EL ABORTO: LA MADRE DE TODAS LAS BATALLAS
Por MARIO RAMOS-REYES
Filósofo político
“Yo no comparto la idea de que la vida comienza en la concepción”, dijo el presidente Biden hace unas semanas. “Pero, respeto a los que sí lo creen”. El presidente se refería al caso de una reciente ley en Texas que prohíbe los abortos después de que se detecta actividad cardiaca del feto. La norma, contraria a la decisión de la Corte Suprema, Roe vs. Wade de 1973, y siguientes fallos que consagran el derecho constitucional al aborto antes de la viabilidad del feto (aproximadamente 23 semanas), desata una vieja polémica que nunca se ha resuelto del todo. La reacción, inmediata, no se hizo esperar: el cardenal Wilton Gregory, de Washington, replicó diciendo que la postura del presidente “no demuestra la posición católica”. Habida cuenta que Biden se declara católico devoto, la corrección del cardenal no es menor. Pero todo esto podría parecer al lector atento, una cuestión de “religión” y de lo que, específicamente cristianos y sobre todo católicos, pueden creer acerca del aborto. No lo es.
No es una cuestión religiosa, ni siquiera para los católicos. Es –la llamaría– la madre de todas las batallas de esta cultura actual y que no se reduce a los Estados Unidos. Más bien se manifiesta, de una manera u otra, al interior de las democracias liberales contemporáneas. Yo la dividiría, brevemente, en tres cuestiones: la constitucional, la democracia y, finalmente, la racionalidad instrumental.
LA CUESTIÓN CONSTITUCIONAL
Que no existe una unidad moral en nuestras sociedades actuales, es evidente. Si alguna vez existió un monismo moral, ya no es el caso. La gente piensa de manera diferente respecto a valores. Esto se ve en la pluralidad de visiones del mundo. Lo que ha conferido a la democracia liberal una de sus características más relevantes (y conflictivas). La del pluralismo, político, moral, ideológico. De donde se desprende la necesidad de la tolerancia de puntos de vista distintos, la aceptación de las minorías y la búsqueda del mejor acuerdo posible para tomar en cuenta las distintas opiniones. Algo, por lo demás, arduo y que casi nunca se logra de manera totalmente satisfactoria. Esto se advierte aún más en la configuración de derechos, pues estos forman un caleidoscopio de enunciados y principios bien generales que, consagrados en la Constitución, exigen ser interpretados y argumentados para su aplicación. Pero, ante tal ambigüedad, ¿quién estaría mejor equipado para dicha tarea?
Para eso está la Corte Suprema de Justicia, dicen algunos. Esa fue la propuesta desde un inicio, de Alexander Hamilton, en el “Federalista 78″, entre otros. Para Hamilton (y otros), el dar al Poder Judicial la palabra definitiva será lo “menos peligroso para los derechos políticos de la constitución”. Los jueces serían los árbitros imparciales, ajenos a los vaivenes de la política, indiscutidos. Esta tradición constitucional tiene, hasta hoy, un pedigrí importantísimo. Desde los textualistas a los originalistas, se sostiene que los jueces serían los más idóneos para interpretar la Constitución, conforme a las intenciones de los padres fundadores. Esto conferiría, además, previsibilidad al derecho. Pero, ese saber a qué atenerse, ¿ha sido así? Desde 1973, y a pesar del fallo de la Suprema Corte mencionado, la cuestión del aborto está lejos de ser aceptada por todos.
LA CUESTIÓN DE LA DEMOCRACIA
Es que, se preguntan muchos ciudadanos, ¿por qué estos jueces que no son elegidos por el pueblo deben decidir por éste?; y, ¿sobre todo en una cuestión tan vital? Es la misma objeción que, en el debate constitucional original, varios, le objetaban a Alexander Hamilton. Brutus, por ejemplo –seudónimo del autor uno de los folletos antifederalistas–, abogaba por el pueblo, la decisión democrática. El demos, que se autogobierna, debe ser el lugar de la decisión, en estricta tradición republicanista. Brutus ofrecía una crítica mordaz a la concepción aristocrática de Hamilton: la del “gobierno de los jueces” o de una elite iluminada.
Esta postura democrática no ha sido huérfana de seguidores. Ni exenta de buenos argumentos. Nadie que carece de representación puede decidir cuestiones que afectan a lo íntimo de la comunidad política. La mayoría debe decidir. Sería contrario al autogobierno que es, precisamente, lo que caracteriza a la república, por lo menos a una democrática, en la línea de Montesquieu. Pedigrí de donde se abrevaron Brutus y otros, que van desde el populismo del presidente Andrew Jackson, con sus ambivalencias, hasta lideres libertarios actuales como el excongresista Ron Paul. La alternativa, como se ve, no es menor.
LA CUESTIÓN DE LA RACIONALIDAD
¿Cuál sería el instrumento más idóneo para decidir? ¿El gobierno de jueces o del pueblo democrático? Yo me inclinaría hacia la democracia como instrumento más idóneo. El valor de la democracia como un medio de debate racional, amplio y abierto, promoverá, procedimentalmente, más ojos y cabezas, pensando y sopesando hechos y principios relevantes. Y estará sujeto al control popular de cambios sucesivos si la ciudadanía también cambia en apreciación respecto a los temas decididos. Dicho esto, debo hacer una salvedad. Y muy grave. Se habla de procedimiento, y de razón instrumental de la democracia como también la de los jueces. Y eso no es todo. Ahí radica, precisamente, la gravedad: de que la decisión de la democracia como la de las Supremas Cortes, son solo parte instrumental de la racionalidad. No pueden ser la última palabra sobre la verdad de la realidad.
No puedo dejar de referirme a lo que T. Adorno (1903-1969) y M. Horkheimer (1895-1973), advirtieron luego de la Segunda Guerra Mundial en su texto “Dialéctica del iluminismo” (1947): la racionalidad moderna se vació de valores, afectos y, sentido religioso, dejando una razón desnuda instrumental que ha llegado a acordar (en varias democracias) o decidir (por Cortes Supremas) atrocidades. Hoy, en esta época de ese iluminismo tardío, tiempo de la posverdad, incluso, la misma razón instrumental, ha dejado de tener sentido. Por eso, no es extraño que, ante la afirmación de racionalidad científica de que en el huevo fertilizado o cigoto se encuentra un código genético, que permite diferenciar a un individuo de otro, se conteste: esa es tu autopercepción, para mí no es. Es la manipulación social, económica, sanitaria. La voluntad y el deseo, no la razón, dicen lo que el ser humano es. Comienza el transhumanismo. Por eso, el aborto es la madre de todas las batallas. No es un tema “religioso”. Si el cigoto no es un ser vivo humano-persona, y por lo demás, ser digno, todo es negociable. La calidad de la democracia republicana, y del Estado constitucional mismo, serán meras formas procedimentales vacías en la que a los débiles e indefensos se les negará humanidad por jueces iluminados o mayorías democráticas.
Fuente: www.lanacion.com.py
Domingo, 24 de Octubre de 2021
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