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ALFREDO GRIECO Y BAVIO

  OE KENZABURO, LAS LEYENDAS DE UN NOVELISTA JAPONÉS - Por ALFREDO GRIECO Y BAVIO - Domingo, 16 de Abril de 2023


OE KENZABURO, LAS LEYENDAS DE UN NOVELISTA JAPONÉS - Por ALFREDO GRIECO Y BAVIO - Domingo, 16 de Abril de 2023

OE KENZABURO, LAS LEYENDAS DE UN NOVELISTA JAPONÉS

 

 

Por ALFREDO GRIECO Y BAVIO


 

alfredogrie@gmail.com

Existen hasta la fecha solo dos Nobel de Literatura japoneses. El primero, Yasunari Kawabata, murió hace más de medio siglo, en 1972; el segundo, Kenzaburo Oe, ha fallecido en marzo. Para la comprensión de la obra de Oe y de las posibles razones de su real aunque inconfeso olvido, pocas palabras podrían prepararnos tan bien como las que hoy le dedica el escritor y periodista Alfredo Grieco y Bavio, desde Buenos Aires, en exclusiva para El Suplemento Cultural.

El miércoles 29 de marzo, sólo después de que la familia hiciera públicas las exequias del Premio Nobel de Literatura 1994, la radio estatal francesa dedicó un unitario de 58 minutos al narrador y polemista japonés, francófilo y francófono, que el viernes 3 había muerto en Tokio, a los 88 años. El título del programa deslumbra o amedrenta por su exactitud de acierto perfecto: «Kenzaburo Oe, ¿escritor abandonado?».

Con precisión no menor, Géraldine Mosna-Savoye, anfitriona radial de France Culture, había identificado la seña de identidad del abandono del escritor. Al morir en 2023, Oe no era más leído ni mejor conocido que tres décadas antes, cuando en 1994 la Academia Sueca anunció que este prolífico novelista, ensayista y cronista del Japón había ganado el Nobel literario del año. Los temas de la narración ficcional y la argumentación ética y política de Oe recurren y confluyen. En cada uno hay una derrota y una humillación. Los fracasos y desafíos de la segunda posguerra mundial. La victoria militar de los otros había abierto al joven Kenzaburo a novedosas experiencias de dolor extremo. Su padre había muerto en 1944 creyendo en la misión divina del Imperio y en la divinidad personal del Emperador.

Cuando en 1945 el archipiélago oyó por radio a Hirohito leer la capitulación del Japón, la rendición incondicional, quedaba probado que el palacio imperial de Tokio no estaba habitado por un dios sino por un monstruo mentiroso. Esta era la humillación. No el triunfo de los Aliados que ya antes habían vencido a las otras dos potencias del Eje de la ultraderecha, Mussolini y Hitler. Y esta humillación había sido precedida por dos genocidios, también humillantemente escamoteados y sustraídos del conocimiento de la tropa rasa japonesa. Las dos bombas atómicas arrojadas por EEUU sobre las ciudades de Hiroshima y de Nagasaki. Dos exterminios masivos instantáneos, dos Auschwitz fulgurantes, uno después de otro. Dos altos hongos atómicos: dos acontecimientos, en vez de la larga duración del humo de las chimeneas de los hornos crematorios.

Genocidios generados por ciencia y técnica suficientes para hacer ingresar a la humanidad en una nueva era de su historia, propiamente atómica. Simultáneamente, el Ejército japonés se hallaba dedicado a la organización de otro genocidio, sin energía nuclear, e incluso sin armas de fuego en una coyuntura en la cual, como en la actual ucraniana, cada munición cuesta y cuenta. Oficiales y suboficiales promovieron, en una campaña disciplinada y sin desfallecimientos, el suicidio colectivo de la población okinawense, la más austral del archipiélago japonés, la cabecera de puente del desembarco de las tropas norteamericanas. El Ejército del general Douglas MacArthur, el militar más condecorado en la historia de EEUU, se iba a convertir en fuerza de ocupación. Por primera vez, Japón había perdido una guerra, por primera vez se veía invadido y ocupado por una potencia occidental, por extranjeros que iban a decidir el destino del país, sin ofrecer a sus habitantes opción alternativa ninguna.

Dos de los libros más políticos de Oe son sus Notas sobre Hiroshima y sus Notas sobre Okinawa. De los más íntimos también. Porque el 6 de agosto de 1945, a los diez años de edad, él había visto, con sus propios ojos, a la distancia, cómo un hongo llegó a cubrir el firmamento cuando desapareció la ciudad de Hiroshima.

Hasta ahora, sólo en dos ocasiones de la Historia humana fueron disparadas en una guerra armas atómicas ofensivas. Sólo en dos ocasiones conoció la Tierra la temperatura del sol. En Hiroshima y en Nagasaki, el calor quemó a todas, a todos, a todo. Sólo en dos ocasiones se hicieron caer bombas atómicas, y las dos veces para el asesinato en masa de civiles, no para destruir o inutilizar objetivos militares. Y en estas dos únicas ocasiones, quien arrojó las bombas fue una democracia liberal. Oe nunca abandonó la inteligencia de su socialismo ni la intransigencia de su antiarmamentismo. Siempre vio en el Japón democrático de la posguerra un país consumista que no había renunciado a su identidad fascista imperialista anterior.

Siempre se manifestó Oe contra los usos pacíficos de la energía. Cuando ocurrió la catástrofe del reactor nuclear de Fukushima vio a una nación que, a la hora de cometer genocidios contra su propio pueblo, había alcanzado el nivel de sofisticación del que carecía en 1945 en Okinawa. «Repetir el error, mostrando, a través de la construcción aproximativa y el mantenimiento descuidado de reactores nucleares el mismo desprecio de 1945 por la vida humana, es la peor de las traiciones posibles a la memoria de las víctimas de Hiroshima», escribió, después del desastre de 2011, en un artículo para la revista New Yorker, la misma que en 1946 había dedicado un número completo, con exclusión de cualquier otro material periodístico, a la crónica Hiroshima de su enviado especial John Hersey.

Oe se graduó en Literatura Francesa en la Universidad de Tokio. Y después se doctoró con una tesis sobre Jean-Paul Sartre. Mientras estudiaba, viajaba, trabajaba como periodista. Llegó a China después de 1949, después de la proclamación en Pekín de la República Popular. Conoció a Mao, a quien entrevistó, y admiró. Viajó a Europa, y marchó por las calles de París en protesta contra la guerra de Argelia tomado del brazo del protagonista de su tesis doctoral. «Sartre era una persona encantadora, estaba siempre feliz –referiría mucho después Oe–. Para estar contento, todo el tiempo se citaba a sí mismo, y se sonreía del gusto».

Resulta un tanto extraño advertir que un término como autoficción sea cuarenta años más joven que Oe. Porque este comodín se presta para una primera, apresurada, pero no insatisfactoria definición genérica del conjunto de su obra. Porque el otro gran plexo de temas y problemas de su obra proviene de su biografía individual, singular, cuando la biografía de su generación da un paso atrás, aunque sólo uno, y queda en un segundo plano como contexto determinante.

La obra propiamente de ficción de Oe consiste en una serie de cuentos, nouvelles, novelas, novelas río en más de un volumen, con un eje nítido: en cada caso, cada relato es la (con)fabulación de las relaciones de padres con sus hijos. De hijos (varones) huérfanos de padre, como quedó él en 1944, como quedó Japón en 1945. O de padres sin experiencias con hijos disfuncionales. Discapacitados. El mayor acontecimiento de mi vida, al que le debo todo, fue el nacimiento de mi hijo primogénito. Autista. Con capacidades muy diferentes. Con una incurable, intratable lesión en el cerebro. El libro más famoso de Oe, Una experiencia personal, es también el más directo o lineal en el valerse de la autoficción, porque adopta el formato, más clásico, o más reconocible, de la novela autobiográfica o autobiografía novelada.

El alba, la aurora de la literatura de Oe, es este crepúsculo, este derrumbe simbólico, colectivo, personal. Pero a Oe le repugnan el papel de las víctimas, el juego de la reinvención, la lisonja de la resiliencia. Su horizonte era todavía el del siglo XX, aquel donde el protagonista de todas las guerras es el combatiente.

 

Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Edición Impresa del Domingo, 16 de Abril de 2023

Página 1

www.abc.com.py

 

 

 

 

 

 

 


 

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