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JUAN CRISÓSTOMO CENTURIÓN (+)
  MEMORIAS O REMINISCENCIAS HISTÓRICAS SOBRE LA GUERRA DEL PARAGUAY. TOMO IV - Por JUAN CRISÓSTOMO CENTURIÓN


MEMORIAS O REMINISCENCIAS HISTÓRICAS SOBRE LA GUERRA DEL PARAGUAY. TOMO IV - Por JUAN CRISÓSTOMO CENTURIÓN
MEMORIAS O REMINISCENCIAS HISTÓRICAS SOBRE LA GUERRA DEL PARAGUAY. IV
 
 


Prólogos de RICARDO CABALLERO AQUINO y J. NATALICIO CARDOZO
 
NOTAS DEL MAYOR ANTONIO E. GONZÁLEZ.
 
Editorial El Lector,
 
Colección Histórica Nº 22,
 
 
Asunción – Paraguay
 
1987 (231 páginas)
 
 
 
 
Edición digital basada en la
 
Edición Guarania, 1944. 234 pp.

 
 
 
 
 
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INDICE
TOMO CUARTO

 
CAPITULO I
 
Reorganización del Ejército Nacional - Los dispersos de Lomas-Valentinas - Pasaje de éstos por el Estero Ypecuá - Penalidades - Nuevo reclutamiento - Nuevos cuerpos y divisiones - Piribebuy, Capital provisoria atrincherada - Arsenal en Caacupé - Academia - La escuadra enemiga penetra en Manduvirá - Movimiento del Ejército aliado.
 
CAPITULO II
 
Expansiones del Mariscal - Asalto al establecimiento de fundición de hierro en Ybycuî  - El ejército aliado se acampa en Pirayú el 25 de Mayo - Entrega de banderas a las Legiones Paraguayas - Protesta del Mariscal por este hecho - Notas cambiadas con este motivo entre el Conde D.Eu y el Mariscal - Reflexiones sobre el juicio a que debe sujetarse éste.
 
 
CAPITULO III
 
Otros sucesos que han tenido lugar en el mismo mes de Mayo 1869, en los Departamentos de Concepción, Rosario y San Pedro - Traiciones - Combate de Tupí-hû, impropiamente denominarlo Tupí-pytá.
 
 
CAPITULO IV
 
Ataque del enemigo a la guardia de Sapucaí - Combate de Ybytymí - Ídem en el paso de Yuty o del Pirapó - Ídem en el Tebicuary - Libertad de numerosas familias arrestadas, por sospecha - Artificio trampa contra las locomotoras - Despedida del ministro norteamericano general Martín Mac Mahon - Tupí-pytá . Asalto y toma de Piribebuy por los aliados - Degüello del comandante Caballero y del jefe político don Patricio Marecos.
 
 
CAPITULO V
 
Caacupé y los Hospitales militares - El Sr. Parodi - Retirada del Ejército Nacional de Azcurra el 13 de Agosto de 1869 - Caraguatay - José del Rosario Miranda - Batalla del Campo Grande de Barrero, denominada de Rubio-Ñú - Combate en la boca del monte de Caraguatay el 18 de Agosto - Degüello de prisioneros - Persecución del enemigo - Arroyo Hondo - Parlamento.
 
 
CAPITULO VI
 
San Estanislao - Captura de espías enemigos - Conspiración descubierta - Fusilamientos de los comprometidos - Ascensos - Marcha a San Isidro (Curuguaty) - Capiíbary - Tendei.
 
 
CAPITULO VII
 
De Tendei-y a Igatimí - El Mariscal pide parecer para el enjuiciamiento de su madre doña Juana Carrillo de López - Marcó y su esposa procesados - Pancha Garmendia - La división del Coronel R. Romero se incorpora al Ejército - El Coronel R. Romero y Comandante José Páez parten a hacerse cargo de la columna de Tupí-pytá - Manuel Trifón Rojas - Incidente personal con el Comandante Gaona.
 
 
CAPITULO VIII
 
Campaña del Departamento de Villa Concepción - Romero y Páez : Proyectos de defección de éstos – El Coronel Genes y el Mayor Vicente Carmona reemplazan a aquéllos - Ejecuciones - Combate de Lamas Ruguá y dispersión de los que formaban la columna Tupí Pytá - Degüello de prisioneros por los aliados - Única remesa de ganado vacuno enviado por el Comandante Urbieta.
 
 
CAPITULO IX
 
Combate de Itanaramí - El hambre aumenta - Deserción del Sargento Mayor Manuel Bernal - Fábrica de aceite de las semillas de naranja agria - Orden de fusilamiento contra mí - Venta y toma de posesión de una gran zona de yerbales del Estado - Ejecuciones - Marcha de Arroyo Guazú a Zanja Hú – Deserciones - Los ríos Corrientes y Amambay - Chirimoya venenosa - Deserción de mi segundo el Mayor Ascurra:  su captura y ejecución - Punta Porá - Chirigüelo - Muerte de Venancio López.
 
 
CAPITULO X
 
CERRO CORA
Plano de Cerro Corá según datos del Coronel Silvestre Aveiro
 
 
CAPITULO XI
 
Matanzas después del combate - Muerte del Vicepresidente Sanchez, y de los Coroneles Caminos y Aguiar - Expediciones enemigas al Chirigüelo y a la costa de Amambay - Muerte del General Francisco Roa y del Coronel Delvalle con varios jefes y oficiales - Otros sucesos incidentales - En el Chaco y Puerto de la Asunción - Abordo del Cañonero Igüatimí - Del puerto de la Asunción a Río Janeiro.
 
 
APÉNDICE
 
Nº 1: Acuerdo entre los generales aliados para la contestación a la nota del 29 de mayo y 3 de junio de 1879 enviada por el Mcal. López.
Nº 2: Nota contestación de los generales aliados al Mcal. F. S. López.
Nº 3: Nota del Cnel. Centurión al Cnel. Silvestre Aveiro solicitando aclaración sobre su participación en el caso Pancha Garmendia.
Nº 4: Protesta dirigida al “Journal do Comercio” (no publicada) de Río de Janeiro por el Cnel. Silvestre Aveiro contra la manera con que le fue arrancada la declaración que dio a bordo de la cañonera “Iguatemí” el 23 de marzo de 1870.
Nº 5: Parte oficial del General José Antonio Correa da Cámara sobre su actuación en Cerro Corá.
 
 
 
 

CAPÍTULO I : Reorganización del Ejército Nacional - Los dispersos de Lomas-Valentinas - Pasaje de éstos por el Estero Ypecuá - Penalidades - Nuevo reclutamiento - Nuevos cuerpos y divisiones - Piribebuy, Capital provisoria atrincherada - Arsenal en Caacupé – Academia - La escuadra enemiga penetra en Manduvirá - Movimiento del Ejército aliado.
 
La derrota del resto de nuestro ejército en Lomas Valentinas produjo la dispersión de los que habían podido salvarse de la muerte, o, no habían caído prisioneros. La mayor parte se desparramó en pequeños grupos en los bosques que circundan el Potrero-Mármol, para escaparse de la persecución del enemigo.
Cuando ésta cesó, marcharon por diferentes rumbos a Azcurra y otros puntos a ponerse nuevamente a las órdenes del Mariscal. Y como el enemigo en su afán de tomarlos prisioneros, había ocupado los pocos pasos por donde pudiesen fácilmente verificar su intento, muchos se vieron obligados a emprender su marcha a través del extenso y profundo estero de Ypecuá.
 
Dicho estero se extiende desde el Potrero Mármol hasta el Departamento de Carapeguá para luego desaguarse en el Río Paraguay, después de recorrer una distancia de 9 leguas más o menos. El lago Ypoá, uno de los mayores de la República, situado, entre los pueblos de Carapeguá, Quiindy y Caapucú por la parte oriental, y Oliva y Villa Franca por la parte occidental, es el que contribuye con sus aguas a la formación de aquel estero. Una gran extensión de la superficie del agua estaba cubierta de plantas acuáticas, bajo las cuales se ocultaban víboras y otros reptiles venenosos. Su profundidad general es de una y cuarta vara y tal vez más en algunos puntos. Hacia el centro existen algunos canales profundos por donde corre el agua con bastante fuerza y que sólo puede salvarse a nado o valiéndose de maromas.
 
Los dispersos, como llevamos dicho, se lanzaron en dicho estero a medio día, algunos de ellos bajo el tiroteo del enemigo que les seguía hasta la orilla, y, marchando toda la noche sin descanso, llegaron ya a la madrugada, a un banco o cerrito que había en medio del mismo. Después de un corto descanso, prosiguieron su penosa marcha, hasta encontrarse con las gentes de una pequeña guarnición militar que en una canoa hacían el pasaje de los que allí llegaban, al través de una gran extensión de agua o laguna, formada con el desagüe del Ypoá.
 
No es posible pintar las escenas de dolor y desesperación que se desarrollaron entre ellos durante aquel penosísima trayecto. Crueles fueron las penurias y sufrimientos que han tenido que soportar. En su mayor parte heridos y todos hambrientos, en un estado espantoso de debilidad; los unos, por supuesto, rendidos de cansancio, sucumbían ahogados; los otros que no podían andar más, se quedaban echados sobre gruesas matas de pajas que sobresalían de la superficie y allí morían de sus heridas; y muchos otros, quizás, a consecuencia de las mordeduras de los reptiles venenosos!... ¡Ah!...
 
El pasaje de Ypecuá es indudablemente una de las pruebas más terribles a que fue sometida la lealtad de los heroicos defensores de la Patria!... Llegaron a la banda opuesta ya a boca de noche.
 
El mayor Escobar (hoy general), con una herida en el pecho (La bala que quedó alojada debajo del brazo izquierdo, le fue extraída por el Cirujano Telles) y las dos manos destrozadas por una bala de fusil en los combates de Lomas Valentinas (El mayor Escobar en Lomas Valentinas, mandaba una división compuesta de los siguientes cuerpos: Batallones 6, 7, 12, 20, 21 y 40, cuyos comandantes fueran respectivamente Teniente Coronel Viveros, Sargentos Mayores Luján, Insfrán, Godoy, y Capitanes Oviedo y Filártiga. Todos fueron heridos muriendo algunos en los hospitales. De ellos sólo viven los dos últimos), venía entre los últimos que atravesaron aquel temible estero, y, notando que la guarnición militar mencionada, por la debilidad o flojedad de su jefe, dejaba mucho que desear en el desempeño de su comisión tomó algunas disposiciones enérgicas tendientes a activar aquella operación. Ayudado de los que [le] acompañaban, pudo montar un caballo que le facilitó el capitán Lara que en esos momentos llegó allí con la orden de llevar los caballos del Mariscal que se quedaron en el cerrito del estero, y se trasladó a Ñagotí, antiguo puesto del Estado que se halla a corta distancia de ese lugar, donde hizo carnear algunos bueyes que aún se encontraban en aquel establecimiento rural.
 
De los cueros que también había allí, Escobar mandó fabricar unos 6 botes (pelotas) con bastidores de maderas que luego sirvieron para acelerar el pasaje que se hacía con mucha lentitud en una sola canoa. Mientras tanto los sanos prepararon asados y cocinaron suculentos hervidos en unas ollas grandes que encontraron en la misma estancia, y dieron de comer a las gentes que venían llegando, y que juntas con las que llegaron antes, ascenderían a unos 300 o 400. De orden del mismo Escobar, los paseros retrocedieron con sus botes de cuero hasta lejos en busca de los que quedaron rezagados, o imposibilitados de marchar llevando una buena provisión de carne asada para reanimarlos con un poco de alimento de la postración en que se encontraban.
 
Al día siguiente, a la madrugada, regresaron, trayendo a todos los que se encontraban vivos, pues muchos de ellos ya habían muerto. Con el fin de proporcionar a los heridos elementos de transporte, Escobar se dirigió luego en persona a la autoridad de Carapeguá, a donde llegó en momento precisamente en que toda la población se preparaba para evacuar aquel pueblo. De acuerdo con el jefe político del Departamento, mandó recoger todos los caballos de la vecindad, otorgando un recibo a cada uno de sus dueños, y detener la partida de una porción de carretas cargadas de los muebles y cachivaches de las familias, y apelando a los sentimientos patrióticos y humanitarios de ésas, consiguió que se prestaran a conducir bajo su cuidado a uno o dos heridos cada una sobre la cordillera donde iban a dirigirse. De modo que hubo así caballos y carretas que fueron a buscar a los heridos, a donde se encontraban.
 
A su vuelta, los primeros fueron entregados a sus respectivos dueños, y las últimas aumentadas con muchas otras, siguieron luego viaje a su destino.
 
De esta manera fueron conducidos aquellos gloriosos defensores de la patria a Piribebuy, a la sazón capital provisoria de la República, donde fueron alojados y atendidos en los hospitales que allí se habían improvisado. (Estos hospitales se hallaban a cargo de los cirujanos Capitanes Wenceslao Velilla y Esteban Gorostiaga, hasta la toma de Piribebuy por los aliados)
 
Los sanos y levemente heridos, así que cobraron fuerza, siguieron adelante por distintos rumbos y fueron llegando a Azcurra en grupitos de 25 y 30 hombres. La llegada de estos dispersos en esta forma y por intervalos, había continuado en todo el mes de enero de 1869.
 
El mayor Escobar, con las heridas agusanadas, se trasladó a Cerro León.
 
Allí un practicante en cirugía se las curó. Al día siguiente en contestación al aviso que diera al Mariscal de su llegada a aquel punto, recibió orden para presentarse en Azcurra.
 
A pesar de la fiebre que tenía y la suma debilidad en que se encontraba, se puso enseguida en marcha. Cuando llegó, el Mariscal le recibió y juzgando por su aspecto que no podría permanecer mucho tiempo de pie le ofreció un asiento, mandándole traer de su rancho una taza de caldo. En cuanto bebió algunas cucharadas, quedó desmayado. Vuelto en sí, el Mariscal le hizo algunas preguntas sobre el pasaje de Ypecuá, y luego le dijo que se retirara a atender su salud bajo la asistencia de uno de los médicos del cuartel general. A la vez, mandó sacar con don Domingo Parodi un retrato de Escobar, tal cual se encontraba en ese momento. Se lo sacó sentado, sirviéndole de apoyo su espada, con una blusa de paño azul oscuro lleno de sangre y acribillada de balas y las dos manos vendadas y en cabestrillos. Parecía que el Mariscal quería de esta manera perpetuar en uno de los leales servidores de la Patria el ejemplo del más bello sacrificio en obsequio y defensa de ésta, como una emulación al heroísmo.
 
Esa misma ocasión, pero no el mismo día, el Sr. Parodi (Don Domingo Parodi de nacionalidad italiano era un botánico y químico distinguido de fácil palabra como orador y muy amigo del Mariscal.) sacó también los retratos de varios jefes y oficiales que se habían distinguido por su bravura en los combates, entre ellos del Mariscal sentado, con la espada envainada en la mano y la estrella de Caballero de la Orden Nacional del mérito prendida en el pecho izquierdo. Esa era la única condecoración que acostumbraba llevar durante toda la campaña. En ese retrato, aunque de un gran parecido, aparece el Mariscal bastante ceñudo y pensativo.
 
El Mariscal estuvo instalado en el bajo de Azcurra desde el primero de enero de 1869, fecha en que se trasladó de Cerro-León después de tres o cuatro días de permanencia allí, conforme dijimos al final del capítulo X del T. III, p 319. (La casa que ocupó era propiedad de un Sr. Ramírez, vecino y aún existe hasta el momento que escribimos este tomo . Año 1900.. (N. del A.))
 
Los espías o bomberos despachados en pequeñas partidas de 8 a 10 individuos a los departamentos comarcanos a vigilar el movimiento del enemigo, a su regreso traían los dispersos que se encontraban en aquellos, algunos de ellos, tal vez, sin ánimo de volver al lado del Mariscal, que de día en día, iba siendo más exigente en todo. Muchos de aquellos fueron víctimas a consecuencia de las acusaciones falsas que hacían contra ellos los espías, acumulándoles el cargo de que intentaban pasarse al enemigo. El Mariscal, dando fe a tales denuncias, y sin querer dar oídos o aceptar las explicaciones que daban en propia defensa, los mandaba pasar por las armas como traidores sin forma de procesos siquiera.
 
Una de tantas víctimas fue el capitán Fortunato Montiel, oficial pundonoroso que se había distinguido en los combates por su bravura, como todos los Montieles. Tenía el cuerpo lleno de gloriosas heridas, y, sin duda, el Mariscal queriendo proporcionarle algún descanso a fin de que sanara del todo de sus heridas, le nombró jefe político de Itauguá. Cuando la evacuación de este partido, encontrándose ya el Mariscal en Azcurra, Montiel se puso lentamente en marcha con unas cuantas carretas cargadas de víveres hacia aquel punto. Las avanzadas del enemigo llegaban hasta más allá de Patiño.
 
Los espías lo encontraron después de haber pasado Tacuaral y lo llevaron con la grave acusación de que iba camino para el campo enemigo.
 
Con este motivo fue engrillado y entregado a la custodia de una guardia situada a la orilla de un naranjal, donde se encontraban también presos otros más o menos por el mismo supuesto o imaginario delito. Yo estaba completamente ajeno de cuanto pasaba con respecto al capitán Montiel, así como a los demás, toda vez que yo, creo que nadie, había tenido que ver o hacer con ellos. Pero de repente, así que iba pasando hacia mi casita, el Mariscal me llamó y me dijo: - “Vaya a ver al capitán Montiel que está en tal guardia y hágale tal pregunta” (que no la consigno porque no la conservo en la memoria).
 
En cumplimiento de esta orden me trasladé al lugar de la guardia, y, previo permiso del oficial hablé con Montiel a distancia de unos 20 pasos de aquélla, parados los dos; y allí haciéndole presente el objeto de mi comisión y mi pesar al verle en el estado, le dije que esperaba que sin apartarse de la verdad, diera una contestación satisfactoria. En efecto, dio una explicación bastante razonable que, a mi juicio, dejaba insubsistente el contenido de la pregunta. Después de una demora de diez minutos, con el espíritu halagado de la esperanza de la próxima libertad de aquel valiente militar, regresé donde el Mariscal a quien informé de la contestación de Montiel repitiéndole las mismas palabras con que la dio. No bien acabé de hablar y con no poca sorpresa mía, el Mariscal, con la fisonomía toda demudada y dando un fuerte golpe con el pie al suelo, dijo con energía y voz airada, - “Miente ese pícaro!...” Enseguida, con una indicación de cabeza me dio venia para retirarme.
 
He ahí toda la intervención que tuve en el asunto de Montiel. Ya con posterioridad, supe después en el cuartel general que Montiel, como otros, acusados más o menos del mismo género de delito, habían sido pasados por las armas!... ¿A quién la responsabilidad por tan triste suceso? - A los espías en primer lugar, y segundo, al Mariscal, que daba crédito a los ligeros y falsos informes de aquellos a fin de estimular su celo, prescindiendo de mandar proceder a una prolija investigación para saber la verdad que hubiese en cada caso.
 
La misma suerte le cupo al subteniente Justo Balbuena.
 
Habiendo abandonado con la noticia de la aproximación del enemigo, el piquete o guardia que mandaba en Capiatá, se refugió solo en Itauguá que ya entonces estaba evacuando y, después de algunos días de permanencia en una casa abandonada fue encontrado y llevado por los espías.
 
Muchos o la mayor parte de esos dispersos no iban a presentarse en Azcurra, porque consideraban naturalmente que después de la derrota de Lomas-Valentinas la guerra había terminado, ignorando que el Mariscal hubiese salvado su vida de tan terrible desastre.
 
Es difícil, si no imposible hallar una razón que justifique la conducta del Mariscal en la matanza de tantos hombres, por motivos insignificantes que ni el estado de guerra en que nos encontrábamos podría darles el carácter de gravedad que fuera necesario para la aplicación de una pena tan tremenda. Cuando escuchaba alguna alegación a favor de aquellos desgraciados, víctimas con frecuencia de faltas por su ignorancia más que de ningún propósito malicioso o criminal, contestaba: “La Patria no necesita para su defensa de sus malos hijos!...” Si el resultado da el valor moral de nuestros actos como justificativos del fin que perseguimos, fácil es establecer la apreciación a que se presta un proceder que sobre ser injusto y cruel, cooperaba poderosamente a favor del enemigo, cuyo interés consistía en disminuir el número de los que le combatían para abreviar la consecución de sus propósitos.
 
Pero fuere ello como fuese, y, apartando por un momento la vista de tantos horrores, reasumamos la ilación de nuestro relato.
 
Con los dispersos que regresaban de Lomas Valentinas y los convalecientes de los hospitales, muchos de éstos aún no tenían sus heridas bien cicatrizadas, dio el Mariscal principio a la reorganización del ejército nacional, sirviendo a ella de base los pocos cuerpos regulares que se habían salvado por no haber tomado parte en los últimos combates.
 
En prosecución del mismo propósito y para elevar a alguna importancia el número del nuevo ejército, mandó hacer nuevos reclutamientos de viejos y muchachos de 14 y 15 años. Dispuso también que además de las guarniciones de Cerro León consistentes en dos batallones de infantería y un regimiento de artillería, se presentasen en Azcurra las de Carapeguá, Caapucú, Caacupé, San José y otros lugares. De esta manera, cuando el ejército aliado se acampó en Pirayú (25 de mayo de 1869), ya el mariscal contaba con 12.000 hombres organizados con 18 piezas de artillería de plaza y otras tantas ligeras de campaña.
 
Cerro León no fue del todo evacuado. Cuando fueron llamados a Azcurra los cuerpos que allí se encontraban, quedó una guarnición de 660 hombres al mando del mayor Sosa, - (después coronel).
 
Las nuevas divisiones llevaban los nombres de los jefes que los mandaban y eran las siguientes:
 
División Carmona, compuesta de 3 batallones;
 
Idem Franco “ “ 3 “
 
Idem Delvalle “ “ 3 “
 
Idem Escobar “ “ 4 “ (6,7,20 y 21)
 
A más de estas divisiones, había algunos cuerpos sueltos tales como los batallones Riflero, Maestranza, Suelto, San Isidro, Marinos y Acãmorotí. Todos éstos ascendían a unos 4.000 hombres próximamente. Los batallones que componían las divisiones ya mencionadas no habrán tenido arriba de 300 a 350 plazas cada uno. - Estos cuerpos organizados, que como dijimos, han servido de base a la reorganización del ejército, han estado al principio bajo el mando en jefe del capitán Romualdo Núñez, inclusive toda la artillería, hasta que sus respectivos jefes que seguían en los hospitales, curándose de sus heridas fueron declarados de alta y volvieron al servicio activo.
 
También había una división de caballería compuesta de los regimientos 1º, 5º, 11º, 12º y 24º, al mando en jefe del general Caballero que hacía el servicio de vanguardia en la parte norte del arroyo Pirayú. La primera brigada formaban el 1º y 5º al mando del comandante Genes y la 2ª formaban el 12º y 24º al de igual clase Victoriano Bernal.
 
Su guardia avanzada, con dos piezas de artillería ligera estaba colocada en la estación de Tacuaral. La del enemigo llegaba a veces hasta allí, encontrándose acampada su vanguardia sobre el puente Yuquiry. El servicio de avanzada hacía el regimiento 11 al mando del mayor Anselmo Cañete.
 
Una ocasión, una partida de descubierta enemiga se adelantó hasta muy cerca de la estación, trayendo por delante, con gente armada, la máquina o locomotora del ferrocarril de Asunción a Paraguarí. Se tirotearon con los nuestros; pero cuando vieron que entre las balas de fusil iban también algunos tiros de cañón, retrocedieron precipitadamente.
 
Las disposiciones defensivas tomadas por el Mariscal, autorizan suponer que alimentaba la creencia en que el enemigo, al abandonar la capital para proseguir su campaña, trataría de iniciar sus operaciones contra nuestra posición con un movimiento envolvente por Altos o Atyrá, en orden a cortarnos la retirada y comprometernos a una batalla definitiva. Llevado sin duda, de esta persuasión atendió con preferencia su derecha, extendiendo por las altas cumbres de la cordillera su línea de defensa hasta el paso de Atyrá.
 
A la izquierda de esta línea se encuentra el pueblo de Piribebuy, y habiendo sido declarado por el Mariscal capital provisoria de la República poco antes de los combates de Lomas Valentinas, el vicepresidente, don Francisco Sánchez, en virtud de orden que recibió, se trasladó allí de Luque con todos los empleados civiles y judiciales, el tesoro y archivo nacionales y una gran cantidad de alhajas de oro y plata pertenecientes a las iglesias de Asunción.
 
Alrededor del pueblo se mandó levantar una trinchera, defendida por 1.600 hombres de infantería y 12 bocas de fuego, al mando del teniente coronel Pablo Caballero. Piribebuy se encuentra en una hondonada, dominada por consiguiente por terrenos de mayor elevación. Esta circunstancia natural hacía que aquella posición fuese poco aparente para verificar una resistencia eficaz contra un ataque serio del enemigo.
 
Por aquel mismo tiempo en que se dispuso el cambio del asiento del P. E. se ordenó también la traslación de la mayor parte del arsenal de la capital a Altos por la laguna de Ypacaraí.
 
Muchas de las piezas fueron abandonadas en las playas por falta de elementos de movilidad y buena disposición. Pero el Mariscal, tan pronto como se instaló en Azcurra en vista de la necesidad de improvisar elementos de defensa dio orden al general Resquín para que, sin pérdida de tiempo hiciese conducir aquellos útiles o piezas de máquinas a Caacupé. Así lo hizo, estableciéndose allí en poco tiempo una fundición donde fueron vaciados 18 obuses cortos de bronce, y 2 cañones de a 3 rayados destinados al uso de la caballería.
 
Estos trabajos fueron ejecutados bajo la inmediata dirección del alférez Giménez y el capitán Thompson, ambos de nacionalidad paraguaya. Durante el mes de enero de 1869 hubo muchos ascensos de jefes y oficiales para reemplazar a los que habían muerto en los últimos combates, o que habían caído prisioneros. Así mismo fueron varios condecorados con las insignias de la orden Nacional del Mérito, entre quienes iba incluso el que escribe estos apuntes, confiriéndosele la estrella de oficial de dicha orden.
 
Cuando hubo terminado la organización de los cuerpos, a fin de adiestrar a las tropas en el manejo de armas y evoluciones tácticas, hacían parte de tarde ejercicios en una planicie abierta que quedaba más abajo del cuartel general, y era sorprendente el progreso que hicieron en agilidad y porte marcial en breve tiempo, al grado de inspirar una fundada esperanza de que su comportamiento futuro en los combates sería digno de los que le precedieron. (Ver Anexo)
 
Sin embargo, los repetidos reveses que sufrió el ejército nacional en los campos de Villeta, no pudieron menos que quebrantar el espíritu tanto de los jefes como el del resto de las tropas. Por esta razón, no bastaba atender solamente la disciplina y la organización material de éstas, a fin de responder satisfactoriamente a las reglas tácticas en las acciones, sino también . y tal vez esto sea lo más importante, procurar de alguna manera mejorar su moral, inculcándole los principios de los rigurosos deberes que impone el patriotismo y el honor en frente del enemigo. Es sabido que el soldado instruido en las máximas de la moral militar, arrostra y soporta todo cuando se trata de la gloria y del honor de la patria: fatigas, hambre, sed y penalidades de todo género, sufre con paciencia y resignación sacando fuerza y vigor de los grandes recuerdos que se registran en a historia de la religión cristiana y de los ejemplos de heroísmo que nos han transmitido los anales de los pueblos más cultos que honraron con sus virtudes, su ciencia y civilización a la humanidad.
 
El Mariscal, al parecer, penetrado de esta necesidad, estableció una especie de Academia o Conferencia, donde se reunían los jefes superiores y comandantes de cuerpos a discutir y cambiar ideas sobre asuntos relativos a disciplina. Para esto, el Mariscal que asistía en esas reuniones diarias manifestó el deseo de que cada uno expusiera las medidas que hubiese tomado en el sentido de mejorar las condiciones físicas y morales de sus tropas, acordando libertad para la emisión de las ideas y opiniones acerca de los puntos en discusión. No obstante esta manifestación, brillaba en aquellas reuniones la elocuencia del silencio: primero por la falta de costumbre de discutir en asamblea, y segundo por la falta de garantía de que los conceptos u opiniones emitidos no tuviesen para su autor más consecuencia que la refutación.
 
Pero desgraciadamente, en filosofía histórica es ya una verdad indiscutible con carácter de axioma que un elemento de mejora o de progreso en manos de los déspotas se corrompe o degenera, convirtiéndose en nuevo instrumento de opresión y tiranía. La conferencia que en su origen era buena, útil y necesaria, muy luego resultó que no era sino un medio escogido para sondear y descubrir los verdaderos sentimientos de los concurrentes respecto a la dirección y marcha de la defensa nacional.
 
En corroboración de esta verdad, tenemos el caso del capitán Alberto Cálcena que en una reunión de los oficiales de su cuerpo (porque debo advertir que también era permitida dicha conferencia en los cuerpos), usando de la especie de libertad que se había acordado, criticó las operaciones llevadas a cabo en los campos de Villeta, manifestando que el Mariscal se había equivocado en mandar librar combates aislados, y que mejor resultado hubiera dado si hubiese concentrado todas las fuerzas que tenía en Lomas Valentinas, y las hubiese hecho pelear juntas.
 
Entonces uno de los presentes contestó:
 
- El Mariscal no puede equivocarse...
 
- El Mariscal, repuso Cálcena, es un hombre como cualquier otro, y por consiguiente, susceptible de equivocación. Sólo Dios no puede equivocarse, y él no es Dios!...
Este incidente llegó a oídos del Mariscal, y Cálcena fue condenado a andar sin espada por mucho tiempo. Esto sin citar los casos en que el Mariscal contestaba con agudeza y tono reprensivo a cualquier opinión o manifestación que en algo contrariase su modo de pensar. De esta manera la presencia del Mariscal en la reunión, equivalía a una coartación de la libertad que era indispensable para el desenvolvimiento del objeto con que se había fundado la Conferencia o Academia, y, muy en breve, como consecuencia natural, dejó de funcionar, y desapareció.
 
***
 
Una división de la escuadra enemiga, compuesta del acorazado Bahía, los monitores Alagõas, Ceará, Pará, Piauhy y Santa Catharina, y los cañoneros Ybahy, y Mearim al mando del barón del Pasaje, partió de la Asunción aguas arriba en el mes de enero, con el propósito de perseguir y apoderarse del resto de nuestra escuadra, consistente en unos 6 vapores. Cuando aquéllos estuvieron a la vista y apresuraron su marcha para dar caza a nuestros débiles buques, éstos penetraron en el Manduvirá, y para librarse de su persecución, echaron a pique al Paraguari en una de las partes más estrechas de la desembocadura de aquel río en el Yhagüy. Debido a esta operación, los monitores enemigos se vieron obligados a retroceder, y los nuestros continuaron navegando tranquilamente hasta llegar por el Yhagüy frente a la capilla Caraguatay.
 
Estos buques, antes de marchar de la Asunción, fueron desarmados. El encargado de esta operación fue el capitán Romualdo Núñez quien organizó un batallón con sus tripulantes montando en cureñas portátiles los cañones desembarcados. Dicho batallón, junto con el de Maestranza y el que mandaba el mayor Franco, constituían la guarnición de la capital en aquella época. De modo que sólo quedaron 30 hombres al mando del teniente Viera, en uno de aquellos para conducir aguas arriba los demás y cuidarlos hasta nueva determinación. (La guarnición de la Capital, que marchó para Lomas Valentinas, volvió del camino de Yaguarón para Azcurra, según dijimos al final del Cap. X, T. III, Pág. 319.)
 
Por la poca profundidad del Manduvirá, y la estrechez de su cauce o canal en algunas vueltas, sólo pudieron penetrar en él los monitores. Persistente en su empeño el barón del Pasaje de apoderarse de nuestros buques, remontó aquel río hasta la altura del pueblo de Caraguatay, donde éstos estaban anclados.
 
El Mariscal, informado de la presencia de los monitores brasileños en el mencionado puesto y de que el río bajaba, formó el proyecto de apoderarse de ellos. Con este fin, despachó de Azcurra el batallón de marina al mando del capitán de fragata Romualdo Núñez, con instrucción de incorporarse un regimiento de caballería (acãmorotí) que, a las órdenes del mayor Montiel, exploraba la costa del Yhagüy, y de obstruir el paso de Garayo, o cualquier otro bastante estrecho, a fin de impedir que pudiesen regresar los buques enemigos.
 
El capitán Núñez, en cumplimiento de su comisión, mandó echar en el mencionado paso, carretas encadenadas, gran cantidad de piedras arrancadas del cerrito de ese mismo punto y gruesos trozos, y ramas de madera fresca cortados en los bosques vecinos.
 
Pero una fuerte y continuada lluvia que cayó hizo crecer el río extraordinariamente, permitiendo a los monitores descender sin dificultad, burlándose de los obstáculos que con tanto trabajo había mandado colocar el capitán Núñez. Las tropas colocadas a la costa del río, le hicieron fuego al pasar; pero sin causarles el menor daño.
 
A principios de mayo 1869, el ejército aliado que ocupaba la Asunción, empezó a ponerse en movimiento, acampándose, primero, en Yuquyry, más allá de Luque, y luego extendió su línea hasta Patiño-cué. Desde allí, los jefes aliados lanzaron varias partidas exploradoras a los departamentos vecinos:
Itauguá, Itá, Yaguarón y Capiatá, y también al interior, hasta el departamento de Ibycuí; cometiendo en todos esos pueblos actos de violencia censurable ante los ojos de la civilización moderna.
 
 
 

ANEXO
ANÁLISIS DEL MAYOR ANTONIO A. GONZÁLEZ
La reorganización del Ejército nacional en este último período de la cruenta campaña, constituye uno de los capítulos más interesantes de la guerra al Paraguay, si no por las enseñanzas de orden meramente técnico, por las de orden moral.
 
El coronel Centurión, testigo y actor en esos hechos, como que ya ocupa durante este período final de la guerra el importante cargo de Jefe de la Mayoría del Cuartel General, describe los sucesos con conocimiento mucho más profundo que los anteriores.
 
Su posición espiritual, según se deja ver ahora, varía casi diametralmente con respecto a la que venía ocupando forzadamente hasta ahora, y en esta variación indudablemente influyen dos circunstancias: la visión cercana de los hechos desde una ubicación central y más elevada que antes, y el posterior despertar de la conciencia nacional, que se produce precisamente cuando Centurión asume la tarea de escribir el cuarto tomo de su obra.
 
Después del aniquilamiento total del Ejército nacional en la breve pero terrible campaña de la zona de Villeta, todo indicaba que la guerra no podría ser proseguida. Así lo entendió el mariscal de Caxías: el Paraguay parecía haber recurrido a todos sus recursos en hombres, en economía y en fuerzas morales en los cuatro años de lucha agotadora, y una lógica elemental dejaba deducir que la retirada del Mariscal López perseguía como finalidad su desaparición definitiva del escenario nacional y el sometimiento del Paraguay.
 
Sin embargo, el Jefe brasileño se equivocaba rotundamente: a pocas semanas de su enfática declaración de haber concluido la guerra y de la entrada triunfal de los ejércitos aliados en Asunción, se producía el hecho más sorprendente de toda la campaña: el Ejército paraguayo, bajo la dirección de su invencible caudillo, surgía como por encanto en la Cordillera, proclamando con los hechos que la guerra estaba lejos de su fin.
 
¿De dónde y de qué Nación y el Mariscal extrajeron hombres y recursos para la organización del último Ejército? De la tremenda voluntad del Mariscal y de la decisión no menos tremenda de su pueblo que se sentía unido a su Jefe. De un conjunta de valores morales, de una energía incomparable que alguna vez constituirá el más valioso patrimonio de América.
 
El Ejército de 1869, el último Ejército paraguayo, no podía tener la solidez del que había desaparecido en Itaihvaté: su personal era en gran mayoría ancianos, heridos convalecientes y niños de corta edad. Su material para vivir y para combatir era ilimitadamente exiguo.
 
El coronel Centurión relata con frases de gran belleza realista, los increíbles esfuerzos del mayor Escobar (el sargento de infantería ascendido a alférez al día siguiente de Curupaihtíh, que después de la guerra llegaría a general de división y a presidente de la Nación) para salvar y agrupar a los heridos que huían de Itaihvaté, y para conducirlos al lugar en que el Ejército nacional renacía. Nos relata también los no menos increíbles trabajos para transportar algunas máquinas del antiguo arsenal de Asunción a través del lago Ihpacaraí y de la Cordillera hasta Ca.acupé, y la extrema penuria de oficiales para encuadrar las nuevas unidades.
 
La base del personal fue dada por algunas pequeñas unidades de veteranos que no alcanzaron a combatir en la última batalla: el batallón Maestranza, restos del Rifleros, restos del famoso regimiento Acãcarayá, los marinos agrupados en batallón y la guarnición de Asunción. Los huidos de Itaihvaté, los escapados desde el día siguiente de la victoria aliada, los heridos convalecientes y los reclutas de la campaña constituyeron el resto del nuevo Ejército nacional.
 
Se ha dicho que el Mariscal, en el ansia innoble de sostener su mandato por algún tiempo más, impuso medidas de tremendo rigor para obligar a niños y ancianos a presentarse al Cuartel General. La mentira vergonzante, hechura de gente de espíritu inferior a la magnitud de los hechos, se deshace de por sí misma: el Mariscal, sin Ejército, casi solo, frente a un adversario que tenía el dominio libre de todo el país, carecía de recursos y de medios para imponer su autoridad. Nada más fácil al pueblo paraguayo, que huir a los bosques esperando la ayuda del vencedor y eludiendo el llamado del Jefe supremo.
 
La inmensa mayoría de los niños y de los ancianos que concurrieron de todas las comarcas del interior para tomar las armas, lo hicieron voluntariamente: las propias madres acompañaban a sus hijos y los presentaban al Mariscal personalmente, e invariablemente se despedían de ellos, de regreso al hogar, encargándoles repetidas veces que nunca eludiesen el cumplimiento del deber y especialmente que jamás, que en ningún caso, se mostraran cobardes frente al enemigo, so pena de maldición materna.
 
Como es bien sabido en el Paraguay y aún más en el viejo Paraguay, la maldición de la madre vale tanto como la excomunión.
 
¿Qué finalidad perseguía aquel caudillo de poderosa voluntad, aquellos soldados desarmados, heridos, imberbes o canosos, aquellas madres animosas que apretaban el corazón para no llorar al hacer la señal de la Cruz sobre las cabezas infantiles? El Jefe y el pueblo bien sabían que la victoria era imposible, inalcanzable; ya no se podría ganar la guerra, ni siquiera merced a un milagro: se trataba simplemente de combatir hasta sucumbir, sin aceptar ni la derrota ni la piedad del vencedor, para legar a la Nación una herencia moral que pudiera superar al vencimiento inevitable. La finalidad que se propusieron el caudillo, el soldado y las madres, es decir el Ejército nacional de 1869, fue alcanzada ampliamente: la Nación paraguaya debe su existencia al sacrificio de aquella generación de mártires.
 
La base material del Ejército fue insignificante y su acumulación y preparación ofrecen interesantes aspectos morales. En enero de 1869 no había artillería ninguna: todo se había perdido en las Lomas Valentinas.
 
Durante enero y febrero, el Mariscal pudo alistar algunas pequeñas piezas volantes de las fundidas en los arsenales de Asunción y de Ihvihcu´i, agregándoles cureñas de circunstancias, y emplazándolas en la falda de la Cordillera. En Ca´acupé el capitán Carlos Thompson, de antigua familia paraguaya, vació, taladró y rayó buen número de piezas de campaña, con máquinas llevadas anticipadamente de Asunción.
 
Los fusiles eran escasísimos y apenas había munición y pólvora. La compostura proveyó alguna cantidad, y soldados se ofrecieron para cruzar el gran Estero Ihpecuá, llegar a las Lomas Valentinas y recoger los fusiles abandonados durante las batallas anteriores de diciembre. Esta hazaña, que no deja de tener sus ribetes de jocosidad, permitió obtener más de 700 fusiles amén de abundante munición y equipo. No obstante, la mayor parte del personal sólo recibió como toda arma o un machete o una lanza: el combate de los cuerpos de lanceros a pie debía consistir en clavar el regatón contra el pie izquierdo, inclinar el busto hacia adelante doblando la pierna derecha y recibir al caballo enemigo con la punta de la lanza, esquivando el mandoble para después aniquilar al jinete en combate a pie, a machete o a cuchillo.
 
Esta fue la instrucción que se impartió a la mayor parte de los reclutas, niños y ancianos del Ejército de 1869, y con esta táctica de landsquenete se dieron las últimas batallas de la campaña.
 
La solidez de los mandos debió resentirse a consecuencia del gran número de ascensos en los cuadros inferiores y en la tropa, y asimismo, la organización de las unidades inferiores y operativas tuvo que sufrir la influencia de la enorme escasez de personal y de material: la constitución de cuatro divisiones de igual número de batallones y de efectivos, da idea de que en esta faz de la campaña, el Mariscal amolda la organización más a los fines de instrucción que a los operativos. En efecto: tan pronto el enemigo reinicia sus marchas ofensivas, el Ejército paraguayo tendrá que adaptarse en cada caso a las imposiciones de las misiones operativas y estratégicas a cumplir en cada caso, y de esta manera, en ninguna de las campañas de 1869, veremos operando a una o varias de las Divisiones constituidas en Ascurra, sino a Divisiones constituidas de acuerdo a las circunstancias, más o menos numerosas en batallones y en regimientos conforme a la tarea a desarrollar.
 
La pasividad del enemigo contribuyó en mucho para conceder al Mariscal el tiempo que necesitaba para la organización del nuevo Ejército. Esa inactividad sin duda obedeció a varias causas: la necesidad de descanso después de los intensos esfuerzos que significaron las marchas por el Chaco y las duras luchas de diciembre anterior, las grandes pérdidas sufridas en estas luchas, y finalmente, la sensación de que la guerra había concluido y las complicaciones de orden moral que surgieron ya en el personal, ya en la organización, ya en la actividad del Ejército brasileño, con motivo del alejamiento del marqués de Caxías y de la asunción del comando en jefe por el conde D.Eu.
 
Sin embargo, ni la fatiga, ni las pérdidas, ni las complicaciones, ni ninguna otra causal de estos géneros, ni todas ellas reunidas, son suficientes para explicar satisfactoriamente la inactividad del Ejército brasileño en este período de la campaña. El hecho cierto, que permanece en la oscuridad, cuando menos desde un punto de vista exclusivamente militar, es que los aliados, podrían haber concluido la guerra en los dos primeros meses de ese año, ya que durante todo ese tiempo no sólo podrían dominar todo el interior del país con su caballería, impidiendo la reunión del nuevo Ejército paraguayo, sino también carecían de adversario digno de consideración en su frente. Las razones de esa inactividad, en consecuencia, deben ser buscadas en otro terreno que el militar, acaso en el político y aún en el sentimental.
 
Abandonemos este ingrato aspecto de la conducción de la guerra, y continuemos ya con las consideraciones sobre el nuevo y último Ejército que el Mariscal aprestaba para la campaña final.
 
¿Cuál era el efectivo del Ejército de Ascurra? En páginas más adelantadas, Centurión nos habla de 12.000 hombres en la segunda quincena de agosto, cuando la retirada en dirección al Norte. A esta cantidad, habrá que agregar las siguientes: 1.300 en Tupijhû a órdenes del coronel Galeano, 1.600 perdidos en Pirivevui el 12 de agosto, 1.600 bajas habidas de enero a agosto en las breves campañas de Ihvihtihmí y Tevicuaríh, y aproximadamente otros 1.000 de pequeñas guarniciones alejadas (Ihvihcu´i, Villarrica, etc.). El total sería pues de unos 17.000 hombres.
 
Pero en este caso como en el de los efectivos dados en el comienzo de la guerra, es fácil descubrir que las cantidades han sido abultadas en mucho: en el desarrollo posterior de la campaña, esos 17.000 hombres no aparecen por ninguna parte. Se diluyen en el vacío sin dejar rastro.
 
El efectivo total del Ejército de 1869, comprendiendo los destacamentos del Norte (Concepción, Tupijhû) y del Sud, no pudo ser más de 11.000 a 12.000 soldados.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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