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RAFAEL BARRETT (+)

  RAFAEL BARRETT - OBRAS COMPLETAS III - EL TERROR ARGENTINO / AL MARGEN / DEL NATURAL / DIALOGOS / CARTAS - Año 1989


RAFAEL BARRETT - OBRAS COMPLETAS III - EL TERROR ARGENTINO / AL MARGEN / DEL NATURAL / DIALOGOS / CARTAS - Año 1989

RAFAEL BARRETT - OBRAS COMPLETAS III

 

(EL TERROR ARGENTINO/ AL MARGEN/ DEL NATURAL/ DIALOGOS/ CARTAS)

 

 

© Miguel Ángel Fernández/ Francisco Corral

Instituto de Cooperación Iberoamericano

RP ediciones, Asunción-Paraguay 1989 (425 páginas)

Tapa: EL NACIMIENTO DE LA MELANCOLÍA

Xilopintura de CARLOS COLOMBINO, 1979

 

 

 

La obra de Rafael Barrett (1676 -1914) es de aquellas que crecen y se agigantan con el paso del tiempo. Un único libro ("MORALIDADES ACTUALES") llegó a ver editado durante su vida. Y es a partir de su muerte cuando comienzan a recogerse en sucesivos volúmenes los escritos dispersos en diarios, revistas y pequeños folletos. Desde entonces, sucesivas ediciones de sus obras han ido respondiendo al creciente interés por la obra literaria de este español trasplantado a América, enraizado en Paraguay, y todavía recordado en Uruguay.

Nacido en Torrelavega (Santander) comparte sus años mozos con la heroica bohemia madrileña de los grupos afines a la "Juventud del 96", y es protagonista de varios sonados escándalos.

Muy joven aún, viaja a América, donde escribe toda su obra conocida y se entrega en cuerpo y alma a la defensa de los humildes y a la denuncia de la injusticia con el fervor propio de aquellos primeros apóstoles anarquistas. En Paraguay, donde forma su familia y se establece, es perseguido, encarcelado, deportado y prácticamente muerto, ya que las duras condiciones de su existencia aceleraron la tuberculosis que le llevó a la tumba a los 34 años.

En la pluma de Rafael Barrett se conjugan en rara y perfecta armonía el vigor de la idea, la precisión del concepto, la belleza del estilo y la penetrante agudeza de una ironía demoledora.

Nada más lógico, pues, que el masivo interés despertado en la actualidad por la obra de este gran escritor hispano-paraguayo, a quien Augusto Roa Bastos reconoce como uno de los fundamentos literarios de su propia obra.

 

 

INDICE HEMEROGRÁFICO

 

(No todos los textos incluidos en esta edición han podido ser localizados y fechados. Rafael Barrett publicó en numerosos periódicos de su época, de algunos de los cuales no se conservan colecciones. Es posible también que algún texto haya sido completamente inédito. El Diario, La Evolución, La Tarde, El Cívico, Los Sucesos, Cri-Kri (revista), El Paraguay y La Rebelión se publicaban en Asunción; Caras y Caretas e Ideas (revistas) en Buenos Aires; La Razón en Montevideo.)

 

EL TERROR ARGENTINO (Folleto: Asunción, Imprenta Grabow & Schauman, 1910).

  • La Tierra. Los salarios./ Psicología de clase./ El terrorismo.

AL MARGEN

  • Gorki y Tolstoi - El Diario, 31 de octubre de 1907/ De Historia -  La Razón, 11 de mayo de 1910/ Rimas de Lugones -  La Razón, 30 de julio de 1910/ Leyendo a Vaz Ferreira - La Razón, 6 de mayo de 1910/ Motivos de Proteo - La Evolución, 23 de junio de 1909/ El libro de Rodó - La Razón, 25 de junio de 1909/ A propósito de dos libros -  La Razón, 17 de mayo de 1909/ Un suspiro de Poe -  El Diario, 5 de marzo de 1908/ La muerte de Tolstoi - El Diario, 11 de enero de 1911/ Notas científicas -  ?/ Ruth - La Razón, 21 de enero de 1909/ A propósito de la Biblia - ?/ Tolstoi - La Razón, 24 de diciembre de 1910/ Wagner - La Tarde, 17 de mayo de 1905/ El sueño de Rodin - El Diario, 15 de noviembre de 1907/ Vargas Vila - El Cívico, 3 de julio de 1905/ La modestia - Los Sucesos, 13 de noviembre de 1906/ Sobre Vargas Vila y el decadentismo - El Cívico, 6 de julio de 1905/ Cuore - El Diario, 17 de marzo de 1908/ Un libro de teosofía - La Razón, 27 de julio de 1909/ Prefacio - ?/ La geografía del señor Decoud - La Evolución, 14 de junio de 1909/ Las posaderas de Rabelais -  La Razón, 16 de julio de 1909/ A propósito de "Ignacia - El Cívico, 9 de enero de 1906, y Los Sucesos, 10 de enero de 1906/ La historia y el éxito -  El Diario, 4 de abril de 1908/ Un poeta - La Razón, 22 de setiembre de 1909/ Silvio Pellico - El Diario, 24 de abril de 1908/ La piedra y el hierro - El Diario, 20 de mayo de 1908/ "Cantos de la mañana" - La Razón, 28 de marzo de 1910/ La gran receta - ?/ Mujeres de Ibsen - El Diario, 27 de marzo de 1908/ El estilo - El Diario, 15 de julio de 1908/ Zola - ?/ Embajadas literarias - ?/ Un ejemplo - El Diario, 29 de mayo de 1908/ Literatura de presidio - La Razón, 26 de febrero de 1909/ Golpes de bombo - La Razón, 27 de febrero de 1909/ Cartas victorianas - El Diario, 27 de diciembre de 1907/ El paisaje - La Tarde, 25 de marzo de 1905/ El esperanto - La Razón, 24 de agosto de 1909/ Antigüedades a la moda - El Diario, 13 de junio de 1908/ La verborrea - La Razón, 13 de enero de 1909/ Juventud del pesimismo - La Razón, 23 de mayo de 1910/ En el Louvre - La Razón, 26 de noviembre de 1910/ El dinero y el arte - La Razón, 4 de enero de 1910/ El poeta en palacio - La Razón, 5 de abril de 1909/ Respuesta a Aurelio del Hebrón - La Razón, 17 de dic. de 1910/ El uniforme - La Razón, 9 de diciembre de 1908/ Manuel Domínguez - ?

DEL NATURAL (cuentos)

  • De cuerpo presente -  El Paraguay, 7 de mayo de 1905, y Los Sucesos, 14 de julio de 1906
  • El bohemio - Los Sucesos, 30 de junio de 1906
  • La puerta - Cri-Kri, 22 de octubre de 1905
  • Los domingos de noche - El Paraguay, 30 de abril de 1905
  • El perro - ?
  • La visita - El Diario, 27 de setiembre de 1907
  • Soñando - El Paraguay, 30 de julio de 1905
  • El maestro - El Paraguay, 16 de abril de 1905
  • A bordo -  Caras y Caretas, 6 de noviembre de 1909
  • Mi zoo - Caras y Caretas, 29 de mayo de 1909
  • Smart - Caras y Caretas, 9 de abril de 1910
  • La gran cuestión - La Razón, 28 de mayo de 1909
  • Bacearat - Caras y Caretas, 22 de enero de 1910
  • Sobre el césped - ?
  • Del natural/ En la casa de los tísicos - La Razón, 10 marzo de 1909
  • El hijo - Caras y Caretas, 20 de marzo de 1909
  • El leproso - ?
  • La enamorada - ?
  • El pozo - La Rebelión, 30 de marzo de 1909
  • ¿Recuerdas? -  Los Sucesos, 21 de junio de 1906
  • La muñeca - La Razón, 29 de diciembre de 1908
  • La tempestad - ?
  • Casus belli - La Razón, 2 de febrero de 1909
  • El niño y el rey - La Razón, 24 de diciembre de 1908
  • Un fallecimiento- ?
  • La rosa -  El Diario, 26 de febrero de 1908
  • Regalo de Año Nuevo -  El Diario, 3 de enero de 1908
  • Aguafuertes - Ideas, Año 1, N° 4, Agosto de 1903
  • El amante - Cri-Kri, 4 de junio de 1905
  • La cartera - ?
  • La madre - ?
  • Margarita - Los Sucesos, 12 de mayo de 1906
  • La última primavera - Ideas, Año II, N°- 9, enero de 1904
  • La risa - ?
  • El propietario -  ?
  • Alberico - El Diario, 7 de setiembre de 1907

DIÁLOGOS

  • La oración del huerto - El Cívico, 16 de marzo de 1906
  • La fuerza - ?
  • El orden - La Razón, 10 de junio de 1910
  • La patria - ?
  • Politiquerías - ?
  • Harden-Moltke - El Diario, 13 de enero de 1908
  • Regicidios - El Diario, 10 de febrero de 1908
  • Diálogos contemporáneos - El Cívico, 2 de junio de 1906
  • Teoría del honor y del insulto - El Diario, 18 de febrero de 1908
  • El neoplasma - La Razón, 9 de agosto de 1910
  • Los hijos de Alfonso XII - El Diario, 20 de marzo de 1908
  • Stoessel - El Diario, 25 de febrero de 1908
  • Los juegos del fanatismo -  El Diario, 28 de abril de 1908
  • Generalidades - El Diario, 17 de enero de 1908
  • Criminalidad - ?
  • Una visita - ?
  • La sirvienta - El Diario, 30 de enero de 1908
  • El zorzal - El Diario, 21 de enero de 1908, y La Razón, 7 de setiembre de 1909
  • El Padre Gonzalo - La Razón, 11 de diciembre de 1908
  • Decadencia - La Razón, 5 de febrero de 1909
  • Propinas - La Razón, 21 de diciembre de 1908
  • El duelo - La Razón, 7 de enero de 1909
  • El juramento -  La Razón, 15 de enero de 1909
  • El beso y la muerte - La Razón, 11 de febrero de 1909
  • Alcoholismo -  La Razón, 28 de enero de 1909
  • Una valiente - La Razón, 31 de diciembre de 1908
  • El piano - El Diario, 14 de enero de 1908
  • Idilio - El Diario, 22 de febrero de 1908
  • Diálogos contemporáneos - Los Sucesos, 22 de junio de 1906
  • El novio - ?
  • La reja - El Diario, 10 de abril de 1908
  • La divina jornada - El Diario, 24 de diciembre de 1907
  • De pintura - El Cívico, 12 de julio de 1906

CARTAS: Cartas inocentes/  Una carta inédita de R. Barrett/ Diario de a bordo/  Carta de un viajero/ Sobre el Atlántico/ Mi deuda/ Cartas íntimas/ Carta al tribunal/ Cartas a Peyrot/ Cartas a Campos Cervera/ Dos palabras/ Cartas a Vila/ Carta al padre de José Guillermo Bertotto/ Carta a la poetisa uruguaya Delmira Agustini.-

 

 

 

GORKI Y TOLSTOI (De: AL MARGEN)

 

Casi a la vez que publicaba el conde León Tolstoi en la Revue Hebdomadaire un estudio sobre lo que pasa en Rusia, titulado UNA REVOLUCIÓN SIN EJEMPLO, aparecía en la revista de San Petersburgo Zuanié la primera parte de la gran novela de Gorki., LA MADRE, que tan rápida fama ha conquistado. El telégrafo nos dice que la policía está secuestrando el libro.

Se recordará que el autor fue preso a principios de 1905, cuando no se había secado aún la sangre inocente del pueblo, derramada ante el palacio del zar en el más vil espasmo de terror con que un gobierno haya deshonrado la historia. Se le atribuyó a Gorki, según parece, la redacción del célebre manifiesto a la guarnición militar de la capital. Se dice que el ilustre escritor no fue bien tratado en la cárcel, donde se enfermó de tuberculosis. Viajó después, alejándose hasta los Estados Unidos. Volvió a Italia, en uno de cuyos deliciosos lugares debió de reponerse. Durante su peregrinación Gorki no piensa más que en los dolores de su país. Lanza de cada playa a que arriba un grito de cólera y de venganza. A mediados de julio último tradujo la Revue de Paris el más penetrante de todos: una relación de las matanzas de enero, páginas donde resplandece la sobriedad terrible de Maupassant y donde la desesperación sagrada del poeta se amordaza a sí misma, realizando Lm ambiente de espanto y de silencio que sobrecoge al lector. Ahora en su patria, Gorki, amparado por un simulacro de parlamentarismo, reanuda la lucha cuerpo a cuerpo con el mal. Su libro, a pesar de las persecuciones, retoñará en la sombra, y llegará a todas las manos y a todos los espíritus.

El argumento de LA MADRE es de índole social y de intención renovadora. Un joven obrero se consagra, en el modesto grupo industrial de que forma parte, a una tenaz propaganda socialista. Siluetas de los personajes característicos que rodean al jefe: intelectuales, operarios elocuentes, muchachas heroicas, gentes que han abandonado posición y tranquilidad a cambio de confesar su fe y torcer el destino; labor subterránea de mineros, audacia perpetua de los que han pesado la vida y la tienen apalabrada; duelo con el espionaje oficial, con la policía feroz, con las ideas antiguas y con el miedo mismo de los que las profesan; se adivina el vigor con que un Gorki plantará en pie la efigie viva de esta Rusia moderna y agitada. Pero lo curioso, lo esencial de la obra, es el papel de la madre, asombrada al principio y temerosa, convencida después, más tarde cómplice de su hijo y compañera suya de atrevimientos y fatigas. Mientras le tienen detenido, ella distribuye en la fábrica proclamas y hojas volantes. Durante el proceso seguido a los revoltosos, ella se encarga de recoger e imprimir el discurso del protagonista ante los jueces. Cae prisionera entonces, y aun tiene tiempo de hablar, de protestar, declamarla angustia del siglo atormentado. Una melodía tierna y profusa se levanta de las hojas del libro: es el acento de la vieja generación seducida y arrastrada por la nueva; la voz de esos padres y de esas madres que acompañan a los hijos en la penosa y divina marcha hacia un futuro más noble.

La actitud de Tolstoi, en UNA REVOLUCIÓN SIN EJEMPLO, es diferente. Para él no hay salvación fuera de la agricultura y el retorno de la humanidad a las costumbres campestres. Rusia puede todavía detenerse en el camino fatal que llevan los occidentales, entregados a "las transformaciones de régimen, que todas tienen por base la autoridad y la sustitución del trabajo agrícola por el trabajo industrial".

Saboread estos párrafos de admirable energía:

"Hay un procedimiento muy usado por los hombres para justificar sus errores. Considerando axioma irrefutable el error que profesan, confunden este error y todas sus consecuencias en una sola idea y un solo vocablo, y luego atribuyen a la una y al otro una significación vaga y mística. Tales son las ideas y palabras de Iglesia, Ciencia, Derecho, Estado, Civilización.

"Así la Iglesia no es lo que es, o sea la reunión de ciertos hombres caídos en el mismo error, sino la unión de verdaderos creyentes. El Derecho no es el conjunto de leyes injustas elaboradas por ciertos hombres, sino la definición de condiciones equitativas en que los hombres pueden vivir. La Ciencia no es el resultado de azarosas especulaciones que ocupan a los ociosos, sino el único, el verdadero saber. Asimismo la Civilización no es el resultado de las violencias de las autoridades y de la nociva actividad de las naciones occidentales que quieren librarse de la opresión por la opresión, sino la sola vía cierta hacia la felicidad futura de los hombres"

Gorki es de acción; Tolstoi es contemplativo. El uno se aprovecha de lo que existe para edificar la ciudad del porvenir; el otro, en su soledad majestuosa, fulmina y destruye. Gorki es constructor; Tolstoi, crítico. Las manos plebeyas del primero, esas valientes manos que empuñaron el hierro laborioso y amasaron el pan de los ricos, son manos fuertes y ágiles que esculpen el pensamiento y salvan la carne y en las cuales todo es herramienta; la mano aristocrática del segundo desdeña, señala, se alza al cielo, pero no ejecuta. Tolstoi es el filósofo y el profeta; Gorki, el irresistible obrero.

Ambos representan las dos direcciones fundamentales de la evolución rusa. En medio del trágico desorden actual, se yerguen como los dos polos -el de la guerra práctica y el de la revolución teórica- que fijarán las corrientes de la definitiva organización social. Estos dos grandes hombres, cuyas opiniones parecen contrarias, se completan realmente en su tarea ciclópea. El mismo altruismo palpita en los dos. Si Tolstoi reparte sus tierras, Gorki gasta en libros, ropa y toda clase de recursos para los pobres, las enormes rentas que le produce su pluma. En su humilde casa, como sobre un altar, tiene el autor de LA MADRE el retrato venerado del autor de ANA KARENINA.

 

EL DINERO Y EL ARTE

(De: AL MARGEN – La Razón, 4 de enero de 1910)

 

Me refiero al arte de consumo corriente, de exportación francesa. El arte francés en plaza se acoquina. Si la literatura anglosajona de magazine, redactada por institutrices para un público de bebés barbudos, nos consterna, la literatura parisiense ha llegado al punto en que la exquisitez da náuseas. Un idioma excesivamente trabajado y dúctil tiene la desventaja de revelar mejor que los otros la esterilidad de los cerebros. Confesémoslo; el stock de refinamientos de boulevard, mal ventilados, huele a podrido. El dinero es el culpable. El dinero, que en nuestra plutocracia, con tanto candor llamada democracia, confiere el poder absoluto, hace del artista un congénere de la cortesana. No hay dinero sin éxito, y no hay éxito sin halagar los instintos de la mayoría. Por desgracia, hoy, cuando casi todos los imbéciles leen, hemos de sufrir las consecuencias del sufragio universal en estética. Y así, mientras la cortesana vive de hacer cosquillas en la piel de sus clientes, el artista vive de hacerlas en el entendimiento de los suyos -¡que suelen ser los mismos! "La literatura se ha convertido en una industria especial, dice Pablo Flat en la Revue Bleue... Este maquinismo parece haber alcanzado su apogeo: bajo la presión de las circunstancias, el escritor se copia y se recopia para aumentar el número de sus cuartillas... luego, cuando se ha vaciado, explota a los demás...". "El teatro, dice Gsell, es una gran fábrica; cada uno de nuestros autores dramáticos es un fabricante... Como el vulgo se presenta en el teatro después de cenar, lo que quiere antes que nada es una digestión fácil. Por eso se le confeccionan piezas digestivas, cuidadosamente expurgadas de cuanto hubiere de exigir en el espectador un esfuerzo cerebral... Pero el teatro debe responder a otra necesidad; comienza la noche y la prepara; debe también calentar los sentidos del auditorio...". No extrañemos que los Donnay y Cía. sean millonarios. Los críticos que cito no escriben en los quotidiens; el periodismo de gran circulación no los tolera; posee los suyos, académicos o candidatos a la Academia, pontífices al servicio de las empresas teatrales o editoras, oráculos para cuya lucrativa benevolencia todos los dramas y todos los libros son geniales o por lo menos deliciosos. Flat, Gsell, Rachilde, etc., colaboran en revistas independientes, algunas de las cuales, con ciertos talleres ascéticos y capillas de reformadores de la plástica y de la música, son el refugio en París del verdadero arte, unido siempre, como toda religión en su origen, al desinterés y a la pobreza.

Respecto a la pintura, donde las obras se tiran a un solo ejemplar, la cuestión ofrece aspectos variados. La mercadería se exhibe cada primavera y cada otoño en el mostrador de los Salones. Figuraos un surtido de cinco o seis mil lienzos, colocados, como en una inmensa tienda de modas, con habilidad de peluqueros. Pensad que para vender es preciso, entre cinco mil concurrentes que gritan a la vez, detener, asombrar, ensordecer y deslumbrar a una multitud alelada por un diluvio de colorines, y os explicaréis los cuadros alegóricos de una legua, las "mujeres en zig zag" y los desnudos amarillos, verdes y azules, y los modelados poliédricos, y la pasta en virutas, en cuajarones o en lluvia de confetti, prestidigitación y pirotecnia y cabriolas de payasos hambrientos... ¿Qué probabilidad tiene un creador de hacerse oír entre tantos charlatanes? Gracias si le descubren, no los críticos, por lo común miopes, sino los traficantes que especulan con los caprichos de la fama, y que, aprovechando su abandono, le comprarán a ínfimo precio sus producciones para lanzarlas después, previo un bluff, en los círculos artísticos y en la prensa. Entonces el desgraciado pintor respira, pero ya no os él, sino lo que le han hecho los usureros que le han chupado el talento y la sangre... ¿Pretendéis consolaros con las maravillas de los museos, testimonio de lo que supieron sentir y realizar aquellos cíclopes del arte, contentos de pertenecer a la servidumbre de algún príncipe de buen gusto? Entráis en el Louvre, y encontráis, horripilados, un vidrio que os roba la divina visión de las obras maestras. ¿Por qué medida tan cruel? Porque además de mendigos que vienen a desentumecerse junto a los caloríferos, penetran en el templo degenerados que la miseria enloquece y dan de puñaladas a las pinturas. No se le ha ocurrido al gobierno otro medio de protegerlas que desfigurarlas... Pero ved ahora los atentados de la riqueza suma. Un señor Altmann, de Nueva York, ha adquirido por cinco millones de francos tres cuadros de Rembrandt. Un señor Taft, hermano del presidente de los Estados Unidos, se ha llevado un Velázquez por dos millones y medio. ¡Oh Velázquez, oh Rembrandt, oh plantas únicas de la flora inmortal, arrancadas de vuestro sagrado jardín, oh seres celestiales, raptados a nuestra adoración por los salvajes del oro!... esperad tiempos más limpios, y perdonad a los que, si permiten semejantes crímenes, es porque están muy enfermos...

 

 

 

LA ENAMORADA

(De: DEL NATURAL )

 

Parecía vieja, a pesar de no cumplir aún treinta y cinco años. Las labores bestiales de la chacra, el sol que calcina el surco y resquebraja la arcilla la habían curtido y arrugado la piel. Tenía la cara hinchada y roja, el andar robusto, los ojos chicos, atornillados y negros. Era miserable. Se llamaba Victoria.

Vivía de escardar campos ajenos, de fregar pisos, de ir a vender, a enormes distancias, un cesto de legumbres. Su densa cabellera desgreñada estaba siempre sudorosa; en sus harapos siempre había barro o polvo, y cansancio en los huesos de sus pies.

Victoria era célebre en el pueblo, no por infeliz y abandonada, que esto no llama la atención, sino porque decían que no estaba en su sano juicio. La locura inofensiva es un espectáculo barato, divertido y moral. Hace reír seriamente. Los chiquillos seguían en tropel a Victoria; no la apedreaban demasiado; comprendían que era buena. Los hombres le dirigían preguntas estrambóticas y experimentaban ante ella la necesidad de volverse locos un rato; las mujeres se burlaban con algún ensañamiento. Victoria pasaba, andrajosa, tenaz, lamentable, llevando en los ojillos negros la chispa que irrita a la multitud y levanta las furias, y hasta los perros se alborotaban con aquel escándalo de un minuto, con aquella aventura que rompía el tedio del largo camino fatigoso.

Acusaban a Victoria de dormir en tierra, de frente a lo alto, y de creer las estrellas bastante próximas para hablarlas. La luna era la señora del cielo; un lucero vagamente rosado era el príncipe radiante; otro blanco y retirado era el pálido cirio; allá lejos palpitaban, casi imperceptibles, los puntos de fuego tenue que la visionaria nombró coro de muertas, y de extremó a extremo del horizonte flotaba por el inmenso espacio la gasa fosforescente de la vía láctea, o niebla de luz. Cuando la claridad enferma y fría de los astros bajaba hasta Victoria, y la noche hacía rodar sus magníficas gemas en silencio, la loca se sentía hermana de la belleza infinita, y las voces celestiales la acompañaban al día siguiente, en plena solana abrasadora. Entonces andaba moviendo los labios, atenta a las presencias invisibles y la gente no podía separarla de ellas.

Se la acusaba también de no comer, de alimentar a mendigos y criminales, de conocer las virtudes secretas de las plantas y de preparar filtros de bruja. Lo cierto es que anhelaba curar a los niños dolientes y que muchas madres, después de mofarse de ella en público, la buscaban a escondidas y temblando, con las manos calientes aún de la fiebre de sus hijos.

Pero lo fenomenal, lo grotesco, lo que provocaba carcajadas inextinguibles, era la virginidad de Victoria. Fea, casi decrépita, trastornada, ese harapo viviente había pretendido conservar su pureza, y lo había conseguido. Había resistido veinte años a la temeridad de los mozos pujantes. Quería elegir el amor, ser prometida y esposa, y tal monstruosidad, tal delito contra la naturaleza, garantizaba a los sencillos campesinos la demencia irremediable de su primera actriz.

Don Juan Bautista, joven doctor de la capital, vino al pueblo, compró un terreno y se puso a edificar una casa. Don Juan Bautista era rico, bello y tonto. Tenía partido con las muchachas. Victoria le vio y le adoró. El Príncipe Radiante había descendido para ella del firmamento. Todas las manías dispersas de Victoria se juntaron en una, absorbente, feroz, la de amar a Don Juan Bautista y casarse con él. No ocultó sus proyectos: desatada y locuaz detenía a los transeúntes y les consultaba sobre los medios de satisfacer su única pasión.

Espiaba horas enteras a Don Juan Bautista detrás de las tapias; se atrevió al fin, repugnante y trémula, a rogar que la dejara lavarle la ropa. No sabía planchar con lustre pero aprendió. El momento en que se acercaba a Don Juan Bautista, y le entregaba, a él sólo, las camisas y los calzoncillos impecables, era el momento radiante y feliz de su existencia humilde. Jamás aceptó un centavo por su faena deliciosa. Otras veces traía a Don Juan Bautista la sandía helada o el dulce melón que halagan la siesta, o los sabrosos duraznos, o simplemente tomates frescos, porotos, manteca, todo gratis ¡y a costa de qué luchas, de qué lejanas peregrinaciones! Don Juan Bautista, jovial y satisfecho, se dejaba idolatrar.

La virginal timidez de Victoria la impedía expresar claramente sus deseos a quien se los inspiraba y los colmaría sin duda. Victoria anhelaba seducir a Don Juan Bautista, obligarle a declararse y a proponer el matrimonio. Ella no tendría entonces más que murmurar sí y caer en los vibrantes brazos del prometido. ¿Cómo hacer?

El secretario de la municipalidad, un pequeño de cabeza de mono, la

aconsejó que usara polvos y sombrero, como las señoritas de la ciudad. La loca se aplicó ladrillo molido en el rostro, y sobre el cráneo, en equilibrio, un sombrero colosal que los chuscos la regalaron, con plumas estrafalarias. Así marchaba Victoria, disfrazada y grave, en pos de su sueño, entre las risas de los vecinos. De primera actriz había bajado a ser la payasa, la bufona de la aldea.

Durante varios meses, sobre los pastos, parecido a un buque empavesado, osciló el sombrero ridículo, símbolo de una ilusión desesperada. Victoria enflaquecía, se desanimaba, sus pobres pies descalzos se cansaban de correr tras la quimera; el sombrero, agotado por la lluvia, abrasado por el sol, ensuciado y roto, inclinaba tristemente sus plumas marchitas. El Príncipe radiante continuaba mudo y risueño. ¡Ay! Cuando lucía allá arriba, inaccesible en las limpias noches de estío, era menos cruel.

La casa de Don Juan Bautista se terminó, la verja relucía, las flores del jardín doblaban con elegancia sus finos tallos. El dueño fue a la capital, se casó pomposamente y regresó con música. La señora era rubia, bella y tonta quizá. El pueblo quedó deslumbrado.

Victoria desapareció.

Hay en el lugar una escarpada peña, a cuyo pie se amontonan, como en un torrente de vegetación, impenetrables brezos y zarzas. Tres días después de la boda, descubrieron unos cazadores, allá abajo, un objeto singular, una especie de gran pájaro inmóvil, de plumas increíbles. Por distraerse lo acribillaron a balazos. Resultó ser el sombrero de Victoria-. Debajo estaba Victoria, con el cuerpo tibio, todavía, y que por fin reposaba.

 

 

 

EL DUELO

(De: DIALOGOS – La Razón, 7 de enero de 1909)

 

Don Tomás: -¿De modo que acepta usted la costumbre del duelo?

Don Justo: -Acepto las costumbres de mi época porque no quiero morir lapidado. Es factible y a veces lícito atacar los dogmas, los gobiernos, las ideas, las leyes, pero ir contra una costumbre es ir verdaderamente contra Dios. Lo que ha anulado a los cuáqueros no es su credo -mil herejías disparatadas triunfan- sino su manía de no quitarse el sombrero jamás.

Don Ángel: -¿Ni cuando se acuestan?

Don Justo: -No se lo quitan en público, y eso es lo grave. Ensayad aquí el saludo de ciertos polinesios, que consiste en escupir a las mejillas y en frotarlas después con la palma de la mano, y veréis qué tal os va. Os suprimirían más rabiosamente que si fuerais asesinos. ¿Qué crimen hay comparable con el de no ejecutar los pequeños gestos mecánicos, idénticos...

Don Ángel: -Simiescos...

Don Justo: -... de nuestra sociedad incierta? Y debe ser así. Necesitamos estabilidad, y siendo difícil obtenerla en el pensamiento, la realizamos en la conducta. Algo es algo. El duelo es respetable, puesto que se usa. Un periodista o un político que no se bate está perdido.

Don Ángel: -Hace falta demasiado valor para no batirse.

Don Tomás: -Hablan ustedes del duelo como de una fórmula fija, y no lo es. Se transforma, tendiendo a la mayor benignidad compatible con las armas, y hoy, en los países de alta civilización, se ha llegado a dosificar bastante bien el peligro. La espada francesa permite la esgrima del antebrazo, y dos tiradores regulares se encuentran seguros del codo arriba. El sable es menos preciso, y la pistola, aunque disminuya ad libitum la probabilidad de lesión, no es muy útil, pues no nos deja dueños de graduar la importancia del daño posible. Una herida inevitable y mínima satisface a todo el mundo, unas gotitas de sangre suficientes a firmar el protocolo.

Don Ángel: -El duelo de cumplido.

Don Tomás: -El ideal. Las costumbres fatales y estériles se convierten así en puros cumplidos.

Don Justo; -Que hay que cumplir.

Don Tomás: -Felizmente sin grandes riesgos.

Don Ángel: -Para los asuntos graves el duelo no sirve, no presenta ya la seriedad requerirla. Es preciso volver al homicidio normal.

Don Tomás: -Sí, es más justo. El duelo se reduce a la etiqueta del heroísmo, la cual exige futilidad de causas. El honor se vincula con la violencia; ya dijo Scarron que tenemos vergüenza al hacer los hombres, y honor al deshacerlos. Son los militares los profesionales del honor, puesto que su oficio les familiariza con la muerte. Y el puntillo de honor, más exquisito aún, es propio de matones y de duques. Matarse por una insignificancia, porque sí, aunque sea sólo en simulacro, constituye un estimulante precioso que las gentes reclaman. Yo reservaría el duelo -atenuado, sistema del antebrazo- para estos conflictos estrictamente nobles.

Don Ángel: -Comprendo el juicio de Dios. Es cosa tan ardua, en los negocios humanos, saber quién tiene razón, que es lógico quizás renunciar de cuando en cuando a la lógica, y entregarse al azar. Pero en el juicio de Dios el vencido era culpable: el honor que recobraba un contendiente era sacado al otro. En el duelo moderno los dos son absueltos; los dos se reivindican; los dos recobran su honor. Es curioso.

Don Justo; -Por economía. El duelo no es un tribunal. Yo, que soy juez, no me creo obligado a batirme con los delincuentes que condeno. La colectividad se empobrecería rápidamente si descalificara a uno de sus distinguidos miembros en cada lance. Por eso el duelo es provechoso. Devuelve con facilidad el honor a quien lo extravía. Y el honor hay que cuidarlo; es el poder de circulación social.

 

 

 

CARTAS A CAMPOS CERVERA

 

-I-

Señor Herib Campos Cervera

Director de La Verdad;

Querido amigo:

Si LA VERDAD no desmiente su título, no negará hospitalidad a las siguientes líneas, en contestación al artículo BAJO EL TERROR aparecido el lunes último.

Permítame hacer constar que estuve entre ustedes en Villeta como corresponsal de EL TIEMPO de Buenos Aires. Tomé un fusil; estábamos en guerra, esperando el ataque de un instante a otro. No me arrepiento ciertamente de haber simpatizado con la causa liberal pero me felicito más aún de no haberme visto obligado a disparar un tiro. Es demasiada responsabilidad, y usted sabe que mi actitud en lo sucesivo fue de absoluta independencia.

Habla usted del terror que reinaba en época que no conozco bien, por no haberla vivida aquí. Le confieso que mis datos concuerdan con los suyos. También la familia que el Paraguay me ha dado guarda recuerdos sangrientos de aquellos años sombríos. Sin embargo, no porque el pasado haya sido pésimo hemos de aceptar las calamidades presentes.

No defiendo la horda. Defiendo la justicia.

Lo único esencial es la justicia. Si el ser justos nos expone a que venga la horda, venga enhorabuena. Húndase el mundo, con tal de que cumplamos nuestro deber. Y el deber de todo escritor, en cualquier momento, es reclamar justicia.

¿Es justo, querido amigo, sustraer a los acusados de la jurisdicción del juez, y confinarlos, en pleno proceso, a los fortines del Chaco? ¿Tiene usted la bondad de indicarme qué ley autoriza al gobierno semejante abuso?

Se congratula usted de la libertad que gozamos en la prensa. ¿Y a quién se lo dice? A un escritor que replica desde la cárcel, donde le han encerrado por reclamar justicia.

En la cárcel he podido conversar con los oficiales torturados por el coronel Jara. Con mis propios ojos he visto las quemaduras que infligió a un alférez el Ministro de la Guerra.

El sargento de artillería Apolinario Espínola fue muerto a palos, según he denunciado al juez del crimen.

Así se ha hecho declarar a los presos.

¿Quiere usted más terror?

 Amigo mío: miremos muy alto, no dejemos que nuestra pluma tiemble ni vacile. Que nada nos detenga en la marcha hacia la suprema justicia.

Suyo cordialmente.

Rafael Barrett.

3er. batallón de línea, 6 octubre 1908.

 

-II-

 

Querido Herib: Su carta me ha destrozado el alma. No, su hijo no quedará ciego. Tráigalo a Buenos Aires, hay oculistas de primer orden. Comprendo su horror a la vida. No hablemos de infelices degenerados. Pero no me incluya usted entre los ingratos. Tuve la ocurrencia de darle una mala broma, pero yo estriba malhumorado; creí que estaba Ud. contra mí, de parte de Riquelme, Jara y los torturadores de paraguayos pobres. Pero todo pasó. He visto brillar en usted muchas veces el oro de la verdadera bondad, y es imposible que deje de quererle.

Me han invitado en Buenos Aires y aquí a que hable sobre el Paraguay. Me he negado. No quiero contribuir al descrédito de un país a que tanto amo. Los trapos sucios se lavan en casa.

Yo vivo miserablemente de mis artículos. Pienso hacer oposición a una cátedra en marzo. Me parece imposible que vuelva al Paraguay. No vuelvo a un sitio de donde se me echa por pedir garantías individuales. Sería necesario un ofrecimiento en regla y Ud. comprende que hoy por hoy sería absurdo de parte de ese Gobierno.

Mi salud muy mediana. A veces me pregunto si he visto a mi hijo por última vez.

Si sufre usted, escríbame. Confíe en quien se embarcará pronto para los países desconocidos, y va mirando las cosas de la tierra sin impaciencia y sin avidez.

Suyo. Barrett

Montevideo, Poste Restante, 18/XII (1908).

 

 

 

 

 

 

 

 PSICOLOGIA DE CLASE 

 

         El río y los ferrocarriles hacen el drenaje de la dispersa riqueza, condensándola transitoria o permanentemente en Buenos Aires, que es el mercado, el puerto, la aduana; que es la capital, por ser el capital, anexando el gran volante de la administración a la feria de las vanidades y de los negocios; Buenos Aires, que por ser caja fuerte es tribunal y cuartel; Buenos Aires, alambique céntrico, teatro instructivo de la lucha de clases en la América Latina; Buenos Aires, donde los miles que usufructúan el lujo y los cientos de miles obligados a fabricar el lujo y a usufructuar la indigencia, se mezclan unos con otros en la democracia de las calles -la única democracia de estas latitudes-, se aprietan y se frotan, cargándose de una electricidad de venganza... Pero no simplifiquemos tanto; el comercio, las oficinas, el ejército y la iglesia, tienen su proletariado, dependientes, empleadillos, estudiantes-reporteros, acólitos de suburbio; reclutas del fusil y del remo, todo un proletariado que, sea por la esperanza del ascenso, merced al engranaje del escalafón o a la "manito" criolla, sea por natural abatimiento de espíritu, es un proletariado conservador, incluible como aliado, acaso fiel, en la clase poseedora. Sería injusta una acusación radical de parasitismo. Por más que la actividad de los poseedores, considerada en su complicado conjunto, se encamine a defender y multiplicar la posesión privada, manteniendo en una depresión semi improductiva a los innumerables no-poseedores, esto no se ejecuta ciertamente fuera de los moldes del trabajo moderno. Los soberbios servicios urbanos, las instalaciones de edificación, de tránsito y de enseñanza, introductoras de la cultura europea y norteamericana, encierran un valor social positivo y absoluto. Son el discreto lastre de la fastuosidad bonaerense, que sólo a los ojos de los turistas y en boca de los empresarios pasa por exponente del bienestar colectivo.

         No hay bienestar colectivo. Hay bienestar de una clase, cuyo dogma forzoso es la propiedad. ¿Cómo ha de resistir la mente del propietario a la virtud operatoria de la renta? Ayer poseíais uno, y hoy, sin más molestia que la de cruzaros de brazos, poseéis diez. Es el milagro burgués de los panes y de los peces. "Donde esté vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón". El propietario sabe que su alma de oro es inmortal. Sabe que después de muerto y enterrado continuará manejando sus bienes. Los bienes son el bien. La propiedad es Dios. El Banco es el templo. La sagrada escritura económica es el código, que manda al pobre seguir siendo pobre, y al rico seguir siendo rico. Jamás, en ninguna parte, aplicó secta alguna con semejante intransigencia un texto de teología. Los jueces de Buenos Aires han castigado con cuatro años de cárcel a un infeliz que había sustraído un dedal, y con seis a otro que se había apropiado un pantalón. Por robar dos flacas gallinas, se ha dictado recientemente en La Plata una condena a dos años de prisión mayor. Se reserva la piedad para los homicidas románticos y la envidia para los ladrones legales. El ratero hambriento es un can rabioso. No busquéis en la Argentina presidentes Magnaud, que suavicen, al calor de la verdadera justicia, la barbarie anacrónica de las leyes. La pobreza es una circunstancia agravante y una presunción del delito.

         Las costumbres están de terrible acuerdo con la ley. La religión de la propiedad se arraiga tanto más en los poseedores cuanto menos religiosos son. El poseedor argentino es ateo; la mujer es supersticiosa. Para el uno el vaticano-sensual a la moda es un espectáculo agradable, que entretiene las mañanas como el teatro entretiene las noches. Para la mujer es además un flirt con los fetiches. Al lado de la Virgen de Luján y de San Expedito, el viejo Cristo enamorado de los pobres resulta un poco anarquista. Hubo que arreglarlo para el uso platense, habilitándole con un pequeño capital. No se concibe un Cristo que no sea, ya que no estanciero, siquiera propietario y conservador. Las casas católicas de este Jesús elegante no se asemejan al establo de Belén ni a los conventillos del Sur. Están copiosamente subvencionadas. Hojead el Diario de Sesiones, y hallaréis a cada rato listas por el estilo de la siguiente:

 

         "La Santa Familia (Banfield), 1500 pesos de aumento en el presupuesto de la Nación.

         "Iglesia del Rosario de la Frontera, 25.000 pesos.

         "Templo de Belgrano (Santiago del Estero), 10.000 pesos.

         "Iglesia de Jujuy, 10.000 pesos.

         "San Francisco (Jujuy), 10.000 pesos.

         "Obispo auxiliar, 3.600 pesos.

         "Iglesia de Santa Rosa, 5.000 pesos.

         "Iglesia del Rosario, 5.000 pesos.

         "El Carmen (Santa Fe), 5.000 pesos.

         "Hermanas Adoratrices (Santa Fe), 3.000 pesos.

         "Hermanas Capuchinas (Rosario), 5.000 pesos.

         "Hermanas del Huerto (Santa Fe), 5.000 pesos.

         "El Huerto (Esperanza), 500 pesos.

         "Iglesia de Rioja, 40.000 pesos.

         "Sagrado Corazón de Jesús (Rioja), 200 pesos mensuales.

         "El Buen Pastor (Catamarca), 7.000 pesos.

         "Hijas del Corazón de María, 8.000 pesos.

         "Buen Pastor (Córdoba), 8.000 pesos..." et sic de coeteris.

 

         Los conventos son industrias dignas de protección. En ellos se cose, se plancha, se guisa, se ordeña, se crían aves de corral y hortalizas y frutas y legumbres, haciendo al salario laico una santa competencia. Están bajo la advocación de patronos que son patrones, y tienen su correspondiente proletariado, con mártires de carne y hueso. De seguro recordáis aquella niña tísica que faenaba en uno de los numerosos "Sacré Coeur". Las hermanas ponían su cuerpecín moribundo en cuatro patas, y le hacían lavar pisos. No olvidemos que la beneficencia, hasta cuando es menos cruel, hace bajar los salarios. Si le regaláis 2, el trabajador a quien se pagaba 5, se conformará con 3. ¡Triste ley económica; repetidamente comprobada! ¿Triste? Quizá profética. Quizá nos advierte que no son lícitas las ventajas que no se deben al propio esfuerzo y a la propia voluntad. Júzguese, pues, el alcance de la corriente beneficencia porteña, pretexto de bailes y quermeses, cuyo vano júbilo empapa de insulto la limosna. Júzguese de una caridad que, alimentándose de loterías, se prostituye al juego, divinidad menor cuya pagoda -el Jockey Club- es el segundo hogar de todo caballero distinguido. Salvo las erogaciones estrictamente eficaces en su carácter técnico, y que se refieren al servicio de hospitales, no cabe duda que por abaratamiento de la mano de obra o por el mecanismo del azar, las sumas de la beneficencia estrepitosa regresan en silencio a las arcas de donde salen, lo cual acontecería de igual modo aunque no interviniera un clero que, entre otras cosas, se dedica a colocar específicos y a bendecir los perros de los sportsmen millonarios.

         ¿Será menester anotar que no pinto la excepción, sino los rasgos vulgares? ¡Sublime excepción! El salvavidas de Viale nos consuela de la tragedia ignominiosa en que la oficialidad de un buque náufrago sacrificó a los humildes marineros. La excepción es la que nos hace vivir. La humanidad, en que lo humano es siempre la excepción, se vuelve más exigente, más iracunda consigo misma al volverse más perfecta; de este ideal de perpetua angustia está hecha la majestad de nuestro destino. La estructura argentina habría sido maravillosa hace doscientos años; hoy somos bastante crecidos para decir que es egoísta, mala, feroz, abominable. Por ser mejores nos asiste el derecho de ambicionar, de exigir, de imponer más belleza y más luz.

         Las taras hereditarias del poseedor argentino agravan la virulencia de su culto a la propiedad. El latino -ateo, supersticioso o fanático- es mucho más inteligente que el anglosajón -de religiones bajas, compactas y sólidas-. El latino es múltiple, irregular, burlón, escéptico y entusiasta, indolente y convulsivo, ingenioso, embustero. El anglosajón es torpe, homogéneo, unilateral, obstinado, recto, leal. El latino inventa leyes bienhechoras, pero el anglosajón, el que las adoptó sin entenderlas, las adapta y las cumple. El latino imagina la libertad, pero es el anglosajón el que la disfruta. El latino -y el español, sobre todo- es irrespetuoso con las personas, agresivo, inquisidor. El anglosajón se abstiene de molestar a sus conciudadanos. Incalculable trascendencia de tan sencilla actitud: abstenerse -es decir, ahorrar y utilizar las energías que los latinos evaporan en aborrecerse, perseguirse, arañarse e increparse entre sí-. El latino asocia las ideas, pero el anglosajón asocia los hombres. El anglosajón procura obedecer con idéntica solicitud todas las leyes, porque es honrado. El latino obedece unas sí y otras no, porque es tramposo. Así como en España los únicos reglamentos que se cumplen son los relativos a las corridas de toros, en la Argentina las únicas leyes que se cumplen -¡y con qué felina precisión!- son las relativas al confinamiento económico de los desheredados. Las libertades políticas, ilusión, desahogo del obrero tímido, no se han conocido nunca en Sudamérica, De México al Cabo de Hornos reina una tiranía de mercaderes. Entresaco de mis apuntes de actualidad de 1909:

         "Ha habido elecciones en Córdoba. Según el telégrafo, millares de ciudadanos se han vuelto a sus casas, imposibilitados de votar. Ha habido elecciones en Rosario. Según el telégrafo, sólo votaron los elementos reclutados por el oficialismo con libretas que se distribuían al montón. Hubo elecciones en San Luis. Según el telégrafo, los votantes fueron citados por el jefe político, que les iba pidiendo el voto. En Buenos Aires la Unión Nacional sostiene la candidatura de Sáenz Peña, y la Unión Cívica sostiene la de Udaondo; las dos Uniones se increpan mutuamente. La Cívica dice que su adversario está a las órdenes del Ejecutivo. La Nacional invoca el caso de Palermo, "en que el padrón original fue hallado por la policía en el Comité de la Unión Cívica, cuyos miembros estaban manipulando a solas las tachas". Cívica, Nacional... ¡a cualquier cosa llaman las patronas chocolate! Manipular tachas... ¿qué cocina es esa? El diario más sosegado de la República concluye: "Esto de la compra de votos, y de los registros falsos, y de las canchas de taba adyacentes al comicio, es clásico hasta el fondo de las entretelas". Figueroa Alcorta indulta a un condenado por fraude electoral, y hace bien. El fraude no es un delito, es una costumbre. ¡Además, el pobre Llames tenía tantas desgracias encima! Era borracho, pendenciero y ladrón. Se ha fallado el proceso contra los ladrilleros: un señor Ferreyra, ansioso de representar a su país, se entendió con la Sociedad Fabricantes de ladrillos de la capital. Ferreyra se comprometía a obtener la modificación de ciertas ordenanzas, y los ladrilleros firmaron el acuerdo siguiente: "Para las elecciones de 1910, cada socio firmante deberá proporcionar al señor Ferreyra diez votantes, o en su defecto abonarle la suma de doscientos pesos para suplir dichos votos". El defensor de Ferreyra estuvo oportuno: "Se trata de un pacto perfectamente legítimo, dijo; este sistema es conocido y practicado por todos los hombres políticos y todos los partidos que aspiran a gobernar".

         Las grandes compañías tienen a sueldo a los caudillos democráticos. El Poder Legislativo y el Ejecutivo son simples dependencias de los Bancos, de los ferrocarriles, de las empresas, y de los negocios particulares. La ley social ha sustituido a los jueces, menos plásticos, por los pesquisas. La abstención electoral de los probos es casi absoluta. A pesar de la tarifa del voto (de 15 a 20 pesos) y de arrearse a las urnas al personal de las reparticiones y los difuntos, no votaron en 1908 sino 25.283 electores y no se inscribieron sino 68.643, para la población masculina de una ciudad de 1.200.000 habitantes. En la provincia se asesina sin mayor tropiezo a los periodistas de la oposición. Los doctores pululan. Los más solemnes plumean sobre acertijos jurídicos o históricos, y van a La Haya a proponer teorías de alto derecho internacional, sin preocuparse de la inhabitabilidad política de su país. Los literatos, oscilan de una glacial erudición a un preciosismo importado. La prensa, cuyo mérito se avalúa por lo que pesa el papel de cada número, es un largo índice informativo y comercial, despojado de toda significación elevada, de toda valentía, de toda graciosa sutileza. Es una prensa castrada y gorda como aquellos a quienes sirve; una prensa que se viste del talento extranjero, y que trata las hondas cuestiones nacionales con la hipocresía o el mutismo de las conciencias compradas. Ante la ley social del 28 de junio, que da el supremo puntapié a la Constitución argentina y a las libertades conquistadas en cuatro siglos, entre ellas la da pensamiento y la de imprenta, ¿qué ha hecho la famosa prensa bonaerense? Oponer el impudor de la meretriz o la inercia del cadáver. ¿Qué importa? Por el momento, las cifras de la exportación y de los depósitos bancarios no bajan. Es lo principal. ¿No se opina así en los Estados Unidos? ¿No ha cacareado Roosevelt en El Cairo, en Roma, en Berlín, en París y en Londres que el primer deber del patriota es hacerse rico? Norteamérica produjo algo más que este infatigable Pero Grullo. Emerson y Whitman fueron norteamericanos. La fase aguda del capitalismo yanqui ha pasado ya. Hay un William James que dice: "¿No sería la pobreza el verdadero heroísmo? ¿No nos representamos lo que era el antiguo ideal de la pobreza: la emancipación de toda ligadura material, la perfecta integridad del alma, el desdén viril de las cosas de la tierra, el derecho de entregar la vida en cualquier instante, sin incurrir en ninguna responsabilidad; en una palabra, la actitud atlética, el alma siempre dispuesta al combate de la vida?... Sucede con frecuencia que el deseo de ganar dinero y el miedo de perderlo son los mayores estimulantes a la cobardía, a la corrupción radical. En miles de circunstancias un hombre encadenado por sus riquezas es forzosamente un esclavo, mientras que un hombre para quien la pobreza no tiene nada de espantoso se convierte en un hombre libre". ¿Cuándo, desde una cátedra universitaria, se dejarán oír estos acentos en Buenos Aires? Los Morgan, los Carnegie y los Rockefeller, vencidos por el nuevo ambiente humano, se avergüenzan de sus millones y los restituyen. ¿Cuándo se les podrá imitar en Buenos Aires sin arriesgarse a la descalificación pública? La Argentina no es aún más que un país decapitado que digiere.

         ¡Ah, el desprecio del pobre, el asco del obrero, la delicia de atormentar al débil! Por las venas del poseedor argentino corre la sangre torquemadesca de los aventureros que sepultaban a los "infieles" americanos en las minas o los quemaban vivos. Se adora la cruz crucificando al prójimo. Se adora la propiedad expropiando los tuétanos del prójimo. He aquí noticias frescas de la madre España: "4 de junio. -Un obrero se presentó a consultar a uno de los médicos del Patronato contra la tuberculosis, establecido en Barcelona. El doctor que le auscultó notó sobre el brazo derecho un tatuaje representando una alegoría revolucionaria. Los miembros del Patronato y las damas del comité se indignaron y resolvieron hacer desaparecer este tatuaje. Se ensayó inútilmente catequizar al obrero, luego le negaron ciertos alimentos, con lo que se debilitó más todavía. Finalmente se resolvió hacerle una operación sin tener en cuenta su estado de debilidad que hacía imposible el uso del cloroformo. Cuando los médicos le hubieron arrancado la piel, le enviaron en un estado deplorable al doctor Queraltó, que denunció el hecho en una reciente conferencia y ahora es objeto de las persecuciones del Patronato" (Le Matin y otros periódicos franceses). "Tal madre, tales hijos". En la Argentina, donde no hay quien se apasione teologalmente hasta ese punto, el poseedor o la autoridad grande o chica hace de ortodoxo, y el pobre hace de hereje. Un oficial le atraviesa la ingle con la espada a un conscripto, "porque no marcaba bien el paso". Extracto del informe sobre otro conscripto, Gismani: "Está probado que Gismani padece de una bronquitis asmática crónica... El sargento Pedroza oyó decir durante el descanso, al soldado Gismani, que, aunque le dieran de palos no trotaría más por no poder ya hacerlo, y entonces mandó formar inmediatamente y ordenó diversos movimientos al trote... El soldado Gismani, después de dar algunos pasos al trote, terminaba dicha instrucción al paso, contestando al sargento Pedroza, que cada vez le gritaba que trotara: "¡no puedo trotar, mi sargento!". El consejo supremo de guerra sentenció al conscripto Gismani a tres años de presidio, por insubordinación. Del Santo Oficio policial hablaré en seguida. Los inmigrantes son "gringos", "gallegos", acreedores a motes viles y la mofa sempiterna; mientras un capricho de la casualidad no los saque de pobres, estos desgraciados que proporcionan bloques de oro a cambio de un pedazo de pan, no son sino "hijos de la gran puta". En 1890, los "muchachos" de los cantones se solazaban en fusilar metecos distraídos. Mataron así a muchos trabajadores que cruzaban las calles, albañiles en los andamios, etc. Llamaban a tan chistosa operación "cagar gringos". La dorada juventud que se alineaba por las tardes en ambas veredas de la calle Florida para atentar al pudor de las señoras indefensas, acudía por las noches a las casas de prostitución, para destrozar el mobiliario y azotar a las mujeres. Uno de estos "indios", y digo indios, puesto que se denominaron a sí propios "la indiada", mató de un tiro de revólver a un niño lustrabotas, porque no le hacía brillar bastante los botines. ¿Impunidad? ¡Claro es! Impunidad -y aplausos sinceros, de añadidura- hubo para los "indios" estudiosos que en Mayo, durante su grotesca cruzada contra la clase obrera, atropellaron e incendiaron hogares pobres. Estragos son de la codicia disolvente, que nos hacen dudar de la cohesión misma de los poseedores frente a un peligro serio, y del mínimum de solidaridad que se requiere en el caso de un conflicto exterior. No obstante sus Dreadnoughts lucrativos, la Argentina no es temible. Los jóvenes ricos de Nueva York iban voluntarios a Cuba. Al sólo anuncio de la guerra con Chile, los de Buenos Aires se escaparon a Montevideo.

         Lo que presta un sabor dramático a la escena colectiva es, en los propietarios-dirigentes, su ignorancia de las formidables realidades que les rodean. Ignorancia sentimental en primer término: su género de vida les incapacita para representarse las congojas y las rebeldías del proletariado. ¿Cómo, los que únicamente se apuran por el precio de los automóviles o de los rubíes, comprenderán el sufrimiento del hombre que no puede hacer remendar sus zapatos o de la hembra que no puede ofrecer una taza más de leche a su hijo? Unos cuantos niños ricos remitieron a La Nación ropas viejas para los niños pobres, con esta postdata: "las que no crea conveniente dar, señor director, úselas para limpiar las máquinas". Los pobres son máquinas. Los ricos presencian la insurrección de las máquinas llenos del estupor con que Balaam oyó hablar a la burra. Para ellos la miseria es un cuadro donde surgen extrañas figuras sin espesor. Hora vendrá en que aprecien todo su siniestro volumen. Examinad en segundo término la ignorancia, menos excusable, de los hechos históricos y contemporáneos. El poseedor argentino ha demostrado que ignora las decenas de millones de obreros organizados para la lucha económica en el mundo, provistos de una doctrina científica y filosófica, un heroico misticismo y un irresistible plan de campaña. Ignora que decenas de millones de obreros están unidos en la convicción de que es indispensable socializarla tierra y los instrumentos de trabajo y suprimirlo que resta del principio de autoridad, rematando el proceso emancipador comenzado hace veinte siglos. Ignora que los doscientos mil obreros de Buenos Aires son una ola del océano internacional. Ignora lo enorme, como el insecto ignora la montaña. En el Parlamento se ha consagrado oficialmente esta ignorancia monstruosa. Se ha votado una ley social sin que un diputado ni un senador hayan aducido un argumento de índole social, un dato, una cifra sobre la distribución de la propiedad, sobre los salarios o sobre la renta. "Desde que el anarquismo es un principio según el cual no se conoce ni ley, ni Dios, ni patria -mugió un docto senador- resulta que podríamos compararlo con una reproducción de los antiguos vándalos que destruían por destruir". Nerón y sus amigos creían también que los primeros cristianos adoraban a un Dios con cabeza de burro... Los "intelectuales" han confundido el terrorismo con el anarquismo, revelando que ignoran la existencia del apóstol Tolstoi, del crítico Anatole France, del sociólogo Kropotkin, de los genios y santos anarquistas que son la honra de la civilización. Han revelado que ignoran hasta los recursos del proletariado de Buenos Aires, ellos, que saben el dinero que cuestan las ridículas manifestaciones pro Sáenz Peña o pro Udaondo, ellos, que han visto mítines de sesenta mil trabajadores bajo la inminencia de las balas. Se figuran que la policía lo remediará, como si se tratase de una banda de cuatreros". ¿Qué es esto? - preguntaba Luis XVI desde la ventana de su palacio-, ¿un motín?" Igual inconsciencia del poseedor argentino ante la más profunda de las revoluciones. Está persuadido de que la humanidad ha alcanzado su meta; de que el orden actual es inmejorable, de que no hay nada que añadir a la historia, de que no queda espacio en que avanzar. Está persuadido de que él es la patria, la sociedad y el planeta, inmóviles en su beatitud de cosas intangibles... E pur si muove! En el fondo del valle florido los falsos poderosos comen y se divierten. Allá arriba, en las ásperas gargantas batidas por la nieve y fecundadas por el cielo, se forma poco a poco el fatal alud de la justicia.

 

 

EL TERRORISMO

 

         Un socialismo a la alemana o a la inglesa no era viable en Buenos Aires. La ausencia de sufragio y de industrias fabriles, las razas predominantes en la inmigración, la desnudez del proletariado, el cinismo de los poseedores y la ineptitud incomparable de los gobiernos burgueses acarrearon la "acción directa", desde la huelga a la dinamita.

         Los poseedores afirman que el terrorismo es importado. ¿Pero por qué no estallan bombas ni en Inglaterra, ni en Suiza, repletas de terroristas? No. Las bombas estallan donde hacen falta y hay motivo para ello: Rusia, España, Argentina, El credo revolucionario de los pobres no viaja ya en los bolsillos de los profetas. El anarquismo es hoy una atmósfera moral que penetra los últimos escondrijos del globo, y querer detenerlo en la dársena es querer detener el viento. Bloquead Buenos Aires, y le convertiréis en bomba máxima. El terrorismo es obra vuestra, y sea dicho en honor de la Argentina: su anarquismo es argentino, y único fermento de verdadera evolución hacia el bien. ¡Locos! ¡Dejad a vuestro proletariado, a la sustancia sana y sufrida y valerosa de vuestro país, en contacto con los gérmenes que os trae el mar de otras regiones más altas y más puras! ¡Sed agradecidos con ese inmenso no-yo al cual debéis vuestro ser, con ese extranjero que os ha creado, que os ha enriquecido con su inteligencia y con su carne, que os lo ha dado todo, menos la tierra, y que aun podrá salvaros con sus lecciones de sensatez y de sacrificio!

         Vosotros inaugurasteis el Terror con la ley de residencia. Vosotros lo instalasteis con la matanza del 1° de mayo de 1909. Los crímenes de los terroristas son un tenue reflejo de vuestros crímenes. Las gotas de sangre y de lágrimas que os salpican a la explosión de una bomba, ¿qué son junto a los ríos de lágrimas y de sangre que derramáis vosotros implacablemente, fríamente, año tras año, desde que empuñáis el sable, el cheque y el hisopo? Por el asesinato de Falcón, obra de un niño que en vuestras garras está, y por reclamar los trabajadores durante el centenario la derogación de la ley de residencia, habéis encarcelado, deportado, confinado, torturado millares de inocentes, y seguís haciéndolo, seguís hundiendo familias y familias en la miseria y en la desesperación. ¡Deuda tremenda! Hay otros tribunales que los vuestros. Dellepiane caerá como cayó Falcón. Figueroa Alcorta caerá como tantos jefes de Estado han caído, víctimas de la dinámica social. El que a hierro mata a hierro muere. Caerán Maura y Alfonso, expulsados por la época. Caerán, como han caído centenares de funcionarios rusos.

         ¡Rusia! Vuestra policía, discípula de aquélla, ha reasumido los tres poderes y la entera soberanía de la Nación; prohíbe pensar y hablar, secuestra no sólo los libros liberales, sino los de título sospechoso, aunque sean reaccionarios; ella, el órgano de la traición y de la brutalidad, tiene, como la rusa, su ejército de espías y de agentes provocadores; ella, reclutada en la hez de la República, arresta, pega, manda a presidio, retira de noche los cadáveres mutilados de sus presos, fleta un buque -el Montjuich flotante-, para tirar al agua, con grillos en los pies, a los redentores que la estorban... Sí. Pero, ¿tiene Dellepianelos medios del zar? ¿Valdrá vuestra Ushuaia lo que su Siberia, y vuestro rebenque lo que su knut? ¿Y qué ha conseguido Rusia? Engendrar los Bakunin, los Tolstoi y los Gorki, iluminar la Europa con las llamas de su hoguera, precipitar el triunfo de la inevitable justicia.

         Os cubrís inútilmente de oprobio. Nadie puede impedir el advenimiento del futuro.

         A raíz de la bomba del Colón (petardo de pólvora lanzado por la policía) habéis corrido al Congreso, enfermos del pánico más ruin -el del vientre- y habéis votado la "ley social" del 28 de junio. Me repugnaría consignar los aullidos de esas sesiones memorables. Prefiero copiar el texto de la ley para asombro y escándalo del piadoso lector.1

         ¡Oh argentinos! Ante este monumento de sandez o de demencia, en el que no hay ni gramática, los juristas os dirán: "Habéis declarado subversiva la Constitución. La habéis dado el golpe de gracia e inferido los últimos ultrajes. Habéis aniquilado las libertades de pensamiento, de palabra, de imprenta, de reunión y de tránsito que resumen nuestro éxodo del salvajismo, Al poner las conciencias y los cuerpos en las uñas de los esbirros, habéis abolido la dignidad humana. Habéis sentado al verdugo en el sitial del juez".

         Y yo os diré que la paz no depende de las leyes.

         Los economistas os dirán: "Bajo la amenaza del chantaje de los pesquisas, ningún capitán de buque embarcará proletarios desconocidos. Por lo demás, ni los pordioseros querrán venir a un país que ha retrocedido cuatrocientos años de barbarie. La inmigración cesará, y os arruinaréis". Y yo os diré que la paz no depende de la riqueza material.

         Los patriotas os dirán: "Habéis ensuciado la gloriosa fecha del centenario. La opinión se amotinará contra vosotros en todos los pueblos libres, romperán vuestros escudos nacionales; apedrearán a vuestros cónsules, escupirán vuestra bandera. Habéis hecho algo más que asesinar a un Ferrer, habéis asesinado el honor argentino".

         Y yo os diré que la paz no depende de la estimación ajena.

         Yo no soy jurista, ni economista, ni patriota; yo, que no soy más que un hombre que conoce el dolor, os repetiré las palabras de nuestro hermano Emerson: "El que hace una buena acción se ennoblece inmediatamente; el que hace una acción baja se disminuye en el acto. El que se despoja de la impureza reviste por eso mismo la pureza. El que comete una hipocresía, un engaño, por eso mismo se engaña; pierde el contacto de su verdadero ser. Nunca el robo enriquece; nunca la caridad empobrece. La sangre derramada cae sobre el matador. Y el que ama y sirve al prójimo, por mucho que se oculte, no escapará por ninguna estratagema a su recompensa". ¿Para qué buscar sanciones aparenciales y lejanas? La sanción es interior y fulminante. En el minuto mismo en que os resignasteis a votar y cumplir la ley social, el alma argentina, dentro de su cáscara de oro, se entristeció, se empequeñeció y se arrugó como un fruto seco. Pero la vida es elástica. La realidad es buena. Vosotros sois o seréis buenos, puesto que existís, Dominad los instintos del miedo y de la codicia. Levantad los corazones y las frentes, y vuestras manos manchadas se purificarán.

 

         San Bernardino (Paraguay), julio de 1910

 

1. Se omite la transcripción.

 

 

 

AL MARGEN

 

MOTIVOS DE PROTEO

 

         Aunque quisiera, no podría ocuparme hoy de otra cosa que de Motivos de Proteo, el hermoso libro que acaba de publicar en Montevideo José Enrique Rodó, y que se ha enseñoreado de mi espíritu, obligándome a comunicar a los demás mi admiración y mi entusiasmo. Temo que Rodó, a pesar de su Ariel, no sea conocido en el Paraguay, donde circulan muchas sandeces europeas, sólo por ser europeas, mientras se ignora tal vez lo mejor de la actual literatura sudamericana. Aquí se canturrea todavía a Núñez de Arce, y no se ha saboreado al argentino Almafuerte. Pensad que se trata ahora del primer crítico continental. No perdáis la ocasión de enriquecer vuestra inteligencia y sobre todo vuestros sentimientos y vuestro carácter.

         Porque no es el crítico y el psicólogo quien únicamente os habla desde las páginas del Proteo, es también el poeta y el moralista. He aquí a un profesor que, empapado de cultura clásica, no se satisface con dar a su verbo la luminosa armonía del arte helénico; he aquí a un curioso que, al tanto de las nerviosidades de los modernos estilos, no se contenta con lograr en el suyo una elasticidad y una precisión siempre jóvenes; he aquí por fin a un filósofo que, penetrado de la gran corriente anti-determinista contemporánea, a cuya cabeza están los Bergson y los James, no se reduce a mostrar cómo la ciencia se limita por sí propia, y cómo ha llegado el momento de restituir a las energías de la vida su específica libertad y su sentido trascendente, sino que, dueño absoluto de su razón y de su fantasía, las endereza a extraer de tantos dones una regla preciosa de conducta, una disciplina heroica de auto emancipación para todos nosotros. Rodó, educado en dilettante, ha preferido ser un apóstol intelectual; su lenguaje está impregnado de simpatía profunda y de unción laica; su obra serena y poderosa es un canto a la esperanza, un llamamiento a la voluntad, un recuerdo de que es posible, por abatidos que estemos, resucitar y regenerarnos; de que en el fondo de nuestra misma alma duerme el Mesías que ha de salvarla. Rodó, que quizá no cree en Dios, cree en el hombre; pero no esperéis encontrar, en el libro que os brindo, egoísmo alguno; lo que hallaréis será una doctrina tan austera y tan alta como la que pudiera ofrecer la más pura de las religiones.

         No resisto a la tentación de enviaros una de las mil joyas de Motivos de Proteo. El autor, para advertirnos que debemos buscar en los fracasos de la experiencia nuevos gérmenes de triunfo, sin desanimarnos nunca, se vale de esta exquisita parábola:

         "Jugaba el niño, en el jardín de la casa, con una copa de cristal que, en el límpido ambiente de la tarde, tornasolaba como un prisma. Manteniéndola, no muy firme, en una mano, traía en la otra un junco con el que golpeaba acompasadamente la copa. Después de cada toque, inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras las ondas sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaro se desprendían del herido cristal y agonizaban suavemente en los aires. Prolongó así su improvisada música hasta que, en un arranque de volubilidad, cambió el motivo de su juego: se inclinó a tierra, recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia del sendero, y la fue vertiendo hasta llenarla. Terminada esta obra, alisó, por primor, la arena desigual de los bordes. No pasó mucho tiempo sin que quisiera volver a arrancar al cristal su fresca resonancia; pero el cristal, enmudecido, como si hubiera emigrado un alma de su diáfano seno, no respondía más que con un ruido de seca percusión al golpe del junco. El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso de su lira. Hubo de verter una lágrima, mas la dejó en suspenso. Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos se detuvieron en una flor muy blanca y pomosa, que a la orilla de un cantero cercano, meciéndose en la rama que más se adelantaba, parecía rehuir la compañía de las hojas, en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta ella; y aprisionándola con la complicidad del viento que hizo abatirse por un instante la rama, cuando la hubo hecho suya la colocó graciosamente en la copa de cristal, vuelta en ufano búscaro, asegurando el tallo endeble merced a la misma arena que había sofocado el alma musical de la copa. Orgulloso de su desquite, levantó, cuan alto pudo, la flor entronizada, y la paseó, como un triunfo, por entre la muchedumbre de las flores".

         ¡Qué necesitados están el Paraguay, y la América entera, de talentos como Rodó, de maestros como él, si es lícito llamar maestros a los que rehúyen toda jefatura, a los campeones de la tolerancia que no nos empujan por un solo camino, pero los iluminan todos; a los que no nos proponen una teoría única, ni un dogma; pero nos dicen: "¡sed libres!"; a los que no nos ordenan una obra particular, pero nos desatan las manos!

 

 

EL LIBRO DE RODO

 

         - ¡Qué hermoso libro! -dirán los que viven.

         - Es demasiado serio -dirán los que parece que viven, y están muertos: los que ignoran la lúgubre tristeza de sus diversiones habituales. Para dar a Motivos de Proteo todo su alcance contemporáneo, conviene advertir la extensa base científica en que se apoya. Adivinamos que el autor, sin hacer alarde de ello, está al tanto de la psicología moderna. Sus metáforas no son pura fantasía de poeta, sino arraigadas en el sólido terreno de los hechos. Así la noción de que el alma es una multitud, o mejor una serie de sobrepuestas multitudes; un vasto paisaje, donde hay "dientecillos que roen en lo hondo, gotas de agua que caen a compás en antros oscuros, gusanos de seda que tejen hebras sutilísimas...". Así la noción de lo inconsciente, leitmotiv en cada página- "difícil es que conozcamos todo lo que calla y espera en lo interior de nosotros mismos"- y madre de aquella encantadora parábola del barco: el barco que desaparece, tragado por el horizonte y vuelve mucho más tarde, inesperado, trayendo exóticas riquezas en su seno, es el símbolo del pensamiento que huye del círculo de luz de la conciencia, y vuelve, quizá años después, de las Américas ocultas de nuestra espíritu, con la carga maravillosa de las primicias de un mundo. Y así, por último, la noción crédula del libro, encerrada en la frase "reformarse es vivir", equivale a la famosa de Gabriel D'Annunzio, "renovarse es morir". Rodó no afirma de un modo terminante que las energías del alma dirigidas por la voluntad sean absolutamente creadoras; pero ¿es acaso un determinista el que escribe que "una débil y transitoria criatura lleva dentro de sí la potencia original, la potencia emancipada y realenga, que no está presente ni en los encrespamientos de la mar, ni en la gravitación de la montaña, ni en el girar de los orbes"? El que nos muestra el esquema de una bien ordenada vida como una suave y graciosa curva, y en otro pasaje nos exhorta a separarnos de la "recta fatal", no está lejos de Bergson, ni de comprender, con el estupendo filósofo, que "la vitalidad [la humanidad, diría Rodó] es tangente en cualquier punto a las fuerzas físicas y químicas".

         ¿Entonces psicólogo, crítico? Y prosa flor y moralista... También el talento de Rodó es una multitud. Uno de sus rasgos salientes es el amor al orden. El título de la obra, y hasta las líneas que le sirven de prefacio, prometen divagaciones. Pues bien, no encontraréis una sola. Tanto mejor: la vida proteica -en biología- no es la más elevada. La mayor parte de este libro, que pretende no tener arquitectura, es un estudio sobre la vocación y la aptitud, construido con un método tan riguroso como el de una monografía de Ribot: Comparad la sentencia de Goethe "yo llamo clásico a lo que es sano", con la de Rodó "la moralidad es siempre un orden, y donde hay orden hay alguna moralidad" -alguna salud- y notaréis que el amor al orden hace de él un clásico, y le inclina a elegir para fondo decorativo de sus parábolas los lineamientos diáfanos y majestuosos de la pagana antigüedad. La honradez intelectiva le impele a buscar los términos más precisos, dentro del castellano más neto, y sus párrafos menos inspirados recuerdan al castizo Juan Valera, sin que esto sea cotejar -¡Dios me libre!- el alma de Rodó con la de aquel egoísta diplomático. En Motivos de Proteo la oración es larga, jugosa, transparente, no amedrentada por los relativos, adaptada a las condiciones de la elocuencia didáctica, y enriquecida con rasgos numerosos de la sagrada y eterna poesía que está por encima de todos los géneros. Otra consecuencia del rodoyano amor al orden, al equilibrio, a la armonía, es el desvío hacia los abúlicos, hacia los desorientados como Amiel, o como el que podríamos igualmente citar, Benjamín Constant, el convencido de que la experiencia "es una especie de vejez" castrada de gérmenes renovadores. Rodó no se enamora de la energía en su misterioso nacimiento, cuando aletea anarquista y loca, sino de la energía adulta, involucrada ya con las realidades ambientes, cuando ha levantado y agrupado en torno de ella la inmensa red de las cosas, y constituye un organismo en marcha. Así se explica que en este libro, donde tan soberbios retratos hay de los Goethe y de los Vinci, haya tan poco sobre los genios patológicos, y ni una alusión siquiera al enorme y salvaje Nietzsche.

         Se ha evocado, a propósito de Rodó, a Taine, a Renán, a Guyau. Observaremos que el hombre no es para Rodó como para Taine: "un teorema que anda"; es algo más, es lo esencialmente imprevisto. Rodó no es un dilettante religioso como Renán; la simpatía por los esfuerzos humanos en la lucha con lo desconocido le prohibiría decir, con el autor de Los Apóstoles, que la debilidad cerebral y muscular es lo que pone al alma en continua relación con Dios. Por fin si le acercan a Guyau la ternura comprensiva y la unción laica, le aparta la tendencia ética, que en Guyau es social. Y en Rodó individual, disciplina de autocultura, propia de quien quizá cree, con Schiller, que es cuando está solo que el fuerte tiene más fuerza.

         Y tocamos ahora lo característico de Motivos de Proteo: el ascetismo intelectual. Horror a la ironía, cariño a la soledad y al silencio, exigencias casi furiosas -releed la formidable parábola de "La pampa de granito" en la educación del carácter: nada falta a la figura del asceta que templado en combates tan crueles, grita al ignoto principio del Universo: "Si existes como fuerza libre y consciente de tus obras, eres, como yo, una Voluntad; soy de tu raza, soy tu semejante; y si sólo existes como fuerza ciega y fatal, si el universo es una patrulla de esclavos que rondan en el espacio infinito teniendo por amo una sombra que se ignora a sí misma, entonces yo valgo mucho más que tú: y el nombre que te puse, devuélvemelo, porque no hay en la tierra ni en el cielo nada más grande que yo".

         Y he aquí que nos complacemos en imaginar, detrás del noble libro, una noble existencia de artista y de pensador, análoga a la que hizo decir a Federico Schlégel: "lo que admiro más en Lessing es el gran estilo de su vida".

         Motivos de Proteo merece, no sólo admiración, sino agradecimiento, porque no es sólo un bello espectáculo, sino un gran beneficio. Rodó es de los verdaderos maestros, es decir, de los libertadores; y siguiendo sus ideas pensaremos que desde la aparición de su obra el alma del Uruguay se ha dignificado y ha crecido.

 

 

A PROPOSITO DE DOS LIBROS

 

         Son El eterno cantar y Vida que canta. Emilio Frugoni y Ángel Faleo me proporcionan hoy simpático tema para conversar un poco. Frugoni es un poeta de interior; desde la primera página nos habla de silencio. Su idioma nos acaricia con su aterciopelado claroscuro; su ritmo no es objetivamente musical, pero sí por dentro; quiero decir que despierta en el fondo de nuestro ser otra melodía, de la cual tenemos conciencia sin que la oigamos. Sus metáforas están cargadas de intenciones, de ecos y de buen gusto. Os entran sin ruido y no se van: "la sonámbula voz del piano", "la pupila mansa del agua", "una lágrima, el punto de las canciones", "la oscura señal de mi existencia a ti va unida", "tal vez se te acerque el pasado y no le huyas", y aquella vela de barca, en el tempestuoso horizonte, abatiéndose y alzándose semejante a un enorme pañuelo que tiembla en un adiós, y aquel reloj, "corazón del tiempo que late sobre un muro", y aquel sauce inclinado hacia el arroyo "como un frustrado pescador de estrellas", y tantas y tantas. Frugoni es de una delicadeza reflexiva, libre de artificios románticos; de ahí el alcance filosófico de sus poemas "Canto del soñador", "El reloj", y el precioso análisis psicológico de "El místico". Para este fino poeta, el dolor debe ser trabajado y saboreado; debe ser como un áspero mineral de donde se extrae el oro del ensueño. Una de sus poesías se titula "El deleitoso mal", y en la titulada "Semblanza", que empieza "sé que eres triste, y por lo tanto buena", están los tres mejores versos del libro; no resisto el placer de citarlos: "Eres gruta de un hondo desconsuelo,-donde al entrar el alma de las cosas, - se oscurece y se impregna de tu duelo". ¡Qué sencillez de expresión y cuánta poesía!. Todo Frugoni está ahí. Hasta en sus octosílabos de italiana dulzura, mitad bucólicas, mitad madrigales, encontraréis menos al erótico que al artista contemplando la forma femenina. El sexo no le quita ideas; se las da. El poeta avanza más allá de los nervios. En su noble ternura anhela para los hombres un futuro mejor; pero no pretendo conquistarlo por la violencia: aguarda estoicamente a que baje a la tierra "el Amor, lumbre divina- que no deja un rincón triste ni oscuro", Para interpretar a Frugoni sería necesario su lenguaje insinuante y discreto. Más vale releer y callarse. El eterno cantar fue un éxito de librería. Recuérdese esto, no en elogio del autor, sino en elogio del público.

         Falco y su Vida que canta; más bien "juventud que canta", una juventud arrolladora y ardiente. El poeta se llama "tempestad" y "Sol". El dolor es para él un acceso desesperado, un impulso suicida, o el síncope, el desplome producido por un exceso de fatiga orgánica. Por mucho que se empeñe en complicar su sensualidad con perversidades y sadismos, es inútil; no logra disfrazar la sencilla, lozana y pujante lujuria de los veinticinco años. Su verbo es rico, buscado, rutilante. Su vocabulario suele ser asombroso. Notad que los más célebres efectos literarios se han conseguido con palabras de uso común, traducibles, inteligibles para todos y cuya hondura vertiginosa se descubre, por su claridad. Pero no está en esa palabra que por sí nada artístico sugiere, la raíz del efecto, sino en el ambiente que la rodea y que fue largamente preparado. Nuestro medio sentimental había alcanzado su saturación, y bastó un insignificante choque para cristalizar un sublime panorama del espíritu. -¡Ah, el acorde en el Sigfrido, al despertar Brunilda!"- chillaba a Saint Saëns, con estertores de admiración, una señora fanática de Wagner. Saint Saëns fue al piano y tocó el acorde, un simple acorde de mi menor, que, aislado, era nulo, y en la ópera, estupendo. Es que allí era un acorde... ¿cómo diré? un acorde central. El poeta es precisamente el que haya esas palabras centrales que en boca de la gente no tienen nada de particular, y en la suya revelan su incalculable contenido. Falco es un poeta de acción; uno de sus elementos es la rapidez, y no pierde el tiempo preparando ambientes; su palabra es fulminante, pero algo corta, algo fabricada. He aquí un peligro: conviene, en arte, desconfiar de toda fabricación demasiado consciente y voluntaria, de todo lo que huela a método científico; conviene obedecer en lo posible a causas profundas, a las que no comprendemos. Baudelaire ha dicho: le beau c' est l'étonnant, y ha dicho un disparate; no es un museo de monstruosidades el modelo de la belleza, y lo que ha hecho fracasar a los simbolistas -fracaso relativo- es el abuso del procedimiento voluntario, de lo fabricado, abuso que les condujo a crear cosas exquisitas y curiosas, y no les permitió crear cosas grandes. Falco no caerá en esas mañas de técnica: dotado, como muchos uruguayos, de una potente imaginación verbal, no será víctima de su propia originalidad, ni se reducirá al plagio perpetuo de sí mismo. Le salvarán su honradez absoluta, lo definido de su orientación, su intacta fuerza, en fin, que nos deja en la memoria, después de cada poesía suya, la huella de un gesto luminoso y magnífico. He querido aproximar a Frugoni y Falco; las dos mentalidades, la del pensador y la del meneur; la del socialista y la del anarquista -o la del médico y la del cirujano-: el poeta di camera y el poeta central. Confieso que Frugoni está más cerca de mi corazón, es más mi poeta; pero no porque prefiera al escritor que seduce, dejo de saludar al escritor que deslumbra.

 

 

UN SUSPIRO DE POE

 

         Se ha hablado de Poe recientemente. Aprovecho la coyuntura de dar a conocer un breve y admirable poema, ignorado del público hasta 1904, año en que fue revelado por la Fortnightly Review. La hoja venerable en que está escrito lleva las iníciales E.A.P., y fue enviada al naturalista inglés Wallace por un hermano suyo que recorría el Far West. En ella se lee: Líneas dejadas por un vagabundo en la posada del camino, para pagar el albergue de una noche. Wallace supone que el poema se compuso hacia 1849, en vísperas de morir el sublime visionario.

         Lo curioso es que un insolente plumista pretendió estafar estos versos, insertándolos como suyos en un diario norteamericano, después de estropearlos cínicamente. El pobre Poe ha sido robado difunto y en vida. Su gran amigo Holley-Chivers, autor del Uranotheu, le acusó de haber plagiado tal composición, y sacado de ella el famoso Cuervo. No era la primera vez que se le perseguía a Poe por delitos semejantes. Ser inculpado de falsos robos es una manera más de ser robado. La controversia sobre la paternidad del Cuervo ha recrudecido últimamente, debido a circunstancias editoriales: la publicación de la correspondencia entre Poe y Holley-Chivers por el Century Magazine; las cartas de Griswold, vueltas a imprimir por Griswold hijo; los artículos El ciclo Poe, de Joel Benton, y la edición de las obras de Poe por el profesor Harrison. Excusado es decir que la crítica es favorable a Poe. He aquí el resumen que presenta de la cuestión Octavio Uzanne:

         "Es de notar que, entre tantas influencias morales y por decirlo así atmosféricas que rodearon la gestación del Cuervo, los dos poemas del doctor Tomás Holley-Chivers: A Allegra Florence en el Cielo y Uranotheu eran incontestablemente familiares a Poe, y de cierto el último, Uranotheu, ocupó un lugar en su espíritu, dada sobre todo la extraordinaria simpatía que unía en apariencia a los dos poetas, aunque se vislumbre, si se estudian psicológicamente sus relaciones epistolares, que su amistad ha sido algo interesada y no exenta de disimulo.

         "Sin embargo, cuando se considera hasta qué punto todo lo que era intenso y firme en Edgar Poe aparecía difuso y delicuescente en Chivers, es imposible no concluir, con el profesor Harrison, que el Cuervo queda como obra propia de Poe y que si se puede encontrar en ella alguna vaga reminiscencia de Uranotheu o de A Allegra Florence en el Cielo, la paternidad y originalidad de Poe no son por eso menos completas e innegables".

         ¡Qué discusión más vana! ¡Qué puerilidad en creer que Uranotheu es anterior al Cuervo! Una forma vital tan activa y perfecta como el Cuervo es necesariamente anterior a Uranotheu, a Chivers y al mismo Poe, que no ha sido sino un pretexto, un vehículo de la eterna poesía; heredamos lo vivo, pero no lo creamos. Las tonterías y las mediocridades nacen a nuestra vista; admitamos la generación espontánea para los más inferiores organismos. Uranotheu es contemporáneo nuestro. El Cuervo viene de muchos siglos atrás. Todo lo que durará en la memoria de las gentes ha durado ya en la memoria del mundo.

         A idéntica raza inmortal pertenece el hallazgo de Wallace. Pablo Claudel, de quien he tomado los datos que figuran al comienzo del presente artículo, ha traducido al francés, en el Ermitage del 15 de enero de 1906, este poema de tan extraña historia. Después del ensayo de quien es quizá el más profundo escritor de Francia, nada diré del mío que ahora ofrezco a los lectores de El Diario, sino que ha salido ingenuamente de mi sensibilidad maravillada.

 

 

 

EL POETA EN EL PALACIO

 

         Rubén Darío encuentra interesante a Alfonso XIII. Los poetas admiran cosas que los demás mortales no sospechamos siquiera. El rey de España conoce el arte, la ciencia y, sobre todo, la religión; está al tanto de todos los descubrimientos y de todos los adelantos modernos: es el primer agricultor de su país; es también el primer propagandista industrial, el primer viajante de comercio; ha enviado cajas de vino de Jerez a personajes ingleses; es militar, caballero, gentleman, sportsman, automovilista, cazador, jinete, poligloto, orador y buen mozo; tiene ojos bellos y una frente que sería cofre de ideas grandes; es hijo cariñoso, esposo enamorado y soberano benévolo. ¡Cuántas habilidades!

         Además, es valiente. Parece que le han tomado el pulso en el instante de la célebre bomba. Si volvieran días de guerra, ¡ya verían ustedes! Si una ciudad española cayera bajo una catástrofe como la de Messina, ¡ya verían ustedes! Por supuesto que todos los Alfonsos fueron ilustres; ese nombre es una mascota. El número XIII -no hagan caso de que sea trece- debe, sin embargo, cuanto es a los prodigiosos cuidados de su madre augusta. Admitamos que el poeta se asombre de que una reina sea buena madre; lo excesivo es afirmar que la ex Regente, "a la callada", haya sido una de las reinas más caritativas. Tan a la callada, que nadie se ha enterado, ni los mismos pobres; y tal vez doña Cristina haya conquistado su formidable fama de avarienta, a fuerza de generosidad.

         Dejemos tranquilos a los antepasados del rey. Nos toparíamos con aquella ardorosa Isabel, que tanto amó a los españoles, y con aquel Fernando, que tanto los odió, y que llamaba a los monarcas constitucionales, "c... s a la vela". Dejemos tranquilo al propio don Alfonso. Aceptemos la nómina de sus gracias, como aceptamos por cortesía las de una niña casadera que borda, guisa, baila, posee dos idiomas, pinta a la aguada y toca el piano y el mandolín. Nos hallamos ante un artículo de Ilustración, bien pensante, favorecido por la Casa Real; no faltan sino las fotografías. Ya que los reyes no pueden hacer llegar al pueblo su carácter, hacen llegar su efigie, coronada humildemente con la gorrita del chofer.

         ¡Un poeta metido en tal faena! ¡Qué melancólico ejemplo de domesticidad! Rubén Darío nos confiesa, trémulo de beatitud, que ha conversado con el rey. "Me habló del canal de Nicaragua". Observemos de paso la obstinación con que los insignes cronistas europeos lucen sus amistades. Su pluma nos demuestra, en primer término, las excelentes relaciones del autor. Trátese de un bautizo, de una boda o de un entierro, resultamos íntimos del recién nacido, de la novia o del difunto. ¿De quién no habrá sido compañero el periodista a la moda? La condesa de Pardo Bazán -es condesa, ha mejorado- nos confía su llano contubernio con las cúspides aristocráticas del faubourg Saint-Germain, empezando por los Montmorency; y en cuanto al simpático Carrillo-¡ah!- es amigo de todo el mundo, desde la más empingorotada cocotte al duque más inocuo, pasando por los bohemios de ambos continentes. Claretie es de circulación universal; Ferrero se palmotea en el hombro con Roosevelt, y ¡es preciso que se sepa! Involuntariamente, recordamos a Eusebio Blasco, el modelo de la serie, obsesionado con sus comidas palatinas, de las que quizá conservaba mondadientes de honor. -Pero es natural que Rubén hable con S.M. -me diréis-; es diplomático. -Un poeta contesto - ha de ocultar sus miserias civiles.

         S.M. significa "sin majestad". Donde hay un poeta y un rey, Su Majestad es el poeta. El poeta reina y ha reinado hasta en la época en que los reyes reinaban y sostenían a los artistas con mendrugos de segunda mesa, como a perros amaestrados. Existieron papas de que nadie se acordaría sin el genio de sus arquitectos y de sus decoradores; Nerón es un monstruo intacto, sumergido en el genio de Tácito desde hace veinte siglos; los Felipe y su siniestra corte de infantas escrofulosas, bufones y enanos; se salvaron de la nada porque el pincel de Velázquez se dignó recogerlos. Darío suena más alto que Alfonso; las prosas profanas cantarán mucho después que haya callado para siempre el Borbón poligloto. ¿Por qué posturas reverentes ante los fútiles señores del espacio? El poeta es el vencedor del tiempo, el amo de la muerte; en ellos, la belleza afila su proa misteriosa, para cortar las negras aguas del olvido. Voluble Rubén, no traiciones a tu Dulcinea; haz memoria de que tu princesa "está triste"; no abandones, por los vulgares dueños de la tierra, a los dueños sagrados que engendró tu fantasía.

 

 

RESPUESTA A AURELIO DEL HEBRON

 

         ¿Debe un autor contestar a sus críticos? Me inclino a opinar que no. Si no se hizo entender, sea o no por su culpa, ¿a qué confesar el fracaso, poniendo resfriadas posdatas a su obra? Reciba en silencio elogios y censuras, hasta las censuras que honran y los elogios que sublevan. Pero la crítica de usted me llega bajo forma de carta, y ¿cómo yo, que todas las contesto, no habría de contestar la suya, tan sustanciosa y bien escrita?

         "¿Por qué pensáis tanto?", me pregunta usted inexorablemente. ¡Ay! No lo sé... Acaso tenga también alguna lesión en el cerebro. Esperemos, para salir de dudas, a que me hagan la autopsia, Me niega usted toda aptitud activa, emotiva, sensual, "dionisíaca". Soy un monstruo, una especie de máquina de calcular frases, un autómata literario. Tal vez mi historia lo desmintiera, mas aparte de lo enojoso que es hablar de uno mismo, conviene dejar ocupación a mis biógrafos. Me llama usted "extraño animal taciturno". Confieso que no es posible deducir otra cosa de las funestas fotografías que me suelen tomar, y en las cuales parezco un cadáver bastante bien conservado. ¡Qué importa! Dice usted que me ha leído tres veces, y ésta es la alabanza suprema, el consuelo para sus duras conclusiones: "criticista puro", que rechaza usted "¡en nombre de la vida!"        

         Estoy enfermo, sí, señor. Pero olvidemos mi pálida persona. "Generalicemos el debate". La enfermedad no se opone a la salud; ambas van a la muerte. ¿Prefiere usted que digamos que van a la vida? Es igual. ¿Qué es la enfermedad? La buena salud de los microbios. Enfermedad y salud obedecen a las mismas leyes biológicas. Tanto es así, que no sólo en fisiología, sino en psicología, lo patológico nos ayuda a comprender lo normal, como en física los fenómenos artificialmente provocados en el laboratorio nos ayudan a comprender la naturaleza. La experimentación, llave del conocimiento, es un atentado. Para distinguir la presencia de las distintas voces en la armonía del mundo, las hacemos desafinar una por una. Estudiar los seres es deformarlos; herirlos, matarlos. Ante la curiosidad, ese instinto lúcido y cruel, la enfermedad y la salud, la vida y la muerte no son más que aspectos de un problema único. Elegir, "calificar", fijar una "tabla de valores", es difícil sin apelar a instintos más inocentes, más poéticos. Y usted es poeta, id est, un hombre contrariado por la idea de que el collar que adorna el seno de su amada no sea sino una sarta de tumores de molusco.

         ¡Curiosa ilusión! ¡Curiosa contradicción! La salud significa lo normal, lo frecuente, o no significa nada. Frecuente: ¿vulgar?... ¡cuidado! ¿Quisiera usted ser vulgar, usted, cuyos versos han sido comparados con los de Baudelaire? ¿Era Baudelaire una "briosa bestia joven"? Cuando la hermosísima madame Sebatier, la Musa de Las Flores del Mal, consintió en ser suya, le faltó virilidad para poseerla. En cambio, Musset, al cual, ignoro por qué razón, coloca usted cerca de mí, era el más ingenuo, el más infatigable de los voluptuosos. Los "dignificadores del hombre" que usted me cita, Stirner, Nietzsche, Guyau, Carlyle, Emerson, ¿eran "bestias briosas"? ¡Pobre Stirner, casi un pordiosero; pobre Guyau, tísico; pobre Carlyle, asexual, dispéptico, neurótico; pobre Nietzsche, demente! Líbrenme los dioses de argumentar sobre las dolencias que acompañan al genio, como hacen los Lombroso y los Max Nordau, pueriles comentadores del misterio absoluto. Hora es de que no confundamos los epifenómenos con las causas, el trueno con el rayo. Decir que el genio es una neurosis o un síntoma degenerativo es una sandez. Y decir que es algo patológico es una vaciedad -una evidencia-. Para los médicos, lo excesivo será siempre patológico o teratológico. Palabras, palabras, palabras...

         ¿Qué pide usted? ¿Animalidad? Pero precisamente lo que más nos diferencia de los animales es el genio, nuestro genio múltiple, proteiforme; nuestro genio que ensaya sin cesar procedimientos distintos y hasta contrarios; nuestro genio crítico que busca nuevos puntos de vista y de ataque, convirtiendo la imagen plana de lo real en una escultura que acabaremos por asir y mover. No sea usted injusto -¡oh poeta!- con el criticista, con el analista, encargado de fabricar fórmulas que usted supone huecas, y que quizá servirán mañana de pinzas para atrapar lo positivo. No proteste usted contra la división del trabajo en la colmena humana. Usted a sus metáforas, yo a mis teoremas. No sitúe usted nada fuera de la vida: todo es vida, todo colabora. ¿Qué pide usted, repito? ¿"Intensificar la vida"? Cada cual la intensifica a su modo. Hay quien ama las sensaciones; hay quien ama las pasiones; hay quien ama las ideas. En los tres grados de abstracción, caben sufrimientos y éxtasis que no tienen medida común, ni se explican los unos por los otros. Don Juan, Otelo, Don Quijote, Hamlet, el chercheur d' absolu de Balzac... son tipos igualmente irreductibles y sagrados, cumbres del frenesí de vivir. ¿Con qué derecho les discutiremos su eficacia social? ¡Existen!

         ¿Qué pide usted? ¿Energía?    ¡Y desprecia usted el cristianismo! ¿Cree usted que los santos no han vivido intensamente? ¿Por qué devoró el cristianismo a Roma y colonizó la tierra? ¿Por falta de energía? San Pablo, Cromwell y Lutero, ¿carecían de energía? ¿Carece de energía Tolstoi, arrastrándose a los ochenta y dos años por las estepas de la salvaje Rusia, hacia el calvario de su ideal?

         Poeta, noble enamorado de los bellos clichés, no diga usted, no, que se oyen los pasos de los sátiros y los suspiros de las ninfas. Tal vez nuestra época deje de ser cristiana, pero no será para volver al paganismo helénico. ¿Volver a Grecia? ¡Qué horror! ¿Retroceder? ¡Qué tristeza! ¡Bah! El destino tiene más imaginación que Gabriel D'Annunzio.

 

         Arachón, noviembre de 1910.

 

 

EL UNIFORME

 

         La Academia Española ha llamado a su seno al P. Luis Coloma, de la Compañía de Jesús, y autor de Pequeñeces. Hacía catorce años que el Padre no escribía, y no sabemos si al cabo de tan largo plazo ha resuelto la Academia premiar aquel libro, o aplaudir el discreto silencio del ingenioso jesuita, porque sin duda la fecundidad no está muy bien vista entre los inmortales, a juzgar por su nómina, y la montaña de los volúmenes de Zola se interpuso siempre entre la Cúpula y él.

         La fecundidad de un sacerdote -la fecundidad literaria- no le sienta; si los asuntos tratados no son puramente religiosos, es de sospechar en el autor, y más si se inclina al naturalismo, como Coloma, un pecaminoso amor a la vida, una admiración, un interés por las cosas de la tierra, un olvido, en fin, de lo trascendental, que no cuadran con el ministerio católico ni con su uniforme.

         ¡Ah, el uniforme! Este problema: el P. Coloma, quedándose mudo de repente, después de la serie de cuentos y de la célebre sátira en dos tomos, ¿no os preocupa? Un buen día fueron suspendidos los "Retratos de Antaño", y lo que es más inexplicable, la novela Boy, que publicaba el Mensajero del corazón de Jesús. Se empezó a hablar respetuosa y lamentablemente del estómago del P. Coloma. El P. Coloma no podía escribir, no se lo permitían los médicos, se arrastraba de balneario en balneario. Y menos mal que el estómago no lo mató en catorce años, ni felizmente se habla de ello. Pero ni una línea, Dios mío, ¡ni una línea!

         Que el estómago haya partido por el eje los "Retratos de Antaño", pase. Trabajos de erudición, que se hacen por secciones, enfocándolos continuamente con los datos de la última nota sacada al archivo, de la última obra recibida, se concibe que sean ante el público truncados de pronto. En cuanto a Boy, una novela... Es claro que un escritor como el P. Coloma no envía una novela a una revista -y su segunda novela-, sin tenerla concluida y rematada. ¿Por qué no se imprimió una letra más? ¿Es que el estómago impedía hasta corregir las pruebas?

         No: hubo algo serio, más serio que la enfermedad. Aquella visión alegre y ágil, aquel estilo descuidado y encantador, aquella gracia andaluza con que Coloma contaba sus cuentos, aquella burla siempre simpática, siempre temible, que no respetaba a la aristocracia madrileña, la amiga del clero, ni se detenía en ocasiones a la puerta de las sacristías, aquella fidelidad a lo real no fue aprobada por los superiores. Y el P. Coloma colgó su pluma.

         ¡Cuánto habrá sufrido! Impuso la castidad a su cerebro, y las imágenes se agolparon, numerosas y estériles, en aquel espíritu enamorado del mundo, para marchitarse y morir en la fría celda del jesuita. El P. Coloma es una noble víctima del uniforme, y no creemos que la Academia le consuele de su talento mandado emparedar.

 

 

MANUEL DOMINGUEZ *

 

         Amable y fuerte a un tiempo, su estilo, tallado en cortos períodos, facetas de diamante, cada uno de los cuales encierra un hecho o una idea, hace reaparecer en el conjunto la unidad luminosa del elemento. El positivismo a base evolucionista estaba designado para reducir a este espíritu ordenado y elegante, que tiene el buen gusto de preferir un método a una metafísica. Los reglamentos democráticos debían satisfacer a este amante de la libertad pacífica y provisoria. Sibarita del pensamiento, lo estima en lo que a él personalmente le atañe. Aprueba la audacia de la frase o del libro, mejor que la de los estómagos hambrientos. No es hombre de acción, porque adora la acción en semilla de los filósofos tímidos que preparan revoluciones convenientemente póstumas. Muy francés de talento y de aficiones, algo le distingue de Voltaire aprendido de memoria; de Renán a quien venera, de France que le encanta; la ironía exótica nacida bajo este clima natural y político. Los ojos negros, no del todo transparentes, inquietan cuando ríen. El cabello encrespado arroja sobre la frente pálida el misterio de su sombrío oleaje. ¿Pasión? Quizá, pero pasión noble. Es imposible dejar de admirar su genio vigoroso y su erudición honda y hábil, y es también imposible dejar de amar su buen corazón, abierto siempre al amigo como un refugio hospitalario.

 

 

* Inédito en Obras Completas.

 

 

 

DEL NATURAL

 

CUENTOS BREVES

 

DE CUERPO PRESENTE

 

         Sobre la cama sucia estaba el cuerpo de doña Francisca, víctima de cuarenta años de puchero y de escoba. Entraban y salían del cuartucho las hijas llorosas. Chiquillos de todas edades, casi harapientos, desgreñados, corrían atropellándose. Una vieja acurrucada pasaba las cuentas de un rosario entre sus dedos leñosos. El ruido de la ciudad venía como el rumor vago que sube de un abismo, y la luz desteñida, cien veces difusa sobre muros ruinosos, resbalaba perezosamente por los humildes muebles desportillados.

         Siguiendo los declives del piso quebrado, fluían líquidos dudosos, aguas usadas. Una mesa sin mantel, donde había frascos de medicinas mezclados con platos grasientos, oscilaba al pasar de las personas, y parecía rechinar y gemir. Todo era desorden y miseria. Doña Francisca, derrotada, yacía inmóvil.

         Había sido fuerte y animosa. Había cantado al sol, lavando medias y camisas. Había fregado loza, tenedores, cucharas y cuchillos, con gran algazara doméstica. Había barrido victoriosamente. Había triunfado en la cocina, ante las sartenes trepidantes, dando manotones a los chicos golosos. Había engendrado y criado mujeres como ella, obstinadas y alegres. Había por fin sucumbido, porque las energías humanas son poca cosa enfrente de la naturaleza implacable.

         En los últimos tiempos de su vida doña Francisca engordó y echó bigote. Un bigotito negro y lustroso, que daba a la risa de la buena mujer algo de falsamente terrible y de cariñosamente marcial. Sus manos rojas y regordetas, sanas y curtidas, se hicieron más bruscas. Su honrado entendimiento se volvió más obtuso y más terco. Y una noche cayó congestionada, como cae un buey bajo el golpe de un mazo.

         Durante los interminables días que tardó en morir, la costura se abandonó, las hijas aterradas no se ocuparon más que de contemplar la faz de la agonizante y de espiar los pasos de la muerte. Las oscuras potencias enemigas del pobre, las malvadas que deshilachan, manchan y pudren, las infames pegajosas se apoderaron del hogar, y se gozaron del cadáver de doña Francisca.

         Las horas, las monótonas horas, indiferentes, iguales, iban llegando unas tras otras, y pasaban por el miserable cuartucho, pasaban por el cadáver de doña Francisca, y dejaban descender sobre aquella melancolía, la melancolía del ocaso y la madeja de sombras que ata al sueño y al olvido. Los chiquillos, hartos de jugar, se fueron durmiendo. Las mujeres, sentadas por los rincones, rezaban quizá. La vieja, acurrucada siempre, era en la penumbra como otro cadáver que tuviera abiertos los ojos.

         Una de las mujeres se levantó al cabo, y encendió una vela de sebo. Miró después hacia la muerta, y se quedó atónita. Debajo de la nariz roma de doña Francisca la raya del bigote se acentuaba. La longitud de cada pelo se había duplicado, y algunos rozaban ya los carrillos verduscos de la valerosa matrona.

         - A los hombres les suele crecer la barba -murmuró la vieja.

         El silencio cubrió otra vez, como un sudario, la escena desolada. Se agitaba extrañamente la llama de la vela, haciendo bailar grupos de tinieblas por las paredes del aposento. Encorvadas, abrumadas, las mujeres dormitaban, hundiendo sus frentes marchitas en las ondas de la noche. Las horas pasaban, y el bigote de doña Francisca seguía creciendo.

         A veces se incorporaba una de las hijas, y consideraba el rostro desfigurado de su madre como se consideran los espectros de una pesadilla. Los niños, con aleteos de pájaros que sueñan, se estremecían confusamente. La vela se consumía; en la hinchada, horrible doña Francisca, seguía creciendo aquel bigote espantoso que después de difunta le trastornaba el sexo.

         Cuando el alba lívida y helada se deslizó en el tugurio, y despertaron ateridos los infelices, vieron sobre la carne descompuesta de doña Francisca unos enormes bigotes cerdosos y lacios que le daban un aspecto de guillotinado en figuras de cera.

         Entonces el más menudo de los diablillos soltó la carcajada, una carcajada loca que saltaba a borbotones como de una fuente salvaje, y la vieja se destapó también como una alimaña herida, y las mujeres no pudieron más y se rieron como quien aúlla, y aquellas risas inextinguibles, sonando en las entrañas de la casa sórdida, hacían sonreír a los que pasaban por la calle.

 

 

EL BOHEMIO

 

         Era muy bueno. Tenía nobles aficiones. Hubiera aceptado la gloria. Cada detalle de su existencia era precioso a la humanidad. Nadie lo sospechaba sino él. ¿Qué importaba? Le bastaba saberse un profeta desconocido, cuya misión maravillosa puede fulminar de un momento a otro. El espectáculo de su propia vida no le bastaba nunca. La lucha cuerpo a cuerpo con el hambre y el frío no le parecía menos épica que la lucha contra la envidia olfateada bajo la amistad. Paseaba con orgullo su sombrero grasiento y sus miradas furiosas.

         Como ya no hay bohemios, era el bohemio por excelencia. Los demás, los burgueses, le despreciaban a causa de haber quebrado en el negocio. No entendía la explotación del libro y del artículo, ni se ocupaba del reclamo. Lanzado a un siglo donde todo es comercio, se obstinaba en no comerciar. Por eso su talento olla a miseria, y la tinta con que firmaba sus vagas elegías le servía también para pintar las grietas blancuzcas de sus zapatos.

         Pero, ¿tenía talento? Sus continuos fracasos le daban a pensar que sí. Llevaba la aureola dentro de la cabeza.

         Caía una llovizna helada y pegadiza que le hizo estremecer cuando salía de su bar. El piadoso alcohol, el verde Mefistófeles que dormitaba en el fondo de las copas de ajenjo, no había abrillantado del todo aquella tarde las ágiles visiones del poeta. Sobre ellas, como sobre la calle mojada, el cielo incoloro y el universo inútil, caía una sombra gris. El héroe se sintió viejo. El barro de sus pantalones deshilachados se había secado y endurecido bajo la mesa del cafetucho, y pesaba lúgubremente. El orgulloso dudó de sí mismo. Divisó reflejada en una vitrina la silueta lamentable de su cuerpo agobiado. Un abandono glacial entró en la médula de sus huesos. Candoroso y desconsolado, lloró sencillamente.

         De repente el corazón se le fue del pecho... ¿Qué...? Era a él... Imposible... Miró detrás de sí... No había duda, era a él mismo.

         Una mano desnuda, demasiado suave para los macizos anillos suntuosos que la cargaban, le hacía señas desde la portezuela de un carruaje de gran lujo, detenido a duras penas un instante. El bohemio vaciló. La mano se agitaba, ordenando, suplicando, que se acercara, que acudiera. Y él se acercó temblando. Respiró, Ninguna infame limosna manchaba los dedos de nácar. La portezuela se abrió. Unos brazos impacientes se anudaron a él, y sobre su boca amarga y poco limpia vino una boca de raso, tibia y deliciosa como el amor... Los caballos arrancaron al trote, y las luces de la ciudad, que empezaban a encenderse, cruzaban como ligeros proyectiles el vidrio biselado y húmedo. Al reflejo débil vio el poeta pegado a su rostro el rostro bellísimo de una mujer en cuyos ojos se había refugiado todo el azul del paraíso, y cuya piel era de una dulzura igual a la dulzura de las blondas y las sedas de su traje fantástico.

         Sentados a la mesa opulenta, después de un banquete íntimo, la voz de oro sonoro de la princesa -era naturalmente una princesa rusa- explicaba al bohemio qué raro y pronto capricho la había obligado a volcar el tesoro entero de las felicidades humanas sobre la testa melenuda aparecida a la puerta de un bar. El, desabrochado y estúpido, la oía en silencio. Y ella, ante la camisa cansada que asomaba por la abertura del chaleco y las uñas sombrías del vate, reflexionaba con alguna tristeza en el final de la aventura...

         Pero el hombre se levantó, recogió titubeando su sombrero grasiento, y fijando en los labios luminosos y puros de la princesa sus ojos de niño, exclamó:

         - Señora, alta señora, he cenado porque tenía hambre. Yo no soy mi estómago. No quiero satisfacer el hambre eterna de mis sentidos y de mi alma. No tomaré tu carne hecha con pétalos y besada por las estrellas. A tu hazaña la mía. ¡Me donaste una divina ilusión, y no me la arrebatarás nunca!

         Y se marchó, ostentando en su frente, por única vez quizá, el rayo melancólico del genio.

 

 

LA PUERTA

 

         - Sí... ¡Márchate', ¡Déjame en paz!

         - Alberto... ¿Es posible?

         Al verla tan débil, tan rubia, tan suave, un malvado deseo le hizo repetir:

         - ¿Qué...? ¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!

         La arrojó del gabinete, y cerró la puerta.

         Una satisfacción ácida alegraba sus venas de macho fuerte. Había, sentido, bajo sus dedos que mordían, doblarse la carne infantil y temblorosa de la mujer, y había mirado aquel cuerpecito estrecho, otras veces palpitante de caricias largas, desvanecerse lánguidamente en la sombra. Y como un eco salvaje oía aún el latigazo de su propia voz:

         - ¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!

         Pero también comenzó a oír lamentos que subían en su conciencia... ¿A ella, a su Mari tan dulce, había tenido el valor de castigarla? ¿Y por qué? ¿Por qué, en medio de una disputa cariñosa y abandonada, le había ahogado de repente el ansia feroz de hacerla sufrir, de estrujar el corazoncito adorado? Y una gran extrañeza, una gran claridad surgió de pronto. No, no la amaba ya. Todo había acabado. Todo había muerto. Se quedó contemplando la alta puerta inmóvil, y le pareció que no se abriría jamás.

         Detrás de la puerta, apretándose el pecho con las manos moribundas, Mari escuchaba. Era muy de noche. Por las piedras de la calle se arrastraban los pasos de algún mendigo. Mari le envidió no tener más que frío y hambre. Ella tenía un horrible frío en el alma. Percibió ruido de papeles, de hojas de libro que se pasan... "Está trabajando...", pensó. "Ahora se levanta, se pasea..., viene". Mari no podía respirar. "Se va. No abre". Los pies crueles de Alberto iban y venían, sin pararse a la puerta, sin querer llegar hasta aquella desesperación muda, llevando la limosna de paz... Y las lágrimas brotaron sin fin, brotaron quemadoras de la fuente invisible, mojando en la oscuridad el rostro tibio, pegado a la puerta inmóvil... Y Mari se dejó caer poco a poco al fondo de su dolor...

         Las horas aprovechaban el negro silencio para huir empujándose las unas a las otras, y Alberto, borracho de sueño y de tristeza, se decidió a abrir.

         Mari, desplomada en el suelo, se había quedado dormida. Él levantó la hermosa cabeza de oro, empapada en sudor y en llanto, y besó los cálidos ojos entreabiertos. A la luz de la lámpara aparecían algunas arrugas junto a la boca atormentada, de donde salía un vago perfume de muerte.

         Entonces el hombre tomó a la niña en brazos, y pasaron la puerta para entrar en el amor verdadero, hecho de tinieblas, de angustia y de llamas.

 

 

LOS DOMINGOS DE NOCHE

 

         - Y usted, ¿no nos cuenta ninguna proeza amorosa, señor Martínez?

         El famoso financista sacudió, con el meñique ensortijado de brillantes, la ceniza del magnífico veguero, sonrió con ese desdén que da a su grasiento rostro una expresión de desencanto fatuo y nos dijo:

         - Les contaré mi primera aventura. Era yo entonces estudiante y mi familia me pasaba a Madrid una renta de veinte duros al mes, gastos pagados. Las facturas de alojamiento, ropa, libros, matrículas, se abonaban allá. Los veinte duros eran para el bolsillo. No había modo de aumentarlos porque mi padre entendía de negocios tanto como yo. Mi presupuesto estaba distribuido así: cuatro reales diarios para café, propina incluida; dos de billar, entretenimiento imprescindible; uno de tranvía, término medio; tres de teatro, diversión que pagábamos a escote los de la pandilla. El resto era consagrado al amor. En aquellos tiempos compraba el amor hecho, como las camisas y los zapatos. Ahora me lo encargo todo a la medida.

         "Devoraba con delicia, por extraño que les parezca, folletines de Escrich, y novelones de Dumas y Sué y soñaba con raptos y escalamientos, desafíos a la luz de la luna y frases generosas. Una madrugada, en lugar de acostarme después de la sesión del "Levante" donde nos reuníamos, me dio por vagar solo, a semejanza de Don Quijote, buscando doncellas que desencantar a lo largo de las calles solitarias.

         "Hacía frío. Mis pasos eran sonoros sobre las aceras lisas y relucientes. Las estrellas encaramadas hasta lo alto del espacio, centellaban más que de costumbre a través del aire inmóvil y seco. Había poesía en mí y fuera de mí; o por lo menos tal me parecía. Con todos mis libros en la cabeza me hallaba dispuesto a redimir definitivamente a la primera pecadora que pasase.

         "Y de pronto, saliendo de una bocacalle, cruzó delante de mí una mujer. Caminaba de prisa, sin mirar a ningún lado; iba como una máquina. Llevaba el mantón clásico de la madrileña del pueblo, el pelo libre, la enagua crujiente.

         "La seguí. Nuestros pasos repetían sus ecos iguales, cada vez más próximos. Noté que tenía la cara muy blanca. Los faroles, a intervalos, iluminaban esa palidez como los relámpagos iluminan un paisaje triste. Ya muy cerca, casi tocándola, balbucí a mi perseguida las majaderías que ustedes saben.

         "No hizo caso. Insistí. Nada. Volví a insistir. Yo no me resignaba a renunciar a mi aventura.

         "Entonces da media vuelta y clava los ojos en mí. Unos ojos negros, de un negro absoluto, sin fondo. Y con una voz sorda, una voz sin timbre, como desteñida, me pregunta:

         "- Quieres venir conmigo, ¿verdad?

         - Sí.

         "- Vamos.

         "- Y nos fuimos por callejuelas que yo no había visto nunca. La mujer había cambiado de rumbo. Nos metíamos en los barrios bajos. No decíamos una palabra. Yo tenía miedo y orgullo, al estilo de los héroes. Acompañaba a la dama misteriosa, y me prometía terribles voluptuosidades.

         "Se detuvo delante de una puerta larga y angosta. Sacó una pesada llave. Abrió.

         "- ¡Entra!

         "Entré.

         "- ¡Sube! -dijo la voz desteñida, más fúnebre aún en aquel momento.

         "Y subimos las escaleras empinadas. Un piso. Dos. Tres. Cuatro. Me ahogaba en la oscuridad; y una angustia rara se apoderaba de mí.

         "- Aquí es -dijo la mujer.

         "Sentí un brazo rozarme, otra llave rechinar en una cerradura, y el gemir de unos goznes.

         "- ¿Tienes fósforos?

         "- Sí.

         "- Entra y enciende.

         "Entré. Pero apenas lo hago cierra la puerta, da dos vueltas a la llave y me deja solo allí dentro.

         "Estupefacto, oigo que baja rápidamente las escaleras, que cierra también la puerta de la calle y que huye, sí, ¡huye como una condenada!

         "Aturdido, enciendo un fósforo.

         "Entre un catre viejo y una mesa desastillada, con los ojos abiertos de par en par y la mandíbula caída, enseñando el agujero negro de la boca, estaba tendido el cadáver de un hombre, encharcado en sangre.

         "Fue tal mi horror que no grité. Me quedé como una estatua y el fósforo se me apagó entre los dedos.

         "No atinaba a encender otro. Mis pies resbalaban en aquello pegajoso, enorme, que me parecía llenar el mundo.

         "Yo no sé cuánto tiempo estuve allí, ni cómo descubrí una claraboya por donde me escapé al tejado, ni cómo no me maté entre las tejas, ni cómo fui a parar a una buhardilla, donde vivía un zapatero que se llevó un susto mayúsculo, aunque menor del que yo traía, ni cómo le convencí de que me dejara salir a la calle, al reino de los vivos, ¡al paraíso!

         "Cuando lo conseguí, amanecía".

         Martínez calló satisfecho y ninguno de nosotros dijo nada.

         - ¿Pero la mujer? -preguntó uno al fin.     

         - Aquel crimen no se puso nunca en limpio.

         - ¿Usted no declaró?

         - ¡Dios me libre! Jamás me he metido en esas cosas; y desde aquella noche no he vuelto a leer una novela.

         Y Martínez se rió pesadamente, haciendo palpitar su vientre de banquero inquebrable.

 

 

EL PERRO

 

         Por los anchos ventanales abiertos del comedor del hotel, contemplaba desde mi mesa el horizonte marino, esfumado en el lento crepúsculo. Cerca del muelle descansaban las velas pescadoras a lo largo de los mástiles. Una silueta elegante cruzaba a intervalos, subiendo la rampla; cocotte que viene a cambiar de toilette para cenar, sportman aguijoneado por el apetito. El salón se iba llenando; el tintineo de platos y cubiertos preludiaba; los mozos, de afeitado y diplomático rostro, se deslizaban en silencio.

         La luz eléctrica, sobre la hilera de manteles blancos como la nieve, saltaba del borde de una copa a la convexidad de una pulsera de oro para brillar después en el ángulo de una boca sonriente. La brisa de la noche movía las plumas de los abanicos, agitaba las pantallas de las pequeñas lámparas portátiles, descubría un lindo brazo desnudo bajo la flotante muselina, y mezclaba los aromas del campo y del mar a los perfumes de las mujeres. Se estaba bien y no se pensaba en nada.

         De pronto entró un hermoso perro en el comedor, y detrás de él una arrogante joven rubia que fue a sentarse bastante lejos de mí. Su compañero se dio a pasear, pasándonos revista. Era una especie de galgo, de raza cruzada. El pelo, fino y dorado, relucía como el de un tísico. La inteligente cabeza, digna de ser acariciada por una de esas manos que sólo ha comprendido Van Dick, no se alargaba en actitud pedigüeña. Al aristocrático animal no le importaba lo que sucedía sobre las mesas. Sus ojos altaneros, amarillos y transparentes como dos topacios, parecían juzgarnos desdeñosamente.

         Llegado hasta mí, se detuvo. Halagado por esta preferencia, le ofrecí un bocado de fiambre. Aceptó y me saludó con un discreto meneo de cola. No creí correcto insistir, y le dejé alejarse. Miré instintivamente hacia la joven rubia. El profundo azul de sus pupilas sonreía con benevolencia.

         Después de comer subí a la terraza, donde había soledad. El faro lanzaba un haz giratorio de luz, ya blanca, ya roja, sobre las negras aguas del Océano. El viento se extinguía. Un hálito tibio ascendía de la tierra caliente aún.

         Embebido ante el espectáculo sentí, cuando lo esperaba menos, las nerviosas patas de mi nuevo amigo apoyadas sobre mí. La joven rubia estaba a mi lado.

         - ¡Qué admirable perro tiene usted, señorita...! ¿o señora? - pregunté.

         - Señora -dijo la voz más dulce que he oído en mi vida.

         Nos veíamos de noche, sobre la terraza solitaria, o bien hacíamos algunas tardes largas excursiones campestres con Tom por único testigo. . La señora de V... era rusa. Mal casada, rica y melancólica, obtenía a veces de su marido una temporada de libertad. Entonces se abandonaba al encanto de la naturaleza y al sabor de los recuerdos, y arrastraba sus desengaños por todas las playas a la moda.

         - No le debía odiar -murmuraba-, y le odio; sí, le odio, y Tom lo mismo; es grosero, celoso, insufrible; yo le hubiera perdonado mis amarguras, si me hubiera dado un hijo. Ni siquiera eso.

         Su sombrilla trazaba un ligero surco por el césped.

         - No me puedo permitir una amistad, una simpatía. Su intransigencia salvaje me tiene prisionera. Dentro de quince días estará aquí.

         Bajaba la preciosa cabeza de oro, y seguía en voz más baja:

         - Amigo mío; desgraciada de mí si sospecha esta intimidad inocente. ¡No nos veremos más desde el momento que llegue! Sería demasiado grave; V... es uno de los primeros tiradores de San Petersburgo.

         Su brazo temblaba bajo el mío, pero sus ojos húmedos lucían tiernamente: Tom brincaba sobre las mariposas, y acudía a lamernos las manos. Se le despedía con grandes risas y le consolábamos después, llenos de remordimiento.

         En otras ocasiones la señora V... me recibía en su cuarto. Tom se arrojaba sobre mí bulliciosamente. Ella, con alegrías de niña, me enseñaba los retratos de sus amigas, o me contaba historias de su infancia. De cuando en cuando se apoderaba de nosotros un acceso de sentimentalidad, y con los dedos unidos callábamos, dejando hablar a nuestro silencio emocionado. Pero antes de marcharme era preciso jugar con el perro como dos chiquillos.

         Delante de la gente no aparentábamos conocernos. Cuando bajaba la señora de V... al comedor, apenas inclinaba la frente. Tom daba su paseo de costumbre, y se detenía un instante a recibir alguna fineza mía. ¡Nada de saltos, nada de fiestas! ¡El tacto de aquel animal era prodigioso! Un día en que almorzaba yo con un conocido, pasó de largo, como si no me hubiera visto jamás. Pero su mirada parecía explicarme... "No es que tenga celos; es que ese señor es muy antipático".

         Sonó la hora funesta. V... llegó al balneario, y con él mi desesperación. El hombre no dejaba a su mujer un instante, como no fuese encerrada. La joven retenía a Tom con ellos, y yo no conseguía ni la satisfacción de acariciar la cabeza de nuestro fiel confidente.

         Las semanas huían y comenzaba realmente a desanimarme, cuando fui presentado a V... en la tertulia de los señores de H... Por una coincidencia salimos juntos, y juntos volvimos al hotel.

         V... era tal como me lo habían pintado; su aspecto, áspero y desapacible, y su conversación, autoritaria y seca. Cambiamos pocas palabras. Al apretarme la mano me preguntó con indiferencia:

         - ¿Quiere usted conocer a mi esposa? Estará todavía en pie. Es muy insociable, pero le gusta hablar francés.

         ¿Qué hubierais hecho? Subimos las escaleras, y nos detuvimos ante el cuartito donde tan deliciosos ratos había yo gozado. De repente me estremecí de terror. ¡El perro! ¡Había olvidado el perro! ¡El perro que iba a festejarme y a lamerme con toda su alma! ¿Qué partido tomar? ¡Pobre amiga mía! ¡Pobre de mí! No me hizo ninguna gracia recordar que V... era el primer tirador de San Petersburgo...

         Como quien va al suicidio, entré en la habitación. La señora de V..., asaltada por el mismo pensamiento que yo, estaba más pálida que la muerte. Tom, tendido con elegante indolencia, alzó las orejas al ruido de nuestros pasos, y abrió sus lúcidos ojos amarillos...

         Pero no se levantó siquiera. Se contentó con mover irónicamente la larga cola empenachada.

 

 

 

LA ÚLTIMA PRIMAVERA

 

         Yo también, a los veinte años, creía tener recuerdos.

         Esos recuerdos eran apacibles, llenos de una melancolía pulcra. Los cuidaba y hacía revivir todos los días, del mismo modo que me rizaba el bigote y me perfumaba el cabello.

         Todo me parecía suave, elegante. No concebía pasión que no fuera digna de un poema bien rimado. El amor era lo único que había en el universo; el porvenir, un horizonte bañado de aurora y, para mirar mi exiguo pasado, no me tomaba la molestia de cambiar de prisma.

         Yo también tenía -¡ya!- recuerdos.

         Mis recuerdos de hoy...

         ¿Por qué no me escondí al sentirme fuerte y bueno? El mundo no me ha perdonado, no. Jamás sospeché que se pudiera hacer tanto daño, tan inútilmente, tan estúpidamente. Cuando mi alma era una herida sola, y los hombres moscas cobardes que me chupaban la sangre, empecé a comprender la vida y a admirar el mal. Yo sé que huiré al confín de la tierra, buscando corazones sencillos y nobles, y que allí, como siempre, habrá una mano sin cuerpo que me apuñale por la espalda. ¿Quién me dará una noche de paz, en que contemple sosegado las estrellas, como cuando era niño, y una almohada en que reposen después mi frente tranquila, segura del sueño?

         ¿Para qué viajar, para qué trabajar, creer, amar? ¿Para qué mi juventud, lo poco que me queda de juventud, envenenada por mis hermanos?

         ¡Deseo a veces la vejez, la abdicación final, amputarme los nervios y no sentir más la eterna, la horrible náusea!

         Desde que soy desgraciado, amo a los desgraciados, a los caídos, a los pisados.

         Hay flores marchitas, aplastadas por el lodo, que no por eso dejan de exhalar su perfume cándido. Hay almas que no son más que bondad. Yo encontraré quien me quiera. Si esas almas no existen quiero morir sin saberlo. 

         En un rincón miserable, en una buhardilla, debajo de un puente, en el hueco de una peña, no sé dónde, ni en qué continente, me espera mi hermana.

         Yo la encontraré. Y no la dejaré escapar, no. Y viviré mi última primavera.

 

 

LA RISA

 

         Se nos fue la risa de los niños, la risa de los dioses; ya no desborda nuestra alma y nos tortura la sed. La música de la risa se cambió en hipo, se cambió en mueca la onda pura que resplandecía sobre los rostros nuevos. La risa ahonda nuestras arrugas y revela mejor nuestra decrepitud.

         La risa noble se volvió alevosa. El signo de la alegría plena se convirtió en signo de dolor. Si oís reír, es que alguien sufre. Hemos hecho de la risa una daga, un tósigo, un cadalso. Se mata y se muere por el ridículo. Nuestro patrimonio común parece tan ruin, que el poder consiste en la miseria ajena, y la dicha en la ajena desventura. Nos repartimos aviesamente la vida, y nos reconforta la agonía del prójimo. Náufragos hambrientos apiñados sobre una tabla en medio del mar, nos alivia el cadáver amigo que viene a refrescar las provisiones. Entonces reímos, enseñando los dientes.

         ¿Dónde están las carcajadas que no rechinan y rugen y gimen, las que no hacen daño?

         Es cómico perder el equilibrio, caer y chocar contra la realidad exterior, que, cómplice de los fuertes, siempre se burla. Por eso el justo es risible: ignora la realidad, ya que ignora el mal. Por eso no es digna de risa la doblez, sino la confianza; no la crueldad, sino la blandura de corazón. Un loco malvado no será nunca tan grotesco como un loco generoso. ¿Quién lavará el celeste semblante de Don Quijote, escupido por las risotadas de los hombres?

         También los hombres se rieron de Jesús, y le escupieron.

         Aunque no sea más que en efigie, el público necesita risa, necesita sangre. La risa es casi todo el teatro.

         Y siendo el dolor de cada uno el dolor de los demás, manifestado fuera de ellos, la risa universal es un quejido. Escuchadla bien, y descubriréis en ella los espasmos del sollozo. No hay mayor amargura que reírse de sí mismo, y esto es a lo que cualquiera risa se reduce. La risa llora y maldice. Es la convulsión del animal enfermo, el aullido de pavor ante el desastre. Es la rebelión contra la fatalidad de haber nacido; así la risa, ensuciando la fuente del amor, ha inventado la obscenidad y ha degradado nuestros cuerpos; ha deshonrado el deseo y ha hecho de la reproducción un espectáculo bufo.

         Y es preciso reír, hasta la muerte y hasta de la muerte. Mal necesario, al realizarse desaparece. Riamos para limpiar de nuestro espíritu el júbilo salvaje y para marchar serenos hacia nuestras víctimas.

 

 

EL PROPIETARIO

 

(CUENTO INOCENTE)

 

         Pedro y Juan vivían en una isla. La isla era un campo de trigo entre rocas. Pedro era el dueño del campo, porque tenía una escopeta de dos caños, y Juan, no.

         Pedro no sabía arar, sembrar, segar ni trillar. Como era bueno, le dijo a Juan:

         - Te permito entrar en mi campo, y te daré de comer si me lo aras, siembras, siegas y trillas. No quiero que mueras de hambre, y además debemos cultivar la tierra. El trabajo es padre de todas las virtudes.

         Juan, que estaba sobre las rocas, desnudo y llorando, aceptó agradecido.

         Y el campo fructificó, y Pedro obtuvo magníficas cosechas, porque Juan era fuerte como una yunta de bueyes. Llegaron a la isla buques que llevaban el grano y traían golosinas, vinos, telas preciosas, oro y alhajas. A veces cruces y condecoraciones. También venía de cuando en cuando alguna bella mujer, de rostro cándido y purísimos ojos. El salario de Juan era un panecillo.

         Pasaron los años. Pedro se hacía más rico; Juan, más viejo. De pronto los barcos escasearon sus visitas. El trigo empezó a sobrar en la isla.

         - El negocio va mal -le dijo Pedro a Juan una mañana-. No puedo darte más que medio panecillo desde hoy.

         Juan calló. Pedro tenía su escopeta.

         Pasaron los meses. Juan enflaquecía. El grano se amontonaba en la llanura. Más allá estaba el mar.

         Al fin no se divisó ninguna vela. La isla rebosaba de trigo inútil.

         - El negocio fracasó del todo -le dijo Pedro a Juan.

         No sé qué hacer del trigo. No puedo ya darte nada. Lo siento, porque soy bueno. ¡Vete!

         Pedro tenía su escopeta.

         Juan se alejó lentamente hacia el mar.

 

 

ALBERICO

 

         Laguna Porá, junio de 1907

 

         Lo que me sucede es extraordinario. Lo contaré sin esperanza de que se me crea. Estoy en el caso de los inventores de genio que tuvieron la desdicha de ser los primeros en descubrir una verdad importante y fueron satirizados en consecuencia como embusteros o locos y perseguidos como perturbadores del orden social. Lo menos que puede acontecerme es caer en ridículo, con la desventaja de no deberlo al propio mérito, sino a la casualidad. Gracias a una casualidad extrema he sabido que hay otros hombres que nosotros. Pero la sencilla y auténtica narración de lo acaecido será más elocuente que cualquier comentario. He aquí los hechos:

         Una tarde en que, a causa quizá del repentino viento, nos encontramos libres de mosquitos, me propuse pasear a pie por los alrededores. De vuelta a casa, ya cercana la noche y desmayada la brisa, venía costeando un bosque misterioso, cuyo cimiento innumerable y retorcido salía de la tierra en el desorden de una desesperación paralizada. Los troncos, semejantes a gruesas raíces desnudas, multiplicaban sus miembros impacientes de asir, de enlazar, de estrangular; la vida era allí un laberinto inmóvil y terrible; las lianas infinitas bajaban del vasto follaje a envolver y, apretar y ahorcar con inextricables nudos los fustes gigantescos. Un vaho fúnebre subía del suelo empapado en savias acres, humedades detenidas y podredumbres devoradoras. Bajo la bóveda del ramaje sombrío se abrían concavidades glaciales de cueva donde el vago horror del crepúsculo adivina emboscada a la muerte, y tan sólo alguna flor del aire, suspendida en el vacío como un insecto maravilloso, sonreía al azar con la inocencia de sus cálices sonrosados.

         Impresionado y atento, vi de pronto oscilar los juncos a tres pasos delante de mí. ¿Víbora? Más bien sapo, pájaro herido... La oscilación era irregular y desorientada. Avancé, me incliné. Era un hombre: se había detenido al sentirse acosado.

         Un hombre de un palmo de altura. Llevaba una especie de manto. Era un viejo. Su calva, su barba gris, sus pies descalzos, la angustia de sus ojos enternecieron mi asombro. Aquello era un hombre. Era evidente que era un hombre, y esa evidencia me trastornaba.

         Absurdo que me entendiera, y sin embargo le hablé. Oí que de su garganta se desprendían sonidos débiles e incomprensibles. Alargué los brazos y noté que temblaba imperceptiblemente. Me agaché y lo agarré. Creí un momento que se desvanecía, porque sus párpados diminutos y pálidos se cerraron. Me lo metí con gran cuidado en el bolsillo y eché a andar absorto, casi estúpido. Traía a un viejo en el bolsillo. Evidente. No acertaba a pensar nada razonable.

         De cuando en cuando palpaba el bulto delicadamente. Un pequeño sobresalto, y se quedaba quieto. El viejecito no había intentado ninguna resistencia. Me ocurrió la idea de que era inteligente, y la realidad palpable y trascendental de la aventura me oprimió el corazón. Después recordé ejemplos de enanos famosos y el sistema japonés para conseguir árboles en maceta, y pasaron luego por mi imaginación fábulas de gnomos y de silfos, y comprendí que no había nada de eso, que aquel hombre era normal. ¿Normal? ¿Por qué no? Y mi espíritu por fin emergió del mar enloquecido en que se ahogaba. Recobré mi conciencia completa, mi presencia mental. ¿Por qué no? ¿Y si los anormales somos nosotros?

         Llegamos a casa, me encerré en mi cuarto, encendí la lámpara y coloqué al viejo liliputiense sobre la mesa. Hizo un gesto de espanto y de aversión a la luz, y se desplomó agotado. El chasquido de sus huesecillos contra la madera me conmovió hondamente. Corrí por un pañuelo de seda que me suelo poner al cuello y que doblé, y sobre el cual acosté al desgraciado, ovillándole de la misma pieza una almohadita. Le acomodé al lado de una cuchara en equilibrio, llena de leche. Entonces levantó las manos en ademán solemne de agradecimiento, de plegaria o de bendición: el manto se entreabrió, y un cuerpo flaco y liso, de tonos de marfil, apareció un instante. Tal vez se hubiera reído alguien de tanta miseria microscópica. Yo no tomé al viejecito por una caricatura de la humanidad, sino por la humanidad misma, y su actitud me pareció tan grandiosa y patética como si la hubiera contemplado en la estatua de un Dios.

         El hombre se tendió de largo a largo, y se quedó dormido. Le abrigué todavía y le examiné sin miedo a molestarle. El matiz de su piel era dorado, sus facciones finísimas, ligeramente asiáticas. Su pecho palpitaba suavemente, y yo, penetrado de ansiedad curiosa y de indefinible respeto, no me cansaba de mirar las órbitas donde se recortaba un doble círculo de preñadas tinieblas, y la frente, brillante y menudísima cúpula, bajo la cual habitaba la inmensidad del pensamiento.

         Han transcurrido diez días. Alberico y yo somos amigos. He hecho mal en llamarle así, pues no le mueven ambiciones por el estilo de las nuestras; no busca el oro ni forja espadas; mas no me animé a quitarle este nombre ameno. A Alberico le sienta bien la leche. Cuando me enteré de que era vegetariano, añadí al menú una almendra partida o un pedacito de naranja. Sus demás necesidades no son fastidiosas. Vive sobre mi mesa, y conversamos mucho. El medio principal de entendernos consiste en una hoja de papel blanco, Alberico empuña un trozo de mina de lápiz, y empieza la charla, interminable, secreta. Yo bajo sigilosamente la voz, él la alza un poco, y nadie sospecha nada.

         Quise al principio aprender su lenguaje, pero no tardé en darme cuenta de que Alberico es incomparablemente más listo que yo. Él fue quien aprendió con velocidad vertiginosa las tres cuartas partes de nuestro vocabulario usual. Sin duda, lo debe al prodigio de su memoria fonética; no obstante, nuestro recurso decisivo está en las figuras. Alberico dibuja con precisión y rapidez que aturden, a pesar de esforzarse en agrandar los diagramas para facilitarme su lectura. Esta gimnasia no le fatiga demasiado. Él se lo hace todo. Pinta y explica, interroga; contesto y jamás olvida. Me brinda el camino para ir hasta él; en efecto, no le costaría comunicárseme con la sola ayuda del lápiz. La expresión de cuanto retrata admira. Vacilo en calificarlo de arte, porque los diseños, con su intensa expresión y todo, no son sintéticos, sino analíticos. Sugieren conceptos abstractos a la vez que escenas vivas. Las imágenes de Alberico son signos, metáforas, razonamientos. Filosofa bosquejando objetos y paisajes familiares. ¿Cómo entrar en psicologías sin reproducir la colección preciosa que guardo en mis cajones? Agregaré solamente que el idioma de Alberico es de una variedad suntuosa y musical, inspirada y continua; induzco que las formas estéticas, para nosotros excepcionales y desprovistas de contenido ideológico universal, sirven a Alberico y a los de su raza como vehículo de ideas puras y de sensaciones plásticas a un tiempo.

         ¿Qué me ha dicho Alberico? Tales cosas, que voy creyendo que el enano soy yo, y el gigante, él. Desde que mi alma está en contacto con la suya, el mundo se ha ensanchado y embellecido. Pero es largo de contar. Comenzaré en la carta próxima.

 

         Laguna Porá, julio de 1907

 

         Cualquiera que entrara en mi cuarto (forzando las puertas) cuando conferencio con Alberico, se asombraría primero y se echaría a reír después, al verme sentado a la mesa ante un viejecito que si se empina sobre ella no alcanza a mi hombro. Alberico tiene exactamente, según he verificado, dieciséis centímetros de talla. Al iniciar nuestras conversaciones, siento lo cómico del espectáculo, pero bastan algunos momentos de comunicación espiritual para desvanecer todo efecto equívoco. Alberico empieza en seguida a crecer, y yo a comprender una vez más que las cosas son pura apariencia, y el universo inmensa máscara. La inteligencia soberana del hombre diminuto se apodera de mí, y bebo en aquella fuente imperceptible realidades nuevas, capaces de refrescar el marchito jardín del mundo.

         En una carta anterior di mediana cuenta de cómo nos entendemos. Puedo asegurar que mi lenguaje viene a ser un caso particular del lenguaje enorme, musical y pictórico de Alberico. Pocas sesiones le bastarán a él para enterarse de nuestra pobre civilización, mientras que yo no conseguiré nunca apreciar la profunda y complicada vida de mi amigo y de sus congéneres. Reduciré a la forma vulgar los diálogos gráfico-fonéticos que hemos sostenido hasta la fecha, y los que sostengamos. Abrigo el dulce proyecto de guardar a Alberico a mi lado, y de oír y recoger su opinión sobre las actualidades morales y políticas. Entretanto, he satisfecho parte de mi curiosidad acerca de los a-imdlis. Me atrevo a significar de este modo la raza a que Alberico pertenece. No es que él la haya llamado así; creo que los a-imdlis no tiranizan las palabras, imponiéndolas forma fija, y haciéndolas corresponder siempre a los mismos objetos; quizá no conciben objetos invariables. Para comodidad del lector usaré de esas tres melodiosas sílabas que semejantes a un leit motiv wagneriano, vuelven a los labios de Alberico cuando se ocupa de sus compañeros. Confieso, a mayor humillación mía y de ustedes, que mi huésped no se manifestó tan impaciente de conocer nuestras costumbres como yo de conocer las suyas.

         Yo. - ¿...?

         Alberico. - Los hombres son numerosos cual las hojas de una selva; los a-imdlis son menos numerosos que las hojas de un árbol. Viven de frutas y raíces; se guarecen bajo tierra; van desnudos. A veces se abrigan con un manto sutil, que toman al olvidado telar de algún insecto.

         (Observo el manto de Alberico, y compruebo que parece obra de arañas).

         Yo. -¿No trabajáis? ¿No explotáis ninguna industria? ¿No construís nada? ¿No poseéis máquinas?

         Alberico. -¡Ahora no! En una época remotísima cuando los aimdlis eran unos salvajes, tenían máquinas e industrias. Llegaron a dominar el globo y a transportarse a los planetas más próximos. Los seres que encontraron allí eran en tal extremo extraños, que no fue posible tender un puente hasta sus almas, y los a-imdlis, penetrados de nostalgia y desesperación, tornaron a su patria. Fueron necesarios colosales lapsos para que descubrieran que las máquinas los disminuían, invistiéndolos de un poder falso; descubrieron al fin que sólo conquistaban lo que era inferior a ellos mismos, y que urgía restablecer las energías interiores, únicas esenciales.

         Yo. - ¿Lo ejecutaron así?

         Alberico. - No todos. Una pequeña porción persistió en el estado bárbaro, conservando sus máquinas.

         (Alberico dibuja un círculo: la tierra. Sigue dibujando dentro del círculo. Reconozco el Este de Europa y de África, la mitad Sur de Asia, un trozo de Australia, islas, golfos. Sin embargo, ciertos istmos mudados en estrechos y viceversa, ciertas deformaciones en los contornos de las costas me llaman la atención. Alberico lo mira y sonríe con la intensa dulzura habitual).

         Alberico. - La geografía no era lo que es hoy. Los mares reforman incesantemente sus orillas. Todo cambia. (Señala con la mina un lugar de la costa no lejano del Cambodge actual). Aquí se quedaron los rebeldes. Esta es vuestra cuna.

         Yo. - ¡Cómo!

         Alberico. - De los rebeldes brotó la humanidad, tu humanidad. El abuso de las faenas innobles fue robusteciendo, hinchando y estirando su carne. Se hicieron gigantes de cuerpo, y enanos de conciencia. Se condenaron a no pasar de la cáscara del Cosmos. Cultivaron las ciencias exteriores, y perdieron la visión directa de la verdad. Se extendieron por la superficie de los continentes. En cuanto a los a-imdlis, se retiraron a las intimidades de la naturaleza, renunciaron al error, y su reino inmaterial se ensanchaba a medida que se ensanchaba el reino material de los hombres.

         (Ante mi fantasía, la frente calva de Alberico se agrandaba hasta igualar la bóveda celeste. Intenté, por fórmula, defender las maravillas del progreso a la moda).

         Yo. - Las ciencias exteriores son modernas. Estamos inventando aún...

         Alberico. - ¡Modernas! Es que estáis desprovistos del sentido de la historia. Tan pronto os creéis descendientes de los dioses como de los animales. Ignoráis, hermanos abortados, que ésta es la octava vez que pedís a la física la felicidad. No hacéis por desdicha memoria de los siete fracasos precedentes; la física tiene un límite absoluto, puesto que es lógica y sensual; ciegos y obstinados, corréis a la muralla negra contra la cual os estrellaréis de nuevo, y os sobrevendrá el octavo período de anarquía inculta y de ferocidad. Estáis enfermos. La crueldad y la codicia son vuestros síntomas. ¿Quién, si no un enfermo, se odia a sí mismo y se despedaza con sus propias uñas? Raro es que los a-imdlis espíen a los hombres; cuando la casualidad nos ha permitido contemplaros, hemos comparado nuestra paz serena con vuestras guerras emponzoñadas. Y lo triste es que conservéis todavía un vago instinto de la luz. A través de vuestros párpados sellados percibís confusamente la claridad del sol. La belleza os atrae con el misterio de lo inaccesible; vuestras religiones impotentes se desploman unas tras otras, y a vuestros dolores se añade el de sentiros extraviados sin remedio en la noche. No nos interesan, ni conocemos los detalles de vuestra existencia. Huimos de vosotros. Una armonía justa nos une, a nosotros videntes, con los demás organismos naturales. El tigre y el águila nos respetan. Aunque fuera de vuestro alcance por lo común, lo cierto es que sois las únicas bestias que tememos.

         Yo. - (Picado). ¡Ah! ¿Por eso temblaste cuando te agarré y te metí en mi bolsillo?

         Alberico.- (Impasible) Me estremecí, no de miedo, sino de contrariedad; recelaba no disponer de espacio para prepararme a morir, mas inmediatamente juzgué que eras bueno y digno de mi confianza. Los a- imdlis no temen morir; esa idea les es familiar y venerada. Nuestra especie ha entrado ya en la sombra augusta de la muerte. Caduco estoy, y no he salido de la adolescencia. Nacen nuestros niños con arrugas; la vejez colectiva nos agota y el desenlace universal de cuanto alienta nos está cercano. La población diseminada de los a-imdlis se reduce día a día, y entre nuestras manos se hielan las cenizas del amor. Cargados de tiempo y de revelaciones, no tememos a la muerte, porque sabemos que la muerte no es contraria a la vida.

         (Alberico rechaza los papeles borroneados, que ordeno cuidadosamente, y bosteza. Es la hora de su comida. De bruces sobre la cuchara de leche bebe despacio. Luego muerde un pedacito de maní. Yo considero en silencio la actitud de aquel pequeñísimo, harapiento y formidable Diógenes).

 

         Laguna Porá, julio de 1907

 

         Pensaba yo en el caso de ese buen Nakens, condenado a nueve años de presidio por no haber querido ensuciarse con una delación cobarde. Me parecía natural que no se pueda aspirar a ser correcto ciudadano sin practicar el espionaje, y que en una época en que se paga tan bien la bajeza de alma se persiga sin piedad a las personas demasiado decentes. Lo cómico del negocio es que si Nakens hubiera denunciado a Morral, éste hubiera quizá prolongado su interesante existencia, algunos meses más, los del proceso. Por otra parte Morral sólo era culpable de tentativa de asesinato. Su modesta y única intención era la de matar al rey. No pensó un momento en las demás víctimas de la bomba. Estos apreciables miembros del séquito real perecieron por puro accidente, por equivocación. Su suerte se asemeja a la de los enterrados por el terremoto de la Martinica.

         Deseaba conversar del asunto con Alberico, el grandioso y diminuto Alberico, que estaba cabalmente en éxtasis. Su postura, en efecto, era propia de la meditación al tradicional estilo indio. Según aconseja Patandjali, estaba "sentado, con la columna vertebral y la cabeza recta, de modo que la respiración sea cómoda y las relaciones entre la médula espinal estén bien establecidas". Con la diferencia de que Patandjali habría tomado probablemente el método de los a-imdlis, mientras que Alberico lo heredaba por vía legítima. Arranqué a mi amigo de sus contemplaciones, y me propuse ponerle en los antecedentes del affaire Nakens, a lo que se prestó con gusto. Su paciencia conmigo es incansable. Hay en ella algo de paternal. Después de todo, ¿no soy uno de los fallidos descendientes de su raza? Debo ser para él un nieto atento y tratable, capaz de recibir, aunque sin comprenderlas a fondo, las simbólicas doctrinas de una sabiduría trascendental.

         Tardé tres horas en hacerle entender lo que son leyes y jueces. Noté que lo que se oponía a ello era en primer lugar su inteligencia propia; el pobre Alberico luchaba con lo absurdo. Admitidos por fin los jueces como hecho, nuevas dificultades se presentaron.

         Alberico. - Es manía curiosa esa que tenéis de confrontar las acciones individuales con una serie de antiguos documentos que llamas leyes, y es notable que haya quien se ocupe sistemáticamente en labor tan inútil y fastidiosa. Una ley escrita, y sobre todo escrita en el lenguaje falso y paupérrimo que hablas, ¿qué tiene de común con el mundo sintético, inmedible, misterioso, que se encierra en el menor acto humano? Perdónese tal paralelo en calidad de entretenimiento sandio, de juego de niños ociosos.

         Yo. -Es que los jueces, interpretando la ley, pasan de la teoría a la acción. Absuelven o castigan.

         Alberico. - ¿Se atreven a obrar? Ya es disparatado de por sí que las leyes existan, pero que se cumplan es monstruoso. ¡Cómo! ¿El juez, en una cuestión que no le importó personalmente, y sin perder la ridícula tranquilidad de su conciencia, se arriesga a herir a un semejante, o lo que es peor, a un extraño? ¿Porque le dan copiado un papel viejo, se figura saber lo que pasa debajo de un cráneo? ¿Se cree Dios? No; no es tan osado Dios mismo. Si tienes algún juez a tu disposición, tráemelo; no me prives del placer de examinarlo. Dices que castigan, que les echan de comer para que castiguen. ¿De qué manera castigan?

         Yo. - Quitan la libertad, a veces la vida.

         Alberico. - Quitan la libertad, envenenando y agotando los espíritus. Quitan la vida: no vacilan en desencadenar sobre un alma incógnita el majestuoso espanto de la muerte; no vacilan en golpear a las más altas y negras puertas del destino. Y esos jueces que matan, ¿duermen? Y matan, no en virtud de una pasión, de una locura, de una realidad cualquiera, sino en virtud de la vaciedad misma, en virtud de un razonamiento. He visto de lejos vuestras guerras, os he visto degollaros, quemaros vivos; lo hacíais en el delirio de vuestro ser. Lo que me revelas ahora es mucho más terrible; es una guerra fría y vil que ningún animal conoce.

         Yo.- (Contrariado).- Sin embargo, hay que defenderse de los que atentan contra la sociedad.

         Alberico. -Tal me la pintas, que me van complaciendo los que la amenazan. Mas suponiendo que vuestra sociedad sea respetable, perfecta, sublime, una de dos: o los delincuentes son sanos y normales, o no lo son. Si son normales vuestro deber es imitarlos. Si están enfermos, vuestro deber es curarlos. Todo menos agredirlos. No me asombra que, con tan estúpida higiene, la sociedad se encuentre cada día más debilitada. Así pues, ¿el juez se precipita sobre el criminal, y se lo lleva a casa prisionero, o lo asesina? ¿Elegiréis, sin duda, jueces jóvenes, de una musculatura imponente?

         Yo. - ¡Qué barbaridad! No es el juez quien ejecuta la sentencia. Manda a otros hombres que la ejecuten.

         Alberico. - ¡Ah! Estos hombres, por lo visto, ¿están de acuerdo con el juez en cuanto a lo justo de la sentencia?

         Yo.- (Fastidiado). No. Son por lo general gente inculta, que ignora completamente de qué se trata. Obedecen, y punto concluido.

         Alberico. - Te aseguro que mi juicio es sólido, y al oírte temo soñar. ¡Había hombres que mataban por un razonamiento, y hete que los hay que matan sin razonamiento siquiera. ¿Y de cierto que esos ejecutores, sin los cuales las leyes no se cumplirían jamás, serán muy respetados entre vosotros?

         Yo. - Nada de eso. Son despreciados como carceleros, espías y verdugos.

         Alberico. -Y a los jueces ¿se les respeta?

         Yo. - (En voz baja). A ellos, sí.

         Alberico. - ¿No habéis descubierto entonces que los carceleros, los espías y los verdugos son los jueces, que no es la mano la maldita, sino la voluntad? Basta. No escucharé más. Decididamente estáis graves de salud. ¿Para qué seguir adelante? El tronco está emponzoñado; dejemos los frutos.

         Y aquí se acabó el caso Nakens. Alberico tornó a sus meditaciones, y yo traduje y resumí, para enviársela a ustedes, esta conversación en que se manifiesta lo poco que el gnomo filósofo entiende nuestras costumbres.

 

         Laguna Porá, julio de 1907

 

         Hacía ya muchos días que Alberico, recostado en su lecho minúsculo, humedecía apenas sus áridos labios en la dosis de leche que ahora fija yo le presentaba, y salía con grave trabajo de un mutismo que me llenaba de incertidumbre. Alentaba levemente; enfermo, según lo denunciaban su demacración y palidez crecientes y la fijeza de sus dilatadas pupilas, ¿por qué él, que lo sabía todo, no me decía lo que era necesario hacer? A mis inquietas preguntas contestaba con un sereno ademán de indiferencia. Me convencí al cabo de que se había dado cita con la muerte, y de que no quería comprometer en nada la exactitud y la seriedad de la entrevista.

         Este moribundo, que no era por su apariencia exigua menos digno de un fin grandioso, me tenía lástima. Ante las visiones del solemne crepúsculo, que empezaban a bañarle, debía yo parecerle muy pequeño. Al prepararse al último tránsito, no temía la sombra que le esperaba, sino los engañosos reflejos en que me dejaba a mí. Yo leía tal piedad en las pocas y profundas miradas que caían de sus cavadas órbitas. Sin fuerzas ya para levantar el lápiz, todavía consiguió legarme parte de su espíritu, que atado siempre a las raíces de un pasado inmemorial, se abría a las inminentes y definitivas revelaciones, la voz tenue de Alberico y los gestos lentos de sus dedos, pálidos y flacos como aristas de marfil, bastaron a trasmitirme algunas fórmulas que he recogido con filial solicitud.

         "No te preocupe el verme separado de mis amigos y de mis semejantes, y extraviado en una región ajena a mis costumbres. Voy a morir, lo que anuncia que voy a ser investido de nuevos privilegios, que voy a recibir nuevas armas para dominar el espacio y el tiempo, tan abrumadores aquí abajo. Una vez libre, volveré a los bellos instantes de la carrera concluida; visitaré a los nobles compañeros de viaje. Morir es el medio mejor de unirnos a los vivos.

         "Sólo envejecen los viejos; la juventud es eterna. Los que han vivido verdaderamente no pueden ser aniquilados. Ni son las tinieblas las que apagan la luz, ni es la muerte capaz, de detener a la vida. Tiemblen a la idea de la muerte los que vivieron muertos, pero no nosotros.

         "La muerte es una de las puertas que dan a la realidad invisible. Los hombres que no tienen más que ojos de carne, los sabios que, según me has contado, añaden a los ojos de carne ojos de vidrio, se figuran que lo invisible no existe. Así, en un orden grosero, necesitaron siglos y siglos para descubrir que existía el aire que respiraban. La vida es un aire sutil, invisible y veloz, cuyos remolinos agitan un instante el polvo que duerme en los rincones. El inmortal torbellino pasa, torna a la pura atmósfera, torna a ser invisible, y el polvo se desploma inerte en su rincón. Los sabios no ven más que el polvo: palpan minuciosamente los cadáveres.

         "Considero que tus obras son efímeras. Las acabas con impaciencia, y las despides de tu lado para que cumplan no sé qué misión exigente y fútil. No te expongas a que sucumban a su misma insignificancia, lejos de quien las engendró. No seas de esos padres malditos que sobreviven a su prole. La única obra importante es la propia vida. Encierra su armonía en el interior de tu ser. Concentra su aroma en el fondo del frasco; al morir perfumarás el mundo. No llegues vacío a la muerte. No permitas que se desgajen tus ramas. Guarda tus frutos hasta que la madurez extrema los haga inclinarse al suelo. Lícito es el amor con que intentamos copiar los misterios interiores sobre el papel y el lienzo, y moldearlos en mármol y en bronce; mas no creas que tu labor visible es la más trascendente, ni que está en tus manos mortales aumentar la riqueza espiritual. El pensamiento, al tomar forma, se resigna a la pesadez y a la inercia de la materia en que se cuaja; cuando perdura palpitante y oculto en nuestros sueños, son más poderosas sus alas invisibles.

         "No te propongas convencer, sino conmover. Lo esencial no es saber, sino soñar. La verdad no se demuestra. Se sueña. Sólo se demuestra la mentira. Si naciste para ello, haz soñar a los hombres y no desees que sueñen lo que tú.

         "Se paciente con los malos, con los que no salieron de la infancia, Cuanto más estúpidos y crueles sean los hombres, tanto más necesitarán de tu compasión, y tanto más provechoso será compadecerlos.

         "Piensa todos los días en la muerte, y tu obra resplandecerá de vida".

 

         Una noche, Alberico se extinguió dulcemente. Como, a mi regreso a la capital, he notado que la mayoría de mis lectores suponen ser este curioso personaje invención mía, sospecho que no hallarán crédito los fenómenos extraños que acaecieron durante la noche mencionada, y que constan a continuación: no se logró encender en la casa lámpara, candil, hogar, ni fuego, ni llama algunos; en contradicción con el estado del tiempo se esparció una niebla ligera por varios kilómetros a la redonda; esta niebla, a pesar de no haber luna, despedía una claridad espectral; se me figuró que flotaban en su seno seres descomunales y borrosos, y que la eléctrica tibieza del ambiente se estremecía de un modo apenas perceptible. Todo terminó a la aurora.

         Los restos de Alberico reposan al pie del más añoso naranjo de Laguna Porá. Ellos, si es que alguien se atreve a profanarlos, atestiguarán lo auténtico de mis informaciones.

 

 

DIÁLOGOS

 

EL BESO Y LA MUERTE

 

         Don Tomás: - El beso es peligroso. Los microbios pasan calentitos de una boca a otra. ¡Cuántas enfermedades se inoculan así! La difteria, la tuberculosis, el amor. No conviene tampoco apretarse la mano, hablarse de cerca ni aglomerarse en un recinto. La proximidad del prójimo amenaza; su aliento asesina. ¿Qué son nuestros padres, nuestra mujer? Frascos de bacilos. La sociedad envenena; la familia mata. No hay caricias higiénicas, y los amantes tienen que encontrar el medio de poseerse sin tocarse. Mientras no lo encuentren, sus besos esparcirán la ponzoña en la distancia y en el tiempo. Como Adán y Eva se trasmitirán su lepra y la trasmitirán a sus hijos y los hijos de sus hijos, hasta la cuarta generación.

         Don Justo: - Ya ve usted qué sensato ha sido Dios castigando en nosotros la culpa de nuestros abuelos. El pecado se contagia y se hereda, igual que ciertas pestes. Se es pecador de nacimiento, como se es herpético. La naturaleza y Dios están conformes. Acusar de injusta a la naturaleza, porque me fabricó canceroso, no tiene sentido. Tampoco lo tiene acusar a Dios.

         Don Ángel: - Puesto que Dios no existe. Pero si yo no acuso a la gran salvaje, le declaro la guerra, y la venceré. Yo, el Hombre.

         Don Justo: - Y ¿cómo?

         Don Ángel: - Curándome, curándome el cáncer. ¿Qué es la civilización, sino el duelo entre la naturaleza y el hombre? El vicio no es individual; es social. Ninguno de nosotros es el responsable; lo somos todos. Los gérmenes morbosos, lo mismo los que desorganizan el cuerpo que los que desorganizan el espíritu, circulan, flotan, penetran y rara vez hieren al que los ha producido. Son anónimos; forman un ambiente, y en ellos no hay nada personal. La casualidad de un contacto me comunica la podredumbre de un miserable. ¿Y qué? Habría injusticia si yo fuera inocente, si yo fuera mejor; pero soy como él un pedazo humano, un hueco de carne donde llovieron los siglos, y que no manifiesta la milésima parte de lo que oculta. La ilusión de que podemos juzgarnos es la más dañina de nuestras ilusiones. ¿Cómo seré inocente donde no hay culpables? No hay inocentes ni culpables; sólo hay desgraciados, y el único recurso que tenemos contra el destino es disminuir nuestra ignorancia. ¿Para qué condenar? Basta aprender, enseñar y curar.

         Don Justo: Los gérmenes flotan, dice usted; ¿de dónde salieron? ¿Por qué no hemos de buscar los focos?

         Don Ángel: - En cuanto a los gérmenes de infección fisiológica, el foco es la miseria. Mas la miseria de los pobres es la codicia de los ricos; el foco verdadero es moral. De los talleres, de las bohardillas, de los rincones del hambre, de las cavernas de la desesperación, de los presidios y de los hospitales, del inmenso bajo fondo de sangre y de lágrimas en que se cimenta el edificio colectivo es de donde se escapa la muerte vengadora; de allí se levantan las bacterias democráticas para enlutar los palacios y hasta los tronos. Mediante la industria explotamos al mayor número, y también multiplicamos las comunicaciones, las corrientes emigratorias, la movilidad humana y las facilidades de conjunto. Nuestros cañones ametrallan exóticas razas indefensas, y ellas nos corresponderán con enfermedades misteriosas y terribles, que se embarcarán en nuestros vapores y en nuestros trenes, y vendrán a diezmarnos. Hemos prostituido a nuestras hijas, hemos abaratado el beso, y en cada beso que nos dan hay un poco de tósigo probable para nuestras venas. Por los caminos que abrió nuestra avaricia llegan los fantasmas del dolor. Nos destrozamos los unos a los otros, y la tierra es pequeña para enterrar tanta víctima. Nuestros crímenes hieden. Caín está atado al cadáver de Abel, y el muerto pudre al vivo.

         Don Justo: - ¿Qué tal? ¿Oyó usted, don Tomás, la palabra crimen? Nuestros crímenes hieden. ¿En qué quedamos? ¿Hay culpables o no?

         Don Ángel: - Retiro la palabra. Fue el calor del discurso. ¡No, caramba!, no hay culpables. El avaro no es malo, es tonto. No comprende que sería incomparablemente más feliz en una sociedad de estructura altruista. Ser malo es ser de otra época. El crimen es un anacronismo.

         Don Tomás: - No importa la ignorancia, si se es inteligente. La ciencia, como desinfectante moral, presta servicios. ¡Pero es tan lenta! Entretanto, contentémonos con el ácido fénico, el sublimado y el permanganato de potasa. Desinfectemos la pasión; esterilicemos los labios que hayamos de besar. Y si la prudencia lo exige, limitémonos a las vías indispensables. Renunciemos -¡helas!- a las mucosas digestivas.

 

 

ALCOHOLISMO

 

         Don Justo. - ¿Y ustedes, han leído la Biblia?

         Don Ángel: - No hay ninguna belleza en ese libro, porque es inmoral.

         Don Tomás: - El argumento no es nuevo.

         Don Ángel: - Pero es siempre gracioso. A mí por lo menos me divierte ver a un poeta que, ante el gigantesco y lúgubre anatema de Ezequiel, exclama: ¡Pornográfico!

         Don Tomás: - El pobre Zola se habrá estremecido en su tumba.

         Don Ángel: - O a un escultor que, ante la Venus de Médicis, ruge: ¡Qué asco! Miren adónde se lleva la mano izquierda...

         Don Justo: - Pues yo creo que la decencia y el sentido común tienen su importancia.

         Don Tomás: - Enorme. La de la moda.

         Don Justo: - Las señoritas del siglo XX no deben conocer ciertos pasajes, demasiado sinceros, de la historia judía.

         Don Ángel: Están ya satisfechas con Carlota Braemé y Carolina Invernizio, que al fin escriben novelas correctas dignas del respeto de los críticos dentro de tres mil años.

         Don Tomás: - ¡Bah! Dentro de tres mil años, nuestras costumbres, no las íntimas, que varían poco, sino las oficiales, parecerán monstruosas. La lógica, la moral, son figuras muy efímeras, muy débiles, muy a la superficie de nuestro ser. Los manantiales de la belleza están mucho más adentro.

         Don Justo: - ¿Y por qué lo que pasa no habría de tener su trascendencia para nosotros, que también pasamos? Lo que cambia de siglo en siglo es la individualidad, la persona, lo que con mayor pasión se ama y con mayor energía se defiende. Yo confieso la moral de mí tiempo, yo admiro a las autoridades de Aukland, que desde el fondo del Pacífico nos dan lecciones en la lucha contra el alcohol.

         Don Tomás: - Suprimido el alcohol público, quedará el clandestino. ¿Qué sucede cuando se reprime la prostitución? Que aumentan los adulterios. Y suprimido el alcohol clandestino, habrá que suprimir otra cosa, y no se acabará nunca. Las aguas del río tarde o temprano, llegan al mar. Se combate el alcoholismo como causa de males, y es un efecto: la gente bebe por algo; no se trata de un accidente, sino tal vez de una necesidad.

         Don Justo: - ¡Oh! ¿Pretendemos disminuir los vicios y usted, médico, nos negaría su apoyo?

         Don Tomás: - Ya sé hacia dónde caminamos: a una tutela técnica. Se quiere aplicar a las razas humanas los métodos de crianza aplicados a los animales domésticos. Tenemos un ideal de caballo de carrera, el que más corre, y un ideal de buey comestible, el que da más kilos de buena carne. ¿Cuál es el tipo de hombre por obtener? Cuestión de valores, como dicen los psicólogos. Cuestión de metafísica. Yo tengo mi tipo, y usted tendrá el suyo.

         Don Justo: - Limitémonos sencillamente a conseguir la salud. ¿O es que discute usted la conveniencia de la salud?

         Don Tomás: - ¿Por qué no? Escaso valor atribuirá un místico a la salud. ¿Prefiere usted la salud del gañán a la de un Pascal, un Lucrecio o un Leopardi? ¿Y usted mismo, por evitar la neurosis, por alargar unos cuantos metros su inútil y triste vejez, renunciaría a los divinos placeres de la inteligencia? Aparte de que es cómico hablar de salud a los que han de morir. La única enfermedad verdaderamente incurable es la vida.

         Don Ángel: - El capitalismo conduce a la tiranía científica. Hoy se violan los domicilios y se encarcela a los ciudadanos para prevenir una infección. Mañana se reglamentará el alimento y las relaciones sexuales. Carnegie paga una prima a sus obreros sobrios. Un obrero sobrio es una máquina limpia. Se impondrá al proletariado la salud, para mejorar su rendimiento económico. En cuanto a la moral moderna, toda ella se resume en este artículo: probidad. Y se comprende: la probidad es la base del capitalismo; es la resignación del pobre.

         Don Tomás: - ¿Será prudente privarnos de estimulantes? ¿Tendremos el valor de rehusar su café a Balzac, su whisky a Poe, su éter a Maupassant? ¿Abandonaremos esos reactivos misteriosos, que acortan nuestra existencia, sí, pero apretándola y haciéndola por momentos luminosa, como astro en gestación? ¿Ese amor a la salud física, ese odio a las rarezas orgánicas, no serán un peligro social? Quizá, merced a los procedimientos democráticos, estamos reduciendo la estatura de la humanidad a la de sus más mediocres miembros. Quizás una higiene estúpida, enemiga de las excepciones, logre castrar de genios nuestra especie.

 

 

UNA VALIENTE

 

         Don Ángel: - Me gusta esa muchacha...

         Don Justo: - ¡Hola! ¿Esas tenemos? Casado, es decir unido y con cuatro nenes, ¿todavía le gustan las muchachas?

         Don Ángel: - Déjeme concluir. Me gusta esa muchacha que ha optado al título de farmacéutica, después de años de tenaz estudio. Es una valiente. Me agradaría tener una hija así.

         Don Tomás: - Es un caso.

         Don Justo: - Alabo tanta constancia, pero...

         Don Ángel: - ¿Pero qué?

         Don Justo: - Apliquemos el criterio de Kant, amigo mío. ¿Se felicitaría usted de ver las escuelas llenarse de futuras farmacéuticas, médicas, abogadas, ingenieras y cirujanas?

         Don Ángel; - ¿Por qué no? Las mujeres tienen también derecho a vivir.

         Don Tomás: - No emplee usted esa palabra, que nada significa. No hay derechos, no hay sino hechos. Las especies y los individuos quieren vivir, y quieren vivir siempre mejor, cada vez más anchos y más hondos. Es la ley de la vida; multiplicarse a expensas de la muerte, aumentar sin término. Todos somos indefinidamente elásticos, como los gases; son los obstáculos quienes nos limitan y nos dan una figura. Las mujeres quieren vivir, puesto que viven; quieren emanciparse, lo mismo que los hombres, y cuando su voluntad sea bastante fuerte para que no haya otro remedio sino aceptarla, la llamaremos un derecho. La usurpación de hoy es el derecho de mañana.

         Don Ángel: - Bueno.

         Don Justo: - Justo es que algunas jóvenes, si lo desean, no encuentren dificultades en adquirir y beneficiar una cultura superior. Es cuestión de aptitudes; aunque hemos de confesar que las aptitudes de la mujer...

         Don Ángel: - ¡Ah! ¡Ya apareció aquello! Ustedes de los que poseen una definición infalible del cerebro femenino, y saben matemáticamente lo que es y lo que será. No profeticemos, don Justo. Si le hubieran interrogado a usted hace treinta años sobre las aptitudes de los japoneses; ¿qué hubiera dicho usted? No imaginamos la sorpresa que nos reservan los chinos... y las chinas. ¿Las aptitudes de la mujer? No las conocemos, porque jamás le hemos permitido trabajar más que de una manera: como bestia de carga. La experiencia nos enterará. Esperemos hasta entonces.

         Don Justo: - ¡Triste experiencia! Iremos borrando la belleza de nuestras compañeras; disminuiremos la poesía del amor y comprometeremos la vitalidad de la raza. Atacar un sexo es amenazar los dos. La mujer y el hombre son los hermanos siameses. Herir a uno es herir al otro. ¿Acaso las funciones de la generación no son suficientes a ocupan, dignificar, transfigurara la mujer? ¿Pretende usted hacer de ella algo más elevado que una madre? El hogar encierra dentro de sí la sociedad entera, y hago mía la célebre máxima: "nuestra esposa debe residir en la casa como el corazón en el pecho".

         Don Tomás: - Vamos despacio. Respecto a la belleza: buenas noches. La democracia la ha matado. Brilló en Grecia, merced a la esclavitud. Un producto tan exquisito exige la división de castas, una zona fija, inviolable, en que los siglos acumulen el lujo y los privilegios, una aristocracia en que la sangre se cargue de bouquet. La promiscuidad nos ha vuelto horribles. Fulanita tiene una preciosa nariz, pero los ojos correspondientes no los tiene ella, sino Menganita. Hay que renunciar a ser hermoso de pies a cabeza. La democracia ha reducido la belleza a fragmentos: nos la hemos repartido y nos ha tocado muy poco. Respecto a la generación, quizá no la haga peligrar una variedad nueva de mujeres trabajadoras. Las hormigas se reproducen bien, a pesar de las neutras u obreras. Marchamos, tal vez, a un polimorfismo sexual, útil a nuestros fines generales, y dentro de varias centurias contemplaremos una multitud laboriosa y ágil de hembras inteligentes, estériles y virtuosísimas, recién fabricadas para ayudarnos a triunfar del misterioso destino.

         Don Ángel: - Me divierte, don Justo, confundiendo la realidad con las cortes de amor. "Nuestra esposa debe residir en su casa..." ¿Se figura usted, galante don Justo, que nos preocupamos de que las mujeres tengan casa? La madre, la madre, a secas, es un objeto de vergüenza y de escándalo. ¿Cómo? ¿Nos explotamos ferozmente los unos a los otros, y no explotaríamos a la mujer, indefensa y débil? Los hijos... ¿qué nos importan los hijos? Un cincuenta por ciento perece antes de alcanzar la pubertad. ¿Qué hemos hecho para evitarlo? ¿Hemos protegido a las jóvenes, las hemos informado a tiempo de lo que es la procreación? No; las reclamamos imbéciles de cuerpo y alma. Las condenamos a diez años de castidad absurda, engendradora de hipocresía y de vicios, y eso cuando nos dignamos casarnos con ellas, retirarlas del mercado de vírgenes. Si no, ¡que revienten con su ignorancia! ¿Qué hará una niña pobre y fea? ¿Suicidarse? Esa mirada con que los hombres aforan la cantidad de placer que extraerán del sexo opuesto no es una mirada de amor, sino de codicia.

         La galantería, don Justo, es una farsa de salón. Venga conmigo al taller, a la fábrica, y comprenderá lo que es la galantería del macho; allí se paga a las mujeres lo menos posible, no porque sean más torpes, sino porque son mujeres. La imagen de Penélope es conmovedora, pero si Penélope tiene hambre y está obligada a vender tela cada día, en lugar de deshacerla, ¿qué obtendrá? Obtendrá en París 65 céntimos, y por no sentir los dolores de la inanición coserá en la cama. Por eso es valerosa la muchacha de que hablé antes. El valor consiste en examinar la verdad frente a frente, y la verdad, para esa mujer decidida a luchar con todas las armas que le proporciona su época, es que el hombre no es su hermano, sino su enemigo.

 

 

 

CARTAS

 

CARTAS INOCENTES

 

         Laguna Porá, junio de 1907

 

         Esto es un arca de Noé. Aparte de la multitud cornúpeta, tenemos caballos, mulas, gatos, perros, puercos, gallinas, patos, y hasta una pareja de jabalíes en la infancia. La única preocupación de toda esta gente es comer. Su apetito es perpetuo, su estómago está siempre en acecho. Se diría que su cuerpo se reduce a un tubo digestivo que hay que defender, transportar y servir. Los ojos son para descubrir el alimento, los pies para alcanzarlo. La inteligencia añade a la caza la astucia y nada más. ¿La vida? Fauces abiertas, y algunos accesorios.

         Entre el hombre y el animal doméstico existe una relación económica. El uno hace de capitalista y el otro de proletario. La carne, los huesos, la piel, la leche, la faena de noria o de carga, la bufonería de la resignación amaestrada y el entretenimiento sanguinario de gallos que riñen y de foxterriers exterminadores de ratas son rendimientos regulares que se pagan con el salario mínimo de la subsistencia material. Régimen de esclavitud, tal vez menos dañoso que la orfandad hipócritamente libre del obrero de ahora, pero régimen económico al fin, como el que va estableciendo en el mundo nuestra civilización, enemiga de la guerra. Es que la guerra no es ya útil. La codicia prefiere la paz, que resulta más fructuosa. Así mantenemos la paz entre los animales domésticos. Les castigamos sin herirlos, nos ocupamos de su salud, estudiamos su higiene. Queda la guerra para las especies salvajes, batidas en las selvas y las llanuras; para nuestro botín de prisioneros, pájaros poetas y fieras heroicas, La soberanía del granjero en su corralada consiste en que él y nadie sino él, es el dueño del hambre. Los fieles servidores que le acompañan perdieron la energía de nutrirse por cuenta propia. Son siervos porque su odio es contemplativo, porque se abandonan a la pereza del desayuno asegurado. Son demasiado cultos para sacrificarse por la estética, arriesgándose a una muerte noble.

         Y, sin embargo, un lazo sentimental parece en ocasiones mezclarse con el lazo económico. Aquí se presenta el consabido problema del perro. Según ciertos autores -recordad a Maeterlinck, A la mort d'un petit chien, a France, cuando nos habla de Riquet, digno interlocutor de Bergeret el filósofo- no sólo acepta el perro la piltrafa que le arrojamos, sino que la agradece. Para él somos más que la llave de la despensa; somos dioses; en su humilde locura afectuosa nos cree infinitamente justos e infinitamente misericordiosos, a causa quizás de los puntapiés que recibe. Nos ama porque nos atribuye todos los males. Y en verdad que siendo lo que son el hombre y el perro, debió nacer entre ellos algo religioso. Yo he visto en las pupilas de nuestro amigo esa humedad devota de los grandes beatos. Cierto que da triste idea del perro la elevada idea que de nosotros tiene. No importa; sería ingrato criticárselo, o dudar de su buena fe.

         La adulación nos hace llorar de gusto, aunque nos venga de un perro. El perro nos admira, luego es inteligente. Además, ¿no fue contemporáneo del genio entre los genios, del Prometeo ancestral que robando el fuego a la Naturaleza engendró de la llama a la humanidad futura? El perro está de buena fe; no es un intrigante secular que nos enternece para explotarnos; no es un político. ¿Cómo explicar entonces, siendo tan delicado con nosotros, que lo sea tan poco con sus congéneres? Les saluda de una manera repugnante y cómica. A pesar de su olfato famoso, no le molesta lo peor oliente. ¡Qué gustos más groseros, más lamentables! ¿Y el amor? El perro empieza por no distinguir bien los sexos; su corazón no le dice nada, y el miope amante se entrega a un examen irreverente, positivo y obstinado. No comprende el perro lo grotesco y lo sucio. En su misma adoración por nosotros se encuentra un no sé qué de indecente.

         Por mucho que se insista en que los sentimientos religiosos no son compatibles con una escasa corrección de modales, ello es que cuanto pierde el perro en carácter lo gana el gato. El perro es un creyente; el gato, un crítico; el perro nos obedece, el gato nos juzga; el perro es un burgués que venera al señor y ladra al mendigo, el gato guarda su desprecio socarrón para el presuntuoso que pretende conquistarle con un hueso. El uno traga y el otro saborea; el uno es irremediablemente vulgar hasta en sus pasiones, el otro, exquisito, gime sus deseos amorosos al solitario claro de luna. Comparad el torpe morder del primero con la precisa y graciosa ferocidad del segundo. El gato embellece su persona, sus conocimientos, su crueldad, y un gato grande, el verdadero rey de la creación, el tigre de Bengala, suele complacerse en arrebatar al hombre vivo, y en prolongar horas y horas -¡suntuoso horror de la caverna!- la tremenda agonía. No nos idolatra el gato: somos nosotros quienes lo hemos idolatrado a él; su reposar hierático conserva un reflejo de cultos remotos; su alma de enigma frecuentó a las divinidades. No busquéis el misterio en el iris fácilmente sensual del perro, sino en el gatuno, joya cristalina y metálica, insondable transparencia hendida al sol por el filo de un siniestro puñal, ahuecada por la noche en un fascinador abismo. El perro ha llegado a la certidumbre, a la felicidad; el gato espera. Su silueta inmóvil nos inquieta en la penumbra habitable adonde le arrastró un capricho prehistórico. Sus preferencias son de mujer. Elige sus íntimos; si es que los tolera. ¡Cuántos iluminados, como Baudelaire, se honraron con la caricia eléctrica, rara, de esa bestia magnífica!

         El perro, en su honrada y aturdida ternura, nos representa el más allá posible, el puente sobre los precipicios que separan a los seres. El gato nos representa el más allá impenetrable, la frialdad burlona de lo desconocido. Si uno es el definitivo compañero, el otro es la esfinge familiar.

 

         Laguna Porá, junio de 1907

 

         "En el Paraguay la mano de obra es imposible", dicen los industriales; "la gente aborrece el trabajo". "¿Por qué no desearán ganar dinero?" se preguntan los mercaderes. "El servicio es infame", gimen las dueñas de casa. Nadie tiene vocación de changador ni de sirviente. Estos taciturnos campesinos prefieren no hacer nada a enriquecer al prójimo. ¿Cómo perdonarles el delito de contentarse con poco, y de no dejarse civilizar?

Porque la civilización es el oro. Hay que adquirirlo para sí, o al menos para otro. Pero no colaborar a la aglomeración del oro, he aquí lo abominable. No obedecer a la gravitación áurea de los tiempos modernos es lo que era en épocas pasadas no obedecer a la gravitación del hierro: una rebelión incomprensible. "El servicio es infame". Cuando una gallina resulta dura de comer murmuramos: "¡qué infame animal!" Es infame lo que no nos sirve, lo que resiste a nuestros dientes. Es además herético. Para las seseras democráticas hay una fe, que es la codicia legal, y un Dios, que es el progreso, un Dios muy práctico, muy yanqui, que adjudica la felicidad al resoplido de las fábricas. Hay que ser feliz a la fuerza. Hay que andar en tropel, hay que dar aceite a las máquinas, y admirar los resultados de la avaricia metódica.

         Y, sin embargo, la armonía no es perfecta. Existe quien sufre la inquisición de la miseria y se niega a convertirse. Existe quien se aviene a una mandioca y dos naranjas, y no quiere ser lacayo. Debería votarse una ley que obligara a esos insensatos a fomentar el progreso. No bastan los harapos; es necesaria la cárcel. Tranquilicémonos: la ley está en vigor; es la ley contra los vagabundos. ¡Qué aspectos tan cómicos ofrece la libertad, y qué sainete el de los derechos del hombre! Puesto que los curas y los nobles revelaron su propia debilidad, suprimamos sus privilegios, cortemos sus cabezas en nombre de la fraternidad y de la tolerancia. En cuanto al oro es el siempre inmaculado, el siempre augusto. ¿Por dónde atacarle? No tiene cabeza, trono ni credo. Pueblo, pueblito: eres libre de insultar al Padre Eterno, a los santos, ya que son mentira. Vocifera contra cosas que ya a nadie importan: eres libre. Ven acá, bárbaro de los montes, borracho de taberna, tu voto vale tanto como el del profesor Lombroso; elige tu gobierno, eres libre. Y tú, maître chanteur entrampado, testaferro macilento, arranca honras desde el púlpito de la prensa: eres libre. Sois libres de todo, menos de alimentaros.

         La propiedad es intangible. Cada día su culto es más intransigente; cada día se vuelve más sagrada. Hubo miserables por los caminos y caballeros en los palacios, como ahora, más el que temblaba de frío, lejos de su choza, entraba en el bosque del rico y cortaba un haz de leña. Era el derecho del pobre a la caridad. Hoy es preciso ser ladrón para no morir. Si al desheredado que salta una tapia se le encaja un tiro, no faltará quien felicite al propietario por su buena puntería. ¿Se concibe en la actualidad una costumbre como aquella en virtud de la cual los grandes señores romanos tenían que abrir sus habitaciones y parques al público una vez por semana? ¿En qué familia quedan lazos de afecto profundo entre amos y criados? "Criado de V.E.", firma Cervantes, según el uso, y la fórmula es cortés sin bochorno; servidor ya nos choca; criado, donde nada resta del tradicional sentido de criar, ofende. ¿En qué industria sobrevive un sentimiento de solidaridad en la obra, y de igualdad moral entre empresarios y obreros en el entusiasmo de una misión? Resplandece aún la belleza cuando es un espíritu aislado quien la produce; donde se juntan varios para crear, la belleza huye, espantada del egoísmo. Imposibles se han hecho pujanzas parecidas a las maravillosas selvas de piedra que plantó la piedad, a las catedrales en cuyo encantado nacimiento se empleaban las generaciones. La luz que bañaba por igual la frente del arquitecto y las manos del artesano se ha desvanecido para siempre.

         Se repite demasiado que el trabajo dignifica. "El que trabaja ora", indica el apóstol. Protestemos. Hay un trabajo que eleva, y uno que rebaja. Hay un trabajo que aumenta el ser interior, y uno que lo disminuye; un trabajo que alegra y otro que entristece. Trabajar por hambre es horrible, y horrible trabajar por concupiscencia. "Es indecente, escribe Wells a propósito de los niños que lustran botines, hacer brillar sobre nuestros pies el sudor ajeno". Sí; mucho de indecente se esconde bajo la prosperidad del siglo. Una raza de recuerdos y de silencio yace desterrada en las regiones de la melancolía; si no se enamora de nuestras fáciles maniobras comerciales, respetémosla. No la injuriemos; nada nos pide. No la declaremos perezosa y corrompida. ¿Que el trabajo emancipa? Lo que emancipa en ocasiones es no trabajar.

 

         Laguna Porá, junio de 1907

 

         Después de los motines de la India inglesa y de la lucha civil en Marruecos llegaron los desórdenes de China. A pesar del desastre ruso, que vino a desbaratar prejuicios disfrazados de verdades inconmovibles, todavía circulan muchos dislates sobre las benévolamente llamadas razas inferiores. Un estudio de las borrascas que se desencadenan en regiones tan distantes entre sí, tan características una por una, como el norte de África y esos (los continentes humanos, el Indostán y el centro de Asia, ayudaría a vislumbrar nuestra ignorancia y aconsejaría siquiera aprender a callarnos. Para el vulgo la especie se compone de los blancos y de los que no lo son; los no blancos están condenados a constituir pronto o tarde simples colonias de los primeros. Si la raza sometida resulta inferior al extremo de no ser explotable ni como consumidores de porquerías vendidas a precio décuplo ni como colección de bestias de carga, se la destruye sin ceremonia. Es preciso algo semejante a la lección japonesa para sentir la realidad, es decir, lo imprevisto y el misterio, y para sospechar que el alma de los pueblos es indescifrable, que la inmovilidad no equivale siempre a la muerte, ni la resignación y el silencio a la estupidez.     

         Porque caídos en la ilusión de que nuestro punto de vista es el centro del mundo, nos equivocamos grandemente hasta cuando nos creemos altruistas y nos dedicamos a exportara otras latitudes los seudos beneficios de nuestro progreso famoso. ¿Qué nupcias pueden celebrarse entre nuestras costumbres de pastores de máquinas y las costumbres de los marroquíes, por ejemplo, ociosos y audaces, corredores de la pólvora y del rapto, jinetes poetas, errantes embriagados de sol y animados por pasiones ocultas bajo el movimiento arabesco de una fantasía que ondula? El elemento bereber, creciente sin cesar, ha sido la pasta conmovida por la elegante levadura árabe, y se ha asimilado rasgos de brillantez pintoresca, de discurso simbólico y cortés, de malicia diplomática. La guerra mora no es nuestra guerra. Allá se vence parlamentando, se sitia con sobreentendidos. No suelen apelar a medios radicales aquellos eximios ajedrecistas, y la jugada final, no se ejecuta, sino que se anuncia. Pocos europeos, ¿no es cierto? los combates de tela. Ambos ejércitos, en lugar de batirse, acampan próximos, y se consagran a levantar, ante las narices enemigas, el mayor número de carpas posibles. El que ha logrado alinear más carpas ahuyenta al otro. Y sería un error creer apocados a los descendientes de los que espantaron la tierra con la fundación fulminante de un imperio no igualado, y fueron durante siglos las aves de presa del Mediterráneo, y abrieron comercio de esclavos franceses y españoles. Aún hoy se añade al peligro amarillo el peligro del Islam. Los musulmanes se organizan; ellos son los designados para dominar y fanatizar al negro y lanzarle contra el blanco. Una reacción sectaria avanza a través de comarcas inmensas. La influencia se esparce a los confines del oriente. No es el panislamismo una palabra ridícula.

         La historia de las misiones cristianas en Indias, en China, en el Japón, es la historia de la torpe intransigencia de nuestro dogma en pugna con la majestuosa tolerancia asiática. Los misioneros eran felizmente hábiles mercaderes, y su obra precaria se mantuvo por la seducción que el lucro ejerce de inmediato en el indígena, el cual no es indiferente tampoco al confort ni a lo nuevo y raro que traen los comisionistas y los viajeros. El celeste de Hong-Kong, enriquecido en diez años, disimula su venerable trenza bajo una galera de clubman, y cualquiera de Tokio, enamorado de los anteojos occidentales, sostiene trabajosamente los suyos en medio de la faz aplastada. La ventaja material, la curiosidad frívola, he aquí lo que es capaz de satisfacer en tales países nuestra cultura. Nos está vedado penetrar en lo íntimo social, en lo religioso. Los ingleses han comprendido dónde concluye el radio de acción de los conquistadores, pacíficos o no. La servidumbre no hace sufrir mucho al indio inglés, libre de la exasperante indiscreción latina. Conserva sus sacerdotes, sus príncipes, sus costumbres privadas, lo que le parece esencial a su destino y a la tradición. La administración británica le es más cómoda por más barata y más expedita: sin embargo no cambian en él los conceptos genuinos de lo justo, de la jerarquía, de la autoridad sagrada. La savia moral no se destiñe fácilmente, ni fácilmente se muda el matiz de los ojos y de la piel. Europeizar cerebros es tan factible como blanquear pigmentos. Así la introducción del sufragio universal en las posesiones francesas produce efectos cómicos, absurdos, intolerables. En Pondichéry y otros establecimientos votaron sesenta mil naturales que no sabían una jota de francés (1906). La mentalidad de los electores se mide por la contestación de una annamita a quien se preguntaba qué era lo que más le había impresionado en su visita a Francia: "He visto a un señor francés entrar en la jaula de un tigre, y el tigre se hacía el perrito" (Carl Siger). En Guadalupe la campaña electoral ha conducido -fenómeno extraño- a que los blancos y los negros se coliguen contra los mulatos, y los exterminen. En ciertos sitios la química detonante no es entre colores, sino entre credos: Mahoma y Brahma se increpan delante de las urnas, y los fieles respectivos se degüellan en el pleno uso de sus libertades cívicas.

         ¿Qué argumentos contradictorios no se han sacado de las noticias o de la falta de noticias referentes a China y al Japón? China fue la predilecta de filósofos de toda opinión y calibre. Voltaire la puso a la moda. Gourmont, en su continua, aterciopelada sátira de las instituciones de occidente, se ríe de nuestros mecanismos desalojadores de obreros, y admira el principio chino: "Los chinos han decidido en su sabiduría que todo trabajo que pueda ser hecho por el hombre debe ser reservado a los hombres, y no toleran los caballos o las máquinas sino cuando el animal, el mecanismo vivo, es realmente impotente a producir el efecto querido. Este sistema, que debe tener grandes inconvenientes para el público, tiene grandes ventajas para los trabajadores, que encuentran siempre colocación a su actividad". Nowicow proclama la superioridad china sobre nosotros, porque los chinos odian la guerra, y entre los chinos ningún oficio es tan despreciado como el oficio militar. "Tanto mejor, replican los creyentes; en la época actual, la China, mole de cobardes, no se japonizará nunca, y nos salvaremos". "Desarrollo detenido de puro perfecto", diagnostican unos. "Nulidad decrépita", diagnostican otros. Hay quien se felicitada las reformas que se están implantando en China: supresión del opio, defensas terrestres y navales, debilitamiento del mandarinato, modificaciones en la enseñanza, disminuyendo la interminable erudición lingüística e histórica de los letrados y aumentando el cultivo de las ciencias positivas. Hay quien teme y se lamenta de las reformas. Hay quien les niega alcance, declara irreductible al chino, y cita el caso de un diplomático que se casó en París, en la Magdalena, ante lo más chic de la capital, con una señorita de familia excelente. Mientras habitaron la Europa todo fue bien El diplomático volvió a su patria, recluyó a la francesita en el fondo del yamen, y se casó a la china, con una china, a quien otorgó categoría de esposa oficial y de madre legítima del hijo que la primera había dado a luz. Esta desgraciada, después de mil penalidades, consiguió evadirse, robando al niño. Un cuento de aventuras y de horror. ¡Desconfiemos de los chinos a la europea! ¿Y el Japón, el Japón tan europeo, tan simpático, tan nuestro? Contraorden. Se murmura que ni los negociantes ni los jueces del Japón tienen vergüenza, y que las mousmés que han conocido al blanco, de ningún modo reanudan relaciones con los japoneses.

         ¡Costas remotas, muchedumbres de maravilla, confusos contornos de esfinge, sólo el artista vagabundo adivina el arcano y aspira desde alta mar los perfumes de la invisible isla encantada!

 

         Laguna Porá, julio de 1907

 

         Pienso en la muerte.

         Después de Moissan, Berthelot; después de Brunetiére y de Cardacci, Huysmans.

         Cada uno de estos espíritus antorchas era el astro fugitivo de una tierra intelectual. Desaparecieron detrás del horizonte; para ellos no habrá segunda aurora.

         Abrid un epítome de química moderna: pronto encontraréis los nombres de Moissan y Berthelot. Moissan, muy joven aún, persiguió el ágil gas intomable, siempre activo y oculto, el endiablado gas que ataca al vidrio, el flúor: lo aisló y lo capturó mediante un frío estremecimiento galvánico. Inquietado después por el enigma de la formación del diamante, y sospechando las ciegas presiones que luchan en las entrañas del globo, imaginó disolver carbón en hierro fundido y enfriar el hierro de repente; así construyó el ingenioso mago los primeros diamantes artificiales. Para conseguirlo tuvo que inventar el más tarde famoso horno eléctrico, donde se alcanzan temperaturas enormes, infernales; allí se ablandaron, doblegaron y derritieron los sólidos más refractarios, los que no habían vacilado nunca. Hasta la venida de Moissan al mundo, la llama de Prometeo había sido demasiado débil.

         Si Moissan fue el duelista brillante de la química, Berthelot fue el cíclope. Su obra inmortal, cargada no de habilidades y sí de métodos largamente fecundos, no será jamás comprendida por un público incapaz de sondar la filosofía de una hipótesis, y que no admira sino la parte efectista de la ciencia, la parte acrobática y prestidigitadora. La Termoquímica y la Síntesis orgánica, edificios de inmensa arquitectura interior, extienden los resultados químicos, de un lado hacia el concluyente análisis de la física, y de otro hacia las misteriosas combinaciones de los laboratorios vivos. Y este constructor titánico, que desde la augusta soberanía de la razón era el alto representante del libre pensamiento europeo, no logró emancipar su ternura de amante. Adoraba a su mujer, y no pudo sobrevivirla.

         Y Brunetiére, roca ortodoxa frente a la invasora marea de la cultura positiva, también cayó. Con escrupulosidad de monje se impuso el rigor actual de los procedimientos de investigación, conservando en las conclusiones y en las tendencias la apasionada parcialidad de su fe. Su erudición portentosa era cruel; tenía algo de ascético. Se obligaba a recurrir a las fuentes cada vez que necesitaba un dato; era de los que remueven bibliotecas y archivos para grabar una línea, una palabra definitiva y proba. Y en medio de semejante disciplina supo mantener inextinguible el fuego polémico que calentaba los argumentos al rojo y que iluminaba de arabescos candentes las mil sinuosidades de su frase tenaz, sitiadora, bañada en el hechicero acento de su voz. Se gloriaba de no ser católico por sentimiento, sino por lógica. ¿Quién, mejor que este altivo padre laico de la Iglesia, mereció morir consolado y exaltado por los últimos auxilios de su Dios? Y sin embargo, desorientado por una falsa oleada de salud, haciendo planes de futuros libros, sucumbió casi de pronto; pasó sin confesarse a la eternidad, estafado por una mueca del destino.

         Y Carducci, el clarín de Italia, enmudeció también. El cantor de las Odas bárbaras, renovador despótico de la lengua, imprimió el ritmo de su poesía a la carne de su país. Fue un Mazzini traducido en cantos. Sus enemigos personales fueron el Papa y lo feo. Hizo épica la política. En su orgullo de agitador obstinado rechazó una suscripción nacional para editar sus obras completas. "Ni de mi patria acepto limosnas". Y su furor heroico acabó por simbolizar el crisol hirviente de donde ha surgido la hermosa Italia de nuestros días. Carducci fue el maestro. Todos, empezando por D'Annunzio, se proclaman su hijos. Desaparece en plena gloria, como Víctor Hugo.

         Y la pluma de Huysmans, la pluma que cincelaba una novela lo mismo que se cincela un verso, que rascó los bajos fondos de la aristocracia parisiense y disecó las trágicas manías, el delirio de los refinamientos cerebrales, y que para aliviarse de tanta miseria de lujo se volvió hacia la soledad y hacia el cristianismo, narrando vidas de santos humildes y evocando los haces de iris que la luz deja fluir de las suaves vidrieras al silencioso refugio de las catedrales, también se detuvo.

         Pienso en la muerte, en la muerte desigual y torpe.

         ¿Por qué persistir en postrarnos ante lo desconocido? La fuerza de la costumbre: nuestro espinazo, después de tantos siglos de flexión idólatra, se dobla a nuestro propio peso enfrente del no sé glacial y sin forma arrojado por la ciencia como un residuo indigerible.

         Ese no sé ha de ser sabio, justo, bueno.

         ¿Y por qué hemos de abrir crédito a lo desconocido, mayor crédito que a las feroces evidencias inmediatas de la realidad?

         He aquí de nuevo el miserable optimismo con que llamábamos Dios justo, sabio, bueno, al torturador infatigable del género humano, al inventor de la maldición sin término más allá de la tumba. Si un Dios así es bueno y sabio, ¿cómo no ha de serlo, y más todavía, lo desconocido, el gran ser agazapado en las tinieblas?

         No: esas tinieblas están vacías. Nosotros las llenaremos. El hombre está solo. ¡Solo! Somos la medida de las cosas. Fuera de nosotros no hay otra inteligencia, otra voluntad. No hay más que el caos, el caos que tenemos que dominar, organizar y humanizar hasta el fin, si antes no nos aplasta él, por accidente, bajo su mole distraída.

         Hemos traído el orden y el designio. Lo haremos crecer, apoderarse de todo. Avanzamos, únicos, en mitad del desierto. Hacemos retroceder el azar.

         La muerte de un Berthelot no es una fatalidad respetable, sino un azar. Estamos aquí para vencer el azar. Y si esto es mentira, la verdad es una triste infamia.

 

 

UNA CARTA INEDITA DE R. BARRETT

 

         Estimado compañero: Hoy, al mismo tiempo que a usted, escribo a Bertani, recomendándole su pedido. Creo habrá salido ya a luz la primera edición de Moralidades actuales, pues así se titula el libro.

         Con respecto a las publicaciones de que usted me habla en su carta, no he querido defenderme ni dar explicaciones a nadie, pues estando seguro de la bondad de mis actos en cuanto a las ideas que profeso, no me molestan los desahogos de gentes interesadas en hostilizarme. A usted se lo explicaré, por ser un modesto compañerito de acciones más nobles que las de algunos de mucho título. Sucedió así:

         Un día, paseando con mi compañera, pasamos frente a la capilla de San Bernardino, y como tenía deseos de oír algunos aires de Beethoven, penetramos al templo, y me senté a tocar el armonium. ¿Qué de extraño tenía que yo entrara a la iglesia a gozar de la música? Zola visitó al Papa. También he tocado el piano en los prostíbulos, mientras mis compañeros, menos castos que yo, se entretenían allá adentro con las pupilas. Pero los de El Diario, que no pueden tolerar que un hambriento como yo, ¿verdad?, les rechazara sus pesos negándome a colaborar en un órgano convertido en oficial de la situación imperante, aprovecharon esa oportunidad para vengarse.

         En cuanto a los de El Alba, a los cuales considero clericales al revés, no quise obedecer a su citación. ¿Quiénes son ellos para llamarme a declarar?

         Como usted bien dice, el buen concepto de la libertad será la base en que descansará la armonía de la sociedad del porvenir.

         En cuanto a mi salud, el buen deseo de Vera le hace verme mejor, pero la realidad no es así. Contra la integridad de mis pulmones, el mal progresa en su obra destructora.

         Estoy preparando un folleto sobre la Argentina, y como he tenido noticias de un atentado en el Colón, necesito los números de La Prensa y La Nación de esos días, donde se ha publicado la Ley social recientemente sancionada y datos y consideraciones sobre aquel suceso. Le agradeceré me envíe los ejemplares inmediatamente.

         Afectos para los compañeros.

 

         RAFAEL BARRETT.

         San Bernardino, junio 20 de 1910

 

DIARIO DE A BORDO

 

-I-

 

         1 de setiembre. - La partida. Día gris. La Asunción agolpa sus escasos madrugadores en los muelles. Un barco que zarpa es un acontecimiento. Hay bajante. Nos llevan en un vaporcito hasta el lugar donde nos aguarda, detenido por los bancos, el vapor de la carrera. Y la ciudad palidece y se esfuma y se va poco a poco. Miro las blancas casitas escalonadas, sembradas, diseminadas hacia lo alto, jugando al escondite entre la tupida vegetación, alegremente invasora, obstinada, inextirpable, que hace del Paraguay entero un enmarañado jardín. ¡Casas queridas, que soñáis a la sombra de las palmeras verdes, casi os conozco una por una! Allá arriba agazapa su mole la iglesia de la Encarnación. Más acá eleva sus cuatro puntas esbeltas la torre del palacio de gobierno. Y las casas me miran también por los innumerables ojillos negros de sus ventanas. ¡Y todo parece tan reposado desde lejos, tan tranquilo y seguro! Pero yo sé que detrás de esas paredes inmóviles está el dolor. Cada vivienda guarda su secreto, quizá de felicidad efímera, probablemente de larga angustia. Cada nido humano es un turbio remolino en que se hereda y se trasmite la vieja congoja de vivir. Y La Asunción, con su fingido sosiego, se desvanece, acaso para siempre, de mi retina. Y me arrastran río abajo, río abajo...

 

         2 de setiembre. - Entre mis compañeros de viaje vienen un comandante y cuatro capitanes paraguayos, delegados al centenario de Chile. Son jóvenes muestras de una raza robusta. Sus muslos de jinetes hacen crujir la tela nueva de los pantalones algo estrechos. Ahora se usan pantalones estrechos; y no he visto todavía pasar junto a mí una sola pierna rebelde a la moda. Los dioses se disuelven, los reyes sucumben, los pueblos se emancipan, pero los sastres mandan. El anarquista y el clerical usan con la misma docilidad maravillosa pantalones estrechitos, con pliegue medianero y boca tangente al botín... Estos simpáticos militares van muy contentos. La perspectiva no es mala. Solteros la mayoría, no les asusta un mes de fiestas fraternales, banquetes elocuentes y flirts patrióticos. Es colosal lo que se come, se bebe y se... en fin, se flirtea con motivo de las numerosas y sucesivas independencias sudamericanas. Los delegados del Paraguay -varios de ellos educados en Chile- estarán muy apuestos con uniformes de corte alemán. Su salud da gozo. Y pienso en los aspectos útiles de la paz armada, de la guerra que consiste en evitar la guerra, de toda esa enorme gimnasia preparatoria de encuentros imposibles. Dentro de poco, el oficio de matar gente será el más higiénico, plácido y protegido... Asimismo vienen a bordo los comisionistas de costumbre, y una remesa de turistas porteños. Esta mañana, durante una escala, se entretuvieron en pescar. Sacaban pirañas, y no sabían qué hacer con ellas. Desde mi camarote oía yo los coletazos de las víctimas y los acentos aburridos de los deportistas. Che... hacéle la autopsia... Traé tu cuchillo... mirá el corazón.

 

         4 de setiembre. - Se habla de Almafuerte en el salón. "Es un loco", dice un señor gordo. Se cuentan anécdotas. Almafuerte, o sea Pedro Palacios, como se le llama en el tomo décimo de la Antología de poetas argentinos, donde se le coloca el último, casi de limosna, con dos únicas composiciones, después de Rafael Obligado, Calixto Oyuela y otros genios análogamente aplastantes, fue maestro de campaña casi toda su vida. Sarmiento una vez que cruzó la Pampa le encontró en un pueblecito, le oyó dar una clase de historia y se lo quiso llevar a Buenos Aires. "¡No, señor! - gritó Almafuerte a la oreja del célebre sordo-. Yo me quedo en el desierto, y cuando la Pampa se haya poblado, me iré de maestro al Chubuc. - "Tiene usted razón -contestó Sarmiento-. Es usted un apóstol. Siempre que me necesite, escríbame". Almafuerte repartía el sueldo entre sus alumnos. Hubo noches que durmió envuelto en la bandera de la municipalidad y en periódicos viejos, para que sus niños no anduvieran descalzos.

         - ¡Es un loco! -dice un jovencito rubio.

         Ahora vive en La Plata, con una exigua jubilación que sigue entregando a los pobres. Está solo, reñido con sus parientes, quizás abandonado de sus amigos, si tuvo amigos. No es más que el primer poeta de América. Nunca llegó a director de escuela por falta de títulos...

         A la puerta del camarote, me detiene el mozo: "Señor, yo también conocí a Almafuerte. Le vi quitarle el sable a un vigilante que golpeaba a un peón. No hubo modo de que devolviera el sable... ¡Ah, señor, le aseguro que era un loco de verano!"

 

         5 de setiembre. - ¡La dársena de Buenos Aires! Trenes, tranvías, elevadores, grúas, barcos de vapor y de vela, de todas nacionalidades y destinos, un vasto hormiguero terrestre y flotante del cual poco resta por decir después de las imágenes de Blasco Ibáñez, que con exquisito gusto compara los vapores a las reses, y la dársena, a un potrero. Es muy bonito contemplar la madeja de tantos rastros y tantas estelas humanas, a condición de no fijarse mucho tiempo en una. Descubriríamos pronto que todos los buques acaban por fondear en el puerto del Silencio, y que todos los caminos se pierden en las riberas de la Noche.

 

 

-II-

 

         12 de setiembre. - Un enjambre de cómicos y cantantes viene en el buque, gozando el "rompan filas" de los fines de contratos porteños. Las primeras partes van en primera. De smoking ellos, descotadas ellas, se dignan hacer, después de cenar, música de salón. Los de menor cuantía van en segunda. Son mucho más pintorescos. Se desabrochan para digerir, y la sinceridad no les parece de mal gusto. Hay españoles dedicados a la zarzuela, nerviosos, lívidos, encanijados, afeitados y siempre en movimiento. Hay también italianos esencialmente líricos, con las crines al aire y el pecho redondo. Esta gente no puede caminar sin danzar, hablar sin cantar, vivir sin declamar. Cuando están solos tararean, silban, gesticulan. Cuando se encuentran, gritan al poco rato. Si se reúnen cuatro o seis es preciso huir. No dejan la escena, y como su juego corresponde a las largas distancias de la cazuela y del paraíso, y aquí estamos todos a boca de jarro, el espectador asiste a una representación gratuita que le produce un sobresalto incesante. ¡Actividad inocua, alegría triste! El actor superior, el que posee sus papeles, se halla a sí mismo al abandonar su disfraz, pero el actor mediocre, el que es poseído por las fútiles figuras que le son impuestas, se pierde a sí propio y jamás se recobra. Es un montón de ecos, un guardarropa vivo, un pelele hecho de retazos. Gastado, pulido por la histérica labor nocturna, rueda de aquí para allí, zumbón y huero. Le faltan energías para detener sus resortes temblones, para estarse quieto y callar. Es incontinente como esos grifos usados que gotean mientras hay agua. Y escucho con melancolía el incoercible alborotar de los comiquillos, y pienso en los viejos fonógrafos, por cuyas bocinas abolladas pasa todavía el regocijo de cien públicos imbéciles.

 

         16 de setiembre. - Hace dos noches que la estrella polar ha salido de los mares. El calor sofoca. Los pasajeros se bañan, sudan, vuelven a bañarse, sudando nuevo, beben líquidos helados, sudan otra vez, y tornan a beber y a sudar. En las cabinas es cosa de perecer asfixiado. Una señora gorda se desmaya.

         En tercera clase venía un obrero italiano, tísico, el cual, con el último deseo de ver a su familia, consiguió embarcarse gracias a los buenos oficios del cónsul en Buenos Aires. Ayer murió. Liaron sus huesecillos entre dos colchones, ataron bien el paquete, le pusieron un lastre de hierro y lo largaron a la medianoche, en la pálida estela del vapor. Aquello fue tragado silenciosamente por la sombra infinita. ¡Qué sencillo es desaparecer!

         Al caer la tarde, llegamos a Cabo Verde. Islas cenicientas, escarpadas, peladas, calcinadas por el sol africano y corroídas por el mar. Son al parecer inhabitables. Sin embargo, bajo la férula de un puñado de portugueses, los negros sacan algo de esa tierra feroz: batata, mandioca, maíz. Apenas fondeado el buque, acuden botes con negritos desnudos que, según la costumbre clásica, se zambullen tras las monedas que les arrojan. Están escuálidos. Tienen caras de monos hambrientos. Veo que desde la borda se les lanza colillas encendidas. Hay que divertirse. Otros negros atracan las barcazas de carbón, cargan las bolsas, se esfuman en la negra polvareda qué respiran, se confunden con el negro tierno donde gusanean. Y el aire arde como el de un horno. Otros suben a bordo, a ofrecernos abalorios de coral, de hueso, de escamas. Empiezan exigiendo seis liras. Luego rebajan a cuatro, a dos, a una, a media, y acaban solicitando un cigarro, un pedazo de pan. Les pregunto por qué no echan a los blancos de las islas. No me comprenden. Les hablo de Johnson, el invencible boxeador negro, y entonces ríen, y brillan sus ávidos dientes de oreja a oreja.  

         Jóvenes audaces, compañeros de travesía, bajaron al puerto. Me habían dado a entender que la abstinencia del viaje les pesaba. Regresaron contentos, porque varias negras, por dos francos cada una y en un idioma confuso, les habían dicho que eran hermosos. Indignados porque viejas con niños a cuestas les habían pedido limosna para comer, y chiquillas de siete años, a cambio de unos céntimos, querían cederles su frágiles vicios. Yo les consolé como pude; les explique que estos fenómenos, en el fondo, son "el amor que pasa"...

 

 

CARTA DE UN VIAJERO

 

         A bordo del Asunción, setiembre de 1910

 

         Sentí dejar el Paraguay sin haber podido asistir a las fiestas en homenaje de Alberdi, ni podido leer siquiera los discursos pronunciados, salvo el de Juan O'Leary. El gobernador de Formosa, don Francisco Cruz, es nuestro compañero de viaje, y esta circunstancia me resarce un poco; me doy el gusto de escuchar mil anécdotas relativas al gran pensador americano. Es sabido, en efecto, que el señor Cruz, sobrino de Alberdi, guarda el archivo de su correspondencia, y varias reliquias de otro orden, ha editado sus obras póstumas; ha hecho enviar al Paraguay un busto de mucho mérito artístico, y que al parecer no ha llegado todavía; ha defendido en todo momento la memoria del glorioso calumniado, y creo que el señor Cruz, que sabe escribir, está en la obligación de publicar la biografía completa de su tío.

         Un señor Carranza, director del Museo Histórico Nacional, rechazó el retrato y el uniforme de Alberdi. Son objetos que habrían deshonrado la colección. De acuerdo con tan exquisito criterio, La Nación de Buenos Aires se niega a considerar satisfactorio el nacimiento del "doctor", como le llama despreciativamente, y para justificar la censura al homenaje inserta en sus columnas la siguiente carta:

         "Me interesa que el señor mariscal López conozca todo esto por intermedio de usted, que es testigo inmediato de todo ello.

         Mi interés en esto, como en mis escritos, no es personal, ni privado. Se refiere del todo a la política venidera de nuestros dos países y a sus conveniencias mutuas y solidarias. Tenga usted la bondad de repetirle lo que tantas veces he dicho a usted y al señor Barreiro, yo no quiero ni espero del señor mariscal López empleos públicos, ni dinero, ni condecoraciones, ni subscripciones de libros. Todo lo que quiero me lo ha dado ya en parte: es hacer pedazos, con su grande y heroica resistencia, el orden de cosas que formaba la ruina de mi propio país; y para lo venidero, todo lo que quiero de él es que abrace una política tendiente a buscar en una liga estrecha con el nuevo orden de cosas que represente los verdaderos intereses argentinos, la seguridad y garantía respectiva de los dos países, contra las ambiciones tradicionales del Brasil y Buenos Aires, respecto de los países interiores en que hemos nacido él y yo.

         Créame, entre tanto, su afmo. amigo, etc.".

         (Carta del doctor Juan Bautista Alberdi al capitán D. Gazcón Benítez fechada el 28 de junio de 1868, y publicada en El Censor del 13 de enero de 1886).

 

         ¿Comprendéis? Para una buena parte de la prensa y del público argentinos, Alberdi, cerca de cuarenta años después de su muerte, sigue siendo un traidor. Por lo demás, un genio universal, es decir, un intruso en lo eterno y lo infinito, es traidor siempre a su patria y a su época. Es antipático a los que no tienen fuerzas para acompañarle al otro lado de las cordilleras del tiempo y del espacio. Es impopular, puesto que no es local. Es extranjero. Nunca se le perdonará a Juan Bautista Alberdi el crimen de no haber sido criollo, de no haber olido a gaucho, como en ciertas ocasiones olía el mismo Sarmiento. Alberdi en la Argentina recuerda a Pí y Margall en España. Ambos antepusieron la verdad a las manías atávicas de sus compatriotas. Ambos añaden a la gloria de ser admirados por el mundo, la gloria mejor de merecer la ingratitud de su tierra nativa.

         Pero no le bastaba a la sesuda Nación resucitar los odios contra el traidor abominable que se atrevía a no regocijarse con el exterminio de un pueblo indefenso. Era urgente oponer a la siniestra figura de Alberdi una figura luminosa, pura, santa, decorada de la noble aureola militar y cívica. Frente al hombre malo, el hombre bueno, como en los cuadros murales de las escuelas primarias. Frente a Caín, Abel. Frente al "doctor" Alberdi, el general Mitre. Mitre es la espada y la pluma, el cerebro y el brazo, y además la honradez resplandeciente. Es el papá de la Argentina; sin él jamás hubiera brotado el trigo ni parido las vacas. La Nación, pues, con las inextinguibles cartas del archivo del general, publica algunos artículos del mismo sobre la guerra del Paraguay y sus consecuencias políticas. Hay uno, de 5 de noviembre de 1880, titulado Los derechos de la victoria, de ese género de bufonería abstracta, accesible a los que tenemos el feliz o maldito hábito de vivir las ideas. Prefiero a cualquier sainete el espectáculo del excelente general Mitre, en sus tentativas desesperadas para pensar. Su tesis es que la victoria da derechos. Al más tonto se le ocurre que si ningún escrúpulo legítimo debe detener al vencedor, sólo por serlo, y la victoria da el derecho, es que no lo había antes de emprender la guerra, y por lo tanto se trata de una guerra inicua. Mitre no ve el sofisma. Dios no concedió a este honesto soldado el ingenio filosófico. Recorred sus obras literarias; son un desierto espiritual y una metrópoli de lugares comunes. Lo que dijo Vélez del libro sobre Belgrano: "historia de un sonso contada por otro sonso", es certero en su dureza. Se consultará a Mitre por su documentación; era un estimable encuadernador de papeles viejos. Se evitarán cuidadosamente sus producciones "originales". ¡Noble Alberdi! ¡Qué gallos echan a reñir con los tuyos! Pero el futuro te vengará. El que osó en la portada de la traducción de La Divina Comedia enlazar su perfil al de Dante por una misma rama de laurel, será pronto alejado de tu sagrada tumba.

 

 

 

 

 

 





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