SOBRE TU PIEL OSCURA
JOSÉ ANTONIO BILBAO
Colección Poesía, 56
© JOSÉ ANTONIO BILBAO
Alcándara Editora
Edición al cuidado de: C.V.M., J.M.G.S. y M.A.F.
Diseño gráfico: MIGUEL ANGEL FERNÁNDEZ
Viñeta: CARLOS COLOMBINO
Tiraje 750 ejemplares
Hecho el depósito que establece la ley 94
Se acabó de imprimir el 24 de agosto de 1982
en los talleres gráficos de Editora Litocolor
Asunción del Paraguay
A Hérib Campos Cervera, que nos mira desde un lucero;
Josefina Plá, Oscar Ferreiro, Augusto Roa Bastos,
Hugo Rodriguez Alcalá y Elvio Romero,
que aportaron a la poesía paraguaya la originalidad que le hacía falta y
que extrajeron de hondos socavos terruñeros una vitalidad telúrica
y humana, largamente desdeñada.
SOBRE TU PIEL OSCURA
Patria de mi alegría y de mi duelo
HERIB CAMPOS CERVERA
I
Siempre sentí sobre tu piel quemada
la anunciación callada de tu arribo.
Venías en silencio y tu recibo
era suma de aroma y madrugada.
Bajabas hacia mí como una amada
en busca del amante receptivo,
que su cuota de amor lleva al activo
en que se encuentra el beso y la mirada.
Sobre tu piel oscura me acostaba
para beber el agua de tus pechos
que iba contigo, pues contigo andaba.
Y si dije que sí y que te amaba
al sentirte raíz en mis barbechos,
nada perdías y tú y yo ganaba.
II
Recorro tus caminos. Suave y lerdo
tu mineral cintura yo aprisiono
y sin salir de tí, en tí me pierdo
que perderse en amor no es abandono.
No repudié tu nombre ni recuerdo
haber alzado contra tí mi encono.
Escriba fuí de mi secreto acuerdo
de ser tu voz de enamorado tono.
Rezando estoy y si entretanto lloro
"patria de mi alegría y de mi duelo"
toma de mí la piedra, guarda el oro
que para andar, romero en aventura,
basta mirar, sobre la cruz del suelo,
tu piel hermosa, tibiamente oscura.
LA TIERRA
I
Un puñado de luz
incierto aún, niño de pecho
en la claustrada oscuridad del brazo
su débil grito en tus oídos deja,
tierra.
Signo amarillo,
polen alegre bajando misterioso,
que acaricia tu frente
y llena tu figura humedecida,
tu rotundo contorno
oscuro, verde y rojo,
tierra.
Baja hacia tí
para llevarte en andas
y después que te desnuda
palpa tu sombra desvalida,
siente tu corazón caliente
y tu sangre ya madura, tierra.
Un puñado de luz
sobre tu piel oscura.
II
Ya está el tropel
en la inicial mañana
y en la insaciable luz que lo reclama.
Una cítara escondida, de carne traspasada,
nubla la voz del viento.
Claro y preciso el aleluya sube
por los altos ramajes del silencio.
Música viajera
por caminos de tiempo,
nacida de una sangre diminuta
que busca el aire para andar corriendo.
Música para tí
que en hierba y arenal,
que en surco y flor
tu litoral dibujas.
Para ti, amanecida tierra,
que palpitas en todas las raíces,
que lates en las hondas y oscuras cavidades
un memorial de trinos
te entrega una embajada de mil pájaros.
Amanecida tierra,
tu figura, también, está en el aire.
Tu amigo, el hombre,
tu seductor diario,
te ve surgir desde su humilde rancho.
Cantan los gallos.
De nuevo, frente a tí, está ese hombre.
Desde niño aprendió tu abecedario,
tu morena lección,
tu catecismo de rastrojo y tallo.
Conoce tu secreta austeridad,
tu bendita sencillez antigua.
Sabe por qué pronuncia bien tu nombre,
por qué te raja, te abre en surcos,
te llena de horribles cicatrices
y al parecer se vuelca como un loco
sobre el callado dolor que no lo aplaca.
Eres el pan,
la pequeña alegría de la mesa,
la caricia de la mano amante,
la sonrisa de la cara hundida.
Eres la claridad
para su vida en actitud de espera.
Poca es la miel
y mucha la sal en su quehacer de espigas.
Tú, blandamente sometida
al yugo de su ardor, de su pujanza arisca,
sabes que cuando vuelve ahito
pondrá en tu frente su vincha de guaranias
y hará subir tu nombre en la guitarra.
Te ama
desde la honda soledad que cruza,
desde su pie desnudo hasta su pelo endrino.
No te habla con palabras.
Moja su pecho y el tuyo con amargas aguas.
Amargo río que de tí no nace pero en tí acaba.
Tierra:
tu centinela está de pie, en el alba.
IV
La diez de la mañana.
¡Qué resplandor te llena!
¡Qué muros luminosos te encarcelan!
Claro el maizal ondea.
El algodón supera toda nieve volandera.
Va camino del rancho
quien te inundó de granos los hondones,
satisfecho, orondo
de tu instancia materna,
de tu desdoblamiento en múltiples renuevos.
Lleva el sol en los ojos
como un conquistador su espada
y en el pajizo sombrero
una luz envejecida
como su misma soledad de hombre.
La senda roja
que de su pie descalzo conoce la medida,
une tu airosa plenitud colmada
con su rotunda majestad vacía.
Te mira de reojo,
soslaya tu contorno
y lanza por la boca
un silbo largo con sabor a trópico.
Va camino del rancho
bajo un arco de espigas.
Espigas,
al aire espigas
llamándose con voz amarillenta;
al aire el chorro alegre
-el humo musical de la espesura-.
Al aire el silbo del rudo labrador
que, mientras va hacia el rancho,
tiene el alma desnuda
como tú, tierra,
que lo esperas,
que estás tendida en esta luz, urgida.
V
Se siente el vuelo de los ángeles
y tiene la mudez preludio de oro.
Sobre los verdes pabellones mudos,
sobre la ancha plenitud del suelo
¡qué derramada miel llega hasta el hombre!
¡Oh solicitud de la campana
bajando hasta la luz desvanecida,
apuntalando a la yacente tarde!
Un hueco de cantos ardorosos,
un deceso de pájaros triunfales
mustia el clavel del aire
que no sabe escapar,
que es un meandro entre los árboles.
Te veo, tierra,
en una solitaria dulzura de cenobio
pronta a dormir.
Te arropa el faldellín de los maíces
y el algodón con su ligera nieve.
Y una sombra madura que se acerca
te cubrirá sin miedo.
Aguardas, tierra,
que el sueño te bendiga
y la noche te unja con sus óleos.
Aguardas un agua que no es tuya,
que no manó de tu costado joven.
Pronta a dormir,
ajena al espionaje del lucero,
al velatorio de la Cruz del Sur.
¿Y esa pequeña luz?
Es de tu amigo el hombre.
Quiere cantar
su propia noche interminable y honda.
Aprieta el corazón de la guitarra
y sangra el suyo en la guarania india
arrastrando un torrente de raíces,
un gran río cobrizo y español.
Trae del fondo su poema inmenso
y aguarda el canto nuevo, la cítara de Dios.
LA SELVA
I
Sobre tu cuerpo verde,
sobre tu piel de sombra humedecida
bailan los dedos de la luz naciente.
Pero no llega hasta tu vientre henchido,
de golpe, casi cortante,
la dulce claridad que acoge el agua
y que resbala entre la piedra oscura.
Tiene que perforar, con acerada punta
tu coraza de savia y cabelleras,
tus brazos retorcidos,
tus manos arrugadas, a veces carcomidas.
Baja hasta tu centro
por cuerdas que en el aire están tendidas,
por angostas veredas,
caminos que fatigan los mensúes,
fatiga de la sangre y de la hombría.
II
De pie, frente al gigante verde
a muerte sentenciado,
un hombre, ya verdugo
apronta la cuchilla deslumbrante
mientras oscura queda su silueta dura,
su torrentera vertical de sangres.
Es el mensú.
En la intrincada maraña luce como un arcángel
desnudo, cobrizo, cuarteado de soles.
Va a cumplir su rito, su liturgia
esa que gime en cada golpe hundido,
en esa intermitente ternura de la muerte.
Listo para abatir,
para quebrar agujas amigas de los cielos,
para torcer el rumbo a vientos tropicales.
Es un verdugo raro
este que lleva a cuestas su dolor antiguo,
su vieja polvareda de huesos sin sepulcro,
su desnudez selvática,
su poblada melena, sus músculos fibrosos,
su cántico cargado de angustias y abandonos.
Canta su hacha una guarania sin pájaros campana.
Suena su arpa vacía. Tiene la cuerdas rotas.
III
Fino el aire
-corza sin cuerpo en el azul dormido-
pasó ligero
por un aéreo camino de chispazos.
Sobre el oscuro cerro
que ya no luce desvestido y áspero
un fuego que las savias va quemando
permanece intacto.
Es el color de vinos vesperales
recorriendo senderos sin atajos,
subiendo como el humo
por las calladas manos vegetales.
Es el rojo corazón del bosque
que ha duplicado sus diástoles
y ensancha su venero enrojecido
sobre el erecto pecho de cien árboles.
Oh lapacho, de veras centenario,
abuelo verde que te has vuelto gallo,
que calientas el aire de la tarde
que pasó sobre tí robándote tu clámide.
Viejo árbol. Si te espera la muerte
deja que caiga sobre tierra fértil
tu florido corazón cansado.
IV
Qué quietud sin orilla,
qué soledad abierta y descansada
transforma la semilla
y vuelve más segura y transformada
la vegetal figura arborizada.
Qué dormir sin dormir,
que pugna más siniestra se revela
en el cerrar y abrir
de unos ojos que sueñan con cautela,
la pata pronta y la garra en vela.
Qué luz marchita y pobre
cala el tamiz de verdes soledades
y en el bronce y el cobre
que pugnan por salir de soledades
la vida es como fiebre de humedades.
Y pronto la espesura,
que con grillos parece prisionera,
desgarra su envoltura,
rompe muros de sombra y de madera
y amanece doncella madruguera.
Y entonces brilla y canta,
triunfa en el cristal que el aire aprehende
y con alas levanta
otros muros de amor que el celo entiende
porque en celdas de carne se desprende.
Y canta, canta, canta,
es un arroyo que la piedra pule,
es una gran garganta
que no tiene en el alba quien la emule
ni flauta que la achique ni la anule.
V
Suena como un desgarro en el silencio verde
la voz del hombre que ha matado el árbol.
Tiene ya su nombre el mástil abatido.
Una medida en la libreta sucia.
Oro será, este coloso muerto
que se quedó sin pájaros,
que se vistió de sombra para ser llevado
como un ahogado sobre un río claro.
RÍO EN CRECIDA
Agua y agua, nada más que el agua.
La onda inmensa avanza.
Tierras, ranchos,
están bajo su férula de plata.
Ya no hay barrancas.
El río las amó demasiado
y las cubrió, ciego amador,
hasta tocar la entraña.
Una procesión, muy larga,
viene, en silencio,
desde remota soledad cargada.
Camalotes. Islas viajeras verdes
bajan, una detrás de otra,
con su secreto vegetal
sobre la airosa espalda.
¡Qué misterios anuda la crecida
sobre la pobre tierra ahogada!
El hombre, el ribereño,
viejo pastor de aguas,
arrea su tropilla con un silbo
por donde se le escapa el alma.
Y allá va con su tristeza a cuestas
en busca de la tierra alta.
Un atado de penurias,
de miserias ancestrales,
carga sobre su lomo
mientras el agua pasa.
Ella, como una boca hambrienta,
todo lo traga.
Y no sabe que, mientras busca el mar,
quiebra una voz, desata el miedo
y hunde su fría espada
en carnes que no tienen
más que una sola escapada.
Es una muerte ancha
la que a su lado viaja,
y lo que fue llanura y pasto,
aire tranquilo y árboles,
es una gran mortaja.
Cuando el agua avanza,
saliéndose de madre,
la brisa se humedece
y el silencio se enjuaga.
Pero cuando el mar la reciba
volverá a su rutina antigua
que en el día callado
es cascabel y sonaja.
TARDE
El agua de la crecida,
agua invasora,
ya no es incolora
y está vencida.
Se fue cansando
y se quedó dormida
o dormitando.
Llena de pájaros viajeros
-gallinetas, patos-
tiene la paz de los esteros
y la hurañez de los gatos.
Yo la miro y la repaso.
Convertida en lagar inmenso
se ha vuelto vino denso
con las uvas del ocaso.
Una lumbre, como una estrella,
a lo lejos,
es una escarcha de reflejos
y destella.
Es el rancho de Taní,
el botero.
Del agua, obrero,
y del río, su raíz.
La crecida
lo sacó de su barranca
y lo llevó en el anca
en una amanecida.
Ahora está en la altura
y prende su farol,
su rosa de hermosura,
su único arrebol.
La tarde,
convertida en vino
arde, arde,
subiendo hasta el camino.
Yo la miro
y en el aire, encendido,
vuela mi corazón herido.
LA CIERVA
Vino desde lejos.
La gran crecida
la sacó de su querencia
para un exilio silvestre.
Pasó llanos,
pasó esteros
y en la pequeña lomada descanso,
porque era el tiempo.
Allí, de noche,
parió un cervato.
Agil, pequeño
y bello.
Con él anduvo corriendo
mientras el agua
ensanchaba su espejo
para copiar incendios.
La vieron
cazadores.
Sintió su olor,
sintió quizás su muerte.
El hombre es un peligro
más cierto que el de un tigre.
El cervato,
prendido a sus pezones,
no sentía que un río de temblores
bajaba entre las tetas con la leche.
La siguieron, entre juncos.
Eran dos mimbres
rojizos
saltando, ligeros.
Hubo un estampido.
Y un mimbre, para siempre,
se quebró en el aire
azul y vivo.
Quedó el cervato
de puro miedo, helado, frío.
EL GALLO
Empina con el alba su copete
mordido por luceros,
urgido por relentes.
Canta
y es el reloj caliente
de la estancia.
Pico y garganta
ofrece al sol que a la distancia
repunta una majada
de color naranja.
Y del lapacho cae
como una ola de amor
salvaje y ancha.
Corre hacia la chacra
con el clarín en alza
y es, en el aire,
una mancha. volátil, roja,
una punta de lanza.
Desde el fogón,
con humazos delante,
lo mira el hombre:
rostro de aceituna,
piel de yerbamate.
Y yo veo en sus ojos
un acero escondido
y un llanto rebelde
que no ha hallado su río.
PÁJARO CAMPANA
Suena en el bosque, suena limpia y clara
y al silencio lo pone de rodillas.
La verde catedral le abre mirillas
para que luzca muy pequeña y rara.
Va desgranando sones sin apuro
y recibe en el aire otra respuesta
que denuncia en un sopor de siesta
la arbórea vida del verdoso muro.
Al susurro del agua van unidos
los agudos repiques de alto vuelo
que, de a poco, se alejan y perdidos
recalan en veredas, donde hacheros
hacen sonar las hachas contra el cielo
abriendo una ventana a los luceros.
EL HACHERO
Solo, tremendamente solo, fiero
verdugo, de sudor muy mal pagado,
está frente a un coloso el duro hachero.
Su cetrino y nervudo brazo armado
tiene el volcán del hacha contenido
y el estruendo del rayo, demorado.
Ojos verdes lo miran, detenido.
Una larga melena aún se mueve.
El aura, con sus dedos, toca un nido.
Un manantial de savias se conmueve,
sin saber que su muerte es cosa cierta
como la flor del aire, joya leve.
El hachero comienza su jornada.
Certero golpe la corteza acierta
y un crujido de cales vegetales
escapa de una entraña que está abierta.
El hacha del hachero está, templada.
El hombre que maneja los metales,
que rompe arquitecturas centenarias
tiene los pies con grillos de yuyales.
El hacha es la tormenta desatada.
El también tiene celdas solitarias
y noches que comparte con fogatas
y otras luces que son como corsarias.
El hacha es su defensa más preciada.
Hay un fulgir de sones, cataratas
que resuenan en aires ya violados
y mueren entre arbustos y entre matas.
El árbol y sus ramas, violentados,
están sobre la greda colorada
y de puro muertos, destrozados.
Y el hachero no ignora que azorada
una campana romperá la siesta
y dejará en la paz de la floresta
un repique de sangre y voz alada.
El hachero ganóse su jornada.
LAS MANOS HUMILDES
Están, sobre el regazo,
caídas como dos pájaros muertos.
Vencidas por una fatiga de siglos,
llenas de un viejo polvo de tristezas.
Caídas.
Tienen dura trayectoria
y hermosa sencillez de senda antigua.
Por su maraña de nervios abatidos
anda la sangre con rumor de orquídea
y la vida como pálida viuda.
Caídas.
No se alzan para la maravilla
de la joya, para la luz prestada.
Sólo el color del pan tostado
puede resplandecer cuando las miro.
Son toscas como madera virgen
tumbada a golpes en el silencio oscuro;
como pedrusco agudo
que lenguas de agua no lamieron.
Son rudas como cortezas,
como cueros incurtidos.
Tienen sequedad de calcinado huerto
y una avidez de arena ardida.
Pero esas manos caídas,
morenos pájaros yacentes,
trazan de sol a sol una parábola
y dibujan una cúpula de esfuerzos.
La madrugada las anima
como al cercano bosque
y van como palomas acechadas
de un árbol a otro.
Están caídas, ahora,
cuando ya la noche su liturgia empieza
y un sacristán azul enciende velas.
Caídas, como pajarillos muertos.
Pero el alba las verá de nuevo
tensas, firmes, llenas de amor, ardientes,
repletas de la sangre que nos quema,
que nos devuelve a Dios que nos conserva.
Y, entonces, esas manos, rugosas manos
que están llamando un aldabón de tierra,
tendrán la suavidad del musgo joven
y un aroma sutil de rosa entera.
EL SANTERO
Rudas las manos, clara el alma ardiente
tiene Cepí, tallista. Su madera:
un pedazo de cedro de ladera
con mucho de perfume y de vertiente.
Con un filo de aurora balbuciente
cala el cuchillo, muerde por doquiera,
mientras su rostro, que la luz altera,
copia la santidad, busca la fuente.
Labra con sencillez y una oración
va brotando a la par de la figura.
Talla un santo, rasgando el corazón.
Pero el taller es cielo y es aroma
y la madera cobra su hermosura
porque Cepí la transformó en paloma.
EL AVARÉ*
Tiene en los ojos una luz antigua
que relumbra, fugaz, entre los montes.
Cariátide de tierra, estantigua
perdida en lejanías y horizontes.
Se abraza a su raíz de soledades,
a su misterio vegetal y ardiente,
mientras vigila en pardas oquedades
telúrico depósito yacente.
Carga un temblor de lanza destrozada,
una orquídea de flechas sin destino
-corazón de su raza arrinconada-
pero guarda el payé sobre su pecho
y antes de errar sin rumbo, peregrino,
sobre un colchón de yerbas tiende el lecho.
Avaré: sacerdote de los guaraníes.
Payé: hechizo, encantamiento.
LLAMADO PARA EL JINETE QUE SE VOLVIÓ HACHERO
I
Estás de nuevo orando,
orando a tu modo.
Tienes, aún, los ojos renegridos
poblados de luciérnagas veloces.
Estás en una esquina de tu catedral a oscuras
esperando, quizás, el descenso de un ángel.
Tú, tan pequeño y grande,
tú que tienes en las manos callosas
una proclama de muerte implacable
o una tregua graciosa con pájaros.
Estás orando en el mayor silencio.
Te oyes tú mismo;
tu rezo está en la sangre,
viajera que no puedes apartar de tus huesos.
Te he visto en el sobrado
ir repuntando estrellas en otros mundos blancos,
contando los vellones de viejas claridades,
despierto sí, despierto, porque te espera un día
en que serás verdugo de hacha y de machete
talando tantos mástiles, vigías que tenían
orquídeas en el pecho
y un canto mutilado.
Tú mi bravo amigo de cobrizo torso,
de pantalón raído como tu vieja torre.
Qué historia de rudas soledades innombrables
escribes en un libro que no conoce nadie.
Quién sabe tu misterio de solitario amante,
el rostro de tu novia perpleja y azorada,
perseguida, acosada y vencida entre verdores
por tus duras manos de varón violento.
Estás de nuevo orando.
Tú, el montonero aquel que incendiaba los aires,
que un día abandonó su hembra y su guitarra
y se perdió en la noche;
tú, montonero, callas,
mientras la brasa roja columpia su girándula
y en ella va hacia arriba una amapola intacta.
II
Yo sé tu nombre ¡oh! corazón cautivo.
Si lo grito sólo responderá la piedra,
si lo digo en voz baja se ahuecará en silencio,
descenderá hasta volverse agua.
Lejos estás de tu sonoro potro,
lejos del viento arisco acongojando pastos,
del brazo azul que se retuerce en río,
del fuego que madura los naranjos.
Aquí no eres más que un número, una cifra
en la libreta que se llena de árboles.
Te llaman hachero en soledad hundido,
apretado al silencio que se enrosca en tus manos,
prisionero entre muros de sombra humedecida,
encarcelado al tiempo que trepa por los palos.
Amigo mío, jinete que abandonó los campos,
que ya no triza margaritas de agua,
vuelve.
Nada tienes que hacer aquí, perdido.
No seas un carancho entre pájaros mudos.
Nada queda de tí en esta bóveda ardiente.
La huella de tu pie ya la borró la víbora;
el fulgor de tu brazo violenta gusaneras;
el grito de tu pecho no puede ser sonoro
porque murió en la boca antes de haber nacido.
Vuelve. No dejes tu osamenta para pasión de hormigas,
para terror de otros que afilarán su miedo
mirándote vagar por escaleras verdes
llevando como carga el brillo de un relámpago.
Estás orando a tu modo.
Deja tu catedral a oscuras.
Lejos, muy lejos, sobre una loma clara,
allá donde se pierde el aire entre caminos,
hay una estrella acollarada a un rancho.
FELIPA
Cuando los gallos repuntan
los luceros azulencos,
como una niña coqueta
despeina el alba su pelo.
Y pasa del amarillo
a los cobres más violentos
mientras templan sus rabeles
los transeúntes del cielo.
Como una cáscara inmensa
que se rompe sin estruendo,
está el día perfilado
en la veleta del viento.
Entonces a los corrales
va Felipa, la morena.
Dos tachos lleva en sus manos
y un jarro que en ellos cuelga.
Derecha como una caña
de que la brisa hace flauta
y hermoso mimbre en cuclillas
cuando paciente, trabaja.
Los muslos la ropa marca
y queda la piel sin vaina,
tostada como una hogaza
en un tatacuá de raza.
La blanca blusa se pega
a dos inquietas manzanas
que suben y bajan firmes
cuando el ordeñe es sin pausas.
Quien la ve cómo se afana
entre quejumbres de vacas,
piensa en los dulces requiebros
que dice el aire en su falda.
Mulata de limpios ojos
aunque con hondos misterios,
¡qué canaletas de amor
hacen fluir sus secretos!
Nadie lo sabe. Si calla
será porque allá en el fondo
el hombre de sus quereres
no tiene cara ni nombre,
o porque quiso engañarla
y le robó en una noche
todos los zumos del cuerpo
entre las tramas de un catre,
o porque ya no se enciende
en los estíos ardientes,
o se cobija ella sola
con sábanas de recuerdos.
Qué puñalada te duele
Felipa de esbelto talle,
que más pareces la sombra
de otras sombras en la noche.
Y cuando vas a tu cuarto
con el farol en la mano,
se cierra un joven misterio
y comienzan soledades.
Por cuánto tiempo,
Felipa, mulata de miel oscura
te quedarás esperando
no una sombra, sino un día.
ADIÓS AL AMIGO
En una encrucijada montuosa
un disparo fatal selló tu muerte.
Ella que siempre está siguiendo nuestros pasos,
que camina detrás de nuestras huellas,
que es la sombra viajera a nuestro lado
se detuvo, de pronto,
para envolverte en sus oscuros brazos.
Ella no vino silenciosa
como viaja un río manso entre los árboles.
Fue súbita su instancia,
súbito su inapelable fallo.
Y te encontró, por fin.
Cuántas veces allá en las mocedades
rozó tu frente curtida por resoles
sin detener tu encabritado potro.
Eras campero de raza.
Llevabas la llanura entre la sangre.
Era parte tuya,
célula de tu cuerpo,
cal de tu figura,
fermento entre tus huesos.
Ella soñó contigo y tú con ella.
A través de los campos
fuiste tarjando inmensas soledades,
descuereando lunas,
guiando, puntero, tu tropilla de estrellas.
No fuiste prisionero de sus celdas,
pero sí soldado de sus fortines verdes.
Vigilabas alerta.
Tu vigilancia hacía crujir silencios
y las grandes vacadas se movían
por chaqueños desiertos.
Fue tu tiempo.
El tiempo de viejos astrolabios
que indicaban el rumbo de tus horas,
de tu andanza de sombra y de solazo.
Pero las manos de Dios
buscaron para tí otros lugares.
Caminos de selvas orientales,
de gredas coloradas,
verde de monte y verde de yerbales,
riachuelos donde el agua tocaba panderetas,
bailando, pies desnudos, su zambra de gitana.
Nadie supo que ibas caminando
por esas veredas solitarias,
por esos entornos de silencio
hacia el silencio del pulso y la mirada.
Allí, en ese santuario mayestático,
buscaste, con empeño, como un romero
de otras épocas, la senda rusticana
que a Dios llevaba y que subía por los cerros
de una salvaje compostela.
La palabra revelada
llenaba las honduras de tu pozo,
misterio que sólo Dios comprende
y que el hombre no alcanza.
Sólo sabemos que Su sombra estaba
en el versículo del salmo,
en el cántico que no ha sido superado.
Sólo sabemos que Dios no pierde nunca una jugada.
Te llegó, por fin, la hora del reposo.
Un tiro venido desde el monte
y un extenso amasijo de corales pugnando por brotar
y luego recorriendo el pecho perforado.
Te llegó, por fin, esa quietud
que anduviste buscando como un desesperado.
En los misterios de Dios estás ahora.
Sobre tu alma volcánica
Su mano de rocío habrá apoyado
como la pone un Padre sobre el hijo caído.
Adiós, adiós,
Luis Ramón Pfannl Arza.
RETRATO
Nací y crecí
para tí.
Cuando niño sentíate llegar
por aires y caminos,
hada leve de ojos cariciosos,
ángel de espuma y hoja
descendiendo sobre mí, testigo mudo.
O ya adolescente
te retraté en la sangre
como la novia de boca fresca,
de cabellera verde,
de cintura de agua estremecida,
de menudos pasos tropicales.
Te sentí borbotar entre los dedos
cuando tocaba tus turgencias puras
entre piedra y pastizales.
Y te quise y te canté
cuando el dulzor del verso
llenaba mi garganta madruguera
colmada de azúcares frutales.
Te dí esa parte que no se ve,
que tiene aire de pulmones limpios,
que no se halla en mercados y bazares.
No te pedía nada.
Sólo poder decirte,
ya hombre que va mordiendo soledades,
que te veía caer y levantarte
con un sollozo, con el rostro herido,
con una lágrima iluminando charcos.
Te sentía dolida y triste.
Tú tan bella y germinal,
agua subiendo al sol,
agua bajando en el relente.
Hermosa.
Pura. Bajo el rancho canto un poema de antes.
Es medianoche.
Como lucero en el agua estoy llorando.
POEMA
Siempre he buscado la luz, la luz creciente.
Y el amor como vino derramado,
uvas maduras para mojar la sequedad del hombre.
Esta vida que llevo entre mis cales,
polvo con fuego, cielo metido en sangres,
fue adquiriendo las formas de un poema
y hoy, adelgazada, se me va volando.
Para imitar al pájaro viajero,
tan libre como el aire,
color que mancha el tiempo,
línea trazada sin dejar un rastro,
firmé conmigo mismo
un irreal y único contrato.
Pero tierra al final,
carozo a la intemperie,
me atrajo el surco abierto
para el milagro de volverse tallo.
Y me creció el ramaje,
se hizo sombra,
cobijo de los sueños y descanso.
Pero un dulce sortilegio me llamaba.
Y galopé. Cuántas leguas he tarjado,
cuánto sudor y polvo fijaban mi retrato,
con qué deslumbramientos me enfrentaba,
muerto de sed, boca agrietada y labios.
Pero Dios me llenaba la jofaina
y bebía otra vez y liberados
los poros de la piel
estaba, como nuevo entre los pastos.
Descubrí, por los rumbos más oscuros,
un guiño azul haciéndome señales,
la quiebra de los verdes horizontes
y hombres, tantos hombres
que hundidos en la gleba
veían cruzar sobre su siesta
tan viejas como ardientes polvaredas.
Siempre quise tener sobre mi pecho
un corazón de hierbas elegidas
y huyendo de las máscaras
vacías larguéme por caminos donde el tiempo
no ha perdido su infancia colorida
ni su floral aroma adolescente.
Aunque sean antiguos los caminos
se transita por ellos
con báculos de cedro,
con cientos de pandorgas desaladas
cuadriculando vientos
y desflorando azules,
azoradas palomas sin aliento.
Recuento en un poema los otros ya lejanos,
algunos cenicientos,
que se llevan los ríos arteriales, l
os ríos baqueanos,
hasta quien sabe qué vacíos puertos.
Esta noche galopa en soledades
y me cuesta frenarla entre luceros.
En el aire se acuesta una guitarra
mientras baja el relente.
Mis ojos son cristales empañados.
Ligeramente, tiemblo.
CÁNTICO DEL CRISTAL
Una lengua de azul
sonoridad, de dulce, claro acento,
canta entre verde tul
Tu poder de ser cielo y de ser viento,
vara agitada, ala en movimiento.
Señor: el agua hermana
que, nña, dice su cantiga inquieta,
es la gracia temprana,
la pequeña hermosura recoleta,
el zumo que se acendra y se completa.
Y la otra, la que fluye
hecha mano que araña la floresta,
que siempre corre y huye
y febril e insolada manifiesta
la fatiga del sol bajo la siesta,
es la novia del tallo
que en abras de silencio subre y crece.
Aquí, Señor, yo callo,
mas la lengua que canto no enmuedece
y en jugos de cristales resplandece.
Y resplandece en Tí
que estás entre raíces apoyado,
crucificado aquí,
en oscuro madero bien clavado
y en hombres desvalidos retratado.
Y resplandece en Tí
que limitas el tiempo y la comarca
del verde y del rubí
y ese periplo que la muerte marca
con oscuro betún, betún de barca.
Y crece para Tí.
Tú lo sabes. Por eso no te ausentas;
por eso estás así
tendiendo entre ventiscas y tormentas
un puente de milagros que cimientas.
Y recuerda, Señor,
que en honda soledad su voz palpita
y encendida de amor
camina presurosa hacia su cita,
ligera novia que no tiene cuita.
Y cuando vuelve y reza
estremecida en juncos y pajales,
apoya su cabeza
coronada de fibras vegetales
y sigue repitiendo madrigales.
Señor: una fontana
su rosa de cristal abre en la sombra
y siendo de gitana
su hermosa voz que con amor Te nombra,
no la dejes sin cielo y sin alfombra.
EL CANTO A TÍ DEBIDO
I
Yo te debía un canto, patria amada,
que fuera flor y fruto, rama y vara,
fuego que baja, agua que se aclara,
rocío aniquilado en madrugada.
Te debía esa voz, vital y rara,
que sale de su claustro liberada
y es en la brisa flauta enamorada
y llama en ese viento que la ampara.
He soñado y corrido por tus veras.
Por tu encendida geografía anduve
y oí gemir al hombre en sementeras.
Toqué tu frente, tu calor retuve,
amé en tus ríos mansos, tus caderas
y en la pasión del llano me detuve.
II
Mi pago está en el verso ya maduro,
nacido de ese grito recobrado,
grito jamás perdido ni enterrado,
que va en mi sangre, que no tiene muro.
Por este amor, por este amor seguro,
el tiempo que sepulta lo pasado
tal vez tenga piedad y no borrado
quede mi nombre que mantuve puro.
Y si a tí, patria; y si a tí, paisano,
a quien amé, en este duro encierro,
y a quien miré detrás de su ventano
un pájaro de luz devuelve el día,
sentiré palpitar en mi destierro
mi corazón de grillo que moría.
ÍNDICE : Sobre tu piel oscura,// La tierra,// La selva,// Río en crecida,// Tarde,// La cierva,// El gallo,// Pájaro campana,// Güyratatá,// El charco,// Rancho,// Fogón de troperos,// Belén campesino,// Presencia,// El hachero,// Las manos humildes,// El santero,// El avaré,// Llamado para el jinete que se volvió hachero,// Regreso del mensú,// Viñeta,// El chico de las sandías,// Tránsito de Taní,// Felipa,// Adiós al amigo,// El pan nuestro,// Canta, grillo,// Cántico,// Retrato,// Descubrimiento,// Poema,// Cántico de cristal,// El canto a tí debido,