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MARIO RAMOS REYES
  JOE BIDEN O EL FANTASMA DEL PODER - Por MARIO RAMOS-REYES - Domingo, 24 de Enero de 2021


JOE BIDEN O EL FANTASMA DEL PODER - Por MARIO RAMOS-REYES - Domingo, 24 de Enero de 2021

JOE BIDEN O EL FANTASMA DEL PODER


Por MARIO RAMOS-REYES

Filósofo político


Uno siempre aprende de los demás, de las tradiciones de otros, aun cuando pretenda que no es así. Decir, por eso, que nadie es una isla, es una obviedad. Tal vez nos resistamos a ello, pues nuestro mundo podría resquebrajarse, pero nada más. Digo esto, pues, con los años vi la riqueza de la propuesta del filósofo Ludwig Wittgenstein de que la filosofía no podría reducirse al lenguaje, sino al decir del “segundo” Wittgenstein, a algo más: lo clave no son las palabras, sino a la vida de aquello que las enuncian. Me vino esto a la memoria al reflexionar el impacto del significado que podría tener Joe Biden como segundo presidente católico –luego de John F. Kennedy– en ocupar la presidencia del país más poderoso del planeta. El hecho es histórico, especialmente para la Iglesia Católica.

Este momento es, en muchos aspectos, único. Está marcado por lo que se llamaría inconmensurabilidad. ¿Palabra rara? Ciertamente, pero que dice mucho. Lo inconmensurable refiere a una realidad muy difícil de medir, de determinar, pues en sí, es intraducible. Así, visiones del mundo son imposibles de reconciliar, por la inconmensurabilidad de su visión. Incompatibles. Existen, a grandes rasgos, al menos dos realidades inconmensurables al interior de la democracia liberal, confrontadas, sin posibilidad de unidad. Dos mundos cuyo lenguaje, aunque use las mismas palabras, describen y relatan un significado antitético. Si para unos el aborto es un derecho humano, para otros es un crimen. Si para unos la libertad religiosa es la fundamental, para los otros es la excusa del fanatismo e intolerancia. Es la Babel democrática liberal posmoderna que ha llegado a una altura insospechada, habitada por individuos aislados, susurrando monólogos desacordes entre sí.

DEMOCRACIA DE SORDOS

Por un lado, la pretensión de que la sabiduría de la técnica y ciencia por sí solas –vía políticas públicas– bastan para un arrollador progreso. Y, por supuesto, dinero. Nada más. Es la democracia autosuficiente en un mundo donde los valores de la ética o el hecho religioso, vaciados de verdad y en ruinas, se permiten solo si expresan preferencias, emociones. Es la libertad protegida por un Estado que no interfiera en cuestiones individuales, especialmente en cuestiones de aborto, matrimonio homosexual, identidad transgénero, sin invocaciones a la objeción de conciencia o apelación a libertad religiosa. Uno y nadie más decide sobre su proyecto de vida. Los procedimientos legales son lo único necesario. Esa es la democracia procedimental.

Por otro, una inmensa cantidad de ciudadanos que aún apuestan en realidades fundantes, desde la familia y la vida prenatal hasta la vida de la comunidad, la vida de ancianos, invocando el bien común, ajeno a una noción de la libertad venida de una cultura cosmopolita, de un globalismo comercial, de las élites burocráticas que disuelven las tradiciones y las creencias. Es la democracia con sustancia perenne y no mera forma. Dos universos, con sus tensiones internas –es cierto–, pero con lenguajes inconmensurables entre sí. Se dirá y tal vez con razón: ¡pero comparten una humanidad! Así es, pero lo que constituye lo humano es hoy, en sí mismo, cuestión de disputa. Las palabras iniciales de Biden, en ese contexto, de trabajar para todos, por la unidad, para volver a la “normalidad”, luego del período tumultuoso de Trump, presentan interrogantes.

EL CATOLICISMO DE BIDEN

La sinceridad de la fe del nuevo presidente no se puede poner en duda. Lo ha sostenido en momentos muy dolorosos, como el fallecimiento de su primera esposa e hijo. No se debe juzgar la conciencia del otro. La cuestión radica, más bien, en la forma en cómo entiende esa fe en la vida pública. ¿Qué ha pasado al interior del partido de Biden? Es la de dos mundos paralelos, uno, el de una ética privada, en el que uno puede tener las convicciones que desee, y otro, la pública, en donde nada debe ser impuesto por nadie. La plaza pública debe estar “desnuda” desvestida de convicciones que tengan, potencialmente, un origen religioso. No se puede imponer a otros nada. Esta ha sido, desde hace más de treinta años, la propuesta por el entonces gobernador de NY Mario Cuomo, para los católicos.

La fe se reduce así a lo íntimo, lo privado. Por lo menos en ciertas cuestiones, se debe notar, como las referentes al aborto, eutanasia, matrimonio homosexual, libertad de conciencia y religiosa. En otras, sin embargo, como la pena de muerte, inmigración, racismo, pobreza, cuidado del medioambiente, reforma de la justicia penal o el desarrollo económico, la fe debe decir su palabra. ¿Consecuencias de esta compartimentalización? La fe católica aparece bifronte, sin anunciar su mensaje provida públicamente, como exigencia para aparecer tolerable, con un modelo de democracia fuertemente secularista. Una postura incompatible a la de la tradición de la Iglesia que Juan Pablo II, en el Palacio de López, la formulara tan bien: de que la Iglesia no debe arrinconarse a los templos como la fe a la conciencia de los hombres.

LA FE CATÓLICA ES PÚBLICA

El presidente Biden pidió unidad a un país escindido en grupos antagónicos y donde, como se ha referido, las palabras, adquieren distinta significación. ¿Se podrá hablar de unidad, más allá de las palabras? El tiempo lo dirá. La cuestión no son las palabras, parafraseando de nuevo a Wittgenstein, sino el uso de las mismas. ¿Es posible un “puente”? El presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor José Gómez, en una carta al presidente, enfatizó, precisamente, el carácter público de la fe: la cuestión del aborto, dijo el prelado, “es un ataque directo a la vida que también hiere a la mujer y socava a la familia. No es solamente un asunto privado, sino que plantea inquietantes y fundamentales cuestiones de fraternidad, solidaridad e inclusión en la comunidad humana. También es una cuestión de justicia social”.

El contexto hoy, es, sin más, preocupante: la democracia americana, es hostil y agresiva a cualquier invocación de afirmación de sacralidad de la vida, aunque, paradójicamente, hable de solidaridad. Una solidaridad cuya connotación es ambigua: se desea la felicidad, la ausencia de dolor, pero no se reconoce la humanidad de los más vulnerables. Una solidaridad sin una común dignidad. Si la presidencia de Biden conlleva una preocupación para la fe, ¿no estaríamos enfatizando demasiado la necesidad del poder? ¿No habría algo antes de la política? El papa Francisco, precisamente, había advertido esto al inicio de su pontificado: “Podemos construir muchas cosas, pero si no profesamos a Jesucristo, las cosas van mal. Podemos convertirnos en una ONG caritativa, pero no en la Iglesia, la Esposa del Señor”. El protagonista de la historia no es el político ni el poder, sino el mendigo; es la fuerza del pordiosero que nos hablaba León Bloy, el testimonio de personas que deciden en comunión iniciar el cambio cultural que últimamente llevará a la auténtica liberación.


 

Fuente: www.lanacion.com.py

Domingo, 24 de Enero de 2021



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