DOS EVOCACIONES DE MANÚ
Por CÁTALO BOGADO
catalobogado@gmail.com
Hoy, víspera de su aniversario luctuoso, los testimonios de dos escritores nos recuerdan de dos formas diferentes la figura del poeta guaireño Manuel Ortiz Guerrero (Villarrica, 16 de julio de 1897-Asunción, 8 de mayo de 1933).
Mañana, 8 de mayo, hará 84 años que Ortiz Guerrero, el poeta más querido de Paraguay, partió a la eternidad. A lo largo de todo el siglo XX, sus amigos –escritores, músicos, actores, obreros– recordaron en emocionados homenajes a aquel santo laico que fue Manú. Hoy queremos reproducir dos fragmentos de las evocaciones que hicieron en su momento dos poetas, Elvio Romero y Facundo Recalde.
Manú evocado por «Fa Re»
«Ortiz Guerrero era, en aquella época florida y airada, esencialmente orador, con aquella su voz rica y caliente, de música y de miel; orador en las manifestaciones patrióticas y en los mítines cívicos», recuerda el escritor, periodista y dramaturgo asunceno Facundo Recalde (1896-1969), «Fa Re», que líneas después alude a la «facies leonina» de Ortiz Guerrero en poéticos términos:
«Con la frente agrandada de soñar, más agrandada después por el dolor de pensar, como una playa batida por el mar y acariciada, como por las cosquillas de las olas, por los bucles indómitos de su melena color cobre, de su melena de león –melena de león que anticipaba las impresiones digitales de su enfermedad, como se diagnostica en medicina y en latín del aspecto facial de los leprosos–, Ortiz Guerrero era un manso león de rugidos melódicos».
Y a continuación, testigo directo, el autor de Virutas celestes (1930) relata la consagración literaria de Manú como sigue:
«Ya en Asunción, en 1914, para proseguir el cuarto año, hizo conocer sus primeras poesías, sin duda las mejores, en periódicos, digamos, suburbanos y en revistas colegiales, pero la consagración vino con la visita al Paraguay del monumental poeta uruguayo Juan Zorrilla de San Martín. Para agasajar al cantor de Tabaré y de La Leyenda Patria, la dirección del Colegio Nacional, a cargo del santo civil Bruno Guggiari –en pleno tren de ennoblecer la institución anarquizada por la autoridad antecesora– organizó un concurso de poesías entre los alumnos.
Cuatro fuimos los premiados: Fausto Jiménez Pecci, con sus vuelos herrumbrados pronto; Justo Pastor Sosa, desde hace tiempo en Buenos Aires o ambulando por las provincias argentinas con su cómoda profesión de contador –quien sabe si olvidado de que quiso ser poeta, o tal vez rumiando con remordimientos o nostalgias sus pecados en verso, por cierto veniales–, Ortiz Guerrero y yo.
Mientras a mí, que tuve la desdicha de iniciar el desfile lírico, el patriarcal poeta me aporreó como un abuelo por mi cobardía en el estrado, a Ortiz Guerrero le dio un espaldarazo decisivo.
Exquisito recitador como era Ortiz Guerrero, con su voz promisoria, prematura de guarania, y sus ademanes sacerdotales, como de quien asperja bendiciones, su mensaje era el de un poeta de garra y de un dolido y recio guaraní representativo.
“Luminoso charrúa de los versos fragantes:
fue muy larga, muy larga para mí tu tardanza;
de mirar tanto el río, de tu arribo anhelantes,
hoy ya tienen mis ojos un color de esperanza”.
…Con sus ojos de fuego bajo las cejas agresivas, con su pelambre de montaña selvática y nevosa, con su barbita de francés, el gran poeta oriental nos inyectó energía y orgullo paraguayos y nos contó que nos había nacido un poeta de talla americana en aquel adolescente de corbata volandera que se llamaba Ortiz Guerrero.
…Ortiz Guerrero era ya un soldado de vanguardia, escribía los discursos explosivos de los agitadores, un luchador de izquierda, roturador de amaneceres, portaestandarte de los días no nacidos todavía; temperamentalmente, un militante patrullador del porvenir; pero, sobre todo y ante todo, un hombre con mayúscula.
Ortiz Guerrero devolvió su cuerpo roto a este destierro y su celeste espíritu a su patria. Era el 8 de mayo de 1933; día del loto blanco en ocultismo, por haberse desencarnado también en ese día una mujer de estirpe superior: Elena Blavatsky, la autora de Iris sin Velos, La Doctrina Secreta y otras biblias de la teosofía, de la que derivan tantas religiones orientales y occidentalizadas con pretensiones de ser ciencias-religión en la que Ortiz Guerrero se inició a su modo, por su cuenta, aderezándola con otras filosofías y creencias, para hacerse de una religión de uso personal.
Cuando murió, no faltaron obreros y artesanos en el velatorio, cuyo acceso no permitimos a los personajes de turno en el poder, y que al amor de aquel cadáver de montaña, selva y río, habrían querido hacerse perdonar. Y cuando la inhumación, tampoco faltó un estibador de pies descalzos que nos disputó una de las manijas del ataúd para representar al pueblo –al que trabaja y sufre, al que él quiso y sirvió– en la devolución de la ceniza al polvo.
Hemos visto morir a más de uno: en las revoluciones, en la guerra, en los hospitales, en sus casas, en las calles, en locales atestados públicos, en el campo desolado, de muerte violenta o natural, de muerte esperada o súbita. Pero dificulto que alguien haya puesto el punto final de su vida en este mundo con la majestad de Ortiz Guerrero, tal la fastuosa grandiosidad del sol en el ocaso.»
Manú evocado por Elvio Romero
Al día siguiente del entierro de su amigo Ortiz Guerrero –el 10 de mayo de 1933–, José Asunción Flores partió a Buenos Aires, donde difundió la guarania, tarea encomendada por Manú. Paraguay estaba en guerra con Bolivia. Terminada esta, el país entró en graves convulsiones políticas que desembocaron en la dictadura del general Morínigo. En 1946, en el marco de la «primavera democrática», Flores regresó a Paraguay y decidió llevar una serenata a Villarrica como homenaje póstumo a su inolvidable compañero Manú.
Elvio Romero, que acababa de conocer a Flores, comentó lo acontecido en aquel caluroso diciembre del 46 de esta manera:
«Tocaba a su fin el 46 cuando acompañé a Flores a Villarrica. Me invitó a seguirlo al valle natal de Ortiz Guerrero, lo que no era poca emoción para mí, muchacho pálido entonces. Y fui con él hacia otros años, no tan lejanos para su memoria, remotos para mí, pisando suelos de conmovida remembranza.
Me veo yendo a su lado, en la cerrada oscuridad y en medio de una pesada lluvia, con un grupo de músicos amigos, hacia la luz inquieta de una ventana en una plaza. Asistiría yo a una de esas serenatas que hizo famosa la juventud del Maestro, serenata que levantaría como un asombro en mitad de la calma y la lluvia silenciosa.
“Panambi che raperãme
resêva rejeroky
nde pepo kuarahy’ãme
tamora’e añeñoty”.
Yo sabía que él se había prometido aquella emoción, como si su propósito fuese desgajar el lucero y derramarlo en ese corredor hasta la madrugada, fiel a rememoraciones hondas. Quienes lo acompañamos vimos, por un instante sólo, la contracción y la severidad en su rostro, tenso por la súbita concentración de los recuerdos.
“Reguejy haguã che pópe
aikóvanga romuña...”
¿De dónde provenían aquellas canciones, esos violines, las guitarras que sobrecogían esas horas a la ciudad dormida? La serenata invade el corredor, abre las persianas y lleva a la mujer requerida. De lo oscuro vuelve a salir, abarcando la plaza, entrando en la casa, doblando en la esquina como un susurro musitado en sus reconditeces. No la desanima la lluvia que no va a cesar; tampoco el viento que no va a cesar. Por el contrario, se abraza a la lluvia y al viento y se pierde a lo lejos, en la orfandad de los montes distantes.
“Panambi, ndeichagua Tupãrymba pipo
oime iporãva
resê yvytúndie che yvotytýre nde saraki”.
La música esparce una red amarilla que asedia a la mariposa de la que habla, necesitada de sus alas, de su sombra. Los senderos de esa canción son infinitos, como infinita es la nocturnidad sin fondos en la que permanecemos. No tendría que concluir jamás, porque refresca el alma y la entristece; no acabar jamás. Esa canción nos hace elegir la estrella en que padecer o en que morir. Hay que adentrarse en esa melodía, en su sangre misma, para componer la serenata, apelación a los sentidos que despiertan a sus cadencias, a su poder de exorcismo y fiebre, a su seducción secreta.
“Remimbivérõ pe che resápe remimbipáva
tove mba’éna nde rapykuéri tañehundi”.
Sobre el filo del alba, regresamos. Al día siguiente sería el concierto. Veo a un numeroso público colmando la sala del Teatro Municipal, donde Flores, aquel 10 de diciembre, estremecería la noche guaireña con melodías como nunca volvieron a escucharse en Villarrica. Me cupo a mí presentar el espectáculo, sobrecogido por la timidez y el asombro. ¡Noche inolvidable aquella!
Está viva en la memoria de toda Villarrica la hostilidad de cierto grupo social que presionó a la gente, induciéndola a abstenerse de asistir al acto. Vana tentativa. La multitud se agolpó en la entrada y a las pocas horas reinaron el silencio, el delirio y la admiración…»
Fuente: Suplemento Cultural de ABC Color
Domingo, 07 de Mayo de 2017
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