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RAÚL AMARAL

  LA POESÍA NATURAL Y PROFUNDA DE CARLOS VILLAGRA MARSAL - Por RAÚL AMARAL


LA POESÍA NATURAL Y PROFUNDA DE CARLOS VILLAGRA MARSAL - Por RAÚL AMARAL
LA POESÍA NATURAL Y PROFUNDA DE CARLOS VILLAGRA MARSAL
 
Por RAÚL AMARAL
 
 
We are such stuff
 
As dreams are made on
 
SHAKESPEARE
 
I

 

La difícil ubicación de la poesía paraguaya (más que en el Paraguay) no se debe al involuntario repliegue geográfico a que el país se ha visto sometido a lo largo de los siglos, a la mediterraneidad mental de un amplio sector de su población, no accedido siquiera a los bienes de la contemporaneidad, al supuesto retraso cronológico de sus respectivos procesos cultural y literario, sino a una carencia de ubicación en el tiempo, al predominio de la improvisación sobre el método y al imperio de la anécdota por sobre la búsqueda investigativa, seria y pertinaz de las verdaderas raíces de la expresión nacional en el mundo.
 
Esa actitud, derivada hacia la ausencia de textos críticos, lleva a la comisión de no escasos errores, provenientes, las más de las veces, de cierta propensión a lo inmediato y, dentro de ella, de mostrar antes que los cimientos (cuya solidez se desconoce) la pintoresca estructura del techo. La excesiva mirada hacia arriba sólo puede conducir, en la mayoría de las ocasiones, a ignorar las realidades de «este bajo, relativo suelo», como cantó el poeta Almafuerte en su Misionero.
 
No existe texto alguno, desgraciadamente, que pueda informar acerca del proceso literario, desde los remotos tiempos de Ruy Díaz de Guzmán, en sentido crítico. La poesía paraguaya. Historia de una incógnita (Montevideo, Alfar, 1951), libro editado cinco años después de su redacción, no representa más que la visión de su autor, Walter Wey, funcionario comercial del Brasil que por aquí pasó y que sin duda creyó oportuno ofrecer algo de lo que pudo leer o le habían dicho. Las opiniones que emite no concuerdan con la cantidad y calidad del material poético que desde los inicios del siglo se venía acumulando, de dificultosa trascendencia extranacional pero de seguros pasos en lo interno.
 
En el prólogo a su compilación: Joyas poéticas americanas (1897), el escritor cordobés argentino Carlos Romagosa, el maestro de Goycoechea Menéndez, quejose de la involuntaria (por parte suya) ausencia del Paraguay en dicho volumen. En verdad, ninguna aportación podía ofrecerse por ese entonces, pero cuando en los años 20 el profesor norteamericano Michael A. de Vitis comenzó sus indagaciones para integrar su Parnaso Paraguayo tropezó con serios inconvenientes de información, y eso que ya habían aparecido dos antologías: la de Ignacio A. Pane (1904) y la de José Rodríguez Alcalá (1911).
 
Con el tiempo aquel claro pudo llenarse, aunque no en la medida de lo necesario. Últimamente la doctora Teresa Méndez-Faith, docente paraguaya con residencia en los Estados Unidos, ha editado un Diccionario y una Antología (1994), que vienen a satisfacer, en especial, el interés de profesores y estudiantes (a los cuales en particular están dirigidos), sin desdeñar el que pudiera tener el lector anónimo, indiscriminado y sin rostro.
 
Mas, las que siguen escaseando, a nivel de un olvido completo, son las aportaciones individuales, salvo el caso lejano de Hugo Rodríguez-Alcalá sobre Alejandro Guanes (1948) y un homenaje de conjunto a Ortiz Guerrero (1983). Todo lo demás está perdido en el trasfondo de las hemerotecas.
 
Corregido el rumbo antológico con elementos no desdeñables hasta nuestros días, corresponde impulsar el caudal bibliográfico hacia ensayos y estudios que contribuyan a situar en especial a los poetas en el ámbito propio, para proyectarlos de tal modo hacia la universalidad que tanto encomendaron los novecentistas. No otro propósito tienen estas páginas referidas a la obra de Carlos Villagra Marsal.
 
II
Nacido en esta ciudad capital de Nuestra Señora Santa María de la Asunción (la ancestral Paragua'y tavaguasú) un 30 de octubre de 1932, puede afirmarse que desde la adolescencia luce los santos óleos de la Poesía (así, con mayúscula, en términos rubendarianos). Integró la denominada «Academia Universitaria», y con sus compañeros Rodrigo Díaz-Pérez (1924) y Rubén Bareiro Saguier (1930), el primero asunceño y el segundo de la Villeta del Guarnipitán, la trilogía que hace más de cuatro décadas representaba el acogimiento de las Musas al no muy amplio recinto de la Facultad de Filosofía, mítica institución defendida por la presencia de su abnegado decano, el doctor Juan Vicente Ramírez. (A este grupo deben sumarse los nombres insoslayables de Elsa Wiezell y de María Luisa Artecona de Thompson).
 
En otro andarivel, aunque no en «la vereda de enfrente», inventada por Borges, iniciaban su camino José-Luis Appleyard y Ricardo Mazó (1927), Ramiro Domínguez y José María Gómez Sanjurjo (1930), todos ellos puestos bajo el magisterio intelectual de un sacerdote valioso: el Padre César Alonso de las Heras, a quien mucho le debe el cauce de luz por el que ha tenido que transitar la literatura paraguaya.
 
Estas menciones no quitan, desde luego, la obligada alusión a quienes inauguraron, en los alrededores del '40, una actitud poética menos atada a los ya remotos cánones del modernismo (1896/1901; 1905/1931), que aún respiraba, en calidad de sobreviviente, por medio de algunos afanosos y trasnochados cultores. Esa tarea correspondió, en lo principal, a Hérib Campos Cervera (1905), Josefina Plá (1909), Augusto Roa Bastos (1917), Óscar Ferreiro (1921) y Elvio Romero (1926).
 
Y fue allá por 1955 que el firmante de estas líneas, en un más conversado que leído «Recuento poético del Paraguay», se animó a predecir cuál sería la trayectoria de los más jóvenes, entre ellos Villagra Marsal. Ahora está (¡todavía!) de pie junto al poeta para probar su aserto y la cumplida revelación de aquellas palabras.

 

III

 

La poesía es, ante todo, testimonio de vida y acompañamiento hacia el final de ella. En su claustro, el desgarramiento de la existencia se concreta a través de la palabra. Y cuando su titular está seguro de ella y de la dirección de su estilo, lo demás se dará por añadidura. El caso de Villagra Marsal no es el de un sudoroso trabajador de la lírica y sus correspondientes efusiones, sino el de un orfebre que une a la exquisitez de la forma la hondura de sus meditaciones. Su contribución sería antigua si se trasluciera en ella un toque parnasiano (que es el que inevitablemente podría venir a la memoria); por el contrario, es actual porque suma anteriores y posteriores experiencias, propia y ajenas, hasta lograr esa anhelada síntesis que hace al quehacer de todo poeta verdadero.
 
Su expresión verbal no está maridada con el exotismo (procedimiento que aplicaron los modernistas para trascender las limitaciones del «color local») y sí con el propósito de ampliarla. Y cabe decir propósito porque lo que más se advierte en él es el ejercicio de una auténtica voluntad de poesía, inconfesa, por supuesto, pero latente. No la metáfora por la metáfora misma, los hallazgos rítmicos acoplados a una libertad de imaginación surgida a fuego lento, tampoco la intención de «epatar» o escandalizar al lector en su presunta constelación burguesa, porque los burgueses de hoy día han arrojado al sumidero sus asombros. Para aceptar lo que no es, se hace preciso señalar los temas cardinales y anudarlos a las valoraciones, bien que profundas, de su propia conciencia.
 
Porque ésta de Villagra Marsal no es poesía de superficie. Más allá del «fraseo» literario y hasta por fuerza de su afán objetivo o descriptivista, pugna por acentuar su presencia la soterrada veta metafísica que todo creador siente sobrellevar (y aun gozar) por sobre las limitaciones de su angustia o de su esperanza. Por eso cabe recordar (y a la vez prevenir) que el mismo título de este libro: El júbilo difícil, está preanunciando su definición.
 
Y para demostrar que esa denominación es igualmente una profesión de fe, el poeta empieza por ofrecer sus enunciaciones, las que en un primer tramo están atadas al sentido de la naturaleza, no poseída con efusión salvaje o con arrebatos «cellinescos», sino sabiamente gozada en una especie de coloquio que traduce la frecuentación del poeta con los imponderables de la tierra.
 
Para desentrañarlos con maestría de artista se requiere algo más que el ojo observador o que la mano puesta sobre la rugosidad de alguna corteza, sobre la milenaria brillazón de una piedra. Así el Vocabulario de Última altura, que inicia su andanza, brinda la atenuada presencia de las flores («azucena morada») o de circundantes animales («ruano mañero»), cuya transfiguración permitirá detenerse en la sobria majestad del escenario, a ratos «serranía», hacia lo plano, a ratos «cordillera» recortada hacia el cielo.
 
La «niebla» y la «neblina» (no igual cosa para quien siente transitar también genes ultramarinos), se adelantan a la «bruma inicial» y las adjetivaciones se tornan precisas: el «aire seco», el «agua primordial», como tiene que ser. Los colores se hurtan a la opacidad, pero no han sido entregados a la lujuria del aire total. Siempre estarán acompañados por una adjetivación atemperada o acentuando una sustantivación: «quemazón azul», «dorado reflujo de la siesta», «violáceo destino» (de una belleza incalculable), «verde altanería de las piedras», «aquel celeste en marcha». Nunca lo pálido o lo impreciso.
 
En ambiente de tanta fuerza telúrica no podía faltar el toque o la rauda pincelada que no cabría calificar de «naturalista» sino de natural, en consonancia con la cosmovsión del poeta: «Cuando te desflora/ algún desfrutador,/ prorrumpe en un sollozo duro/ tu desnudo tornasol» y concluye con esta inspiración apetitosa: «Oh simultáneo privilegio/ de ser -en el solsticio mejor-/ apetito y sacramento,/ bombonera y galardón» (Yvapurû).
 
IV
El capítulo dedicado a Ciertos pájaros puede afirmarse que agota la temática ornitológica, en torno a la cual esplendieron Guillermo Enrique Hudson, el bonaerense ilustre que se vio reducido a escribir en inglés; Marcos Sastre, el clásico de «El temple argentino»; Leopoldo Lugones y su «Libro de los Paisajes», hasta la bella aportación de María Elena Walsh en su canción al hornero, o sea nuestro «alonsito». Y de tal modo sigue las huellas no borradas de don Victorino Abente («el Patriarca», según los muchachos del 900), quien al decir de don Manuel Gondra, en 1901, «nacionalizó» nuestra poesía.
 
El Entremedio frutal guarda, igualmente, reminiscencias del anterior y, por otra parte, añade un verdadero catálogo con sus precedentes guaraníticos y su marcante científico latino, lo cual se hace también en el capítulo de las aves, para entender que aquellos ignotos indígenas, que asombraron la candidez teórica de Montaigne, eran seres humanos que sabían calificar las cosas de su entorno en la lengua que el dios de ellos (no el de los impetuosos y posteriores cristianos) les había enseñado a mentar.
 
Habrá que precisar, en un mismo orden, que en el Acá vienen conmigo se acercan, con implacable certidumbre, las sombras de los suyos, que asimismo crecen en otras páginas del libro. Se trata de una evocación familiar, como pocas veces se ha comprobado en la poesía paraguaya (excepto O'Leary), en la que no se hallan presentes el simple abuelo, o la abuela, sino, al hispánico modo, el «padre» del padre y la «madre» de la madre, con un tono siguiente que no quiere ser elegíaco para no alcanzar el llanto, destinado a su madre, ausencia cuya herida sobrelleva el poeta ya hombre.
 
 
V

 

No debe extrañar que en este libro aparezcan algunas recreaciones incluidas en La letra entró en la sangre, pues no se trata del usufructo y resultado de lecturas sino vueltas ellas a una destilación vital, en la que la erudición histórica asume proporciones humanas, mientras sus personajes, hundidos en el ayer, fantasmas del pasado, permiten una recreación expresiva (de una inaudita variedad) que los sitúa más allá del tiempo y más allá de las edades, como quizás ellos hubieran deseado. (Desde la época de Fortunato Toranzos Bardel, el gran sonetista del modernismo paraguayo, no se había observado ejemplo igual).
 
En conocimiento con la persona que es Villagra Marsal, no habría de suponerse escamoteo alguno entre su realidad humana y la civilidad asumida. Es, entre los poetas paraguayos de cuarenta años a esta parte, de los pocos que no ha cantado debajo de la cama. Por el contrario, ha asumido una definida apostura civil: fueron sus cantos previos, los dedicados al Libertador Simón Bolívar, al no siempre conocido «Alón» (llamado, últimamente, «mi Capitán», tal vez con asombro del prócer), a Juan José Rotela en «La espera» (cuando era peligroso tener efusiones de tal índole, que en efecto costaron al poeta más de cuatro meses de prisión), y aun los poemas de familia, donde hace punta «Don Salvador Villagra,/capitán de tus cañaverales». Después viene la Cantata del pueblo y sus banderas torrenciales, donde el coraje civil tiene su precisión más alta y el poeta reduce su verbo a lo más inmediato para lograr la comunicación con su pueblo, sin acometer demagógicas posturas: «La libertad arrima tu sueño a su desvelo». Transita por sobre los destierros y las tristezas de la Patria y concluye con esta esperanza: «Nuestra canción no les olvida,/ toda la casa les espera».
 
VI
No es sencillo determinar el trazado de su arte poética partiendo de la sola condición de la palabra, porque ésta es para el autor algo más que la letra y su acento verbal (ausente la «elocuencia rimada» que espantaba a Don Miguel de Unamuno). Y ocurre lo dicho porque se trata no sólo de un transformador de la realidad (a veces simplemente visual) sino de un creador, para quien el riesgo de la expresión significa una aventura que bien vale ser corrida.
 
Desde luego que el poeta está más cerca de la orfebrería que de la espontánea tarea artesanal, esa que confinaba en la «inspiración», que hacían posible los tiempos románticos. Se adivina aquí que hay un lujerío impuesto y por momentos implícito, para darle al poema la dignidad que merece. Y esto conduce a la formulación de un estilo que es el revelador de su verdadera identidad y que asume su espíritu creador, sin que ello permita la creencia (Buffon a un lado) de que su canto (llamémosle así) logre definir al hombre en sí, más acá o más allá de su gestación vital.
 
El uso de los sinónimos le da oportunidad para acentuar su distinto destino: «desde esta abierta balaustrada» brinda una sensación de altura, que se halla contenida o por lo menos ubicada a distancia cuando se la desdobla en «el antepecho de la serranía» Además, la insistencia del lenguaje castizo (que en ciertos casos alcanza límites gongorinos) como el trueque de «ayuntarse» por juntarse; «su propia amanecida» por amanecer (en el femenino está la comprobación de la belleza); «el yantar» por «el comer»; la incrustación sabia de la preposición en «gustaría de saber».
 
La línea vertebral de estos poemas es única, superando la soltura métrica la mayoría de ellos, adoptada como acto de libertad y para que en la cárcel del verso no queden atrapadas las palabras. Mas, así y todo, algunos giros tradicionales entran como de rondón, no para enfatizar el verso sino para determinar que, dentro o fuera de la poesía, la naturaleza tiene también su propia música:

La casa inmóvil, sin embargo,
rompe a cruzar la oscuridad vacía...
. . . . .
...cargada de una doble inminencia,
de albores en albores consabida...
.
El universo de las aves requiere una cortesía previa, o si se acepta: una iniciación al tema, por lo mismo que cada una de ellas representa a su vez un mundo mágico y lírico que aproxima al poeta al reminiscente muestrario de Hudson. El título prefigura (como diría Borges), más que la solitaria apostura del pájaro elegido, la razón misma de su presencia: «Acendra su vuelo el Kuarahy mimby», «Los engaños del Guyrapajé», «Arrullo del Jerutí pytâ...». Y más que sencilla presencia parece esto su justificación.
 
Sin embargo la nómina no se agota, pues el poeta no quiere que sus compañeros volátiles crucen por la vida a través de los textos zoológicos o de las intenciones del arte plumario: «Doble loor del Suruku'á», «Preñado reposo augusto del Taguató apyratî», «Un soneto shakespeariano al Ñakurutû hû», a quien canta:
 

... cofrade bruno, ávido sargento
y capataz del aniquilamiento.

Esta propensión introductoria y celebratoria no se extiende al Entremedio frutal, porque la visión es distinta y porque el orden existencial de la planta tiene ya un destino que no precisa de anticipaciones. Su identificación en este aspecto es directa, salvo cuando se hace necesario adosarle a una que otra fruta la designación popular de su procedencia: «Naranja ombligo Ygatimí», «Mandarina Caazapá».
 
En ambos capítulos el poeta ha sido escrupuloso y hasta didascálico: luego de la traducción al español del marcante de cada especie ha dado su calificación latina, científica, procedimiento que mucho hubieran aprobado el ilustre Don Andrés Bello y ñane arandú guasú el doctor Moisés Bertoni.
 
Una breve enunciación de las metáforas, algunas sustentadas por su propio acento, puestas otras para aparejar su sentido, bastará para ejemplificar el manejo diestro, por instantes artístico, no del tropo en sí mismo sino de su cabal ubicación. Algunas parecerán complementarias, otras arriesgadas, pero corresponde reconocer que ellas no están en el poema para adorno. La elección al azar no agota la imaginación: semen de los dioses/ eminencia agitada/ indecisa playada/ cachorro de luna/ siesta abstracta/ virazón de la vigilia/ faenosa confianza/ las mejillas de la piedra/ cimbra del sueño/ pestaña ilusoria/ la protesta inmóvil de los árboles/ el dictamen de tu almíbar/ mensualero del hambre. No pocas alcanzan a rayar el neologismo, siempre en acecho.
 
Particularmente, en su exaltación de aves y frutas, el poeta ha optado por el ejercicio de la décima, algo olvidada desde la irrupción modernista y comúnmente confinada a los arpegios gauchesco-rioplatenses. Pero no hay que olvidar aquellas que escribió, en el delirio de su verba cosmopolita, el gran ensoñador oriental uruguayo que fue Julio Herrera y Reissig, uno de los escasos aportes modernistas dignos de la resurrección y exhumados para presuponer que después de casi noventa años es a Villagra Marsal (desde otra «balaustrada») a quien le toca la herencia de recobrarlos.
 
Por último, algunos paraguayismos: curuvicas, inverniz, amenazos.
 
 
VII
Le será inútil a todo poeta que en verdad lo sea escapar a la marca poética, confidencial o no, de su autobiografía. Carlos Villagra Marsal no expone en este libro sus avatares personales (que no son exiguos), sino que apenas si los acerca a la sensibilidad del lector (en particular al lector paraguayo), quien como él está en el secreto de saber que para tener conciencia de a dónde se va es imprescindible tomar conocimiento de lo que se ha sido. Esto no tiene raíz genealógica excluyente sino una derivación histórica insoslayable desde que el Paraguay vive en el mundo como tal. Ya lo expresó, en una de sus meditaciones más altas, el maestro argentino Gabriel del Mazo: «Es el pueblo el único y verdadero patriciado».
 
La «Constelación de Escorpio en primavera» « es su ubicación frente a los astros, no el mero resultado de algún connubio esotérico. Ellos están para guiar su perduración terrena, previniéndole de augurios y anticipándole, día a día, la dimensión de su existencia. Esto, que es el anuncio, lleva no obstante a los lindes de la reminiscencia, cuando dice en «Arasá pytá»:


 


... toda mi infancia cabe
en tu médula roja.

Latir de la inocencia
o de otras cosas:
palpo tu piel y entiendo
la sumergida historia.

Candela del guayabo
ingente y poca:
el conjuro no basta,
su jarabe me sobra.
 
 
Otras referencias son de lugar, como en «Padre de mi padre» (no simplemente abuelo):
 

Y me crié en Piribebuy,
bajo el solero de tu hogar abrahámico.
Y me consintieron tus hermanas.
 
Por igual figura la «madre de su madre» (no su abuela) y después su misma madre, doña María Elena Marsal de Villagra Maffiodo, asomada a la muerte cuando menos debía:
 

Así las memorias
encienden tristemente
la galería de tu ausencia.
 
 
En «Poeta fueses» crece una confesión, recatada, casi distante, aunque con la mirada puesta en lo que inexorablemente habrá de venir:

Estás en la antevíspera
y continúan sobrándote
veraces interrogantes,
renovaciones, límites.
 
 
 No habrá de cerrarse el círculo sin afirmar la consustanciación del poeta con la naturaleza, tan variante y vívida como la propia existencia:

Pilar de humareda capital
soy tu trasunto
una refracción apenas
de tu empeño...
 

El hombre, como el errante y místico Francisco de Asís, es por igual un hijo de la naturaleza que no se resigna a separarla de sus contradicciones, sus luchas, sus no siempre justificados fervores. Mas en el fondo, o trasfondo, de toda su poesía, podrá descubrirse otra en la riquísimamente verbal de este poeta paraguayo: una especie de cercanía a los bienes de la realidad, y desde ella justificados. No en vano su abuelo materno, el arquitecto Don José María Marsal, fue insigne teósofo, y bien dice la verba anónima que «lo que se hereda no se hurta».
 
Patentizan esta quizás inconsciente comprobación estos versos, que conforman a vez una andanza o un camino del cual él no tenía noción, que estaba insinuado y que en sus días mayores retomará, porque ésa era su estrella, ése su calendario astrológico o, al fin de cuentas, su destino:

... somos hechos de un humo apenas más espeso
que las nubes hermanas
y un poco menos rápido
que su cierta mudanza.
 
 
VIII

En este desfile de setenta y tres poemas, pulimentados a lo largo de casi una década, acompañan al poeta nombres gloriosos, que iluminan el universo mundial e hispanoamericano: entre varios, refulgente y a flor de página, está el de Leopoldo Lugones (1874-1938), columpiándose entre el juvenil experimentador de Lunario sentimental (1909), el eglógico (no contemplativo) de la oda A los ganados y las mieses (1910) y el reintegrado a la tierra de sus Romances de Río Seco (1938), ofrenda póstuma que otros alcanzaron a celebrar.
 
Como reflejo de su juventud anárquica, don Leopoldo combatía y amaba a los jóvenes, a uno de los cuales, el santafecino José Pedroni, calificó de «El hermano luminoso». Es de imaginar que ante las páginas de El júbilo difícil hubiera destinado idéntico acogimiento, más allá de aquéllas en que las aproximaciones, desde el surrealismo y el ultraísmo en adelante, pudieran haberlo retenido. No es de dudar que esta cuarteta de Villagra Marsal habría de excitar su entusiasmo:
 

Y en el linde del agua y de la roca
derramas tus rubores sosegados,
el piso de la selva se esclarece,
comienza el escrutinio del verano.
 
 
El conjunto de la poesía de Villagra Marsal honra las expectativas de los últimos tiempos y, como pocas veces en un autor nativo, sus resonancias universales tienen igualmente sabor de patria. Piénsese, entonces, que tiene el acompañamiento de Molinas Rolón, Hérib Campos Cervera, Óscar Ferreiro y Elvio Romero, cronológicamente mencionados. 
 
 
(Isla Valle de Areguá, agosto de 1995).
 
 
 
 
 
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EL JÚBILO DIFÍCIL: POESÍA 1986-1995

 
Edición digital: Alicante :  Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
 
N. sobre edición original:
 
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
 
Editorial Don Bosco, 1995.




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