revista.
En "Crónica", fundada por Leopoldo Centurión, Guillermo Molinas Rolón, Roque Capece Faraone y Pablo Max Ynsfrán, fija su asiento la promoción inicial de la segunda generación a contar de la post-guerra del 70. A este grupo de brillantes talentos van a sumarse otros, llamados unos, a perdurar en el historial de nuestras letras; otros, a adquirir notoriedad en la política, la docencia y la jurisprudencia.
Carlos R. Centurión denomina "generación intelectual del 23" a la promoción que tuvo por hogar a la revista "Juventud", en clara alusión al año de su fundación. La generación, en verdad, se anuncia diez años antes en "Crónica", y en el lapso que media entre la desaparición de la una y el nacimiento de la otra, surgen valores de positiva significación.
Las revistas mencionadas difieren entre sí, como que reflejan, a su turno, el pensar, el sentir, el intuir y la fe en distintos momentos de la vida de la comunidad. Por extensión, tales diferencias podrían servir para establecer con nitidez un carácter diferencial entre ambas generaciones.
Los que hemos llamado precursores, forman una generación ilustrada de estudiosos incansables y autodidactos portentosos. Beben en las fuentes del repertorio clásico y romántico de su formación; conocen las teorías estéticas de Taine; admiran la gran revolución; en política, se rigen por los postulados del liberalismo y, se inclinan, al fin, ante la influencia dominante del positivismo. Tantas identidades, además de las que, al margen del ejercicio intelectual, les son comunes por los vínculos que se crean en el medio semicolonial y familiar en que actúan, y las perentorias exigencias de una época que los hace actores de un mismo drama, los dota de cierta uniformidad de pensamiento que, en la frase de la dialéctica y en el argumento del debate, se pone de manifiesto hasta en sus mismas discrepancias. Nacidos en los años de la guerra, vivieron en un largo período de anarquía, tomaron parte en las tristes luchas fratricidas y padecieron cárceles y exilios. Su labor es labor de cimientos, cimientos anchos y profundos.
Los hombres de la generación que ha de sucederles son más imaginativos y soñadores y, si se nos permite la audacia de una personal apreciación, más creadores. Amplían el panorama cultural y completan el cuadro de la labor "pionera"; avizoran nuevos horizontes y penetran en las corrientes renovadoras de la literatura moderna. Nacen a la vida literaria bajo el augurio americano de "Ariel", el sermón laico del maestro Rodó. Leen a Bergson, Unamuno, France y Marx y se encaminan al pensamiento rector de Ortega y Gasset. Nuestros poetas que vieron la luz lírica en el deslumbramiento musical de Darío y de los simbolistas franceses, elevan raudo vuelo desde los senderos de meditación de Rainer María Rilke, hacia la cumbre en que convergen sus rutas astrales, en la presencia, vigencia e inmortalidad de García Lorca.
Los hombres de esta generación han vivido en una época sacudida por dos guerras mundiales y la revolución bolchevique; y han sufrido, en carne y espíritu, los horrores de la contienda chaqueña. Como sus antecesores se han estremecido con las angustias de las conspiraciones y de la guerra civil; como ellos, han sido perseguidos, encarcelados y vejados y han padecido, estoicamente, las penurias del destierro.
De las guerras y revoluciones lejanas que conmueven en escala mundial las viejas estructuras políticas y sociales, nos alcanzan sus influencias en una nueva manera de ver, de sentir la tragedia del hombre moderno, extraviado en la ruta de su destino. Nuevas concepciones en el arte, un nuevo lenguaje literario, una mayor libertad de expresión estética y, simultánea y contradictoriamente, la formulación de teorías y doctrinas que fundamentan la existencia de regímenes totalitarios que propician el retorno siniestro a la esclavitud política, al tiempo mismo que la ciencia en un triunfal empuje prometeano, reduce a décadas siglos de progreso en su divina y humana misión de emancipar al hombre de sus originales limitaciones. De la guerra propia y hasta de sus lamentables mal llamadas revoluciones han extraído una fundamental experiencia. En campamentos y en cárceles se han puesto en contacto con la dilacerante realidad nacional, han comprendido el carácter de su pueblo y, al penetrar en la intimidad de sus problemas, han reflejado con amor su dolor y su esperanza. Así, en Herib Campos Cervera; así, en Julio Correa; así, en los novelistas de la guerra del Chaco. No señalamos, ni mucho menos, un hecho de uniformidad generacional; la generación procede por etapas. Los de la promoción de "Crónica", aparecen, quizás en el período más libre y tranquilo de nuestra historia contemporánea y están más cerca del concepto de la belleza pura que del drama inmediato que agobia a la masa humana que los circunda, aunque románticamente glorificaran su pasado y dejaran pocos pero bellos relatos inspirados en motivos del ambiente popular. En ellos, el impacto renovador de la primera guerra mundial les llega atenuado y apenas alcanzan a percibir los ecos del grupo "Claridad". Los de "Juventud" y los que vendrán después, han sido tocados de pleno por los efectos de la catástrofe y el fermento latente que la revolución rusa reactiva, genera un movimiento reivindicador, confinado, en un principio, a núcleos incipientes que se manifiestan en la oratoria de combate, en el periódico y el panfleto y que derivará, años después, ya desaparecida la revista, en un teatro y una narrativa de tipo social, acrecida por los estímulos de la guerra chaqueña.
Tales son, a nuestro entender los rasgos que caracterizan a ambas generaciones. Y a punto de señalar similitudes, valdría la pena apuntar que una y otra tuvieron su origen en la caldeada palestra del periodismo.
La generación precursora vivió, hasta cierto punto, del pasado porque el pasado se sobrevivía física y espiritualmente en ella. Su sucesora, al identificarse con la realidad presente, se asoma al futuro.
En "Crónica" apunta el impulso creador de una literatura de imaginación. Por virtud de este impulso nace el teatro nacional y una narrativa propia.
Un teatro sin la tradición con que de antiguo contaron los países ribereños del Plata que, ya en vísperas del grito de Mayo, se anuncia con el tema americano del "Siripo" de Labardén, y que a fines de siglo define una tendencia en el "Juan Moreira" de Gutiérrez, antecedentes de la dramática de Florencio Sánchez y de Rodolfo González Pacheco. Una narrativa propia en temario y problemática sin los precedentes que se extienden desde "Amalia" de Mármol hasta "Don Segundo Sombra", de Güiraldes. Tuvo sí, el primero, intentos concretados en piezas breves que han permanecido inéditas o si fueron representadas no tuvieron más trascendencia que la efímera referencia periodística, tales como el juguete cómico "La cámara obscura" de Guanes; el "Diálogo de los muertos" de Moreno y "La Gasparina" de O'Leary, letra de un paso de comedia musical, virtual antecedente de la zarzuela paraguaya. Tuvo la otra, aparte de la novela ya mencionada de Rodríguez Alcalá, el precedente de Ercilia López de Blomberg, autora de cuentos y novelas cortas, publicados en rotativos y revistas del Plata. Pero si no hubo en el pasado una narrativa escrita, existió otra, oral, concebida en el cálido seno popular, de inspiración mítica, legendaria o heroica y, también picaresca, como las aventuras de Perurimá, personaje de origen colonial español, las mismas de Pedro Urdemales cuyo relato aún perdura en labios de los nativos de algunas provincias argentinas.
Leopoldo Centurión con el estreno de su drama histórico "El Huracán" en 1915, inaugura el período de los precursores del teatro en el Paraguay. Un teatro que en razón a los medios de expresión oral que dispone, se bifurca en las dos ramas que determinan las fuentes idiomáticas de la comunidad. La una en guaraní, nativista, popular, apta para expresar la anécdota, reflejar con autenticidad tipos y costumbres, revelar los sentimientos de la intimidad y exponer con la verdad de su propio acento el drama social; la otra, en castellano, tiende a lo universal y se vuelca en los moldes de la comedia de costumbres, del drama histórico o de tesis, del sainete, aunque en ciertas oportunidades incursionara en el campo del nativismo.
Francisco Martín Barrios, Félix Fernández y Roque Centurión Miranda, preparan en lengua vernácula, el advenimiento del gran teatro social de Julio Correa, un verdadero creador de profunda y permanente significación. El teatro en castellano tiene sus representantes en Eusebio Aveiro Lugo, Miguel Pecci Saavedra, Luis Ruffinelli, Pedro Juan Caballero, Facundo Recalde, Josefina Plá, Centurión Miranda, Leopoldo Ramos Giménez, Manuel Ortiz Guerrero, y Jaime Bestard. Entre ellos se cuentan poetas, críticos, ensayistas, actores y artistas plásticos. Centurión Miranda, además de actor eminente y maestro de actores, inviste la dignidad de padre de nuestra escena.
Desde "Crónica", Leopoldo Centurión y Roque Capece Faraone, abren el capítulo inicial de la moderna narrativa paraguaya. Desaparecidos en plena juventud, dejaron esparcidas en las páginas de esta revista y en hojas periodísticas, cuentos, novelas cortas, relatos y sátiras políticas, parte de una producción desgraciadamente inédita.
Nuestros novelistas y cuentistas, en general, concretan su temario en motivos que emanan de la vida nacional, pródiga en aconteceres y que ofrecen tipos y costumbres enmarcados en el escenario de una naturaleza que parece realzar con los matices de su opulencia tropical, el dolor del perpetuo drama colectivo y sólo por excepción, predomina la pauta del modelo literario sobre los estímulos de la realidad. Tal en las "Tradiciones del Hogar" y en la novela "La Casa y su sombra" de Teresa Lamas de Rodríguez Alcalá; en "Aurora" de Juan Stefanich; en "Tavaí" de Concepción Leyes de Chaves; en "Yasih Rendih" de Antonio E. González y en lo escrito por los novelistas del Chaco, Arnaldo Valdovinos y José S. Villarejo; tal, en "Cuentos y Parábolas", admirable en fondo y forma, de J. Natalicio González y, en los cuentos y relatos de Víctor Morínigo, Eudoro Acosta Flores, Juan F. Bazán y Carlos Zubizarreta.
A partir de 1926 comienza un período de florecimiento de nuestra música. Remberto Giménez, José Asunción Flores y Herminio Giménez, siguiendo las huellas de Agustín Barrios, van a proseguir la misión del gran maestro en el empeño de jerarquizarla para conferirle aliento de difusión universal. El Profesor Remberto Giménez, al margen de su relevante labor docente, de sus trabajos de composición y de sus actuaciones de concertista, funda y dirige la Orquesta Sinfónica a cuyas muertes y resurrecciones asiste sin desaliento.
Boettner afirma que la polca es de origen foráneo y que en proceso gradual fue adaptándose a la sensibilidad popular por "modulación regional", hasta transformarse en su genuina expresión musical y, agrega, que la galopa, el saraki, el kyrey y la "Danza Paraguaya" de Barrios, son sólo variaciones poli rítmicas de "nuestra danza nacional". Sin entrar a considerar la tesis que a primera vista parece discutible, por lo menos en parte, lo cierto es que estos aires fueron y son cultivados con amor y en ellos se diría que el pueblo libera su angustia secular.
José Asunción Flores crea la guarania, nombre genérico con que la bautiza Ortiz Guerrero, forma melódica de ritmo lento que trasunta melancolía, la vieja melancolía de la raza. Si en la polca, instrumento de evasión, se libera la angustia colectiva; en la guarania ese mismo dolor, alquitarado, encuentra su fórmula original expresiva, su acento más profundo y verdadero. Hoy, elevada al plano sinfónico, ha merecido la consideración de la crítica extranjera y su influencia en los jóvenes compositores ha sido extranjera y su influencia en los jóvenes compositores ha sido enorme.
Se cultiva la música clásica, romántica e impresionista, que cuenta con calificados intérpretes, sin que penetren aun, profundamente, las manifestaciones de las modernas y revolucionarias escuelas musicales. Entre los intérpretes debe mencionarse en primer término al Profesor Giménez en violín y a Susana Elizeche de Codas y Ana Brun de Guggiari en piano. Un músico de categoría, el checo Otakar Platil, compone una ópera "Porasy" con argumento mítico de Josefina Plá. Kurt Levinson, está vinculado a este proceso de creación y difusión como director, intérprete y adaptador.
En Musicología, se destaca Juan Max Boettner.
Entre tanto, la música folklórica y nativa, casi siempre hija de músicos iletrados favorecidos por el don de la inspiración y que, desde el rancho campesino o en el proletario patio del suburbio, arrancan de la guitarra compañera los sones de una nueva canción, va acrecentando su armonioso caudal. El folklore, raíz nutricia de cultura original acumula los materiales para la gran música paraguaya del futuro.
Un hecho debe ser celebrado: el llamado a la vocación poética en la mujer. A los nombres de los poetas de la generación: Guillermo Molinas Rolón, Pablo Max Ynsfrán, Fortunato Toranzos Bardel, Néstor E. Rivero, Policarpo Artaza, Manuel Ortiz Guerrero, Facundo Recalde, Francisco Ortiz Méndez, Julio Correa, Hérib Campos Cervera, José Concepción Ortiz, Vicente Lamas, Jorge Báez, Heriberto Fernández, Raúl Battilana De Gásperi, Carlos A. Jara, Pedro Herrero Céspedes, J. Natalicio González, Hipólito Sánchez Quell, Manuel Verón de Astrada, Emilio Pratt Gill, Julián Villamayor, Luis Nicora, Luis Resquín Huerta... se suman los ya ilustres de Serviliana Guanes de Brugada, Ida Talavera de Fracchia, Dora Gómez Bueno de Acuña y Josefina Plá, española y muy paraguaya en obra y espíritu, eximia en las múltiples capacidades de su privilegiado talento, sea en su larga labor crítica orientadora de los jóvenes poetas o como cultora de la poesía, del cuento, del teatro y del arte de la cerámica, herencia espiritual de su esposo, Julián de la Herrería.
La mujer ya ocupa el lugar que le corresponde al lado del hombre, con dignidad igualitaria. Y no sólo en las letras sino en la práctica de las artes y en el quehacer universitario en cuyos ámbitos es decoro y ornato en presencia y espíritu.
Entre los muchos poetas de la lengua guaraní que surgen, no puede omitirse una referencia especial, por sobresalientes, a favor de Emiliano y Félix Fernández, Manuel Ortiz Guerrero, Carlos A. Jara y Darío Gómez Serrato. Actuantes, unos, en la guerra del Chaco, transitando los otros por los senderos del odio de las revoluciones, han sembrado por campamentos y trincheras la alada semilla, verso del amor siempre presente, canción del terruño más hermoso y amado cuanto más lejano. Y la semilla se ha hecho flor y canto en el alma del pueblo en armas que se manifiesta poéticamente ante la muerte por la comunicativa virtud de estos mensajeros de la buena, de la bella palabra. Y en la guerra crece el Cancionero popular con nuevos cantos que en el deslumbramiento de la paz se expanden por campos y aldeas.
Los pintores de la anterior generación inauguran en 1907 el ciclo inicial de una pintura propia, contribuyendo por muchos años, con la práctica de la enseñanza y la periódica exposición de sus cuadros, a despertar vocaciones y a suscitar el interés del público educándolo en la contemplación de la obra de arte. De que su obra valor tuvo artístico son buena prueba algunos cuadros de composición de la primera época de Alborno, los admirables paisajes de Samudio, y los retratos de Delgado Rodas, ejecutados con singular maestría. Y debió coincidir esta apreciación con la de los expertos del extranjero, ya que Alborno fue premiado en la exposición internacional del centenario de la independencia argentina y, Samudio, posteriormente, obtuvo un galardón semejante en Río de Janeiro. Se les ha criticado el haberse mantenido sujetos a técnicas y escuelas superadas, permaneciendo ajenos a las nuevas tendencias. En verdad, no las adoptaron porque no las sintieron. Lo cierto es que fueron sinceros y la sinceridad es virtud cardinal. Admitiendo que la censura tuviera fundamento, el hecho tendría que ser apreciado con la comprensión y la tolerancia que merece toda obra precursora que se desarrolla, sin aliciente ni estímulo, en un medio incipiente e ingrato. Si aun se quiere agregar un argumento más a guisa de explicación, podría ser valedera una observación no despreciable. Se ha dicho que viajar es rejuvenecer, en todo caso, renovarse. Nuestros artistas ni viajaron ni realizaron frecuentes exposiciones en el exterior y, por lo tanto, no tuvieron ocasión de tomar contacto con las manifestaciones del arte moderno. Y ya fuera por falta de determinación o porque agobiados por los "pequeños" y también grandes "cuidados" del diario vivir, permanecieron en la patria prisioneros de las circunstancias.
Talentos representativos los de Miguel Acevedo, Juan Sorazábal y Andrés Guevara, que en el dibujo, la ilustración y la caricatura, captan la realidad fugaz en lo que tiene de permanente, con fino y penetrante humorismo. Acevedo, prematuramente desaparecido, fue un hombre de "Crónica", y lo que en ella dejó impreso y en trabajos de alto valor que han permanecido ocultos o figuran en galerías particulares, quedan las huellas de excepcionales aptitudes. Sorazábal, ilustrador y caricaturista de "Juventud", sutil ingenio, rasgo maestro, fallecido en el ostracismo cuando los afanes de creación se traducían en su admirable colección de tipos y escenas populares, plenos de autenticidad, que le sobreviven. Guevara, consagrado en los grandes centros artísticos de América colabora con intencionado, chispeante humorismo, en diarios y revistas y sus originales ilustraciones de libros y afiches, están diseminados por todo el Continente.
Al supuesto mal de anacronismo que, a juicio de ciertos críticos, aqueja a nuestros pintores, se sobrepone por su importancia una anomalía -¿se podría decir por omisión?- que reduce, hasta entonces, el ámbito de nuestras artes plásticas a la pintura y la escultura.
Julián de la Herrería, un creador de belleza, va a subsanar esta anomalía con el espíritu de renovación que reclama la crítica. Pintor, grabador y ceramista, todo logrado por una individualidad extraordinariamente dotada. Concepciones originales, intuición iluminadora; sabia técnica que descubre y perfecciona medios de expresión. Sus cerámicas inspiradas en motivos precolombinos, en leyendas míticas guaraníes y en temas nativistas y folklóricos, ejerce una influencia fecunda que rebasará los límites de su tiempo en proyección a la creación de una futura cerámica paraguaya.
En orden de regreso al país le sigue Roberto Holden Jara, fundamentalmente un artista del retrato, torturado por un acuciante ideal de perfección. Sus figuras dan la impresión del relieve que resalta de la tela. El dibujo preciso, el color exacto trasuntan con fidelidad la vida del modelo, mas, a pesar del nítido realismo con que están plasmadas, aparecen en una atmósfera de poesía que emana, en unas, de la belleza del paisaje que las enmarca; en otras por el encanto de la íntima expresión que las anima. Temperamental, apasionado, es, en términos de especialización un pintor indigenista o mejor, si cabe la denominación, pintor nacionalista. En él, la pintura es permanencia de lo autóctono, evocación, resurrección del pasado, documento pictórico. Su colección de tipos propios de las tribus aborígenes que aun sobreviven en el Chaco, asombra por su número y calidad. Y como descanso y tregua de su abrumadora labor, ha sido el propiciador de la fundación de la Escuela de Bellas Artes cuya dirección ejerce.
Jaime Bestard, el último que regresa, dignidad ejemplar de hombre y artista, pintor, autor de una notable novela autobiográfica de sus días de París, será por años maestro de la nueva promoción pictórica. A los cuadros de juventud en que la luz transparenta el paisaje, seguirán el proceso de la madurez y ya ganado por las técnicas modernas, aquellos que trasuntan lo típico de nuestras costumbres, para arribar en ápice de culminación, a la composición de asuntos históricos en telas expuestas en reciente muestra y que han merecido de un distinguido crítico la justa valoración de "arte auténtico".
En el Paraguay se vive la pasión de la historia. Esta pasión deviene en vocación colectiva en los precursores y la despertará en los escritores de la reciente generación. El hecho podría tener una explicación por ser hijos de una joven comunidad cuyos fastos honrarían a otras menos jóvenes y más afortunadas. Historiadores, historiógrafos y biógrafos. Nómina selecta: Efraín Cardozo, Justo Pastor Benítez, Julio César Chaves, Pablo Max Ynsfrán, Antonio Ramos, Marco Antonio Laconich, Hipólito Sánchez Quell, Carlos R. Centurión, Carlos Zubizarreta, Olinda Massare de Kostianovsky... a los que deben añadirse los historiadores y cronistas de la guerra del Chaco: Mariscal José Félix Estigarribia, los generales Nicolás Delgado y Carlos Fernández y los comandantes Basiliano Caballero Irala, Heriberto Florentín y Antonio E. González.
Consecuentemente con la aparición de grandes poetas guaraníes y con el florecimiento del cancionero popular revitalizado por la guerra, el amor a la lengua vernácula origina un serio movimiento que persigue la auspiciosa finalidad de conocerla en la integridad de sus valores, estudiando su estructura gramatical, uniformando su grafía, difundiendo su literatura y propiciando, en fin, su total reivindicación.
Estudiar con amor una lengua es penetrar respetuosamente en el alma de la comunidad que con ella se manifiesta, y en posesión de esta llave maestra, auscultar en su propio acento su sentir y su pensar, llegar a la raíz de sus problemas en la emoción de sus esperanzas, compartir bajo los auspicios del retorno al seno cordial del pueblo, la serena austeridad de sus costumbres, exhumar sus leyendas y redescubrir tradiciones olvidadas. Tradiciones, costumbres y leyendas que configuran un folklore rico en intimidad nacional, que aglutina vestigios de la vida tribal primitiva, formas predominantes de transculturación española y los elementos de creación acumulados en siglo y medio de vida independiente, y que, en conjunto, configuran la fisonomía de un pueblo.
Atraídos por la dinámica de la empresa reivindicadora, trabajan de consuno lingüistas, filólogos, gramáticos, folkloristas, antropólogos, etnólogos y etnógrafos. Labor que ilustran la Dra. Branka Susnik, Reinaldo Decoud Larrosa, Marcos Morínigo, Guillermo Tell Bertoni, Juan Francisco Recalde, Anselmo Jóver Peralta, Gustavo González, Tomás Osuna, León Cadogan, Sinforiano Buzó Gómez, Antonio Ortiz Mayans, Dionisio González Torres, Pablo Alborno, Marcial Samaniego, Feliciano Morales... Prestigia estos estudios con autoridad rectora el sabio de fama mundial Dr. Max Schmidt. Paulo de Carvalho Neto, antropólogo y folklorista brasileño y el argentino Félix Coluccio, efectuaron trabajos de investigación y prestaron su orientadora colaboración en la enseñanza.
Existe en el país una cultura jurídica representada con brillo en el pasado por Cecilio Báez, Gerónimo Zubizarreta, Teodosio y Emeterio González y Juan J. Soler, que tienen por sucesores a Luis De Gásperi, Luis A. Argaña y Víctor Riquelme entre otros. Nos parece de oportunidad recordar que Manuel Gondra es el autor de la Convención que lleva su nombre, aprobada por aclamadora unanimidad en la V Conferencia Panamericana reunida en Santiago de Chile en 1923, que fija arbitrios para evitar y resolver conflictos suscitados entre las hermanas repúblicas del Continente.
En Sociología, Justo Prieto y Justo Pastor Benítez, recogen la herencia de Cecilio Báez e Ignacio A. Pane.
Existe, también, una cultura médica, simbolizada en la segunda época de la Facultad de Medicina por la figura apostólica del Dr. Alberto Schenoni, que consagra su vida a la enseñanza: ciencia y ética. Con la contratación de profesores europeos, aquella casa de estudios se orienta hacia la consolidación de una cultura médica que honran y difunden los profesores Carlos Gatti, Manuel Riveros, Manuel Giagni, Juan Boggino, Pedro De Felice, Marcial Bordas, Ramón Jiménez Gaona y Mario De Finis que, con el Profesor Gustavo González egresado de la Universidad de Buenos Aires, de vigencia tutelar en otros sectores de la cultura, conforman en conjunto un cuadro magistral. En Química son valores representativos Pedro Bruno Guggiari y Gustavo Crovato.
En el torbellino de pasiones que se genera en la cardinal pasión política, acrecentada por la aparición de nuevas doctrinas sociales que enardece a una parte de la juventud, se enciende el verbo de los oradores. La oratoria parlamentaria que se enalteciera con la elocuencia de Manuel Domínguez, Alejandro Audibert, Gerónimo Zubizarreta, Ignacio A. Pane, José Patricio y Modesto Guggiari, resuena ahora, inspirada, en la palabra bella y temeraria de un tribuno de estirpe, Lisandro Díaz León: en el concepto claro, terminante, incisivo que fulgura en chispazos de ingenio en Justo P. Benítez; en la precisa y elegante exposición de Luis de Gasperi. En el foro señorea Luis Ruffinelli, buen decidor en hábil dialéctica que domina el debate; Juan Stefanich, amplios períodos, frase cálida, pensamiento rotundo. En las manifestaciones populares, era frecuente asistir a los torneos de oratoria, memorables por cierto entablados entre Raúl Heisecke Ferreira y Obdulio Barthe, militantes en tendencias ideológicas antagónicas. Cayetano Raimundi, albañil de oficio, orador nato que hacía olvidar sus evidentes faltas de concordancia gramatical con una rara facilidad de palabra que volcada en candentes arengas electrizaba a la multitud. Manuel Ortiz Guerrero, muy pronto substraído a la vida de relación por la condena de un mal incurable, dejó de su paso por la tribuna popular y por el sitial del conferenciante, una estela de emoción en vuelo imágenes poéticas.
En el ensayo y la crítica literaria que tuviera por cultores a Manuel Gondra, Arsenio López Decoud y el peruano Carlos Rey de Castro, les suceden Josefina Plá, J. Natalicio González, Víctor Morínigo, Facundo Recalde, Anselmo Jover Peralta, entre otros.
El periodismo fue cuna de promociones literarias. En las páginas de los periódicos, poetas y escritores, aun aquellos que no lo ejercieron como profesión, se vincularon a él, publicando el primer verso, el primer artículo, el primer cuento, la primera glosa de juventud. Entre los muchos que en el pasado le consagraron sus afanes, recordamos al muy ilustre Eugenio Garay, Marciano Castelví, Belisario Rivarola, Daniel Codas, Orosimbo Ibarra, Mario Usher, el argentino José Rodríguez Alcalá, los españoles Pedro Sayé y Pablo de Maeztu. En su anónima labor diaria, trabajan en una misma mesa de redacción viejos y jóvenes periodistas; entre estos últimos Leopoldo Centurión, Pablo Max Ynsfrán, Justo Pastor Benítez, Policarpo Artaza, Facundo Recalde, J. Natalicio González, Víctor Morínigo, Rafael Oddone, Vicente Lamas, José Concepción Ortiz, Rafael Almeida, Manuel Campaya, Carlos R. Andrada, Carlos R. Centurión, Leopoldo Ramos Giménez, Anselmo Jóver Peralta..., llamados a ilustrar el nomenclátor literario de la generación.
Hemos denominado a ésta que nos ocupa generación creadora. No se piense que tal epígrafe denuncie una intención de menoscabo o un disimulado propósito de valoración en desmedro de las dos generaciones que con ella convivieron en una época sujeta a las influencias de grandes acontecimientos mundiales y a las que se derivan de la agitada vida nacional. Sólo hemos querido señalar aquellas características de positiva significación que la singularizaron. Creadora sí, porque de ella surgieron los precursores de una narrativa y de un teatro propios, que descubrieron una expresión original en la música y en las artes plásticas, fomentaron movimientos de dignificación de la lengua nativa, dieron jerarquía artística al folklore y otorgaron a nuestra poesía ciudadanía continental. Es la generación de Leopoldo Centurión, José Asunción Flores, Julio Correa, Manuel Ortiz Guerrero, Julián de la Herrería, Hérib Campos Cervera...
Asunción, la "gran aldea" en que actuaron los precursores de nuestras letras y que alcanzó a conocer la promoción de "Crónica", es, ahora, una ciudad moderna en constante crecimiento. En su transformación, se han demolido edificios de valor histórico y hasta los pocos de neta arquitectura colonial que aun subsistían y que, aparte de despertar la evocación de personajes y sucesos del pasado, preservaban, dentro del dominante estilo moderno, vestigios de la Asunción de antaño y le conferían esa atmósfera de respetabilidad que emana de las épocas que se sobreviven en sus monumentos y reliquias.
Esta desaprensiva irreverencia se cumple, también, inexorablemente, en los templos de las misiones jesuíticas que se desploman por el abrazo letal de los árboles que a su vera crecieron, y que mientras las gráciles ramas enlazan las torres, potentes raíces conmueven los cimientos. Toda una valiosa iconografía ha sido saqueada por la avidez de coleccionistas inteligentes que tuvieron acceso al arca sagrada merced a la cómplice venalidad de guardianes infidentes, sobornados por una póstuma emisión de los denarios de Judas. ¡Y qué decir de los documentos históricos substraídos de nuestros archivos! La verdad es que parte de nuestro patrimonio cultural ha sido mutilado, desconsiderada y sistemáticamente, sin que hubiera ley ni autoridad capaz de salvaguardarlo.
En la niebla de las cosas queridas que se van, se esfuma la visión finisecular de la ciudad aun entristecida por la derrota. La ciudad de las expediciones, de los comuneros, de la emancipación, con sus monumentales edificios inconclusos, en cuyos flancos parece que el tiempo se hubiera paralizado para señalar un alto en su destino. La ciudad del árbol y del pájaro, de las suaves colinas y del río manso y caudaloso. Arquitectura colonial, ejido exiguo, pocas calles mal empedradas en el centro, entre muchas que se pierden en los suburbios encajonadas en cauces de roja tosca que los raudales desmoronan en el declive de los zanjones. Noches silenciosas, iluminadas apenas por fanales humeantes, propicias a la conspiración permanente y a las asonadas frecuentes. La ciudad en que los hombres se unen con heroica determinación en el amor a la tierra madre, para dividirse, luego, por la disociante pasión política en bandos antagónicos que un fetichismo de color divide. Se editan periódicos y se erigen tribunas en que la idea con frecuencia naufraga en el apóstrofe y la doctrina se inflama en el fuego del anatema. La que conserva el recuerdo del internado del Colegio Nacional en cuyas aulas y corredores transcurrió la adolescencia melancólica pero esperanzada de la generación de Báez y Garay; la que tenía por centro de cultura la Facultad de Derecho y el Instituto Paraguayo. En el "Centro Español", peñas y saraos. Mientras en las "peñas", concurso ilustre -Blas Garay, Rafael Barrett, Arsenio López Decoud, Viriato Díaz Pérez, Manuel Domínguez, Victorino Abente, Fulgencio R. Moreno, José Rodríguez Alcalá...- transcurren en un despliegue de destreza verbal, sal de gracia española, intencionado ingenio criollo, en los salones próximos, gira elegante el vals, se despliegan las parejas en los lanceros y la galantería del caballero se inclina reverencial ante la hermosura de la dama. En tanto, en los barrios pobres de los suburbios -Loma Tarumá, Varadero o la Chacarita- en las fiestas profanas de las celebraciones patronales, el pueblo con su vieja sabiduría de la resignación, trueca sus penurias cotidianas por unas horas de solaz: polcas y galopas, danzas y canciones, alocadas corridas del toro candil. El tranvía que une el Puerto con el Belvedere y Tacumbú, parece marear con el paso cansino de sus mulas el ritmo de una sociedad semicolonial sin apuros ni apremios. En la librería de Uribe se congregan escritores y artistas y en el aula en penumbra de una escuelita nocturna, Manuel Domínguez, Eusebio Ayala y Félix Paiva alfabetizan a niños y adultos pobres, tan pobres como ellos. La ciudad, en fin, vegeta en un doloroso paréntesis de su historia.
Pero la ciudad amada despierta a la realidad del mundo moderno. Se transforma y extiende preanunciando la urbe que será en un futuro próximo. Pronto vencerá la condena de la mediterraneidad y si, hasta entonces se ha comunicado sólo con los países hermanos del Plata, por la única vía del río, "camino que anda" en un solo derrotero, no tardará en hacerlo con los más lejanos por las azules rutas del aire.
El Paraguay es historia y leyenda y la Asunción su archivo. En ella se guardan los testimonios de hechos históricos de la vida colonial y se conserva la extensa bibliografía de sus cronistas, historiadores, naturalistas, teólogos, lingüistas, gramáticos y folkloristas. El Archivo Nacional, rico caudal que documenta lo antiguo, permanece accesible a la inquisitiva curiosidad de los investigadores. En la plástica belleza de una admirable imaginería que guardan franciscanos y jesuitas se prolonga el esplendor del arte religioso de la Colonia.
La Asunción se transforma. Ya no es la ciudad postergada y olvidada, la ciudad de la "incógnita". A la par de un dinámico despertar de contenidas potencias creadoras, se fundan focos de irradiación de cultura. La universidad ha integrado el cuadro de sus Facultades y a este respecto es de justicia celebrar la seria contribución que presta la Facultad de Filosofía a la sólida preparación de la nueva generación. Existe una Academia Paraguaya de la Lengua Española, la Academia de la Cultura Guaraní; el Instituto Paraguayo de Cultura Hispánica, la Sociedad Científica del Paraguay, el Instituto de Investigaciones Históricas, el Instituto de Numismática y Antigüedades, el Instituto Paraguayo de Letras. Se han fundado Museos y Bibliotecas: el Museo Etnográfico, el Histórico, el de Ciencias Naturales, el legado por Monseñor Bogarín al Seminario. El Museo y Biblioteca Americana Godoi, ha sido oficializado. La enseñanza superior de la Música se imparte en la sección respectiva del Ateneo Paraguayo y de la Escuela Normal de Música y se cuenta con una Orquesta Sinfónica clásica y otra folklórica. En los últimos años se han creado la Escuela de Declamación y Arte Escénico, la Escuela de Cerámica. Hay escuelas particulares de danza y últimamente se ha presentado un ballet folklórico paraguayo. El teatro en sus dos ramas, la guaraní y la castellana, cuenta con compañías y elencos, los más estables, el organizado por Centurión Miranda con elementos de la Academia de Arte Escénico, el que encabeza Ernesto Báez y el del Ateneo, dirigido por Fernando Oca del Valle.
En este escenario, la tercera generación a partir de la de los precursores de nuestras letras, aparece a fines de la tercera década del siglo y es su anunciador más vigente y visible Augusto Roa Bastos.
Sí tratamos de relacionar el carácter de las tres generaciones podrían observarse, a nuestro juicio, diferencias y semejanzas dignas de mención.
En la primera, la condición del escritor y el artista, implica casi la actitud heroica, la voluntaria aceptación de un sacrificado ministerio. Vive y produce contenida por las limitaciones que le oponen época y ambiente. En la segunda, se advierte, desde un comienzo, una inquietud de búsqueda y hallazgo -encuentro y descubrimiento, después- que la dota de una conciencia de misión encaminada a lograr la integración de los valores de una cultura propia, venciendo aquellas limitaciones. Si la una, heredera directa de un pasado fabuloso, permanece, en cierto modo, estática, prisionera de ese pasado en el claustro de la mediterraneidad; la otra, más dinámica vive su presente en un inquieto descubrirse a sí misma para dar con la expresión que la identifique. En una y otra, predomina el autodidacto, el hombre de la vocación ineludible.
La nueva generación ha contado con la ventaja qué supone la existencia de Centros de formación propios y, la no menos apreciable del conocimiento de países de vieja y sedimentada cultura, sea por medio del libro o la revista que llegan sin tardanza o, por el más directo de los viajes. Se estudia y se viaja, se conocen individualidades y pueblos, se asimilan las nuevas tendencias y direcciones de la cultura contemporánea, se capta por visión directa la actualidad del mundo. El hecho por su importancia formativa influye en una generación ilustrada que no lo es a la manera de la precursora. Su ilustración se diría que palpita al ritmo de la época; vincula la cultura clásica y moderna con la información permanentemente actualizada de los sucesos mundiales.
Si la anterior pudo calificarse de creadora, ésta lo es, por su amplitud universalista, por la relevancia de sus novelistas, por la solvencia de su crítica, por el aliento renovador de su plástica y por la elevada y a la vez honda expresión de sus poetas. Y lo es, además, por su organizada labor de difusión de nuestros valores. Expande más allá de fronteras, las manifestaciones de nuestra música, del folklore, de las artes plásticas, consolida nuestra escena teatral e incursiona en el cine.
Se ha hablado de una generación del vuelo encadenado. No estamos de acuerdo con tan absurda calificación. El espíritu inmortal no se encadena; encuentra la atmósfera del vuelo en sus propios ámbitos. Si se trata de abatirlo, se remonta a las estrellas. Es cierto que ha vivido en permanente estado de dictadura, el pensamiento acallado, la voz ahogada por la mordaza. Como las anteriores, ha sufrido en cuerpo y alma las torturas del grande, inacabable drama paraguayo. En un tiempo en que el espectáculo subalterno se confunde deliberada y demagógicamente con el arte, el talento emigra o se concentra en la penumbra del aislamiento y en la claridad del silencio y cede paso a los audaces, oportunistas o adulones, que flotan en la espuma de una triste mediocridad, para hundirse, muy pronto, en el estéril vacío de su propia insignificancia. Entonces, si no puede vivir en su patria o si lo expulsan de ella, su libre palabra resuena en el peregrinaje por tierras hermanas, en que el pan diario se sazona con la sal de la nostalgia.
Como sus antecesoras, tiene esta generación su revista, "Alcor", nombre y símbolo que sugieren un mirador que en lo alto del collado, entre voces de primavera, atrae a la juventud en el amanecer la vocación.
Las indispensables influencias que acompañan y orientan el despertar de la vocación poética, en el caso, García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda y Hérib Campos Cervera, entre las más notorias, se atenúan en las individualidades sobresalientes de esta promoción de jóvenes poetas, para dar lugar a la personal expresión y, por consiguiente, habilitándola para transmitir el mensaje que encierre el eco de una época en la vibración espiritual de un pueblo. Y así será en esta generación que cuenta entre sus aedas a Augusto Roa Bastos, Hugo Rodríguez Alcalá, Elvio Romero, Carlos Villagra Marsal, Rubén Bareiro Saguier, Néstor Romero Valdovinos, Rodrigo Díaz Pérez, José Antonio Bilbao, José Luis Appleyard, José Ricardo Mazó... y a las poetisas ya consagradas en claro destino de misión poética: María Luisa Artecona, Graciela Estigarribia de Fernández, Elsa Wiezell de Espínola, Azucena Zelaya, ,Carmen Soler...
Hemos hablado de relevancia al referirnos a los jóvenes novelistas. Augusto Roa Bastos con "Hijo de Hombre"; José María Rivarola Matto con "Follaje en los Ojos" y Gabriel Casaccia con "La Babosa", cada uno en su estilo inauguran una época auspiciosa de la novelística paraguaya. En "Hijo de Hombre", novela de repercusión continental, nos parece advertir la presencia de un libro maestro en la perspectiva histórica de nuestra literatura.
En el cuento Roa Bastos, Néstor Romero Valdovinos, Mario Halley Mora, Carlos Garcete y Reinaldo Martínez...
En el ensayo y la crítica o en ambas a la vez, descuellan Mariano Morínigo, Hugo Rodríguez Alcalá, Ramiro Domínguez, Juan Silvano Díaz Pérez, Justo P. Benítez (h), Laureano Pelayo García, José Antonio Vázquez, Juan Carlos Mendonça, Rubén Bareiro Saguier, Jerónimo Irala Burgos, Francisco Bazán, Reinaldo Montefilpo Carvallo, Jorge Báez Roa, Adriano Irala Burgos, Juan Stefanich (h), Jorge Posse Garay y Raúl Amaral. Con visión generacional inician un período que ha de caracterizarse por un Ensayo conceptual, por lo general, veraz en la valoración de autores y de obras, ágil y enjundioso en el comentario crítico, perspicaz y penetrante en la interpretación de hechos y, por una crítica substantiva analítica y orientadora.
En Música, Juan Carlos Moreno González, director del conservatorio del "Ateneo Paraguayo", ha compuesto al modo clásico y cultor, a la vez, de la música popular, ha creado la zarzuela paraguaya con la colaboración literaria de Manuel Frutos Pane. Cayo Sila Godoy, concertista de fama continental y compositor, ha sido considerado por su virtuosismo en la guitarra y por el carácter de sus obras, el heredero espiritual de Agustín Barrios. Carlos Lara Bareiro, director de aptitudes sobresalientes, ha dirigido la Orquesta Sinfónica de la Asunción y otras similares de San Pablo y Buenos Aires. Sus composiciones de género sinfónico están inspiradas en motivos populares.
En las artes plásticas, escuelas, movimientos y tendencias, se manifiestan en la inquietud creadora de nuestros jóvenes artistas, incluyendo en su obra la gama expresiva de la plástica contemporánea, desde lo figurativo hasta las creaciones de la abstracción artística. Porque es un hecho notorio el arraigo del arte moderno en nuestro medio, arraigo que trae consigo un espíritu renovador, revolucionario y combativo. La presencia activa de la mujer, contribuye a enriquecer nuestro caudal pictórico. La virtud creadora de la sensibilidad femenina le confiere un nuevo encanto y una fuerza nueva.
Pertenecen a esta promoción. Edith Giménez, Olga Blinder, Ofelia Echagüe Vera de Kunos, Herminio Gamarra Frutos, Ignacio Núñez Soler, Fiorello Botti, Pedro Di Lascio, Pablo Alborno, Carlos Colombino, Joel Filártiga... En escultura, Hermann Guggiari; en cerámica, José Laterza Parodi.
La crítica de arte cuenta con un joven valor que será eminente, Ramiro Domínguez, rara ecuanimidad, equilibrio, penetración analítica.
Rafael Eladio Velázquez, es el historiador surgido de la generación.
Sobre el teatro, acaso fuera de oportunidad transcribir lo manifestado en otra ocasión. Dijimos entonces: sin el realismo de Correa, sin la pasión que engendra la rebeldía civil, sin la integración de valores que peculiarizan a su teatro, los jóvenes autores de la última promoción, evidencian una tendencia de significado trascendente que se manifiesta en un noble afán de dar validez de orden universal a la expresión de lo nacional, liberándola de las limitaciones a que la somete la lengua vernácula, bien podría convertirse en la característica de la generación intelectual a que pertenecen. A lo dicho, podríamos agregar, ahora, que este patrón de temática nativista, sigue predominando, aunque de tanto en tanto, se estrenen comedias y sainetes sin relación con la realidad circundante.
Integran el cuadro de jóvenes autores: Augusto Roa Bastos, Néstor Romero Valdovinos, Ezequiel González Alsina, José María Rivarola Matto, Ernesto Báez, Manuel Frutos Pane, Mario Halley Mora, Julio César Troche con obra inédita premiada en ocasión de las olimpiadas estudiantiles.
La crítica teatral está avalada por un amplio conocimiento y por la probidad intelectual de Manuel E. B. Argüello, Justo José Prieto y Julio César Troche.
Tiene esta generación el mérito grande de haber consolidado a la escena paraguaya sobre los cimientos penosamente construidos por los precursores. Una pléyade de actrices y actores actúan con brillo en el teatro y el cine, en la Asunción y en Buenos Aires. La oratoria ha enmudecido en el Paraguay, como enmudeció la libre emisión de las ideas que tiene por vehículo el libro, el teatro, el diario, la revista independiente. Cuando a la deidad que simboliza a la libertad se le encadena el vuelo, los labios se pliegan en el silencio como pequeñas alas abatidas, las alas con que el alma prolonga su luz en la palabra. ¡Qué triste es un pueblo sin oradores..., la libertad de un pueblo enmudecida! Queda entonces la elocuencia del púlpito, el vuelo de la oración que se eleva a Dios, el consuelo que desciende de la gracia de Dios. La oratoria sagrada que tuviera por insignes precursores al Padre Fidel Maíz y a Monseñor Juan Sinforiano Bogarín, tiene por sucesor a Monseñor Ramón Bogarín.
Breve e incompleto por cierto, ha sido este esquemático relato, y muchas cosas de interés pudieron ser agregadas. Nos consolamos. Centurión lo hace con más brillo y autoridad en el libro, a cuya lectura ha de remitirse el estudioso. Y otra consideración sobre lo mismo. Cuando dentro de unas décadas la generación haya cerrado su ciclo, vendrá el cronista y el crítico a registrar el nomenclador de su obra y a valorizarla en definitiva. Y entonces ¡qué pobres, qué doblemente pobres parecerán estas líneas!.
Se ha dicho con amarga acritud que el Paraguay es un país que exporta paraguayos. La verdad es otra. No, no es el país, hogar humilde de un pueblo triste que vive eternamente en la esperanza; son, por igual crimen compartido, los gobiernos democráticos de ayer y las dictaduras de siempre los que arrojan al ciudadano indefenso a las playas fronterizas, separándolo del tibio seno familiar para entregarlo a la dolorosa incertidumbre del destierro. Es lo absurdo dentro de lo inhumano. Medio millón de paraguayos montan sus carpas de peregrinos en países vecinos. Crimen de ayer y de hoy, desde los días de la dictadura perpetua al presente.
Medio millón de paraguayos restados del dinámico quehacer de una nación que, más que otra alguna, necesita del concurso firme y solidario de sus hijos para restañar las viejas y recientes heridas del odio, recuperarlo de su atraso abriendo el curso del milagro germinal y descubriendo con el músculo que desbroza y el vuelo del espíritu que avizora, las rutas del porvenir.
Pero el desterrado lleva la patria consigo, en su amor, en su espíritu, en su sangre, en su nostálgica esperanza. Más la ama cuánto más desventurada y, sea intelectual, empleado u obrero, es de tradición que en el extranjero la honre y la dignifique en obra y en conducta.
Un éxodo permanente nutre día a día una falange selecta de exiliados con lo más representativo de las letras y del pensamiento.
Conocieron el ostracismo el Dr. Eusebio Ayala y el Mariscal Estigarribia, conductores victoriosos de la guerra del Chaco.
En el ostracismo poetas y prosadores escribieron sus mejores páginas. Historiadores, sociólogos, ensayistas; novelistas y cuentistas; músicos y dibujantes. Allí, en la desolación de su angustia interior, Hérib Campos Cervera cantó a la ruda vida del labriego; José Asunción Flores, en la madurez, compuso su obra perdurable y Juan Sorazábal murió en los días que trabajaba en su admirable colección de tipos y costumbres nativas. Allí permanece Augusto Roa Bastos, voz y presencia de su pueblo en América.
Y todos, con la esperanza del retorno trabajan en el fin coincidente de dar forma, cada uno en lo suyo, al amor a la tierra. Larga y selecta es la nómina de los talentos desterrados de hoy y de ayer, Justo Pastor Benítez, Pablo Max Ynsfrán, Efraím Cardozo, Juan Stefanich, Julio César Chaves, Policarpo Artaza, J. Natalicio González, Víctor Morínigo, Arturo Bray, Antonio Ramos, Néstor Romero Valdovinos, Arnaldo Valdovinos, Antonio Ortíz Mayans, Anselmo Jóver Peralta y muchos otros que la memoria, facultad que olvida, nos obliga a omitir.
En el Paraguay peregrino vive espiritualmente la patria.
He aquí que sin pensarlo hemos ido escribiendo una síntesis fragmentada y esquemática del libro que prologamos, segunda edición de la Historia de las Letras Paraguayas que aparece, ahora, con el nombre de Historia de la Cultura Paraguaya, que anuncia su contenido. El cambio de nombre se imponía ya que naturaleza y extensión de las materias introducidas, al ampliar y modificar el texto original, tornaban impropio el título primitivo. Y es la misma editorial que se fundara con la publicación de las obras inéditas del poeta, la que estampa por primera vez su pie de imprenta, en la edición de una obra de singular importancia por su valor literario y por el interés que despierta toda fuente auténtica de información cultural. Con ello la benemérita institución que la auspicia, vincula su tradición de fecundo altruismo al recuerdo del lázaro inmortal, poeta insigne y maestro de virtudes civiles.
Un cuarto de siglo de labor está condensada en la lírica empresa de este libro. Carlos R. Centurión, si no inicia en el país la investigación literaria, es el primero en dar término a un trabajo de tan vastas proporciones. Para aquilatarlo en su justo valor, tendrán que ser consideradas las condiciones negativas del medio en que escribe. Muy joven inicia este trabajo en su Asunción nativa y lo proseguirá en el nostálgico transitar del destierro, en horas en que la dura lucha por el pan, resta entusiasmo y energías a hombres que no están templados en el fuego sagrado del idealismo. Sin experiencia, sin centros de especialización a qué recurrir, la labor tuvo que ser, muchas veces, realizada sobre el disperso material de viejas ediciones agotadas y en diarios y revistas no siempre conservados en las bibliotecas, ordenando datos sujetos a verificación para clasificarlos, luego, por primera vez, en sus correspondientes ficheros. La búsqueda en los antiguos arcones, se alterna con la caza del dato extraído de las más diversas fuentes, desde la espontánea colaboración inesperada hasta la sorpresiva información familiar; fuentes que tendrá que descubrir, a menudo, en lugares apartados de la República o en insospechados rincones de los países vecinos.
Por su ingente labor de investigador y recopilador, Viriato Díaz Pérez lo hubiera clasificado entre los "monumentales". Pero esa monumentalidad que en otros sólo revelaría erudición, fría objetividad, en él está impregnada de calor humano. No es más que un aspecto de su quehacer intelectual, dinámico y generoso, o dicho con estricta justicia, altruista. Es de aquellos que dejan huellas profundas en los caminos que transitan. Diversificado en múltiples actividades es, por sobre todo, escritor. Su estilo claro, espontáneo, sin artificios, lleva en sí la gracia de la evocación y por esta virtud ha
merecido a juicio ajeno que compartimos plenamente, la calificación de primer cronista contemporáneo del Paraguay. La edición del primer tomo de sus "Crónicas americanas" dará fe a la veracidad del juicio emitido.
Carlos R. Centurión es otro de los "pioneros" de la cultura paraguaya.
El prologuista pone punto final con la duda de no haber correspondido al mandato fraternal. En todo caso, algo lo justifica, el prólogo ha sido escrito con amor. Único mérito que acaso lo absuelva de las faltas y errores que en la redacción de su texto hubiese podido cometer.
(La Asunción, junio de 1961).
(1) Este ensayo apareció con el título de Prólogo en la Historia de la Cultura Paraguaya, Asunción, Biblioteca "Ortiz Guerrero", 1961, T. I, p. XIV-LVII, cuyo autor es Carlos R. Centurión. La versión que antecede ha sido corregida y actualizada para esta edición.
CONOCIMIENTO DE VILLARRICA
A los doctores Rufino Arévalo París y Luis Brizuela
Acontece con relativa frecuencia, que sin haber estado en un lugar, llegamos a conocerlo y aún a amarlo por el influjo emocional que emana de la palabra de los que en él nacieron. Es aquella palabra de amor que evocando al terruño invoca a la madre, palabra e imagen que en el recuerdo florece y fructifica. Y a fe de buen testigo puedo asegurar que poca gente como la guaireña para enaltecer las bellezas de la naturaleza y las grandezas humanas de su patria chica.
Yo, como muchos, conocí y amé Villarrica por el poder evocador de esta palabra de amor, mediante la comunicación amistosa, profesoral y poética de guaireños que eran o serían ilustres.
Entre ellos y en primer término, Delfín Chamorro, apóstol laico, el más querido de mis maestros, el que encendió en mi espíritu la llama de la esperanza. En su noble personalidad estaban encarnados los atributos del heroísmo civil y las virtudes de una santidad de magisterio. De sus labios escuché las primeras palabras de aquel conocer y aquel querer.
La sabia y sugerente palabra del maestro, fue seguida y acrecentada, poco después, por las voces de sus dilectos discípulos que habiendo cumplido el ciclo de tres años de la enseñanza secundaria en Villarrica, venían, más que a completar sus estudios en nuestro Colegio Nacional, a trasplantar sus rosales en el literario vergel de la atrayente Asunción. Integraban la lírica caravana: Leopoldo Ramos Giménez que oficiaba de adelantado tanto por su conocimiento de la Capital como por la primacía de su iniciación poética; Manuel Ortiz Guerrero, J. Natalicio González y el cuarto mosquetero como alguien le llamó intencionalmente, Facundo Recalde, asunceño de cuna y, circunstancialmente, guaireño de adopción. Al aprisionar estos recuerdos en la mente, paso devotamente lista a sus nombres queridos y me percato consternado que sólo uno de ellos permanece en este lado del límite.
Los pocos amadores de la belleza escrita que de aquella generación aún sobreviven, han de recordar conmovidos la impresión que a poco de llegar promovieron estos románticos mensajeros de tierra adentro: Natalicio González, dando forma y contenido en estilo rutilante a magistrales trabajos sobre Solano López; Leopoldo Ramos Giménez, que electrizó a la juventud lopizta con su soneto "La Cumbre del Titán", aparecido en el epicentro de la tempestad reivindicadora; Ortiz Guerrero, cuyo poema "Loca", llegó a ser de recitado obligado en los ámbitos familiares y en los cenáculos del verso con cierta trascendencia popular; y, Facundo Recalde, múltiple, inquieto, talentoso, contradictorio, daba a conocer los hermosos versos de "Ananke", antes que fuera considerado por un crítico prestigioso como el escritor más original de su generación. Aquella magnífica eclosión del talento en la juventud contribuyó al conocimiento ideal de una ciudad que, sin haberla visto en su urbana configuración la conocía y la amaba, ahora, por el esplendor de su espíritu.
Y cada vez me adelantaba más en este ideal acontecimiento por el frecuente trato con sus hijos. Un día era Bruno Guggiari, pasión de hombre bueno contenida en la palabra parca y el gesto medido; esteta a su modo tanto por su misión de promotor de cultura como por sus sueños de transformar a la capital en una hermosa ciudad moderna. Otra vez fueron los hermanos Luis y Francisco Ruffinelli. Francisco, hidalguía, cultura, ilustración, amistad plena, no pudo alcanzar la jerarquía de escritor que sus trabajos iniciales prometían, clausurado el sendero por su inexplicable y doloroso renunciamiento. De Luis, entrañable amigo ¿qué podría decir de Luis que reflejara con verdad y con belleza el afecto al camarada de la larga marcha y del perpetuo ideal en que un mismo destino nos vinculó con fraternales lazos, porque eran horas de fraternidad aquellas en que nos contábamos entre los pioneros de un teatro que nacía? Y no sólo fue y es cifra de relieve en este teatro, sino que, alternando este afán de creación con el cultivo de la poesía, alcanzó relevante notoriedad en la oratoria de alto vuelo. ¿Quién que lo escuchara en los debates del Tribunal de Jurados olvidará la brillantez de sus discursos plenos de tropos felices y de metáforas originales? Y qué decir de aquella pieza oratoria pronunciada en el funeral civil con que la juventud estudiosa honró la memoria del autor de "Ariel", sermón laico que nutrió con su pensamiento en época propicia, nuestra conciencia latinoamericana.
El idealismo guaireño acrecentó mi propio idealismo y, gradualmente, aquel vago conocimiento a la distancia fue transformándose en un sutil y deleitoso enamoramiento.
En el transcurso de mi existencia conocí a muchos hijos de la ciudad legendaria que acaba de cumplir su cuatricentenario. Lamentándolo no los nombro a todos. Los estragos de la edad han borrado sus nombres de la memoria más no sus rostros de la retina que fija la visión de lo que perdura. Recuerdo a Alberto Velázquez, gran compañero que militaba con suceso en la primera división del "Olimpia", sin que sus actividades deportivas interfieran negativa mente en sus estudios.
A alguien influido por la irrupción de poetas y futbolistas procedentes del Guairá, se le ocurrió inventar esta fábula que, aunque de dudoso gusto, circuló en los corrillos del colegio: cuando en Villarrica nace un niño -se decía en ella- sus padres lo arrojan contra la pared, si queda adherido, será poeta; si rebota en el suelo, jugador de fútbol.
¡Compañeros guaireños del Colegio Nacional, de la Universidad, de audacias literarias y de lides estudiantiles, os evoco en esta jubilosa celebración del cuarto centenario de vuestra ciudad errante y señera!
Aníbal Codas, que en un momento apuntaba en la avanzada de la generación, por su ilustración, espíritu crítico, su don de persuasión y una afinada sensibilidad social; Silvio Codas Papalucá, compañero en los paupérrimos laboratorios de la vieja Escuela de Farmacia, en los que acreditó su innata capacidad de investigador advertida y estimulada por sus profesores, y que diversificó más tarde en la búsqueda y descubrimiento de hechos y hombres del terruño, valiosa contribución a la historia y a la crónica de su vitalicia Villarrica; Pablo Glitz Fernández, periodista de dinámica generosidad; José González Fernández, que a su integridad de funcionario unía una rara y encomiable vocación de servicio; Vicente Martínez en cuya compañía consumía mis horas de turno a que me obligaba mi profesión, leyendo viejos papeles saturados de sueños juveniles que se perdieron no sé cuándo ni dónde si acaso se salvaron de la irremediable y justiciera sentencia de las llamas; Víctor I. Franco, médico con aficiones de historiador de cuyas penurias de estudiante pobre y de los esfuerzos a que lo sometió una auténtica vocación fui testigo... Y tantos y tantos otros que cerrando los ojos veo desaparecer, irreales, sobrenaturales, enigmáticos, uno a uno, uno detrás de otro, desvaneciéndose en la alucinante perspectiva de un sendero que se pierde en el misterio.
Conocía ya a mi ciudad amada y lejana en virtud de aleccionadoras experiencias adquiridas en el trato cordial de amigos guaí, materia prima de vitales esencias con las que mis imaginaciones dábanle forma ideal por el hechizo de un extraño espejismo. Es que, casi sin percatarme iba, sucesivamente, avanzando desde el escueto conocimiento a un tierno enamoramiento y de este enamoramiento al querer. Y fue que sin pausa y sin sombras apuré el proceso que, en la audacia de un neologismo, llamé de mi guaireñización. Y como los deseos cuando son puros y dominantes se cumplen indefectiblemente, visité de improviso a Villarrica y con c o con z me guaireñicé por entero.
Fue en un día claro y frío de junio de 1918 en que llegué integrando una excursión de estudiantes encabezada por el Dr. Pedro Bruno Guggiari. En lo alto del barranco que daba a la estación del ferrocarril, estaba Alcides Codas dándonos la bienvenida con palabras saturadas de cordialidad. Después, en su compañía recorrí calles, el verde cinturón de su urbano contorno, la poética depresión de Ycuá-pytá y, sólo puede ver a la distancia porque el crepúsculo nos echaba encima su manto de penumbra, el pintoresco barrio de Ybaroty, en el que sabía vivía muriendo mi gran amigo, compañero y maestro Manú.
Fueron dos episodios de íntima emotividad los que culminaron aquel insólito proceso que tuvo su origen en la palabra creadora de sueños del maestro Chamorro.
Primer episodio: aproximación a la muerte y a la gloria. El día anterior, había fallecido el joven poeta villarriqueño Alarcón, afín y par en comunes aficiones y preferencias literarias. Como ejercía el cargo de secretario del Centro Estudiantil asunceno, me correspondió improvisar la oración fúnebre en nombre de sus compañeros de la Capital. Debo confesar sin rubor que lloré con lágrimas amargas la partida del cofrade entrañable. A través del velo transparente y tembloroso de aquellas lágrimas, distinguí cómo Ortiz Guerrero y Aníbal Codas, cumplían al borde de la tumba el tradicional y piadoso ritual de arrojar un puñado de tierra sobre el féretro del poeta que acallado su canto se perdía en las sombras.
Manú me sonrió al saludarme, sin corresponder a la mano que le tendía. Desde su partida de Asunción, hacía dos años, no lo veía y, en el lapso, la garra de la terrible enfermedad se había posado cruel sobre su noble faz alterando su fisonomía con las cicatrices del destino. Lo miré en el rostro y percibí los reflejos de su alma. Hacía frío y una luz clarísima diafanizaba la atmósfera. Luego, divagamos mientras recorríamos el suburbio por senderos y atajos hasta hallar reposo en el Ycuá-pytá bajo la fresca sombra de un árbol añoso, acaso el mismo que hoy sirve de base y ornamento al monumento que guarda su memoria y, que en la hora de la siesta se cubría de mariposas, anticipo premonitorio de su inmortal panambí verá, blasón de su vida y de su muerte. Aquella caminata, de paseo se transformó en peripatética peregrinación. Oyéndolo inspirado -palabra lección la suya volcada en los alados moldes de la expresión poética- y mirándolo después exhibiendo la indefensa claudicación de la carne tuve la sensación de descubrir en él al preclaro mensajero de la poesía, de la verdadera, de la eterna, de la que se crea y se vive, con la que se sufre y se muere.
La poesía era para él -me lo dijo un día- "presencia e imagen del destino humano".
Gentil exigencia la de Alcides Codas Papalucá, que me brindó hospedaje en su hogar fundado por Don Cosme, varón consular y Doña Carmen Papalucá, ornato y decoro de una sociedad en que predominaban los valores morales. En los ámbitos de aquella casona de estilo colonial, se cultivaba el arte de la hospitalidad a la manera antigua, campechana y cortés.
Alcides, presidente del Centro Estudiantil, había convocado a sesión extraordinaria, en su domicilio y a primera hora de la noche, a los miembros de la Comisión Directiva, que además de secundarlo en las gestiones societarias, lo tenían por líder en cuestiones extra estudiantiles que, veladamente, empezaban a interesarles.
Aún se me aparece, en el recuerdo la visión de aquellos jóvenes con sus rostros, que a la exigua luz de la lámpara, resaltaban más que por su juventud por la expresión de reflexiva preocupación que denotaban. Pero a poco de iniciado el acto, animaronse los ánimos y la palabra parca, discreta, ilustrativa, de momentos antes, tornóse apasionada y a ratos agresiva. Explíqueme el cambio operado por el mismo motivo de la convocatoria que no era otro que el de solicitar por mi intermedio apoyo a la masa estudiantil asuncena movilizada en torno a un vasto movimiento de opinión, para evitar, se argumentaba, la clausura del Colegio Nacional de Villarrica, que según insistentes rumores estaría a punto de consumarse. No di crédito a lo que desde un principio parecióme un torpe infundio porque, bien lo sabía, era de uso y abuso condimentar con tales especies los chismes que en todos los tiempos fueron echados a rodar en las corrientes que mueven los molinos de color, de turno negro en las sequías presupuestarias. Aunque no dejé traslucir este pensamiento acepté el honor que se me confería y me dispuse a dar cumplimiento a la misión, la más importante que hasta la fecha se me había encomendado.
Aunque la insidiosa intención de los rumores no tardó en ser desvirtuada, mi misión vino a tener un resultado imprevisto: la fundación de la Federación de Estudiantes a favor de una rara conjunción de circunstancias, entre las cuales se contaba la obstinada presión de los guaireños. La Federación agrupaba a los centros estudiantiles de segunda enseñanza de Asunción, Villarrica, Concepción, Encarnación y Pilar; la Escuela Normal de Profesores, la Escuela de Comercio; las Facultades de Derecho y Ciencias Sociales y la Escuela de Farmacia, las únicas para entonces, dependientes de la Universidad Nacional. Años después con la creación de otras Facultades y la expansión de la enseñanza media se fundaron las federaciones de universitarios y de estudiantes secundarios. Entonces nuestra primitiva federación que nucleaba a todos los estudiantes de la República, desapareció.
Grato capítulo de mi vida afectiva fue la amistad que durante muchos años mantuve con Don Daniel Codas. Porte y condición de gentil hombre, sensibilidad de artista, temperamento de guerrero. Orador de combate en el parlamento y en la tribuna callejera, periodista meduloso y mordaz, fue de los pocos políticos -senador y ministro en sus años de encumbramiento- que lejos de enriquecerse con las gangas y tropelías que dispensa el poder se arruinó por completo para servir románticamente y a mi entender equivocadamente al ideario que lo tuvo por heraldo, sacrificio que, sólo a la postre, serviría para satisfacer bajos apetitos de oportunistas y aprovechados. Polemista de garra, estaba siempre pronto para el sarcasmo que a menudo se resolvía en ingenioso e inesperado retruécano. Sus actos y sus palabras no pasaron desapercibidos. El famoso editorial aparecido bajo el título retador de "Pequeñas miserias de grandes miserables", sacudió a la opinión pública -poca propensa a tomarlo en serio- en un estremecimiento de protesta. Sus anécdotas ponen en evidencia un ingenio poco común. Sirva ésta que voy a relatar como muestra: en una ocasión, una prominente personalidad extranjera al ofrecer un público homenaje a un ilustre político, lo calificó, hiperbólicamente, al sentir de Codas, de "águila y cumbre" a un tiempo. A la mañana siguiente aparecía en letras de molde este breve y cortante comentario de su cuño: sí, "cumbre" por lo estéril y "águila" por lo mucho que ensució la "cumbre".
Y puesto a recordar anécdotas de esta personalidad singular, vaya esta otra de repuesto en que el sarcasmo llegó al ensañamiento. Aconteció en los días de la Guerra del Chaco. Don Juan E. O'Leary, guerrero de la pluma, publicaba artículos que como todos los suyos revelaban a la par de su jerarquía de gran escritor su indeclinable inspiración patriótica al tiempo que el Dr. Cecilio Báez, reverdecía sus laureles de poeta en poemas escritos en loor a la patria agredida. Al parecer a don Daniel no debieron sentarle bien estas muestras de rejuvenecimiento literario y al no contar con la hoja periodística que recogiera la contundencia de sus malestares, optó por divulgarlos por el único medio a su alcance que no era otro que el de propalarlos de palabra entre sus innumerables amigos y que empezaba y terminaba en esta corta pregunta: "¿Ha oído usted, los ecos hípicos de O'Leary y los hipos épicos de Báez?".
Era en el fondo un emotivo, un artista y, sospecho, que también un moralista implacable, intolerante. Y dicho esto en voz baja: siempre pensé que en la intimidad de su conciencia se ocultaba un jesucristiano que conociendo a los hombres disfrazaba una bondad en acción bajo los ropajes del revolucionario y descreído.
Sus evocaciones de la Villarrica de su adolescencia eran poéticas y conmovedoras. Murió pobre, en Asunción en la hora en que era rescatado de su último confinamiento.
Al hablar de Juan Boggino, prescindo deliberadamente del nombramiento doctoral y profesoral y de la mención de distinciones académicas, justo reconocimiento a una inteligencia excepcional consagrada al ejercicio de una carrera brillante. Considero con criterio estrictamente personal, que en varones de su estirpe, tales testimonios no lo dicen todo, porque en ellos, la calidez humana que conforta, la inspiración que crea, la intuición que ilumina y la palabra que consuela no pueden registrarse ni en diplomas ni en menciones, por honoríficas que sean.
Mis contactos con él, datan desde los primeros días de su radicación en la Asunción, cumplido con notas sobresalientes el ciclo secundario en el Colegio Nacional de Villarrica.
Desde temprano revelóse un idealista de la más pura cepa cristiana y era en agraz lo que, fiel a sí mismo, habría de ser siempre. En su clara y profunda inteligencia asociada a una bien ejercitada sensibilidad, se gesta cuidadosamente una doble y equilibrada vocación que con la madurez que da el tiempo habría de integrar una personalidad superior digna del ideal renacentista en que sabio, artista y humanista se unifican en un mismo espíritu. Tales dignidades convivieron con él y en él dieron sus frutos bajo el signo misional del maestro, hombre de ciencia, promotor de cultura y escritor.
De su paso por universidades y hospitales, academias y ateneos, en la cátedra profesoral, en el laboratorio de investigaciones o en la tribuna del pensador, queda un rico y aleccionador historial, parte del quehacer histórico cultural de una generación.
En un justo activo capaz de trascender los dominios de su competencia científica si su conciencia le señala deberes de solidaridad humana, que bien entendida es una dinámica derivación de la caridad cristiana. De joven estudiante, en altas horas de la noche, cumpliendo su guardia hospitalaria, recrimina al director del establecimiento por no guardar las normas que lo obliga a silenciar en lo posible el caminar y también a hablar en voz baja, alegando que el sueño de los enfermos es sagrado. Años después, profesar eminente, se encierra con los estudiantes de medicina en el Instituto de Anatomía Patológica en un alarde de coraje civil por hacer prevalecer la justicia y, que por sí sólo, constituye un capítulo de dignidad universitaria. Otra vez, es desterrado por la audacia de peticionar a las autoridades en circunstancia que era preferible callar.
En otro aspecto, es el hombre de la serenidad, del pensamiento profundo, el amador de la belleza pura, el director y orientador de entidades culturales a las que consagra, devotamente, las ansiedades de su espíritu.
Vida ejemplar de las que se proyectan sin sombras en el futuro. Cada vez que cae en mis manos la "Historia de la Cultura Paraguaya" de Carlos R. Centurión, me detengo en la página en que este llorado compañero trazó la semblanza de Don Modesto Guggiari, en su triple carácter de hombre, de político y de tribuno, en los que prevalece el sello de su originalidad que se traduce en la forma poética del buen decir, en el denuedo caballeresco con que defiende sus convicciones, en la independencia de su pensamiento, en la interpretación de sus lecturas y hasta en la elección de su indumentaria.
Parlamentario, caudillo, tribuno de fuste, diplomático a ratos y, por breve tiempo ministro del Interior, ocupó, además, con la "fugacidad del meteoro", la cátedra de Historia Moderna en el Colegio Nacional, allá por el 1918, cuando los cuatro jinetes del apocalipsis andaban sueltos devastando satánicos la heredad humana. Guggiari, imprime al ejercicio de la docencia el mismo carácter original y novedoso que singulariza a toda actividad que de él emane o con que con él se relacione. Como las atenciones de sus múltiples quehaceres y dignidades no le daban tiempo para asistir a clase, optó por compensar sus ausencias, supliendo las exposiciones del profesor con los discursos del conferenciante, método revolucionario para la época que empezando por no ajustarse a las exigencias de la cátedra, no podía, en consecuencia, dar cumplimiento a lo requerido por los tópicos del programa. Solución que a nuestro entender le permitía desplegar sus magníficas aptitudes de orador. Y tal cambio era posible por estar la de Historia Moderna, comprendida entre las materias que denominábamos leídas, lo que quería decir que podíamos aprenderla sin la asistencia del profesor.
Y por Dios que del extraño trueque salíamos gananciosos; pues, Don Modesto, acertaba en la tecla al darnos lo que hasta entonces nadie nos había ofrecido; una visión contemporánea de un mundo en crisis, debatiéndose en las penumbras de la luz mala
entre estertores de agonía de un ciclo histórico que periclitaba y los estremecimientos del parto de otro ciclo que aún no asomaba a la vida, preanuncios entre trágicos y esperanzadores del advenimiento de una nueva era.
Sospecho que nuestro talentoso profesor debió advertir con cuanto interés seguíamos sus aportes biográficos de los grandes conductores de la primera guerra mundial, el relato de las batallas campales y diplomáticas y la lúcida interpretación de doctrinas políticas y sociales con sus consecuencias previsibles tan pronto se materializaran por la acción revolucionaria de los pueblos dentro de un mundo en convulsión.
Allí, en el aula, estaban frente a frente en cordial comunicación, la expectante curiosidad del alumnado y la subyugante elocuencia del profesor descubriendo al conjuro de su palabra el trágico panorama de una época, sin mojigaterías, con honradez intelectual, con el valor del hombre superior que ha perdido el miedo a las ideas. Y al decir esto, traigo a mientes, su exposición sobre Materialismo Histórico que causó sensación en el colegio, y en la que se enunciaban sus principios, se analizaban sus métodos, se apreciaban sus consecuencias actuales y futuras y se barruntaba sobre las influencias que ejercería, todo dicho en una época que sólo el mencionarlo sugería en unos el maleficio de una doctrina maldita y, en otros, simplemente, sonaba con el eco repelente de una mala palabra. Todo dicho lealmente, bellamente, con las reservas, reparos y críticas que le sugería su arraigado liberalismo.
Era, a su modo, un innovador prisionero de su medio, acaso más teórico y elocuente que práctico y realizador, aparecido a destiempo en la pacata Asunción de principios de siglo. Conjeturo que de haber actuado en tiempo y ambiente propicios, hubiera vinculado su acción y su palabra a movimientos sociales de largo alcance.
Hoy, en su venerable ancianidad, conserva los destellos de sus arrestos de adalid y florecen en sus labios el eco de las ardientes proclamas cívicas de su juventud. Y siempre un renovado amor a la patria chica.
Y luego un recuerdo para sus grandes músicos: Carlos Talavera, Ampelio Villalba y Cayo Sila Godoy y un saludo para un gran poeta joven: Ramiro Domínguez. Y tantos y tantos guaireños queridos en el convivir o venerados en efigie en el tabernáculo de los recuerdos. Entre estos últimos, Don Cirilo Cáceres Zorrilla, gramático de nota, para quien ni la historia, ni la leyenda, ni la crónica de su fabuloso Guairá tenían secretos. Entre los primeros ¿cómo olvidar a Don Eugenio Friedmann, escritor activo e industrial dinámico, hijo de adopción, hijo de bendición de la Villarrica maternal, con quien tantas afinidades y diferencias nos unen y nos separan, pero que por lo mismo y en fórmula misteriosa han forjado una amistad que ha de perdurar, estoy seguro, fecunda y tan prolongada como la duración de nuestras vidas, ya en el ocaso, lo permita. Y Guido Chase Sardi, el amigo entrañable, héroe y gentleman, que trajo de la guerra junto con las medallas que acreditan su heroísmo la condecoración de las cicatrices que no se maculan con la baba de la arbitrariedad, ni se discuten, ni desmerecen, ni extravían. Una vez como en los cuentos de hadas en un momento común del destino apareció un teatro, un teatro de verdad que estaba clamando que su nombre fuera el muy ilustre de Julio Correa... Pero advierto que tendré que dejar para otro día el relato de esta absurda historia...
Y así tendrá que ser por fuerza, porque de pronto como en los apagones de la Ande o en los suspensos cinematográficos, aparece lo imprevisto materializado en la persona de maese Eladio Martínez, el mismo que en el amanecer de todos los días nos trae el mensaje musical y estelar del "Lucerito alba" y maese Gumersindo Ayala Aquino, poeta y de los buenos, heredero de las más puras tradiciones de la lírica guaraní, ambos para mayor gloria guaireños.
Como aparte de artistas y guaireños son propietarios, por la gracia de Dios, de esta quimérica carpa en que me refugio a título precario con mi pereza y mis recuerdos hasta que termine de escribir mi conocimiento de Villarrica, vienen a reclamarme con severidad fraternal la entrega de los originales que debieron estar listos hace días.
He prometido entregar los originales mañana y me dispongo a escribir la última página. Para ello, deberé vencer la pereza y disponerme a abandonar esta carpa de sueños y ensueños.
Pero antes y en loor a Villarrica, diré lo que aún tengo que decir, lo que no puedo dejar de decir, y, es que:
Un día eran los hechos de la historia que se me prendían a la imaginación como raíces. Fue por el contacto iluminador de Ramón I. Cardozo que con Delfín Chamorro y Simeón Carísimo componían la triada famosa que en los albores del siglo enaltecieron al magisterio de apostolado quien me ilustró sobre los orígenes y luchas de la ciudad andariega. Años después amplié mis conocimientos por obra de Efraím, su hijo, heredero de su noble pasión y su talento y como él eminente historiador y gran maestro.
Y en Villarrica nacieron Gregorio Benítes, diplomático de la guerra grande, amigo y confidente de Juan Bautista Alberdi y José Félix Bogado, el granadero guaireño de los ejércitos de la emancipación, compañero de San Martín. Hombres símbolos de la fraternidad americana.
Y por último un factor de no escasa importancia para esta ansiedad por conocer lo que no podía desconocer: el civismo guaireño. He oído decir que la ciudad no es la que conocí, que ha ido perdiendo su fisonomía bajo la implacable presión del progreso que relega a plano secundario sus tradiciones cívicas. Comprendo el cambio en su aspecto material que le ha impedido conservar su romántico encanto de antaño. ¿Pero, su espíritu, aquel en que la altivez se identificaba con la dignidad? Lo que nace del espíritu y en el espíritu se guarda, no puede morir.
En mayo de 1937, Rafael Oddone, Roque Centurión Miranda y el que traza estas líneas, rindieron un homenaje a Ortiz Guerrero en la ciudad de su nacimiento y bajo el patrocinio de los estudiantes. Ignoro si las crónicas ciudadanas lo consignan y si las gentes lo recuerdan. Sólo sé que en la ocasión viví el minuto iluminado en que me vinculé por siempre a Villarrica.
Conocí en la oportunidad a la juventud estudiosa congregada en el Colegio Nacional. Jóvenes estudiantes, afectados en parte por el inevitable sarampión literario, fatal, por otra parte en un medio pródigo en acunar poetas y escritores. Recuerdo algunos nombres, no muchos, extraviados los más en los laberintos de una memoria que ha empezado a serme infiel... Rufino Arévalo París, Luis Brizuela, Carlos y Rubén Caroni, Luis Bertolo... Con Arévalo y con Brizuela, aquel breve contacto de hace treinta y seis años ha madurado en íntima amistad que, por sus quilates no podría prescindir sin daño para mis sentimientos.
Tenía un pacto de espíritu con Villarrica, obligado por mi conocimiento a lo largo de un proceso que tuvo su origen -"primero fue el verbo"- en la palabra de profesores y amigos y que se desarrolló en los períodos del gozoso enamoramiento y del querer profundo. Ahora -¿ha de ser por voluntad divina?- el pacto de espíritu ha sido ratificado por el pacto de la sangre: mi nieta mayor ha sido conquistada por un joven guaireño que la ha desposado. Es que no podía ser de otra manera, era fatal y, además de justicia que ocurriera. Es que parecería cruel que el proceso no culminara sin la incorporación de un guaireño a mi familia.
Para terminar, una palabra de perdón a mis pacientes lectores. En este relato he hablado del principio al fin en primera persona: grave falta que conspira contra la virtud de la humildad y pone en evidencia un supuesto afán de vanidad. Cuando elegí el tema: conocimiento de Villarrica no me percaté que al hacerlo, de lo que trataría en realidad era de mi conocimiento, y que por lo tanto todo correría por cuenta de la abominable primera persona.
Y ahora y siempre, mi palabra de amor a Villarrica.
Publicado en: Libro de Oro. IV Centenario de Villarrica. Asunción, Gumersindo Ayala Aquino y Eladio Martínez Editores, 1970, p. 78-83.
SEGUNDA PARTE
PABLO ALBORNO
(1875-1958)
Pablo Alborno fue en el grupo selecto de los precursores, el alentador. Dinámico, perspicaz y generoso, sería con el andar tiempo, el hombre en cuyo espíritu habría de encarnarse el mismo.
Hijo de don Santiago Alborno y de doña Asunción Alfaro, italiano el uno y paraguaya la otra, habían generado un ser de singulares condiciones que, al madurar, sería un arquetipo superior.
Cuando Alborno nace en 1875, se estaba a cinco años de la finalización de la guerra de la Triple Alianza y se vivía en el período inicial y convulso de la paz.
Vendrían no obstante, para él, los días de una adivinadora facultad, la de los lápices fascinantes y la de los colores deslumbrantes. Y de la paciente colaboración de unos padres cariñosos y de las primigenias lecciones del maestro Da Ponte. De niño ya trae por instinto la callada percepción de una secreta y lejana misión. Tenemos la evidencia de una actual precocidad que alumbra por intuición las rutas que iluminan el camino de la misión futura. Y se revive a la vez el hombre de fe y de confianza en el propio esfuerzo. Y lo dice con toda claridad la presencia a su lado de sus padres, llena de sanas intenciones y diligencias útiles y bien intencionadas. Así lo verían con cierta satisfacción los esposos germinales que eran tenidos por muy buenos y poseedores de una espléndida projimidad.
Gusta Alborno de la forma y del color de la naturaleza muerta y de los objetos inertes pero expresivos, y enseña jugando a los niños con quienes se entretiene en las horas de solaz.
No había cumplido aún los diez años cuando por iniciativa paterna ingresa, acompañado por su progenitor, a la Escuela de Artes y Oficios de Montevideo, con la expresa finalidad de ampliar y perfeccionar sus aptitudes, entendiendo que ese era el momento de hacerlo.
Ya en 1885, en la exposición organizada por los alumnos de la escuela, expone un cuadro del tamaño natural del rey de Italia, y recibe la primera de las menciones que habría de merecer en su dilatada carrera, concretada en un diploma de honor, amén de encomios de la crítica y felicitaciones del público.
Del uso excesivo de su natural energía, surgió el temor de que pudiese seguir soportando la tensión que sus actividades exigían; es que el alumno Pablo Alborno, matriculado en la sección de teoría musical, había ingresado en el aprendizaje del violín y del flautín. Contemporáneamente forma parte e ingresa a la sección deportiva del esgrima, que en la época, era tenida como el deporte de los caballeros. Entretanto el hábil personaje había popularizado con sus hazañas el marcante de "el paraguayito", que avivaba su vanidad nativa.
Ya cumplida la función que lo había llevado a Montevideo a plena satisfacción, aceptaba algunos trabajos ofrecidos con sentido decorativo y que terminaron por ser elaborados con inspiración clásica. Estos pedidos estaban destinados a ornamentar mansiones señoriales de la ciudad. Esta fecha marca la iniciación de su vida profesional.
En 1903 se produce en el país un especial acontecimiento de carácter cultural, señalado de manera especial en el recuerdo de la ciudad. Se había llevado a cabo un concurso para otorgar la adjudicación de tres becas a Italia para estudiantes de bellas artes, concedidas por el gobierno del Paraguay y por el término de tres años. Del concurso resultaron beneficiados los estudiantes sobresalientes: Pablo Alborno y Juan A. Samudio en pintura y Carlos Colombo en escultura.
Tendrán que pasar tres largos años para que en 1906 el P.E. pusiera en marcha el proyecto: la burocracia siempre fue lenta aquí y en todas partes. Pero fueron grandes las presiones salvadoras para que el minuto estelar, minuto iluminado, alumbrara, y la luz se hizo para que pudieran gozar de su esperada elección los alumnos escogidos.
Debemos hacer notar que durante la duración de este cielo, todos sus trabajos estuvieron siempre bajo la supervisión de Guido Boggiani, sabio y humanista, devorado años después por el Chaco, indómito y bravío.
En 1906 terminó una etapa del largo camino a recorrer y llegó, contemporáneamente, el día de la partida. Y allá estuvieron los padres y parientes, los maestros y alumnos, los amigos y curiosos, apiñados en el muelle, con saludos afectuosos y con palabras de buen viaje en los labios.
Y parten los viajeros con tensión creadora, con ansias de enseñar lo que han aprendido.
Sólo nos queda la imagen del lápiz y de la paleta del color en las manos, como el primer juguete anunciador de esperanzas que van a ser muy pronto cumplidas.
Y parten lejos de la patria con el propósito primordial de servirla como buenos. Y así lo harán a través de los años que les toca vivir.
Hemos cerrado un ciclo de la formación de nuestros artistas en Europa. En adelante nos veremos sujetos a relatos que nos ofrece el curriculum europeo. Llegados a Roma, ingresan a la Real Academia de Bellas Artes, y Alborno, poco dispuesto a la enseñanza de cierto profesor particular contrata uno a satisfacción que lo inicia en el cultivo del desnudo artístico. Recae la elección en el pintor español Lorenzo Vallen, pintando juntos algunos desnudos.
Son sus profesores Somabila y Barofio y preponderantemente Hettore Titto.
En las vacaciones se dirige a los pueblos de Antecoli y Burano, poblaciones pintorescas cercanas a Roma, donde pinta y documenta tipos, paisajes y costumbres. En Burano pinta sus obras maestras de la época: "Remendando las telas", "Partida a las cartas", "El supremo adiós" y algunas cabezas de personajes locales. Avasallante y airoso se presenta como un auténtico vencedor. No descuida sus relaciones sociales y es recibido por el Papa Pio X y es el portador de las pontificias bendiciones para sus padres y hermanos cuando regresa a su lejana patria.
Al finalizar el año 1908, regresan los jóvenes artistas al terruño natal, siempre recordado y siempre amado. Aquí, en esta hora, cierran un ciclo y abren otro decisivo y esperado, para ofrecer a su pueblo lo que han aprendido, lo que valen. Y como prueba de gratitud y muestra de capacidad, entonces organiza con su par Samudio una exposición, la primera después del regreso. Y allí trabajando sin cesar y con mucho amor desarrollan sus personalidades con entera dedicación y con mucha gratitud por los dones recibidos. Expone entonces 65 telas; Samudio, a su vez, aporta 25. En el mismo año funda con el mismo artista la primera Academia de Bellas Artes. Es una apreciable contribución a la cultura del país.
En 1910, invitado por el gobierno, envía cuatro de sus telas a la exposición que con motivo del centenario del "Grito de Mayo", se celebra en Buenos Aires. Recibe en la oportunidad un diploma de honor y una medalla de plata por el óleo "La partida de las cartas". Y ya en las vísperas de celebrar el acontecimiento grande del centenario de nuestra independencia, organizan nuestras autoridades una exposición. Urgido por una permanente ansia que lo acosa en los años 1906 al 1907, imprime a sus actividades el máximo de sus energías y visita Venecia y Florencia. Estas ciudades ofrecen a la curiosidad de los turistas todo lo que culturalmente el mundo occidental puede ofrecerles. Allí está lo que el gran maestro Hettore Titto, que lo acompaña, puede revelar y allí el asombro y la sorpresa; allí también descubre el milagro cromático del genio; allí están las revelaciones de Tizziano y el Tintoretto, y allí reprodujo con devoción el milagro pictórico de este último. Y reproduce con fidelidad "El milagro de San Marcos".
Organizan las autoridades una exposición en que se presentarán las efigies de los Padres de la Patria, las que por desgracia no existen, ni en el ideal trasunto de la ficción. Y es entonces que don Juan E. O'Leary y don Arsenio López Decoud tienen la idea de encargar a Alborno que los imagine teniendo como base y echando mano de los escasos estudios biográficos e históricos que se poseen, agregando a esta reconstrucción los supuestos parecidos de los descendientes. Y sea como sea los retratos aparecieron como dotados de vida mereciendo la aceptación de las comisiones y, lo que es más, del unánime juicio público. Y allí estaban en las telas de Alborno: Fulgencio Yegros, José Gaspar Rodríguez de Francia, Pedro Juan Caballero, José Tomás Yegros, Ignacio Iturbe y Mauricio José Troche, surgidos de la imaginación, sin que hubiesen existido, tal vez, en la realidad. Luego se hizo la presentación de los retratos de los próceres, rescatados de las sombras, en cierta medida, por los pinceles del artista.
En el mismo año de 1911, cumple una promesa en la Villa de Caacupé, y allí pinta la imagen sagrada de la virgen, que posteriormente fue impresa y distribuida con profusión en toda la República.
A pedido del Consejo de Educación se le encarga la impresión de las efigies de los Padres de la Patria, para que las generaciones sucesivas tuvieran un motivo de veneración para cumplir con fervor sus deberes patrióticos.
En 1912, emite los cuadernos de dibujo geométrico y artístico, exigidos por la cátedra de dibujo, con marca de fábrica "El Dibujo Paraguayo" y adoptados por el Colegio Nacional.
1913: A solicitud del Ministerio de Guerra y Marina presenta la "Galería de Héroes Civiles y Militares de la Guerra de la Triple Alianza", en tamaño natural. Ellos son: Bernardino Caballero, Francisco Domingo Sánchez, José Berges, General Elizardo Aquino, Capitán Meza, General Resquín, General José Eduvigis Díaz y Teniente Coronel Toledo. Expone los trabajos hechos por los alumnos de la Academia de Bellas Artes de la que es director y profesor, en una gran muestra.
1914: Da a conocer los trabajos hechos por los alumnos de la Academia de Bellas Artes de la que es director y profesor en una relevante muestra.
1915: Gran exposición con 145 telas, cuya importancia se reconoce por la acogida triunfal que le otorga la crítica que reconoce sus condiciones de "talento y maestría".
1922: Alborno descubre una nueva faceta de su inteligencia. Da conferencias sobre una sorpresiva actividad, ya que se trata de un tema de "Antropología Cultural", específicamente entrelazado con el origen de la raza tupí-guaraní, a la que vincula con la raza egipcia primitiva. Estas son conferencias que presenta con grandes carteles y con 50 palabras en los mismos, con lo que pretende demostrar una cierta identidad entre esos idiomas.
1924: Concorde a sus aficiones, funda con el Dr. Andrés Barbero, ilustre sabio y filántropo, el Museo Arqueológico y Etnográfico con local propio. Es una prueba decisiva de su interés por la propagación de la cultura en sus diversas formas. En la época realiza una exposición en homenaje a una delegación uruguaya de cultura.
1926: Gran exposición en el Gimnasio Paraguayo con una muestra de 85 telas con éxito de crítica y de público.
1927: Inicia las clases de dibujo en el Instituto Paraguayo y presenta 30 alumnos. Es el momento ameno del maestro Alborno.
1931: Concurre a una exposición que se realiza bajo invitación en New York donde expone 65 telas y donde se encomia la gran capacidad técnica y se valoriza la fiel interpretación del colorido.
1933: Forma parte del conjunto de artistas paraguayos que representan al país durante la guerra con Bolivia a fin de arbitrar fondos. Gran éxito de crítica y venta.
1934: Por primera vez en el Paraguay se inaugura la exposición anual de primavera en el Ateneo Paraguayo y él es el orador que la anima.
1935: Le corresponde iniciar las clases de dibujo y pintura del Colegio Italiano. En el año se siente llamado a difundir sus conocimientos de antropología cultural guaraní y para ello emplea la radiotelefonía anexa, a la transmisión oral, lo que constituye una novedad para el país. Se difunde el tema: "Origen de la Raza Tupí-Guaraní" y "La Lengua Guaraní", en que desarrolla su antigua tesis, ya conocida, de los vínculos originarios con los primitivos egipcios.
1936: Funda la Escuela de Artes y Oficios en el Paraguay, que dirigió durante tres años, debiendo lamentarse con pena su Posterior exclusión.
1936: Vuelve sobre los mismos temas antropológicos y etnográficos.
1939/40: Presenta exposiciones en el Ateneo Paraguayo.
1942: Funda, organiza y dirige la Academia de Artes Aplicadas, liderada por él durante tres años.
1944: Dirige la Academia de Bellas Artes que comanda durante dos años.
1950: Organiza la gran Exposición de Arte Histórico, por lo que obtiene medalla de oro y tres diplomas honoríficos.
1953: El gobierno lo designa para presidir la delegación de artistas paraguayos que concurren a la Bienal de San Pablo.
1956: En este año se celebra con júbilo el cincuentenario con la pintura de don Pablo Alborno, con una gran exposición retrospectiva, diríamos monumental, de su obra pictórica. Ese debiera ser un día de gloria, un acontecimiento nacional. En realidad se celebra con alegría el raudo transcurrir de una vida útil, consagrada a un servicio indoblegable de la cultura. En dicho año es condecorado con la medalla de oro por la Sub-Secretaría de Informaciones de la Presidencia de la República con diploma honorífico, en la exposición de Arte Histórico.
Folletos publicados por el profesor don Pablo Alborno
1. Arte Colonial Hispano-Guaraní en Yaguarón, transcripto en una revista cultural de Norteamérica en inglés.
2. Arte Jesuítico de las Misiones - Revista Sociedad Científica.
3. Origen de la Raza Guaraní-Tupí - Revista de Turismo Nos. 13 y 15 de 1947.
4. Semejanza de la Lengua Tupí-Guaraní con el egipcio, sobre la base de 1500 dibujos y 90 palabras semejantes.
En el año 1947 el Diccionario Enciclopédico de las Américas (p. 33), señala a don Pablo Alborno como al introductor del impresionismo en el Paraguay.
Digamos por último que ejerció la cátedra de dibujo y pintura en el Colegio Nacional de la Capital, Colegio San José, Colegio Internacional y de los demás colegios incorporados, como así también enseñó el arte en todos los centros culturales por más de 35 años. El profesor don Pablo Alborno Alfaro falleció a los 83 años de edad, el 11 de enero de 1958, a las 17.30, en su quinta situada en el kilómetro 10 de la ruta Mariscal Estigarribia, siendo sus restos trasladados a la capital para ser depositados en el Cementerio de la Recoleta.
Del catálogo de la exposición de pintura retrospectiva
Cincuentenario de Pablo Alborno
Escuela Uruguaya
Mi Padre (Retrato) 1889.
1. Paisaje de Suiza (Copia).
2. Bahía del Puerto. Asunción.
3. Chorro Caballero.
4. Retrato Benjamín Aceval.
5. Retrato Coronel Escurra.
6. La Mujer Paraguaya.
Escuela de Roma
7. Venta de Esclava - Desnudo.
8. Candidez - Busto.
9. Coquetería - Busto.
10. Amapola - Figura.
11. La Ramola - Composición.
12. El Principio - Paisaje.
13. El Lago Vena Borghese.
14. Campiña Romana.
15. Apuntes: Paisajes de Roma
Primera visita
Abandonada.
Escuela Veneciana
19. La Asunción (Copia del Tiziano).
20. Fragmento (Copia del Tintoretto).
21. Milagro de San Marcos.
22. Apuntes Varios.
Cuadros de composición
25. La partida de las Cartas - Burano.
26. El Supremo Adiós - Buranó.
27. Remendando la red - Burano.
28. La Iglesia de la Salud - Venecia.
29. Cabeza de Estudio: Tristeza.
30. Cabeza de Estudio: Sonrisa.
31. Anochecer. Burano.
32. Calle de Burano.
33, Barcas de Pescadores - Burano.
36. Apuntes de Burano.
Pintura Contemporánea
37. Retratos de Próceres realizados para el Centenario de la Independencia.
37. Teniente Coronel Fulgencio Yegros.
38. Teniente Antonio T. Yegros.
39. Capitán Pedro Juan Caballero.
40. Capitán Ignacio Iturbe.
41. Alférez Mauricio José Troche.
42. Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia.
Cuadros de composición
43. Independencia o Muerte (1811).
44. Intimación de Velazco (1811).
45. Primer Congreso (Julio 20-1811).
Continúan escenas y costumbres de tipos del país en un total de 24 telas y 28 paisajes nativos de tipos regionales y costumbres.
Honores recibidos
Medalla de plata en la Exposición Internacional de Buenos Aires.
Medalla de oro en la Exposición Histórica de Asunción. 1º. de Marzo 1950.
Miembro Honorario del Centro Americanista de Intelectuales de Sudamérica.
Diplomas de Honor de la Exposición de Arte Histórico del Paraguay.
RECUERDO DE AMIGO
El fallecimiento de Doña Elisa, la esposa, ex-alumna y compañera de por vida y madre de sus hijos, ocurrido en la época del 40, constituyó un rudo golpe para el maestro Alborno, que sintió vacilar todo un organismo hecho para sufrir y superar todas las adversidades. Los amigos y adláteres advertimos cómo toda la obra laboriosamente elaborada con amor, corría riesgo de desplomarse. Desapareció de sus labios la sonrisa y aquella alegría que parecía que habría de acompañarlo a perpetuidad. La cátedra se ensombreció y su presencia desapareció de los corrillos habituales. Sobre aquel ambiente grato a la cordialidad hogareña, cayó como un manto de sombras que apagaron de pronto, los ecos de la peña. Ecos que suenan a Samudio, el inseparable compañero de siempre; a Delgado Rodas, a Julián de la Herrería, a Bestard, a Basterreix, a Blotta, el ubicuo visitante de todos los años desde su casa de Rosario (Argentina); todos bajo el augusto auspicio de Doña Elisa, la matrona inmortal, voces queridas, silenciadas por la muerte.
Lo visitamos un día con Julio Vergottini, de paso por el país, y la impresión que recibimos fue desoladora; estaba en cama víctima de un infarto, extremadamente afligido. Su estado era evidentemente grave. A los días se levantó exhibiendo atisbos de su vieja y tenaz energía.
Años después, enfermó del mismo mal que esta vez se lo llevaría y allí lo comprendimos todo. Arreciaba por entonces una campaña dirigida a desprestigiarlo, que de seguro había de herir de nuevo su exaltada sensibilidad, que ya habíamos observado que existía y grande en nuestra visita anterior. Se presentaba al maestro como a un agente de corrupción del arte, haciendo como basamento la acusación velada sobre la repetición de motivos reiteradamente empleados en la pintura de los lapachos. Un prejuicio, se diría, mantenido por los artistas de la época, subterfugio en el caso empleado como cortina de humo ¿Alguien?... ¿Quién?... pero esta vez no resistió al empuje del corazón descontrolado y el maestro se nos fue. Había sido antes del hecho, lo que se diría un anciano juvenil y optimista, y de pronto cayó en un pozo profundo. E indefectiblemente cayeron con él las energías y lamentablemente el colapso sobrevino.
Nosotros tuvimos la conciencia de nuestra misión y llegamos mal o bien a la concreción de nuestros propósitos: obtener un atisbo de la expresión de la época que nos tocaba vivir. Así entendíamos de cómo debe hacerse la historia siguiendo las huellas luminosas de los predecesores.
Y aquí termina con el sello de una vida ejemplar a la que debemos mucho en favor de nuestra cultura y más aun por aquello que no le dejaron hacer y por lo que de su obra se perdió.
¿Qué querían que hiciera, que enjugara sus necesidades que eran muchas?. Desgraciadamente ya no tenía como en la juventud una casa que poner en aval del préstamo. Prefirió apelar a los recursos que le ofrecía su profesión honestamente ejercida.
Veinte años de su desaparición y ni una palabra de oración... ni una flor... ni una plegaria... ni una lágrima.
Pero Alborno es y sigue siendo de los que se fueron... sin irse.
(Marzo de 1983).
ENLACE RECOMENDADO AL ESPACIO
DE PABLO ALBORNO EN PORTALGUARANI.COM
ROQUE CENTURION MIRANDA
(1900 - 1960)
a Manuel E. B. Arguello
Vida en evocación
Fue el sembrador que murió en vísperas de la cosecha. Lo imagino caído en el surco confundido en cuerpo y alma con la buena tierra labrantía, en la frente un rayo de sol naciente y plasmada en los labios la inviolada palabra de fe: canto de esperanza en la juventud, postrera oración a la vida en la hora de la muerte. Vida y obra consagradas a un gran ideal en el amor a su tierra nativa. Todo: vida y muerte; obra y supervivencia.
Ahora que la sideral huella fulgura sobre el ciclo que se cierra como signo de misión cumplida, una nueva forma de vida rebrota desde las raíces de una amistad nacida en la edad feliz de la adolescencia, cultivada en largos años de comunes afanes y glorificada, en íntimo desgarramiento, por la quemante lágrima de despedida. ¡Vida en el recuerdo, vida rescatada! ¡Pero qué !difícil es hacer hablar a los recuerdos! Convertir el monólogo en que sangra el enigma en iluminado diálogo con sombras. Construir el frágil tinglado entre las rondas de las horas cumplidas -torbellino y remanso que nos arrastra y nos devuelve, alternativamente, del pasado-, desde el cual, trágicos titiriteros, hemos de mover los mágicos hilos que nos restituyen la ilusoria ficción del retorno en las reencarnadas imágenes del recuerdo.
¡Maravillosa resurrección de imágenes! La visión primera: ruinosa pero limpia casona al borde de la antigua plaza; corredores, al frente; patio arbolado detrás, confinando con el barranco del río y, como trasfondo, paisaje de campo y bosque que se esfuma en la profunda lejanía del Chaco. La madre, toda claridad, cuida con religiosa solicitud el alma de sus hijos. Claridad de espíritu a la que concurren el fuego del hogar y la llama del retablo. Años de adolescencia; la duda que hiere seguida por una vaga certeza que salva, alegrías sin motivo y tristezas sin causa; despertar del amor, intuición de la muerte. Las imágenes hasta ayer borrosas desfilan, hoy, con rauda multiplicidad. Son como fragmentos del ayer que de pronto se reconstruyeron en manos temblorosas de recreación, para caer, luego, destrozados a nuestros pies. Es el aula laboriosa, el estadio estremecido, la manifestación de estudiantes que ensayan en la cívica palestra el ejercicio de la dignidad del hombre. El escenario improvisado, la noche de estreno, los días felices y las horas sombrías.
La hora augural
Lo veo en los albores de la juventud en la hora de la clave de la revelación misional en que encarna su primer personaje en la proteica parodia humana; la hora en que la ruta predestinada se encadena al alma. Personaje e intérprete que se nos aparecen a la distancia, el uno, como heraldo de una vocación, el otro, pronunciando la presencia del padre de nuestra escena. La revelación trae consigo un potencial que se canaliza en el esfuerzo por constituir el primer conjunto estable que denomina con el nombre humilde y definidor de "Elenco Paraguayo", cimiento y pilar olvidados en el solar de los precursores, grato a la presencia de sombras sagradas. Allí quedaron custodios de un sueño que no muere con la muerte, Tomás Núñez, el decorador, obrero con jerarquía de artista que, por serlo de verdad, unía a la belleza de la bondad la fuerza creadora de la fe y, Carlos Filippi, galán de noble estampa y exaltada sensibilidad, cuya quimérica fantasía terminó por robarle la razón para conducirlo alucinado hasta los umbrales en que se detiene anhelante nuestra vida transitoria.
Años de juventud, eco de una eternidad renovada; manantial en que se refleja el rostro del destino; amor que late como la vida en la semilla; vocación que se anuncia en siempre milagrosa revelación. El intérprete, ha nacido en una lejana noche cuya fecha olvidamos; el autor, nace poco después como prolongación a la hora cenital que ofrece frutos distintos de una misma pasión. De entonces data su primera comedia, anuncio del hombre integral de teatro que habría de ser en adelante, minuto a minuto, dolor a dolor, hasta ilustrar, enalteciéndolo el historial de una existencia ejemplar.
Lo percibo, con claridad evocadora, entusiasta y dinámico, la noche en que se fundó la Primera Sociedad de Autores Paraguayos Teatrales convocados en el bar Gambrinus, en la época lugar acogedor de artistas y escritores. Presencias de veneración: Francisco Martín Barrios, talentoso bohemio que extrajo del guaraní nativo esencias de la pasión humana; Eusebio Aveiro Lugo, concentrado, casi hosco, celoso guardián de un mundo interior, que, a ratos, asomaba en los reflejos de su mirada profunda; Pedro Juan Caballero, magra figura de niño travieso, con los originales de una comedia bajo el brazo, escrita en las nocturnas horas de guardia en las desoladas salas del hospital; José María Nestosa, español de pasión paraguaya, avatar de algún juglar de la conquista; imaginativo, locuaz, alegre promotor de iniciativas, para cuya facundia no existían imposibles.
Cielo, mar y regreso
Luego el sendero se pierde en una lejana perspectiva de cielo y mar. Dos años de peregrinar. La España de la sangre, de la lengua y del espíritu; París la cólquide deslumbrante de ensueños. Dos años de peregrinar, de vivir la luminosa angustia del artista, de descubrir los misterios del oficiante, de ahondar en la más profunda intimidad la verdad que revela un destino.
Dijimos a su regreso en 1927 desde el histórico escenario del Granados la palabra de fe de sus compañeros y vaticinamos hechos que el tiempo confirmó. Comienza la siembra en la pampa de granito. Vuelve con la idea obsesiva de fundar una escuela de actores. En el empeño van a ser puestas a dura y larga prueba la entereza de un carácter y la autenticidad de una vocación. Puertas que se cierran, promesas incumplidas. Días de necesidad que confinan con la miseria. Confrontando a la lucha por el pan, alguien le ofrece un puesto de escribiente. La piedra que hiere y la burla que lastima. El elenco inicial reaparece con vida intermitente y a la postre fugaz de los intentos de entonces. Actúa, de tanto en tanto, en recitales, dirige cuadros filo dramáticos que mueren al nacer, propicia frecuentes giras artísticas al interior. Enseñará, después, declamación, canto y danza, con más notoriedad que provecho y como derivación del propósito fundamental diferido. Acaricia proyectos desproporcionados a las posibilidades que le ofrecen la época y el ambiente. Su actitud es la del hombre de acción que con sobrada capacidad pero sin medios para resolverlos, contempla los problemas y soluciones de nuestro teatro con visión de integridad. Gravita en sus impulsos una experiencia no sedimentada aún que lo colocan en oposición a los factores que determinan la realidad circundante sin la presencia de un estímulo compensador. El apoyo oficial y comunal que reclama, le es negado sistemáticamente y, por muchos años, queda librado a sus propias fuerzas en una lucha indeclinable en que el ideal y el sacrificio se acrisolan en la obra de amor, postergada pero vigente en una voluntad apostólica.
Los años median entre 1928 y 32, serán tensos de acción aparentemente malograda y pródigos en frustraciones, aunque paradójicamente, fecundos para este admirable optimista que solo acepta la adversidad como enseñanza.
La guerra y la segunda salida del caballero andante
Estalla la guerra del Chaco y, artista y soldado, parte a los campos de batalla al frente de un conjunto de arte nativo que lleva en los cantos del amor y del terruño y en los versos del cancionero popular un lírico mensaje de victoria. Tras una campaña de meses, regresa enfermo. Asiste entonces, a la aparición rutilante del teatro guaraní de Julio Correa, actuando en sus primeras obras como actor y director. Estrena, entretanto, creaciones propias, una de las cuales, Tuyú, drama intenso de la guerra, aporta al repertorio vernáculo una pieza de especial significación.
Con los últimos estrenos de 1934, el teatro nacional castellano entra en un período de penosa declinación. Agravadas las condiciones imperantes con la resta del núcleo inicial, reducido ahora a una mínima expresión; ausentes, los unos, desalentados, los otros, aparece inexistente o por lo menos inconexa la relación entre autor e intérprete, que no cuentan ni contaron nunca con el concurso de escenarios propicios. Sin posibilidad siquiera de reacción inmediata, los ocasionales e intermitentes esfuerzos que se realizan, no alcanzan a dar proyección perdurable a la vital representación dramática.
Ante esta situación, Centurión Miranda emprende la aventura de intentar la divulgación de nuestras obras en el Río de la Plata y, soñador de sueños grandes - ¡oh "juventud divino tesoro"- hasta piensa fundar un elenco paraguayo en Buenos Aires. Siente, por otra parte la necesidad de realizarse, de renovarse en el pleno ejercicio del oficio, de descubrir nuevos horizontes en más amplias y profundas perspectivas. Camila Quiroga, la gran actriz argentina, lo acoge en su compañía. Pero él, insular, vive a perpetuidad dentro de los límites de la misión que se ha impuesto y, fuera de los contornos geograficos en que vive y sufre su pueblo, se transforma en un inadaptado. Sacrificará, entonces y siempre, la natural y legítima ambición de gloria y de fortuna si ella interfiere la finalidad de consagrar al propósito perseguido todo el caudal de una voluntad de excepción, toda la angustia de una larga paciencia. Porque lleva la patria consigo, la patria trasciende de sus sueños de artista. Intérprete en el arte del espíritu de un pueblo, se empeña con obstinada determinación en representar en tierras hermanas obras paraguayas y sí no lo logra es porque en las empresas del hombre las fuerzas del amor no siempre quebrantan las rígidas barreras de la realidad. Trasuntan sus cartas de entonces una exaltación que contagia bellas utopías. "La cosa no es tan difícil" nos escribe con cautivador optimismo. Cuando fracasa no se desalienta ni lamenta. Opta, sencillamente por hacer en pequeño, lo que no pudo realizar en grande: va difundiendo en radiodifusoras argentinas versos de nuestros poetas y, en peñas y cenáculos, da a conocer piezas de nuestro incipiente repertorio dramático.
La campana de la paz
Cuando regresa las campanas del triunfo guerrero despiertan en el ser nacional potentes fuerzas creadoras. Sangre de alumbramiento; luz de renacimiento. Sangre sagrada encendida en el ardiente volcán de la guerra y que terminará por arder en el absurdo y cruel holocausto en la hoguera de la anarquía, devoradora de hombres y de sueños.
Una época nace de una trágica pesadilla transfigurada en victoria. Sobre campos de muertes el heroísmo ha erigido el escenario digno de las hazañas de la paz. En tal eminencia cada ciudadano se siente autor del drama portentoso. Mas, como ocurre en los dramas de ficción, en este que comprende un capítulo del destino de todo un pueblo, hay héroes y villanos, y el proceso que arranca de una victoria homérica será sofocado por la traición al espíritu, agazapada en sombrías, ominosas emboscadas.
Durante la guerra aparece el teatro guaraní de Correa, florece la novela y, la poesía, la música popular y el canto autóctono dan notas de singular resonancia. Para esta hora de deslumbramiento, Centurión Miranda tiene su oblación y su promesa. Artífice de sueños, solo aspira a ser obrero de cimientos. Trae su viejo proyecto de la escuela dramática, su virtud de intérprete, su gran amor al teatro, su tozudez indómita. Persevera en sus empeños pero choca, como antes, contra obstáculos desproporcionados a sus fuerzas. El teatro castellano continúa aprisionado en sus limitaciones, en contraste con el guaraní que, agigantado por su genial propulsor, atrae a las muchedumbres con el hechizo de su propia lengua que traduce con pasmosa fidelidad la humana dimensión de sus problemas. Huérfano de apoyo oficial y popular, indiferente al interés de las empresas, incapacitado para construir por propio esfuerzo elencos estables que impriman a su desarrollo un curso de continuidad, el teatro castellano languidece víctima de las condiciones negativas del medio de cuya conformación do son del todo ajenos los ajetreos políticos de la época.
Con resignada perseverancia, con ejemplar consecuencia, espera, puro espera sin descansar. A partir de los revolucionarios días de 1936 -amanecer en eclipse- vivirá tres lustros de continua labor sin público reconocimiento y hasta sin eco aparente. Nada le perturba ni desconcierta; ni la agobiante pobreza que se nutre de pocas y mal pagadas lecciones, ni la opinión de quienes, sin conocerlo o desconociéndolo, lo juzgan remiso o inepto. No hicieron mella en el ánimo del luchador tales apreciaciones. Lo fundamental es la misión; lo demás, simple accidente: el barro inevitable que salpica, la nube pasajera, el grito en la sombra.
En la larga espera llena sus horas con líricas empresas de bien común referidas al devenir de nuestra cultura. Difunde por radio nuestras obras, se vincula a nuevos e infructuosos intentos de fundar cuadros filodramáticos, la interpretación que, aún espaciada, va revelando las facetas del talento, en quien poseyéndolo en grado relevante, sigue siendo por imperio de las circunstancias un postergado. Postergado y, además, negado y escarnecido. Escarnecido y negado hasta por sus propios amigos.
La hora inolvidable
Se me aparece, ahora, en el relieve evocador de la hora inolvidable, en los días de "La Peña", cuya sola mención convoca en la melancolía del recuerdo, nombres queridos, ensueños y emociones, triunfos fugaces y fracasos triunfales.
Era "La Peña" una agrupación de artistas, poetas y escritores acompañadas de un nutrido séquito de seguidores y simpatizantes. No contaba con personería jurídica, estatuto ni registro de socios, y cambiante sede social estaba en el lugar en que las reuniones se celebraban, aunque su asiento de elección fuera Z.P. 5, propiedad de don Alfonso Sá, venerable pionero de nuestra radiotelefonía, cuya patriarcal hidalguía nos cedía sin cargo los micrófonos de la estación una hora corrida los miércoles por la noche y otra hora los domingos por la mañana, espacios en que difundimos durante meses, aparte de los referentes al programa social, conciertos, recitales y conferencias. El plan de acción cultural que nos regía, asimilaba una declaración de principios con la exposición de los problemas de nuestra cultura y de los arbitrios, que, a nuestro juicio, debían darles solución. Horas de elevación, de darse por entero al ideal, de consagrarse a una causa sin ocaso. Por las noches, hasta altas horas, tres hombres, -Centurión uno de ellos- trabajan en el discreto silencio de una rebotica. Otro, músico ilustre, estaba llamado a patrocinar, años después, la sanción legislativa de la ley de derechos intelectuales que hoy nos ampara. De aquel laborioso taller salieron memoriales y manifiestos, proyectos de ley sobre derechos de autor y creación de escuelas de arte, de oficialización de museos y bibliotecas, reglamentaciones y presupuestos, todo presentado en casi compulsivas solicitudes de protección estatal a la cultura, y en no menos apremiantes peticiones de liberación del Teatro Municipal de las garras ávidas de empresarios y concesionarios. Aquella labor dio por resultado inmediato el hecho inusitado de que uno de sus miembros fuera llamado a ocupar, al margen de toda implicancia política, un escaño en la Junta Municipal en representación de artistas y escritores.
¡"La Peña", lírica, quimérica empresa! La llamábamos brigada móvil de la cultura y habíamos puesto en ella los últimos entusiasmos de la juventud.
Un día hubo ruido de armas y otros hombres con nuevas o viejas ideas se ubicaron en el gobierno. Una de sus sabias medidas fue inhabilitar "La Peña" por... comunista.
Paréntesis. Amor, dolor, creación
Centurión hace entonces un alto en el camino. Siempre en los momentos de desengaño, Villarrica le ofreció con afectó cordial, el reclinatorio propicio a la meditación, al olvido, a la recuperación espiritual y habría de encontrar en la amada ciudad a la mujer elegida desposada entonces, y devuelta amortajada a la misma tierra guaireña tres años después.
Sin medios ni posibilidad alguna de dar solución a los problemas de fondo de nuestra escena, limita su acción a lo inmediatamente hacedero. Con el apoyo invalorable de insigne colaboradora funda Proal, primer diario radial que difunde y prestigia obras nacionales inéditas, salvándolas, por este modo de permanecer ignoradas. El nombre sugiere al símbolo. La nave con la proa enhiesta, avanza lenta, pero incesantemente, vencedora de las corrientes adversas.
Fruto de aquella misma colaboración fueron las comedias que ambos escribieron, justamente laureadas y que han quedado en nuestro nomenclador como piezas de enaltecedora referencia y como testimonio de enaltecedora labor de cooperación intelectual, que deberá ser valorizada como expresión de noble afán superador en un momento crítico de nuestra evolución teatral. En 1943 funda la Compañía Paraguaya de comedias, de vida efímera pero trascendencia cierta.
La meta alcanzada
La larga, la sacrificada espera tiene su fin cuando en 1950 un intendente con alas en la mente funda la Escuela Municipal de Arte Escénico. Un destello de amanecer irradia de la madurez del hombre que ha vivido esperando este minuto cenital y que ve corporizado, al fin, un sueño tutelar en el punto en que la vida en declive está por confinar en los linderos de la ancianidad. Es como si de pronto regresara al sitio de partida del que hubiese querido arrancar ¡del que debió arrancar dos décadas atrás! Deslumbramiento de meta alcanzada. Tiempo tasado por delante; perspectiva de la etapa final en la que habrá de aplicar las energías de una juventud ya fenecida. Pero la meta no es aún el ideal cumplido y, en el caso, la llegada es el comienzo y no término; es tierra de ribera en que hace pie el peregrino para emprender el viaje por los senderos de la fe. Le acucian las urgencias del propósito postergado y del tiempo perdido.
Ha llegado la hora esperada y presentida, la hora precreada por su afán apostólico. Ya tiene su aula, su pupitre y su pequeño escenario este trashumante maestro de actores que en la fragua del sacrificio ha forjado un carácter que encarna un espíritu de dignidad humana y artística en su obra pasada, transferida al derrotero de su obra futura. Ya tiene su escuela el maestro que no pudo ser, hasta entonces, en plenitud; el maestro que en su humildad sólo se consideraba un primer alumno.
Vigente en esta obra de amor el lema tácito de crear una conciencia teatral en una cultura teatral, a ella entregará los últimos diez años de su vida. Como todo apóstol es un promotor de realidades. Partiendo de la formación integral del actor, dotándolo de la dignidad del oficio y de la responsabilidad en ella implícita, aspira a ofrecer al teatro nacional los intérpretes que han de darle jerarquía y liberadora permanencia. Labor abnegada, silenciosa y sin término, ajena por completo a la vanidad pavorrealesca que sólo ofrece superficie porque carece de profundidad; labor que renuncia tanto a la gloria o gloriola del momento fugaz como a todo provecho personal, para remitirse con impulso altruista al plano del resultado final, a largo e incierto plazo.
Las penosas condiciones en que se desenvuelve la escuela, en lo administrativo: presupuestos paupérrimos, sueldos de ayunadores, estrechez del local, falta de los elementos más indispensables que, por fortuna, el ingenio de la inventiva reemplaza; en lo exterior: el descreimiento de los más en oposición al estímulo de los menos, la displicente indiferencia de diletantes y "posseurs" el vacío y la negación son superados por el ejemplar desinterés de los profesores y la generosa cooperación de los alumnos. Esta unidad de propósitos en unidad de fe, confiere al ámbito docente las características de una comunidad familiar. "Es el espíritu paternal de Roque", acotó alguna vez un íntimo. El, que ya es un patriarca, comunica a la obra común, su indeclinable perseverancia, su propia angustia creadora.
Su orientadora presencia, las virtudes y cualidades del grupo ilustrado que lo rodea, hacen que la Escuela, a poco de ser fundada, se instituya en foco de irradiación de cultura y en centro de atracción que congrega sin ismos ni istas, a quienes se vinculan por afinidades de espíritu en el amor a la belleza.
Pasión y gloria del teatro
Lo vi en su primera actuación, 1919 casi un niño; ya anciano, lo volví a ver encarnando a Janto en la comedia dramática de Figuereido. Cuarenta años de pasión y gloria del teatro. Cuarenta años de desesperado amor, de glorioso, fecundo amor. Cuarenta años que proyectan la perspectiva de una escala de perfección en la conducta del hombre y en la evolución del artista. Creación y sacrificio. Entrega total del ser al ideal. En el largo trayecto de agravios y hasta injurias. Piedras y estrellas. Estrellas que besaron su frente, piedras que acaso sirvan para consolidar un monumento.
Y lo he vuelto a ver -"presencia en la ausencia"- en el atrio de la Catedral en la puesta en escena del admirable misterio de Miguel de Mañara, en que sus alumnos con el verbo de la belleza pura hicieron su profesión de fe a la obra del maestro desaparecido. Permanencia en el tiempo de quien trabajó para el futuro.
Centurión Miranda es el artista y el maestro de misión, obstinado y valeroso, inmune al desaliento. Pertenece a la generación de precursores que entre la segunda y tercera década del siglo se dio a la tarea de sentar los fundamentos del teatro nacional. Olvidada ya, a pesar que aún sobrevivieron algunos de sus representantes, fue en su hora, luz en zanja cimentaria; la misma luz que irradiará un día en el sobrio perfil del pórtico y desde la solemne majestad de la cúpula. Señalada por el signo de la frustración, aquella generación vivió con su carga de sueños, salvando, penosamente tramos del desierto refugiando su ansiedad y su esperanza en los raros oasis de la ruta, hasta entrever la ubérrima meta prometida. En cada etapa cumplida el recuento ineludible, la resta inexorable, el recuerdo y la lágrima. Y ahora él que se va... sin irse.
Fue entre todos sus compañeros el único que durante treinta años realizó el prodigio de consagrar la totalidad de sus horas a esta pasión y a esta gloria. Hombre de teatro en vocación y sacrificio y en la integral acepción de maestro, director, intérprete y autor, encarna por sobre todas las cosas, un concepto ético, una jerarquía artística.
Maestro, posee el don didáctico de enseñar con autoridad, sin autoritarismo, con claridad que no excluye profundidad.
Ejerce su magisterio en aquella "humildad innominada" de que hablara Ortíz Guerrero. La Escuela atrae a los jóvenes que alternan los apremios del trabajo diario con las enaltecedoras solicitaciones del arte. Suplantará toda deficiencia con una ardua y paciente labor de formación, afirmada en el conocimiento teórico y en la práctica gradual y racional del oficio. Posee la palabra que convence cuando aflora de la dulce elocuencia de los convencidos. Con la palabra de misionero enciende en los espíritus la llama de la vocación. Busca entre sus discípulos a los llamados y a los elegidos, predestinados a cargar la iluminada y florida cruz del arte. Sus métodos están encaminados a despertar y desarrollar una conciencia, fuentes de responsabilidad.
El maestro de actores exhibe la integridad de sus capacidades en el director de escena. Al montar y dirigir una obra, cuida con meticulosa atención los menores detalles. Nada escapa a su perspicaz penetración ni queda librado a los eventos de la improvisación. Analiza con exhaustiva sagacidad el carácter de cada personaje. El papel ha de ser reproducido sin vacilaciones en la frase que encierra el sentido, en la palabra que libera el fulgor de alma que encierra Marga una situación y repite los ensayos todas las veces que sea necesario para alcanzar el matiz, el tono, el relieve, el sazonado ajuste que resalta en la plástica escénica, la tónica dominante del diálogo. Exige porque se exige. ¡Más, siempre más! es el lema de este maestro torturado por un ideal de perfección. A menudo, los ensayos se convierten en clases magistrales dictadas por un inspirado.
Sus alumnos han recordado recientemente, una frase suya: "Sólo a nosotros los actores nos está permitido conocer los mil y un latidos del corazón humano". Es ese latido que tiene la levísima vibración del vuelo el que hay que aprisionar en la red sutil de la palabra bajo el arco iris de la emoción. Armonizar el latido con el vuelo, quizá fuera la definición exacta de su enseñanza. Este concepto de vuelo que libera al latido para acercarlo tembloroso hasta el ansioso corazón de los hombres, se pone de manifiesto en el instante en que el actor en trance de interpretación, penetra con la llave del conocimiento en su mundo interior para extraer con la chispa del "YO" transfigurado, una particular, íntima manera de sentir y expresarse, sin traicionar, empero, al espíritu de la obra ni desvirtuar el carácter del personaje que encarna. Este autodescubrimiento es el que Centurión Miranda propicia. Cuando lo ha logrado, el maestro, el director, da paso al mentor que orienta el desarrollo ulterior de la personalidad emancipada. Su misión es la de formar futuro, cuando la sementera le ofrecía el tributo de las doradas mieses.
Pampa de granito transformada en campo colmado de frutos Así debieron contemplar el fin del itinerario sus ojos de moribundo. Labriego que recibió al nacer su parcela de misión. En ella y con ella nació; en ella muere y descansa. La roturó y sembró con amor y con dolor. La misión floreció y fructificó en ella. ¡Bendito sea!
La máscara y el rostro.
Cada hombre es el escultor de su propio rostro, de la máscara con que ha de reconocérsenos después de muertos. ¿Será con este rostro que aniñado por el milagro germinal hemos de volver a nacer? Nuestras obras buenas o malas, se reflejan en la fisonomía con rasgos definitorios que son definitivos al término de la jornada. Todo pensamiento, impulso u obra, agrega sobre la máscara original, la línea tenue o enérgica, la luz o la sombra que va modificando su expresión, ennobleciéndola o envileciéndola según aquellos estén movidos por el amor o el odio, por la alada elevación del espíritu o por la grosera, terrena atracción del sensualismo.
Siempre el rostro del hombre en la hora de la muerte es la plástica historia de una vida. Las obras de Roque habían diseñado en lo suyo, la dignidad de la conducta, la fe del creyente, la abnegación del misionero, la bondad y el amor, el culto de la amistad. Sobre la rígida máscara del adiós se fija iluminada la dulce expresión del apóstol y del profeta. Apóstol del paciente y largo sacrificio; profeta que entrevió las visiones y oyó las voces del porvenir.
Cultivamos aquella amistad que se dignifica en hermandad de espíritu. Lo antecedí en la vida; me precede en la muerte. Pero: ¿antes y más allá del nacimiento y, después, más allá de la muerte? ¿Somos, lo que fuimos, seremos lo que somos? ¿Mejores o peores? ¿Nos reconoceremos a través de la máscara? ¿Son estos los interrogantes del dilema desesperante que sangra en las entrañas de la duda o es la sombra de la mano amiga de Dios que entreabre el acceso a los senderos herméticos?
Condenado a la nada o predestinado a la eternidad, sólo sé, que, ficción, verdad o mentira, percibo su presencia como una entidad invisible, que espera.
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DE ROQUE CENTURIÓN MIRANDA EN PORTALGUARANI.COM
JULIO CORREA (I)
(1890 - 1953)
El dramaturgo social
En la segunda y tercera década de este siglo, se inicia en el país un movimiento intelectual y artístico que tiende a dignificar lo nativo, a darle expresión estética a la vez que aspira a definir en categoría universal los valores morales y espirituales de un pueblo. La obra de Julio Correa, no es un hecho aislado en el proceso de esta definición. Al perfeccionar al incipiente teatro guaraní señala en lo literario un punto de partida. Es el minuto de la íntima revelación de un apasionante mundo interior de ideas, de sentimientos, de impulsos generosos, de rebeldías creadoras, y, por contraste, de oscuras luchas, de egoísmos negativos y de enconados rencores que descubren para el arte lo que ya existía en latencia en los estremecidos dominios del alma popular. Aparece en la hora propicia en que la conciencia colectiva ha despertado por las crueles sacudidas de la tragedia chaqueña, momento de victoria, de deslumbrador y doloroso alumbramiento, en que el hombre paraguayo, religiosamente y, por instinto, lucha para afirmar en presencia y consagrar en sacrificio su personalidad original sobre el amplio basamento del medio físico y social que lo sustenta. Cuando Correa se hace presente, ya Flores ha creado la guarania; Andrés Campos Cervera, revive en maravilloso metálico reflejo los mitos guaraníes; Holdenjara, libera al indio de la selva y sobre tramontos de fuego y en relieve de bronce nos muestra las faces angustiadas de los padres proscriptos y, entre otros, Rosicrán, Emiliano y Félix Fernández y Darío Gómez Serrato, escriben los primeros cantos del gran poema, que la raza espera. Este movimiento se inicia cuando América llega, tras largo esfuerzo, a lo que ha dado en llamarse la meta del reencuentro. Culturas milenarias paralizadas por el fuego devastador de la conquista, hacen oír sus voces vencedoras del tiempo. Han hablado las razas soterradas en el punto mismo en que la Historia ha decretado la gesta del redescubrimiento que tiene por héroes al escritor y al artista. Redescubrirse en la evocación del pasado para descubrirse en plenitud en la realidad del presente. El hombre americano despeja su propia incógnita, se siente actor del destino y se apresta a las conquistas del derecho para afianzar la dignidad de la justicia. Es la gesta de una cultura que nace.
Dóciles a los llamados de la sangre, reflejando la magnificencia de la naturaleza que los rodea, sensibles al clamor de la masa humana de cuya intimidad esencial se sienten intérpretes, el artista y el escritor, encuentran el ritmo, descubren la imagen y plasman una fisonomía que confiere a la obra carácter de autenticidad espiritual. Ya no serán sólo los depositarios y voceros del mensaje de otras culturas. Son hombres que han ido a beber en las claras fuentes del alma popular, que han exhumado leyendas olvidadas, actualizando viejas tradiciones, vitalizando el salvaje ritmo que nos llega en un vuelo de siglos y que han dado a la palabra el acento propicio para recoger en la forma escrita las palpitaciones de la realidad presente. Encarnarán, en adelante, el verbo hasta ayer inexpresado de toda fe y de toda esperanza. Una nueva vida irrumpe en la común heredad americana que apareciendo en cada región o país con el signo revelador de lo local, prende en lozano brote y en una suerte de integradora unidad de espíritu en el viejo e imperecedero tronco continental.
Correa, es un hombre de esta hora inicial. Situado en la vanguardia no se asoma al pasado. A él corresponde interrogar al hombre del pueblo, que nunca fue interrogado. Y para que la respuesta sea verídica formulará el interrogante en su propia lengua: el guaraní, en cuyo armonioso fluir late un germen de perennidad.
El hombre y el medio
En Correa se cumple un caso de identificación del hombre con su pueblo y con el medio. Es nieto de un noble polaco desterrado, que radicado en Asunción, sentó plaza en el ejército de López y combatió en la guerra contra la Triple Alianza y de Doña Petrona Argaña, de la tradicional sociedad paraguaya cuyo tronco de origen español arraiga en la Colonia y se prolonga en sus ramas con brillo hasta nuestros días. Su padre, Don Eleuterio Correa, gran señor dotado de ingenio y de cultura, que une a estos dones de la inteligencia y del rango, la posesión de una cuantiosa fortuna. Brasileño, descendiente directo de portugués, incorporado a las fuerzas armadas de su país en la guerra grande, funcionario administrativo con las tropas de ocupación, afincóse en estos lares, prisionero en las redes del amor y seducido por el romántico hechizo de la que habría de ser su patria de adopción. Su madre, Doña Amalia Miskosky, es dama de gran belleza en cuya atrayente personalidad la virtud y la práctica de la caridad que no se ostenta, proclaman su cristiana condición.
En los elegantes salones de la mansión familiar se alternan las suntuosas fiestas con las animadas peñas de los círculos selectos. En aquel ambiente de distinción y opulencia transcurrió feliz la infancia de Julio, el menor de los cinco hermanos que integran la familia. Travieso y reacio a toda disciplina, no demuestra inclinación alguna por el estudio. Es el clásico niño terrible, campeón de juegos infantiles, maestro en remontar pandorgas, invencible en las artes del pido palo y las bolitas, capitán de guerrillas escolares diestro en el escondite y la sorpresa, a menudo hace valer con contundente eficacia la fuerza de los puños, manifiesta desde temprano la tendencia a evadirse del círculo social al que pertenece para incorporarse al grupo de niños humildes, pobres y desvalidos con quienes comparte el pan y el dulce de las meriendas. El suburbio surcado por un dédalo de senderos sombreados recorrido en las horas de rabona, no tiene secretos para el niño curioso e inquieto. Con el propósito de aislarlo del medio en procura de una adecuada corrección, su padre opta por enviarlo al Colegio de Concepción del Uruguay. Mas, un buen día reaparece en Asunción, ufano de su aventura. Se ha fugado, ha viajado por tierra y agua sin más recursos que los fecundos de su ingenio. Se inicia entonces el Correa anecdótico, de quien dice Walter Wey que: "pasará a la leyenda popular como un Quevedo o un Bocaccio"... Exhibe ya aquella admirable facultad de imitación de la voz y del gesto, de la apostura y del andar, que se manifiesta desde el trasunto fotográfico hasta la intencionada y, a veces, irreverente deformación de la caricatura. Cuando el progenitor muere en París en 1913, la fortuna heredada se desmorona. La madre y los hermanos emigran. Sólo él permanece en el país, confinado voluntariamente en la quinta de Luque, ínfimo resto de un pasado de opulencia, convertido en señor rural, morador pertinaz de la acogedora casa solariega que no habrá de abandonar hasta la hora de la muerte.
Ya está el joven Correa incorporado al campo, en camino de identificarse con su pueblo, se ha desvinculado del medio social de su origen. En adelante, se irá adentrando, cada vez más, en la vida y el alma del hombre campesino. Desprovisto de todo sentido práctico, más que por el cuidado de sus intereses, se siente atraído por el problema humano de aquellos rústicos nativos con quienes convive. Penetra en la intimidad de sus sentimientos sabe de sus virtudes y sus vicios, ausculta sus silenciosas rebeldías y sus secretas esperanzas.
Se ha convertido en hábil jinete, consumado bailarín, experto en preparar gallos de riña y en componer caballos de carrera. Buen tirador y excelente esgrimista alguna vez en trance de violenta reyerta ha visto la muerte de cerca y ha salvado la vida merced a aquellas artes del ataque y la defensa. Conspirando y combatiendo ha actuado en los cuadros sombríos de la conjura y en las tristes trincheras de la guerra civil. Ha sufrido persecuciones, prisiones y destierros, siguiendo a paso firme la ruta de la vía crucis de su pueblo. Y es mujer de extracción humilde su gran compañera, Georgina Martínez, quien tuvo para él amor de esposa y ternura de madre; aquella dulce ternura que prodigó al esposo en ausencia del hijo larga y vanamente esperado; amor y ternura que florece en la callada abnegación de todos los días y fructifica en vocación, cuando la solidaridad en el esfuerzo le señala un puesto en la escena, para consagrarla a justo premio, como a la más eximia actriz del teatro guaraní.
Para mejor identificarse, Correa se transfigura, hasta un punto tal de no dejar entrever las maneras de su origen aristocrático ni los rasgos de su ascendencia extranjera. En él se daban en cambio, rasgos y maneras que son típicos del paraguayo y, que en su exteriorización, lo caracterizan y definen. En su rostro de líneas fuertes e irregulares, sólo los ojos azules nos dan un reflejo de los lejanos horizontes bajo cuya luz manaron las fuentes de su sangre.
En el proceso de esta transformación aparece, pues como un paraguayo típico, como un auténtico "hijo de la tierra", que conoce el alma de su pueblo porque íntimamente se ha identificado con él. Ya posee la clave de un destino que aún no le ha sido revelado. Cuando llegue la hora, en aquella transfiguración se encarnará una voz de la raza.
Entretanto Correa se ignora a sí mismo. Ha sido hasta entonces un poeta de versos hermosos pero inéditos, afectado de un terrible complejo de timidez. Es Facundo Recalde quien lo descubre y apadrina. Lo da a conocer, primero a través de sus versos y de los "Dialoguitos callejeros", característica producción correana y anticipo de su teatro, para conducirlo después con fraternal aliento al cumplimiento de su misión.
Supo de las largas privaciones y de la corta bonanza y, ya en los últimos años de su existir -queremos y debemos repetirlo ahora- mientras se le cerraban las puertas del teatro, se abrían a su hombría de bien y a su altivo civismo los portones de la cárcel.
El artista
Conocido el hombre y ubicado entre las precisas coordenadas de época y ambiente nos será fácil reconocer el escenario y tomar conocimiento con el artista.
¿Fue Correa un observador? No lo creemos. No examina ni analiza; capta e intuye. Sus obras están escritas de primera intención, sin tachaduras. Está siempre de paso. No se detiene por largo rato ante nadie ni ante nada. Aparentemente no fija la atención, vive por dentro. Es difícil mantener con él la más breve conversación. Da la impresión que necesita moverse de continuo para seguir viviendo. Pero, fenómeno extraordinario, un suceso trivial, un episodio corriente de la vida cotidiana que para el espectador indiferente y aun para el mismo artista pasan inadvertidos, son para su afinada y rápida recepción fuentes de sugestiones, de "motivos". Reproducirá suceso y episodio con el realismo que le permite su admirable don de imitación, trasuntando voces y gestos con fidedigna exactitud encontrando siempre el matiz preciso del contraste que da la nota cómica en el drama y el acento hondo y emotivo en la acción vulgar, grotesca o intrascendente. Y cumplirá el prodigio de paso, casi sin detenerse, con su aspecto de soñador distraído en instantánea captación. Porque así fue Correa: un hombre de paso que dejó una larga huella.
Con el conocimiento profundo de su pueblo, en posesión de estas naturales dotes, substancias vivas de su vocación teatral, está en las vísperas de despertar la facultad generadora que dará nacimiento al autor y al intérprete. Adviene cuando la madurez se anuncia, prolongando la larga y accidentada aventura de su transfiguración en la nueva aventura de la creación artística, que es fiel reproducción de la vida del campo, concretada en la concepción realista de su temario, en las dimensiones y trasgos de sus personajes, en el reflejo de las costumbres, en la acción libre de efectismos, en la palabra precisa y ver que se desliza fluida en la escueta sobriedad del diálogo.
Es la suya, una madurez de experiencias, una sedimentada síntesis de experiencias, no de cultura asimilada. Acto de creación espontánea que no está comprendido dentro del marco de la elaboración que toma como punto de partida el aporte del conocimiento adquirido y llega al logro por reflejo.
La obra de este artista representativo se nos asemeja a la imagen del sedimentado caudal del torrente que, aquietado al fin en las serenas aguas del embalse, nos ofrece en interrogadora síntesis la misteriosa floración del tallo acuático que se eleva del seno oscuro del limo como anhelante tributo a la potencia creadora de la luz.
¿Cómo Correa que ha leído tan poco de teatro, que no ha visto en su vida sino contadas representaciones, aparece como autor representativo y actor nato en el estreno de la primera de sus piezas? ¿Cómo, desde un comienzo, llega a componer en forma orgánica la trama del argumento, a dar movimiento a la acción en la correcta movilidad de los personajes, a regular los efectos, a concebir los contrastes, a darnos la versión escénica libre de largos y cansadores parlamentos y de inútiles monólogos a que tan aficionados se muestran principiantes de menos talento? Su obra primigenia nace con la estructura de las que más tarde vendrán. Y más allá "del quid" técnico, goza del privilegio de los verdaderos dramaturgos, poseer el intuitivo secreto de la palabra que sugiere y de la situación reveladora, que por propia virtualidad, condensan y esquematizan la detallada descripción que siendo normativa en otros géneros literarios, es innecesaria y está fuera de lugar en la obra teatral, síntesis y al mismo tiempo análisis contenidos en un mínimo de tiempo y espacio. Esta facultad se pone de manifiesto en un fugaz destello de adivinación en el minuto preciso, de modo tal, que en ningún otro momento o circunstancia de la acción dramática la sola palabra o la situación en sí podría sugerir ni revelar y que ninguna técnica con el aporte de sus reglas sería capaz de otorgar. En el acto de crear, el escritor de experiencias, el hombre identificado con su pueblo, el artista de transfiguración, descubre en su verdadera dimensión la talla del gran intuitivo.
Con estos conocimientos previos, estamos en camino de determinar el carácter de su obra y de analizar su contenido esencial.
Breve análisis del teatro de Correa
Con la llave de oro de la lengua nativa, Correa, ha abierto el arca sagrada. Al penetrar en el alma del hombre rasga los velos que ocultan su psicología e incursiona en la zona de supervivencia del pueblo de que aquel forma parte. Consolida los cimientos de un teatro realista de tendencia social y recoge en el temario de sus obras más significativas, sus dramas sociales, la objetivación de los problemas actuales de la vida campesina. No agota el temario, pero, extrae del rico filón escogido, el más visible a la par que el más profundo, el material fundamental y esboza con rasgo firme las líneas capitales del teatro popular guaraní y con técnica intuitiva traza el plan orgánico de su estructura. Pero, dentro de esas líneas firmes y sobrias ¡cuánta humanidad! ¡cuánta belleza! ¡cuánta altiva rebeldía! ¡cuánta sed de justicia! Por contraste, aparece el Caín ancestral, removiendo el fondo de oscuros egoísmos en la perpetua lucha entre las integradoras fuerzas morales con las disociantes del instinto. Es el drama del hombre y de la tierra en función social. El drama de los desposeídos y explotados, de los perseguidos sin causa, de los hambrientos, de los ultrajados, de las víctimas olvidadas de la justicia humana.
Su temario no es, pues, el de tendencia universal que considera al hombre en abstracto y crea tipos y argumentos en la alquimia de la imaginación creadora. Su arte es concreto, su estilo sencillo, sus métodos directos. No pretende ser un teatro de tesis a pesar de su finalidad ética y social. Raramente trasciende el símbolo y la alegoría. Simple en la exposición y en los detalles, como simple, honda y dolorosa en la realidad que refleja. No se descubre la huella de lo autobiográfico. Partiendo de la unidad, del individuo, integrante del núcleo familiar, factor primario del problema colectivo reivindica lo que no había reivindicado antes: la familia campesina. En ella hace radicar las viejas virtudes y los nuevos sueños. Desfilan los personajes como los vemos a diario en el silencio de su esfuerzo frustrado, con el fulgor fatalista en la mirada, poseídos de una verdad tal que a menudo estamos a punto de exclamar: a este hombre, a esta mujer los hemos conocido en alguna parte. Porque el logro supremo es habernos dado la visión exacta del campesino contemporáneo sin desfigurar la imagen y sin alterar el severo trazo de la acción, ofreciéndonos, por una parte, la versión personal, irrenunciable del autor en lo que significa conocimiento y creación, y, por la otra, el contenido humano y social de sus personajes que definen a su teatro popular y prolongan una perspectiva en el tiempo. La diferencia está en que los dota en la escena de una dinámica revolucionaria de que carecen en la vida, merced al impulso generador que les infunde.
Correa, traslada la vida a la escena. Ante este hecho, podría preguntarse ¿hay creación en la recreación? A nuestro entender la hay. En el molde que el realismo ha modelado, aquella poderosa individualidad ha volcado la sensibilidad, la sinceridad y la pasión de su alma atormentada, toda la recia humanidad de su temperamento y en él ha dejado impresa la marca intangible de la auténtica creación. El realismo, su realismo trasciende del ambiente, de las costumbres, de la pintura de caracteres, de las condiciones de vida que predominan en los estratos sociales en que sus personajes están ubicados. Más, su visión, no se fija en el automatismo de la cámara, se refleja en su prodigiosa retina para cobrar vigor de existencia en sus manos de creador impaciente. Fue, eso sí, un asombroso retratista, en cuya paleta cabían todos los colores del paisaje y los nítidos, claroscuros del alma. En la zona de luz el nativo abroquelado en aquel severo decoro que no le permite vanas exaltaciones ni vehemencias excesivas, sobrio en el decir y parco en el accionar, tierno en el amor y sereno ante la muerte; allí, la mujer obrera de los días de labor y artífice de las horas cenitales, a la que no ha endurecido el penoso ejercicio del diario bregar y del diario padecer; la del cántaro enhiesto sobre la glácil cabeza erguida, rara síntesis de fuerza y de ternura, "padre y madre a la vez", al decir del poeta, la que cuando falta el varón rotura la tierra y recoge la cosecha con sus manos de bendición; allí la joven ingenua en cuyo rostro el amor se anuncia con los arreboles del sonrojo y, allí también los niños, aquellos niños tristes que amaba Barrett. ¿Y sus admirables viejos, lo más humano de su cálida humanidad? El anciano, humilde y altivo, a la vez; la viejecita, tierna y enérgica, a un tiempo. Son seres que han santificado a la miseria al ofrecer con mano generosa los bienes que no sobran.
Y en la zona de sombra desfilan los réprobos, los traidores, los victimarios, encarnados en el emboscado que elude la contribución de sangre que debe a la patria para convertirse en azote de la retaguardia; en el arbitrario comisario de campaña; en el juez venal; en el terrateniente, rapaz y prepotente; en el pintoresco y enredador ave negra en procura del pequeño pleito que es la gran desgracia; en el curandero ignorante, charlatán y pedante; en el usurero sin entrañas; en el despreciable sujeto que ha nacido traidor de la comunidad; en la grotesca celestina, que, para reducir a la víctima elegida, pone en juego sin sutileza las malas artes de la seducción.
Los rasgos con que están delineados los personajes son definitivos, aunque algunos de ellos aparezcan exagerados por una intencionada versión caricaturesca, que sirve para poner de resalto su neta psicología y fijarles el verdadero y trascendente carácter. En estas dos zonas de luz y sombra, la oposición del bien y el mal, se funde en integradora fórmula de equilibrio. Correa, sabe ver las dos caras de la vida simbolizadas en las clásicas carátulas. El generador impulso dramático y el contrapeso de lo cómico, se concilian en sus dramas sociales con la regularidad de una ley física. No nos agobia con la exaltación de lo patético y la nota alegre y chispeante, es reparadora expresión que libera la desventura, signo de fatalismo, ironía mortal o fruto de situaciones en que actúan personajes medularmente cómicos que ingresan para darnos la noción del contraste o, para acentuar a contra luz, la fuerza y la emoción que emanan del drama. De la amalgama de estos elementos que configuran la obra en expresión y contenido en que el fermento social y la dinámica revolucionaria actúan como fuerzas determinantes, surge como resultado un corolario de fe optimista en el hombre y en su destino. El arte de Correa, no nos conduce al pesimismo. En el drama, no está el aniquilamiento del hombre sino su redención. De la unidad de héroe y víctima sólo queda al caer el telón, la dimensión del héroe emancipado, que, vencedor o vencido, ha de vivir o morir, en adelante, bajo el amparo de una conciencia que lo impulsa a conquistar por propio o colectivo el derecho a ser libre y respetado. Lo anima una ardiente pasión que lo conduce a extremos de violencia, aquella pasión del escritor de combate que ve en la lucha y aun en la venganza medios de reivindicación social.
Se percibe en los dramas de Correa, cierta analogía de temas con otros de la mayor categoría del teatro rioplatense, analogía que se explica porque reflejan problemas comunes que se derivan de un ciclo histórico, determinante de un sistema político y social. "Barranca Abajo" de Florencio Sánchez, es el drama de la tierra despojada como lo es "Carú Pocá" de Julio Correa. Ambos dramas están marcados por el sello de una originalidad esencial. El viejo Zoilo, en el drama de Sánchez; vencido por la injusticia de los hombres que consienten en el despojo, abandonado de familiares y amigos se suicida no por cobardía sino por dignidad. Le falta la fuerza de la solidaridad en la desgracia. Caraí Martínez, el protagonista de "Carú Pocá", se yergue, fuerte en su ancianidad agraviada, rodeado de los suyos, en defensa de sus derechos. La misma dignidad que conduce a Zoilo a la muerte, afirma en Martínez su amor a la vida. Es que en éste, el vínculo que liga al hombre con la familia se consolida en la hora de la prueba. Este enaltecimiento de la familia campesina es rasgo peculiarísimo en el teatro de Correa.
Paralelo entre el poeta y el dramaturgo
Correa autor, reproduce, dentro de las definidoras limitaciones y diferencias genéricas al Correa poeta. Este, canta a los seres humildes, y los rincones olvidados, a las personas y cosas que la gente elude. Escuchad los versos a la moza embrujada:
"La hija del sepulturero
Cuando por el pueblo pasa
Las ancianas se persignan
Las mozas la vista bajan".
O estos otros, inspirado en el Arroyo Jaen, en cuyas sórdidas márgenes juegan niños pobres:
"Este arroyito es sucio, mas él canta
Una canción que es limpia hasta ser santa".
En esta paleta están contenidos los colores del pintor de costumbres. Mas, bajo los cauces subterráneos de esta ternura circula la lava de la pasión que aflorará en ardiente penacho en los versos candentes del poeta civil:
"Sangre, más sangre, más sangre,
Lágrimas, lágrimas lágrimas!
En ríos dé lágrimas y sangre
Vino la barca esperada
Con su excelso capitán.
A libertar a la patria".
Con estas tintas ha impreso el aguafuerte de sus argumentos y el recio carácter de sus personajes.
En el poeta de los temas humildes se anuncia, pues, el autor costumbrista y el dramaturgo social recoge y completa el mensaje del poeta civil. En la palabra vindicativa del dramaturgo late el apóstrofe inédito del poeta que nunca fue proferido en su verso castellano. Lo que el poeta no pudo o no quiso decir en esta lengua, quizás para no turbar otro acento la intimidad fraterna del hogar desolado, lo dijo en prosa guaraní, vaciada en el molde oro y acero del diálogo del mensaje. Del mensaje a su pueblo y a su época. Y también al porvenir.
Influencias y resultados
Antes de la aparición de Correa, ya existía un incipiente teatro guaraní. Los ensayos por cierto estimables de Francisco Martín Barrios, Félix Fernández y Roque Centurión Miranda, si bien deben ser recordados y considerados por su intención y honradez, no alcanzaron a dotarle de un espíritu que le diera aliento de continuidad. Sus temas fueron intrascendentes. No se asomaron al amplio mirador del panorama social. Vieron lo episódico anecdótico sin penetrar en el alma del hombre, sin auscultar su tragedia. Puede ser señalada una excepción: "Tuyú", de Centurión Miranda, pieza de firme factura y noble contenido. Cuando llega Correa, con su ardiente pasión y su ingenio iluminado, con el aporte, además, de su talento de gran actor nato y su sobresaliente aptitud de director escénico, aquel incipiente teatro pasa sin transición del balbuceo de la niñez a la mayoría de edad. Trae consigo la fuerza de las vocaciones que despiertan tarde. El pueblo, su pueblo, reconoce la presencia del esperado intérprete y lo acompaña con entusiasta adhesión. El Teatro Municipal, colmado en sus localidades, es asaltado por la multitud que no se resigna a esperar la función del día siguiente.
Pronto la República se ofrecerá para el logro de sus afanes como un vasto y propicio escenario. A la manera de Lope de Rueda y de Moliére, saldrá en gira por el interior del país, recorrerá pueblos, villorios y compañías; visitará hospitales, escuelas y cuarteles. Improvisará tablados sobre vagones de ferrocarril y, hasta trabajará a falta de mejor escenario, al pie de un abandonado horno de ladrillos, a la luz de la luna, que en el trópico confiere a la figura humana apariencia espectral. Pero, esto pertenece a un capítulo que por hoy nos está vedado: Al Correa de la anécdota.
Desde su primer estreno el 33 hasta el 45, permanece en actividad. Vinieron luego los años de inhibición, la falta de teatro negado o regateado sistemáticamente, la preocupación de las estrecheces económicas, la persecución y la cárcel. Y, por fin, el agotamiento en un progresivo declinar de energías. En el eco de su lento paso por la sombra, la muerte, con angustiante antelación anuncia la cita inevitable. En dicho lapso ha escrito veinte obras entre dramas, comedias y sainetes. La crítica ha de señalar en la apreciación analítica del conjunto, altibajos y desniveles notorios, pero en donde, a nuestro entender, su concepción se realiza plenamente y el artista de misión y de mensaje se hace presente, es en sus dramas sociales.
En lo que acaba de leerse más arriba, están implícitamente expuestos los resultados e influencias de su apostólico peregrinar. Ha llevado el teatro, su teatro, con su pasión y su realismo, al seno palpitante del pueblo en que vio la luz y en cuya heredad están hundidas sus raíces. El espectador campesino por la imagen y por el eco de la voz, se reconoce a sí mismo en el justiciero personaje de la ficción. Ve en él al hermano y par fervientemente esperado que está de regreso. La vida que se refleja en su propia vida, los problemas que se plantean los que afectan a su comunidad. Y recibe con emoción el mensaje que le transmite desde la eminencia del improvisado escenario. Es uno de los suyos que ha venido a dotarlo de una conciencia cívica y social. En la oscura celda, de su subconsciente, una fuerza sutil ha quebrantado el tenso lazo que lo inmovilizaba, prisionero de sí mismo, entre las densas sombras de un resignado fatalismo. Las altas estrellas del mensaje derraman su luz sobre el accidentado camino de la libertad.
Perspectiva en el tiempo
Al desaparecer Correa, todos los que por vocación nos sentimos inclinados al ejercicio de las actividades del espíritu, nos habremos, de seguro, formulado un mismo interrogante: ¿Qué suerte le estará reservada en el futuro al teatro guaraní? Por de pronto, heridos por su ausencia, experimentamos ante el recinto del escenario enlutado una desoladora sensación de vacío. ¿Quién será el llamado a ocupar el lugar de aquella poderosa personalidad en cuyo alrededor se concentraban vocaciones y energías? ¿Quién será el inspirado que dotado de tan relevantes aptitudes se acerque con humildad hasta los humildes? ¿Quién proseguirá su apostolado de amor, de belleza y de justicia?. Preguntas son estas que por el momento quedan sin contestación. La imagen de la nave que ha perdido al piloto y es arrastrada a la deriva, conturba nuestro espíritu. Sólo por un raro privilegio de la fortuna, artista tan singular podría tener un sucesor dentro de los límites de la época.
Correa ha forjado el metal de la columna y con esfuerzo sostenido ha fijado la recia y elevada estructura como un punto de referencia y un miraje de perspectivas. ¿Hasta cuándo permanecerá solitaria la columna? Hemos oído decir y repetir que con su muerte el teatro guaraní marcha hacia su extinción. No participamos de tan funestos vaticinios. No ha de morir porque, es en esencia, viva creación del espíritu de un pueblo que ama a su lengua, armoniosa afirmación de supervivencia a lo largo de su historia. Por otra parte, ningún hombre por grande que sea en su vida y en su obra, tendrá poder para arrastrar consigo a la tumba un legado de esta naturaleza. Podrá su jerarquía estética sufrir eventual desmedro, perder por un tiempo el noble carácter que al nacer le fue conferido, desmayar en un período más o menos largo de estancamientos y repeticiones, y hasta momentáneamente extraviarse en el silencio, pero un día vendrá el artista predestinado a recoger la herencia y, entonces, el tronco padre será renovado con savia joven y despertará por la magia del arte la antigua fuerza dormida.
Con el correr de los años el fenómeno de la obra que envejece ha de repetirse. ¿Cómo podría ser la excepción con el teatro de Correa?. La evolución social que en nuestro tiempo se precipita en un proceso acelerado, convertirá, a corto plazo, en anacrónicos los asuntos de su temario. Pero quedará la obra en sí por los valores estéticos y morales que encierra, y por documentar en el noble material que perdura, aspectos de la vida de un pueblo en una época de resonancias trágicas. Más, de pie en su escenario permanecerá el hombre de la tierra que responderá por él en el porvenir.
¿Por qué senderos transitarán los que vendrán? Seguirán explotando la cantera hoy desierta, se inspirarán en las viejas leyendas olvidadas o en las poéticas leyendas del folklore, en los eternos sentimientos de las pasiones, en los trágicos episodios de la historia o en los temas que su sensibilidad descubra en el renacer, crecer y ascender de una comunidad ansiosa por hacer oír su voz en el concierto universal de los pueblos.
No interroguemos a la esfinge.
Colofón a modo de epitafio
Julio Correa, amó y sirvió a su pueblo. Fue, en mayúsculas de bondad y lealtad, el amigo y el compañero. Poseyó la sabiduría que es la ciencia del corazón asistida por el mágico poder de la intuición. En el crisol de su iluminado talento, vida y obra se fundieron en un gran acto de fe.
(1) Conferencia pronunciada en la "Casa del Teatro"
de Montevideo el 18 de noviembre de 1955.
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GUSTAVO CROVATO
a la memoria de Humberto Camperchioli
Se nos ha dicho: hay que hablar al viejo maestro con la voz del corazón, y de inmediato nos hemos preguntado: ¿Es, acaso, posible llegar hasta él con otra voz? Porque esta noche traemos en la misión de ofrendar el homenaje, el mandato implícito de traducir un sentimiento colectivo que en justiciera ejecutoria ha elevado a este varón ilustre a la categoría de símbolo de altas virtudes y en paradigma de dignidad civil.
¿Cómo traducir estos sentimientos, cómo determinar esta consciencia de justicia, cómo articular las palabras iniciales de la ofrenda, sin remontar el curso del tiempo, acogiéndonos, por un instante, en imaginario retorno al cálido seno de las aulas familiares, en los días felices de nuestra juventud, para extraer del alma del recuerdo la palabra evocadora?. El recuerdo debiera ser una forma perfecta de vida en la que sólo perdurara lo que se guarda con pureza de sentimiento en el corazón. ¡La Escuela de Farmacia! ¿La recordáis, maestro? Por pequeña y por pobre, nuestra amorosa solicitud la llamaba "la escuelita". Alguien la ubicó en un rincón de la Universidad, dándole por asiento una vieja casona colonial, y allí permaneció más de medio siglo, casi olvidada, en laboriosa y silenciosa humildad, hasta que un día de su matriz fecunda nació la Facultad de Química y Farmacia. Siempre cosas grandes tuvieron un origen humilde. La Escuela entregó a la hija recién nacida la única herencia atesorada: Los valores de una tradición universitaria, que es parte del caudal cultural de un pueblo y de una época. Vos, maestro, erais uno de los obreros y artífices de esa tradición, obrero benemérito, sabio artífice. Vuestra voz profética, hermanada a la generosa y señorial de Bruno Guggiari, anunció el advenimiento y vuestra contribución fue bloque inicial en los cimientos. Pero permanezcamos aún, religiosa, imaginariamente en el ámbito de nuestra vieja escuela de los afanes juveniles. Era pobre, casi paupérrimo en medios materiales, pero en cambio, por prodigiosa compensación ¿Qué abnegado empeño, qué desinterés altruista, qué disciplinada voluntad en los alumnos en el arbitrio de superar dificultades!. Hubo quienes se maravillaran de los felices resultados obtenidos en medios tan precarios. Es que, frente a los factores negativos se anteponía con la autoridad de la cátedra al espíritu de sacrificio, y los resultados se explicaban: contábamos con verdaderos maestros. Maestros que amaban a la ciencia y que se consagraban a la enseñanza con ejemplar desinterés. A la distancia y en la penumbra de retablo del recuerdo, nos parece ver que emergen de la cátedra las figuras familiares de aquellos que dejaron señaladas en nuestras vidas y por ello permanecen en la vida, las huellas de una palabra, de una lección y de un ejemplo.
Bien pudisteis iniciar la clase simbólica que en pasados días dictasteis a vuestros ya envejecidos ex-alumnos, alumnos vuestros siempre, desde la eminencia de la Universidad liberada, con aquella célebre frase de Fray Luis de León, pronunciada al resumir el ejercicio de la cátedra usurpada, después de largos años de ausencia: "Como decíamos ayer". "Como decíamos ayer", así, en plural, porque el ayer es hoy en estas horas de emotiva evocación y porque en vuestra voz querida y esperada estaba no tan sólo el eco de otras voces prematuramente silenciadas sino la resonancia de una época que tan íntimamente nos vincula. En vuestra cálida palabra de acentos inolvidables se concitaba involuntariamente el recuerdo y se invocaba la presencia de sombras amadas. Ellas estaban allí, en guardia de amor a la vieja escuela y nosotros volvemos a ellas con devota veneración esta noche de homenaje. Por ello es que en vuestra palabra se percibía la sabia, serena y elevada de Bruno Guggiari; para vos, hermano en obra y espíritu, átomo cordial en la bivalencia fraterna; para nosotros, amigo paternal y maestro, a quien vimos partir desolados bajo el sol del mediodía. Y a vuestra voz se asociaban imágenes y recuerdos: César C. Samaniego, dinámico, talentoso, múltiple, elocuente; De Finis, cuyo saber enciclopédico se ocultaba en una risa sonora de niño grande; Fiebrig, que suavizaba en sonrisas su adultez germana ante el milagro de una flor... Y Perú’i, el alegre y pequeño ordenanza, cómplice en travesuras juveniles y a la vez severo censor de desmanes, y la campana de Blas que sonaba a gloria por las mañanas en el vecino Colegio Nacional... Perdón por estos recuerdos tristes que afloran en esta hora propicia a toda elevación... Ya lo veis, maestro, cuando el corazón late en ritmo de gratitud; cuando no se regresa en vano a los surcos de vuestra noble siembra de antaño, no se encuentra la palabra oportuna y los labios enmudecen a menudo porque un recuerdo se ha hecho nudo en la garganta o una evocación ha cristalizado en lágrimas.
He aquí explicada en pocas palabras la razón que nos asiste para atribuir al profesor Crovato la significación de hombre símbolo en nuestra comunidad profesional. Solamente quien es capaz de representar con tal alta dignidad a una época, que podría denominarse heroica en el proceso de desarrollo cultural de una nación; de suscitar en el ánimo colectivo tan hondo sentimiento; de recoger y transmitir el eco de lo que perdura por la sola virtud de su presencia; de encarnar los principios de una ética, los superiores valores imperecederos de una tradición; de darse tanto entero a un ideal que por naturaleza está más allá de las sórdidas especulaciones de una era materialista, puede aspirar al rango insigne.
Maestro, un gran maestro fue don Gustavo, permítasenos emplear al fin el apelativo que nuestro cariño escogió para nombrarlo maestro, lo fue desde su juventud, lo es por la influencia de su espíritu, lo seguirá siendo en los anales de la universidad y en la memoria de nuestros hombres. Su obra, su saber, su conducta de varón ejemplar, su gran corazón sensible a todos los dolores y a todos los deberes, le proclamaron sabio y maestro en la cátedra y maestro estoico que extrajo sabiduría y fortaleza de las duras lecciones de la vida.
No hemos de volver en esta ocasión a discriminar sobre las diferencias que definen a quien simplemente enseña, de quien en la enseñanza por gravitación de los valores morales alcanza la jerarquía de maestro. Lo es aquel que dotado de una personalidad de excepción, transfunde en el alma de sus alumnos lo mejor de sí mismo, para sobrevivirse en ellos; aquél que posee la virtud de transmitir en el ejemplo enaltecedor, en la palabra liberadora, el imponderable factor de formación, el estímulo de servir a todas las causas nobles y bellas de la vida.
Este maestro exigió mucho a sus alumnos, pero antes se exigió en igual grado a sí mismo. Forjador del carácter, fue justo sin debilidades, incansable en su vocación de enseñar, su paciencia no tenía límites. Explicaba varias veces una lección si era necesario.
Había que saber y se sabía. Era el profesor a quien se pedía consultar a todas horas sin temor ni vacilaciones. Pero hablamos en pasado y don Gustavo está de nuevo presente y sigue siendo el maestro. Es que su autoridad tiene raíces en su solvencia intelectual y en su probidad. Por eso su enseñanza trasciende de los textos. El, como hombre, como valor humano, tiene mucho que enseñarnos al margen de la ciencia. Su hidalguía, su hombría de bien, su posición siempre honrada y valiente ante cualquier circunstancia, nos dio en el pasado más de una lección inolvidable. Ocupó altos cargos. Pudo enriquecerse: no lo hizo. Pudo aspirar a otros honores; renunció a ellos.
Prefirió la riqueza que se hace caudal en la conciencia y a los honores del cargo, la propia estimación. Para llegar hasta él toda puerta trasera estuvo vedada. Nunca transitó por otro camino que no fuera el del honor.
JOSE MARIA DUARTE
El minuto más bello de la vida es aquel en el que realizamos un acto de justicia. Henos aquí en esta acogedora casa del libro que nos dispensa cordial hospitalidad, para vivir ese minuto iluminado en que la belleza moral que por naturaleza irradia, ha de manifestarse, plenamente, en la exaltación de los sentimientos que enaltecen la condición humana.
Convocados por el "Pen Club" y la "Cámara Paraguaya del Libro", venimos a extinguir una deuda hace tiempo contraída y que no podíamos, no debíamos permitir, sin caer en pecado de ingratitud, que prescribiera en el olvido. Para dar cumplimiento a este propósito, nos encontramos en torno a la figura patriarcal de Don José María Duarte, cuya límpida y abnegada consagración a la benemérita labor de editar y difundir las obras de nuestros escritores lo elevan, con sobrados méritos, a la categoría de héroe civil de la República. Y no es sólo en reconocimiento de una relevante labor cultural, sino también para reconocer en él y en un mismo homenaje, al hombre de virtudes cardinales que en toda circunstancia puso de manifiesto los impulsos de una solidaria vocación de servicio. Por todo ello, estamos aquí honrándonos al honrarlo.
Facundo Recalde, gran talento, traza en pocas palabras con su original manera de decir las cosas y de juzgar, a las personas, este certero esbozo que con pocas palabras define a la admirable personalidad que hoy reverenciamos: "José María Duarte –escribe- señor de la cultura, de la ecuanimidad, de la abnegación, este señor de la imprenta y librería ‘La Mundial’ y uno de los mejores hombres hechos por Ñandeyara en sus raros momentos de creación propicia". Carlos R. Centurión, con el aval que le confiere la propia autoridad moral e intelectual, consigna, a su vez, en su "Historia de la Cultura Paraguaya", este juicio testimonial: "noble espíritu jesucristiano, desde el albergue intelectual de ‘La Mundial’ -la librería generosa en la que todos los iniciados han hallado siempre amparo- arrebujado en su amplio manto de una modestia benedictina, a escondidas del mundo vanidoso y dicharachero, ha estimulado todo afán de cultura, infundiendo fe y dispensando apoyo a escritores y artistas, sin herir susceptibilidades y sin dejar rastros de su noble acción".
Grandeza en la modestia, la gran verdad de esta vida que por la ruta de la misión alcanza la meta de un apostolado. Yo, que lo conozco desde los albores de la juventud, imagino un símil que lo muestre en idealizada imagen como a un sembrador que tras los
rudos cuidados de la sementera y ya en vísperas de la cosecha, se interna para ocultar la fatiga del esfuerzo realizado en la espesura de las altas mieses -las del pan nuestro de cada día y de la hostia consagrada- identificándose con ellas bajo la luz del sol que fecunda las semillas en las germinales ansias de los surcos propicios.
Temo perturbar vuestra paciencia, pero, perdonad, no podría eludir el hacer un poco de historia que en el caso es sólo reminiscencia, leve vibración de vida recuperada en íntima y devota evocación, así como no podría soslayar las presencias invisibles de los que se nos ocurre, se fueron sin irse, presencias amadas guardadas de la duda en las claridades del espíritu por las intuiciones de la fe.
Era en los postreros tiempos de la gran aldea, la de los días calmos y las noches dormidas. Primeros años de la segunda década del siglo. Una ola de progreso se insinúa a la zaga del tranvía "inglés" y de su contemporánea en la vida de la ciudad: la luz eléctrica que hacía menos tranquilos los días y menos penumbrosas las noches para disgusto, de los noctívagos, amadores furtivos y serenateros. Curioso efecto: la luz eléctrica, que venía a disipar un halo romántico impregnado de aromas de azahar y de jazmines que envolvían las noches de la Asunción colonial. Y más curioso aún que hubiese gente que se lamentara del fenómeno antirromántico del progreso.
Fue por entonces que don José María Duarte y don Atilio Stellato forman la imprenta y librería "La Mundial". El primero, idóneo en las artes de la tipografía y ambos habilitados para el negocio de la librería como empleados que fueron de la "Librería Nacional" de Quell y Carrón. En adelante y hasta el fin, Duarte desempeñaría el cargo visible de gerente técnico y por extensión administrador permanente y encargado de relaciones públicas; Stellato, en cambio, ejercía las funciones que se relacionaban con la dinámica del negocio efectuando gestiones burocráticas y administrativas y oficiando, a la vez, de gestor y promotor de ventas. Don Atilio, fallecido hace años en Córdoba, participa de los honores de este acto y su vida de servidor de la cultura será recordada y enaltecida con veneración.
Estrella y Montevideo: Imprenta y librería "La Mundial' Punto en que la ciudad acerca al límite que separa la zona comercial de la industrial. Hacia el Este, las casas comerciales y los precarios centros de cultura; al Oeste, el asiento de pocas y florecientes industrias: aserraderos, varaderos, carpinterías, jabonería, cervecerías y fábricas de hielo y de bebidas y hasta una caldera coronando fulgurante la loma San Jerónimo.
En la esquina, un discreto despacho -altos anaqueles, mostrador vidriera, vitrinas de pie- que no desentonaba con los bien montados de la época. Sobre Montevideo, el despacho de la administración haciendo gala de un desorden agobiador para otro que no fuera don José María, cuya mano sabia y baqueana daba de primera intención con el objeto que buscaba oculto entre un maremágnum de papeles; contiguo al escritorio, los depósitos, abarrotados de una bien surtida papelería, libros, artículos escolares y en general, los elementos requeridos en el ramo de la propia librería e imprenta, abundancia que la excesiva generosidad fue mermando año a año. Sobre Estrella estaban instalados los talleres; a la vista, un variado surtido de tipos, cinco minervas, una impresora plana, guillotinas, abrochadoras, etc.
Con éstos elementos, hoy rudimentarios y anacrónicos, puestos al servicio de un ideal superior de cultura y movidos por una dirección eficiente, se publicaron libros, revistas, panfletos, folletos, manifiestos, guías, documentos oficiales, además ingentes trabajos comerciales que abarcan en amplia gama los exigidos por las necesidades de entonces.
En "La Mundial" editaron sus obras: doña Teresa Lamas de Rodríguez Alcalá, Manuel Domínguez, Juan E. O'Leary, el padre Fidel Maiz, Cecilio Báez, Juan Stefanich, Genaro Romero, Luis Ruffinelli, Ortiz Guerrero, César Vasconcellos, Arnaldo Valdovinos y se imprimieron otras de Facundo Recalde y de quien os habla. Se editaron los volúmenes correspondientes a la Biblioteca Paraguaya del Centro de Estudiantes de Derecho. Se reeditaron: "Misiones Jesuíticas" del padre Capdevielle y "El comunismo de las Misiones" de Blas Garay. Si por fortuna consiguiéramos registrar todos los títulos por "La Mundial" editados, aumentaría considerablemente esta nómina a todas luces incompleta.
Esta es en leve esbozo parte de la obra realizada durante cuarenta años por dos idealistas de ley; José María Duarte y Atilio Stellato. En el largo lapso -1910/1950- allí, en Estrella y Montevideo, tuvo su asiento el hogar intelectual de dos generaciones de escritores y poetas. Allí, al amparo de una singular hospitalidad, estuvo la silla del reposo y de la espera, la palabra de estímulo y la ayuda con que se materializan los sueños. Todos, los grandes y los pequeños, fueron recibidos con el cálido apretón de manos y la sonrisa de la bienvenida; el consagrado como el estudiante que temblando de emoción inicia su primera aventura literaria, la pasajera revistilla de un día. Nadie salió defraudado: el autor cuyas obras estaban llamadas a perdurar y su opuesto, empeñado en dar a la estampa el libro de una esperanza que muere al nacer.
Cumplida la misión de contribuir a dar fisonomía espiritual a un pueblo hasta el límite del sacrificio, "La Mundial" cerró sus puertas, honorablemente, concorde con los mandatos de una intachable, tradición, humildemente, más humilde que nunca al celebrar el ritual civil de su desaparición. Para nosotros, aquel fue un día triste, triste hasta las lágrimas. Obviamente, aquel hogar espiritual en cierto modo era un poco nuestro. Y en aquel momento nos tocaba ser testigos de cómo en las caprichosas alternativas de la vida humana se desvanecen los sueños de los hombres de buena voluntad.
Disuelta la sociedad, don Atilio Stellato, se radica definitivamente en Córdoba. Estaba de Dios que no lo tendríamos con nosotros en este homenaje que de todos modos ha compartido con don José María, su par fraterno. Este último se queda en el país en el seno familiar. Como el arquetipo de Almafuerte que "no se da por vencido ni aún vencido", inicia la marcha hacia una nueva, mejor dicho renovada vida, con los arrestos propios de una juventud que físicamente empieza a faltarle. Con este espíritu, el gran señor de "Lo Mundial" funda una fábrica de sellos de goma, con la que por años se gana el pan con la honrada independencia del hombre cabal. A menudo lo vimos pasar desde nuestro mirador de soledad rumbo al trabajo y, por su postura y ese algo de jesucristiano que emana de su noble personalidad, recibimos la impresión de contemplar el paso de un maestro, de esos maestros de virtudes que no necesitan de la palabra para enseñar. Sus lecciones son las de la dignidad y de la entereza dictadas por el ejemplo, virtudes sin ocaso ni eclipses. Tuvo a su alcance la posibilidad de amasar una fortuna, optó, en cambio, por la alternativa del sacrificio que impone toda misión. A los varones de su estirpe no los seduce ni los compra ni los vende el áureo poder del dinero y, sino escribió el libro ¡él que había editado tantos! se convirtió en lo que no pensó, en lo que quizás no aspiró a ser: un símbolo viviente de la historia del libro en el Paraguay.
Como todo humano rindió cruel tributo a la adversidad. Un día funesto sintió en el alma la helada ráfaga letal de la tragedia. Cuando la angustia del dolor profundo cristalizó en la lágrima, retornó de los túmulos de la muerte por los caminos de la resignación para servir mejor a la vida inmortal del espíritu.
No hemos de olvidar para no incurrir en injusticias a los pioneros y a sus contemporáneos en el ejercicio del ilustre oficio de las artes gráficas, que genera el amor de los libros. ¡cómo olvidar en esta ocasión los nombres de Uribe, Daumas Ladouce, el familiar colmenar de "La Colmena"; Quell y Carrón, Julio Codas, Klug y Marés, luego Marés e hijos, y por último Marés Hnos.; los Hnos. Trujillo, Francisco Ruffinelli, Luis Trasfí, Santiago Puigbonet... Dispensad si he olvidado algún nombre. Los años se me han echado encima y la facultad que olvida, ha empezado a serme infiel. A todos debemos asociar a este homenaje con las simbólicas palmas de un merecido reconocimiento.
Don José María, varón de santidad:
Ante los jóvenes en cuyas pupilas se asoma el talento y fulgura la esperanza y en presencia de los ancianos del testimonio, venimos a deciros:
Por la gratitud que os debemos por una larga obra de amor;
Por la ejemplaridad aleccionadora de vuestras virtudes;
Por vuestro mecenazgo que fue un apostolado;
Elevamos los corazones en vuestro honor con la jubilosa emoción de haber querido celebrar un acto de justicia.
PEPITO ESCULIES
(1907 - 1975)
a Yolanda Insaurralde de Esculies
Recuerdo con particular afecto las horas vividas al lado de este ser superior que pasó por la vida efímera dejando un nombre ilustre en el historial de nuestra cultura. Horas plenas de proficua labor saturadas de fe creadora; horas que renacen con estelar vivacidad en la mágica resurrección de la memoria. Podríamos definir su peculiar personalidad como la de un ente racional que hubiese descubierto en la ubicuidad que nos concede el tiempo, los rincones propicios a la acción realizadora de los hombres de buena voluntad.
Fueron sus padres españoles y de la mejor alcurnia: don José Esculies y doña Teresa Paris; andaluza ella, llena de gracia y señorío; catalán él, obstinado en el trabajo, honrado a cabalidad, atento en todo tiempo al llamado de la ajena adversidad.
Vástago de tan honorables progenitores, se crió en la firme y moralizadora disciplina familiar regida por doña Teresa, dotada de un carácter enérgico y empeñada en forjar hijos de excepción. Como la patricia romana, bien pudo decir que sus hijos eran las joyas que ornaban su altísima dignidad de madre.
Pero en aquel grupo ejemplar alguien escaparía al cumplimiento de las severas normas imperantes. Ese alguien era Pepito, niño travieso y revoltoso, reacio a la obediencia y dado al ocio que lo atraía con el señuelo de los juegos infantiles que, inevitablemente, lo conducían al olvido de sus labores escolares. En esas condiciones, poca emulación ejercerían en su espíritu el modelo de sus hermanos mayores, siempre punteando a la cabeza de sus compañeros: Inés, la gran dama que llegó a ser concertista sobresaliente, y Carlos, futuro médico, que previamente había alcanzado a esbozar las primeras y positivas revelaciones de un virtuoso del violín, brillante trayectoria malograda por las absorbentes obligaciones del estudio de medicina primero y por la práctica de la profesión después. Por otros rumbos andaba Francisco, en los campos de su vocación que lo llevaría a ocupar andando el tiempo, puestos directivos de primer rango en la administración bancaria, y dentro del avatar político, el cargo de Ministro de Hacienda. El último vástago de la progenie, Oscar, poeta, químico industrial y hombre de empresa, se sentía inclinado a emular a su hermano Pepito, con sus travesuras y diversiones. Pero habrían de ser señales engañadoras, pues, muy pronto, tanto uno como otro darían pruebas inequívocas de una plausible rectificación de conducta.
Recibido de farmacéutico en la Escuela Nacional de Farmacia, no tarda en ser becado a su similar de la Facultad de Química y Farmacia del Uruguay, de la que egresa en 1931 con el título de Químico Biólogo, con notas sobresalientes y posterior aprobación con felicitaciones de su tesis.
Ya en la época de estudiante universitario en el Uruguay, despertó en su ánimo la pasión dominante del investigador, avivada por el estímulo de su hermano Carlos, a la sazón estudiante de medicina en la facultad de Montevideo. Unidos por inclinaciones afines, al punto acordaron una mutua colaboración de por vida, e iniciaron una esperanzadora labor de investigación que, desgraciadamente, fue a corto plazo pues, la muerte acechaba oculta en su silencio de tinieblas para cobrar la vida de Carlos en plena juventud. Pepito, desolado, prosiguió solo una ardua y larga lucha que debió ser compartida por el perfil inmaterial de la sombra del hermano ausente.
En 1931, bajo el asesoramiento del Profesor Varela Fuentes, da a la estampa un opúsculo intitulado: "Sobre la existencia en el suero de los enfermos de neoplasias de una proteína soluble en el éter", estudio que lo condujo al descubrimiento de la substancia "E". Los resultados obtenidos pueden resumirse así: "disminución o sedación absoluta del dolor, aumento del apetito y del peso y sensación de euforia" (José Esculies). "Los enfermos así tratados soportan mejor las radiaciones y no presentan la radiación radiógena" (Dr. Vicente Martínez). Suplanta, pues, en cierta medida a los paliativos clásicos y como consoladora consecuencia, trae consigo los elementos que han de ayudar al desventurado enfermo a sobrellevar la terrible condena.
De 1932 al 35, los dos hermanos vivieron alucinantes días de la tragedia chaqueña, cumpliendo servicios en la Sanidad Militar. A partir del alto el fuego, planifican y racionalizan las normas de su manera de vivir en el futuro. Vueltos al país, Carlos actúa con brillo en la docencia y en la profesión: Pepito ocupará en años sucesivos todos los cargos del escalafón universitario: profesor, miembro del Consejo Superior Universitario, de la Facultad de Química y Farmacia, Decano de la misma facultad y por último Rector de la Universidad.
Como maestro y profesor, aprende a enseñar lo que en los libros está escrito y alecciona con autoridad lo que aprendió por la propia experiencia, todo lo que la vida, madre y maestra, le enseñó.
Puesto en el alto atalaya de su espíritu, autodescubre al hombre de múltiples facetas que encarna: investigador, maestro y profesor de juventudes, fundador, promotor y director de instituciones y laboratorios mentor de cultura y deportista y, para completar la nómina, un "hobby" de tipo escapista; compone piezas musicales destacadas en el repertorio nativo, una merecida evasión que lo libera de los sinsabores y preocupaciones de la agitada vida diaria. De sus actividades consignadas en sus respectivos escalafones de la Sanidad Militar y de la carrera universitaria, dan testimonio de haber alcanzado las más altas jerarquías que lo elevan, por el carácter de sus servicios, a la categoría de héroe en su doble acepción: héroe militar por su foja de servicios durante la guerra; héroe civil, por la magnitud y persistencia de su filantrópica labor humanitaria. Sus múltiples actividades no se detienen nunca. Hasta 1970 publicó cuatro libros de docencia universitaria, 29 conferencias dictadas en el país y en el extranjero; treinta y una publicaciones que son folletos ilustrativos conteniendo, en su mayor parte, el resultado de sus trabajos de investigación.
A continuación va una lista escueta de estos aconteceres en los que Esculies intervino por sí mismo o en colaboración ante institutos oficiales o privados:
1944. Una novedad consagratoria: La Universidad Central de Quito, aprueba con aplauso, una tesis presentada sobre la "Reacción Esculies".
1953.- Asiste al primer curso de extensión universitaria en San Pablo (Brasil) y obtiene de la Universidad de dicha ciudad el certificado que lo acredita como técnico en Metodología de Radioisótopos.
1955. Asiste como delegado oficial del Colegio Químico Farmacéutico Paraguayo al Congreso Mundial de Química, realizado en New York. Posteriormente visita los centros de investigación del cáncer de Norteamérica, Francia, Bélgica, Holanda y España.
1958. Se traslada a los EE. UU. y expone sus trabajos sobre el cáncer en Roswell Park Memorial Hospital de la ciudad de Búffalo. Luego visita en gira de estudios el Public Health de Bethesda (Washington) y los institutos anticancerosos de los ya conocidos de Bélgica, Holanda, Francia y España, ampliada ahora con las que no le eran conocidas de Alemania e Italia.
1967.- Presenta un trabajo en colaboración con el Dr. Alberto Miquel al Congreso realizado en Munich.
1963.- Con la cooperación de los Dres. Cristóbal Vernazza y Catalina Porzio expone un trabajo en el Congreso celebrado en Mar del Plata.
1970- Tokio. Congreso de urología con una nueva colaboración del Dr. Miquel. En el mismo año actúa en el Simposio Internacional de Inmunología en Mantua (Italia) con la colaboración de los Dres. Miquel y Vernazza.
Esculies agregará al potencial de su acerada voluntad un propósito misional en un magistral desafío que, en cierta medida, trataba de acortar distancias en las inevitables polémicas y agregar una dosis de fe para develar la obscura incógnita. Trabajo asiduo le costará la dedicación altruista en que desnuda su capacidad de sacrificio, no siempre satisfactoria, consagrada al lacerante servicio de una comunidad desventurada, apremiada por la humana necesidad del consuelo. Y él siempre dispuesto y dárselo, atento al reclamo imperioso. Se lo veía a toda hora y lugar, en la ciudad, en los suburbios, en los pueblos circunvecinos, en el campo mismo, bajo la bonanza o ante los caprichos insidiosos y acechantes del tiempo, con su jeringa de inyecciones y la palabra mansa de resignación y de esperanza.
Nunca en su trajinar de hombre altruista percibió un centavo siquiera fuese en retribución del costo del medicamento, y dióse el caso de recibir en premio de su cruzada humanitaria el rumor de una insidiosa noticia de estar enriqueciéndose a costa de sus pobres enfermos; especie tramada en los rincones sombríos de la infamia echada a rodar, luego, en el va y viene del trajín ciudadano, por los infaltables animadores de las malas causas.
Ya próximo al fin de sus días, le fue dado asistir a la cena en que una rara unanimidad de colegas, discípulos y amigos, le ofrecían en el hotel del Paraguay celebrando el éxito consagratorio obtenido en el Primer Congreso Mundial de Inmunología con sede en Mantova. Es que este nombre evoca el momento cumbre de su vida científica y el reconocimiento universal a su labor de hombre de ciencia. Sus trabajos ya se conocen y se aceptan en los círculos de investigación y su nombre es el de una presencia consagrada. Diéronse entonces la expresión de una comunidad agradecida volcada con entusiasmo en un ambiente apoteósico y en homenaje a una auténtica personalidad científica dotada, además, de una extraña virtud hecha de verdad, amor y cristiana piedad.
Aquella misma comunidad que lo acompañara en su hora de universal reconocimiento lo siguió contrita en la hora de la muerte. Había cumplido con dignidad la misión que se impuso.
Yolanda Insaurralde, su esposa, compañera ideal en todos los trances de su vida, en las buenas y en las malas, solidaria en las preocupaciones de sus trabajos como en sus creencias de tipo religioso; juntos en la hora del esparcimiento, en las noches de teatro, en exposiciones y conciertos, acompañándolo en la labor humanitaria hasta recoger su último suspiro en la hora final de la agonía.
¿Cómo olvidar a Pepito Esculies? ¿Cómo no consagrarle la recordación afectuosa que reclama la devoción a nuestros sagrados dioses lares?. En él la vibración del alma se armonizaba con los latidos del corazón conformando una egregia personalidad. Era un auténtico religioso que con profunda convicción y a la manera oriental creía en la inmortalidad del alma sublimada en la luz reveladora de la eternidad de la vida.
Es esta una ofrenda personal ofrecida - ¡cómo me acusan ahora!- con lamentable atraso, en memoria de quien en la vida mereció los más altos grados de dignificación debido al carácter de maestro sin par que supo acompañarnos con grandeza de alma en la hora más triste, como acompañó siempre a quien necesitara de una palabra de consuelo y de un acto de solidaridad con que la piedad mitiga siempre al dolor del infortunio!.
Su colaboración al progreso científico es múltiple y valiosa. Ejerce la docencia en las cátedras de Química Biológica, de Análisis Clínicos y de Preparaciones Biológicas en la Facultad de Química y Farmacia y de Química Biológica Estática y Química Fisiológica en la Facultad de Medicina en la que además ejerce la plaza de director del Instituto de Patología Química.
Su actuación en la Sanidad Militar desde su ingreso en 1929 hasta su deceso en 1975 va ocupando todos los cargos directivos de su especialidad dependientes de la misma.
No se citan entre los cargos que ocupó transitoriamente ajenos a las jurisdicciones de la Sanidad Militar y la Universidad. Entre las múltiples distinciones que mereció se cuentan las siguientes:
- Miembro correspondiente de la Sociedad Biológica de Montevideo.
- Miembro honorario del Cuarto Congreso Panamericano de Química y Farmacia de Washington.
- Miembro presidente de la Azione Latina de Roma en el Paraguay.
Además recibió los premios de la Federación Panamericana de Química y Farmacia Dr. E. R. Squibb y el de la institución Diplomates in Pharmacy.
A José Esculies se lo conocía en el ambiente con el sobrenombre popular de Pepito. Equilibrado, dinámico, sereno y cordial, se ganaba espontáneamente el aprecio de sus semejantes. Tenía fama de buen amigo alegre y bonachón, y como sentía el culto de la amistad, era innumerable la cantidad de amigos que lo rodeaban. En el sagrario de los recuerdos queda la imagen perenne de su figura patriarcal. Motivo de veneración por el bien que hizo y de gratitud de quienes recibieron sus filantrópicos beneficios. La lección de su sabia palabra y su conducta ejemplar de amigo y de maestro han de repercutir en los ámbitos de la posteridad.
PEDRO BRUNO GUGGIARI (1)
(1885 - 1933)
a Anita Brun de Guggiari
I. Síntesis biográfica
Hijo de Don Pedro Guggiari y de Doña Petronita C. de Guggiari nació en Asunción el día 6 de octubre de 1885 y falleció en la misma ciudad el 1º de Setiembre de 1933. Cursó estudios secundarios en el Colegio Nacional de la Capital, obteniendo el título de bachiller en ciencias y letras en el año 1903 y, los universitarios en la Escuela de Farmacia dependiente entonces de la Facultad de Ciencias Médicas, recibiéndose de farmacéutico con las más altas calificaciones en 1906, a los veinte años de edad. Becado al año siguiente, inició sus estudios en el Die Konigliche Technische Hochschule de Charlotenburg (Berlín), culminándolos en 1910 con la conquista del título de Ingeniero Químico, y dos años más tarde con el de Doctor en Química.
Durante el año 1913, consolidó y acrecentó sus conocimientos en laboratorios de investigación, en plantas industriales, en Oficinas Químicas del Estado alemán, a la vez; que se interesó por los problemas de la docencia. De regresó a la patria en 1914, ocupó la dirección del Colegio Nacional. Fue por largos años profesor de Química Orgánica en el nombrado establecimiento, en la Escuela Normal y en el Colegio Militar. Enseñó la misma asignatura, además de la de Química analítica (3er. curso) en la Escuela de Farmacia. Al iniciarse la segunda época de la Facultad de Medicina en 1919, ocupó la cátedra de Química Biológica, anexa a la de Fisiología, y diez años después dicta clases de Química Orgánica en la recién fundada Facultad de Ingeniería.
En 1915, juntamente con los Dres. Eusebio Ayala, Luis E. Migone, Antolín Irala y Sr. Juan Francisco Pérez, formó parte de la delegación oficial paraguaya al Segundo Congreso Científico Panamericano, reunido en Washington.
En 1917, al renunciar a la Dirección del Colegio Nacional, fue nombrado Director de la Oficina Química Municipal, cargo que ejerció hasta 1928. Superando en su afán constructivo a las severas limitaciones económicas y a la incomprensión que a menudo trabó sus gestiones, implantó nuevos métodos de acuerdo a su experiencia europea especialmente en el campo de la Bromatología, organizó una inspección eficaz, proyectó con el Ing. Crovato un Código Alímentarius y puso en vigor una serie de ordenanzas en salvaguarda de la salud pública. En un artículo periodístico intitulado "La Oficina Química. Lo que es y lo que debe ser" ("El Liberal" - 14 de Agosto de 1928), dejó sentadas sus ideas a las que ajustó su labor directriz desarrollada al frente de la importante institución. No abandonó nunca el propósito de crear un gran Laboratorio Químico Central, con la finalidad trascendente de fomentar la investigación y la experimentación en el país. Renunció a este cargo en 1928 al ser designado Intendente Municipal, siendo reemplazado por el Ing. Crovato. En el mismo año de 1917 adquirió con el Farmacéutico Domingo Volpe, la Farmacia Higia.
En 1919, funda y dirige el Laboratorio de Análisis Clínico del Hospital Militar Central.
En 1921, representa al país conjuntamente con el Ing. Gustavo Crovato al Congreso Sudamericano de Química, celebrado en Montevideo. En el mismo año ocupó la presidencia de la Sociedad Nacional de Farmacia, y fue inspirador y coautor de un proyecto de ley sobre el ejercicio de la profesión farmacéutica.
En 1922, constituye hogar al contraer enlace con Doña Ana Brun, gran dama de la sociedad asuncena y eximia pianista. Delegado oficial al 2o. Congreso Panamericano de Química. (Buenos Aires. 18-24 de Setiembre de 1924).
En 1925. Director de la Escuela de Farmacia. Procede a su reorganización, propiciando con el Dr. Luis E. Migone, una reforma del plan de estudios, dotando a sus desmantelados laboratorios de los elementos que les permitan su funcionamiento. Precursor de la Facultad de Química y Farmacia, desde la dirección de la Escuela, planea su fundación, escribiendo las bases y fundamentos, proyectando sus programas y reglamentos. En aquel año se dirigió a los poderes peticionando su creación. Fue el ideal de su vida de maestro.
Intendente Municipal de la Capital desde 1928 hasta 1933, año de su muerte. Al ocupar este cargo abandona casi por completo la enseñanza. Desde tan alta jerarquía, racionalizó el sistema de percepción de rentas creando, al efecto, una inspección general y la oficina de apremios y multas, e introduciendo una serie de reformas que le permitieron llevar a cabo un amplio programa de realizaciones edilicias, entre las que se cuentan, el proyecto de construcción de un Mercado de Abasto y de tres mercados seccionales con el fin de descentralizar un servicio irracionalmente retenido por el viejo y sucio Mercado Central; el traslado del Cementerio del Mangrullo, que permitió ampliar con sus terrenos situados en la más hermosa y elevada colina de la ciudad, la superficie del Parque Carlos Antonio López; la fundación de la Plaza Gaspar Rodríguez de Francia; la del Barrio Obrero, de gran importancia urbanística y social; y la de los talleres municipales. Inició las obras de conservación del viejo Oratorio, el arbolado de las calles, estableció el servicio fúnebre gratuito para insolventes, modernizó las instalaciones del Matadero, prosiguiendo, a la vez, las obras de sus antecesores: avenida Costanera, pavimento de calles y arreglo de las rutas de acceso, a la capital dentro del ejido municipal; activó la inspección y modernizó los servicios. Mediante las normas fijadas por una misión técnica argentina, se establecieron nuevos sistemas de contabilidad y de control. Estimuló las actividades artísticas y literarias fomentándose la presentación de conciertos y exposiciones y organizándose juegos florales con premios de estímulo otorgados por la Comuna. Moralizó enérgicamente la administración municipal, depurándola de malos funcionarios a quienes llegó a colocar bajo la jurisdicción de la justicia ordinaria para su correspondiente sanción. Siempre fue justo y, aun, se recuerda su intervención en el "litigio" de Pinozá, en que unos humildes obreros estuvieron a punto de ser desalojados de los terrenos que ocupaban y que fueron salvados de un inhumano despojo, merced a su decidida y justiciera actitud. Por todo esto, fue considerado como el mejor Intendente de la Ciudad de Asunción. La guerra del Chaco, postergó, la presentación y ejecución de otros proyectos, entre los cuales había uno de excepcional importancia, el referente a la instalación de las aguas corrientes y obras de salubridad.
Desde 1932, ejercía la presidencia de la Comisión Nacional del Oro de la Victoria. En tal dignidad, fue, puede decirse, el administrador del ahorro nacional, consagrado a la patria por el pueblo, en la hora de mayor peligro.
Fallece en 1933. En su lecho de muerte, manifestó la voluntad de que el Ing. Gustavo Crovato, el grande y noble compañero, le sucediera en la Intendencia Municipal, como si con aquella última prueba de confianza, quisiera prolongar más allá de los límites de una existencia que se le escapaba, el nexo de una solidaridad indestructible.
Fue socio fundador de la Sociedad Nacional de Farmacia y socio correspondiente de la Sociedad Argentina de Farmacia; socio fundador de la Sociedad Científica del Paraguay, del Gimnasio Paraguayo y del Ateneo Paraguayo.
Carlos Centurión, lo juzga con estos términos: "Paradigma del funcionario, profesional ilustrado, caballero sin tacha, maestro eximio" ("Historia de las letras paraguayas", Tercer tomo, pág. 95).
Damos a continuación una lista, seguramente incompleta de sus trabajos publicados.
1916 - Contribución al estudio de las lacas coloreadas oxhidriladas con los mordientes oxhídricos.
Determinación del oxígeno activo de los perboratos y polvos perboratados para lavar.
Ambos trabajos fueron presentados en el 2o. Congreso Científico Panamericano de Washington 27-XII-1915 al 8-I-1916, y publicados en folletos separados. Imprenta Ariel, Asunción 1916.
1919 - Observaciones al método Imbert, Bonmamour, Porcher y Hervieux, para la determinación de la acetona en la orina. En colaboración con el Ing. Crovato. Imprenta Ariel. Asunción, 1919.
1920 - Obras de Salubridad. Aguas potables y Aguas servidas. Imprenta El Arte. Asunción. 1920.
1920 - El problema de la leche en la Capital del Paraguay. Imprenta y Librería La Mundial. Asunción, 1920.
1921 - La esencia de petit-grain paraguaya. Datos analíticos. Artículo en colaboración con el Ing. Crovato. Revista de la Sociedad Científica del Paraguay. Octubre, 1921.
1926- Sobre vigilancia de alimentos, bebidas y otros productos y objetos.
1926 - Necesidad de llegar a un acuerdo en lo tocante a las condiciones que deben reunir los alimentos y otros productos relacionados con la alimentación, para ser declarados aptos para el consumo como asimismo en lo que respecta a los métodos de análisis.
1926 - Las oficinas químicas nacionales y provinciales deben comunicarse unas a otras el nombre y la marca comercial de los productos alimenticios, bebidas, especialidades farmacéuticas, etc., que caen bajo su jurisdicción, cuando del análisis resulten "no apto" por estar adulterados, alterados o por otras causas. En colaboración con el Ing. Crovato.
1926 - Algunos datos sobre un adulterante de la miel de caña. En colaboración con el Farmacéutico Don Juan P. Giménez. Todos los trabajos que señalamos desde aquí hasta más arriba como publicados en el año 1926, aparecieron editados con el título de Actas y trabajos del 1er. Congreso Sudamericano de Química. (Buenos Aires. 18-25 Setiembre 1924).
1926 - Atomicidad y Valencia. En colaboración con el Ing. Crovato. Revista del Centro Estudiantes de Farmacia. Asunción, 15 de Junio de 1926.
1927 - Determinación de los cloruros disueltos en el suero sanguíneo. En colaboración con el Ing. Crovato.
1927 - El estudio de la Química en el Paraguay. En colaboración con el Ing. Crovato.
Este trabajo y el anterior fueron publicados en Actas y trabajos del 1er. Congreso Sudamericano de Química. (Buenos Aires. 18-25 Setiembre 1924).
1928 - Perfil de un pozo de la Compañía Americana de Luz y Tracción en los Talleres San Miguel. Análisis. En colaboración con el Ing. Nicolás Zimonwsky.
1928 - Algunos datos sobre la esencia de petit grain paraguaya. En colaboración con el Ing. Crovato.
1928 - Datos analíticos sobre la materia colorante del Ybapurú. En colaboración con el Ing. Zimonwsky. (Estos tres últimos artículos que corresponden al año 1928, fueron publicados en la Revista de la Sociedad Científica del Paraguay).
1928 - Bosquejo de la Historia de la Química, desde sus albores hasta el período de la síntesis orgánica. Marcelino Berthelot. Su vida y su obra. Imprenta La Colmena S.A. Asunción, 1928.
Otros trabajos suyos tales como unos apuntes sobre Química Orgánica que se publicaron fragmentariamente en una revista de efímera existencia intitulada "El Estudiante" y otros artículos sueltos publicados en diarios y en revistas, es todo lo que hemos podido encontrar de su pluma. Tenemos noticia que ha dejado esbozos y fragmentos de manuscritos destinados a la estructura de obras capitales, que una vida consagrada al servicio de la Nación y una muerte prematura no le permitieron dar término.
II. Evocación
Entre los profesores que ilustraron los anales de la Universidad Nacional, se destaca en primer plano con relieve de inconfundible y permanente presencia la personalidad eminente del Profesor Guggiari. Se consideró a sí mismo, por propia confesión, un obrero del progreso, pero su dinamismo creador, las excelencias de su espíritu y el amor que consagró a la cátedra, lo elevaron a la categoría de artífice, en un tiempo en que la pasión al estudio, el honrado talento y la probidad intelectual, dictaban las mayúsculas iniciales de una tradición universitaria. De sólida formación profesional, dotado de aquellas brillantes facultades que desde su primera juventud dieron vida a una vocación a la que habría de consagrar lo mejor de la existencia, regido por una conducta que nunca se desvió de su norte, porque en todos los casos, fue imperativo de responsabilidad moral y, en todos sus actos, impulso generoso dirigido al logro de un propósito fecundo. Su paso por el escenario de la vida nacional, ha quedado definitivamente señalado por la huella profunda que sólo dejan los hombres de excepción.
Por sobre todas sus virtudes poseyó una virtud cardinal, que nacía en las fuentes de su natural temperamento y florecía en su espíritu, merced a la influencia de su cultura humanista. Virtud que se traducía en su acción social, en severo cristiano altruismo, puesto siempre al servicio de sus semejantes en un supremo afán de solidaridad, que transmutado en hechos por las urgencias de la época, lo armó caballero de un ideal de perfección, al que por alta e inalcanzable, rindió magnánimo las fuerzas de una madurez que se iniciaba, al agotar prematuramente sus horas en el cálido fervor de una permanente consagración. Es por este mérito trascendente que su sobrio y firme perfil de hombre de ciencia se ahonda en relieves perdurables con la aureola de la hombría de bien.
Estaba animado por la noble pasión del patriotismo, y en aras de ella, transigió al aceptar cargos que por su naturaleza lo apartaban del ejercicio de la cátedra, que ya, desde su regreso de Europa, lo desviaron de su interés inicial por la investigación, malogrado definitivamente más tarde, por las condiciones negativas del medio, por una parte; y, por la otra, por los apremiantes reclamos que lo retuvieron en puestos de responsabilidad histórica, en horas graves para la seguridad de la República.
Por la sinceridad de sus intenciones, por la fe recta que guiaba sus actos, por el ideal anunciador que sustentaba, el Profesor Guggiari, entregado totalmente al trabajo fecundo, fue dejando en la obra de todos los días, reflejos de la propia existencia, a un punto tal, que a lo largo del tiempo, las generaciones reconocen y han de reconocer en los resultados visibles, el signo que identifica su presencia de hombre representativo. Porque fue un hombre representativo no sólo de la Universidad sino de la República, y la trascendencia de su labor social y docente se prolonga más allá de los límites de su vida transitoria.
Nacido y criado en la Capital, en ella cursó sus estudios hasta alcanzar en 1906 el título de Farmacéutico, con notas sobresalientes. En reconocimiento a sus méritos, el gobierno lo beca en la Real Escuela Técnica de Charlotenburg, de donde egresó con el título de Ing. Químico en 1910 y con el de Dr. en Química en 1912, ambos con altas calificaciones, que lo colocan entre los más distinguidos alumnos americanos que pasaron por aquellas historiadas aulas. Completó su preparación universitaria, en un vasto plan que tuvo que comprimir en el limitado término de un año, con trabajos y estudios en fábricas, laboratorios y en oficinas químicas del Estado alemán, dedicando su atención en horas libres a las cuestiones pedagógicas, hacia las que lo inclinaba una latente y vigorosa vocación.
Con la fresca promesa de sus lauros universitarios, el joven químico regresa a la patria en 1914, soñando en poner a su servicio toda aquella capacidad en potencia que se anunciaba en tan brillantes antecedentes. ¡No había llegado y desgraciadamente aún no ha llegado la hora en que los químicos colaboren en el progreso del país con el aporte del conocimiento que orienta racionalmente las actividades de la salvadora producción industrial, con las constataciones, previsiones y directivas de la ciencia!. A su regreso, fue víctima de esa gran frustración que aniquiló a tantos talentos de su generación. Como a otros, se le planteó el dilema: o fracasar profesionalmente o realizar su carrera fuera del país. El no dudó. No era de los hombres que vacilaran en la hora de las determinaciones. Para lustre de su carácter declinó aceptar brillantes proposiciones de trabajo venidas del extranjero, para vivir modestamente por el resto de sus días en el limpio y pobre albergue que se le ofrecía en la heredad nativa. Todo aquel torrente de entusiasmo, todo el caudal de energía creadora, toda aquella juvenil ilusión del ensueño optimista, los volcó en el molde de la cátedra, para ofrecernos por el prodigio del amor consecuente, más que a un profesor, un maestro; más que a un investigador, a un obrero de los cimientos que cava en la zanja profunda para afirmar en ella con su esfuerzo, el fundamento del futuro. Por eso es que más de una vez dijo con palabra humilde que sólo era un obrero del progreso. Más, nosotros que fuimos sus discípulos en la época heroica de la Escuela de Farmacia, tenemos el derecho y la obligación de recoger el eco aún vibrante de sus palabras sólo para rectificarlas respetuosamente. En el alma del obrero se encendía la inspiración del artífice y, quizá también, la fe del místico; aquella inspiración que nos dio a un maestro y aquella fe del precursor y visionario, que vislumbrara por los largos caminos de penosa marcha, recortándose en el horizonte, la visión de la increada Facultad de Química y Farmacia, que sus discípulos, depositarios de su fe y mantenedores de su ideal, fundaron años después de su muerte. Víctima de una frustración colectiva, comprendía con su penetrante inteligencia, que aquel fenómeno era fruto de un período histórico que algún día habría de ser superado.
Por virtud de esa comprensión es que él superó su propia frustración. Tenía fe en su pueblo y confianza en el futuro. Ya en 1924, presentaba a los poderes públicos un proyecto de fundación de la Facultad de Química y Farmacia, profetizando que en un porvenir constructivo, el químico se constituiría en factor humano indispensable en el proceso de movilización de la riqueza por la vía del trabajo industrial.
A su regreso de Europa, ocupó sucesivamente los cargos de Director del Colegio Nacional, Director de la Oficina Química Municipal, Director del Laboratorio de Análisis Clínico del Hospital Militar e Intendente Municipal de la Capital por dos períodos consecutivos. Aunque afiliado al partido en el poder, nunca aceptó cargos ni dignidades políticas, ni hizo prevalecer en provecho propio sus influencias, ni actuó en función de político. Cuando falleció en 1933, en los días de la contienda con Bolivia, presidía la Comisión Nacional del Oro de la Victoria, entidad oficial fundada con la finalidad de administrar las donaciones efectuadas por el pueblo, que con el aporte de las alhajas familiares, acrecentaba el tesoro nacional y contribuía a financiar por conducto de la solidaridad, los ingentes gastos demandados por la guerra. Ningún arca mejor guarnecida, ninguna llave de acero mejor templada que la honradez del Profesor Guggiari, para velar en la custodia de aquel tesoro sagrado, en que se confundían con las alianzas de una promesa de amor cumplida, el collar de crisólitas de una madre muerta y la cruz de oro antiguo del setenta de una abuela legendaria. Con razón alguien pudo decir a la hora de su óbito que inclinaba la frente sobre el pecho de la patria agradecida.
Innovador, dinámico, expeditivo, metódico, dejó en todos los cargos que ocupó, claro testimonio de su capacidad de organizador. En el Colegio Nacional, restablece la disciplina, redacta reglamentos, moderniza normas, implanta métodos y, promotor de cultura, intenta fundar un coro juvenil, propicia conferencias de estudiantes y organiza juegos florales; en la Escuela de Farmacia infunde el espíritu renovador de los institutos europeos y lucha denodadamente por dotarla de los elementos indispensables para su regular funcionamiento; transforma la Oficina Química Municipal en un moderno laboratorio que lo habilita, desde entonces, para el cumplimiento de su importante misión; funda y dirige el laboratorio del Hospital Militar y, al frente de la Comuna, reorganiza la institución, perfecciona el sistema de percepción de rentas y entre otra muchas realizaciones, limitadas por la exigüidad de los recursos comunales, funda el Barrio Obrero e inicia la construcción de mercados distribuidos en distintos puntos de la ciudad, como medida previa a la demolición del viejo Mercado Central.
Para dar por terminado este breve esbozo biográfico, nos bastaría considerar al Profesor Guggiari en los aspectos de la vida afectiva que tan bien define y precisa en sus auténticos valores la jerarquía de los grandes espíritus. Unido en matrimonio a una distinguida dama, Doña Ana Brun, eximia pianista que une la gracia y la virtud al talento, encuentra en la plácida atmósfera hogareña, plena de sugestiones de belleza, el clima propicio a las especulaciones del intelecto, rincón grato al estudio, oasis donde reponer las fuerzas agotadas en la ardua labor diaria, roca ante cuya reciedumbre se estrelló el oleaje de la mala fe, de la envidia, del encono y del resentimiento, que alguna vez, trataron de vulnerar sin fortuna al albo escudo de una reputación sin mácula. La viuda habita aún en la vieja casona de la calle Esparta, rodeada de sus cuatro hijos, consagrada al culto del recuerdo. "Aquí está el espíritu de Bruno" nos dice la gran dama señalándonos la biblioteca que se conserva intacta. Sí, allí debe estar en la diáfana pureza de su presencia invisible. Allí en la biblioteca, en su mesa de trabajo, al lado del piano familiar, velando el ensueño y el dolor de la gran compañera, que sabe expresar en el lenguaje de la música toda la dimensión de una esperanza, toda la profundidad de un sentimiento que la pobre palabra humana por sí sola no alcanza a articular.
Su vida de relación se caracterizó en especial modo, por una íntima vocación al servicio de la solidaridad, que obliga a la asistencia de nuestros semejantes en la hora de la adversidad y, que ha dado en llamarse entre nosotros "projimidad", expresión que revela más que ninguna otra, el sentimiento en acción de los impulsos altruistas.
Profesó el culto de la amistad y entre sus mejores amigos se contaron sus discípulos. Una bello caso de amistad fraternal se daba en el que vinculó al Profesor Guggiari con el Profesor Ing. Gustavo Crovato, en tal medida y con tan enaltecedora consecuencia, que nos parece imposible o en todo caso injusto, hacer la semblanza del primero sin dedicar un respetuoso recuerdo al segundo, figura prócer de la Escuela de Farmacia, ausente del país desde largos años por causa de irritantes injusticias que privaron a nuestra Facultad de Química y Farmacia de un valor universitario indiscutible. Del Profesor Crovato dijimos alguna vez que en él, el profesor de ciencias estaba identificado en un maestro de virtudes masculinas, por ser un caballero hasta el punto en que un hombre puede serlo. De formación profesional europea, ambos estudian en el mismo instituto con los mismos profesores, están compenetrados por una común vocación, mantienen un mismo sentido moral de la responsabilidad y profesan en las mismas aulas con idéntico fervor universitario. No se los concibe separados en su acción docente, profesional y administrativa. Trabajan juntos en la Oficina Química y en la docencia, representan conjuntamente al país en Congresos científicos, escriben en colaboración artículos y monografías y, extraordinaria identidad de destino el Prof. Crovato, ha de ocupar sucesivamente y en el mismo orden los cargos que en la Administración pública ilustrara con su presencia el Dr. Guggiari, desempeñando la Dirección del Colegio Nacional, la de la Oficina Química y, por último, la Intendencia Municipal de la Capital, en cuyo desempeño cumplió el deber de continuar y dar término a los proyectos que la muerte de su gran amigo dejó inconclusos. Una expresión conmovedora que revela la afinidad de espíritu y la lealtad inalterable que mantuvo unidos a estos dos varones ejemplares, está dada en las palabras del Profesor Crovato, que al recordar desolado a quien fuera su par y amigo, nos decía: "Éramos como una misma molécula bivalente".
Deliberadamente hemos dejado para dar por terminado este trabajo, las palabras que debíamos al maestro, que maestro fue, y de los grandes, superando en el noble ejercicio de la cátedra, la dimensión de quien simplemente profesa, sin la vocación que inspira y sin la pasión que dignifica. El profesor, enseña, explica una disciplina determinada; el maestro, además, agrega la influencia que emana de su propia personalidad. El profesor forma al profesional, su cometido no va más allá, y sólo es responsable de la enseñanza científica que imparte; el maestro, completa y amplía aquella preparación con la integración de factores espirituales y morales, que agregan sabiduría al conocimiento y, que tienden a dotar al joven estudiante de un carácter, estimulando sus virtudes y exaltando los valores del alma. La influencia moral del uno, es limitada; la del otro, se prolonga más allá del desarrollo de un programa, perdura a través de los años y es como un legado del espíritu de la Universidad, que no se encarna si no es por el aliento de la palabra inspirada del maestro. Es el legado que ampliando horizontes, siempre estrechos en la lógica limitación de los programas, suma a la preparación especial, el aporte de la cultura general de proyección humanista, que a la par que agiliza el entendimiento, asigna a la joven personalidad del estudiante, una cierta capacidad de evadirse de la fría rigidez de las preocupaciones profesionales humanizándolas en una franca actitud de independencia intelectual. Ese fue el signo que caracterizó su enseñanza: la presencia de un espíritu universitario. Para hacer efectiva la influencia que ejerció, estaba poseído de la elocuencia de la cátedra, que no era la brillante del parlamentario, ni la iluminada del místico, ni la ardiente del revolucionario, pero que era precisa por lo gráfica y objetiva, a la vez que inspirada y amena, como convenía a su doble finalidad didáctica; científica y moral al mismo tiempo.
Parece que lo vemos, joven aún, de pie en la tarima. De estatura mediana, pulcro en su cuidado personal, fino en sus maneras, comedido en sus palabras, amable y cortés en los actos de su vida de relación, dinámico, algo nervioso a veces cuando lo traicionaba su fuerte temperamento propenso a la vehemencia, interrumpía de cuando en cuando su habitual paseo por el aula mientras dictaba la lección, para escribir con trazo enérgico la geométrica estructura de una fórmula. En su rostro de líneas fuertes y rasgos profundos, parecía pasarse la sombra de una permanente preocupación, sombra que se disipaba en la amplia comba de una frente iluminada. Hablaba con palabra clara, llena y pausada que contrastaba con el ritmo de sus movimientos, palabra que daba fuerza a la expresión de un concepto, belleza a la descripción de un fenómeno, precisión matemática a un resultado.
La Escuela de Farmacia era por aquellos años que antecedieron a la guerra del Chaco, asiento de una comunidad universitaria, que por sus características de firme solidaridad social manifestada y desarrollada en grupos pequeños, en algo recordaba a la comunidad familiar. Realizábamos la práctica de laboratorio con escasos y malos elementos; faltaba aun lo más indispensable para las simples labores de rutina y, a menudo, nos veíamos obligados a poner a dura prueba nuestro espíritu de inventiva, para improvisar un aparato que faltaba, o habilitar, recomponiéndolo hasta lo imposible, otro deteriorado o en desuso. Demás está decir que las substancias químicas para los ensayos y experimentos eran adquiridas por el magro peculio estudiantil. En este ambiente de estrecheces e improvisaciones, se creó lo que dimos en llamar espíritu de colmena, ambiente en que la ayuda mutua y la mutua comprensión de los problemas individuales, que por razones de identidad entre sí terminaron por constituir un solo problema colectivo, realizó el prodigio de anular toda forma de egoísmo en nuestra comunidad. El dilema estaba escrito: o cooperar o anularse. Pero, en reparadora compensación, todo lo que nos era negado en el orden material nos estaba otorgado con creces en el plano de los valores trascendentes, encarnados en la vocación de enseñar de nuestros profesores. Fue aquella característica de solidaridad, de alumnos entre sí y de profesores con alumnos, tierra fértil donde se desarrolló vigorosa la raíz de una tradición universitaria. Los profesores se constituían en animadores, en compañeros mayores y hasta en consejeros y confidentes. Mas, no por ello, se relajó la disciplina, ni aquella intimidad forjada en el hogar común, conspiró contra normas inviolables de equidad y probidad. A nadie le estaba permitido aspirar a un premio que no estuviera proporcionado a sus méritos y, la confianza con que se nos honraba, no sobrepasó jamás los límites del respeto, porque aquellos varones eran respetables por sí mismos, y no necesitaron del empaque académico, de la pose autoritaria, ni del gesto de fatua importancia, para ocupar con dignidad el puesto que su propia autoridad moral les tenía señalado.
Fue en ese ambiente que el Dr. Guggiari cumplió su misión de maestro. Surgido en aquellas vetustas aulas, su amor dio al ámbito familiar nueva vida y, su voluntad en alas de un sueño generoso las vio transformadas en la Facultad de Química y Farmacia, heredera de la tradición de nuestra vieja y querida Escuela. Hace años que el sueño del maestro se materializó, y hoy profesan en sus aulas los que fueron sus alumnos: Francisco Facetti, Vicente Caló, Jerónimo Molas, José Esculies, Alfonso Oddone, Claudio Pavetti, que continúan siendo los depositarios de su fe universitaria y mantenedores de su ideal de progreso integral.
Maestro en la más noble acepción del vocablo, por lo que sabía y por lo que enseñó, por el ejemplo de su conducta ejemplar, por la influencia de una cultura que tenía la virtud de despertar la emulación, por los sueños fecundos de una mente generosa y por la obra que sobrevive aunque su nombre haya permanecido injustamente en el olvido. Porque fue algo más que un soldado en esa falange olvidada de los héroes civiles que ilustraron los fastos de la paz y del progreso de la República, ha de erigírsele un día el monumento que perpetúe su memoria, frente al edificio de la Facultad de Química y Farmacia. Con el incesante transcurrir del tiempo, en la ininterrumpida sucesión de generaciones, los hombres que en el porvenir profesen y estudien en sus aulas, han de detenerse, de vez en cuando al pie del monumento, a discurrir por un instante sobre la labor que les corresponda realizar en la gesta pacífica de engrandecer a la Nación. A la sombra de la austera representación del maestro, han de hallar en la tradición que simboliza, la fuerza que impulsa, la dignidad que eleva, la belleza que glorifica, para ofrecer a la patria el esfuerzo que ha de contribuir a conducirla hasta la culminación de su destino.
(1) Publicado en Revista de la Facultad de Química y Farmacia y del Colegio Químico Farmacéutico Paraguayo. Asunción, abril de 1955, p. 4-15.
ROBERTO HOLDEN JARA
El pintor representativo
Por el año 1922, Roberto Holden Jara, después de estudiar por breve tiempo en Buenos Aires, continuaba sus estudios de dibujo y pintura en la Escuela Superior de San Fernando, de Madrid, usufructuando una beca que le había sido concedida, no por favor especial, sino en mérito a aptitudes tempranamente reveladas. Pequeño, delgado, rubio, de ojos azules, hay en su carácter contrastes extraños que definen una personalidad que no ha de necesitar de los años para anunciarse. Hijo de padre inglés y de madre nativa de humilde extracción, oculta bajo una aparente serenidad de joven "gentleman", una exaltada pasión latina. Gotas de sangre india que corren por sus venas, actúan como fermento de quién sabe qué designio. Nervioso a ratos, y frío, otros; huraño, a veces, y, a veces, sociable y cordial, posee una condición de que a menudo carecen los que aspiran a oficiar el culto del arte: es metódico, ordenado y curioso. Desde el comienzo, fuera del arte, todo lo demás tiene escasa importancia, si acaso la tiene. Esta pasión absorbente es signo de verdadera vocación y anuncio de cosechas futuras. Puede ser una actitud egoísta, según el plano en que se la observe y juzgue. Pero, ¿nos ofrece la vida en tiempo y espacio la amplitud necesaria para realizar la total aspiración de nuestro destino, sin rendirle el mutilador holocausto? La vida del hombre habrá de ser juzgada al final de la jornada cuando luz y sombra, virtudes, errores y defectos, obra y contenido esencial, nos den un saldo y un resultado.
Raros son los hombres en cuya juventud se manifiesta una madurez anticipada. Holden, es uno de esos raros. Hasta podría dudarse que hubiese tenido niñez. Cuando la vocación prende los primeros brotes en su espíritu, le consagrará todo su tiempo y toda su energía, sin que trabe el empeño ninguna otra preocupación. Vive en una buhardilla, pero no es un bohemio. No puede serlo ni por temperamento ni por el concepto que prematuramente tiene de la vida. Las circunstancias de su aprendizaje, ¡arduo y sacrificado aprendizaje!, le han formado el hábito de alternar el hambre con la media ración. ¿qué importa? El camino es largo y la esperanza cierta. Su noble esfuerzo trasciende del medio que silenciosamente desarrolla su actividad y, a pesar, de su natural retraimiento se vincula con hombres de arte y letras, a quienes interesa su peculiar individualidad. Jacinto Grau, grande en su talento, irreductible en su dignidad, le brinda su amistad y la enseñanza de lo mucho que sabe. Entre otros, Eduardo Marquina, Romero de Torres, Moreno Carbonero, Cecilio Plá, Mateo Inurria, Vargas Vila y Alberto Ghiraldo, en una petición elevada al gobierno solicitando una pensión extraordinaria que refuerce la menguada beca, hablan "de las excelentes cualidades y del talento nada común" del estudiante. Con más holgura económica visita Italia, Roma, Florencia, Venecia, pasan ante sus ojos deslumbrados. Vive por entonces, puede decirse, en los museos. Y luego, cuando no meta prometida, punto de partida obligado, París. Y allí, un día... se queda sin beca.
El regreso es ineludible. Al llegar al país se detiene en la ciudad el tiempo estrictamente necesario. Su impaciencia no le permite dilaciones y se dirige de inmediato al Alto Paraguay, donde se pone en íntimo contacto con la virgen naturaleza, con los indios, los peones, la mujer laboriosa y sufrida, con "la cósmica chusma", de que habló el poeta Almafuerte. Alguien calificó la huída de cosas de locos. Allí trabaja febrilmente desde las primeras luces del sol que nace. Retratista, "realiza el retrato para el aprendizaje del retrato". No menos de cuatrocientos integran la cosecha. Cabezas vigorosas, expresivas, torsos de músculos magros y tensos, carne morena donde el dolor y la fatiga han impreso las huellas de la condena de vivir.
¿Qué significación tuvo para el artista este paso inicial? ¿Fue, acaso, dócil a esa voz interior que sólo escuchan los predestinados, al iniciar el camino indicado en la hora precisa? En aquel arranque está implícita la clave de su trayectoria. En la aventura de buscarse a sí mismo no ha de transitar por las encrucijadas de la confusión que retarda, ni de la desorientación que malogra. Ha de seguir una sola senda, la de la selva que conduce a la tribu; la del campo y de la capuera, escenario del nativo; ley del hombre que integra el pueblo para darnos una versión de su tragedia y su destino. Un solo camino sin sinuosidades. El paisaje, para este artista, tiene interés secundario. En aquellos dibujos trazados al regresar a la patria, están los balbuceos de un lenguaje que habrá, un día de encontrar, en los colores de su paleta, la más cabal expresión. En adelante, todo lo que produce, tendrá una orientación de continuidad.
En 1926, Holden, ofrece su primera exposición en los salones del viejo Gimnasio Paraguayo. La crónica de arte señaló con ecuánime unanimidad, el advenimiento de un artista, que con el andar del tiempo habría de llegar a ser representativo de una cultura en formación.
¿Qué características pudieron señalarse en las obras expuestas? ¿A qué influencias técnicas respondían? ¿Qué había de personal, de inspirado, de original en su labor? Preguntas son estas que habrían de ser contestadas por un crítico de arte. No gozamos del privilegio de serlo. No obstante, sin acogernos al consejo de que: "para comprender la obra de arte, lo mejor es despojarse de todo juicio crítico", trataremos de reflejar viejas impresiones, dando respuesta, de paso, al interrogante que acabamos de formular.
De las noventa y cuatro obras que entonces expone, buena parte son retratos de gente conocida realizados en Europa y Asunción.
El resto lo integran cabezas de campesinos, desnudos, bocetos y apuntes que documentan una ingente labor. El dibujo firme y preciso, delata una preocupación primordial. Los elementos -dibujo, luz, sombra, color, perspectiva, proporción- tienden a equilibrarse y el logro técnico está en camino de ser dominado. Pero el "métier", el oficio, es sólo el instrumento que proporciona el medio para expresar la belleza. Sin su dominio ningún artista, por bien dotado que esté, podrá plasmar la obra de arte. Por contraste; ninguna técnica bastará por sí sola para darnos un verdadero artista. Holden posee el sutil don psicológico, intuición y adivinación, que le permite llegar a la intimidad del alma humana y reflejarla en bien logrados intentos. La vida se refleja en los rostros, en la luz de los ojos, en la expresión de los labios, dándonos un fiel trasunto del carácter. Es un intérprete realista, no un fotógrafo ni un esclavo del modelo. El rector yo creador está presente, y el estado de ánimo predomina para darnos los rasgos de un arte que empieza ya a ser personal. Su sensibilidad lo lleva a crear una amable y a veces profunda atmósfera de poesía; que contrapesa en compensado equilibrio su medular realismo. Su juventud no le ha dado tiempo de elaborar un estilo, pero posee un modo, una manera de ver, de sentir, de interpretar, modo y manera en que el estilo se anuncia.
Pudo señalarse como defecto la falta de homogeneidad, cargo injusto para valorar la obra de un artista joven atormentado en la búsqueda de una definidora fórmula personal. Fue aquel un momento de severa autocrítica, por la que ha de pasar fatalmente todo artista que aspire a realizar obra original y perdurable. ¿Defectos? Sí, los tuvo, pero sólo veniales como lo afirmara una ilustre escritora. Aquella exposición tuvo el significado de la revelación.
El artista, lucha desde un principio contra toda influencia, mas no puede evadirse totalmente de ellas. Fluctúa entre el realismo español: equilibrio y pasión. Reynolds, no está lejos de Zuloaga entre las preferencias de nuestro pintor. De Zuloaga, a quien admira, ama el vigor, la sobriedad y la solidez del color, el cuidado del dibujo, el juego de luz y sombra, el contenido humano trascendente; el pintor inglés, mejor sería decir de los pintores realistas ingleses, la nítida delicadeza de la línea, la aristocracia de la forma, la elegancia y hasta la manera de trasuntar la vida psíquica del modelo. Esto último sobre todo en los retratos de las mujeres. Las influencias han de atenuarse muy pronto hasta desaparecer, por obra del elemento subjetivo que late en las entrañas de su vocación.
En 1931 se presenta de nuevo en la Casa Argentina. Un centenar de cabezas de indios y campesinos y algunos paisajes componen la muestra. ¿Qué nos dice en este nuevo esfuerzo? ¿Qué elementos nuevos de expresión y de técnica aporta? Más que el comienzo de una definición, como pretende el artista es, a nuestro sentir, el preanuncio de una misión. Su realismo se acentúa, su técnica se afirma, su personalidad se define. En rasgos generales, sigue una línea ascendente de continuidad. Aquella heterogeneidad que se le señala en la exposición anterior, ya no existe, y el don de penetración psicológica, que entonces se revela profundo, alcanza, ahora, dimensión de dominio. Las atenuadas influencias que antes pudieran señalarse dan lugar a las personales vigencias de su yo. Es un emancipado porque es un predestinado. Su originalidad encuentra, cauce en lo que siente, en la interpretación que le dicta su hipersensibilidad, en su pasión, en su abrasadora pasión, en su capacidad de percibir, de captar el dolor que convulsiona la agonía de una raza y del amor que prolonga los últimos latidos de su corazón enfermo.
Aparte de retratos, presenta paisajes ricos en color y en una cierta luminosidad que trasunta el empeño de acercarse a la realidad poetizada por el temperamento del pintor. Empieza su preocupación para darnos la sensación del relieve. A partir de aquí, Holden adquiere el derecho de figurar entre los buenos pintores indigenistas de América.
Cuando la guerra estalla cubriendo con su manto de púrpura las vastedades chaqueñas, el artista está allí, buscando en los rostros tristes el secreto de un arte revelador. Para incorporarse al pueblo en armas, no tendrá más que quedarse donde está ni hará otro trabajo que el vestir el uniforme. Pero, aún en las horas de la cruenta lucha, alterna la fatiga del soldado con la reparadora y liberadora labor del artista.
Años después de este paréntesis trágico nos presenta en 1942 su tercera exposición. Entre ésta y la anterior, ha tomado parte en exposiciones colectivas, ha expuesto en ciudades argentinas y ha trabajado con el "clan" en Buenos Aires.
Si 1926 fue la revelación y 1931 el comienzo de la definición y el preanuncio de la misión; 1942, es la definición y el pleno ejercicio de la misión. Se asoma la madurez. Ahora sí que es un pintor original, personalísimo. Domina en la plenitud de sus medios la forma, el color y el dibujo. Este dominio y la acabada sensación de relieve que consigue le han dotado de un estilo. Conoce y domina el secreto de la anatomía. En contraste con el cobre viejo, con las tonalidades severas de los rostros, la cálida luz chaqueña que da vida al paisaje, realza el efecto del relieve, que más que pintado parece modelado en obscura arcilla. La técnica le permite abordar con feliz resultado sus primeros ensayos serios de composición. El hálito de poesía que envuelve a sus obras de juventud se diafaniza en un poema de color. Y no olvidemos que la poesía, lenguaje del espíritu, es el único que trasciende de la obra de arte para incorporarse a las íntimas sustancias de nuestro ser, tiene el mágico poder de expresar lo que de eterno tiene el destino humano. ¿La inmortalidad no es, acaso, la eternidad reducida a la escala de lo humano? Posee el lenguaje que llega al corazón y que vence al tiempo.
Diez años han pasado y el artista, en plena madurez, nos ofrece en el Centro Cultural Paraguayo-Americano, su cuarta exposición que nos trae el signo de la superación. ¿Será oportuno repetir lo ya dicho sobre sus medios de expresión sobre su técnica? No lo creemos necesario. El artista ha evolucionado dentro de los límites precisos de continuidad, de equilibrada relación entre medios y propósitos, entre técnica y finalidad.
Es aquella finalidad que está latente, en potencia, desde sus primeros intentos de artista joven y que ha perseguido tesoneramente durante un cuarto de siglo, hasta conseguir darle definitiva expresión. Es el caso típico del hombre que persigue incansablemente un propósito, atormentado por el ideal imposible de la perfección. Ahora nos entrega el resultado en magnífica cosecha. Está presente el artista de misión, intérprete de un mensaje inédito. Para llegar al alma de este mensaje ha necesitado consagrar toda una vida en una larga aventura, que es, a la vez "una larga paciencia".
Conciencia de misión, responsabilidad, incansable laboriosidad. Más de mil estudios están ordenados en las telas que expone. Sólo si se ha injertado en la obra el propio latido se tiene derecho a la entrega del mensaje; sólo si en la obra habla nuestro espíritu, nos será permitido depositarla en el ara sagrada. Sólo, así, el futuro ha de detenerse para escuchar nuestras voces.
Su realismo medular, su estilo, su técnica del relieve, el contraste de luces, el color luminoso y la luz precisa que revelan la verdad de la naturaleza, el ambiente de poesía que crea la vida íntima que se refleja, más de la raza que del individuo, su dominio de la composición, lo consagran como un gran pintor. Pintor representativo de una cultura, pintor de misión y de mensaje. Hay algo de re vindicador en su arte.
¿Será este el fin de la larga aventura? Holden no es de los que se detienen. El pintor se propone realizar giras por América y Europa. Después fundará un Museo de arte indigenista. Si la fe y el amor no lo abandonan, una obra aún más grande le espera.
(Asunción, 16 de abril de 1952).
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ALFREDO KAMPRAD
(1893 - 1962)
a Víctor Prandi
Evocando a Beethoven
En las notas iniciales de la quinta sinfonía de Beethoven, el destino se anuncia golpeando a las puertas de la vida en alas de la sagrada armonía del misterio. La bellísima y profunda invocación sugiere al espíritu ávido de la fe, la presencia del alma aprisionada en perecedora dimensión del hombre, deslumbrado y absorto ante el arcánico milagro de la creación. El instante llamado se prolonga en las ondas del torrente musical, emergiendo del coro de voces de la naturaleza en que se ahoga la protesta del hombre que se revela y apenas un rumor de la fontana, frase ardiente, de la oración desesperada. Al reiterativo reclamo, las puertas se abren y el recién llegado, "llamado o elegido"; penetra en la ruta señalada cuya perspectiva se desvanece en la ignorada lejanía -niebla del tiempo, brumosa vastedad del espacio- a cuyo término han de ofrecer los frutos de la cosecha en el hueco tembloroso de las manos. La ruta, sendero apacible o vereda abrupta, confirma en el pórtico de la suprema evasión ante la acogedora majestad impera la solemne armonía del silencio, sombrío lenguaje de la muerte, que en el sortilegio de la esperanza nos transporta, sordos y ciegos, hasta la luminosa platónica música de las esferas ¡La vida y el destino!: delirio fáustico angustia metafísica aventura humana que cumple su parábola "sin prisa ni pausa como la estrella". Alumbramiento y muerte, dos polos de un mundo en que giran los antípodas del bien y del mal, del amor y del odio, de la duda y la fe, de la idea y el sentimiento; el mundo de la sangre, del latido y de la lágrima.
Clamor y canto, voces de amor en primavera; plegaria de los retablos del otoño; lágrimas de angustia, sudor, sangre del martirio. Las ondas del prodigio sinfónico convuelven en la cumbre que yace Prometeo encadenado, coronan la cruz del Calvario y descienden hasta el desolado "valle de lágrimas" en que, a intervalos, mana «el agua de la vida y florece la luz del amor. El hombre esclavo de su instinto y de la opresión conquista la libertad que lo enaltece al quebrantar las cadenas del oprobio con los aletazos triunfales de su espíritu inmortal. En la fabulosa epopeya entre lo angélico y lo demoníaco, la raza humana se debate entre las tempestades de la pasión que se aquieta, al fin, en remansos de serenidad y, un día, es epifanía triunfal de alegría y otro clamor que implora en ritual ofertorio bajo las sagradas bóvedas del templo. Luz y sombra en los decretos del destino, potestad inexorable: abismo y estrella.
Beethoven ha dotado de un lenguaje al destino para suscitar el diálogo entre lo divino y lo humano de nuestra naturaleza. El hombre transitando hacia la alada brújula del destino, era, confundido por la condena antigua sentencia, escuchando en la sombra de su propia sentencia, un susurro fraternal de la duda que repite por los siglos el "leit motiv" del torturante dilema: "ser o no ser", ora vislumbrando en la noche surcada de relámpagos sobre el fondo de la selva áspera y salvaje, la leyenda del funesto presagio grabada a fuego en la entrada de la caverna infernal: "lasciate ogni speranza"… Pequeñez y grandeza. Viejas sentencias, antiguas palabras que no se olvidan, con raíces en la historia del hombre, terrible y hermosa a la vez en las empresas del crear y el destruir. El genio -arcángel o demonio- eleva o abisma la imperfecta condición humana en las cumbres o abismos de la mirífica creación divina, en tanto la fe busca en las tinieblas y el conocimiento, presencia reveladora hasta entrever en la profunda visión interior del rostro de Dios. Y mientras la legendaria epopeya se renueva la proteica sucesión de generaciones, hombre y destino se detiene al término del peregrinaje frente al pórtico del gran silencio, para internarse luego en los infinitos senderos de la eternidad.
Hemos pensado que hacer preceder estas imaginaciones -nada más que imaginaciones- y solo a título de particular aporte, sería grato a los manes del Profesor Alfredo Kamprad, devoto del culto beethovenismo, en el homenaje que sus alumnos propician a su memoria y que hoy venimos a rendir al hombre, al maestro y al artista que en él se fundieron con ejemplarizadora integridad. En homenaje a quien ha cerrado el ciclo vital con altísima integridad; de quien escuchó el llamado del destino y desde fuentes de amor con admirable consagración lo convirtió en misión de belleza y de bondad. Acaso la sinfonía inmortal pudiera inspirarnos la evocación, diríamos poética de su existencia, si la ubicáramos en coordenadas de vida y, destino, dentro del mágico mundo de la armonía en que su espíritu quemó las alas para iluminarse en un total tributo al ideal.
Intentaremos esta vocación aunque el propósito ha de resultar de seguro, desproporcionado a nuestras limitadas capacidades.
El eco de los golpes anunciadores resuenan en la mente y el corazón de los mortales. El "escrito esta" de las estrellas se imprime en el alma humana y el mortal tiene ya señalado su itinerario en las huellas del sendero fatal. Hablan los designios inescrutables más allá de la sentencia y la palabra. Lo que Shakespeare calla en el límite de la genial expresión en el lenguaje de los hombres, lo dice Beethoven en el inefable idioma de las almas.
Con el girar de la fabulosa rueda del tiempo van rodando las horas en un morir y renacer incesantes, diseminándose en los períodos de la vida. Niñez, balbuceo feliz e inconsciente deslumbramiento, adolescencia, nacer de la vocación, instrumento del destino; juventud, autodescubrimiento, impulso, canción y pasión; madurez, creación plena, angustia por lo que no se hizo, dolor y alegría de alumbramiento por lo que aún se espera hacer; ancianidad, obra cumplida, serenidad, diálogo con los hados propicios adversos en la media palabra balbucible de la infancia resucitada en un a modo de consolador retorno en el acto final de la tragicomedia humana.
El músico Kamprad
En la vertiente sinfónica despunta la aurora. Idealmente, bajo la advocación beethoveniana, se nos aparece el músico Kamprad en los primeros tramos de su existencia, creciendo en el ámbito culturalmente propicio de su Alemania natal, en el seno de una familia tradicionalmente dedicada al cultivo de la música. Hogar claro y limpio de la organizada clase media en que la vida transcurre en sucesión de satisfacciones y contrariedades, penas y alegrías, sin que ni unas ni otras turben esa atmósfera de equilibrio moral, propia de los núcleos humanos en que educación y cultura concurren a dignificar la conducta y a formar parte de una disciplina consciente del deber. Su familia ofrece de antaño, la particularidad de estar constituida por maestros de escuela que son músicos a la vez. Maestros y músicos fueron sus padres y sus abuelos. El mismo, artista, legatario del don didáctico, será con el tiempo maestro insigne en el arte de enseñar música. Su padre, organista de mérito, tiene formada su propia orquesta familiar y, por las noches, en el momento que se espera con ansiedad durante el día, padres e hijos convocados en torno al viejo órgano heredado celebran sus conciertos. Beethoven, Bach, Mozart... Están siempre presentes en aquellas veladas musicales. En ese ambiente de espiritual elevación, escucha el niño el llamado del destino, y será entonces un devoto de la "religión de la música", y el violín, el objeto perpetuo de su culto. A los seis años ejecuta difíciles partituras, se manifiesta en una precocidad confiada a los contornos del hogar, sin que trascendiera por decisión paterna a los dominios del gran público. Se nos presenta espontánea la imagen del niño artista abrazando en el sueño el diminuto violín amado, juguete que es ya como una prolongación de su ser.
¡Cantos de amor en primavera en las premonitorias voces del destino! Adolescente se traslada a Berlín y en aquel gran centro cultural completa y perfecciona los conocimientos adquiridos bajo la experta enseñanza del padre con la que imparten los célebres maestros Hans Sitt y Voyen. Desde los diecisiete años y mientras prosigue sus estudios superiores, actúa como segundo violín en la orquesta sinfónica Blüthner que dirigen Ricardo Strauss, Siegmun Von Haussger, Siegfried Wagner y Max Roger en los siete conciertos anuales de Weingarther, realizando, extensas giras por Suiza, Francia e Italia.
Resuenan ahora las voces de la tempestad en el ápice de la sinfonía para conmover el sombrío escenario de la tragedia. Hay horas en que el alma humana, debatiéndose entre aconteceres contradictorios y confusos y a la merced del capricho de los hados, se precipita desde cumbres inaccesibles a las obscuras encrucijadas de la adversidad. Ha llegado para Kamprad la hora de la prueba en el sacrificio. Se aparta, entonces, de sus gratos senderos de poesía para penetrar en los atajos de horror. Este varón de la noble estirpe jesucristiana es arrastrado a la vorágine de la primera guerra mundial. Vivirá cuatro años de guerrero, que para su sensibilidad de artista serán; una sola y larga noche de torturante pesadilla. Mas no todo resultará saldo negativo entre los frutos de la terrible prueba. De ella saldrá fortalecido porque de las canteras del dolor ha extraído el metal con que se templa el carácter y, en espíritus delicados como el suyo, el repulsivo holocausto de la sangre lejos de embotar aviva la sensibilidad y exalta la piedad.
El último soplo de la tempestad de la noche de horror protervo se apaga en un radiante amanecer que cubre con un diáfano manto de sol la placidez arcádica del valle. El clamor de la expresión sinfónica se convierte en un canto de paz que se transfunde en la oración cíe la esperanza.
La guerra concluye y el soldado Kamprad vuelve a ser lo que nunca debió dejar de ser: el músico Kamprad. Poseer, ahora una anticipada madurez que fructifica en reflexiva, obstinada determinación. Leal a su vocación, consecuente, trabajador infatigable, se entrega con pasión al estudio. Actúa en conciertos sinfónicos. Entusiasta cultor de la música de cámara, funda y dirige su propio conjunto orquestal, con el que ofrece conciertos en la antigua capital germana. Cuando se siente fuerte, da libertad a las alas de su afán migratorio. Sus presentaciones en la Argentina son celebradas por la crítica y aplaudidas por el público. ¡Vocación y destino!: un crecer y un florecer y un fructificador por dentro que lo libera de sus limitaciones en un vuelo que se pierde en la niebla, pero que la intuición columbra en la meta de los sueños. Vocación, impulso generador - ¿predestinación, acaso?. Pero ¿puede nuestro albedrío modificar lo que está escrito en las estrellas?. ¿Podrá nuestra voluntad convertirnos, como proclamó el poeta, en "arquitectos del destino"?. Beethoven se detiene en los linderos del enigma.
En el Paraguay
Kamprad ubica la meta de sus sueños en el Paraguay. En Alemania ha gozado de una niñez feliz; sus días de adolescencia y juventud han transcurrido en la euforia de la iniciación, los estudios, la práctica de su profesión y los horrores de la guerra. Llega a las tierras de América enfermo, prematuramente envejecido, y en ellas, con la paz del espíritu, recupera la salud y juventud. En adelante gozará y sufrirá, tal la sentencia, pero ya no habrá encrucijadas aviesas que lo desvíen de su rumbo.
¿Cómo vino Kamprad al Paraguay? Sólo por una circunstancia fortuita en que el azar jugó el rol del destino. Vale, quizás, la pena de relatar el hecho a manera de anécdota. Durante la guerra, mientras su regimiento permanece destacado en Macedonia, realiza conciertos en los intervalos del servicio, solo o integrando una orquesta formada con otros soldados músicos. Entre ellos se cuenta la señora Hilda de Roche, enfermera del ejército, a quien por su espíritu magnánimo y por la ternura que mana de su labor samaritana la apodan cariñosamente "Tante Hilda" (o sea: Tía Hilda). En uno de aquellos conciertos nuestro artista estrena una bella melodía ignorada hasta entonces por el público, en razón de las inevitables postergaciones impuestas por la contienda. La dispersión que acompaña a la paz, con la separación que ahonda el tiempo y ensancha la distancia, hace que el músico pierda toda comunicación con su noble amiga. Años después, en ocasión de un concierto que ofrece en Rosario de Santa Fe, toca la preferida melodía. A su término, recibe flores y un mensaje anónimo de congratulación en que se hace referencia al estreno en el improvisado concierto de Macedonia. El mensaje lo deja perplejo - ¿quién podría ser, se pregunta desconcertado, el testigo que a los años y tan lejos le trajera el recuerdo de casi desconocida partitura? La incógnita se despeja al presentarse "Tante Hilda", quien, viajera de paso, enterada del concierto, se ha hecho presente para aplaudir al entrañable compañero de penurias y ensueños. La coincidencia tiene un resultado feliz. La dama radica en San Bernardino e invita al joven artista a visitar el Paraguay. Ya en el país, lo atraen, primero, lo aprisionan después, el trato cordial de las gentes y el paradisíaco encanto del paisaje, gratos a su espíritu romántico, sensible a todo sentimiento de belleza. Y el Paraguay terminará por ser su patria de adopción, cálido hogar, campo de labor, cumbre de ansiedades. A él quedará ligado por un pacto de vida y muerte; en él encontrará el amor de la mujer buena y fuerte como la del evangelio, que lo acompañará hasta el fin. Aquí realizará su larga, fecunda labor de enseñante; desarrollará en plenitud su personalidad; madurará sus aptitudes, y al término de la misión, ofrecerá con humildad el resultado de la cosecha: fruto y simiente que colmarán sus manos de sembrador en la hora en que los ojos se cierran a la visión terrenal. No, él no traspasará el límite con las manos vacías.
Cancelará entonces, en definitiva, los caminos que su ansiedad de artista peregrino pensó transitar. Desde 1923, año de su arribo, salvo 1928, en que regresa a Alemania y el lapso de breves excursiones al exterior, permanecerá en el país hasta su último día.
Hombre y artista
Recordemos su primer concierto en el entonces Teatro Nacional. A juicio unánime de calificado auditorio, estábamos en presencia de un violinista de relevantes condiciones. En la ocasión lo conocimos. Noble estampa de artista romántico. Joven, frisaba en los treinta años. Vigoroso, de poco menos que mediana estatura, frente amplia, rostro expresivo; la mirada cargada de sueños, la sonrisa de bondad; la palabra suave, el gesto de reflexiva energía. Su relato, en que un innato don de simpatía servía de credencial a la amistad, era el trasunto inequívoco de aristocracia espiritual de la que emanaba como peculiar ornato la rara virtud de la modestia. Culto, su palabra dejaba entrever, discretamente, una pasión, una vital dirección, si se quiere unilateral en un intelecto por entero consagrado a la vocación musical. Así lo vimos y juzgamos en la fugacidad de la primera impresión en que, acaso, ubicáramos al hombre en la dimensión del artista: leal, fuerte, sincero. No desmintió nunca de conducta o por palabra aquella impresión inicial, y cuando a la inversa, con el correr del tiempo nos fue dado situar al artista en la dimensión del hombre, encontramos entre uno y otro aquella suerte de correspondencia ideal que define sin contradicciones el carácter de una personalidad.
Profesor y vicedirector del "Instituto Paraguayo" en el momento de su radicación, fundó más tarde, al separarse de aquella institución, su propio conservatorio, del que egresaron violinistas que integran en buena proporción nuestras orquestas, entre los cuáles descuella Jorge Moench, concertista paraguayo consagrado por la crítica internacional y en seguro camino de la celebridad.
Concertista, primer violín en orquestas del medio o en compañías extranjeras de paso; profesor, musicólogo, conferenciante, para el desenvolvimiento de tan ardua tarea encontró tiempo este admirable servidor del arte, dotado de una excepcional capacidad de trabajo, de una inagotable buena voluntad y de una responsabilidad que fue escudo y blasón de su severa, inviolada conciencia del deber. Alentador de los jóvenes compositores, contribuyó en buena medida a la evolución de la buena música popular y a su difusión en el plano sinfónico.
En ningún momento se dejó vencer por el desaliento y si, por acaso, lo lastimaron alguna vez las negaciones y postergaciones a que son sometidos, inevitablemente, los hombres de su jerarquía, sólo supo responder con su callada pasión de predestinado, con su tolerante comprensión, con el decoroso silencio de su dignidad abroquelada. La llama del humilde hogar elegido iluminó sus horas tristes o felices; la estrella tutelar fulguró en sus senderos, hasta que el último destello de la lámpara se apagó con el último latido de su corazón. Para él, gloria y fortuna estarán plasmadas en la página inmaculada de la misión cumplida.
Proficua, prolongada labor desarrollada en cuatro décadas de perseverante dedicación. El maestro Kamprad, en definitiva valoración, ha de ser considerado un benemérito de nuestra cultura musical.
Así apreciamos la vida y obra de este artista cuya memoria veneramos. No caben en las líneas de un discurso de homenaje la detallada, integral enumeración de los hechos que suman su total contribución. Sus conciertos periódicos, las celebraciones de las grandes efemérides musicales, la presentación anual de alumnos, su generosa colaboración en toda manifestación de cultura, ilustran el historial de su itinerario artístico. Ensayaremos, empero, un breve análisis de su labor en los aspectos del concertista y musicólogo, situándolos en el escenario del recuerdo, de la anécdota, de la evocación.
Decía con verdad el P. Ignacio Sudupe que "en el arte maravilloso de Kamprad todo es atildado, justo, impecable": Más adelante aludía a su virtuosismo y agregaba seguidamente en tono de protesta de su: "disgusto por esta vida de cenicienta que se ve obligado a soportar"... "recluido a una existencia de excesivo e injusto recato", conceptos que compartimos plenamente.
En trance de evocar, recordamos al maestro Kamprad en las noches de gala de la Orquesta Sinfónica, a la que entregó sin reservas sus mejores entusiasmos. No sería exagerado decir que en el escenario del Teatro Municipal lo vimos envejecer frente a su atril de concertino, a lo largo de las sucesivas muertes y resurrecciones de la orquesta. Evocamos, también, con renovada emoción, la ya vieja estampa del "Cuarteto de Asunción", fundado y dirigido al igual que la Sinfónica, por el maestro Remberto Giménez, denodado "pionero", talento dinámico, voluntad más de diamante que de granito, a cuyas iniciativas tanto debe la cultura del país. Evocamos, por último, en imaginaria resurrección a los músicos extranjeros que integraron el cuarteto y que se nos aparecen en la animada pantalla del recuerdo como imágenes de un cenáculo ilustre congregadas en torno al claro círculo que la luz de los valores proyecta sobre los atriles, mientras ofician el solemne rito de la belleza al rítmico movimiento de los arcos. Allí pareciera estar aún Enrique Marsal, español de nacimiento, artista y caballero, gran amigo, en la cabal y más noble significación conceptual; el alemán Erik Piezunka, violoncelista excepcional, reemplazado más tarde por el checo Otakar Platil, mejor compositor que intérprete y cuyas obras lamentablemente inéditas han de ser apreciadas como la revelación póstuma del creador que vivió, sufrió y murió entre nosotros desconocido en su talento, indigente, postergado. Y entre ellos, Alfredo Kamprad, que los amó en vida y los lloró en la muerte con el llanto de su violín enlutado en la última y desgarradora ofrenda musical de la postrer despedida. Ahora, él también ha ido a sumarse a las sombras sagradas de sus compañeros, sobreviviendo como ellos en esa forma perfecta de vida que nuestro afecto atribuye a los que sirvieron a la verdad de un ideal y que nuestra devoción guarda y recrea en el tabernáculo del recuerdo.
Justo nos parece recordar a estos músicos extranjeros vinculándolos emotivamente a este homenaje. La recordación no ha de omitir a los de los de los tiempos pasados, a los de hoy, a los de siempre, a todos aquellos que como hombres de buena voluntad se identificaron con nuestra suerte y como artistas nos ofrecieron el caudal generoso de su arte, de su amor, de su conocimiento, de su fe.
Un aspecto de particular interés en esta preclara personalidad es la del musicólogo, inclinación que lo lleva a dictar conferencias, escribir artículos y realizar trabajos de investigación, entre los cuales han de señalarse, específicamente, los efectuados entre los indios lenguas. Con ellos convive en sus campamentos, observa sus costumbres, indaga sobre su mitología y religión, estudia su música y sus danzas trasladando al papel la notación de sus melodías. Hemos leído los artículos referentes a este que publicara en 1935 con notas gráficas y el facsímil de las partituras en la "Revista Geográfica América" que se edita en Buenos Aires, y en la "Revista de Educación" de la Asunción. De estos artículos se desprende un vivo calor de humanidad. Kamprad percibe, diciéndolo con sus propias palabras: "que la música de los lenguas tiene muchísima semejanza con la de los incas"... El artista ofrece conciertos a su auditorio indígena. "Con el primer trozo de música clásica -escribe- había conquistado a todos. Los ancianos fueron en busca de los niños, aun de los más pequeños, para que escucharan la música, nueva para ellos. Ya nadie reía. Yo les había hablado al corazón y descubierto lo más hondo de su sentir. Apenas interrumpía mi música para guardar el violín, todos me pedían a una voz que no dejara de tocar y por la alegría que esta me proporcionaba, seguí ejecutando un buen número de piezas clásicas. La emoción de los indios llegó al extremo de que uno del grupo me extendió espontáneamente la mano en señal de gratitud". ¡Inusitado descubrimiento! Imaginad la música de Mozart, Beethoven, y Schumann interpretada ante un público aborigen en el escenario de la hostil y árida naturaleza chaqueña.
Hemos transcripto estos fragmentos aún a riesgo de prolongar nuestra contribución al homenaje, para dejar bosquejado en sus líneas maestras el perfil de una personalidad poseída de un ardiente sentimiento de solidaridad humana, a la que concurrían el valor moral del hombre y el ideal humanista del artista. Romántico por temperamento, pese a su sólida formación clásica, en aquella alma buena de niño grande hacían conjunción los caminos del amor nazareno: amor al hombre, amor a la naturaleza, amor a toda manifestación de belleza.
Lástima que este amor no alcanzara a ser expresado en la obra de creación que perpetúa o, por lo menos, prolonga la presencia del artista. Kamprad, el sensitivo, consagrado por entero a la interpretación, al estudio y a la enseñanza, no ensayó la composición. Acaso no estuviera dotado de la inspiración creadora, o quizás abrumado por las creaciones de los grandes maestros, por quienes desde niño sentía una ilimitada devoción, se juzgó impotente para emularlos, e inhibido, consideró que fuera de aquellos límites cercanos a la perfección, debía concretarse a ser lo que fue: el fiel intérprete, el virtuoso propalador de la obra del genio.
Como derivación de su labor de profesor y musicólogo o con fines de divulgación, dictó conferencias, en cuyo contenido -fondo y forma- puso de manifiesto su vasta ilustración musical, no la fría y descarnada de los eruditos sin alma, sino la cálida y comunicativa del artista que piensa y habla en función de maestro.
Al final de la jornada
Hemos visitado al artista en su lecho de dolor y bien lo comprendemos, el ciclo fatal está por cerrarse y el ángel del destino va plegando lentamente sus alas sobre una vida que se desploma. Con la congoja del presentimiento, vuelve el eco de la quinta sinfonía a resonar en la intimidad de nuestra consciencia, esta vez con el grave tono de un funesto presagio. Todo proclama en la sobria estancia la nobilísima trayectoria de una existencia ejemplar. Hay horas en que el alma del hombre se trasfunde en el alma de las cosas. Cerca, al alcance de la mano, el violín propicio; en las paredes, fotografías en que han quedado plasmados aconteceres felices; en cuidados anaqueles, libros, su valioso repertorio, originales de publicaciones y conferencias y álbumes de recortes, archivo de los días vividos que se detienen en el recuerdo como arrecifes interpuestos en la corriente del tiempo ¡Tantas cosas que atesoramos con amor y que llegan a ser como un reflejo de nuestra propia vida! Acariciamos el violín con temblor de emoción que se prolonga en un retener de lágrimas cuando estrechamos por última vez su diestra amiga.
Aun con la condena de un diagnóstico sombrío, ha perseverado mientras ha podido permanecer de pie, en la práctica de sus habituales ejercicios de las primeras horas de la mañana: dos horas consagradas al repaso de sus piezas preferidas y dedicadas por entero al culto de la vocación y a la veneración de los maestros. Mas, pronto las energías lo abandonan, el brazo se niega a sostener el arco y el instrumento que no puede apoyarse sobre el pecho lacerado se le cae de la mano. Ha llegado la hora más triste y, a contraluz, la más elevada a la vez qué la más bella y profunda, la hora sagrada en que la vida del hombre bueno ofrece sus resultados. Reposa desolado con el violín silencioso, caído a su lado como pájaro aterido par un helado soplo letal. Es el violín de la lección y del mensaje, el mismo de sus memorables conciertos; el del concertino de la Orquesta Sinfónica; el de las amables tenidas invernales; el que cautivara a los indios con la magia de su sonido y reprodujera sus melodías salvajes!. ¡Cómo recordamos, por contraste, al niño abrazando en el sueño el diminuto violín que en las lejanas noches hogareñas sonaba con balbuceos de iniciación en los conciertos de la orquesta familiar!. Es el momento de la separación; el minuto en que dejamos impresa en el sendero fatal la huella de un símbolo. El "nunca más" grazna agorero en la invisible cornisa. El artista toma por última vez el instrumento, lo acaricia largamente y una lágrima hiere las cuerdas arrancándoles la última nota que se apaga en el eco de un sollozo. Esta última nota que contesta al interrogante del destino con un "cumplido está", definitivo. A su lado, la esposa fuerte y buena alentándolo y consolándolo con la ternura del amor verdadero. Más, toda esperanza se disipa ante la certidumbre de lo irremediable. En el hito con la frontera invisible, confundidos en la lágrima y la plegaria, enlazadas las manos consagradas, inclinan las frentes hasta tocarse sobre mudo cordaje, como sobre la cuna vacía del hijo ausente.
Después... se apagan las notas finales de la "Sinfonía del Destino" en solemne "de profundis", ante el pórtico del gran silencio. Calla Beethoven y se aviva la luz de una lejana estrella.
Sursum Corda
Calla Beethoven; interroga Shakespeare: ¿Morir, dormir, soñar acaso?. ¿La dura vigilia de la vida, se prolonga en el plácido sueño de la muerte? ¡Vida y muerte!. ¿Estaciones, quizás, de un eterno peregrinaje bajo la tutela del destino? Mientras en el rostro de la duda se dibuja una trágica sonrisa, la fe enciende un cirio en el altar. El manto del silencio acalla por igual la imprecación y la plegaria, sombras de palabras sin eco que se pierden en la insondable inmensidad.
Ha muerto el maestro Kamprad. La hora de su muerte es la hora de nuestra gratitud. Gratitud por lo que hizo en esta tierra, en la que eligió su sendero de paz y ubicó la meta de su sueño; la tierra de su siembra y su cosecha. La una, fue su fortuna; la otra, su gloria. La imagen del peregrino que llega al término del viaje, se asocia el recuerdo de los acaeceres del itinerario. Entre nosotros amó y fue amado; sufrió, consoló y fue consolado; soñó y entregó la más pura dación de su espíritu a un supremo ideal. Hasta su última hora de amor y de dolor fue bella.
En su patria de adopción, el maestro Alfredo Kamprad, artífice de nuestra cultura musical, cumplió con altísima dignidad de hombre y de artista, el mandato del destino.
La oración está dicha.
(1) Publicado en la Revista del Ateneo Paraguayo. Asunción, diciembre de 1964,
p.13-18.
HÉCTOR BLAS RUIZ
a Roberto Holden Jara
De un lado y del otro de una pared medianera
Por muchos años, vecindad de paredes contiguas; trato asiduo en el diario ejercicio del vivir y el convivir; conjunción de senderos afines que se funden, al fin, en un camino común que en suma de compartidos tramos han ido forjando una amistad que le aproxima, envejecida y fraternal, a los nevados linderos del medio siglo.
De un lado de una pared medianera y sobre la calle Manduvirá, hallábase instalada la pulcra y bien montada clínica de un médico joven, anexa a las habitaciones de la morada familiar que, por los detalles de un depurado buen gusto, declaraba a simple vista las aficiones estéticas de quienes la habitaban. Corroborábase esta inicial impresión, cuando la amistad naciente, al franquear la entrada del ámbito hogareño, dio acceso, al mismo tiempo, a las claridades del íntimo conocimiento. Recién entonces nos fue fácil advertir que lo que habíamos juzgado como afición accidental era, en puridad, el cabal testimonio de una vocación. A tal conclusión inducía el simple examen de la pequeña pero escogida colección, en la que, al lado de óleos, dibujos y acuarelas de artistas conocidos, se exhibían con recatada discreción los de la propia cosecha que llevaban la firma de Héctor Blas Ruiz, precursor de los médicos pintores del país.
Del otro lado del lindero, extendíase un edificio que haciendo esquina en Manduvirá y 25 de Diciembre (a), prolongábase en ángulo recto sobre esta última calle a lo largo de la vereda opuesta al Palacio de los Tribunales. En aquella esquina tenía su asiento una extraña farmacia más conocida por bohemia y accesible que por la finalidad a que la habían destinado sus fundadores. En espaciosas estancias alinéabanse: despacho, laboratorio, depósito y, entre ellos, como un oasis situado en las áridas dependencias del quehacer profesional, el espacio acogedor de la rebotica, consagrado por universal tradición al cultivo de la amable convivencia, muchas veces canalizado en las manifestaciones de la cultura, que florecía en peñas y en tertulias y cuyo eco impregnado de calor humano, trascendía -en el acento poético de los recitales, en la lírica vehemencia de las lecturas y en el elevado tono de las románticas polémicas- hasta el adyacente albergue familiar donde se las acogía con conmovida solidaridad.
Primera digresión en una primera incoherencia
Es que, en el martirizado afán de rescatar la luz de la estrella eclipsada, escribo a la zaga de los fluctuantes caprichos de la memoria, entre recuerdos y símbolos; recuerdos que enaltecen y símbolos cuyo oculto sentido no alcanzo a descifrar.
Y retrocediendo en el recuerdo para avanzar en el relato, revivo los días que transcurrieron entre el ocaso del ciclo galénico y la era industrial del específico en que fue fundada la farmacia de marras. Pobre, en el sentido material del vocablo, de reciente data, además, no hacía gala de los ornamentales distintivos de las boticas de antaño, aquellas que lucían sobre el pulido mármol de la mesa del despacho el par de grandes vasos de cristal que, por su elegante conformación, semejaban ánforas sin asas. Cada una contenía, en su transparente concavidad, un líquido teñido en distinto color que, de ordinario, variaba entre el azul del índigo, el rojo vivo de la púrpura o el amarillo de oro de la cúrcuma, y que al destellar por el sutil impacto de la luz, proyectábase en el ambiente diluido en una tenue, evanescente atmósfera de fantasmagórica apariencia.
El uso remoto de estos vasos en su función de caracterizar la oficina del farmacéutico debió tener su origen en la época legendaria de la alquimia y, acaso, en tal sentido, estuviera asociado al caduceo; vara de olivo en cuyo fuste se enroscaba una serpiente que por la facultad de mudar periódicamente la piel, alegorizaba la perenne renovación de la vida; facultad en la que es lícito suponer radicara la razón por la cual devino en símbolo de la Medicina. Dícese que Apolo lo cedió a Mercurio a cambio de la lira de las siete cuerdas. Con el tiempo y ya modificado por el uso, vino a ser, bajo el amparo de las Olímpicas potestades, el emblema -doble y contradictorio- de la paz y del comercio.
Para completar por cuenta propia una trilogía simbólica, tentado estoy de agregar a vasos ornamentales y caduceos místicos, el pendular reloj de pared, símbolo universal del dramático discurrir de la aventura humana. Desde la esfera fijada en la pared, lanzaba al galope una incontable sucesión de latidos, velados por el breve campaneo con que el infalible mecanismo parcelaba por mitades las horas. Aquel tic tac repetido incansablemente con monótona persistencia, semejaba el leve y tenaz golpeteo de un alado martillo que con paciencia eternal estuviera crucificando al tiempo.
Aunque la pujante invasión de especialidades medicinales empezaba a desplazar de estanterías, armarios y repisas los hasta ayer inamovibles potes de decorativa cerámica y los relucientes frascos con rótulos latinas de historiadas letras, aun se conservaba, relegados a un progresivo abandono, implementos y accesorios propios de lo que llamábamos "farmacia clásica", de cuya práctica, dicho sea de paso, nos enorgullecíamos. Aparte de los elementos de uso constante que por conocidos, se hace innecesario mencionar, no faltaban por exigencia de un nutrido petitorio: pipetas, probetas, balanza de precisión, matraces, balones, lixiviadores, alambiques y almireces...
Un paréntesis que encierra una anécdota
Esta aparatosa oficina que mostraba ya los signos de una incipiente decadencia estaba envuelta, en opinión de un presunto orientalista, extravagante y pintoresco, por el aura, alternativamente benévola o maléfica que circundara en épocas pretéritas la cueva del alquimista.
La esotérica visión parecía patentizarse con mayor nitidez en la mente del supuesto vidente cuando se manifestaba bajo el estímulo de nepentes y destilados, que iluminaban sus momentos de éxtasis -sabiamente distribuidos entre trago y trago- con la luz interna que descubre tanto las formas de misterio de los siglos pasados como las quiméricas, insondables realidades del futuro. Visiones, fantasías, alucinaciones más o menos etílicas, que nada tenían que ver con las mágicas fórmulas del elixir de larga vida, ni con las proteicas virtudes de la piedra filosofal.
Dicen los pocos que no olvidan, que durante un lapso prolongado nuestra "cueva" fue centro de irradiación cultural, foco de convocatoria y que en sus ámbitos se exaltó, líricamente, al sueño creador y se glorificaron los fueros inviolables de la dignidad humana. Por contraste, lenguas viperinas, aguzadas intérpretes de la mala intención, le atribuyeron carácter de conspiratorio y mentidero y, como si fuera poco, huroneando y preguntando, dieron en descubrir el rincón oculto, donde, de cuando en cuando, la curiosidad trascendental que aflige al hombre inmerso en la incertidumbre de
la supervivencia, se confunde ante el asombro que emerge espectral de los confusos atisbos del Más Allá.
Intermezzo
Perdona, hermano, que en beneficio personal me haya apropiado de la primera parte de este insubstancial discurso, asignándote, por consecuencia, la segunda y última acción reprochable que reclama el condigno desagravio. Y lo tendrás, a renglón seguido, pues escrito está desde los tiempos bíblicos que en este toma y daca de las relaciones humanas "los últimos serán los primeros".
Lejanos y felices tiempos de juventud
No sé si vendrá a cuento este proemio escrito para decirte que, pese a lo dicho, nunca creí en patrañas de magos y nigromantes, ni en brujerías, ni en milagros, y que sólo me incliné con religioso respeto ante las leyes inflexibles de la Naturaleza y, fatalista, acaté con íntimo temor "los decretos inexorables del destino".
Dicho lo que antecede, me remonto a los años de nuestra mocedad para detenerme en el momento crítico en que un gradual proceso de renovación maduraba en nuestros espíritus que, si bien vacilante e incierto en un comienzo, fue afirmándose, después, con sostenida obstinación, fenómeno que atribuimos bromeando, a la picaresca intervención de los duendes familiares, traviesos y propicios... Ya, para entonces, no era raro encontrar entre las páginas de tus libros y revistas de medicina, dibujos y bosquejos y, en algún rincón de la casa, una mancha cubriendo a medias un cuadro al óleo recién terminado. A pocos metros, pared de por medio, yacían escondidos entre hojas de formularios y recetarios farmacéuticos, los originales de una escena inconclusa o de una glosa en agraz.
El anonimato, celosamente guardado, no podía prolongarse indefinidamente y como era de esperar, lo vergonzante al ponerse de manifiesto dejó de serlo, dando lugar a que un inocente pasa tiempo se convirtiera, automáticamente, en defecto cercano al pecado, pasible de las correspondientes sanciones verbales del bilingüe vocabulario vecinal. Sabido es que en las ciudades pequeñas como en las aldeas populares -"pueblo chico, infierno grande"- todo secreto se ahoga en el oleaje de murmuraciones capciosas y comentarios de doble y si cabe triple intención, echados a rodar en las carambolas del enredo por la ofensiva conjunta de comadres, chismosos y embrollones. Ese utilísimo anonimato, que habíamos perdido, era la única salvaguarda que nos asistía frente a las acechanzas de "tabúes" y prejuicios que nutrían a la severa censura aplicada con rigor al profesional "mal entretenido" que, egresado de la Universidad, incurriera en la lamentable debilidad de perder el tiempo en las baladíes inconsistencias del arte, a punto tal que presentar una exposición, como estrenar un drama, equivalía a provocar una espantable estampía de clientes tardíamente prevenidos.
Como descargo y a manera de nota marginal, me resulta placentero recordar que algunos que nos reprochaban esta rareza de disgregar el tiempo en románticas fruslerías, lo malgastaban, a su vez, en las artimañas del juego, en la despiadada persecución de las fámulas, o en el desaprensivo ejercicio de urdir y difundir la maligna intriga política.
A pesar de todo, no pudiendo con nuestro genio, rompimos el asfixiante cerco, y tú expusiste tus cuadros, y hasta yo - ¡válgame Dios!- me atreví a estrenar el primer drama.
Así, en este reducido escenario que tuvo por eje una pared medianera, transcurrió el período más bello y dinámico de nuestra ajetreada juventud. De un lado: el médico, pintor y deportista; escalpelo, pincel y raqueta en mano, cada cosa a su hora y en el minuto preciso; del otro, el farmacéutico que para no marchar a la zaga de su vecino en lo que a número y variedad de ocupaciones irrentables se refiere, optó por hacer la parodia del deportista encarnándose en el hincha "ciclonero" (b) que quema en los desbordes de las tardes bravías del Barrio Obrero, todo el veneno acumulado en una intensa semana de trabajo y preocupaciones.
Interrogantes
¿Fue hobby? ¿O para decirlo, como corresponde en castellano: pasatiempo... derivativo... búsqueda inconsciente de la íntima expresión o necesidad de un cambio que al diversificar las labores habituales, aminore la fatiga con la evasión de angustias más o menos metafísicas, logro al fin de un instante de paz que ha quedado plasmado en la tela o escrito en la cuartilla?.
¿Fue vocación? ¿O no está en ella el llamado insistente de la voluntad que nos inclina a componer con las líneas de fuerza del destino los rasgos de una personalidad capaz de proyectarse en la materialización de los sueños?
En un intento de relacionar entre sí ambas interrogantes, recurro a la intermediación de un tercero: ¿No será que este intruso anglicismo -naturalmente me refiero a "hobby"- significa, tomado en su acepción recóndita, la obstinada manifestación de una vocación frustrada, o si se quiere decir con otras palabras: lo que no fue debiendo haber sido?
Ahora, que, viejo yo, en vísperas de serlo tú, pero aún veraces y lúcidos, puedo escribirlo con todas las letras fue una doble vocación la tuya: la nobilísima del médico complementada con la enaltecedora del artista que persiguiendo un ideal de superación logra forjarse una singular personalidad.
Desde los umbrales del salón iluminado (y mucho tiempo después)
Me detengo y miro con cierta timidez. La luz parece irisarse con los colores de los cuadros expuestos. Me siento extraño pero feliz ¡Hace tanto tiempo que permanezco aislado en mi rincón de soledad que esta escapada de hoy tiene sabor de la rabona escolar! Observo con satisfacción cómo te mueves entre la gente con un gentil talante que, aunque con menguas, recuerda con alguna aproximación el andar ágil y elástico de tus años mozos. Estoy alegre y se explica: en el salón iluminado se expone la labor pictórica de tus últimos años.
Críticas, opiniones e impresiones
Entro... luego divago y, por fin, monologo en silencio. Exiguo público que va aumentando de a poco, minuto a minuto. Todo transcurre con la suave lentitud de una serena espera. Se van formando los consabidos corrillos. Las opiniones como ocurre en actos similares, están divididas y sospecho que parcializadas de antemano. Alguien -ignoro con qué autoridad- habla de formas y contornos bien señalados que interpreto como una atinada referencia al conocimiento aplicado del dibujo. Un joven de palabra fácil y gesto convincente advierte la fidelidad del color en el trasunto afortunado; otro disiente, y no falta un tercero en discordia que alegue que la afirmación inicial sería la correcta si no fuera por el empleo impreciso de los matices complementarios, una manera elegante de quedar bien con Dios y con el diablo, aportando a la controversia la solución salomónica. Se alude a proporciones, a perspectivas, a la sensación de volumen, a la luz que diafaniza y al color que da vida al paisaje. La presencia de estos elementos considerados "tabú" en los tiempos de nuestra limitada y ahora anacronizada formación, empleados a conciencia por nuestro artista permitían asignarle una filiación que no excluye la impronta académica.
Me adelanto y sigo escuchando. Una voz articula con notoria suficiencia esta frase que encierra una opinión calificadora de objetiva y elemental constatación: "Muestra predominantemente paisajista"; otra voz parece complementar la observación al aseverar que en algunas telas existe la tendencia hacia un moderado cromatismo que, miradas en conjunto, contribuyen a dotarlas de cierto carácter decorativo.
Hoy como ayer y como siempre hay juicios que por la manera comedida y cordial con que son formulados, se escuchan con placer aun cuando no convenzan; otros, en cambio, aunque certeros, resultan desagradables por venir adobados con ese tono de disociante fatuidad, fraudulenta pedantería de un falso "magister dixit" que se escucha a sí misma antes de alcanzar, limpia de vanidad, al corazón y a la mente de quienes esperan ser instruidos.
Entre el escuchar y el meditar, observo con ánimo solidario, cuadro por cuadro y grabo "in mente" mis preferencias: un lapacho solitario que me impresiona por la armonía de luz y colorido entre el árbol florecido y el achaparrado cocueré que lo rodea; "Ocaso" a la par que "Luz y sombra" por los imponderables, latentes en lo contrastante y sugestivo; percibo la cálida atmósfera de "Mañanita de sol" y un hábito de misterio en "Asunción dormida". Hay dos óleos que se inspiran en motivos similares, rincones de selva en que la luz se cuela en los claros que intermedian entre los árboles y que reviven en mi memoria lugares que me fueron familiares en la adolescencia y por los que feliz solía vagar sin rumbo fijo ni propósito declarado. En tres cuadros ensaya sus aptitudes de pintor figurativo que, a mi juicio, abren posibilidades a una labor futura.
Termino este placentero paseo de paso corto y espacio limitado, deteniéndome ante el sereno fulgor de "Claro de luna" y la pompa tropical de jardines, miradores y pérgolas, exuberantes de jazmineros y "santa ritas" trasuntadas con cuidadosa fidelidad.
Hasta aquí -impresión pura- llegó mi atrevimiento. La impresión, manera simple y directa con que el hombre común juzga sin complicaciones lo que ve y lo que siente.
Entretanto -era fatal- se promueven diálogos, a ratos polémicos; en otros, sosegados como si en ellos confluyeran dos corrientes encontradas en un plácido remanso, sobre temas relacionados con las viejas y nuevas escuelas y tendencias, concretamente entre lo que es o pretende ser y lo que fue y, para decirlo con propiedad, en lo que es por haber sido, en puridad, partes de un largo proceso por etapas de una continuidad sin término. De las comparaciones surgen las diferencias y de éstas la controversia... y de la controversia... ¿la luz?
Anécdota número dos
El tópico de la glosa anterior me conduce con rauda espontaneidad al recuerdo de la anécdota. Era un salón como éste. No interesan lugar ni fecha y he olvidado el nombre de los protagonistas. Anécdota válida sólo como antecedente. Como siempre, opiniones controvertidas o juicios coincidentes según fueran emitidos en el círculo de afines o trascendieran a los corrillos adversos. Aunque, entonces, los conceptos se volcaran en otra forma de expresión, el pensamiento rector era el mismo aunque amoldado, hoy, en el equivalente troquel de otras palabras.
Frente a los cuadros, la concurrencia no muy nutrida, se desperdigaba en grupos, que de entrada -facha, porte e indumento- delataban sus antagónicas tendencias con más ironía contenida que hostilidad manifiesta .La cosa oscilaba entre el diálogo franco y la murmuración solapada.
Del grupo conservador partió la saeta portadora de la chispa encubierta en una voz grave y alta: voz de dómine. Frente a un paisaje en que la luz de un mediodía estival al chocar contra el verde límite de una isla selvática proyectábase sobre la límpida superficie de un lago creando, a un tiempo, a la distancia, sensación de una lejana y polvorienta perspectiva. La tal saeta traducida al lenguaje de las intenciones alusivas, tomaba la forma de una descomunal alabanza, textualmente expresada en esta frase: "En este cuadro hay aire, se lo ve, se lo respira". De un cercano grupo modernista al instante voló la respuesta rebotante y rotunda condensada en un solo vocablo de urticante acento: "pasatista".
Digresivamente: pensé, entonces, y vuelvo a pensar ahora, que desde los albores de la vida, bajo el cielo de las primeras auroras, el ser, para sobrevivir, lucha, compite, juega su carta de azar extrayéndola entre los naipes del destino y el vencedor, implacablemente, impone su voluntad. No se salvará del castigo, ni de la cicatriz ni de la herida, quien pretenda eludir los dictados de esta ley -dura ley- esquivando en vano la elíptica del amplio y certero revolotear del látigo crítico, con que, a su turno, se azotan entre sí las generaciones.
El interrogante final
Haciendo abstracción del desnivelado discurrir de estas glosas, imagino que a alguien con la doble autoridad de magister y de artista, se le debe haber ocurrido valorizar la contribución que en el orden de la cultura y al margen del específico quehacer cotidiano, han prestado a nuestros pueblos latinoamericanos sus profesionales liberales.
Obrando y pensando con equidad ¿en qué categoría ubicaríamos al médico pintor, al ingeniero músico, al arquitecto poeta, y al químico comediógrafo, que por las condiciones singulares en que se desenvuelven sus aficiones extra profesionales, recuerdan la concepción tolstoiana del arte y del artista? ¿Qué importancia debe atribuirse a esta actividad que tiende con supremo desinterés a desarrollar en plenitud el potencial cultural de la personalidad?
La ultima digresión en la glosa del retorno
Sí, retornar por atajos de azul lejanía, cada uno a un lado de la pared lindera, entre recuerdos que salvan y visiones anunciadoras. Como en los días de nuestra iniciación habrá voces que percibiremos como un distante rumor de alas quebradas, pulidas, sedientas de luz, que se dilatarán en las desveladas secuelas de las pesadillas. Cuando llegue la hora, la pequeña puerta rematada en un arco de pórtico y que fue clausurada cuando nuestros senderos se bifurcaron, se abrirá, silenciosamente, al ingrávido empuje de una espectral mano iluminada. Allí mismo donde nació este pequeño y quimérico mundo nuestro sólo para acunar un sueño, esculpiremos con cinceles de olvido sobre la piedra inmaculada el eco de la última plegaria.
Hasta el fin consecuentemente
Así como está dicho, consecuentemente, hasta el fin. Tú con tus colores y pinceles, yo, acumulando sin sentido y sin tregua cuartillas inéditas que si alcanzaran a ver la luz del día siguiente, sería porqué al conjuro de un designio fatal manos piadosamente intrusas las habrían salvado del fuego de la víspera.
Lindo fue aquel tramo de camino común trazado desde los hontanares de la mocedad hasta los surcos fecundos de sazonada horas. Más allá del término de aquel compartido ciclo y al amparo del vibrante influjo de nuestro diario trajinar, diríase que el camino, hijo de nuestras huellas, detenido en su alongamiento cuando nos fuimos, hubiera asimilado las esencias humanas que lo dotaron de la mágica facultad de crecer ajeno a toda extraña asistencia. Se tuvo, entonces, una singular competencia, absurdamente ignorada, entre la predestinada trayectoria del camino y el camino en procura de aprisionar la extraviada huella del hombre. Por eso, ahora que retornamos, no tendremos que buscar el punto terminal de la antigua trocha yacente sobre el rumbo prefijado; la encontraremos espetándonos allí donde comienzan las heladas eras del invierno.
Y cuando hombre y rumbo se encuentran de nuevo, será el momento en que empecemos a intuir que por aquel camino olvidado transitó en nuestra ausencia, peregrina de la desesperanza, una preñez sin alumbramiento, cabal alegoría de que no pudimos, o, quizás, no supimos ser.
Y es la pregunta: -¿Estará en los planes de la Naturaleza un hipotético retorno en oleadas de generaciones que regresan para responder al terrible desafío de alcanzar la perfección antes de merecer el gozo y la gloria de la vida eterna? ¿Volveremos a transitar juntos los mismos senderos, a ser citados en la misma pared medianera?
Y es la respuesta: ¡No, mil veces no! ¿Volver a repetir la trágica experiencia humana a gozar por el término deleznable del instante que se olvida los fementidos placeres de una felicidad huidiza?. La Naturaleza, deidad creadora de una infinita, inagotable variedad de formas, no se copia a sí misma. Si esta vida terrenal se repitiera, nacería con el estigma de la doble muerte.
¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Hacia qué estrella apunta la brújula su aguja imantada? Más allá de los alcances de la mente humana, no hay preguntas ni respuestas. El misterio, fuente de vida y de muerte, no se encierra en los textos de la verdad revelada; es, en la infinitud de su omnipotencia, la verdad absoluta y eterna.
Imagino que dentro de una gran luz silenciosa, el espíritu ávido de eternidad, incorpora a la estrella al átomo inmortal que engendró nuestra ansiedad.
a) Manduvirá y 25 de Diciembre denominábase entonces las calles que después se conocieron como 14 de Julio y Chile, respectivamente, lo que prueba que desde siempre predominó en la sesera de intendentes y ediles -con frecuencia habitáculo de ideas raras- la tendencia de asignar y cambiar el nombre de las arterias capitalinas, inspirados vaya a saber en qué caprichosas motivaciones.
b) Ciclonero, en alusión al Club Cerro Porteño, conocido también por el "Ciclón de Barrio Obrero" (N. del A.)
(Noviembre de 1973).
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JUAN A. SAMUDIO
(1879 - 1935)
a la memoria de Domingo Franchi
De pie sobre la cubierta del barco en marcha, el joven artista contempla el muelle que el sol de febrero ilumina. Se agitan los pañuelos en señal de despedida. Poco a poco con la distancia, la visión va esfumándose hasta perderse en los dominios del recuerdo, y fijos los ojos en las costas cambiantes evoca ahora, los años idos.
Y se siente de nuevo niño, de pies descalzos, vistiendo la limpia ropita remendada por las laboriosas manos maternales, retornan a su espíritu idealizadas y sutiles las imágenes de su niñez, aquellas largas horas de clase en la humilde y por humilde cristiana escuelita, cuya campana tenía la voz metálica de un templo; aquellas siestas primaverales de los suburbios asuncenos, pobladas de traviesos curupíes, en la época de la pandorga y del pido palo; retornan en lento vuelo las horas vividas, animadas de emoción, y sobre un fondo iluminado de luz tropical que la retina percibe en la penumbra de los ojos entrecerrados desfila la pandilla del barrio, entrenada en el remedo heroico de las guerrillas y en el trepar ágil a guayabos y naranjos en procura de la dorada fruta que calma la sed y sacia el apetito. Y va sumando sensaciones: aquellas correrías en el Riacho y el Pasito, en que navegantes en frágil canoa ¡oh argonautas de la imaginación! - soñaban en viajes a países de encanto y maravilla. Y el espanto de la noche aquella en que su madre lo llevó, por primera vez, al toro candil, en la galopa del barrio, el día de la Virgen. Y sigue evocando los días de la Comunión, de la Cruz y del Nacimiento, de los calvarios sombríos de coros lastimeros, y los pesebres policromos saturados de olor de flor de cocotero y animados por la música de guitarras y rabeles. Sonríe al recordar la primera audacia de su vocación, cuando en la página del deber de Aritmética, sin darse cuenta de la atrocidad, impulsado por extraña fuerza, dibujó con rasgo duro e impreciso la propia imagen del magister, el de la palmeta implacable. La evocación se hace sentimiento y una lágrima se desliza en sus mejillas. Otra imagen, portadora de la luz perenne, ha quedado fija en su espíritu. Es la madre, que con sus ahorros ha comprado al niño precoz la primera caja de colores, y con ella en las manos temblorosas, ha cruzado la humilde estancia de puntillas, para no despertar al hijito dormido y arrodillándose la deposita al lado de los zapatitos domingueros en el alfeizar de la ventana que, entreabierta, recibe para la madre que se asoma, como una bendición de lo alto, la claridad lunar de aquella lejana noche de Reyes.
Eslabón con eslabón va rehaciendo los años que encadenan su vida, y revive aquellos de adolescencia y ensueño en que se ejercita en las labores de su artesanía, y aquellos otros de su juventud en que se gana la vida por sus manos en el rudo bregar del obrero. Para él, la escalera del pintor es el símbolo de la ascensión. De pie en el último peldaño no tiene más que un recurso: volar. Y su vocación a impulsos de una fuerte voluntad lo elevó muy alto y en las aulas del viejo Instituto, desnudó su talento y miró de frente a su destino.
Ya en el Océano, la visión de la patria y de la madre se subliman. Quedan atrás su niñez, su adolescencia, parte de su juventud. Y allá en su tierra la madre espera el retorno, heroica mujer de plantas santificadas en los caminos de la Residenta; de manos milagrosas hechas para secar sudores de muerte en los días sin sol de la guerra grande. A la distancia queda su pequeño grande Paraguay, ocultando su dolor y su gloria bajo el manto de la belleza eterna. Pero aquello pertenece al pasado. Ahora, va a conquistar el porvenir ¡Salve juventud!.
Corrían los primeros años de este siglo. En Europa, el ideal había llegado a una alta culminación, iluminado por la aurora sin ocaso del Renacimiento y renovado por la fuente Castalia del Romanticismo. El espíritu creaba fórmulas de fraternidad, y el Arte, religión de los que han superado al egoísmo, buscaba nuevas formas y nuevas direcciones. La inquietud de encontrarse a sí mismo se hizo universal, y el lema de Brand, del formidable Ibsen: "o todo o nada", gritó su angustia en el alma de los creadores desorientados en un mundo que creía haber agotado sus formas. El Romanticismo en el Arte, correspondiente al liberalismo en política, había dado, como éste, sus mejores frutos. Las frentes acariciadas por el soplo helénico y dignificadas por el beso de Jesús, empezaban a inclinarse sobre rojos breviarios. Y como la vida misma, compleja, multiforme y varia, con sus formas específicas, sus taras y su herencia se resume en potencia en la inicial célula, todo el Siglo XX, trasunto del primer milenario de trágicas profecías, está latente en los años de su primera década. Época de iluminación que proyecta zonas de sombra en la dilatada perspectiva del destino humano.
En Italia el sol es claro y el cielo azul. El alma humana, ardiente, encendida de pasión. En Roma impera la Academia. El respeto a lo clásico adquiere la rigidez de un dogma. El "magister dixit" no permite ninguna audacia. Las ruinas del Coliseo, del Foro, el Arco de Trajano, la Vía Apia, imponen el culto de lo antiguo. El Vaticano con sus "loggias", sus "stanzas", el Juicio Final, la Pietá, es la tradición. Las formas no pueden ser superadas. Pero la juventud iconoclasta conspira. Se admira a Manet, se nombra a Grosso, se discute a Cézanne...
Samudio ingresa a la Academia, estudia con ardor; respeta los cánones. Pinta al óleo, ensaya la acuarela, consagra gran parte de su tiempo al dibujo. Su temperamento melancólico gusta a los tramontos otoñales, de tonalidades sombrías. Bajo la influencia académica pintará su "Noche de luna", que se conserva en el Museo Godoy.
De tiempo en tiempo se evade, se emancipa del ambiente académico, se acerca a la Naturaleza. Hoy se lo sorprende en los floridos días de mayo, pintando en la alegre campiña romana. Come en las tratorias, duerme en el lugar en que lo toma la noche. Mañana hará copias en el Museo de Florencia... Después en la capital del mundo: París... luego Bélgica, Alemania.
Renueva su visión en las cambiantes perspectivas de los viajes. El ex-obrero de Asunción adquiere cultura. Y vuelve de nuevo a la Academia y pinta bajo la mirada vigilante del maestro, los clásicos modelos.
Vienen los días de Venecia que evocará siempre como los mejores de su vida. Un hálito de renovación dinamiza el alma inquieta de la juventud. Grosso, insigne y libre, es allí el apóstol del impresionismo. Hettore Tito enseña el arte de pintar y da lecciones de dignidad artística. Por los amplios ventanales, penetra, junto con el sol claro, el aire libre del mar. Las almas están en estado de gracia. Se habla en alta voz, mejor dicho se piensa en voz alta. Los niños juegan en la costa frente al paso de Lido, donde el Dux arrojaba al mar su anillo nupcial en señal de alianza. En la calle, junto a los palacios, el pueblo celebra sus fiestas espontáneas; ricas en color y movimiento -alegres danzas, cantos, flores, salud plena- escenas que Favretto documenta.
Y por las noches saturadas de palor lunar en los canales, cruzados por arcadas de viejos e historiados puentes, viajera de la quimera, en góndola de andar lento y ritmo voluptuoso, la juventud, cantara la eterna serenata a la amada lejana e inefable, jamás alcanzada, que simboliza el ensueño vivido y el ideal irrealizado.
Fruto de aquel momento es su obra: "Puente de Canónica", premiado en la exposición del primer Centenario Argentino (1910). Emana de este cuadro de medias tonalidades -luz y sombra- una suave melancolía que induce a soñar.
En Venecia cultiva la técnica puntillista del tirolés Segantini y toma filiación en su escuela. Bajo su influencia pintará después su admirable "Oratorio".
Hemos tenido en nuestras manos un álbum de bocetos y dibujos de distintas épocas de su vida. Sirve de portada una caricatura hecha por Sorazábal. El álbum contiene unos doscientos dibujos. Pedazos de papel con la nota interesante captada en la vida cotidiana, escenas, tipos, retratos, estudios de composición, copias, desnudos, paisajes; y, entre tanto trabajo propio, dibujos con dedicatoria, afectuoso presente de amigos y camaradas. Su paso por Venecia y por París está allí documentado. Altos edificios arcaicos de la Chioggia, puentes venecianos, barcazas amarradas como abandonadas de toda humana asistencia, escalinatas que dan al mar, rincones del camposanto de aldea, edificios solitarios cubiertos de sombra, torres y cúpulas que se destacan sobre los tejados, mujeres pensativas, niños tristones vagabundos. En sus últimas páginas, bocetos y dibujos del Paraguay, la cúpula del Oratorio, Caacupé con su Iglesia y al fondo, el magnífico panorama, retratos de campesinos, un arpero semidormido sueña sobre el cordaje vibrante.
¡Con cuánta emoción he ojeado estas páginas! En ellas está encendida la luz de su espíritu; en ellas dejaron sus huellas las horas serenas, fecundadoras de esperanzas; y las tristes que amortajan ensueños. Allí están los días de sol de la juventud, y los grises de la amargura. Al analizar el contenido de este álbum, nos hemos preguntado: ¿por qué Samudio no cultivó con más dedicación la figura, para la que tan especiales aptitudes poseía? Y surge, espontánea, a flor de labios esta otra interrogante: ¿qué obra hubiera realizado Samudio en otro medio más propicio al impulso creador? Admiramos emocionadas el heroísmo de estos artistas y precursores que renunciaron a posibilidades de gloria y fortuna que otros climas les ofrecían, que todo lo sufrieron y todo lo olvidaron, para vivir pobres y desconocidos en la patria, embelleciéndola con los frutos que da el talento, hora a hora, sin pedir nada, dándolo todo.
Hace años, siendo estudiante, en un atardecer invernal, vi por primera vez a Samudio, envuelto en amplia capa y tocado por un sombrero de alas anchas que proyectaba una leve sombra sobre la noble faz del artista. Por aquel entonces exponía en los salones del Gimnasio, cuya dirección espiritual ejercía por derecho propio. Su técnica había cedido al avasallador influjo del impresionismo, y a los tonos sombríos, de la primera época, suplantaban ahora los claros y brillantes, fieles traducidores de la naturaleza del trópico. ¡Fiesta de sol, lujuria de colores!. Lo que ha dado en llamarse "estado de ánimo" y que proyecta en la obra de arte lo que de personal tiene el artista, lo que le da dignidad y lo hace intérprete y no esclavo de la naturaleza, estaba presente en aquella muestra, revelando la culminación de un fuerte temperamento.
Y ya que hemos desembocado en la avenida del recuerdo, internémonos en ella, en pos de la evocación.
Era silencioso, grave y reflexivo. Su vida interior se traducía en su obra, en el color que el pincel iba transmitiendo a la tela virgen. Su existencia estará consagrada al arte, y un amor total inquebrantable y místico lo llevará a renunciar a todo. Renunciará al sueño del hogar propio, preferirá una puesta de sol a los vanos y tentadores placeres del mundo. Su vida era sencilla, sin complicaciones. Impuesta la misión, la cumplirá hasta el fin. En su lecho de muerte firmará los últimos cuadros. Cultivaba la amistad con lealtad y consecuencia. Lo reservado del carácter no excluía, a ratos, la sana alegría, ni la ironía que florecía a menudo en sus labios.
¿Era Samudio un disconforme, un atormentado? No se observan en él síntomas ni indicios de este tipo de neurosis que esteriliza a muchos talentos. No era un amargado, no se consideraba un incomprendido ni se quejaba de la indiferencia, ni se creía un extranjero en su propia patria. Conocía la fortaleza que confieren la soledad y el silencio. No adoptó poses ni envenenó su alma con el tóxico de la pedantería. Amaba la música con profunda devoción. Unos días antes del tránsito, se levanta una noche de su lecho de dolor y acude a la casa de un amigo que lo quería de corazón y que hoy venera su memoria. "Antes de trasponer los límites del más allá -le dice- he venido a escuchar por última vez la "Sinfonía Inconclusa". Accede el amigo y el artista escucha con unción ese canto del espíritu emancipado.
El gráfico de su vida fue una recta profunda y luminosa.
En su espíritu había puestas de sol y claros de luna.
Tal el hombre. Evoquemos ahora al artista.
En Europa ha ensayado con éxito la figura, pero siente el paisaje. Copia el ocaso sereno, las aguas del arroyo que reflejan las copas floridas de los árboles. Pintará los caminos de ocre surcados por las lentas carretas de bueyes de paso cansino y ojos dulces y tristes; las calles pueblerinas alfombradas de verde brillante, el bosque y la capuera, los palmares, el rancho, los patios agrestes, el pedazo de selva. Los grises aparecen a menudo como contraste de los colores violentos, en los claroscuros de los tramontes, en los contraluces, en los tonos severos de los cielos de otoño. "La luz, divinidad creadora del paisaje", no se descompone en fragmentos cabrilleantes, lo invade todo y todo lo embellece a veces con reflejos de fuego en los crepúsculos estivales, otros con la imprecisa claridad del alba. La serenidad que es su sello peculiar no le permite excederse en ninguna nota violenta: ni extravíos ni impaciencias. Los elementos están proporcionados, equilibrados. Todo lo de su mano está hecho con noble justeza interpretativa. Del clasicismo ha aprendido el reposo, la virtud de la gracia, el culto de la forma; de lo romántico, su irreductible individualismo; el modernismo le ha dado la técnica, la noción del movimiento. La Naturaleza le ha enseñado la verdad, "su verdad". Algunos de sus cuadros son sinfonías de color de bella armonía cromática. Lo que ha dado en llamarse "valor" aparece sutil y trascendente entre los tonos violentos y dominantes. Lo que asimila su retina se convierte en la tela en el eco de su sensibilidad.
"El estilo es el hombre", se ha repetido, y en efecto, en su obra, está presente lo que siente, lo "que es". Con obsesión de místico recorrerá la campaña en busca de temas y motivos. En Caacupé pintará el hermoso cuadro premiado en la Exposición de Río de Janeiro, y que por desgracia está en el extranjero. Ante esta obra hemos recordado -sin que esto implique irreverencia- la frase de un admirador anónimo que ,ante el retrato de Inocencio X, pintado por Velázquez, exclamaba: "Con nada está hecho y sin embargo ahí está todo".
El elemento humano, activo, creador, aparece como una simple nota de color, absorbido por la multicolor armonía del paisaje. Al observar una tela suya, nos decía una vez un joven amigo, lleno de inquietudes renovadoras: "Me parece ver aparecer en el primer plano al nativo, y expresar en el dulce idioma aborigen: ¿"Maestros: os habéis olvidado de nosotros? ".
A partir del ario 1918, después de la terrible vorágine, las cosas han cambiado en Europa y por irradiación en el mundo. Los jóvenes artistas han pasado cuatro años en las trincheras, la neurosis de guerra ha exprimido su cerebro, los métodos de lucha han endurecido su corazón. Tiene otra mentalidad, otra sensibilidad. Se ha puesto en contacto con la masa, gran selva humana de multífonas resonancias. La consigna intelectual de: "hacer la revolución en los espíritus" se refleja con especial significación en el campo del arte. La batalla entre lo nuevo impreciso y lo viejo estructurado es ruda. Con el conflicto de generaciones, en ambiente de violencia, recrudece la lucha de clases.
La Academia lucha con la calle. Al arte por el arte se opone el arte social. El mal económico y la metafísica revolucionaria torturan a las almas y crean una nueva sensibilidad cuyas formas de expresión artística no alcanzan a definirse aún. La política ha invadido los dominios de la belleza y el artista se convierte en hombre de ideas.
La renovación es integral. Cuando el grupo "Claridad" lanza su lema se habla de la decadencia de Occidente. Con "El Fuego" de Barbusse se abren nuevos horizontes a la literatura de postguerra. Los escritores editan panfletos y redactan manifiestos y proclamas. Deliberadamente se huye de lo literario, el estilo deja de ser lo fundamental, lo esencial está en hablar a las masas y estas no entienden el lenguaje de Gabriel d'Annunzio, Rimski Korsakof y Stravinsky revolucionan la música; Mestrovich empuña el cetro de Rodin. La poesía ha perdido su ritmo clásico atenta solo a imágenes inferiores. El futurismo hace sonar sus cascabeles. Pronto se hablará de teatro de masas. El punzón del aguafuertista que fija en la plancha el horror de los mutilados, de los mendigos y desocupados, es un arma de combate esgrimida desde los estadios de la miseria. La pluma es un puñal, el pincel una tea.
Por contraste se cultiva lo frívolo, se aplaude lo exótico y hasta lo grotesco. Foujita triunfa; Picasso fantasea.
Esta corriente espiritual ahoga a algunos, arrastra a otros y salva a muchos. Los hay que se refugian en el serio de la belleza pura, Zuloaga no se inmuta: el espectro de Goya huye de los museos y vaga por las calles convulsionadas.
El eco de este mundo que nace llega al Paraguay atenuado y sorprende a Samudio en la mitad de su carrera. ¿Qué actitud tomará el artista ante las nuevas corrientes, le influenciarán en alguna dirección, le aportarán sugestiones? ¿Su técnica, su sensibilidad misma, estarán acomodadas al nuevo estado de cosas? Desde el año 1909 al 34 no ha salido del país. Para él no habrán pasajes oficiales. Su visión no se renueva y las manifestaciones novedosas del arte le llegan a través de láminas y revistas. Samudio no siente "aquello", es consecuente y permanece fiel a sí mismo. Profundamente sincero no puede traicionarse. No quiere dar a su obra ninguna especial trascendencia. Pinta sólo lo que ve y siente, y su alma se identifica con el paisaje que le sirve de modelo. Ante sus cuadros no se piensa: se sueña. Tiene este poeta de la pintura la virtud de desplazarnos a zonas de sensaciones puras, de incorporarnos al seno profundo de la Naturaleza. Ya vendrán jóvenes artistas que canten y glorifiquen al obrero de manos callosas, nuevos Meuniers que bebiendo en las fuentes del dolor social cincelen grupos sufrientes; ya vendrá el pintor que internándose en la selva "que suda sangre", al decir de Barrett, inmortalice al mensú de músculos de acero y alma mansa. En el arte, se dirá, lo primero y fundamental es la belleza. Y la prodigará a manos llenas, como un sembrador, como el sembrador de Rodó, cuyas manos "tenían el temblor de las estrellas".
La guerra con Bolivia lo encuentra viejo y enfermo. Formará parte de la Embajada de artistas nacionales que lleva a Buenos Aires una muestra de nuestros valores. La guerra reproducirá acomodados a las características sociales y al medio económico los fenómenos de la europea. La juventud de colegios, facultades y academias ha convivido con el campesino y el obrero la vida de los campamentos. Frente a la muerte ha nacido la fraternidad. El pueblo desnuda su psicología y un soplo renovador agita a las almas angustiadas. Se crea el clima espiritual propicio a la audacia creadora cuyos atisbos originales se insinúan.
Samudio ya no volverá. Se siente vencido, sus fuerzas físicas claudican. Y una noche, hoy hace un año, cierra los ojos para siempre y su espíritu se interna en las insondables perspectivas del más allá.
Ha de llegar y pronto el crítico que consagre su obra. Pero siempre ha de pertenecerle la gloria indiscutida de ser de los primero en las horas iniciales de nuestra formación artística, espíritu padre cuyo fulgor iluminará el camino de los que vendrán.
Hace un año lo devolvíamos muerto a esta casa de la cultura, que tuvo para él, en vida, calor de hogar, y ahora glorificación póstuma.
Debíamos a Samudio este homenaje. Le debemos también un desagravio. Los que estuvimos presentes en las horas de su larga agonía rendido en su humilde habitación, en las paredes colgados por manos fraternas sus últimos cuadros, en la paleta frescos aún los colores, nos hemos preguntado: ¿dónde estaban los jóvenes que en este país alientan su ideal y rinden culto a la belleza? ¿O es que no existen o son los mismos que se apretujan en pandillas haciendo antesala en los despachos de los políticos de turno? ¿No tenían para el maestro, en sus últimas horas, una palabra de afecto, de interés cariñoso? Samudio, gloria del arte nacional, no podía darles empleos ni propinas, solo para la definitiva glorificación de su vida, podía hacerles partícipes de su último dolor. Y aquel acompañamiento -grupo de amigos que encorvados por la emoción siguen al féretro, bajo la llovizna persistente por las callejas del camposanto. Ausentes como siempre, los hombres que pueden y los hombres que deben. Y os pido perdón si las palabras que voy a pronunciar os parecen impropias dichas en este lugar y en esta solemnidad: no había en el sepelio de este precursor la pompa ni el boato que acompañan a los restos del usurero que ha amasado su fortuna con las monedas arrebatadas al hombre de sus semejantes o a los del caudillo muerto en su efímero cuarto de hora de poder.
Y hoy que en su homenaje el recuerdo ha encendido su lámpara votiva, hemos dicho en voz baja nuestra oración profana y grabado este epitafio en la mente.
Hizo florecer rosales sobre la pampa de granito.
Pero sobre la pampa estéril, ha de crecer con el andar del tiempo un bosque de laureles -morada de las musas- merced al esfuerzo de estos nobles y fuertes varones que dejando sobre la piedra el aliento vital de sus sueños y de su sacrificio, la fertilizaron y conmovieron.
Y entonces los hombres aprenderán a amar a los artistas y el alma de Atenas iluminará el porvenir.
(Asunción, 1936).
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CHUCHIN SORAZABAL
(1902-1944)
a Antonio Ortiz Mayans
Un caricaturista del pueblo
Carlos R. Centurión ha denominado "generación intelectual del 23", al grupo de escritores, poetas y artistas que, en aquel año, fundaron la revista "Juventud".
Iluminados por la vocación dan sin vacilaciones los primeros pasos en el sendero elegido, escriben donosamente los versos de la iniciación y dejan oír el claro mensaje de su voz. Acaban de dejar atrás el hito que separa la adolescencia de la juventud y que limita la esperanza indefinida de la fe cierta. Los une el vínculo sagrado del ideal -suma de voluntades- fuerza que habrán de oponer a la hostilidad del ambiente. Con el "divino tesoro" a cuestas ¿qué habrán de importarles los obstáculos del camino si están iluminados por la luz de las estrellas? Intuyen más que conocen la ruta del destino. Guiados por aquella luz estelar emprenden la marcha para iniciar una etapa fecunda de la cultura paraguaya. Y pájaros por el canto y por el vuelo construyen su nido con la simplicidad de los pájaros. Nido y hogar de la generación, la revista "Juventud" nace entre cantos de primavera. Será, por años, la esperada visita del espíritu, acogedora de toda inspiración y todo ensueño. Raras veces la palabra definió el símbolo con mayor justeza. Fue la canción en coro de los veinte años.
Sobre esta promoción, como sobre la anterior integrada en la revista "Crónica", pesa una fatal predestinación. Las olas del lago Ypacaraí, apagaron la voz armoniosamente rectora de Battilana de Gásperi. París nos devuelve los despojos de Heriberto Fernández y el último latido del corazón de Herrero Céspedes corta la frase de la plegaria que pugna por ser canto de amor.
En el retablo familiar se encienden luces votivas y los dioses lares rondan por la estancia oscurecida. Los que quedan detienen la marcha e inclinan la frente enriquecidos por el dolor. José Concepción Ortíz, da el adiós al compañero predestinado, con un soneto de antología: "No puedo ser mejor ni peor que la vida", dice al arrojar sus flores sobre la huesa, ¡esa es la verdad! ni el poeta, ni nadie. Y la caravana prosigue su marcha hacia metas ideales.
Y en ella, en primera línea, fuerte y silencioso, culto y equilibrado; a ratos reflexivo; otro apasionado, un joven dibujante animador de la revista y cifra descollante de su generación.
Es vástago de una noble familia española; su padre, un hidalgo sin fortuna, fuerte de cuerpo y alma, dedicado al comercio porque hay también comerciante por equivocación. Es nombre de aficiones artísticas, dicho con más propiedad, un artista en potencia dado al canto, a la danza, al recitado y a la escena, conoce de pintura y practica la bella y difícil filosofía de la alegría de vivir. Español, españolísimo, su afición a la corrida de toros lo induce, en las tardes de lidia, a bajar al ruedo para templar el coraje en las suertes del toro.
Su madre es una dama virtuosa de dulce belleza, de temperamento sereno en espíritu de humildad, dotada de esa tenacidad de ternura de las madres españolas forjadoras de seres humanos en los que la hidalguía es blasón del carácter.
En los días de celebraciones familiares reuníanse en los amplios, claros y arbolados patios de la Asunción patriarcal, las familias españolas unidas por el amor a la patria lejana. Hierve en la olla de barro la exquisita paella que hábiles manos femeninas aderezan, circula el añejo vino, entónanse los cantos de la tierra y bullen en agitado ritmo las gráciles ruedas del vals y en el galante a la par que rudo asedió de la jota. Los jóvenes contemplan el espectáculo con curioso interés y tímidamente participan de él; los niños, con su bullicio hecho de ingenuidad y travesura agregan un matiz y un acento a la animada alegría del conjunto. Entre ellos está Chuchín, su sobrenombre familiar, popularizado más tarde en el arte -precoz dibujante, serió sin ser huraño, silencioso, sin hermetismo; ni travieso, ni tímido, con su mirada límpida y su sonrisa de niño bueno. En el ambiente del hogar honorable definido por las virtudes de la madre y por el talento y la hombría de bien del progenitor nace y se desarrolla la evolución de la conducta y del arte de Sorazábal.
Al fallecer el padre hereda su autoridad a la manera española en el mayor de sus hijos, Vicente, que se constituye en el brazo derecho de su madre en la dirección de la familia, que pronto se transforma en una ejemplar cooperativa de consumo en que cada miembro aporta su cuota de esfuerzo al bienestar en genuina contribución. Al lado de su hermano mayor, que tiene alma de padre, que es, además, hábil dibujante, encuentra al alentador afectuoso y al maestro, quizás el único que tuvo en su vida. En plena adolescencia mientras construye de cartón, con denodado y paciente arte una plaza de toros- ¡ah de la sangre española!- con sus colmados tendidos de luz y sombra; toros y toreros en una admirable muestra de un talento en precoz revelación y aparte de sus dibujos y caricaturas, ensaya la pintura del óleo con alentadores resultados. La pincelada neta y la captación del color abren la posibilidad de su integración artística.
Pero la vida es exigente y es necesario trabajar ya que en aquellos tiempos era imposible vivir a costa del arte. Y lo hará muy pronto en su ley como dibujante del entonces Departamento de Obras Públicas, antecesor del actual Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones, hasta el día en que la pasión política y el miedo y el odio al talento lo arrojaron al destierro. Tiene una aptitud especial para el cálculo y sus trabajos son de una corrección tal que, al partir su jefe lo recomendará a sus colegas del extranjero como a un dibujante excepcional. Su plano del Chaco, dibujado en 1928 por encargo del Ministerio de Guerra, y sobre apuntes y esquicios del General Belaief, fue una valiosa contribución a la defensa del país. Abandona las aulas del Colegio Nacional para entregar íntegras sus horas libres a las imperiosas exigencias de su vocación y a sus preferencias intelectuales.
Y mientras vigoriza su inteligencia en el estudio, cultiva la caricatura colaborando en diarios y en revistas, pinta y ensaya la crítica de arte con singular acierto.
Desde que Facundo Recalde lo da a conocer en "El Diario", su sentido del humorismo permite a su sagaz espíritu de observación guiar al diestro lápiz en la captación del carácter que aprisiona la línea en rasgos definitorios. Por años no habrá hombre público ni personaje popular, artista, poeta o escritor, que escape al filo de su ironía.
Sus amigos fuimos víctimas complacientes de su ingenio, los primeros en celebrar lo que aparecía como logrado reflejo de la personalidad en el rasgo exagerado y que, a menudo y a la manera pirandeliana, era el verdadero retrato que muchos ocultan tras la máscara del rostro.
Todo en él era vasco: su físico vigoroso, su cabeza fuerte, algo irregular, de amplia y prominente frente, su espíritu reflexivo, su carácter indoblegable, suma de valores que conformaba una personalidad inconfundible.
Generoso fue Chuchín en demasía. Nos regalaba su arte. Como nos tendía la mano, como nos entregaba el corazón, como se jugaba entero por sus ideas, sin reservas, sin una sombra, sin alardes.
Sorazábal fue para "Juventud" lo que Miguel Acevedo para "Crónica", la revista que la antecedió. Acevedo, un poco griego y otro poco parisién, fue el primer gran caricaturista paraguayo, y podría decirse sin prejuicio que ostenta la dignidad del iniciador. ¿Ejerció influencia sobre Chuchín niño, que niño: era cuando aquél murió? Si la hubo fue la circunstancial de despertar o quizás tan solo de fortalecer una vocación. Ni el estilo ni la intención denuncian la influencia; son dos talentos que se definen por sí mismos; en Acevedo, más delicadeza; en Sorazábal, más fuerza. Hijos de una misma época, responden a dos estratos ambientales, como en la naturaleza unidos, pero dispares.
La misma relación apuntada entre ambos talentos existe en las revistas en cuyas páginas colaboraron. Parecida fatal predestinación en sus hombres representativos, igual fervor de iniciación. En "Crónica" más "arte por el arte", en "Juventud" más interés por la objetividad del testimonio, más aproximación a la realidad visible proyectada al futuro; en la primera, más influencia de modelos, y en la segunda una preocupación que empieza a ser profunda por lo nativo en la búsqueda de la propia expresión. Los unos fundan el teatro moderno paraguayo, y los otros al recoger el legado lo consideran y acrecientan.
Viven los años de formación intelectual en la atmósfera asfixiante de la primera postguerra mundial con su lamentable seguimiento de odios, venganzas y violencias y los ha conmovido el estremecimiento universal de la revolución bolchevique. En el interior, cuando se funda la revista, se está a punto de cumplir un año de la guerra civil, obscura y miserable, trueque de la sagrada sangre fraterna en una larga y deleznable lucha por el dominio del poder. La posición de estos jóvenes es distinta a la de sus antecesores; los estímulos e impulsos, otros. Frente a la objetividad de una mentalidad de cambio creada por las nuevas condiciones que se plantean en el panorama mundial, va conformándose una nueva mentalidad y ante lo bello y lo grande de lo que se intuye y se espera va naciendo una renovada sensibilidad colectiva.
Desde un comienzo, Sorazábal es un artista de su pueblo. Lo es por imperativo de sensibilidad, por el contenido magistral de su cultura, por honradez sublimada en sinceridad. En sus dibujos la composición, la concepción, el propósito lo definen y lo identifican a primera vista. La originalidad en la sencillez, la expresión sobria y precisa son sus características como son la maestría en el dibujo la exacta perspectiva, el trasunto de ambiente y ese algo imponderable que anima y alienta en la belleza, que confiere significación perdurable y que ha dado en llamarse alma y que es la propia del artista transferida en la obra lograda.
De la feliz combinación de estos elementos crea figuras en que vida y arte se armonizan en unidad. De su equilibrado talento, de su vocación humanista, dotado de un afinado espíritu de observación y poseedor de los secretos del oficio da forma y contenido a sus admiradas obras costumbristas, mujeres del campo por los senderos a pleno sol, sosteniendo en la altiva cabeza el cántaro pletórico. Y al lado de estas figuras gráciles, las recias del hachero y del embarcadizo, de los yerbateros, y extendiéndose más allá de la unidad escenas de fiestas patronales entre las que sobresale la banda en que la real presencia de los músicos hace juego con las vividas tonalidades del ambiente pueblerino. Y en la montonera, trágico el hachero con los músculos contraídos por el esfuerzo al descargar el centelleante filo sobre el acerado quebracho, desfile de sombras, tristes, estérilmente heroicas, y luego la fiesta del suburbio, el sábado en la peluquería, obras maestras de intención y humorismo, porque este artista supo interpretar por contraste la trágica grandeza de su pueblo.
El "motivo" es directo y refleja la realidad social del medio. El artista los ha ido a buscar en el toro candil, en la carrera, en el palo enjabonado de las fiestas patronales. Siente como propios el dolor y la alegría que pertenecen a la comunidad. Y el dolor y la alegría vuelven a ella como tributo solidario perpetuado por el arte.
Sorazábal ama a la naturaleza y la refleja con fidelidad en los pocos cuadros que pinta: rincones de la Salamanca suburbana, aspectos del puerto de la Asunción, caminos arbolados de Luque. Pero su gran pasión es el hombre y su destino.
Desaparecida "Juventud", es reemplazada por "Alas", revista de lujosa presentación y corta vida; se suma a ésta el semanario de combate "Guaraní", de Fa-Re y Sorazábal. Ambos, afines y solidarios, cumplen durante dos años una campaña memorable: Es época de enconada lucha y ellos han tomado partido; el pleito chaqueño ha hecho crisis, las pasiones políticas desencadenadas colocan a la República al borde del desastre. La ironía de Chuchín, cáustica e incisiva en la caricatura intencionada, suma su fuerza a la del apóstrofe agresivo, al contrario irrebatible, el comentario sin réplica, el choque polémico en el tono apostólico de este original y valiente estilista del periodismo.
Termina 1928 con un significativo caso de agresión y llegan y se deslizan con inquietudes y zozobras sobre la interminable corriente del tiempo.
Estallan las pasiones, se arrastran los egoísmos; la juventud adquiere conciencia de su misión histórica, nutre su espíritu de doctrina y adiestra su actual lucha. En el desorden y en la anarquía despiertan fuerzas espirituales. El teatro grande en guaraní de Julio Correa late en embrión en sus "dialoguitos callejeros", asuntos comentados en la lengua vernácula, y la guarania amanece en las madrugadas asuncenas. Hay una conmoción que trasciende de los cuadros rectores para reactivar a la masa y predisponerla a la lucha.
Y llega 1931 abrumado de inquietantes premoniciones. En las aulas, el estudiante cultiva y adiestra su ciudadanía y dinamiza con su influencia por igual el taller y el surco. Las fuerzas, la reaccionaria y la revolucionaria, están frente a frente. Era la época de la euforia fascista aleve y audaz, cuando alguien desde las alturas promocionó, elogiándolo, el ideal heroico de la vida, lema político primordial de Mussolini. La juventud abandona la torre de marfil y se acerca a la barricada.
Las garantías individuales sufren reiterados desmedros, la libertad se ha cubierto el rostro, el éxodo de los desterrados imprime en la imagen de la República un aguafuerte de ignominia. De abuso en abuso, de arbitrariedad en arbitrariedad se alcanza el 23 de Octubre. Crujen los cimientos de la estructura del viejo aparato estatal. Pero hasta la revolución espera en los umbrales de la guerra y ante la patria en peligro se detiene.
Ese día Sorazábal, soldado de una causa, está en la calle.
Y de la calle a la cárcel y de la cárcel al destierro.
Sabíamos de la maldición que pesaba sobre los grandes de espíritu en esta época, y años después en esta patria del infortunio.
Parecida predestinación la de los fundadores de ambas revistas, "Crónica" y "Juventud". En "Crónica" Miguel Acevedo, Leopoldo Centurión, Roque Capece Faraone, se fueron en este orden huyendo de la terrible amargura del vivir. En "Juventud", Raúl Battilana de Gásperi, Heriberto Fernández y Pedro Herrero Céspedes, los siguieron desde el primer tramo de una bella misión, para develar, más allá del límite, los desconcertantes enigmas de la existencia y para acentuar más analogías en estas paralelas semejanzas del destino están los casos de Guillermo Molinas Rolón y de Emilio Pratt Gill, hermanados en la identidad de los que son sin ser, extraviados entre las nieblas de la inconsciencia.
Por eso, cuando desde el muelle vimos partir a Chuchín y el pañuelo ondulante de la despedida dejó al fin de verse en la distancia, tuvimos un presentimiento: él era uno de nuestros grandes, ¿en él se cumpliría la ley? En el malecón el grupo fraterno sintió la pequeña muerte de la separación. Arrancaba a la promoción del 23 a su mejor hombre, por la integración de sus valores morales, por la fuerza creadora de su talento; por el sentido humanista de su obra, por su carácter intachable.
Hubo también los que se alegraron por la ausencia: el de los advenedizos y arribistas reptantes y trepadores, los que exaltan lo vacuo e intrascendente confundiendo con malicia el fuego fatuo con la luz de la estrella, la base de barro del pedestal con el bronce de la estatua. Eran los que en su hora se sintieron heridos por la implacable ironía de Chuchín. ¿Cuántos de estos francotiradores se extraviaron en los obscuros atajos de las obsecuencias y del servilismo?
Pero Chuchín volvió años después por el camino abierto de la Revolución de febrero, volvió el mismo de siempre, cordial, optimista y consecuente, sin que en el transcurrir de los años se hubieran deformado en lo más mínimo los rasgos de su recia personalidad. Sin que la avasallante influencia se ejerciera sobre su pronunciada madurez.
Robustecido, eso sí, en su condición de hacedor de cultura, sin que la vida hubiese alterado su sello en el hablar ni en el pensar, ni en el vestir, con el acrisolado amor a su pueblo y el viejo afecto de camaradas. Las mínimas variantes, las físicas; sanguíneo y de una obesidad alarmante, algo calvo, hablaba con fervor de su obra a realizar. Pasó las vacaciones, las últimas entre los suyos y en su tierra, abrazó a su madre a la que había de anticipársele en el viaje sin retorno, abrazó a sus hermanos y amigos. Fue la despedida de lo que más amó en la vida.
Y regresó con la idea de reincorporarse a su país tan luego diera fin a los compromisos contraídos. Ya entonces, la muerte grande, vestida de negro, vagaba por los jardines de Asfodelos hasta dar con su ansiada presa.
Esperábamos con ansiedad una prometida carta suya cuando recibimos, en cambio, la terrible noticia, Chuchín, el gran artista, el gran amigo ya no era de este mundo.
Se cumplían once años de gracia concedida por la ley paraguaya para los grandes del espíritu. En Buenos Aires deja de ser Chuchín para el arte, para reasumir simplemente el nombre preclaro de Sorazábal. Su labor en "Crítica", monótona y sostenida, de encargo y de rutina, si bien valiosa, contrasta con los trabajos en que se libra a su imaginación creadora, inspirado por la gente de su patria lejana, y los relacionados con la realidad potencial que inspiraron a su retina: notables caricaturas estilizadas en la madurez de un arte logrado; canchas de bochas, domingos de fútbol; muchedumbre en el zoológico en alegre solaz dominguero; historietas y hasta un libro de lectura para niños. Aparte de sus trabajos de cartografía, planos y proyectos, afiches y colaboraciones, las carátulas de la revista "Paraguay", con "motivos" de la tierra, a lo que sumaba momentos de lectura que ensanchando los horizontes de su cultura ahondaba su pasión humanistas Su enorme capacidad de trabajo agotaba sus horas con un esfuerzo tenso y fecundo.
En una carpeta nutrida de láminas con motivos típicos paraguayos, fruto de sus silencios creadores apasionado tributo del amor a su pueblo y herencia de un arte que ha de dejar a los hombres de su generación.
Aquí aparece de nuevo el sino que nos hace temer que el gran artista pase a engrosar la fila de los olvidados ¿Dónde están los trabajos, testimonio de su generosa voluntad de total entrega a los que amaban la vida? No lo merece por su fervorosa consagración al ideal, puede producirse esta irritante injusticia al no ser redactado el legado de su arte inimitable. No lo fue por su vasta obra realizada, puede serlo por el extravío de su herencia.
Prendido a la manija del cerrojo de la puerta hermética que simboliza una vida en trance de fenecer, está Chuchín en su última hora. Del otro lado la abrirá la intrusa para recibirlo en sus descarnados brazos. Pero él permanecerá de pie, resistiéndose a caer hasta que el corazón entristecido quizás en su alucinación de moribundo espera ver en el amanecer esperado.
En la hora de la postrer despedida te dije desde la intimidad de mi corazón entristecido: "Ya no eres de nuestro mundo; pero eres para siempre de esta patria, de este pueblo".
¿Recuerdas? ¡Ah, si pudieras recordar!... Pero no importa. Te dijimos tantas cosas con lágrimas, con impotente rabia. Te hablaba sin palabras, sólo con el pensamiento, monologando. Te hablábamos entre recuerdos, de tu arte, de nuestros sueños comunes, de nuestros paseos en busca de sensaciones, de los largos y ricos silencios reflexivos, de las íntimas confidencias, de nuestras discusiones, de las noches de teatro en que regresábamos silbándonos íntegra la opereta que acabábamos de oír, sentados en el canto de la vereda hasta la madrugada. ¡Ah! ya no puedes recordar. De niño -herencia civil- querías ser torero, pero con el correr de los años ambicionabas ser músico y dirigir una gran orquesta! ¡Qué músico hubieras sido con ese oído maravilloso!.
Estabas dotado de un carácter digno y alentaba en ti un corazón generoso, una mente lúcida y un alma inspirada.
¡Hermano nuestro que estás en los recuerdos, que la luz de tu espíritu sea con nosotros!.
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ÍNDICE
RAÚL AMARAL/ Don Arturo: Realidad lejana, recuerdo presente
RETRATOS Y RECUERDOS
Primera Parte
Tiempos y nombres en la cultura paraguaya
Conocimiento de Villarrica
Segunda Parte
Pablo Alborno
Roque Centurión Miranda
Julio Correa I., II.
Gustavo Crovato
José María Duarte
Pepito Esculies
Pedro Bruno Guggiari
Roberto Holden Jara
Alfredo Kamprad
Héctor Blas Ruiz
Juan A. Samudio
Chuchín Sorazábal
Tercera Parte
Mara
Personajes del drama
Taguató
CARTA DE PABLO MAX YNSFRAN