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RUBÉN BAREIRO SAGUIER (+)
  OJO POR DIENTE, 2006 (Cuentos de: RUBÉN BAREIRO SAGUIER)


OJO POR DIENTE, 2006 (Cuentos de: RUBÉN BAREIRO SAGUIER)
OJO POR DIENTE
 
Cuentos de RUBÉN BAREIRO SAGUIER
 
Editorial Servilibro,
 
(Colección Bareiro Saguier nº 1)
 
Dirección editorial: Vidalia Sánchez
 
Asunción-Paraguay 2006
 
(Quinta edición)






OJO POR DIENTE fue premiado en el prestigioso concurso de la Casa de las Américas, La Habana, en 1971. El autor, sin ninguna desconfianza viajó a su país en 1972. Pese a haber sido sometido, poco antes, a una delicada intervención quirúrgica, fue apresado y arrojado a una siniestra celda -con cuatro reflectores prendidos noche y día- de la terrible Dirección de Investigaciones, y sometido diariamente a absurdos y pesados interrogatorios. El atropello a la dignidad del escritor produjo una ola de protestas, en su patria, en todas las Américas, así como en los diferentes países de Europa, especialmente en Francia, en donde los numerosos autores del jamado "boom" latinoamericano (Julio Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes...) prestigiosos escritores franceses (Jean-Paul Sartre, Jean Genet, Simone de Beauvoir, Marguerite Yourcenar, Marguerite Duras...) enviaron mensajes de protesta. Luego de un mes y dieciocho días fue conducido directamente de la cárcel al aeropuerto y embarcado con destino a París. Durante diecisiete años no pudo pisar su tierra y, luego de pedir asilo político, que Francia le acordó sin dilación, ejerció durante ese largo tiempo, el "duro oficio del exilio".



Plus encore que la vie


la mort nous tient souvent


par des liens subtils...


Ch. Baudelaire



Más aún que la vida


a menudo la muerte nos


acosa por vínculos sutiles...



ÍNDICE:

·         CARTA DE AUGUSTO ROA BASTOS

·         INTRODUCCIÓN - LOS PRETEXTOS, EL CONTEXTO, EL TEXTO (Por RUBÉN BAREIRO SAGUIER)



ÍNDICE DE CUENTOS:

·         SÓLO UN MOMENTITO

·         OJO POR DIENTE

·         DIENTE POR DIENTE

·         RONDA NOCTURNA

·         BROWNING 45

·         VIENTO NORTE

·         OJO POR OJO

·         SALMÓN Y DORADO

·         ANIVERSARIO

·         LA OPERACIÓN

·         PACTO DE SANGRE

·         COMENTARIO DE PEDRO SHIMOSE



OJO POR DIENTE
 
Todo esto es mentira, una patraña para desprestigiar al Juez de Paz; porque si lo trataran de ladrón o de prevaricador o hasta de violador -abusando de la leyenda difundida por aquella muchachita convocada en el despacho de Su Señoría para una deposición...-, pero acusarlo de esto, ¡y en qué forma! Ahí está, eso es cosa de la maldita oposición, deslenguada, envidiosa, amargada, incapaz de otra cosa que no sea difamación, bajeza. Además, ¡el procedimiento empleado! Ya el color de las gruesas letras con que un buen día amanecieron embadurnadas las paredes de algunas casas de la calle principal, podían hacer sospechar. Es cierto que luego los letreros se fueron pareciendo al arco iris del propio cielo, pero por puro disimulo; además ya se había producido el contraataque, de manera que nadie sabía más quién ni cómo había pintado. Ahora ya nadie entiende más nada en el pueblo. Ninguna investigación ha podido aclarar el misterio de los pintores nocturnos. Ni las multiplicadas rondas de los vigilantes; apenas los tabachís daban la vuelta a la manzana que cuando volvían, ya estaban las terribles acusaciones, goteando su infamia todavía fresca. Es cosa de brujería, son los poras, decían los soldaditos, y había que amenazarles con duros castigos, controlarles con la «brigada especial», comandada por el propio hijo del juez, para vencer el miedo y la resistencia a esas rondas endemoniadas. Las noches del pueblo se llenaron de «¡altos!», «carajos», «recontras» y ruidos de los cerrojos de los fusiles; de poras que pintaban leyendas contra el «Juez cuatrero». La acusación cayó como una bomba en el pueblo. No se trata de poner en duda o dar automáticamente por bien fundada la imputación. La cosa es que en este pueblo el ganado vale más que la mujer y carnear un animal ajeno es peor que matar a un hermano de padre y madre. Sí señor, esto viene de lejos y... es largo de explicar. Peor que liquidar a un pariente cercano; el delito es grave, gravísimo. Y además, ¡esa publicidad vergonzosa! Porque siempre hubo cuatrerismo en la región y hasta cuatreros famosos, como aquel Mate Cocido, que se decía «protector de los pobres», porque ayudaba a unos cuantos zaparrastrosos que le encubrían, y fue muerto como un perro, como el perro que mordió al hijo del Intendente, acribillado a balazos por la «junta de vecinos», fundada para perseguirlo y comandada por el propio señor Comisario. Sí señor, hubo cuatreros por aquí, a montones; y al fin de cuentas, el juez es un ser humano... tanto más que él maneja el registro de transferencia de ganados. Pero esto es cosa de la oposición, sin ninguna duda, como venganza, en primer lugar porque eran principalmente animales de los caudillos opositores los que desaparecían, y en segundo, porque estos infelices son unos malhablados de mierda, capaces de cualquier cosa. Hay que ver lo que hicieron cuando el juez dictó un bando atribuyendo la desaparición de ganados a la presencia de un jaguar en la zona. «Juez jaguar» fue lo único que se les ocurrió agregar a las otras inscripciones. Y sin embargo, cerca del lugar del delito, se encontraban siempre rastros de un animal sanguinario como el jaguar, pisadas en la tierra y sobre todo una marca profunda de garras en el sitio en que se había consumado el hecho.
 
¿Qué pájaro y qué cuervo, qué alma en pena, qué murciélago escribía las leyendas nocturnas, se preguntaban todos en el pueblo? Y así como no había tenido ningún efecto el bando, tampoco sirvió para nada la vaquillona que el mismo juez ofrendó a la Virgen del Rosario, y que valió algunos sermones en la misa principal de los domingos, en los que el cura Laya condenaba la maledicencia y prometía los peores tormentos del infierno para los que levantaban falso testimonio, el dizque embustero, el infundio, faltando así a las sagradas prescripciones del tercer mandamiento de la Ley Divina. «Pecado mortal; alma condenada al báratro de las tinieblas eternas, el sempiterno fuego del averno», gritaba el Padre desde el púlpito sostenido por unos angelotes gordos que soplaban las cometas del juicio final. Pero las feroces admoniciones sólo asustaban a algunas viejas beatas, que en medio de la sordera escuchaban fragmentos de las palabras terribles y veían los rayos lanzados por las manos y los ojos del sacerdote y los del espíritu santo de lata sobre su cabeza leonina.
 
Entonces vino el contraataque a fondo del juez. Como medida previa hizo apresar a todos los principales jefes opositores. Bien merecido; pero las inscripciones no sólo no cesaron, sino que por el contrario aumentaron. Cansado de hacer borronear las letrotas, mandó pintar sistemáticamente con su gente otras al lado de las que le acusaban. Comenzó con los caudillos adversos más conocidos. «Bartolo Jiménez, cuatrero», «Antonio Portillo cuatrero», «Domingo Asayé cuatrero», «Amancio Peralta cuatrero»... Aquello fue una carrera, un torbellino de pincelazos y letrones, de colores y de nombres. Porque, finalmente, el juez no se detuvo en los nombres de los opositores; como tenía la lista de los habitantes del pueblo, los fue denunciando a todos, por si las moscas... Hasta que tuvo que poner más atención en sus leyendas cuando vino el Comisario con un piquete de soldados a averiguar por qué había difamado a su suegro y Miembro de la Junta local del Partido.
 
Bueno, la cosa es que en este pueblo no hay demasiada gente para tanta pintura; pero, como es bien sabido aquí, el juez es letrado y hombre de recursos. Recomenzó la lista con los marcantes de la gente: «Lorito cuarto cuatrero», «Antonio karë cuatrero», «Vela de sebo cuatrero», «Burro lápiz cuatrero»... Pero eso sí, respetó las jerarquías y caballerescamente a las mujeres. El comisario, el cura, el intendente, el presidente del Partido, el maestro, el boticario, el Jefe de Impuestos Internos, el representante de la Corporación de Alcoholes y otros notables estaban fuera de toda sospecha, sobre todo teniendo en cuenta el incidente con el suegro del señor Comisario; además, no era el caso de sembrar la anarquía y soliviantar a la oposición. Y las mujeres, naturalmente, por caballerosidad y porque veía mal cómo podrían andar carneando de noche vacas ajenas, salvo doña María, la viuda del inglés. Una estanciera rica, más si es mujer-macho como ésta, puede hacer las peores cosas, hasta matar novillos o toros de cría.
 
Noche a noche, noche tras noche, noche y noche pinta que te pinta; ángeles o demonios, sombras o lechuzas, poras o cristianos mañeros escribiendo gruesas letras con la acusación vergonzosa contra la autoridad. Con el mismo entusiasmo, la gente del Juez replicando dale que dale, retribuyendo pincelazo por pincelazo, cuatrero por cuatrero. Las fachadas se llenaron de nombres, de marcantes y por sobre todo, la superior presencia del juez, gran señor de las paredes del pueblo. Cuando ya no hubo muros en dónde pintar, ni siquiera en los ranchos de los suburbios, aparecieron inscripciones en las barrigas de los burros, sobre las costillas de los perros y en los flancos de las vacas, especialmente en los de colores claros, aunque la pintura blanca solucionaba perfectamente el caso de los pelos oscuros; el problema se planteó con los overos, los pintados y los morunos, sobre los que era difícil distinguir las letras. Esta fase desagradó mucho a todo el mundo; una ola de protestas indignadas se levantó unánimemente. Para evitar la destrucción de las bellezas naturales, de esos adornos del pueblo -una vaca embadurnada es horrible, un perro pintado parece un pora, un burro manchado es indecente-, el Juez hizo colocar grandes paneles en la plazoleta que está entre la Iglesia y la Municipalidad. Fue un suspiro de alivio popular y hasta atrajo una decena de turistas, entre ellos un gringo fotógrafo que se incorporó a la vida del pueblo con el marcante de Duende de Lata. Pero la cosa es que también esos cartelones se están llenando...
 
Yo, Sinforiano Santacruz, Juez de Paz Letrado de este pueblo, preocupado por el bienestar de la población, acabo de ordenar que se coloquen nuevos paneles de tela blanca en la plazoleta del puerto. Cumplido con mi deber de magistrado, me pongo mi piel de jaguar, tomo mi gran garra de jaguar y me voy a realizar mi acostumbrada gira campestre...

 
 
 

DIENTE POR DIENTE

Sí señor, ese es Dalmacio Tatú, mi vecino de la chacra a media legua de aquí. Y usted va a saber lo que pasó. Yo, señor, no soy político ni pendenciero; no me gusta la sangre de cristiano. Claro que tengo mi color, como todo el mundo. Desde que nací tengo el color que mi padre y mis abuelos me ataron como un ñudo mordido al cuello, a los huesos, a la sangre. Bueno, todos somos así; yo y mis hermanos y mis primos y mis tíos. Y lo mismo pasa con mis vecinos. Cada uno tiene su color. Con las mujeres es diferente; ellas tienen que tener el color del hombre, el del padre cuando son hijas de dominio, después cuando se arrejuntan, si que el de su compañero. Eso no quiere decir que uno ande persiguiendo al prójimo, porque no es del mismo color. Qué se gana con eso, sembrar más cruces al borde de los caminitos, sembrar huérfanos, hacer crecer yugos, porque cuando se suelta la persecución, los que pueden se van lejos, al otro lado del río, y los que no, se quedan a la orilla de los caminos, esperando que un cristiano caritativo les prenda una vela, para evitar que su alma ande penando por ahí, asustando a la gente y a las vacas. Ya hay bastante pobreza en este valle como para seguir haciendo caso de los que vienen de la capilla a decirnos que nuestro vecino es nuestro enemigo y que hay que matarle porque el color de su familia no es el del gobierno. Por lo que ellos se acuerdan de nosotros más que cuando necesitan; después, barriga de perro, uno se puede morir de hambre si en sus sembrados la sequía o la langosta o los granizos hacen la porquería. Nadie le da bola; qué se van a acordar...
 
Usted sabe, señor, aquí en este valle siempre hemos sido bastante amigos; a mí no me persiguieron mayormente cuando mandaba el otro partido, o bueno, fue soncera lo que me hicieron. Así también nosotros respetamos a nuestros semejantes que son nuestros correligionarios. Bueno, eso fue antes de lo que le cuento; los poguasú no llegaban hasta nuestro rincón, seguramente porque estaba muy lejos o porque somos pobres por aquí, y los jefes no tienen gran cosa que sacarnos. Después pasó lo que pasó y todo es diferente; ya ve lo que le ocurrió a Dalmacio Tatú. Pero él no tiene la culpa, tampoco se entremetía en política; antes era un cristiano como cualquiera, hasta que esas gentes llegaron a la región. Al principio creímos que eran evangelios, que venían a hablarnos de la Biblia y a vendernos o a regalarnos la Guía Práctica de la Salud, ¿sabe?, ese libro con muchas fotografías. Pero ésos siempre son gringos y éstos hablaban en guaraní puro, como el que más; eran de los nuestros...  Venían del otro lado del río. Parecía buena gente; hablaron con nosotros, trataron de explicarnos para qué venían. No estaba mal lo que decían, pero parece que querían engañarnos con lindas palabras, como dijo el Ministro. Usted sabe, señor, a nosotros ignorantes no es difícil jodernos; cuando un letrado sabe hablar puede darnos vuelta de todos lados. Una cosa si es cierta, todo lo que necesitaban nos pagaban; nunca nos robaron, nunca nos sacaron nada de balde, al contrario, nos daban remedio y se ofrecieron para enseñarnos a leer y todo. Y hablaban lindo; era verdad lo que nos decían para mostrarnos cómo vivíamos aquí perdidos y olvidados de los karaí, de los señores que sólo se acuerdan de nosotros cuando hay elecciones... Pero, usted sabe, parece que todo era para jodernos, al menos eso dijo el Señor Ministro. El Ministro no es un cualquiera, es un jefe, un jefe grande del Partido, y él vino a hablarnos, a nosotros, pobres campesinos. Nosotros no somos nadie, y sin embargo él vino, personalmente, a explicarnos quiénes eran los montoneros. Primero nos reunió en la Alcaldía de Pindoty y nos hizo repartir caña; después del asado nos entregó un poncho Pilar a cada uno y nos habló más de dos horas. Parece que los guerrilleros eran enemigos de la patria; que venían desde el extranjero, pagados para destruir nuestro país y nuestra religión. Nosotros no vemos mucho al Pa'í, pero creemos en nuestra Santa Patrona del Rosario. Nosotros peleamos en la guerra contra los invasores, y no nos gusta que nadie venga de afuera a invadirnos y a tratar de derrocar nuestro gobierno del Partido y a destruir nuestra religión. Todo eso nos explicó el Señor Ministro y nos hizo repartir machetes nuevitos, brillantes. Cuando le trajeron a Secú Quiñónez, yo no lo reconocí. ¿Usted sabe quién es? Un arriero simpático y corajudo de nuestro valle, hacia el lado de Loma Perö. No había un pedazo de su piel sin un moretón; los ojos no se le veían bajo la hinchazón de la cara monstruosa y en el lugar de la oreja izquierda había un pedazo de sangre coagulada. Eso no era un cristiano ni siquiera un animal; al animal se le degüella, se le carnea, pero no se le juega de esa manera. Era un pora, una mala visión que venía arrastrado por dos soldados de las Fuerzas. Lo tiraron delante de nosotros y si no se hubiera movido un poco y lanzado dos o tres gruñidos -le habían cortado la lengua-, yo hubiera dicho que estaba muerto. La cara del Señor Ministro se endureció y sus ojos brillaban como un machete cuando nos dijo que eso, y peor, nos esperaba si nos convertíamos en traidores a la patria y al partido y apoyábamos a los guerrilleros. A mí, señor, no me gustan esas cosas, pero la caña seguía corriendo y uno empieza a perder un poco la cabeza después de varias vueltas; todo el mundo puteaba contra Secú, y su primo Tanasio escupió sobre el montón de queresa tirado en el suelo... Bueno, yo no estaba muy de acuerdo, pero también grite «piiipu» cuando el Señor Ministro nos dijo que había que terminar con la maleza, con los yuyos venenosos de los montoneros. Él sabía bien que solamente nosotros conocíamos al dedillo nuestra región y que las Fuerzas no podían hacer nada contra esos hombres que como aparecidos les salían por detrás a las patrullas y se volvían a perder en el monte como pora. Era la primera vez que un jefe así, venía a hablarnos, y un Ministro no se ve a menudo por estos lados; si hasta el Padre viene de tarde en tarde, bautiza a los mita'í, casa a unos cuantos amancebados, cobra sus diezmos y se manda a mudar. Usted comprende, cuando el Señor Ministro se fue, todos estábamos convencidos. Y cuando nos dieron las armas, nos dedicamos a la caza de aquellos hombres, la mayoría muchachos jóvenes, que había venido a hablarnos de cosas raras. La violencia es como la caña, señor; emborracha, sube a la cabeza, se mete en la sangre y nos hace trastrabillar de rabia. Sin cuartel los perseguíamos; aunque traían baqueanos, como el finado Secú Quiñónez, conocíamos la zona mejor que ellos. Nos olvidamos de las cosas lindas que nos habían dicho, de sus remedios, de todo, porque nos habían convencido que eran nuestros enemigos. Yo veía a mis compañeros echar espuma por la boca, peor que los perros persiguiendo a un aguará en el monte. Los rodeamos, los encerramos, y de isla en isla en donde se escondían, los fuimos liquidando. La orden del Señor Ministro era que no tenía que haber prisioneros; había que matarlos allí mismo. Se pidió voluntarios para la ejecución de los prisioneros. Al principio, yo también me ofrecí; usted comprende, estaba borracho de rabia, pero cuando vi la cara triste enfrente de mí, cuando vi los dos ojos que me miraban sin miedo, ya desde el otro lado del corral, no me animé a apretar el gatillo.
 
No sé por qué pensé en mi madre, y en vez de la cara de ese muchacho extraño, encontré la cara de mi hijo que me miraba fijamente por esos dos ojos limpios; de mi hijo que está en el cuartel, ¿sabe?, y que debe tener la misma edad, con el bigote apenas apuntando encima de la boca. Como le dije, a mí no me gusta la sangre de cristiano, pero más de una vez, en la guerra o en alguna farra, me ocurrió participar en una desgracia; eso le pasa a los hombres, es ley de machos. Allí era diferente; nunca me sentí tan sucio como en ese momento, si hasta tenía el gusto de la mierda en la boca. Bajé mi arma. El muchacho siguió mirándome con los ojos enormes, quizá más grandes por la sorpresa; seguro que no entendía lo que pasaba. Le oí murmurar algo como «compañero... compañero...», sin cambiar de expresión. Le hice un gesto y volvimos hacia el labio del monte, yo atrás con la automática bajo el brazo, con la cabeza gacha casi a la altura del tobillo. Me sentía un miserable. Fue la primera y última vez que me ofrecí como voluntario para la ejecución. Fue en esa oportunidad que Dalmacio Tatú comenzó a destacarse. Nadie iba a decir; era un arriero callado, manso por demás, se le burlaban más bien. Las mujeres no querían salir a bailar con él porque no les decía nada y se aburrían. Nadie creyó cuando se ofreció para liquidar a mi prisionero, y después de la descarga lo vimos volver con la mirada radiante. No sólo ejecutó a sus montoneros, sino que liquidó a los dos o tres que mis compañeros, como yo, no se animaron a hacerlo. En los dos días que duró la matación, Dalmacio pasó por las armas a quince prisioneros, y cada vez lo veíamos más excitado, más borracho de sangre, más seguro de su fuerza. Estaba desconocido: Dalmacio Tatú había abandonado el carapacho en el que se había encerrado ante nosotros para convertirse en una especie de aguará; como los zorros que se alimentan de sangre se había puesto. Al anochecer del segundo día de carnicería, Dalmacio Tatú se internó en el monte con su cliente número 16. Era un campesino de por aquí cerca, pero que había ido al Chaco argentino, él y su familia, hacía mucho tiempo, y que posiblemente los montoneros trajeron como baqueano. Nadie sabe lo que allí pasó. Escuchamos la descarga y poco después, una especie de aullido que nos puso la sangre como hielo. Algunos dicen que el prisionero dio unos pasos y le cayó encima; otros creen que el muerto se levantó y le escupió la sangre en la cara; otros si que aseguran que era su hermano. Yo no sé; la cosa es que cuando fuimos a ver lo que pasaba, Dalmacio Tatú estaba sentado en el suelo, gimiendo despacito; una mancha de sangre le subía desde el pecho por la garganta hasta la boca. El resto de la cara era una máscara amarilla, una careta de cadáver, y sus ojos, de vidrio vacío, como el del muerto acostado a unos metros de él. Ya ve usted, señor, las cosas se pagan. Ése que usted pregunta se llamaba Dalmacio Tatú; ahora es Dalmacio Tarová, el loco de Pindoty..
 
 




 

LA OPERACIÓN

-Es necesario que me vaya.
 
El pelo levemente ceniza en las sienes y las estrías en la comisura de los ojos le dan un aire más interesante, más masculino, pensó.
 
-No te apures tanto. Hace tiempo que no nos vemos... Esta noche me haces más falta a mí.
 
La mirada del hombre brilló sobre la piel apenas cubierta de la muchacha. Un resplandor fue subiendo desde los pies por las piernas morenas hasta donde las sábanas ponían una isla blanca, y se hundió en el vientre.
 
-No creas. Aún tengo que dar cuenta de tu llegada y transmitir las instrucciones. La operación debe comenzar en seguida.
 
-Sí, pero mucha cautela. Es importante no fallar ésta. Ya saben dónde encontrarme pasado mañana. Mucha cautela... -repitió pausadamente, como hablando consigo mismo.
 
Se estaba abotonando la blusa. Él miraba sus muslos a través de la enagua transparente.
 
-Será mejor que te quedes hasta la mañana..., o quizás podría acompañarte...
 
-¡Estás loco! ¡Ni pensarlo!
 
Se quedó pensativo, sin decir palabra, los brazos bajo la nuca y la mirada perdida en las paralelas de los tirantes del techo que conducían al ventanuco. Por allí se desemboca a la noche, aunque no se la veía.
 
-Pero... -dijo sin moverse.
 
Ella terminaba de peinarse mientras se ponía los zapatos. Parecía no haberle oído.
 
Cuando se agachó para besarlo, él pareció despertarse. La estiró bruscamente, como con furia, y la hizo trastrabillar sobre la cama. La besó repetidas veces; le pasó suavemente las manos por los pechos, sobre el rostro; luego los labios.
 
-Me voy... -dijo ella y se levantó de golpe.
 
-Explicale bien a Fabián. No podemos fallar -contestó él, sin oponer resistencia a la partida. Se miró las manos vacías y por entre los dedos abiertos contempló la figura esbelta de la muchacha, que se prolongó hasta el techo. Se sentó en la cama y le guiñó un ojo-. ¿Vas a ir a verme pasado mañana?
 
-A su orden mi general -respondió con una ancha sonrisa, mientras hacía una venia cómica con la mano izquierda-. Hasta el viernes -susurró, y la sonrisa se fue apagando en una mueca imprecisa, casi triste.
 
-Te esperaré... Decile a los muchachos que puño cerrado y duro. Mucho ánimo, y cuidado. 
 
Por la puerta entró una ráfaga de sombra con el aroma de la noche. Los jazmines, las estrellas, el mangal, los naranjos del patio. Escuchó todavía los pasos, cada vez más blandos; luego el chirrido del portón de hierro. Un oscuro silencio lo envolvió, como dentro de una bolsa.
El humo sube desde su mano.
 
(La niebla invade la ciudad, palmo a palmo; la sitia casa por casa, hombre por hombre.)
 
Otra vez adentro, luego de tanto tiempo... El espejo le devuelve un rostro joven, unos músculos elásticos recorriendo las calles soleadas, la campiña incendiada bajo un reverbero de fuego. Un adolescente gritando aquí bajo los aleros del viejo colegio; trepado más allá a la estatua del prócer venerable, pleno de fervor ante el viento agitado de las cabezas juveniles, ante el vendaval de los bramidos. Luego el comité; la casona destartalada, cerca del río, donde se los amontona como a bestias en vagón de carga; la camaradería extraña de la cárcel y el odio súbito, inmotivado de los compañeros.
 
(Los tacos acompasados cercan las calles, manzana por manzana, patio por patio.)
 
Una sombra transparente acompaña sus pasos por la ciudad clandestina. Lentamente tras los anteojos oscuros; oscuramente bajo las noches, de madriguera en madriguera. Tapias, patios, escaleras, cubiles, palabras en sordina, reuniones sin lámpara y fugas precipitadas.
 
(El humo que sale de la boca de los fusiles sitia los minutos marcados por el tic-tac de las sienes.)
 
Luego los horizontes distantes; nuevos rostros, nuevas experiencias, nuevas tácticas; toda la miseria en el recuerdo. «Yo encarno, yo soy la revolución; hay que probar al mundo la ignominia de la dictadura. En fin de cuentas, la misión es muy importante. Mucha consideración por todas partes..., y es natural que así sea... a pesar de lo que diga algún mediocre como Martínez... La envidia es cosa seria en el exilio... No, es muy importante, qué embromar. Me acuerdo de aquella muchacha en...».
 
El grito le traspasó como un cuchillo. ¿Venía desde el sueño o sólo desde su conciencia? Tal vez desde la calle. Miró mecánicamente el sitio del reloj en la muñeca desnuda. Vio las colillas en el suelo, cerca de sus pies, mientras el humo seguía subiendo hacia el foco colgado de la sombra sucia del techo. Recién ahora precisaba el zumbido de la mosca que un rato antes daba vueltas posándose en su brazo, en la sábana, en su mano, en la mesa, en su cuello, en su mano; recién ahora que le veía apasionada en la telaraña de un ángulo del techo y la pared, a su izquierda.
 
Un rumor crecía afuera como sordo ladrido de jauría. Un postigo se cerró; de inmediato se oyó el estampido de otra persiana; una tercera ventana se cegó de súbito. El grito de nuevo, acezado por voces confusas en algún lugar del empedrado que se acercaba y se alejaba. El cerrojo del fusil hizo un ruido seco. La mujer gemía.
 
-Ekiririke. Callesé py.
 
El picaporte frío en el hueco de su mano. Una paloma enloquecida batía las alas desde su pecho hasta la garganta y otra bajaba hacia el esfínter. Sitió el roce que le ahogaba y los alfilerazos punzantes abajo. Un vacío alrededor y el vaivén que le apretaba el resuello y le aflojaba el gollete por el otro lado. Un grillo roía algún rinconcito oscuro de la pieza. La mosca zumbaba cada vez más desesperadamente, tratando inútilmente de escapar de las redes que la tenían. Recordó de aquella sirvienta violada bajo la escalinata, a la que el último soldado de la gorra habría poseído posiblemente ya sin vida.
 
¿Qué era eso? ¿Un nuevo grito o sólo el ruido del revoloteo incesante en su pecho, entre sus tripas?
 
-¡Carajo!
 
Se asustó del sonido de su propia voz. Apretó más fuerte la empuñadura de la pistola. Un manotón al interruptor y el foco, la cama, las paredes descascaradas se hundieron en la sombra, junto con el canto del grillo y el ángulo en que la mosca había cesado de ronronear.
 
Un silencio espeso, oscuro llegaba desde la calle.

 
 
 
 

COMENTARIO DE PEDRO SHIMOSE


OJO POR DIENTE se compone de once cuentos. Es una parábola de la realidad paraguaya captada por un poeta nada idealista -filosóficamente hablando- aunque portador de un rico acervo de vivencias e historias escuchadas en su tierra natal. Es un libro de temática «social», apoyado por el relato vivo de los propios personajes. El lenguaje es importante en esta obra. El autor, mejor aún, la sensibilidad del autor, aflora cuando fluyen las descripciones, el curso narrativo de la historia.

Con toda naturalidad, Rubén Bareiro Saguier escribe de lo que sabe, de lo que recuerda, de lo que desprecia: la opresión y la violencia. Desde el punto de vista formal, OJO POR DIENTE reúne cuentos separados por su temática y lenguaje. En el libro se pueden distinguir dos tipos de relatos. Los hay que tratan de los fantasmas de la infancia del autor y aquéllos en que afloran los fantasmas de la sociedad paraguaya.

Cuando OJO POR DIENTE aparece, aún flameaban las banderas de «lo real maravilloso», el gusto barroco y la hegemonía de lo que se dio en llamar «el boom latinoamericano».

Es obvio que OJO POR DIENTE no pertenece a este modo de entender la narrativa, una moda, al fin de cuentas. Por eso, la crítica se mostró reacia a consagrar un estilo diferente. Tampoco hace concesiones al folclore o al color local (la palabra Paraguay no aparece por ningún lado). Esto, sin duda, le restó también lectores. Rubén Bareiro Saguier descubre con talento las verdades profundas del mito y de la historia de su tierra lejana. Y no hace concesiones al lugar común.

-En este libro se describe la violencia y la opresión del hombre, mediante un lenguaje cargado de humor y despojado de excesos barroquizantes. La economía de estilo es sorprendente en este libro hecho no de descripciones de retratos psicológicos, sino de bocetos, con un lenguaje tenso que oscila entre la ironía y el sortilegio poético.

Lo que sorprende es su poder de seducción, «el asedio estricto de las palabras reveladoras», su capacidad de hablarnos de una realidad profunda sin hacer localizaciones temporales, lo cual le confiere una mayor fuerza mítica, un concentrado vigor narrativo. Esta impresión le llevó a decir a Claude Couffon: «Saguier revela en estos relatos una sensibilidad creadora original, apta para encontrar el tono justo capaz de explicar, en toda su autenticidad, el drama del oprimido».

Después de celebrar su calidad literaria, Roa Bastos sostiene que «cada uno de los once cuentos de OJO POR DIENTE trata de participar, desde adentro, en el drama de opresión y degradación no menos que en su contracanto de esperanza y coraje. Su virtud principal es que el espíritu de estos relatos está exento del maniqueísmo que parece seguir acechando las expresiones de nuestra literatura testimonial... De este modo, la aventura de los hechos narrados se identifica con la aventura del lenguaje en el que la palabra cobra una función de vida vivida. La tierra y el hombre paraguayo trascienden así el marco localista hacia una visión totalizadora de nuestra América; hacia tina visión, en última instancia, sospechosamente universal». Nunca mejor dicho.

PEDRO SHIMOSE




ENLACE INTERNO RECOMENDADO:

OJO POR DIENTE


Edición digital: Alicante :

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de Barcelona,

Plaza y Janés, 1985.
 
 
 
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