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MARIO RAMOS REYES
  LA PAZ COMO ILUSIÓN - Por MARIO RAMOS-REYES - Miércoles, 16 de Marzo de 2022


LA PAZ COMO ILUSIÓN - Por MARIO RAMOS-REYES - Miércoles, 16 de Marzo de 2022

LA PAZ COMO ILUSIÓN


Por MARIO RAMOS-REYES

Filósofo político

Atrévete a pensar”, acicateaba Kant (1784-1804) a la nueva generación de liberales. La liberación del ser humano estaba al alcance: bastaba el método de una moral racional. Liberación que no residía –enfatizaba el filósofo de Königsberg– en la falta de inteligencia, sino en la decisión y valor para servirse por sí mismo de ella. Sin el paternalismo de nadie más. El ideal del Iluminismo. La razón, la misma en todo tiempo y lugar, autónomamente, posibilitaría la meta buscada: la Paz Perpetua (1795). No más guerras. Buscar primero, moralizaba Kant parafraseando al Evangelio, el ideal de la razón y su justicia que la paz perpetua se dará por añadidura. Era el ideal cosmopolita liberal. Hospitalidad y soberanía. La religión bajo control racional. Basta de interferencia en otros estados. Gobierno del derecho y de los jueces.

Kant retomaba una propuesta antigua, la de los estoicos griegos y los iusnaturalistas racionalistas, sobre la universalidad de la naturaleza humana. Cada uno debe ajustarse a los derechos del otro. Era el republicanismo liberal, con la igualdad, como espolique básico. De ahí la necesidad del comercio, y de la globalización. Quien comercia, no pelea. El progreso ininterrumpido. Pero las guerras, sin embargo –tercamente– continuaron. Guerras coloniales decimonónicas. La primera y la segunda guerra mundial. Las de dominación e invasión. Los genocidios, el holocausto. La paz perpetua, entonces, ¿ha sido solo una quimera? Dos momentos de ese proceso histórico “kantiano” pueden ayudar a acercarnos a una respuesta, que hoy, aparece como razonable.

EL MOMENTO OPTIMISTA LIBERAL

El primero ha sido el optimismo liberal racionalista. La fe en el progreso que se había iniciado en el siglo diecinueve e inundado parte del veinte. Bastaba la implementación de algún principio racional jurídico-político, preconcebido, para que surja la paz. Las ideologías, lo incorporaron. Era la receta para que la convivencia social funcione. Seguid el ideal de la razón y su justicia que la paz perpetua se dará por añadidura. Y el ciudadano noble –ese buen salvaje rousseauniano-liberal que era explotado u oprimido por la sociedad injusta– sería liberado. Florecería, sería feliz.

Vana ilusión. La confianza de Kant en la moralidad del deber fue deconstruida más tarde, paradójicamente, por los mismos marxismos y liberalismos racionales. Sea en la versión de la libertad a rajatablas o la abolición de la propiedad, la propuesta de Kant fue vista con sospecha. Un engaño. Al ciudadano “kantiano”, protagonista de la paz perpetua, se lo deconstruyó como el buen burgués que, en última instancia, no hacía sino reproducir un sistema injusto que debía ser derribado. Así, muchos de estos últimos, “solo escuchan a sus propias envidias y odios. Son sordos a razones, moralidad, derecho”, escribía lúgubremente, a principios del siglo veinte, el historiador Teodoro Mommsen (1817–1903). Los nacionalismos románticos, con su antisemitismo visceral, permearon el subsuelo que perpetuarían las guerras. Y los odios, continuaron.

EL MOMENTO CONSTITUCIONAL DEMOCRÁTICO

El segundo momento ha sido el de la confianza en el Estado Constitucional de Derecho en la pos-Segunda Guerra Mundial. Fue una construcción más allá del fracasado Estado liberal racionalista. Se daba apertura a una esperanza. El humanismo integral de los padres fundadores de la Europa democrática, inspiraba. Adenauer, De Gásperi, De Gaulle, Churchill. La Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y llega lo impensable, el totalitarismo racional marxista se derrumba en 1989. La guerra fría pasaba a la historia. La pesadilla había terminado, y aquella paz liberal capitalista –en la hermenéutica del célebre Francis Fukuyama– se había logrado. Solamente quedaban los regímenes democráticos y capitalistas –racionales, libres, y cosmopolitas– para dirigir la historia. El conflicto se había superado en clave hegeliana.

Así, el constitucionalismo liberal democrático de la última década del siglo XX inundaba países, regiones, continentes. La razón argumentativa de las nuevas democracias deliberativas daba las bases sólidas a la paz. Aquella república mundial de la paz soñada por el solitario filósofo de Königsberg parecía lograrse. Cortes internacionales, tratados, globalización: todo apuntaba a un mundo idílico. Con la caída de la Unión Soviética, nuevas repúblicas, emergían. El mundo bipolar había dejado de ser tal. China se ganaba el estatuto de ser la nación comercial más favorecida. Pero de nuevo, las guerras, las invasiones, y los ataques, continuaron: Kosovo (1998), setiembre 11 (2001), Irak (2003-2011), Afganistán (2001-2021). La democracia constitucional europeo-transatlántica se defendía y atacaba y exportaba, en varios casos, su propuesta democrático liberal capitalista por la fuerza.

LAS RAZONES DEL YO

Todo este proceso histórico genera una pregunta obvia: ¿cómo es que una civilización, como la que dio nacimiento al racionalismo liberal y al constitucionalismo democrático llega a un punto de no solamente ser impotente de lograr una paz permanente, sino, de no tener, muy a menudo, las convicciones de defenderla? Una de las explicaciones más razonables fue ofrecida por dos pensadores de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno (1903-1969) y Max Horkheimer (1895-1973). En su “Dialéctica del Iluminismo” (1947) examinan no solamente el proceso acaecido desde el racionalismo, liberalismo, y las ideologías del siglo XVIII y XIX sino, y, sobre todo, la suerte de esa racionalidad en el siglo veinte.

Herederos de esa cultura, ambos pensadores, aceptan ese modelo de sociedad que había traído, indudablemente, progreso a la humanidad, pero advierten, el alto costo de su implementación. El de vaciar de sustancia, vía procedimientos legales, a la persona. La erosión del yo, de lo humano. Así, del concepto de ser humano, que gracias a propiedades moralmente relevantes –racionalidad y los fines son personas como sostenía Kant– se concluye que hay seres humanos más racionales y, por lo tanto, más humanos que otros. La democracia constitucional liberal, en su afán de asegurar las formas procedimentales, va definiendo poco a poco quién es persona y quién no, tendiendo casi exclusivamente a su función útil. Se rechaza, consensualmente, todo principio trascendente, y con ello, se relativiza la propia cultura, el sentido de la patria, los valores fundantes. El ser humano ya no cree en el logos eterno: su conducta se reduce a luchas de intereses que están determinados por el poder dominante. Y cuando lo humano queda merced de este, la unidad gira hacia intereses económicos o la tecnocracia.

Esto explica la falta de convicciones en la civilización de Occidente, y que ha envalentonado al nacionalismo antiliberal, chovinismo irracional de un déspota como Putin. Que se ha aprovechado de esta debilidad. Es que nadie lucha y menos muere por defender el cálculo infinitesimal, como diría Camus. Es un eco de lo que se decía las capitales europeas en la década de los setenta del siglo pasado: mejor rojo que muerto. Pero los seres humanos no somos realidades jurídico-políticas abstractas. La política no es solamente racionalidad sin más, si no que nace de un deseo del corazón, de aquello que estamos hechos, urgencia, exigencias, de justicia y verdad. Como Horkheimer y Adorno lo entreveían. Esa realidad cultural anterior del yo integral que la visión puramente procedimental de Kant dejó de lado. Y nos dejó, al final, con la única paz posible, la perpetua de los cementerios.


 


 

Fuente: www.lanacion.com.py

Miércoles, 16 de Marzo de 2022



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