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JOSÉ LUIS APPLEYARD (+)

  ENTONCES ERA SIEMPRE, 1963 - Poemario de JOSÉ-LUIS APPLEYARD


ENTONCES ERA SIEMPRE, 1963 - Poemario de JOSÉ-LUIS APPLEYARD

ENTONCES ERA SIEMPRE

 

Poemario de JOSÉ-LUIS APPLEYARD

 

Colección VIENTO NORTE

Talleres Gráficos LA COLMENA S.A.

Grabados de OLGA BLINDER,

EDITH JIMÉNEZ y LOTTE SCHULZ

Asunción – Paraguay

1963 (58 páginas)

 

 

Child is the father of man

William Wordsworth

 

Pe mita ra-y rusú

pya-é ikaira-ysé

jha upéi iluyá riré

imitá yey pyajhú.

Gumersindo Ayala Aquino

 

 

I N D I C E

El tiempo

Infancia

La casa

El grillo

Setiembre

La escuela

Las palabras

Vacaciones

Atrio

Las hormigas

Flor de coco

Ochenta años

Este diciembre

La lagartija muerta

Los raudales

Yo

Colofón

 

 

 

 

 

 

 

OCHENTA AÑOS

 

         Para María E. Appleyard, tía y madrina

 

Porque se viene el tiempo del silencio

y entonces es difícil compartirlo.

Se viene el tiempo solo, que no espera

con paciencia de plaza en las esquinas

y todo tiene un sorbo de tristeza

como si el mar lejano y gota a gota

fuese vertiendo en parte su amargura

y nuestra voz se nos volviese sombra.

 

Entonces recordamos,

y del largo viaje vuelve el trompo,

la campanilla rota, los jardines,

un tren perdido entre juguetes viejos

y una carta con voz que suena a abrazo.

Una carta que tiene la amarilla

concreción de las cosas que aún existen

ocultas tras los bordes de la infancia.

Una carta y un sol, una sonrisa

que se ha estado volviendo a la distancia

más amable y alegre y prometiente.

Una sonrisa que nos vuelve tristes.

 

Tú eras una ciudad y desde ella

con plenitud trazabas tus mensajes

que amontonaban flores y pasados.

(Esas hada madrina y yo, tu ahijado.)

No importa cuándo fue. No importa el tiempo

ni los rincones rotos donde a veces

lloraba yo tu ausencia y deseaba

que el corazón viajase con los trenes.

No importa cuándo fue porque hoy es siempre

y como siempre estás

y yo lo estoy sabiendo

y sé que lejos siempre y sin embargo

muy junto a mí y de frente estás mirando.

 

No puedo recordar, pero en mis manos

hay nostalgias del tiempo en que sorbía

como lágrimas rotas los momentos

cuando, siendo yo solo, presentía

que tú estabas detrás de esa distancia

mirándome

y entonces un nombre me llenaba

la boca, el corazón y la sonrisa

y sin decir el nombre yo sabía

que era más que tu nombre, que es María.

 

Primera Comunión, primeros sueños

en nácares, rosarios, moños, trajes,

inciensos y tú, ausente, al lado mío

en esa comunión de mi rocío.

Pero ¿es que puede hacerse una reseña

con la frialdad penosa de las cifras

de momentos que encuentran un perenne

recuerdo que se asocia a todo el cúmulo

de tu amistad cercana y siempre ausente?

 

Todo ya está demás. Todo se pierde

como las cosas niñas que de pronto,

y sin saberlo, son adolescentes.

Todo se pierde porque las mudanzas

que embisten, nuestras vidas no consienten

que llevemos ayeres en los hombros

y los dejamos ir con los juguetes.

Pero de todo ello tú estás siempre

con ochenta pedazos de alegría

que repartes, pletórica de hijos,

a todos cuantos como yo, sin serlo,

muy en secreto y para ti lo fuimos.

 

Muy en secreto y para ti lo fuimos

y por eso -recuerdo- cenicientos

a veces desdoblamos la cabeza

frente a ese viento blando de tu ira

que amparado en cariño nos llegaba

en la correccional confitería.

Muy en secreto, sí, porque sabíamos

que en el fondo del yo, casi en el sueño,

hay una voz que por decirte madre

enmudece en las lágrimas su empeño.

 

Porque se viene el tiempo

y es el tuyo

de tus ochenta y frescas primaveras

y porque estás ausente y como siempre

siento tu voz cercana que me guía,

ya sin decirlo casi, porque sabes

que me cuesta decir lo que yo quiero,

te digo simplemente en estas cosas

lo que un abrazo calla y salva un beso,

lo que guarda tu nombre porque tiene

sabor de madre en tanto que es María.

 

 

 

 

 

ESTE DICIEMBRE

 

Este diciembre

-el tiempo de las uvas-

con perenne amistad hacia mí vuelve

y abre la entraña absorta del recuerdo

y me llena de paz,

este diciembre.

 

Puedo ver en sus ojos

la alegría de viejas vacaciones

y aún sentir en mis manos

la horadante caricia de algún trompo

que en la casta dureza del guayabo

se volvió cómo un símbolo

de todos los diciembres de la infancia.

 

Puedo aspirar el cielo de sus días

luminosos y henchidos de cigarras

y encender el recuerdo ante el perfume

de la oración frutal del cocotero.

Porque ha sido un pedazo de diciembre

él que me trajo el hilo

con que tejí la trama de un cariño

que guardo para siempre.

 

El verano augural de los pesebres,

del inefable logro de los sueños,

de la Gracia y el polvo confundidos

en la Noche, que es Noche de diciembre,

todo está en este mes,

toda la vida:

el pasado de infancias, el presente

y el futuro agorero y ya viniente.

 

Este diciembre

-el tiempo de las uvas-

con perenne amistad hasta mi vuelve

y abre la entraña absorta del recuerdo

y me llena de paz,

este diciembre.    

 

 

 

 

LOS RAUDALES

 

Y el agua va pulsando

el corazón mojado de las calles

y las va carcomiendo,

les va llenando el alma de cristales

y roja, parda, oscura, rubia, negra,

el agua danza y rompe

su playa madre de portón y arena

y canta en la lograda

emoción colonial de los raudales.

 

Ellos van, imponentes,

en sucesión de turbios remolinos,

abriéndose de gozo,

lamiendo las aceras

con el áspero tono de su lengua,

de su lengua de mar, de tierno río,

arroyo de las calles fugitivo,

aterido raudal de los motivos.

Y llueve y el raudal crece y desborda

la alambicada zona del presente,     

retuerce su caudal de espuma y sueña

en un viejo raudal adolescente.

 

En un viejo raudal con puentes viejos

que soñaban al borde de la acera

en viejos grandes puentes historiados

y lloraban sus lágrimas rojizas,

antiguas, transparentes, vegetales,

mientras sus manos se cerraban trémulas

conteniendo el furor de los raudales.

 

De los viejos raudales caudalosos,

de tantas calles con misión de ríos,

de tantas lluvias que llovieron siempre

sobre viejos paraguas desvaídos,

de tanto trueno, en fin, de tanta agua

que ha llovido en un tiempo que es distancia

¿qué me ha restado al fin

sino un recuerdo

con un húmedo gusto de nostalgia?

 

Los antiguos raudales, colofones

de una ciudad que entonces era niña,

pero una niña cuyas formas jóvenes

-como las huellas que en el aire dejan

con un golpe de luz los picaflores-

la iban desdibujando para hacerla

un poco más mujer.

Una ciudad donde la vida misma

era un poco raudal, un poco viento

y un poco campo viento con aceras

de verde campo viento ciudadano,

donde los hombres escondían su prisa

porque el tiempo soñaba en los relojes

y éstos eran tan sólo un reloj grande

que cantaba sus cuartos y sus horas

dirigiendo con voz episcopal

el movimiento de la vida quieta

donde la prisa dormitaba un sueño

futuro de ciudad.

 

Pero el viejo raudal atormentaba

el ritmo cotidiano

y era una pausa más para el descanso,

una pausa sin sol para el verano,

una pausa de lunes que llovía

aferrado al descanso del domingo,

una pausa de martes,

una pausa de siempre,

una pausa de lluvia

que lloraba de lluvia,

que humedecía de lluvia,

que cerraba la escuela,

que enfermaba de amor a las maestras,

que cerraba el cristal de las canceles

donde las viejas iníciales graves

lloraban con la lluvia y encendían

una vida de lluvia en los cristales.

Y tras esos cristales,

como al compás del ritmo de la lluvia,

volvían a vivir los juegos olvidados:

de su caja marrón, los soldaditos

y del cofre de abuelo, las postales.

Las postales oliendo siempre a viejo,

con golondrinas y edificios grandes,

playas con castidades y pedazos

de un corazón deshecho de viajes.

 

Y el jardín era lluvia que inclinaba

su mojada cabeza sobre el pasto,

las palmeras miraban, preocupadas,

por sobre la muralla

si aún rugía

en las calles la voz de los raudales.

Y estos pasaban con sus olas rojas,

con su espuma de turbio chocolate,

con su afán de jugar a los barquitos

y de buscar el mar entre las calles.

 

Y cuando el tiempo destrozaba nubes

para que el sol volviera a caminar descalzo

por sobre la humedad de los tejados;

cuando la lluvia, como un llanto niño,

enjugaba sus ojos en los árboles

y en los patios del fondo pregonaban

el buen tiempo, barómetros, los gallos,

los raudales morían dulcemente

entre arenas y piedras y entregaban

la pasajera furia de su vida

al cementerio espejo de las charcos.

Los raudales morían con el alma

candorosa del agua siempre niña,

con un alma de juegos,

sin ánimo de mal,

sólo el intento

de asustarnos un poco con su trueno.

 

Y ya sin lágrimas,

verdes los naranjos,

con los pies aún mojados,

de puntillas,

llegaban al umbral de los zaguanes

y en un susurro tibio de azahares

anunciaban la muerte diluida

de los viejos, nostálgicos raudales.

 

 

 

 

YO

 

Yo cuando siempre y por entonces mudo,

abierto hasta el dolor, sin presentirlo,

sol de mi sombra y amparado escudo,

aullantes de nostalgias mis sentidos,

yo sin saber, y oscuro retenido,

agitando rincones agoreros,

buscando entre las risas otros labios

de azucenas lloradas de aguaceros.

 

Yo siempre así, sin fuerza para el río,

para nadar lo gris de la corriente,

hecho de masa inerte y sollozada

en la inquietud de ser adolescente.

Yo sin virtud, que por matar la mía

abandoné el silencio y la espectancia

y oscureciendo el tono de mis ojos

dejé morir sin rosas una infancia.

Sí, siempre yo y ya nunca consentido

de un huérfano dolor y canto mío,

igual a todos y aterido y triste,

yo frente a mí y ya nunca niño mío.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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