DIVERSIDAD EN LA LITERATURA
DE NUESTRA AMÉRICA – VOLUMEN II
Obras de RUBÉN BAREIRO SAGUIER
Editorial SERVILIBRO,
Dirección editorial: Vidalia Sánchez
Diseño de tapa y diagramación de interior: Bertha Jerusewich
Edición: 1.000 ejemplares
Edición al cuidado del autor
Asunción - Paraguay - Setiembre 2007
Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98
ISBN: 99953-0-029-6
PRESENTACIÓN
Como indica el título de los dos volúmenes que se presentan, los mismos reúnen un conjunto de ensayos, críticas, reflexiones, concordancias y discordancias sobre temas y autores de Nuestra América, tal como el maestro José Martí denominó nuestra identidad cultural, diferenciándola de la otra, que pretende apoderarse del nombre.
Recorriendo sus páginas se podrá constatar las características profundas de nuestro acervo: los temas planteados no se reducen al simple análisis de la textualidad ibero - americana, sino que penetran los recovecos profundos de las lenguas indígenas que enriquecen nuestras letras, a lo largo y a lo ancho del continente, desde México y el Caribe hasta la Tierra del Fuego y la Araucanía. Es así como están presentes en estas páginas las etnias autóctonas, las cuales han sido exterminadas despiadadamente en el norte anglo - sajón.
Como se puede constatar en varios ensayos, esa conjunción de nuestras lenguas raigales con el castellano, idioma privilegiado de nuestra literatura - que nos conecta con 400.000.000 de hablantes en todos los continentes -, ese encuentro, esa conciliación de culturas, enriquece y dignifica las letras de Nuestra América. Es una manera de asumir la expresión profunda de nuestra identidad, es una forma de navegar en el océano sin orillas de nuestras lenguas.
Otros temas, para mí capitales, se enfocan en los distintos ensayos, tal como la insalvable mediocridad de las letras (o letrinas, si se me permite una expresión no tan elegante pero cierta) de los escribas que presentan la siniestra dictadura estrosnista en sus treinta y cinco años del vergonzoso régimen que humilló al pueblo, prostituyó la sociedad e impuso la corrupción, el crimen político y la desaparición forzosa, la prisión, la tortura y el exilio de los que no aceptaban el “paraíso de paz y progreso” del tiranosaurio, uno de los líderes de la operación Cóndor. Hay cosas que no se pueden, no se deben olvidar, para que nunca más..., puesto que esa mancha sangrienta también hace parte de la historia reciente de Nuestra América, mal que nos pese.
Felizmente, los temas, los autores, las tendencias, las corrientes más diversas y enriquecedoras desfilan por las páginas como una propuesta de recorrer apasionadamente aspectos y características de la cultura de nuestro continente. Los artículos que integran los volúmenes han sido publicados en prestigiosas revistas de América, Europa y otros continentes, o integran el material de libros colectivos de entidades culturales, como la UNESCO o universidades diversas.
ESCRITURA Y EXILIO
La literatura de nuestra América fue fundada por trasterrados, esos «exiliados» que, empujados por la sed de la aventura o el deslumbramiento del oro, llevaban junto a la esperanza de conseguir la gloria o la riqueza, los guiñapos de la memoria: borrones de un lugar que se llama infancia, rastros y rostros desdibujados por esa materia espesa que se interpone entre el cariño y la distancia. Todo ese mundo de vacío, en suma, que se llama nostalgia, palabra cuya etimología ahorra explicaciones: dolor del regreso.
Y bien, esos héroes de deslumbrantes éxitos o de harapientos fracasos fueron los que inventaron las palabras fundadoras, ésas que entrelazadas a los silencios de los «vencidos» fundaron el discurso nutrido en juego especular de un doble exilio: el de la propia soledad y el que van creando a través de la empresa de destrucción y de sustituciones de la conquista, de la colonización, de la evangelización. Hay ejemplos significativos -y patéticos- de ese péndulo que oscila entre dos vacíos. En el albor del encuentro entre los dos mundos es el caso de dos escritores peninsular el uno, criollo el otro. El primero, Alonso de Ercilla, en su Araucana exalta el coraje, el denuedo con que los indígenas mapuches combaten por preservar su identidad, la integridad de su cultura. Rara ironía la del segundo, Pedro de Oña, nativo del Reyno del Chile, quien en su Arauco domado - el título ya dice todo del mensaje de la obra-contradice al capitán español denigrando a los araucanos -dándolos por «domados», sometidos-en un intento de distanciarse de sus «coterráneos» y de identificarse con los dominadores. Irónica, pero al mismo tiempo comprensible actitud de un exiliado en su propio medio, que necesita aferrarse a uno de esos universos entre los cuales se siente inconfortablemente situado, tanto más que su opción es espejismo de una imagen ya gastada por el recuerdo ajeno, el de los progenitores.
Gran parte de la literatura colonial, la de los cronistas, memorialistas, epistolarios, naturalistas o historiadores, está profundamente marcada por el exilio. Sus obras son formas de lo que Edmundo Gómez Mango caracteriza con propiedad científica y pertinencia poética «discurso de la separación, pero sobre todo forma y figura, matriz de sentido de la pérdia y del objeto perdido».
El camino de ese exilio, a menudo solapado, y su distorsionada expresión es largo y arduo. Por él han transitado el mestizo Garcilaso el Inca, recreando con amorosa nostalgia en sus Comentarios Reales el mundo de sus antepasados maternos, desde la corte renacentista de la metrópoli. Por allí deambularon el indiano Juan Ruiz de Alarcón -para más jorobado- y Bernardo de Valbuena, otros de los excelsos representantes del Siglo de Oro español que llevaban en sus palabras la encubierta herida del exilio. Y sor Juana Inés de la Cruz, doblemente exiliada, porque mujer en un universo machista. Cuando optó por la vida conventual, para conseguir un respaldo a su palabra amenazada, también allí le dijeron: Mulieres in ecclesia taceant.
Los casos precedentes son evocados sólo como paradigmas de la condición de exilio que marca la literatura colonial de nuestra América.
A partir de fines del siglo XVIII y comienzos de XIX se renueva el conjunto de circunstancias que caracterizan las relaciones del escritor latinoamericano con el poder. Ello porque la lucha emancipadora primero, los enfrentamientos de fracciones políticas después, convierten a los intelectuales en actores, a menudo protagónicos, de los acontecimientos históricos.
Los precursores de la gesta independentista, como Francisco de Miranda, o los ejecutores, como Andrés Bello -que en su exilio londinense concibió y puso en marcha su proyecto de emancipación cultural-, José Joaquín de Olmedo, José María de Heredia y -más tarde- José Martí, todos conocieron el destierro por causas relacionadas con la lucha por la independencia. Pero es la época posterior, la de la constitución de los estados nacionales, la que conoce los exilios masivos de intelectuales y escritores. Extrañamientos ligados con las contingencias políticas de anarquía y de luchas y rencillas por el poder. El grupo más calificado de exiliados es el que emigra a Chile y Uruguay durante la tiranía de Juan Manuel de Rosas en la Argentina. Esteban Echeverría, José Mármol, Domingo Faustino Sarmiento fueron algunos de los preclaros escritores emigrados. Puede asimilarse este exilio, por sus causas y características, a los que se suceden esporádicamente a lo largo de la historia latinoamericana manchada por los cuajarones dictatoriales.
Ellos integran una legión de expatriados, entre ellos muchos intelectuales y escritores, forzados a emigrar en uno de los momentos más sombríos de la trayectoria política continental. En efecto, todo el sur del territorio sudamericano, incluyendo Brasil, es arrasado durante más de dos décadas por regímenes totalitarios que, inspirados en la nefasta doctrina de la seguridad nacional, imponen la arbitrariedad castrense, avasallando los derechos ciudadanos y las libertades democráticas. Los escritores dejan de ser meros cronistas exteriores o testigos imparciales del horror. Las tiranías se encargan de empujar a los indecisos en la vorágine represiva. «Castigar a los culpables, a los sospechosos, a los neutros e indiferentes...» era una de las bárbaras consignas de esos regímenes. Y los intelectuales, salvo vergonzosas excepciones, han sido siempre como la conciencia crítica de la sociedad. Por ello han estado «implicados» en la resistencia, en la lucha contra la iniquidad. Los escritores, como cualquier ciudadano digno, han sufrido la represión. Muchos de ellos padecieron la prisión y la tortura, el relegamiento y el exilio. Varios «desaparecieron». Es difícil, si no imposible, determinar el grado de mayor o menor crueldad en cada una de esas siniestras figuras represivas. Pero no se puede negar que el ensañamiento pone un peso especial en las medidas «en suspenso». La «desaparición» es, sin duda, la más atroz, puesto que acarrea la muerte al tiempo que escamotea al muerto. En este caso, son los próximos de la víctima los que sufren la «pena» diluida y sin límite de tiempo. En el caso del exilio, el «castigo» es personal; la desaparición -una variante de la misma- es asumida por ese muerto civil, el exiliado, que se condena a desaparecer del contexto social, a ser borrado de la memoria colectiva. Es cierto que los escritores poseen un arma para evitar o para paliar esa forma de anulación: su palabra. Pero se trata de una voz profundamente amenazada, con las raíces en el aire, quebrada por la ausencia, a menudo distorsionada por la nostalgia.
Antes de entrar a referirme a las relaciones entre exilio y producción literaria, quiero evocar las distintas acepciones de esta palabra. Hasta aquí las referencias hechas tienden a enfocarla en la óptica más radical, la de expulsión o abandono forzado del propio país. Personalmente considero que esta situación es la que «perfecciona» la figura del exilio. Aunque no es la única acepción, puesto que también se utiliza el término para caracterizar una situación de quiebra que aqueja al escritor en función de sus relaciones con su entorno, con la propia sociedad. Esta se puede dar en función de la lengua -el caso de James Joyce, el irlandés que subvierte el idioma inglés-o de otros actores culturales -tal el fenómeno de Kafka, escritor judío que escribe en alemán en su patria de origen, Checoslovaquia. Este «exilio interior» es un fenómeno de índole personal que, como en los casos citados, puede influir poderosamente en el curso de la literatura de una época. También cabe recordar la condición del exilio voluntario, la del escritor que busca en otras tierras, su propia realización. Las razones de este exilio pueden ser diversas, y a veces estar ligadas a las circunstancias políticas del propio país. Pero la posibilidad del retorno se vuelve una figura truncada, aunque no por ello menos dramática en muchos casos.
De cualquier manera, el exilio por excelencia es el que, al cerrar indefinidamente las puertas del regreso, convierte a la víctima en un paria social. El exiliado se ve en la obligación de rehacer su mundo, su existencia, su palabra, en un medio extraño, en el que «no se reconoce» con los demás, en el que a menudo se habla otra lengua, o aunque se utilice la misma, las condiciones externas se encargan de establecer las diferencias, de sembrar la incomunicación. Es la situación patéticamente descrita por Lamennais cuando exclama: «El exiliado en todas partes está solo». Se produce así una quiebra en la escritura, ya sea por la pérdida de las raíces, de los elementos ambientales de que se nutre esa rara planta, ya por la saturación producida por la nostalgia. Esta resulta como un abono con el que se intenta desarrollar artificialmente el tronco de la palabra. Ante la angustia de la pérdida, la palabra es enfatizada, hipertrofiada, como para llenar el hueco de la ausencia. Al intentar recuperar, a toda costa, el espacio menoscabado de la voz, el tiempo eclipsado de los orígenes, se corre el riego de la distorsión, el de desfigurar ese tiempo, que ya no existe, ese espacio, que ha pasado a ser un agujero doloroso en la memoria. El esfuerzo desesperado por rescatar, compensatoriamente mediante la escritura el lugar perdido, termina por deformarlo, por disfrazarlo, ya con la exaltación quimérica, ya con la lamentación traumática. Creo que de los peligros de la palabra exiliada, la nostalgia es uno de los más nefastos, porque la misma lesiona la expresión en una zona altamente sensible, en esa frontera indecisa del tiempo y del espacio que es el exilio.
La figura del exilio forzado se duplica con su contraimagen de los exiliados del interior. Aquellos que se quedaron en el país, pero también marcados por el exilio del silencio. A veces con el riesgo de sufrir los apremios directos e inmediatos de la represión. La suerte de estos parias en el seno de su propia sociedad es asimilable a la de los expatriados, y a veces más penosa, puesto que éstos han recuperado una fracción de la libertad por su palabra. Mientras que el exiliado del interior sufre la afrenta cotidiana de su silencio forzoso, como esos animales que desfallecen de sed al borde del agua. Esta situación asimila a los exiliados del interior a los que sufren el castigo con los efectos agravantes del «suspenso». En ambos casos existe una fractura, un posible -o hipotético- después en el que se ha de tratar de recomponer la figura de un lenguaje con fragmentos que nunca encajan los unos en los otros, porque la memoria colectiva ha sido rota. Y agravada la quebradura, a menudo, por los reproches que suscita en unos y otros -los de dentro y los de fuera- la inquina, la frustración, el fracaso, ocasiones en las que siempre se buscan chivos expiatorios. Las dictaduras jamás dejan de buscar mecanismos para incentivar esos enfrentamientos, de los que siempre sacarán provecho en base a la aplicación de la vieja fórmula «dividir para reinar».
Lo precedente nos lleva a una etapa, a un momento al que todos los exiliados celebramos llegar: el del retorno, que muchos no alcanzarán. Es lo que, con acierto neologista, Mario Benedetti llama el desexilio o la contranostalgia.
El escritor uruguayo plantea una posible consecuencia del retorno: «Junto con una concreta esperanza de regreso, junto con la sensación inequívoca de que la vieja nostalgia se hace noción de patria, puede que vislumbremos que el sitio será ocupado por la contranostalgia, o sea la nostalgia de lo que hoy tenemos y vamos a dejar: la curiosa nostalgia del exilio en plena patria». Esa aparente contradicción se plantea como realidad en múltiples casos. Y se explica porque la pena de muerte en «suspenso» deja un resquicio de vida: el exiliado debe tratar de adaptarse al nuevo medio y de responder a la agresión totalitaria con el arma de su palabra. Benedetti sostiene, con razón, que los que se vieron obligados a partir y a vivir en otras latitudes tienen que asumir esa realidad vivencial. Y al regresar, evitar los esquematismos, «comprender que los de dentro pocas veces han podido levantar la voz; a lo sumo se habrán expresado en entrelíneas, que ya requiere una buena dosis de osadía y de imaginación». Y pide al mismo tiempo a éstos «entender que los exiliados muchas veces se han visto impulsados a usar otro tono, otra terminología, como un medio de que la denuncia fuera escuchada y admitida (...) Todos estuvimos amputados: ellos, de la libertad, nosotros, del contexto».
Pese a esa «llamada de la comprensión», la malquerencia y hasta la invectiva rencorosa enfrentó a veces a unos y otros en el momento del reencuentro en la patria. Es una más de las secuelas negativas del exilio, que no sólo distorsiona la voz de los que partieron o silencia la de los que se quedaron, sino además fisura la integridad del corpus cultural, dividiendo a los productores, todos ellos víctimas del mismo mal.
Pero no todo es negativo o destructivo en el terrible proceso del exilio. Las nuevas circunstancias, aún adversas, fueron desafíos, cuando no estímulos renovados para los escritores. Y de cierta manera, la literatura latinoamericana replanteó esquemas, buscó recursos expresivos diferentes, estrategias de escritura distintas; en una palabra, se renovó para enfrentar la situación hostil y aciaga que le tocó vivir durante décadas sombrías. Los importantes libros publicados en ese lapso o poco después del regreso demuestran que la adversidad puede ser un acicate, un aliciente, un incentivo. Y que el espíritu humano, el aliento creador expresados en ellos, son más fuertes que la represión infamante, más duraderos que la barbarie ciega de la fuerza irracional y arbitraria.
Algunas obras están más próximas al testimonio del exilio como vivencia personal; otras son metáforas o parábolas del mismo; mientras que una tercera categoría lo encara con ribetes denotativos más inmediatos de los estragos producidos en la sociedad agredida, herida en la entraña de su palabra creadora.
EL DURO OFICIO
No moriré de muerte amordazada...
H. Campos Cervera
La patria era «una rosa de sangre en nuestros pechos». La elocuente expresión del poeta turco Nazin Hikmet, «es un duro oficio el del exilio, muy duro», se aplica ajustadamente a los escritores de mi generación, la que se inicia en Paraguay luego de la cruenta guerra civil de 1947, una explosión que malhirió nuestra adolescencia.
La represión, el odio, los apremios físicos y morales para mantener la dignidad cívica, para defender los principios lapidados. El enfrentamiento no tenía matices: «el que no está con nosotros está contra nosotros» fue la muletilla utilizada hasta el cansancio por el régimen totalitario instaurado. Los que no creíamos en la violencia, participábamos en los movimientos estudiantiles, en los contingentes juveniles de avanzada, puesto que no estábamos con «ellos» y sí, abiertamente contra la injusticia, contra la violencia, contra la corrupción generalizada. Pero nuestra militancia fue principalmente cultural.
Cultura -con mayúsculas-, ese conjunto de valores que fueron conculcados, trastocados, avasallados, reemplazados por contravalores nocivos a la convivencia ciudadana digna.
Esa circunstancia sociohistórica, mezcla de exacerbación, de asco, de temor a veces, de rebeldía a fondo, templó nuestra generación y nos enfrentó al absurdo del mundo que nos rodeaba.
Los que sufrimos las ofensas, persecuciones y prisiones (a mí, adolescente, me tocó pasar dos meses en un antro propio del octavo círculo del «Inferno» del Dante), teníamos como referentes a integrantes de la promoción anterior -la del 40-, quienes estaban presentes en la palabra desde el exilio cercano; los que mantuvieron la luz de un puñado de voces señeras, que nos llegaron hasta el fondo del pecho ensombrecido. Si hubo un guía, un mentor, un baqueano, ese fue Hérib Campos Cervera, quien nos mostró el camino. Su poesía agónica y luminosa abrió una entrañable vía para hacer frente a la desazón ante el aludido absurdo.
Campos Cervera publica un intenso artículo sobre William Faulkner, el que termina con estas palabras: «...Testimonio y espejo; agonía y evasión; todo lo que lleva su sello es adecuado, perfecto y bello, con relación al mundo desesperado y patético que rodeó su vida». Este acercamiento a la obra del narrador sudista, se inserta con la fórmula en la que Faulkner sintetiza la posición del gran teórico del existencialismo: «Albert Camus decía que el único rol verdadero del hombre nacido en un mundo absurdo, era el de vivir, de tener conciencia de su vida, de su rebeldía, de su libertad».
Las opiniones de esa trilogía de autores nos pusieron frente a la situación en la que nosotros, los abortos lúcidos y angustiados de la guerra civil, vivíamos.
Además de Hérib Campos Cervera, otras voces -también en el exilio cercano- nos estimularon: las de Augusto Roa Bastos, Gabriel Casaccia y Elvio Romero, para sólo citar los de mayor presencia.
La primera respuesta fue la edición de una revista, sitio, instrumento, en el cual pudiéramos proclamar nuestro «Canto liberado», como decía Hérib. Ese lugar que nos impediría morir de «muerte amordazada» fue ALCOR, publicación fundada con Julio César Troche, un año y medio después de que asumiera el poder omnímodo, el que lo ejercería por treinta y cinco años de oprobiosa oscuridad. Alfredo Stroessner, el «tiranosaurio» que batió el récord en nuestro continente, lo cual no nos enorgullece... El Partido Nacional Republicano -o Colorado- se mantiene por la fuerza en el poder desde 1947, a lo que se debe sumar otros 8 años, en los que un generalete gris -y colorado- lo ejerció.
ALCOR no sólo fue vocero -no oficial- de nuestra generación -exiliados o no-, sino que se abrió a escritores integrantes de promociones anteriores y a los jóvenes que aportaban la renovada savia, el aliento del futuro. Y además, se abrió al mundo, dando a conocer nuestra «escondida» cultura, y al mismo tiempo, absorbiendo, difundiendo las corrientes y tendencias de la literatura y el arte contemporáneos. ALCOR publicó 49 números, y duró un lapso de 15 años, lo cual dada la ola de represión de ese tiempo constituye una hazaña en el reino de las sombras. Como las revistas «mensuales» en mi país, aparecía cuando era posible, perdió la periodicidad pero jamás la dignidad.
La intensa tarea no resultó gratuita: hubo insultos, amenazas, improperios, sevicias e interdicciones por parte de los comisarios de la cultura. Personalmente, sufrí apresamientos -una buena treintena-, conocí cárceles y comisarías de la capital y de sus alrededores, por mi militancia cultural, en la revista o en mis actividades culturales, como dirigente estudiantil y luego como docente.
Pero, ¿qué o quién era yo en el ámbito de la producción literaria? Hasta ese momento un aspirante a escritor, cuya «obra» se reducía a artículos, poemas o cuentos (con dos premios nacionales) sin olvidar un libro de texto y anónimos panfletos contra la tiranía, así como colaboraciones contra los desmanes totalitarios del régimen. En fin, «una promesa» en el ámbito de las letras... ¿o un: exiliado en mi propia tierra?
Llegó el momento de partir. Un agregado cultural de la Embajada Francesa, gran amigo, me propuso -para no decir me impuso- una beca. «No puede ser que sigas aguantando que te pongan policías en tus cursos de la Universidad», me argumentó. Y luego de imponer mi candidatura -la de un «subversivo»- como me calificaron los miembros de la Comisión Nacional, amenazando suspender las becas de ese año 1962. En setiembre me marché a París, a seguir cursos en la antigua Sorbonne. Me sentí feliz de recuperar mi estatuto de estudiante, viviendo en un modesto hotel del barrio Latino. Asumí mi condición de hombre libre, de poder disponer de mi existencia, sin temor al acoso que, hasta en sueños, me perseguía en mi patria encadenada.
Una vez terminados los dos años de la beca, viendo que la situación no había cambiado en mi país, sino para empeorar, decidí quedarme en Francia, en donde ejercí la cátedra universitaria escalando de asistente a profesor titular. Y posteriormente ingresé en el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). Francia fue generosa conmigo. Me dio amplia oportunidad de ganar mi espacio.
El citado año inicié el «exilio voluntario» que duró diez años, y digo «voluntario» porque podía regresar a la tierra, discretamente durante las vacaciones. Esa distancia física me permitió conocer mi país en perspectiva, calar mejor sus entrañas. Y las mías, pues la calma me permitió elaborar y dar a conocer mi palabra. En efecto, en setiembre de 1964, dos años después de mi alejamiento, se publicó mi primer poemario BIOGRAFÍA DE AUSENTE, cuyo título promete lo que intento expresar a propósito del exilio interior, concepto sobre el cual volveré.
A partir del citado poemario aparecieron diversos trabajos en obras colectivas y revistas, así como un volumen de texto, LE PARAGUAY. Luego apareció el libro de poemas A LA VÍBORA DE LA MAR (1970), una serie de poemas soñados en guaraní y escritos en castellano, que con el nombre de una ronda infantil, recupera los recuerdos escondidos en los recovecos de la niñez. El mismo se gestó cuando realizaba una inmersión lingüística para hacerme cargo de la cátedra de lengua y cultura guaraníes, que dicté en la Universidad de París VIII. Y con el mecanismo hipnótico utilizo un género de poemas breves, propios de la literatura guaraní, llamados «kotyú».
Por esa época comencé a sentir la «necesidad» de ampliar el registro de mi expresión, en determinadas circunstancias embretado por la extremada economía verbal de la poesía. Y ello sacudido por la toma de conciencia de la crisis profunda de mi sociedad, de la podredumbre instaurada por la indecente dictadura, todo visto con la perspectiva del exiliado -todavía- «voluntario».
Hacia los años 68 -quizá por la influencia del mayo parisino- comencé a escribir cuentos, que sin abandonar los recursos poéticos, eran mucho más directos y críticos con respecto a la degradada sociedad, pisoteada por las botas del «tiranosaurio» y sus capangas. Así surgieron los once relatos que reunidos bajo el título de uno de ellos, OJO POR DIENTE, presenté al concurso de la Casa de las Américas, el año 1971. El Jurado le otorgó el Premio, uno de los más importantes de nuestro continente.
En julio de 1972 volví a Paraguay, sin temor alguno, y al contrario, pensando en el honor que significaba un galardón prestigioso para un escritor paraguayo. La lógica de la dictadura era otra. El «tiranosaurio» en persona, dispuso que se me apresara, cuando un intrigante se deslizó debajo de la mesa en la que su jefe almorzaba y «denunció» que estaba en el país un «peligroso comunista», autor de un libro que denigraba la «era de paz y de progreso que vive la República». El mandamás se limitó a preguntar qué hacía un comunista en libertad... Media hora más tarde, cinco camionetas policiales con una veintena de uniformados asaltaron mi casa, en la que descansaba, convaleciente aún de una delicada operación quirúrgica que me habían practicado hacía dos semanas. Fui conducido a la temible Dirección de Investigaciones, cuyo jefe había asesinado en la tortura, a varios dirigentes de la oposición. Allí permanecí un mes y medio largo, encerrado en una celda iluminada día y noche, por cuatro potentes reflectores. Tenía derecho a salir para higienizarme una vez al día, sometiéndoseme a unos absurdos interrogatorios; mi estado de convalecencia me salvó, posiblemente, de la tortura. El habeas corpus interpuesto por mis amigos fue rechazado, basado en un artículo tramposo de la carta política -que no Constitución-de la dictadura. Luego del lapso indicado más arriba, me condujeron directamente de la cárcel al aeropuerto, siendo embarcado con destino a París. La atribución del mote «comunista», hecho en un comunicado oficial publicado por la prensa, no era gratuito: se trataba del «delito» más grave durante los 35 años de la dictadura. Y aunque yo nunca fui comunista -ni anticomunista- era una manera de marcarme con el «estigma mayor» durante el «régimen, democrático porque no hay comunismo», como lo calificaban grotescamente los corifeos del «tiranosaurio».
Supe -ya en prisión- y lo constaté en Francia, que la campaña de solidaridad, de protesta, había sido intensa. Tanto en el interior -con el riesgo para los participantes- como en el exterior. Efectivamente, al llegar a París encontré varios centenares de esos testimonios enviados por los escritores más conocidos de Latinoamérica, Europa y Estados Unidos, además de todas las universidades francesas y de otros países, de docentes, sindicatos y de instancias gubernamentales. Cito algunos nombres: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Pablo Neruda, Mario Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Luis Rosales, Carlos Fuentes, Miguel Angel Asturias, Heinrich Boll, Susan Sontag, Mario Benedetti, Jean Paul Sartre, Jean Genet, Roland Barthes, Simone de Beauvoir, Ernesto Sábato, Fernando Savater, Carlos Barral, Margueritte Duras, Juan Goytisolo...
Dicen que el «tiranosaurio» empleó la misma ambigüedad inicial para mi expulsión. Al ver la enorme cantidad de protestas recibidas, exclamó como al desgaire: «¿Qué hace ese comunista preso que nos molesta con tanta papelería?»
Si me he detenido en la coyuntura prisión-destierro, es porque la misma ha marcado a fondo mi existencia: «asumí el duro oficio del exilio», ya sin comillas, que sufrí durante 17 años, largo lapso en que no pude pisar mi tierra.
Demás está decir que esa condición influyó no sólo en mi vida sino también en mi literatura, tanto más que era un delito de escritura el que motivó mi extrañamiento.
Luego de una -natural- búsqueda a tientas, cobré conciencia de esa terrible pena, ideada por el refinamiento político griego. Se trata de una condena de muerte a cuentagotas destinada a mantener lejos, fuera -ex illo- de la propia tierra librado al azar de resistir y, si la suerte lo mantiene vivo, poder recuperar la patria prohibida. Todo eso me causó una terrible desazón, sobre todo cuando fue preciso reemplazar el pasaporte confiscado por el título de «refugiado o apátrida», que Francia me otorgó en el acto, «válido para todos los países del mundo, menos Paraguay», reza el documento en cuestión.
Me sentí huérfano de madre patria, aunque esa interdicción me afirmó en mi paraguayidad. Asumí la situación y sobre todo, no me dejé roer por la nostalgia, y recuperé mi patria en el territorio inalienable de la palabra, siguiendo mi combate sin tregua contra la dictadura atroz del «tiranosaurio».
Mi obra literaria fue el «testimonio» de esa lucha; ella se nutrió de la distancia, que no ausencia. A veces como evocación, otras como testimonio del nuevo horizonte. Jamás como olvido.
Dos libros recogen lo más auténtico y profundo de ese testimonio.
Uno de poesía -ESTANCIAS / ERRANCIAS/ QUERENCIAS, publicado en 1982 por la editorial Alcándara, impreso y distribuido en Asunción, pese a que miembros de la policía política se apersonaron en el lugar de su lanzamiento, sin atreverse a intervenir ante la valiente actitud de los editores y la presencia del numeroso público. Ese tomo reúne un amplio repertorio del exilio con memorias, algunas nostalgias, un testimonio de la prisión y los «lugares» que configuraban mi nuevo perfil de vida y de combate.
El otro es una recopilación de cuentos, EL SÉPTIMO PÉTALO DEL VIENTO, con prólogo de Augusto Roa Bastos, que editó Arte Nuevo, en 1984, pero que fue incautada por la policía del «tiranosaurio». Se lo conoció en Paraguay recién después de la caída de la dictadura. Sin embargo, estos relatos tienen las mismas características del poemario, con escenarios como Estambul, Veracruz, Toledo, sin excluir temas paraguayos como una historia de la fundación mítica de mi pueblo natal, Villeta del Guarnipitán.
Durante las casi dos décadas de mi exilio publiqué numerosas antologías, bilingües o en castellano. Y como una necesidad de aferrarme a mi patria, físicamente inaccesible, varios libros sobre temas paraguayos, como LITERATURA GUARANÍ DEL PARAGUAY, aparecido en la prestigiosa Colección Ayacucho de Venezuela, o dos antologías, una bilingüe (español-francés) de la poesía paraguaya del siglo XX y la otra trilingüe (guaraní-español-francés) de la poesía guaraní popular y culta. Esa necesidad de aferrarme a lo mío, dio otros títulos, como: AUGUSTO ROA BASTOS, CAÍDAS Y RESURRECCIONES DE UN PUEBLO, TENTACIÓN DE LA UTOPÍA, LA REPÚBLICA JESUÍTICA DEL PARAGUAY. Y defendí mi tesis de doctorado de Estado en Letras, titulada DE LA LITERATURA GUARANÍ A LA LITERATURA PARAGUAYA, UN PROCESO COLONIAL.
Era como una angustiosa urgencia de dar signos de vida, de compensar la ausencia en “MI TIERRA DE LA PALABRA”.
Todas las referencias anotadas conciernen a mi condición de exiliado, al deseo, al esfuerzo de resistir-a la muerte lenta que me impidiera volver a la patria de mis sueños, de mis raíces y de mis huesos.
Si tuviera que hacer un balance en perspectiva histórica debo reconocer que el exilio fue un acicate, una compensación de 19 años de ausencia física, con nostalgias controladas, con vocación de patria. Y me remito a lo que era antes de partir, un «aspirante de escritor» sin el tiempo y las condiciones de realizarme en mi vocación profunda. Esto me lleva a considerar a los exiliados de adentro, los que sometidos a la censura -o peor- a la autocensura terminaron por frustrarse. Y que, en algún momento de amargura, nos reprocharon a los que salimos, voluntariamente o expulsados, la posibilidad que tuvimos de realizarnos. Se trata de un delicado -y falso- enfrentamiento, pues a mí me pesaron terriblemente los 17 años de ausencia forzada y el temor de apagarme sin poder ver de nuevo el río de mi infancia, o la «pequeña luna irremediable» en mi cielo, o el lento, largo amanecer, en el que van pintándose los sutiles matices de la luz que nos devuelve el día, progresiva y majestuosamente.
De nuevo en mi tierra, debo confesar que después de haber vivido en mi segunda patria, París, la que me recibió generosamente, durante un lapso que corresponde a la mitad de mi existencia, otro pedazo de exilio me invade, irremisiblemente...
En el reciente libro de cuentos LA ROSA AZUL, están esas dos mitades de ausencia, tanto más que el mismo fue escrito a una altura de la vida en la que ya no se tiene edad sino recuerdos. Como dice el poeta Mario Luzi, parafraseando a Descartes: «Me acuerdo luego existo». Lo cual equilibra -o duplica- los dos pedazos de dolor -y de amor- en ese «duro oficio del exilio».
ÍNDICE
*. NIVELES SEMÁNTICOS DE LA NOCIÓN "PERSONAJE" EN LAS NOVELAS DE AUGUSTO ROA BASTOS (Enlace a la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES)
*. LA CARA OCULTA DEL MITO GUARANÍ EN HIJO DE HOMBRE DE AUGUSTO ROA BASTOS (Enlace a la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES)
*. ESTRATOS DE LA LENGUA GUARANÍ EN LA ESCRITURA DE AUGUSTO ROA BASTOS (Enlace a la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES)
*. LOS MITOS FUNDADORES GUARANIES Y SU REINTERPRETACIÓN (Enlace a la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES)
*. EL DICTADOR LATINOAMERICANO VISTO POR ALEJO CARPENTIER Y POR AUGUSTO ROA BASTOS
*. ESCRITURA Y EXILIO
*. EL DURO OFICIO
*. EL OCÉANO DE NUESTRAS LENGUAS .
ENLACES INTERNOS RECOMENDADOS:
DE NUESTRAS LENGUAS Y OTROS DISCURSOS
Autor: Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Tapa: Carlos Colombino
Biblioteca de Estudios Paraguayos - Volumen 34
Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción, 1990.
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CAMINO DE ANDAR - POESÍA ÉDITA
Estudio Crítico de MARIO BENEDETTI
Mensaje de ANDRÉ GLUCKSMANN
Editorial Servilibro,
Asunción-Paraguay 2008 (206 páginas)
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