MONÓLOGO DE UN RELOJ
Cuento de MARÍA LUISA BOSIO
MARÍA LUISA BOSIO : Recibió educación e instrucción primaria en Asunción.
Se, hallaba cursando estudios secundarios cuando su carrera estudiantil se interrumpió para contraer matrimonio.
Siendo muy joven y madre ya de cuatro hijos, hizo estudios completos de inglés, francés y portugués, idiomas que hoy practica con frecuencia. Paralelamente por vocación siempre se dedicó a la lectura de obras literarias e históricas.
Es miembro del Club del Libro N° 1 y desde hace ocho años concurre al Taller Cuento Breve. Ha publicado anteriormente en los libros de este taller y en diarios de la capital. Forma parte de la Sociedad de Escritores del Paraguay.
En octubre de 1993 publicó su libro "IMÁGENES".
MONÓLOGO DE UN RELOJ
Tic... Tac... Tic... Tac...
En el año 1900, llegué a la Argentina en un barco mercante, procedente de Inglaterra, país de origen de mis antepasados.
Entre una numerosa carga nos acondicionaron a veinte relojes de una famosa marca inglesa. Soy hijo del Gran Father Cloek, pero en tamaño soy la mitad de él.
Había salido al mercado con gran éxito, por la llamativa esfera esmaltada con numeración horaria escrita en letras tirias (iguales a las que se encuentran en las tumbas antiguas de Fenicia).
Desembarcamos una semana antes de Navidad. Desde ese día lucí mi estirpe en la vidriera de una renombrada relojería. Yo tuve ese privilegio, pues los otros quedaron dentro del negocio.
Tic...Tac...Tic...Tac...
Empieza mi verdadera vida.
Navidad, evidentemente, enloquece a la gente. Yo veía desde mi sitial pasar a muchas personas; algunas apuradas, otras más tranquilas; me miraban y me admiraban con interés. Yo lucía mi péndulo broncíneo que brillaba con los rayos de sol que me alcanzaban.
La tarde del 24 de diciembre, me eligió un señor alto, delgado y de grandes bigotes, que no dejaba de hacer comentarios halagüeños sobre los relojes ingleses.
Me compró como regalo de Navidad para un amigo muy apreciado.
Luego de probar mi maquinaria, me pusieron la hora oficial y me acondicionaron en mi caja de cartón, envuelta en papel de regalo.
Esa misma tarde me llevaron a la casa, que sería, en adelante, mi propio hogar.
Tic...Tac...Tic...Tac. ..
Mi dueño se llamaba Richard Hall y el que me había adquirido Mr. Mac-Leo, ambos se conocían y apreciaban.
En el copete que adornaba mi cabeza, sujetaron una tarjeta manuscrita que decía: Richard, quiero que este reloj sea el compañero de tus próximas horas de trabajo, en la difícil empresa que vas a dirigir en el exterior.
Llegué aquel día a la casa de mi dueño, quien me recibió con una exclamación de alegría. Remarcó la hora parada por el Traqueteo, y me acomodó orgullosamente en una de las paredes de su escritorio.
Se sintió inmensamente feliz, cuando escuchó el suave y armonioso toque de mis dos campanas. Me presentó a sus familiares.
Marqué la medianoche de esa Navidad de 1900, y despedí al año viejo en compañía de esa familia feliz y bien avenida.
Un mes más tarde, cuando ya me había acostumbrado al ambiente en que vivía, de nuevo me pusieron en mi caja de cartón y viajamos hacia donde sería mi destino. Pasaron unos días antes que me desembalaran.
Tic...Tac...Tic...Tac...
Los trabajos previos a la instalación de la nueva fábrica, que debía dirigir mi amo, estaban terminados.
El día del inicio lo marcaría él.
Dos días antes de la inauguración, me colgaron en la pared de la sala de Ventas.
Mi amo hubiera preferido que fuese en la oficina, pero le pareció mejor que yo luciera como emblema, en la entrada de la fábrica.
Todas las mañanas Mr. Richard me visitaba, controlaba la hora y cada siete días la cuerda. Mientras lo hacía susurraba "Excelente, amigo, excelente, eres el mejor de los relojes". Mientras vivió mi dueño fui exacto. Traía la fama de mis antepasados y debía hacer honor a mi estirpe.
Tic... Tac...Tic...Tac...
Fui testigo de muchas anécdotas interesantes: unas divertidas, otras felices y algunas tristes.
Cuando mi amo viajaba, el encargado de atenderme se olvidaba de hacerlo.
¡Cómo sufría yo, cuando sentía que la cuerda se iba terminando y los toques de campanas se ponían débiles y quejumbrosos!
Entre las anécdotas tristes, recuerdo la de la noche aquella en que, durante una rebelión militar en la ciudad, balearon intensamente la fábrica. Una de las balas alcanzó mi corona, por ello desde entonces estoy destronado. Mi dueño no tuvo tiempo de hacerme una nueva.
Fue gracioso aquel día en que la sirena sonó una hora después.
Se olvidaron de mi cuerda. Cuando regresó mi amo, tuvo que pagar horas extras a sus empleados.
¡Yo les marcaba las horas, pero ellos debían vigilarme!
También recuerdo el día de la boda de un funcionario importante de la fábrica.
Paré a las nueve de la mañana, para las diez se efectuaría la ceremonia. El novio y sus testigos hacían tiempo en la oficina. De pronto les pareció larga la espera y con sorpresa se dieron cuenta de que yo estaba mudo. Eran las once del día.
A la novia la sacaron desmayada de la iglesia, con el convencimiento de que el novio la había dejado plantada. De nada valieron los amigos como testigos.
Toda la culpa la tuve yo.
Luego de unos días, se presentó el novio y me dijo sonriente: "Gracias, hermano, sin saberlo salvaste mi soltería". ¡Cosas de la vida!
Tic...Tac...Tic...Tac...
Lo más trágico para mí fue la muerte de mi amo. Lo velaron en su oficina. Toda la familia, los amigos y empleados rezaban el rosario y yo, desde mi sitial, lo acompañé con mi tañido durante toda la noche, como campanario de iglesia en redoble.
Un silencio de tumba había caído sobre la fábrica.
Presentí que mi vida de reloj cambiaría su curso con el fallecimiento de mi amo.
Me llevaron, por viejo, a un lugar donde se amontonan las cosas inservibles, a mí, con mi linaje de reyes.
Otro reloj seguramente habrá ocupado mi puesto...
Tic... Tac... Tic ... Tac...
¡Cuánto tiempo pasé en ese oscuro lugar, no podría precisarlo! ¿Habrán sido años? Creo que sí. Sin corona, sin amo, sin cuerda, había perdido todo. Las arañas pusieron un fino encaje sobre lo que quedaba de mi esmaltada y llamativa esfera, y lentamente me fui enmoheciendo.
Un día huelo olor a primavera y escucho voces alegres y juveniles que rondaban cerca de mí. ¡Fíjate -dijo Hernán- en este reloj!, ¡qué hermoso es!, a pesar de lo descuidado que está. Déjalo allí, ya no tiene ningún valor, contestó el otro joven. Pero... la voz que sonó tan querida para mí, me tomó suavemente en sus brazos y me llevó a su oficina. Me instaló frente a él. Llamó a un relojero que, además de ponerme en condiciones, nivelando mi péndulo y con una limpieza general, me devolvió la característica de mi prosapia inglesa.
Mi nuevo amo de la voz parecida a la del amo que tanto quise, era sin duda, hijo o nieto de él.
Un día lo visitó un hombre mayor y con voz quebrada por la edad, le dijo: "Oye Hernán, tú tienes el reloj de tus bisabuelos".
Hernán contestó sorprendido: "Será por eso que lo admiro tanto.
Hoy luzco mi corona real, con orgullo y en mi pecho brilla mi péndulo de bronce, mis campanas suenan importantes como antaño y vuelvo a adquirir mi hidalguía británica, pero sobre todo, tengo un nuevo dueño que me quiere, cuyo afecto aprecio y me hace afortunado.
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