¿Y SI VOLVEMOS A HOMERO?
Por MARIO RAMOS-REYES
Filósofo político
“La tarea de un educador moderno no es talar selvas, sino regar desiertos”, C. S. Lewis.
Todo el mundo habla de educación. Y de la necesidad de transformarla. A los políticos se les llena la boca opinando sobre ella. Se invoca incluso una revolución educativa como único camino de la democracia. Pero, ¿hay realmente esperanzas de que fuera así? Ciertamente, la infraestructura para una educación de calidad es necesaria. Mejores salarios para maestros. O la introducción de nuevas tecnologías. E investigación científica. Hasta inteligencia artificial. ¿Es eso suficiente? En un ambiente altamente politizado, uno no puede sino ser pesimista. Sobre todo, al ver las políticas educativas en manos de grupos o partidos, o el Estado mismo, para “solucionarla”. Cuando uno pregunta sobre cuál sería esa educación, comienzan los desvaríos. Y las disputas. Se habla de diversidades, de construcciones libertarias, de paradigmas inclusivos, se proponen proscripciones, exclusiones.
Yo, por lo pronto, soy desconfiado de mucho de eso. Por experiencia sé que multitud de conocimientos no inciden hoy en los alumnos de ninguna manera. Su pasividad es abrasadora. Creo, y lo he visto, que solo lo que es real mueve. Y esta realidad se moviliza por la pasión y el asombro por el saber. La curiosidad del maestro en primer lugar y luego toca el interés y la curiosidad de los alumnos. Mera información o técnicas, por más útiles o sofisticadas que fueran, no despiertan el entusiasmo por el saber. Pueden “enganchar”, eso sí, las neuronas, y generar una adicción al instrumento tecnológico, sean notebooks, móviles, pantallas. Pero pasión por el saber, difícilmente. Aunque, y es lo preocupante, los medios digitales se han convertido en fines. Hoy son dueños de voluntades y, sobre todo, del tiempo vital de niños, jóvenes, adultos. Dictadura digital educativa sin checks and balances. ¿Qué pensar de todo esto? Por lo pronto, tres cosas: que la educación no es un método, que no es una praxis transformadora, y tampoco es información. Reparemos.
LA EDUCACIÓN NO ES UN MÉTODO
Incorporación de tecnología, ciencia, innovar: ese parece ser el mantra que reconciliaría la educación con el progreso hacia una auténtica democracia. Así, la educación se convierte en un método: hacer sin pensar o minimizando su contenido. Y no importa que los que hablan de cambio en educación sean liberales, cristianos o conservadores: lo que cuenta es el procedimiento, la didáctica. Y ello exige que la educación se identifique con el método. Competencias neutrales sin mucho contenido. Formas. Resultados medibles, utilidad práctica. Transformación sin que se defina muy bien cuál sería la materia de dicha forma.
Y así, lo humano que se debilita. ¿Por qué? Porque la educación no es un método. Ni una estrategia. Eso es secundario. La tradición educativa que nace y forma las democracias en Occidente afirmaba algo diferente. La educación era, y aún es, un arte. Supone un encuentro personal, que no se cristaliza en una formalidad técnica. El acto educativo nace del asombro del educador –sea este el de un jardín de infantes o universitario– hacia la realidad. Las preguntas sobre la misma. En el principio no era la autoridad del power point, sino el logo, la palabra. La educación es educere, sacar fuera, dar a luz la verdad. Contemplar el ser de las cosas. Un encuentro que posibilita desarrollar aquello de lo que una persona es.
LA EDUCACIÓN NO ES PRAXIS TRANSFORMADORA
La hipertrofia de la didáctica y los métodos, digitales o no, han escamoteado la verdad. ¿Por qué? Porque han oscurecido los contenidos de la educación. A la tecnología que se ha estado utilizando como parte de una praxis transformadora le escandaliza la verdad. Se propone, si que de una sociedad tradicional se debe transformar en otra, aparentemente, más avanzada, progresista. Pero donde todo es relativo. Esto supone que la realidad no puede ser contemplada para comprenderla y escudriñarse a través del arte educativo del encuentro. De ninguna manera.
La realidad deviene para esta praxis en pura contradicción. Es el eco aquel de patricios y plebeyos, siervos y nobles, burgueses y proletarios. Opresores y oprimidos. Se hace honor a aquella tesis 11 de Marx sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Si esta narrativa es así, entonces solamente una educación transformadora pondría fin a la dicotomía infame de antiderechos y liberadores. Llegar a esa conclusión me es incómodo. Es la hidra de Lerna del marxismo a la que se le corta una cabeza y le brotan dos. Pero es la realidad: la educación que se propone hoy para transformar el ethos social, está confiada a la praxis de avance ilimitado de los derechos y la liberalización permanente de las costumbres. Está en las antípodas de la racionalidad y la fe judeo-cristiana que alguna vez conformó la moral de Occidente.
LA EDUCACIÓN NO ES INFORMACIÓN
Por eso, las cancelaciones, el canon de los grandes libros excluidos. No más el sexista Shakespeare, o Aristóteles, el esclavista. No es mera coincidencia. La globalización, como proceso económico, requiere la homogeneización del mundo. Disuelve las culturas nacionales, nivela sus diferencias convirtiendo el mundo en algo indiferente. Solo información homogeneizada, políticamente correcta. Por eso, la educación se reduce a su empleabilidad. A satisfacer demandas sociales. Demandas de una sociedad. Y aparece el Estado, o mejor, el estatalismo dirigista, en todos los niveles, como medio coactivo para uniformar los modos de actuación. Se quiere formatear a toda la ciudadanía sobre qué es lo inclusivo, la diversidad, el significado del derecho.
Por eso, esta visión suprime o minimiza las humanidades. Se las tiene de “adorno”. Pues son precisamente ellas las que permiten –antes de hacer– pensar sobre el hacer. Sin historia no se sabe en qué mundo se vive. Sin filosofía, no se sabe lo que es preguntar. Sin literatura no hay creación ni belleza. Al privar a nuestros jóvenes de esa cultura humanística, no solo les quitamos, simplemente, las oportunidades de éxito profesional, les impedimos, sobre todo, la capacidad de reconocerse como personas: de ser libres, únicos y profundamente humanos. ¿Dónde buscar, entonces, la verdadera educación? La que no es un método, mera praxis o información. En la realidad perenne de las cosas. Educación en su originalidad, que enfatiza lo que el ser humano es, y hace, y crea, independiente de las circunstancias. Algo que se forma en las humanidades, fuentes de auténtica democracia y que provee la belleza, la bondad y la verdad. Es la propuesta que hice, recientemente, a un grupo de estudiantes: ¿Y si volvemos a Homero y su relato de Ulises en la Odisea donde sienta las bases de la ética y de la civilización occidental?
Incorporación de tecnología, ciencia, innovar: ese parece ser el mantra que reconciliaría la educación con el progreso hacia una auténtica democracia. Así, la educación se convierte en un método: hacer sin pensar o minimizando su contenido.
Fuente: www.lanacion.com.py
Domingo, 16 de Julio de 2023
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