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ANDRÉS COLMÁN GUTIÉRREZ

  EL ÚLTIMO VUELO DEL PÁJARO CAMPANA, 1995 - Novela de ANDRÉS COLMÁN GUTIÉRREZ


EL ÚLTIMO VUELO DEL PÁJARO CAMPANA, 1995 - Novela de ANDRÉS COLMÁN GUTIÉRREZ

EL ÚLTIMO VUELO DEL PÁJARO CAMPANA

Novela de ANDRÉS COLMÁN GUTIÉRREZ

 

Editorial El Lector,

www.ellector.com.py

Asunción-Paraguay . 1995

Edición digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2001

Enlace externo a la edición digital:

EL ÚLTIMO VUELO DEL PÁJARO CAMPANA

 

 

 

«... este país misterioso y simple,

elemental como el fuego y como el agua,

por momentos melodioso o crepitante,

poseído casi todo el tiempo por estallidos de furia

o por las depresiones del desconsuelo.

Un país condenado al suplicio de la esperanza,

con su gente que vive como en castigo

en uno de los más hermosos

y apacibles lugares de la tierra;

de esos que se llevan su lugar a otro lugar

y se esconden en un recodo de la historia».

AUGUSTO ROA BASTOS, Una isla rodeada de tierra

 

A doña Nilda y en memoria de don Chiíto,

los dos seres maravillosos

que me dieron y me enseñaron la vida.

 

 

- I -

 

¿Qué carajo han hecho con mi país? se preguntaba Claudia Villasanti, veía desfilar la tierra desnuda y herida por la ventanilla de la camioneta, a casi cien kilómetros por hora. Una brisa ardiente, como de fuego, jugueteaba con su larga cabellera dorada. Le costaba reconocerse en ese desolado paisaje de desiertos calcinados y campos dormidos, asfixiada por la densa polvareda que penetraba hasta la profundidad de sus pensamientos. De vez en cuando, entre la niebla roja emergían rostros oscuros, fugaces. Mujeres cargadas de hijos que miraban con ojos de miedo desde los matorrales. El resto era una abrumadora sensación de ausencia, vacío y soledad.

Puños crispados en el volante, la vista fija en los pozos del camino, Roberto Vázquez manejaba con aire absorto, con un cigarrillo entre los labios. Colgada del cuello llevaba la cámara fotográfica, lista para disparar, como si en cualquier momento, en medio de la nada, pudiera estallar algo indefinido que se convertiría en su pasaje hacia la gloria, un viaje a la inmortalidad a través de una certera diapositiva a color.

¿Cuánto hemos recorrido a través de este territorio de sombras?, se preguntaba Claudia. ¿Horas o siglos? ¿Mundos o kilómetros? En realidad había transcurrido apenas un día desde que El Oso Rodríguez, jefe de redacción de La Mañana, los llamó a su despacho y les encargó el reportaje para el suplemento dominical.

-El brujo se llama Ecumenario y, por lo que cuentan, tiene 132 años de edad -les dijo, sin alzar la vista del papel que vomitaba la máquina del fax-. Vive en la colonia Yryvucai, en la Frontera Seca de Canindeyú. Dicen que adivina el futuro, saca gusanos por la boca y cura hasta el Sida con brebajes y oraciones. En fin, vayan a ver que hay de cierto en todo este asunto. Y si es un maldito charlatán... ¡denúncienlo!

Claudia se puso feliz de que le dieran algo más interesante que escribir sobre mendigos sin hogar y basurales en la ciudad. Tenía 19 años, segundo curso de Ciencias de la Comunicación en la Católica, el pelo dorado revuelto y verdes ojos soñadores. Era bonita, rebelde y simpática. Incluso redactaba con cierto talento. Su único defecto era creer que el mundo se dividía entre buenos y malos, y que todos los problemas de la  vida podían arreglarse con unas cuantas cuartillas borroneadas con la suficiente dosis de rabia y emoción. Roberto, en cambio, ya orillaba los cuarenta y había sido golpeado en tantas batallas periodísticas que de buen grado hubiera preferido quedarse en casa, tumbado en la hamaca, con una cervecita helada frente al televisor, pero las cuotas del Colegio de las niñas no le permitían despreciar los pagos de viático y horas extras por los viajes al interior.

La rama de un árbol golpeó contra el parabrisas y el impacto los sobresaltó. El camino de tierra roja había desaparecido y ahora Roberto conducía la camioneta por un denso pastizal, esquivando vacas y tacurúes, hasta que una cortina de selva les cerró definitivamente el paso.

-Aquí se termina el mundo -dijo el fotógrafo con voz cansada. Apagó el motor y se dejó caer contra el respaldo del asiento.

Un silencio profundo empezó a crecer hasta volverse aterrador. Claudia buscó el papel donde El Oso les había dibujado un mapa surrealista y lo sacudió con las manos, levantando una pequeña nube de polvo. Lo dio vueltas por todos los costados, pero ni la selva, ni las vacas, ni los tacurúes figuraban en él.

-¡Qué mbóre! -dijo, y no pudo evitar que se le quebrara un poco la voz-. Parece que erramos el camino...

-No -respondió Roberto, mientras bostezaba-. Allí está el tronco con la calavera, pero no veo ninguna picada para entrar al monte.

La muchacha miró hacia adelante y vio un cráneo de vaca incrustado entre las ramas de un árbol reseco. Un oscuro presagio le enturbió el alma.

-¿Qué hora es?

-Son las cinco menos veinte. En una hora más va a oscurecer.

-¿Por qué no le preguntamos otra vez a algún poblador?

-El último ser humano viviente quedó a varios kilómetros.

-Pero... alguien tiene que andar por aquí. ¿No tienen dueños estas tierras abandonadas?

-Esto es la Frontera Seca, querida. Aquí todo pertenece a los brasileños... Pero ellos viven en sus enormes mansiones de Río de Janeiro o Sao Paulo. Desde allá manejan sus fazendas por control remoto.

-Entonces... ¿me podés decir qué carajo estamos haciendo aquí?

-¡Ah... a mí no me preguntes! Fuiste vos la que quiso venir a hacer el reportaje.

La muchacha hizo una mueca de dolor y con una fuerte palmada aplastó un enorme mbariguí que se había posado en su hombro derecho.

Contempló asqueada su mano manchada por la sangre y las vísceras del insecto. Sintió que sus tripas se aflojaban.

-Tengo ganas de ir al baño.

-Allí tenés el monte, inmenso, todo para vos...

-¡Wákala! ¿No será peligroso?

-Más peligrosos son esos excusados de los ranchos campesinos. Podés encontrar hasta un Alien entre la mierda.

Claudia descendió con pasos dudosos. Un viento suave le acarició la cara. El sol empezaba a acunarse entre los árboles y el cielo parecía pintado como para una fiesta de cumpleaños infantil. El calor comenzaba a bajar y eso le gustó, pero el vasto paisaje desierto seguía causándole una sensación de angustia que no conseguía explicar. Caminó hacia unos arbustos, a la entrada del monte. Miró hacia todos los lados, pero lo único que vio fue un taguató melancólico parado sobre un poste. Se ocultó entre la maleza, se desprendió el cinturón y se bajó los pantalones. Se sentó en cuclillas. Las hojas áridas le arañaban la piel. Cerró los ojos y disfrutó del placer de vaciarse sobre la tierra calcinada, envuelta en los vapores de sus propios líquidos. De pronto le asaltó la certera sensación de estar siendo observada. Giró la cabeza y pegó un grito de terror.

Como a tres metros de distancia, detrás de unas enormes hojas de guembé, asomaba un rostro moreno, manchado con rayas de pintura blanca. Unas plumas verdes de loro le caían sobre el largo pelo negro. Tenía la piel desnuda y brillosa, un arco y varias flechas en la mano. Sonreía con aire siniestro, como un caníbal salvaje escapado de una película de Tarzán.

La muchacha se incorporó aterrada, sin prenderse la ropa, y retrocedió lentamente hacia un árbol de urunde'y. Algo viscoso y tibio empezó a acariciarle la espalda. Se dio la vuelta, temiendo lo peor, y se encontró con una enorme víbora que colgaba de una rama.

Roberto escuchó los alaridos y sacudió la cabeza para desperezarse. Miró a través del parabrisas y vio que Claudia salía corriendo de la espesura, con los pantalones desprendidos, mientras gritaba:

-¡Socorro, Roberto! ¡Una tribu de salvajes! ¡Nos atacan!

Detrás de ella corría el indio, con las flechas y la víbora.

El fotógrafo abrió la guantera y sacó un revólver calibre 38. Se tiró del vehículo como en las películas policiales y apuntó hacia adelante. Disparó hacia cualquier parte y sintió que su brazo se sacudía como alcanzado por una descarga eléctrica.

El indio se detuvo en seco y levantó las manos, dejando caer las flechas y la víbora.

-¿Estás loco? ¡No dispares, boludo! ¿Qué querés hacer...? ¿Matarme?

Roberto se arrodilló en el pastizal y aferró el arma con las dos manos, como había visto hacer muchas veces a Don Johnson en Miami Vice. Claudia se parapetó detrás de él, con la respiración agitada. Su pantalón seguía desprendido, dejando ver una pequeña bombachita roja y unos muslos blancos como leche. El indio la miró con deseo. La chica se ruborizó y se arregló la ropa.

Sin dejar de apuntarlo, Roberto se levantó y comenzó a acercarse. El indio llevaba el torso desnudo pero estaba vestido con unos jeans bastante nuevos que exhibían el sello Lee Cooper. Calzaba zapatillas Adidas, de un blanco inmaculado, como si estuviera en plena pista del Caracol Dance Club.

-¡No te muevas! -ordenó el fotógrafo-. ¿Dónde está la víbora?

-Allí, en el pasto. ¡Cuidado... estás a punto de pisarla!

Roberto pegó un salto y otro tiro se perdió entre los árboles. La víbora sacó la cabeza entre los arbustos y lo miró con curiosidad. Después giró el cuerpo y se deslizó hacia los pies del indio, quien le tendió la mano y dejó que trepara, enroscándose por el brazo.

-Pobrecita... ¡Te han asustado!

Roberto retrocedió unos pasos hacia la camioneta y volvió a apuntarlo con el revólver. Parecía que el arma le pesaba mucho.

-¡No la sueltes...! -gritó, señalando a la víbora, en un tono que sonaba más a súplica que a orden.

-¡Claro que no! -respondió el indio-. Con lo que me costó agarrarla.

El fotógrafo miró con desconfianza hacia el monte, pero sólo alcanzó a divisar las hojas mecidas por el viento...

-¿Dónde está el resto de la tribu?

-¿Tribu? ¿Qué te creés...? ¿Que estamos en el África?

-¿Qué pasó con los demás indios?

-Viajaron ayer a Ciudad del Este para traer ordenadores y videograbadoras. Es lo que más compran los brasileños...

-Vos no parecés un salvaje. ¿Por qué llevás la pintura y las plumas?

-Les gusta a los turistas.

-¿Y por qué atacaste a la chica en el monte?

-¿Atacarla? Yo sólo quería venderle la víbora y las flechas...

Claudia lanzó otro grito e hizo una mueca de rechazo. Roberto se asustó y casi disparó de nuevo.

-¡Está bien, está bien...! -dijo el indio, con gesto apaciguador. Si no quieren, no importa... Los turistas brasileños pagan en dólares por una yarará como esta.

-¿No es venenosa?

-Mucho menos que la lengua del Gordo Benítez.

Claudia dejó escapar una risita nerviosa. Roberto guardó la pistola en la cintura. Llamó al indio con un gesto amistoso.

-Está bien. Acercate. ¿Cómo te llamás?

-Mi nombre indígena es Guyrá Caigue. Pero los paraguayos me dicen Willy.

-Ya veo. Suena más folclórico, ¿no? A lo mejor, podés ayudarnos. ¿Conocés a un brujo indio llamado Ecumenario?

-Claro. Es mi papá. Pero no lo llamen brujo, porque no le gusta. Prefiere que le digan «médico naturalista».

-¿Dónde vive?

-Allí, al otro lado de ese monte.

-Pero... ¿cómo se llega? No hay camino.

-También... sólo a ustedes se les ocurre venir por el lado paraguayo. Antes había una picada, pero desde que los brasileños construyeron la autopista, ya nadie viene por aquí. Hay que cruzar la frontera, ir hasta la ciudad de Amizade y desde allí se llega por el asfalto hasta la puerta misma de nuestra casa. Ahora... si no les molesta caminar, pueden dejar la camioneta aquí. Cruzando el monte, llegaremos en menos de una hora, antes de que se vaya la luz del sol.

-De acuerdo -dijo Roberto, con aire de alivio-. Vamos.

 

Caminaban unos tras otros por un estrecho sendero abierto en medio del monte. Los últimos rayos del sol se filtraban como lluvias doradas entre los árboles. El indio iba adelante, con la víbora enrollada por el cuello como si fuera una bufanda y Claudia trataba de mantener una prudente distancia. Roberto iba detrás, con el enorme maletín fotográfico colgado del hombro, deteniéndose a cada rato para retratar a  las bandadas de mariposas amarillas que jugaban distraídamente entre los ysypó.

-Perdoname que te pregunte algo -dijo de pronto la periodista, con cierta vergüenza-. Parecés un muchacho muy inteligente. ¿Por qué andás semidesnudo por el monte, asustando a la gente?

Willy tardó un largo silencio en responder, como si le hubiera sorprendido la pregunta.

-Estudié Ingeniería en Curitiba. El mismo día en que terminé la Facultad, un profesor me consiguió un contrato para trabajar como jefe de Mantenimiento en la represa de Itaipú. Llegué al Cantero de Obras y me presenté al encargado de Recursos Humanos. El tipo me miró la cara, leyó los papeles que yo llevaba en la carpeta y empezó a romperlos uno por uno. Después me dijo que hubo un gran malentendido y que ya no necesitaban peones. Que me iban a avisar cuando hubiera una vacancia para limpiar las letrinas.

-¡Qué hijo de puta...! ¿Y vos qué hiciste?

-Como él rompió mis papeles, entonces yo le rompí la cara de un sopapo. Llegaron varios guardias de seguridad, me dieron una feroz paliza y luego me tiraron al río Paraná desde el vertedero. Salí flotando cerca del Puente de la Amistad.

-¿No los denunciaste?

-En el Tribunal de Puerto Stroessner no me quiso recibir ni la empleada doméstica del secretario del juez. En Asunción, en el INDI, prometieron investigar el caso. Hasta ahora estoy esperando que lo hagan.

-¿Cuando pasó eso?

-Hace siete años, todavía durante la dictadura.

-¿Y después no probaste trabajar en otro lugar?

-¿Creés que sería diferente?

-Bueno, la puta... -Claudia dudó antes de agregan- ahora hay democracia.

Willy se detuvo y encaró a la muchacha.

-Mirá bien el color de mi piel... Ustedes, los paraguayos, vivieron bajo una dictadura durante 35 años y se creen que han batido un récord. Pero nosotros llevamos ya más de cinco siglos...


 

Llegaron hasta un pequeño arroyito que se deslizaba sobre un lecho de piedras con un murmullo musical. Claudia se sentó en un tronco cruzado sobre el cauce a modo de puente, se quitó las sandalias y sumergió sus pies en el agua. Sintió una oleada de placer y tuvo ganas de quedarse allí para siempre, olvidada de todo.

Roberto sonrió y le tomó varias fotos, se mojó el rostro y la cabeza, pero al ver que pasaba el tiempo y empezaba a oscurecer, trató de levantar a la muchacha. Ella se resistió. Forcejearon un rato, hasta que Claudia cayó sentada al agua. Willy los observaba, impasible, recostado contra un árbol, mientras acariciaba a la víbora. La periodista se levantó, fingiendo enojo, con la ropa toda mojada. Roberto trató de ayudarla, pero ella lo rechazó con un gesto. Se pusieron a caminar de nuevo detrás del indio.

-Estás ensopada. ¿No tenés frío? -le preguntó Willy.

-No. -respondió ella, divertida-. Al contrario. Me siento renovada.

-Cuando lleguemos a casa te podés secar y cambiarte. Mi hermana te va a prestar ropa seca.

-Gracias, no te preocupes. Decime, ¿cómo es tu papá? ¿Es verdad que tiene poderes mágicos?

-Él es un Avá Payé, un chamán, el último Caraí Arandu entre los Mbya Guaraní. Tiene el poder para curar enfermedades del cuerpo y del alma. Conoce las propiedades curativas de más de mil variedades de plantas medicinales, pero lamentablemente ese conocimiento se va a ir con él cuando se muera...

-Pero... vos sos inteligente. -intervino Roberto, que ahora caminaba casi al lado de Claudia- ¿Por qué no grabás todo lo que él sabe y después editás un libro? No sólo estarías rescatando la cultura de tu pueblo. Además puede ser un buen negocio. Esa clase de textos tiene gran demanda...

-Es imposible -dijo Willy, con cierta amargura-. La sabiduría de los Avá Payé solo puede transmitirse entre los elegidos. Son personas predestinadas, que nacen con una marca en la espalda. Lastimosamente, en mi pueblo ya no hay elegidos. El último, Romualdo, un joven que iba a ser el sucesor de mi papá, fue asesinado por los militares en la reserva de Ygatimí, porque descubrió que estaban llevando un contrabando de madera al Brasil.

¿Y no hay posibilidad de que aparezca otro... elegido?

-No sé... Cada día somos menos sobre la tierra. Y los pocos que  quedan ya no quieren ser indios. Mi papá aún tiene esperanzas de que alguien aparezca. Por eso se resiste a morir. En noviembre va a cumplir 133 años de edad. Hace rato ya que llegó su hora, pero él le hace trampas a la muerte.

-¡No puede ser! -exclamó Roberto-. Que querés que te diga, pero eso me huele a una gran bola...

Claudia le pegó un codazo en las costillas a su compañero y lo miró con reproche.

-Pídanle que les muestre su certificado de nacimiento -dijo Willy-. Allí está escrito claramente que nació en Villa San Isidro de Curuguaty, el 12 de noviembre de 1851. Tiene la firma del mismo don Carlos Antonio López, que era el presidente en esa época.

-¿Y tu papá se ha de prestar a una entrevista? -preguntó Claudia.

-Sí. A no ser que se encuentre en algún trance místico, él suele ser muy sociable. Tal vez no le guste que le tomen muchas fotografías...

-¿Por qué? ¿Tiene miedo de que las fotos le roben el alma, como a la mayoría de los indios?

-No, no. Lo que pasa es que él prefiere el vídeo. Le gusta verse retratado en colores, con sonido y en movimiento. Las fotos no tienen vida, dice. Hace poco vinieron a entrevistarlo unos reporteros de la Rede Globo, de Río de Janeiro, y luego le mandaron una copia del material. Se pasó varios días mirándolo y matándose de risa de sí mismo. En eso parece un niño.

La luz del sol casi ya no penetraba entre el follaje y se hacía cada vez más difícil apreciar los contornos del camino. Claudia caminaba tropezándose entre las ramas que emergían del suelo y en una oportunidad perdió el equilibrio. El indio la sostuvo con una mano antes de que cayera al suelo. La víbora aprovechó para lamerle el rostro a la muchacha. Ella pegó un alarido.

-¿Falta mucho para llegar? -preguntó Roberto-. Ya me duelen las entrepiernas de tanto caminar...

-No. Ya llegamos. Es allí, después de esa arribada.

 

Desembocaron en lo alto de una ladera, una especie de mirador natural desde donde se divisaba un verde y extenso valle. El sol acababa de ocultarse detrás de los cerros y un vasto mar de fuego llameaba en el horizonte. El aire era tan transparente que golpeaba la vista.

Abajo, dos carreteras corrían juntitas, como disputando una eterna carrera a ninguna parte. Una de ellas era de asfalto reluciente, sembrada de carteles, luces y señales coloridas, por donde los vehículos se entrecruzaban a gran velocidad. La otra era de tierra roja, salpicada de charcos. Un terco y solitario camión cargado con rollos de madera ascendía roncamente por una empinada cuesta. En medio había un gran espacio baldío, cubierto de vegetación.

-Es la Frontera Seca -explicó Willy-. La ruta asfaltada es la que construyeron los brasileños. El camino de tierra pertenece a los paraguayos.

-¿Y el espacio del medio...? -preguntó Claudia.

-Es la Tierra de Nadie, también conocida como El Rincón de los Muertos, porque allí suelen amanecer tendidos algunos cuerpos dejados por los «yagunsos», víctimas de ajustes de cuentas entre los mafiosos.

-¡Nde rayóre! -exclamó la muchacha- Lindo lugar para quedarse a vivir.

-Te parecerá tonto, pero a mí me parece uno de los lugares más bellos del Paraguay. Un poco más arriba está el Cerro Guazú, la cumbre sagrada que mis hermanos Pai Tavyterá consideran el Corazón del Mundo, el Centro del Universo. El lugar mágico donde fueron creados el primer hombre y la primera mujer.

-¿Y la violencia? ¿No te preocupa?

-Una vez que te acostumbrás, se te vuelve parte de la vida cotidiana, como el tereré de todas las mañanas.

El eco de un estallido llegó desde alguna parte lejana. Claudia vio que el camión con rollos había acabado de subir la cuesta y ahora se desviaba del camino, internándose en la enmarañada vegetación de la Tierra de Nadie. El ruido del motor se detuvo y las opacas luces se apagaron.

-Va a esperar que haya un poco más de oscuridad para cruzar la carretera -explicó Willy-. Así se van llevando nuestros montes.

-Se están llevando el país, poco a poco -dijo Claudia, con aire de tristeza-. Tu casa, ¿dónde queda?

-Allí abajo, ¿ves? Detrás de ese naranjal... Vamos, el camino va derechito hasta nuestra chacra.

Empezaron a descender por un estrecho sendero de pedregullos hasta alcanzar un tupido mandiocal. A medida en que se acercaban,  fue divisando las edificaciones. Primero un largo galpón con paredes de adobe y techo de paja que casi llegaba hasta el suelo. Era una construcción de estilo primitivo, con una forma parecida a las chozas indígenas guaraníes que ilustraban los libros de antropología. Sólo que esta sostenía encima el esqueleto metálico de una antena parabólica.

Más allá había un tosco edificio con paredes de ladrillos y techo de zinc, mirando hacia la carretera. Colgado de la fachada, un colorido cartel de neón proclamaba:

DON ECUMENARIO

Médico naturalista.

Predicciones, conjuros, curaciones, exorcismo.

Una jauría de perros flacuchentos salió a recibirlos con un coro de ladridos. Claudia buscó protección tras las espaldas del fotógrafo, pero Willy hizo un gesto con la mano y los perros se detuvieron en seco y se callaron de golpe. Luego se acostaron en el suelo y comenzaron a sollozar quedamente, como si acabaran de enterarse de una noticia muy triste.

Oscurecía cuando llegaron hasta el frente de la casa, donde dos jóvenes, indígenas estaban sentados bajo el letrero de neón, bebiendo latas de cerveza Ohlsson's. Uno de ellos era de piel oscura, flaco y pequeño, con aspecto de cuervo. El otro era corpulento y atlético, de tez blanca y larga, cabellera color castaño. A Claudia le pareció una versión subdesarrollada del Kevin Costner que había visto en «Danza con Lobos».

-¡Hola muchachos! -saludó Willy-. ¿Está mi padre en casa?

-Sí, pero ya cerró el consultorio -respondió el Cuervo-. Se puso un poco mal esta tarde y dijo que por hoy ya no iba a atender a nadie.

-Ellos son periodistas. Quieren hacerle una entrevista.

-Va a ser difícil -comentó Kevin Costner, mientras quitaba otra cerveza de una conservadora-, el viejo entró en un trance místico de esos que le suelen durar largo rato.

-¡Mierda, justo hoy! Voy a ver si puedo hablar con él. Decile a mi hermana que le consiga ropa seca a esta muchacha.

Willy depositó a la víbora en el suelo y se dirigió al gran galpón del fondo. Cuando abrió la puerta, Claudia advirtió que desde el interior brotaba el resplandor de una fogata. Kevin Costner les pidió que aguarden un rato y entró a la casa. El Cuervo les invitó a sentarse en unos sillones de cuerdas de nylon y les ofreció cerveza.

Al rato, Willy regresó desde el fondo, con expresión frustrada.

-Mala suerte -dijo-. El viejo está embalado con el ñembo'é yeroky, la danza-oración de los guaraníes. Prácticamente no ve ni escucha nada de lo que pasa en este mundo.

-¿Y cuánto tiempo le va a durar eso? -preguntó Claudia, preocupada.

-Puede durar hasta una semana.

-¡No lo puedo creer! -exclamó Roberto, con visible enojo, golpeando con los puños uno de los horcones del corredor-. ¡Estoy seguro de que eso es parte del show, para tratar de impresionarnos y a la vez esquivar el bulto! ¡Desde el principio me pareció que se trataba de un maldito embustero!

Willy miró al fotógrafo con una mezcla de lástima y compasión, pero no dijo nada.

En ese momento Kevin Costner salió de la casa, seguido por una hermosa muchacha morena. A Claudia le impresionaron sus ojos de abismo y la oscura y lacia cabellera que le llegaba hasta la cintura.

-Ella es mi hermana Anahí -dijo Willy.

-¡Hola! -saludó ella, con una sonrisa radiante que reveló sus graciosos hoyuelos- ¿Querés venir conmigo?

Claudia la siguió al interior de la vivienda. Atravesaron una sala, un comedor vacío donde un locutor brasileño le hablaba a nadie desde un televisor, hasta una cálida habitación donde el elemento decorativo más resaltante era un inmenso póster de Roberto Carlos, colgado en la pared de ladrillos sin revocar.

-Sacate esa ropa mojada -dijo Anahí, mientras le extendía una toalla limpia-. Allí tenés el baño sí querés limpiarte. Este buzo te va a quedar bien.

-Por favor, no te tomes tantas molestias por mí.

-¡Nambréna! Es muy poca cosa.

Claudia se quitó los jeans, se secó el cuerpo con la toalla y se puso el pantalón del buzo. Luego empezó a sacarse la blusa. El espejo en la puerta del ropero devolvió el resplandor blanco de su espalda. Anahí quedó paralizada.

-¡Dios mío! ¿Qué tenés allí?

-¿Qué...? ¿Dónde?

-¡Allí...! ¡en la espalda...!

-Ah... eso. Es solo una mancha en la piel.

Anahí se le acercó despacio, como si se tratara de un objeto muy valioso y delicado. Sus manos palparon con infinita suavidad el sitio en donde un circulo marrón, como un enorme lunar, tatuaba la piel de la reportera.

-¡No lo puedo creer!

-¿Qué cosa? ¿Nunca viste una mancha de piel?

La muchacha india la tomó del brazo y la arrastró hacia la puerta.

-Vení, vení conmigo... ¡rápido!

-¡Ey, carajo, esperá! ¡Estoy casi desnuda!

Claudia apenas tuvo tiempo de cubrirse el busto con la toalla. Afuera, los hombres las vieron salir con asombro. Con los ojos brillantes, Anahí condujo a la periodista en dirección al galpón.

-¿Qué pasa, adónde van? -gritó Willy.

-¡Vengan...! -llamó Anahí, mientras abría la puerta-. ¡Papá tiene que verlo!

Claudia se dejaba arrastrar como hipnotizada. Al penetrar en el inmenso galpón, sintió que atravesaba una puerta hacia otra dimensión. Se encontró en un recinto enorme y vacío, de paredes altas y desnudas. Había un gran hueco entre el techo y la pared trasera, por donde entraba la brisa fresca de la noche y se divisaba un cielo acribillado de estrellas. En medio del piso de tierra apisonada ardían gruesos troncos de timbó. Las chispas salpicaban el aire enrarecido.

Recortada contra los destellos dorados de la hoguera, la reportera divisó la silueta de un hombre. Estaba sentado, completamente inmóvil, como una imagen tallada en piedra o madera.

-¡Papá...! -gritó Anahí- Perdoná que te moleste, pero tenés que ver esto...

La muchacha india se acercó, arrastrando a Claudia, girando hasta quedar frente a la silueta. Entonces el resplandor del fuego reveló un rostro surcado por arrugas y sombras que acumulaban siglos de silencio y soledad. Los ojos blancos del anciano miraban sin ver, como si estuvieran extasiados contemplando un paisaje que quedaba más allá de todo tiempo y lugar.

-¡Mirá, Papá...! -insistió Anahí y empezó a zarandear los hombros del viejo- Ella tiene la marca, Papá... ¡Tiene la marca!

Hubo un parpadeo casi imperceptible en los ojos blancos. Anahí retiró la toalla que tapaba el cuerpo de Claudia y la piel color de leche quedó al descubierto. Las arrugas en el rostro del anciano cobraron vida  y movimiento.

-¿Ves, Papá? ¡Es la marca...!

Claudia sintió que Willy y los demás también se aproximaban e intentó cubrirse de nuevo con la toalla, pero Anahí se lo impidió. Roberto traía la cámara fotográfica en la mano, pero parecía con miedo a usarla.

-Por favor, ¿qué mierda les pasa? -protestó la reportera- ¿Por qué hacen tanto escándalo por esta macana?

-¿Desde cuándo tenés eso? -preguntó Willy, arrodillándose a contemplar extasiado la tersura desnuda de la muchacha.

-Desde la época del Colegio. Me agarró durante un verano en Camboriú...

Claudia intentó cubrirse otra vez cuando el muchacho la acarició con sus dedos, pero advirtió que esta vez no había deseo ni lujuria en sus ojos, sino una especie de admiración mística.

-Es la marca de los elegidos, de la que te hablé. Es la primera vez que la veo en la piel de una persona blanca... ¡Pero es la misma marca!

-¡Dejate de joder! -protestó otra vez Claudia-. Es sólo una mancha en la piel, causada por el agujero de ozono. Y déjenme vestirme, que tengo frío.

En ese instante sonó la voz seca y profunda, que se oyó como un trueno:

-¡No!

Claudia sintió que se le erizaba la piel. Volteó la mirada y se encontró con el rostro de piedra. Los ojos del viejo se habían encendido y la muchacha sintió que la taladraban hasta el fondo. Alrededor todo estaba quieto y callado.

-Te estaba esperando -dijo el anciano-. Nunca pensé que serías una mujer blanca, pero te estaba esperando.

-Escuche... no sé lo que están pensando. -balbuceó Claudia y se sentó frente al viejo- Yo sólo quiero hacerle una entrevista.

Roberto pareció despertar y levantó la cámara. El click del disparador y el centelleo del flash estallaron al mismo tiempo.

-¡No! -ordenó el anciano, levantando la mano con un gesto imperativo. El fotógrafo se paralizó- Vos sos un ser impuro. ¡Acercate!

Roberto se aproximó con temor y se sentó en el suelo. El anciano extendió una mano rugosa, parecida a la de una momia, y la posó sobre la cabeza del fotógrafo.

-Hay muchas cosas malas en tu interior -le dijo-. Yo te las voy a quitar... Abrí la boca.

Roberto obedeció, intrigado, y los dedos apergaminados bucearon entre sus dientes, hasta el fondo. Sintió que se le formaba un nudo en el estómago y que luego el nudo subía lentamente, como algo viscoso y caliente, hasta su garganta. Le vinieron fuertes náuseas y unas tremendas ganas de vomitar, pero hizo un gran esfuerzo en contenerse. Los dedos del viejo atraparon la molesta cosa que brotaba desde sus entrañas y la extrajeron con delicadeza. El fotógrafo se sintió aliviado, pero al ver lo que había en la mano del anciano, casi perdió el sentido.

-¡Puta carajo...! -gritó Claudia, horrorizada-. ¿Qué mierda le está haciendo...?

El anciano alzó lo que tenía en la mano y lo exhibió a la luz de la fogata. Era una especie de enorme gusano, erizado de pelos y antenas. Una extraña clase de bicho que ninguno de los dos había visto nunca. El indio dejó que lo contemplaran un rato más y luego, con un gesto seco, lo arrojó al centro de la hoguera.

-¿Eso... estaba... adentro de mí? -preguntó Roberto, con un sollozo.

-No te asustes -le dijo el anciano, con suavidad infinita-. Estaba adentro de vos como energía negativa, como un mba'e vaí. Para salir tenía que tomar alguna forma. Ahora ya estás limpio.

-¿Y yo también tengo... esas cosas? -preguntó Claudia, con un gesto de horror.

-No, vos tenés la marca. -dijo el anciano y apartó la toalla para observar la mancha en la piel de la muchacha- Sos la elegida.

-Pero, ¿por qué una muchacha blanca? -señaló Willy, acercándose más-. Nunca antes ha sucedido.

-Nuestro Padre Último-Primero es sabio -dijo el anciano-. Sólo una piel blanca podrá detenerlo y evitar la catástrofe.

-¿Detener a quién? -preguntó Claudia, con la ansiedad dibujada en su rostro.

El viejo elevó la mirada hacia las volutas de fuego que ascendían en la oscuridad de la noche. Sus ojos sin edad parecían revivir imágenes dolorosas. Su voz sonó lejana, como arrastrada desde un tiempo inmemorial:

-Él nos quitó las tierras para dárselas a los gringos de piel de arena y cabellos de oro. Él mandó a sus hombres de uniforme a quemar nuestros  tecohá, a matar nuestros árboles sagrados con sus enormes bestias de acero. Él trajo la lluvia roja y la peste negra. Al final, cuando lo echaron del país de los sueños, nosotros comenzamos a respirar de nuevo. Ahora, si él regresa a esta tierra, las flores del monte morirán para siempre.

-¿Quién...? -preguntó Claudia, pero se sintió con mucho miedo de que le dieran una respuesta.

El viejo seguía navegando entre sus imágenes desgarradas:

-Él destruyó la memoria de nuestro pueblo. Él reinó entre las sombras. Ahora, las sombras lo quieren traer de vuelta.

-¿De vuelta... a quién?

Una ráfaga de viento entró por la hendidura y aplastó las llamas contra el piso. El viejo pareció despertar de su ensoñación. Sus ojos de piedra se clavaron en la muchacha. Ahora su voz sonaba amenazadora:

-En la penúltima luna de este año, el tigre azul se comerá al sol y toda la tierra de los paraguayos se llenará de oscuridad.

-¿Se refiere a... al eclipse de sol? Sí, claro, será en noviembre. Eso no es ninguna novedad. Ya se publicó en todos los diarios.

-El mismo día en que vino al mundo el dueño de la noche.

-El día 3 de noviembre... el día en que nació... ¡Puta carajo, claro! Pero... ¿qué quiere decir? ¡Me está jodiendo!

La hoguera se avivó de nuevo. El llanto lastimero de un urutaú se oyó desde la profundidad de la selva. Las llamas comenzaron a bailar estremecidas. Claudia sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo.

-Ese día volverá, si no lo detenemos. El mundo se llenará de oscuridad y el trueno de la muerte resonará por todas partes...

-Nde rayóre, no. ¿Volverá? ¡Está loco! ¿Se refiere a...? ¿Volverá? ¿Está hablando en serio, carajo...?

El chiflido de un ka'í mirikiná se escuchó nítido al otro lado de la pared. Él fuego crecía más y más. Parecía que todo empezaba a arder de golpe, en una hoguera inmensa que amenazaba con devorar al mundo. Las palabras del viejo también resonaban cada vez más fuerte, como alimentadas por las llamas.

-Sí. Volverá. Lo traerán de vuelta. Cuando el día se convierta en noche. Cuando el tigre sagrado se haya devorado al sol.

-¡No, no...! Puta carajo, no quiero ni pensarlo...

-¡Hay que detenerlo! Nosotros ya no podemos hacer nada. Ya casi no nos queda poder sobre la tierra. Por eso nuestro padre te ha elegido.

El rugido de un yaguareté brotó desde la oscuridad. Las palabras  del viejo resonaban por todo el recinto. El fuego crecía y crecía, sin parar.

-Está loco. ¡Mierda... está completamente chiflado!

-¡Sos la elegida! ¡Tenés que detenerlo!

Claudia se dio cuenta de que la hoguera ya ardía dentro de sí. Y que los ruidos de la noche no llegaban desde la profundidad de la selva, sino que brotaban de su propio pecho, que ahora retumbaba como un inmenso tambor a punto de estallar.



 

- II -

 

Era una vieja y enorme carreta de madera, con toldo de cuero de vaca, tirada por dos bueyes impasibles y somnolientos. Un campesino gordo con sombrero pirí estaba parado en el cabezal, maniobrando la picana en el aire como si fuera una caña de pescar. A su lado iba sentada una anciana vestida de negro, con una pañoleta blanca amarrada a la cabeza, un rosario en la mano y un gran cigarro poguasu en la boca. Parecía un cuadro fugado de una postal turística y hubiera quedado magnífico en un paisaje con fondo de ranchos de adobe y techos de paja. O en una roja carretera cercada por lapachos en flor. O en cualquier otro sitio menos allí, en plena esquina de Azara y Tacuary, una de las principales encrucijadas de acceso a la ciudad, a las siete y diez de la mañana, justo a la hora en que el centro de Asunción se convertía en una sucursal del infierno.

Martín puteó por enésima quinta vez y se bajó del auto. Llevaba casi media hora atrapado en el embotellamiento, que ya abarcaba más de siete cuadras, Los insultos y bocinazos se extendían como una oleada incesante, pero los bueyes y los tripulantes de la carreta no parecían enterarse. En el nudo del atolladero, un Zorro Gris chorreado de sudor daba brazadas de ahogado y hacía sonar histéricamente su silbato.

Desde la vereda de enfrente, varios curiosos observaban divertidos el espectáculo. Los niños de la calle y los vendedores ambulantes estaban radiantes y se esparcían como un ejército haraposo entre los autos atascados, ofreciendo chipa so'ó, gaseosas en lata, condones musicales con sabor a frutilla, te limpio el vidrio che ra'á, cuchillos rambo, dame cien'í para comprarle leche a mi hermarnita, vídeos de la chicholina, pasame un miltón o te rayo el coche hijo de puta, valium por caja y hasta computadoras portátiles.

-¿Qué sucede, agente? -preguntó Martín al acercarse.

-¡Este tavyrón...! -gritó con el rostro rojo de furia el Zorro Gris, señalando al campesino de la carreta como si fuera un criminal de guerra- No sé de dónde diablos salió. Se cree que está en los campos de Piribebuy.

-Señor, ya te expliqué ningó... -respondió el campesino,  fastidiado de tener que insistir en algo tan simple- Nosotros co sólo queremos llegar en Caacupé. Mi mamá se curó de una enfermedad muy fea y prometió que íbamos a ir en carreta junto a la Virgencita.

-Pero Caacupé está del otro lado, mi amigo... -intervino Martín.

-¿Y yo pico como iba a saber? -se encogió de hombros el campesino- Nosotros estamos viniendo del Chaco, señor, de Fortín General Bruguéz. No conocemos luego el camino. Anoche cruzamos el Puente Remanso y un soldadito medio fôrifô nos dijo que teníamos que seguir nomás la línea blanca. Acampamos en un baldío que encontramos por ahí y esta mañana, cuando quisimos continuar, la ruta se llenó todito de camiones...

-¡Pero claro, boludo! -gritó el Zorro Gris-. ¡Si la calle es para los autos...!

-Por favor na, señor, no vayamana a decir grosería que mi marmita es muy religiosa y se va a asustar -se molestó el campesino-. Mirá que si vos te vas un día hacia mi valle, también te podés perder en el campo. Pero allá la gente es amable y te va a ayudar con todo su corazón. Aquí nomás no sé qué lo que les pasa. Todos luego nos miran con rabia. ¿Qué pico les hicimos de malo nosotros mba'é?

Las bocinas atronaron de nuevo. Uno de los conductores sacó la cabeza por la ventanilla y gritó: «¡Dale pelotudo! ¡Andá con tu vacas y salí del camino!». Los curiosos le hicieron coro y se echaron a reír. La vieja de negro lanzó un oscuro escupitazo al aire y empezó a rezar en voz baja, deslizando los dedos sobre las cuentas del rosario. El Zorro Gris extrajo una libretita de su bolsillo y se puso a leer con nerviosismo.

-¿Le va a poner una multa? -preguntó Martín- Ni siquiera van de contramano...

-Claro que sí. ¡Van de contramano al progreso!

-¿Y eso está prohibido por el Reglamento de Tránsito?

-Mire que yo tengo todos los papeles en regla -aclaró con preocupación el campesino-. Y mis bueyes están toditos vacunados contra la aftosa...

-Escuche agente -propuso Martín-, si usted no les cobra ninguna infracción, yo los puedo sacar de aquí por la vereda, los llevo hasta la plaza y que esperen allí hasta la noche para salir de la ciudad.

-¡Sí, sí, por favor! -se iluminaron los ojos del Zorro- Les perdono todo... ¡todo! ¡Pero lléveselos, por Dios!

-Está bien, ayúdeme a hacer un espacio. ¡Y usted amigo, sígame!

Con gestos y toques de silbato, lograron que unos de los automovilistas realizara una compleja maniobra hacia el costado para que la carreta pudiera subir sobre la vereda. Los curiosos y los vendedores se apartaron, expectantes. Los bueyes protestaron con fuertes mugidos al transponer el cordón y la madera crujió peligrosamente, pero la vieja no dejó de rezar un solo instante.

-¡Opa Barcino! ¡Fuerza Hovero! Huuuuuuuuuuurararara...! -gritó el campesino, mientras hacia tintinear las argollas en la punta de la picada.

Los curiosos le dedicaron un fuerte aplauso y el Zorro Gris esbozó su primera sonrisa de la mañana, mientras los autos comenzaban a moverse. Martín se trepó a la carreta y le indicó al campesino por donde debía dirigirse para llegar a la plaza. Luego recogió su pequeño Lada y los siguió.

Poblada por frondosos árboles de lapacho e ybyra pytá, la Plaza Uruguaya era como un territorio liberado para los marginales, en el corazón mismo de la ciudad. Ubicada frente a la vieja Estación del Ferrocarril, reliquia de la arquitectura colonial, en ella desembarcaban los campesinos que llegaban en el viejo tren a vapor y su locomotora del Far West, colmados de quesos, huevos, chanchos, gallinas, maíz y mandioca, para regresar al final del día con sus felices cargamentos de televisores y radiograbadoras.

La plaza estaba dividida por fronteras invisibles que delimitaban los territorios de las prostitutas y los travestis, los corredores de quinielas y loterías, los cigarrilleros pasadores de marihuana y las cocineras de mbeyú que además predecían el futuro con las barajas. En una de las esquinas, como singular contracara de ese reino de la marginalidad, habitaban los libros. La Feria «El Lector» extendía sus anaqueles repletos de volúmenes sobre la vereda, a lo largo de casi media cuadra. Su propietario, Pablo León Burián, había empezado como humilde vendedor de periódicos en un pequeño kiosko callejero para terminar convirtiéndose en uno de los más importantes empresarios editoriales, lo cual en «un país de literatura sin pasado o pasado sin literatura» como le gustaba decir a la gran escritora Josefina Plá, constituía una verdadera hazaña.

Cuando Martín llegó al sitio, ya el campesino había desarmado la carreta y establecido una especie de campamento con el toldo de cuero de vaca. La vieja del rosario estaba armando un pequeño bracero bajo un árbol y se disponía a preparar el desayuno, con la solícita ayuda de una  de las cocineras. A Martín siempre lo sorprendía la espontánea solidaridad que los humildes mostraban entre sí, aunque fueran completos desconocidos, y se lamentaba de que un valor tan esencial de la cultura campesina estuviese siendo corroída por la vida de la ciudad.

Al verlo acercarse, el campesino fue a su encuentro con la mano extendida y una sonrisa radiante.

-¡Amigo! -le dijo- Todavía no pude darle las gracias. Ruperto Cáceres, para servirle.

-Encantado. Yo soy Martín Olmedo. Me conocen más como Martín Yacaré. ¿Qué ha hecho con los bueyes?

-Los he atado allá, por una estaca verde.

-¿Estaca verde?

-Sí, esa que está allá. Venga a ver.

Lo condujo hacia uno de los bordes de la plaza, donde Martín encontró un cuadro que casi lo hizo orinarse de la risa. Los dos bueyes mordían las flores de un cantero, amarrados a uno de los flamantes parquímetros que hacía pocos meses había instalado la Municipalidad, en un intento por modernizar la ciudad y poner algo de orden en el caótico tráfico urbano.

-¡Pobre Filizzola! -dijo Martín, mientras no paraba de reír.

-¿Quién...? -preguntó el campesino, empezando a sospechar que había hecho algo indebido.

-Filizzola, el intendente. Es el dueño de la estaca verde.

-¿Y se va a enojar mucho ese señor? Si quiere, mudo la piola a uno de esos árboles.

-Sí, será mejor -dijo Martín, y volvió a estallar en una carcajada.

Mientras el hombre se dirigía a cumplir el traslado con cara de no entender un pepino, Martín pensó en las irónicas vueltas que da la vida. Carlos Filizzola había sido uno de los más aguerridos dirigentes sociales que enfrentaron a la dictadura del Tiranosaurio. El joven médico, que lideró las mayores movilizaciones populares durante los últimos años del régimen militar, posteriormente se presentó como candidato independiente a las primeras elecciones municipales democráticas y derrotó al oficialista Partido Colorado, quebrando una tradición de cien anos de bipartidismo en el Paraguay. Ahora, al frente de la intendencia municipal de Asunción, el ex-sindicalista enfrentaba huelgas obreras y luchaba contra la cultura provinciana de sus conciudadanos para darle a la capital paraguaya una fisonomía urbana más acorde al final del siglo.

Los parquímetros constituían su más reciente dolor de cabeza. En los pocos meses de su implantación, Martín había visto a los vendedores ambulantes utilizarlos como columnas para tender sus artículos de contrabando, a los jóvenes patoteros como blanco de sus protestas sociales y a los perros callejeros como sustitutos de los árboles. Pero la escena de los bueyes amarrados a la «estaca verde» era el extremo reflejo del contraste cultural que ofrecía la ciudad.

El campesino regresó con un gesto que decía misión cumplida y Martín decidió despedirse.

-Un asistente mío vendrá a buscarlos cuando llegue la noche y les acompañará hasta que puedan salir de la ciudad sin contratiempo.

-Gracias, señor, que Dios se lo pague.

-¡Ah, y tengan mucho cuidado en esta plaza, que son capaces de robarle el calzoncillo sin quitarle el pantalón!

-No se preocupe. Yo sé manejar a los sinvergüenzas. Allá en el Chaco me llaman «el terror de los abigeos».

Martín estaba por marcharse, cuando vio que la viejita de negro se acercaba con algo envuelto en un mantelito de aó po'í. Un fuerte olor a queso rancio llenó el aire.

-Tomá che memby -dijo la vieja-, llevá para tu avío, no vayas ahora a pasar hambre allí por donde andás.

-Gracias señora, no se moleste -dijo Martín, con una sonrisa forzada, mientras recibía el paquete.

-Zoncerita co es. Un poco de queso casero que hice con mis propias manos, nomás. Que Dios y la Virgencita de Caacupé te acompañen, che memby.

-Gracias, abuela.

Martín le dio un beso a la vieja y caminó hacia el auto, colgando el paquete de la punta de sus dedos. Al pasar cerca de un papelero tuvo ganas de arrojarlo, pero se dio vuelta a mirar y los dos continuaban allí, mirándolo alejarse con mucho amor. Les hizo otro saludo con la mano y volvió a sonreír forzadamente. Después abrió la portezuela del auto y arrojó el envoltorio al asiento trasero, resignado a que todo el interior del vehículo se impregnara con el infernal olor.


 

Mientras manejaba por la atestada calle Palma, Martín encendió la radio y buscó Ñandutí AM para oír las noticias. Una larga tanda de jingles y avisos trataron de convencerlo de las bondades irresistibles del nuevo Chipa So'ó Diet, «el sabor, que mantiene la tradición y la silueta», la caña típica paraguaya Old Magic, el revolucionario jabón Embrujo Guaraní fabricado en base a la legendaria fórmula indígena de la flor del mburucuyá, el plan de seguridad Final Feliz, el único que incluye un seguro de vida contra los contagios del Sida, y la próxima aparición de la revista TeVeo, que anunciaba como primicia exclusiva una minuciosa investigación sobre los colores de ropa interior que usaba la Primera Dama de la Nación. Entre la sarta de propaganda política pre-electoral, lo único que le llamó la atención fue la promoción del candidato independiente Sindulfo Kim Wong para intendente de Asunción, «expresión de una nueva raza para un nuevo tiempo», presentado con un exótico fondo musical que combinaba una guaranía y una canción típica coreana.

La voz grave de Humberto Rubín director-propietario de la emisora, dio paso al Móvil Old Magic de Anita González, en directo desde la sede del Parlamento Nacional, y en tono agitado, con un fondo de tumultos y sirenas, la reportera informó que en ese momento una unidad coronaria de la Cruz Roja Paraguaya procedía a retirar el cuerpo del diputado Romualdo Zoquetti, víctima de un pre-infarto cardiaco durante la sesión de la cámara, en el preciso instante en que se votaba un proyecto de Ley de incremento de las dietas parlamentarias.

En seguida, Rubín anunció una entrevista telefónica con el ministro del Interior, Marcos Potestad, a quien saludó muy efusivamente, preguntándole acerca de sus declaraciones aparecidas en un matutino de la fecha, con respecto a la presumible infiltración de guerrilleros centroamericanos en las manifestaciones campesinas de bloqueos de ruta.

-Así es, mi querido Humberto -dijo el ministro-. Tenemos informaciones precisas, brindadas por nuestro servicio secreto, en el sentido de que esos guerrilleros están trabajando activamente en nuestro territorio nacional.

-Bueno, pero... ¿quiénes son, donde están, qué hacen? -indagó Rubín.

-Te estoy diciendo que es información clasificada «top secret». -se enojó Potestad- No puedo darte más información.

Martín consideró que ya había escuchado suficiente y cambió el  dial buscando Cardinal AM, la otra emisora de mayor audiencia en el país. De nuevo pensó en las irónicas vueltas de la vida. Ñandutí fue la emisora más combativa contra la dictadura, lo cual le costó a Rubín innumerables persecuciones y amenazas, llegando a la clausura definitiva que se prolongó hasta el derrocamiento del Tiranosaurio. Ahora Ñandutí era considerada «seudo-oficialista» por algunos sectores, mientras la radio de la competencia, que perteneció a un grupo empresarial estrechamente vinculado al régimen depuesto, transmitía con un cariz claramente opositor. ¿Significaba eso que el gobierno actual era ideológicamente distinto al del dictador? Martín no se atrevía a asegurarlo, teniendo en cuenta que muchos altos funcionarios, como el propio ministro Potestad, habían sido colaboradores cercanos y hombres de confianza del general, y seguían utilizando los mismos discursos y las mismas tácticas aprendidas durante los largos años de autoritarismo.

-La mañana en Asunción se presenta sumamente calurosa, con una temperatura en ascenso de 36 grados -comentó la voz de Óscar Acosta, director periodístico de Cardinal-. Parece que la temperatura política también está subiendo en la sede del Gobierno. ¡Adelante Gustavo Fretes, con el Móvil Aloja Cola, directamente desde el Palacio de López!

Se oyó un silencio metálico sacudido por algunos ruidos, murmullos lejanos, una voz femenina que imploraba sin mucha convicción: «¡Ay no, por favor!». Y otra vez la voz de Acosta, nervioso:

-¡Gustavo! ¿Estás escuchando?

Más ruiditos y por fin la voz apurada del reportero:

-Sí, sí... perdón Óscar. Aquí en Palacio todavía no hay una respuesta oficial al desafío lanzado por el presidente Méndez de Argentina a su colega paraguayo, para zanjar el conflictivo tema del desvío de aguas del río Pilcomayo con un partido de fútbol entre los equipos de ambos países, que incluirían a los dos presidentes y a conocidas figuras políticas. Si bien existe cierto optimismo en los pasillos palaciegos a raíz de lo que sucedió con el seleccionado argentino en el Mundial USA 94, fuentes diplomáticas paraguayas mostraron dudas de que algunas de las personalidades indicadas para vestir la casaca albirroja puedan superar el control anti-dopping.

«Es demasiado» se dijo Martín y llevó, el dial hasta Paraguay FM, donde la voz frenética de Johnny Cañete, desde su audición «Tropicalisisímo», anunciaba el último hit del momento: la versión  cachaquera de la guaranía «Recuerdos de Ypacaraí», éxito de Los Marcianos del Trópico. La cachaca, como se había rebautizado en Paraguay al cumbión importado de Méjico y Colombia, se estaba imponiendo como la música más popular entre las clases humildes del país, desplazando a los ritmos nativos tradicionales, hasta el punto de que varias polcas y guaranías debían regrabarse con el contagiante ritmo tropical, aborrecido por los círculos culturosos e intelectualoides. «Sólo falta que uno de estos días graben el Himno Nacional en ritmo de cachaca», pensó Martín, mientras acompañaba la música tamborileando con los dedos sobre el volante:


«Siempre te recuerdo, ooooooooh, mi dulce amor,

junto al lago azul de Ypacaraí,

vuelve para siempre -¡que chévere!-,

mi amor te espera, ooooooooh, cuñataí...

 

Las paredes estaban recién pintadas en un pálido gris esquizofrénico. Una bandera triste y aséptica saludaba como por obligación desde un mástil de plástico. Sobre la puerta de vidrio un cartel daba cuenta de que allí funcionaba la nueva Sección Balística de la Policía Nacional, pero ni el olor neutral de la pintura fresca, ni las alfombras color chocolate, ni la melosa canción de Luis Miguel flotando en el largo pasillo de entrada conseguían disfrazar la leyenda lúgubre y siniestra de lo que hasta hace pocos años había sido una de las más célebres mazmorras de la dictadura: el temible Departamento de Investigaciones.

Al transponer la puerta, Martín tuvo la sensación de oír un profundo alarido de dolor que le puso la piel de gallina. Giró la cabeza hacia el patio, pero sólo vio a un esquelético soldadito montando guardia bajo el sol, con un viejo fusil que le resultaba tan enorme como las armas de Terminator. «Deben ser los fantasmas», se dijo, pensando en los cientos de desdichados que habían dejado el pellejo en la mesa de torturas.

-¡Que grata sorpresa, mi sub-comisario! -exclamó un oficial, cuadrándose al verlo llegar. Era joven y vestía el uniforme caqui con mucha elegancia. Martín lo conocía desde sus tiempos de cadete. Parecía idealista y honesto. Tenía poco futuro en la policía.

-Acuérdese que estoy en situación de retiro, González.

-Para mí, usted será siempre uno de los mejores policías que pasaron por esta institución, mi sub-comisario -respondió el joven oficial, con un aire de emoción en la voz-. Muchos admiramos lo que usted hizo por sus camaradas y lamentamos no haber tenido los huevos suficientes para acompañarlo hasta el final.

-La película Serpico jamás mereció una segunda parte. Por algo será. -dijo Martín-. ¿Se encuentra su jefe?

-Lo anuncio enseguida, señor.

El oficial tomó el teléfono y mantuvo una breve plática. Luego acompañó a Martín hasta una puerta, donde un letrero de bronce proclamaba: «Comisario Principal Toribio Melgarejo».

-¿No va a registrar mi nombre en el cuaderno de partes?

-No señor -dijo el oficial, con una sonrisa-. Las visitas de los amigos no necesitan consignarse.

La puerta se abrió y Martín avanzó al encuentro de una agradable ráfaga de aire climatizado. Detrás de un escritorio de metal, custodiado por sendos y pesados retratos del presidente de la República, del ministro del Interior, del jefe de Policía, del general Bernardino Caballero y de algunos próceres más a los que ya no alcanzaba a identificar, estaba un hombrecito gordo y casi calvo, con la mirada protegida por unos anteojos de gruesos cristales.

-¡Caramba...! Parece que la investigación privada da buenos dividendos. -dijo el hombre a modo de saludo, mientras extendía la mano con una sonrisa que a Martín le pareció sincera- Se te ve más elegante que un playboy. Aunque debo decirte que tu perfume es un poco exótico. Huele a queso rancio.

-Es el último lanzamiento de Cocó Chanel.

-Sentate, por favor.

-Gracias -dijo Martín y se dejó caer en un mullido sillón de cuero ubicado frente al escritorio-. Sobre todo por recibirme. Sé que mi visita te puede resultar comprometedora.

-¡Ah, no te preocupes...! -exclamó el comisario, mientras extraía una carpeta de color marrón desde uno de los cajones- ¿Esto es lo que querías ver?

Martín hojeó papeles archivados, oficios mecanografiados, informes, fotografías, hasta detenerse en una hoja de cuaderno escrita con letra manuscrita.

El papel decía:

Prezado Dom Pablo:

Tudo está combinado.

Chegará a Data Feliz.

O día será noite,

o ceu pegará fogo

e a felicidade voltará

para ficar.

O amigo le dará

maiores novidades.

Seu.

Carlinhos.

-¿Dónde lo encontraron? -preguntó Martín.

-En el bolsillo del robacoches al que balearon en Yryvucai. Allí tenés la ficha del tipo.

-Joao Alves de Moura, alias «O Cangaceiro». Tiene un prontuario más largo que rosario de Semana Santa, por lo que veo. ¿Ya establecieron qué significa este texto?

-Puede ser cualquier cosa, Martín. Una esquela para algún socio, una poesía barata... La verdad que no le dimos mucha importancia. ¿Por qué te interesa?

-Digamos que estoy atravesando una fase de curiosidad literaria. ¿El tipo llevaba alguna clase de medallón?

-Sí. Llevaba un medallón medio raro. ¿Por qué?

-¿Tenía la figura de algún bicho del zodíaco?

-Un escorpión, sí. ¿Cómo lo sabés? Eso no salió en la prensa.

-¿De qué color? ¿Amarillo?

-Demonios, sí. Era amarillo. ¿Qué significa? ¿Qué carajo te traés entre manos?

-Mucho o nada. Estoy investigando una conexión. Todavía no tengo datos suficientes, pero apenas saque algo en concreto te lo voy a pasar. Te lo prometo. ¿Dónde me decís que lo balearon?

-En Yryvucai. Es una colonia de Canindeyú, en la Frontera Seca con el Brasil. Dos agentes comisionados lo reconocieron en un bar y trataron de apresarlo, pero el tipo salió corriendo, escupiendo fuego con una automática. Se cargó a uno de los policías, pero el otro lo cocinó de una sola ráfaga.

-Yryvucai -reflexionó Martín-. Cuervo Quemado. ¿No fue allí donde habían denunciado la existencia de pistas clandestinas para el contrabando, en medio del monte?

-Nunca se pudo probar nada.

-Nunca se investigó muy a fondo. Parece que los propietarios son muy poderosos.

-¿Tiene algo que ver con lo que estás investigando?

-Tal vez sí, tal vez no.

-Carajo. -el comisario parecía alarmado- Algo me olía mal en todo esto. Es más gordo que un simple caso de autotráfico, ¿eh?

-Sí. Se puede decir que sí. Es bastante más gordo. ¿Me darías un fotocopia de todo lo que hay en esta carpeta?

El comisario lo miró con seriedad.

-No debería hacerlo, Martín. Espero que no me metas en un lío.

Oprimió un botón bajo el escritorio y un timbre repiqueteó en la habitación contigua. Antes de que terminara de sonar entró el joven oficial y saludó con un seco golpe de tacones. El comisario le pidió que hiciera las fotocopias. El oficial se fue con la carpeta bajo el brazo y quedó un pesado silencio en la habitación.

-Martín... -carraspeó el comisario- aquella vez de la huelga...

No quisimos dejarte solo. Pero ya sabés... había mucho que perder.

-Claro.

Martín lo miró con una sonrisa. El silencio duró una eternidad. El comisario deseó fervientemente que sonara el teléfono, pero el maldito había elegido un mal momento para quedarse mudo.

-Mirá... siempre hemos admirado mucho tu integridad y tu valentía.

-Ya.

-Nosotros tampoco estábamos de acuerdo con... bueno, ya sabés... las garroteadas y esas cosas. Pero cuando uno recibe órdenes, es poco lo que puede hacer, ¿verdad?

Martín no dijo nada. Se limitó a sonreír. El comisario odió profundamente al oficial que tardaba tanto en traer las fotocopias. Tomó el tubo del teléfono para hacer una llamada, pero luego pareció que no se acordaba del número. Volvió a colgar.

Sonaron golpes en la puerta.

-¡Pase! -dijo el comisario, con un suspiro de alivio.

El oficial entró, dejó la carpeta y las copias sobre la mesa y volvió a marcharse con un taconeo. El comisario se levantó y le pasó los papeles a Martín, quien recogió el fajo y estrechó la mano con diplomática sonrisa. Cuando ya estaba junto a la puerta, oyó de nuevo la voz del comisario.

-En realidad quisimos apoyarte, Martín, pero aún no había llegado el momento... Las naranjas todavía no están maduras.

-Por el contrario -dijo Martín, mientras salía al infernal calor de la ciudad-. Ya están todas podridas. ¡Nos veremos, viejo!



 

- III -

 

La Mañana. Pág.15. Notas.

Eclipse de sol cubrirá de sombras

el país en una conflictiva fecha

*SERÁ EL MISMO DÍA EN QUE EL EXILIADO EX-DICTADOR

CUMPLA 82 AÑOS DE EDAD.

*BRUJOS Y HECHICEROS INTERPRETAN EL FENÓMENO

COMO UN «DESIGNIO DE FUERZAS SUPERIORES».

*TEMEN POSIBLE REGRESO DEL TIRANOSAURIO AL

PARAGUAY.

 

A las 9:35 de la mañana del próximo jueves 3 de noviembre, el día se convertirá en noche. Un eclipse total de sol cubrirá de sombras el país durante casi cinco minutos, produciendo un espectáculo estelar que ya está concitando la expectativa y el interés de miles de expertos y curiosos de todo el mundo. Aunque todavía faltan varios meses, hoteles y pensiones ya han agotado sus reservas para esos días, debido a la gran demanda de los visitantes que vendrán a nuestro país a observar el fenómeno celeste.

En términos sencillos, un eclipse de sol se produce cuando la luna, en su órbita, pasa delante del astro rey, ocultándolo de nuestra visión. Según los informes proporcionados por el Club de Astrofísica del Paraguay, la última vez que se produjo un fenómeno similar en nuestro país, fue el 20 de mayo de 1947.

 

LA TRADICIONAL «FECHA FELIZ».

Para los paraguayos, la fecha en que se producirá el eclipse es más que significativa. Como se recordará, hasta hace apenas cinco años el día 3 de noviembre era considerado «Feriado Nacional», por ser el día del cumpleaños del entonces gobernante dictador, a quien el laureado escritor compatriota Augusto Roa Bastos bautizó como «el Tiranosaurio».

La oficialmente denominada «Fecha Feliz» se iniciaba siempre con una salva de 21 cañonazos y el vuelo rasante de los aviones de guerra, mientras la cadena de radio y televisión saludaba al país con grabaciones de los interminables discursos del «Segundo Reconstructor», matizados con las polcas «Colorado» y «Mi General». Desde las cero horas de la madrugada se formaban más de 30 cuadras de colas con las personas que esperaban su turno para ingresar al Palacio de López y rendir pleitesía al «Único Líder».

Como también es historia conocida, el Tiranosaurio fue despojado del poder -luego de haber sojuzgado al país durante 35 años de absoluta tiranía, en la noche del 2 de febrero de 1989, mediante un golpe de Estado encabezado por su propio consuegro, el general Andrés Rodríguez, quien inició una etapa de liberalización democrática y, entre sus múltiples actos de gobierno, abolió los feriados dictatoriales, incluyendo el de la «Fecha Feliz».

Desde entonces, el 3 de noviembre es recordado como una fecha aborrecible por los sectores políticos y la prensa nacional, aunque desde hace dos años se ha podido advertir la creciente presión de un sector de stronistas nostálgicos que, amparados en la impunidad de la madrugada, han vuelto a celebrar con petardos y fuegos artificíales el cumpleaños del ex-dictador, quien actualmente vive exiliado en la ciudad de Brasilia.

 

«DESIGNIO DE FUERZAS SUPERIORES».

La llamativa coincidencia del aniversario del dictador con la fecha de manifestación del eclipse solar ha sido calificada por el conocido «payesero» y médico naturalista de la ciudad de Lambaré, Robustiano Cañete, como «un designio de las fuerzas superiores, que quieren transmitir un mensaje a la población paraguaya sobre la prolongada ausencia del general».

Cañete, profesionalmente más conocido como «Don Robustiano», fue considerado siempre como uno de los «asesores» del dictador en materia de ciencias ocultas, quien acostumbraba visitarlo en su pintoresca vivienda, en lasorillas del río Paraguay, presumiblemente para tratarse de la enfermedad de piel que lo aquejaba, con hierbas medicinales y técnicas de hechicería.

«El General siempre tuvo un gran respeto y una gran admiración por las fuerzas superiores del payé. Por eso, estas fuerzas lo van a proteger siempre.

Quizás por eso, ahora que él está solo en una tierra extranjera, traicionado y abandonado por los que antes decían ser sus amigos, están preparando este eclipse justo el día de su cumpleaños, como una forma de hacerle justicia», declaró Cañete a La Mañana, aunque se negó a brindar más detalles. Tampoco quiso hablar de su relación personal con el tirano depuesto.

 

¿PODRÍA REGRESAR EL TIRANOSAURIO?

En la cultura indígena y campesina paraguaya, los eclipses de sol han tenido siempre una significación mágica. Diversos estudios antropológicos relatan que los pueblos nativos consideraban estos fenómenos estelares como «manifestaciones extremas de la divinidad». Los indios guaraníes, concretamente, creen que el mítico «Tigre Azul», que duerme bajo la hamaca de Ñanderuvusú, despertará para tragarse al sol y provocar el caos en la tierra.

Un hechicero indígena Mbya-Guaraní, Ecumenario Benítez, de la lejana localidad fronteriza de Yryvukai, entrevistado por La Mañana dijo que «un eclipse de sol siempre anuncia la vecindad de una tragedia o una catástrofe».

¿Cuál sería la tragedia que estaría anunciando el próximo eclipse?, se le preguntó. El hechicero respondió que «hace unos días, durante el ritual del ñembo'é yeroky, el fuego mostró que una fuerza oscura, maligna, volvería muy pronto a nuestra tierra». Requerido acerca de si esa «fuerza oscura, maligna», sería el depuesto dictador, Don Ecumenario señaló escuetamente: «Así parece».

Sin embargo, diversas personalidades políticas consultadas señalaron que la versión de los brujos y hechiceros es «un tremendo disparate». El diputadoopositor Alaraco Fatelli, bastante indignado, expresó: «No puedo creer que un diario-serio y responsable como La Mañana publique las extravagantes afirmaciones de tan delirantes personajes. Un eclipse es siempre un eclipse, aunque ocurra en el cumpleaños de un ex-dictador». Acto seguido agregó que el regreso del Tiranosaurio le parecía «totalmente improbable desde el punto de vista político. ¿Qué va a venir a hacer al Paraguay un viejo ya medio chocho, que se pasa el día, viendo el Show de Xuxa por televisión?»

Por su parte, el director de Turismo, Derlis Esteche, opinó que la versión le parecía, cuando menos, «imaginativa e interesante» y sostuvo que «puede  aumentar el atractivo para los miles de extranjeros que vendrán a nuestro país a presenciar el fenómeno celeste».

El día del eclipse, el Tiranosaurio cumplirá 82 años de edad.

 

 

- IV -

 

-¿Quién mierda escribió esta nota?

El vozarrón del doctor Humberto Cardozo, director-propietario del diario La Mañana, retumbó por toda la redacción y apagó súbitamente la sinfonía infernal conformada por el eco de los chismes, el ring de los teléfonos, el bip de los faxes y el tecleteo de las computadoras.

El Oso Rodríguez le dio un mordisco a su eterno y enorme cigarro, mientras su corpulenta humanidad arrancaba chirridos al sillón giratorio. Levantó los ojos del escritorio por encima de sus gruesos anteojos para observar al Gran Patrón parado en la puerta, sacudiendo una y otra vez un ejemplar de la edición del día, abierto en la página quince, donde un enorme dibujo ilustraba lo que sería el eclipse solar. Más abajo había una foto del depuesto dictador en uniforme militar.

-Fue Claudia Villasanti, doctor -respondió el jefe de redacción, sin perder su acostumbrada parsimonia-. Es redactora del Área Social.

-¿Vos estabas enterado del contenido?

Por detrás de las paredes de cristal de su despacho, El Oso vio a toda la redacción pendiente del diálogo. Algo grave debía haber sucedido para que el Gran Patrón se arriesgara a salir de su bunker y exponerse transitar entre los mortales.

-Por supuesto -reconoció-. Yo mismo edité el material. ¿Algún problema?

-Buscá a la chica y traela a mi despacho.

-¿Ahora...? Estoy terminando de armar la página editorial.

-¡Inmediatamente! -exclamó el director, encargándose de remarcar su autoridad.

-Si usted lo ordena, doctor- respondió El Oso, con un tono de humildad que arrastraba un imperceptible acento burlón, mientras le daba otro mordisco a su cigarro. Le gustaba tenerlo en la boca sin encenderlo nunca, como una manera de sobrellevar la prescripción médica que le prohibía fumar.

El doctor Cardozo esbozó una sonrisa incómoda y sus rasgos se suavizaron.

-Por favor... -dijo. Si no lo conociera bien, El Oso hasta hubiera  creído que se trataba de una súplica.

El director dio media vuelta y cruzó la redacción, respondiendo a algunos saludos de los periodistas. Era alto y delgado, atractivo y seductor. Su pelo canoso y su onda de ejecutivo yuppie lo habían situado entre las diez personas más elegantes del país, según el ranking de la revista TeVeo. Claro que, como decía maliciosamente El Oso, un traje Armani de mil dólares vuelve elegante hasta a un sapo de los esteros.

Claudia lo vio pasar frente a su escritorio y no pudo evitar que se le escapara un suspiro. Se recriminó a sí misma por sucumbir tan fácilmente a la seducción del poder. Particularmente consideraba al empresario un adversario político. El Movimiento «Corazón Verde», un pequeño partido de la izquierda ecologista al cual ella pertenecía, acusaba al doctor Humberto Cardozo, propietario de grandes empresas agropecuarias dedicadas al cultivo y la exportación de soja, de ser uno de los principales responsables de la tala masiva de bosques y la acelerada destrucción del medio ambiente. Sin embargo no podía dejar de reconocer que el Gran Patrón, abanderado del neoliberalismo, había combatido tenazmente a la dictadura desde su diario, hasta el punto de que La Mañana mereció una arbitraria clausura durante tres años, para volver a editarse durante la democracia como el medio periodístico más responsable y pluralista del país. Pero la cuestión que más le angustiaba era otra: «¿Por qué estos capitalistas de mierda, en lugar de parecerse a los cerdos burgueses que ilustran los manuales de marxismo, son tan endiabladamente churros?».

-Dejá lo que estás haciendo y vení conmigo -le ordenó El Oso al pasar cerca de ella. Quiso reclamar, pero ya su jefe caminaba presurosamente hacia el bunker del director y no tuvo más remedio que levantarse y seguirlo.

Entraron a una lujosa sala donde una diosa rubia, de infartante minifalda, escribía a máquina mientras atendía tres teléfonos a la vez. Los interlocutores estaban recibiendo la misma adorable disculpa de que el señor director se encuentra en una importantísima reunión y apenas se desocupe, con muchísimo gusto, le va a devolver personalmente su gentil llamado. Sin dejar de hablar ni escribir un solo segundo, con una sonrisa más ancha que la avenida Mariscal López, les invitó a pasar.

Detrás de la puerta encontraron un despacho tan grande como un salón de baile. La moquet del piso invitaba a tumbarse y dormir sin preocupaciones durante varios días. Un gran mural del pintor Carlos Colombino cubría la pared detrás del escritorio, pero también hubiera  podido cubrir toda el área sur del Estadio Defensores del Chaco. De la pared del costado emergían más de una docena de monitores de televisión sintonizados en los principales canales del país y del mundo. En unos sillones que parecían sacados de la película «Blade Runner» estaban sentados el Gran Patrón y otro sujeto. Este era un hombre de estatura mediana, fornido y bronceado, de pelo corto, con un llamativo lunar junto la boca. Sus ojos, de color marrón, tenían una mirada dura pero melancólica. Vestía un traje gris claro, de aspecto barato aunque elegante, y parecía estar permanentemente en guardia. Tenía en la mano una carpeta de color azul.

-Pasen, por favor. Siéntense -invitó el doctor Cardozo-. Les presento al señor Martín Olmedo, director de la Agencia «Yacaré SRL, Investigaciones privadas». Usted habrá oído hablar de Jorge Rodríguez, nuestro jefe de redacción.

-Por supuesto -dijo el hombre, extendiendo la diestra-. El Oso es uno de los periodistas a quien más admiro.

-Y ella es...

-Claudia Villasanti, una de nuestras mejores reporteras -dijo El Oso.

-Sientense, ¿un café?

-Gracias.

Antes de que hubieran terminado de acomodarse en los sillones de ciencia-ficción, sin que el director hubiese dado una orden expresa, apareció la diosa de minifalda con una bandeja repleta de humeantes tacitas de café. Las sirvió con una elegancia que ya hubieran envidiado los mejores mozos del Excelsior y se volvió a esfumar detrás de la puerta.

-Esperen un rato, que esta noticia me interesa -dijo el doctor Cardozo y apuntó con un control remoto hacia los televisores.

Las múltiples imágenes se convirtieron en una sola inmensa pantalla fragmentada que abarcaba toda la pared. Una viñeta de la Red Privada de Comunicación dio paso a una edición especial del Noticiero 13 y, acto seguido, apareció el bello rostro de Menchi Barriocanal anunciando una transmisión en vivo desde la zona de Lambaré, donde una multitud de familias sin vivienda habían invadido los verdes y extensos campos del Yatch y Golf Club, territorio exclusivo de los ricachos del país.

La cámara abrió con un paneo de los lujosos veleros anclados junto a la exclusiva playa sobre el río Paraguay y luego efectuó un zoom-out para mostrar el contraste con las precarias carpas de los ocupantes,  instaladas a pocos metros de la legendaria boite donde los nenes-bien de Asunción acostumbraban reventar la noche. Una muchedumbre harapienta, armada de banderas y pancartas, coreaba cánticos y consignas. Los carteles exhibían provocativas leyendas como «Los chuchis andan de joda y los cachis que se jodan», «No tenemos techo y ellos tienen mansiones hasta para sus helechos», «Nosotros también queremos jugar al gol».

Con voz excitada, un reportero narró los pormenores de la invasión registrada en horas de la madrugada y relató que en ese preciso instante estaban llegando al lugar dos camiones llenos de Cascos Azules, como se denominaba a los efectivos anti-motines de la Policía Especializada de Operaciones (PEO). La cámara enfocó a los uniformados saltando de los vehículos con los fusiles al aire y equipos de guerra, formando rápidamente un cerco alrededor del campamento de los invasores.

Una mujer arrebató el micrófono al reportero y, con gran dramatismo, dijo que el Gobierno colorado iba a ser el responsable directo de lo que allí podía suceder, que ellos iban a resistir hasta la muerte como los héroes de Cerro Corá y que...

El doctor Cardozo oprimió el control remoto y la imagen se fragmentó de nuevo en una docena de señales diferentes. El sonido desapareció, mientras la palabra «mute» titilaba en cada una de las pantallas.

-El país es un caos -comentó-. La situación se está volviendo ingobernable.

Recogió el ejemplar del periódico que estaba sobre la mesita y lo volvió a exhibir en la ya famosa página quince.

-El asunto que nos ocupa es este bendito artículo. Sinceramente, me parece bastante grave y temerario lo que insinúan en el texto. Lo del probable regreso del Tiranosaurio y su insólita vinculación con el tema del payé y el eclipse solar. ¿Cómo se les ocurrió realizar tan disparatada especulación?

-¡Vamos, jefe! -le reprochó El Oso, con su cigarro entre los dientes- Hace rato que la gente de la calle viene diciendo lo mismo. Se hacen bromas y chistes sobre el tema.

-Estoy hablando de responsabilidad periodística. ¿En qué fuentes confiables, en qué datos científicos o técnicos se basaron, para construir una hipótesis como esa?

-El reportaje es bastante simple y concreto -intervino Claudia-. Nos limitamos a reproducir lo que afirman nuestros entrevistados.

-Sí, claro... Una caterva de embusteros que se hacen pasar por brujos y payeseros -se burló el doctor Cardozo, encarando a la muchacha-. Mi estimada jovencita, permítame recordarle que usted no está escribiendo para el semanario Crónica, ni para la revista Te Veo, sino para el periódico más responsable, objetivo e imparcial del país. Estoy dispuesto a permitir cualquier otra cosa, menos que hagan prensa amarilla en las páginas de La Mañana.

-Jefe... -acotó El Oso, con aire de insolencia- ¿Debo refrescarle la memoria sobre ciertos temas que abordamos por exclusivo encargo suyo?

La mirada que el director dirigió a su jefe de redacción hubiera bastado para pulverizar el Panteón de los Héroes, pero El Oso se limitó a sonreír mientras engullía de un sorbo su taza de café.

-Perdone que interrumpa -dijo el detective-. Pero he leído que uno de estos... eeeh... payeseros, que pronostican el posible regreso del general, vive en un lugar distante de la Frontera Seca con el Brasil.

-Sí, en la colonia Yryvucai -respondió Claudia-. Queda allá por donde el diablo perdió el poncho.

-¿Y cómo hizo para obtener el testimonio?

-La señorita Villasanti viajó hasta el lugar -explicó el Oso.

-Y el personaje este... ¿les dijo cómo se enteró de que el Tiranosaurio podría regresar?

-Claro -afirmó Claudia, con absoluta seriedad-. Lo leyó en el fuego.

-Disculpe. Pero, ¿no le dio alguna fundamentación un poco más sólida? ¿No habló de algún movimiento extraño que haya observado en la zona? ¿Desplazamiento de aviones, hombres armados?

-No. No sé de lo que me está hablando.

-¿Adónde quiere llegar? -preguntó el doctor Cardozo.

-Es llamativo. Las pistas que yo poseo conducen al mismo lugar: Yryvucai.

-¡Oigan, no entiendo nada! -protestó El Oso- ¿Me pueden decir por qué tanta alharaca acerca de una simple especulación periodística? Nadie va a creer realmente de que el Tiranosaurio pueda volver al Paraguay.

-Eso es lo malo -dijo el director-. Nadie lo cree.

-¿Y entonces? ¿Dónde está el problema? Sólo hemos hecho un poco de novela periodística en base a un insistente rumor popular.

-El problema está en que no es sólo una novela. Lo que ustedes han publicado puede convertirse en una catastrófica realidad.

-¿Qué? -El Oso abrió la boca casi del tamaño de un bache de la avenida Artigas. Su enorme cigarro rodó sobre la moquet.

-Miren -la voz del doctor Cardozo se había vuelto lúgubre-, los que les voy a revelar es estrictamente confidencial. Les pido que no lo repitan bajo ningún sentido, al menos sin mi autorización. Hace aproximadamente un mes vino a visitarme un amigo, dirigente de un partido de oposición, para confiarme un asunto muy delicado. Se había enterado accidentalmente de la existencia de un siniestro plan, desarrollado por sectores de ultra-derecha, para traer de regreso al ex-dictador.

-¡No joda! -exclamó Claudia.

-Fue la misma reacción que tuve al escucharlo. Pero el tipo me mostró un mensaje que había interceptado uno de sus dirigentes de base. Era un papel dirigido a un viejo caudillo de la zona de Curuguaty. En él le comunicaban que la «Operación Fecha Feliz» había sido finalmente decidida y estaba en plena marcha, y que pronto iba a recibir más instrucciones. La firma era simplemente un sello con la figura de un escorpión, estampada con tinta de color amarillo.

-¿Qué significa? -preguntó la muchacha.

-Fue lo que quise saber. Por eso llamé al amigo Olmedo, que ya anteriormente había realizado un trabajo de investigación para mí, con mucha eficacia. Me gustaría que lo escuchen con atención.

En ese momento, El Oso señaló con un gesto hacia los monitores de tevé. Todos se dieron la vuelta a observar. El canal de la RPC estaba transmitiendo en directo el momento en que los cascos azules arremetían contra los manifestantes. No había sonido y las expresiones de terror de las mujeres parecían escenas de una película muda. Explotaban llamaradas blancas sobre las siluetas humanas que corrían hacia cualquier dirección. La imagen se movía como si el camarógrafo estuviera borracho.

-¡Mierda! Esto se pone cada vez más feo -dijo el doctor Cardozo, y le hizo un gesto a Martín.

-La primera vez que tuve noticias del Comando Escorpión Amarillo fue en el 88 -comenzó el detective-, unos seis meses antes del derrocamiento del Tiranosaurio. En esa época yo prestaba servicios en el Cuartel Central de Policía. Una noche, mientras farreábamos en un quilombo de Cuatro Mojones, uno de mis camaradas se emborrachó perdidamente y me empezó a hablar de un grupo de fuerza muy especial,  altamente especializado y de carácter ultra-secreto, que estaba siendo seleccionado por un coronel de la Inteligencia Militar. Me confesó que a él lo habían reclutado hacía apenas dos meses. Buen sueldo, muchos regalos y sobre todo poder e influencia. Le pregunté si era un cuerpo especial de la policía como la FOPE, formado para reprimir las manifestaciones contra el Gobierno. Me dijo que no, que era un grupo totalmente aparte, bajo directa responsabilidad de unos altos militares y políticos del régimen. Me habló durante casi una hora de la amenaza del comunismo internacional, que estaba a punto de destruir todo lo mejor que habíamos logrado. Alguien tenía que detenerlos me dijo. «Neutralizarlos» fue la palabra. No lo podían hacer ni los canas ni los milicos, debido a la gran presión política internacional. Por eso habían decidido crear el Comando Escorpión Amarillo. Su primer gran trabajo iba a ser el llamado Plan Ene, que consistía en una larga lista de políticos opositores, dirigentes sociales, religiosos, periodistas, artistas e intelectuales, que tenían que ser eliminados en los meses siguientes.

Permaneció callado durante un largo silencio que nadie se atrevió a interrumpir. Le dio un sorbo a su taza de café, antes de proseguir:

-La idea era hacer aparecer los crímenes como si hubieran sido cometidos por un nuevo grupo de terroristas, vinculado a Sendero Luminoso, que supuestamente estaría empezando a operar en el país. Eso también iba a permitir al Gobierno reprimir legalmente a los opositores que no figuraban en la lista del Comando. Era un plan muy arriesgado, cierto, pero los jerarcas estaban desesperados por la descomposición interna del régimen y por la oposición popular cada vez más creciente. El Plan Ene tenía que empezar a ejecutarse el 10 de mayo del 89, día previsto para una gran marcha de protesta nacional. Pero vino el golpe de Estado en febrero y todo se fue a la mierda.

-Me cuesta creerlo -dijo El Oso-. ¿Por qué nunca se supo de la existencia de ese grupo, aun después de la caída de la dictadura? No existe el más mínimo antecedente en el «Archivo del Terror».

-Esa era la estrategia: no dejar antecedentes. Oficialmente, el Comando Escorpión Amarillo nunca existió. Los fondos no provenían del Estado sino de gente de la mafia, del narcotráfico, de los chinos y de organizaciones internacionales de ultraderecha, como la Liga Mundial Anticomunista. Parece que llegaron a reclutar a unos 30 hombres, todos de envidiable estado físico y de escaso intelecto. Se entrenaban en Paraguarí, en un campo de la Artillería. Supe que tenían asesores taiwaneses, ex-mercenarios  mercenarios de la Triple A argentina y de la Mano Blanca salvadoreña. Les lavaban el cerebro y los capacitaban en artes marciales, técnicas de espionaje y operación de conflictos de baja intensidad. Muchos de los miembros no se conocían entre sí. La clave para sus contactos era un medallón con la figura de un escorpión de color amarillo.

-¿Qué sucedió con el grupo después de golpe? -preguntó Claudia.

-Como a la mayoría, el golpe les tomó completamente de sorpresa. Lo cual es una prueba de que como espías eran unos reverendos inútiles. Ni olieron lo que se estaba cocinando. Después, varios de los jefes y financistas del Comando cayeros presos, otros se fugaron del país con toda la plata y los que se libraron no querían ni acordarse del tema. El grupo se desbandó y nunca más se oyó hablar de él. Hasta que apareció este asunto del mensaje.

-¿Cuál es la vinculación que le ha encontrado usted?

El detective hurgó en la carpeta azul y extrajo algunas hojas mecanografiadas, a las que dio una rápida lectura.

-El mensaje que interceptó el amigo del doctor Cardozo estaba firmado con el mismo sello que usaban los miembros del Comando, Cuando lo vi, empecé a retornar las pistas para ver si el grupo había vuelto a las andadas. Hablé con uno de sus antiguos miembros, que ahora trabaja como guardaespaldas de un político independiente. El tipo me juró por su misma abuela que el Comando estaba extinguido y que a él nunca más lo habían buscado para nada similar. Llegué a creer que todo no pasaba de una broma pesada o una falsa alarma, hasta que, hace una semana, se divulgó la noticia del robacoches brasileño que se baleó con los policías en un bar de Yryvucai. Había algo en el tema que me olía sospechoso. Moví mis contactos en la Policía y así pude averiguar que, en el momento de ser acribillado, el sujeto llevaba al cuello un medallón con la figura de un escorpión amarillo. Además, en su billetera encontraron esta nota.

Les mostró la fotocopia del texto manuscrito. Claudia y El Oso se aproximaron para leerlo con avidez.

-¿Qué significa? -preguntó la muchacha,

-Está muy claro. Ni siquiera es un mensaje cifrado. Dice, en portugués, que todo está combinado para cuando llegue la «Fecha Feliz», en que «el día será noche», obviamente refiriéndose al eclipse. Además, dice, «el cielo arderá en llamas». Es la misma terminología que usaban algunos instructores militares en la Escuela de Policía para anunciar que los aviones de guerra surcarán el firmamento.

-¡Dios mío, es terrible! -exclamó Claudia- ¡Está todo tan claro! ¡Van a aprovechar el eclipse para traerlo de nuevo! ¡El viejo Ecumenario tenía razón!

-¿La gente del actual Gobierno lo sabe? -preguntó El Oso..

-He intentado llamar la atención de algunos amigos en Palacio -intervino el doctor Cardozo-. Se me rieron en la cara. Los políticos de la oposición también. Todos están tan enfrascados en sus rencillas internas y no se dan cuenta de que el país se acerca cada vez más al borde del precipicio. Me dijeron que era una novela que estaba inventando para vender más el diario. Después de lo que ustedes publicaron, nadie los va a convencer de lo contrario.

El Oso señaló de nuevo hacia la pared de los televisores. La RPC estaba mostrando imágenes de varios manifestantes ensangrentados y heridos, siendo retirados en camillas por un equipo de paramédicos.

-Entiendo que eso es parte del plan -agregó Martín-. Desestabilizar al gobierno, armar quilombo por todas partes, crear una sensación de caos y alarma social para que, cuando llegue el momento, la gente crea que sólo alguien con mano fuerte puede volver a poner un poco de orden.

-Eso ya sucedió en el 54 -dijo El Oso-. Guerras civiles, revoluciones, hambre... Entonces el Tiranosaurio apareció como el hombre providencial que ofrecía paz y seguridad. Al parecer quieren repetir la historia.

-Pero ahora la gente ya no es tan boluda... -opinó Claudia-. Tiene más conciencia democrática.

El doctor Cardozo apuntó con el control remoto a los monitores. Esta vez, la señal del Sistema Nacional de Televisión llenó la pared. Era un informe acerca de los hurgadores de la Laguná Cateura, el principal Vertedero de basuras de la ciudad. Sobre un lúgubre fondo musical de Vangelis, una legión de espectros humanos avanzaba por un horizonte apocalíptico de desperdicios y objetos en ruinas, atravesando nubes de moscas. Vestían harapos y llevaban enormes ganchos en la mano como amenazadoras armas. Dos mujeres se disputaban un trozo de carne podrida que acababan de encontrar en una bolsa.

-Pregúntele a esa gente de qué le sirve la conciencia democrática -dijo Cardozo-. Pregúntele que diferencia encuentra entre un dictador militar, corrupto y paternalista, o un presidente civil que democráticamente los mata de hambre.

-Y entonces, ¿qué vamos a hacer? -preguntó Claudia.

-Necesitamos pruebas contundentes -dijo con tono enérgico el director. Se levantó del sillón futurista y empezó a caminar por el enorme despacho, gesticulando como si discurseara ante un auditorio-. No me voy a quedar con los brazos cruzados mientras un bando de tránsfugas cavernarios regresan a hacer pedazos todo aquello por lo que tanto hemos peleado. Quiero que ese siniestro plan sea desenmascarado en la portada de La Mañana. Quiero que quede grabado para siempre en la historia el día en que nuestro periódico salvó a la democracia.

-Suena bien -dijo El Oso-, pero ¿cómo lo piensa conseguir?

-Yo tengo una corazonada -intervino Martín-. Todo conduce a ese lugar en la frontera: Yryvucai. El mensaje que tenía el robacoches está dirigido a un tal «Dom Pablo». No puede ser otro que Pablo Ferreira, el todopoderoso comerciante brasiguayo, presumible jefe de los cárteles de Alto Paraná y Canindeyú. Dicen que sus «fazendas» en la zona fronteriza son más grandes que un país. ¿Se acuerdan que, hace algunos meses, La Mañana publicó una serie de notas sobre la existencia de pistas clandestinas de aterrizaje en el medio del monte, en donde estarían llegando los cargamentos de contrabando para Ciudad del Este? Algunos parlamentarios de la Comisión Investigadora de Ilícitos intentaron verificar la denuncia, pero fueron corridos a balazos por una banda de pistoleros. Después intervino la Caballería a realizar una inspección. Informaron que no habían encontrado absolutamente nada.

-¿Cuál es su idea? -insistió El Oso.

-Darme una vueltita por allá. Creo que puedo hallar algo interesante.

-Me parece bien -dijo el doctor Cardozo, recostándose contra el borde de su inmenso escritorio de roble labrado-. Pero quiero que se lleve a varios periodistas y fotógrafos con usted. Y a un buen grupo de agentes de seguridad.

-¡Perfecto! Y mejor si antes de viajar lo anunciamos en una gran conferencia de prensa, ¿eh? Nada que ver. Prefiero ir solo. Es mi forma de trabajar.

-Está bien -aceptó el doctor-. Pero si llega a encontrar algo, quiero fotografías buenas y exclusivas, junto al testimonio escrito de mis mejores periodistas. Debe acompañarlo aunque sea uno de ellos.

-¡Quiero ir yo! -propuso Claudia.

-Jovencita, perdone, pero esto no es un juego -rechazó Cardozo-.

Prefiero que vaya un profesional. No sé... Saucedo Rodas, Colmán Gutiérrez...

-¡Ja... esos habrán sido muy combativos durante la dictadura, pero ahora se han vuelto más sedentarios que un funcionario público! -se burló la muchacha-. Además, yo ya conozco la zona y puedo conseguir ayuda de la gente.

-¿Vos que creés, Oso...?

-Claudia puede hacer un buen trabajo. Además es su tema, tiene derecho...

-¿Y usted, Olmedo?

-No creo que ese brujo indio de la entrevista se haya enterado de tanto sólo con mirar el fuego. La chica podría ayudar a sacarle más cosas. Pero no me entusiasma mucho cumplir el papel de niñera a esta altura de la vida...

Las mejillas de Claudia se pusieron rojas de indignación.

-Pues sepa que a mí tampoco me atrae en absoluto la idea de viajar con un cana. Desde chica le tengo alergia a la policía.

-Bueno, ya veo que se van a entender de maravillas -dijo con una sonrisa el doctor Cardozo- Prepárense para el viaje. Pídanle al administrador todo lo necesario. Quiero que salgan mañana mismo. Además, lleven un equipo de radio y repórtense cada seis horas a la central. ¡Y por favor, cuídense mucho!

Mientras los demás se levantaban, el director recogió el control remoto y apuntó de nuevo a la pared de los televisores. La RPC mostraba en ese momento a una vociferante multitud de campesinos que bloqueaba una ruta en algún lugar del interior del país.

-Váyanse -ordenó el director, con voz cansada-. Váyanse y traten de hacer algo positivo, antes de que condenen a transmitir el fin del mundo por la televisión.


 

Un sol enorme como la deuda externa se asomó en cámara lenta por detrás de las colinas. El horizonte exhibía un color tan irreal que a Claudia le pareció copiado de una película de Spielberg. Tenía la sensación de que en cualquier momento se iban a cruzar con Indiana Jones galopando a contraluz, en busca de alguna reliquia extraviada como los mejores sueños de su adolescencia.

La flamante Toyota 4 x 4 avanzaba hacia el panorámico amanecer por una estrecha cinta de asfalto que parecía suspendida en medio de la verde llanura. Desde la radio Joaquín Sabina cantaba que hay más de cien palabras, más de cien motivos/ para no cortarse de un tajo las venas/ más de cien pupilas donde vernos vivos/ más de cien mentiras que valen la pena.

Ninguno de los dos había dicho gran cosa desde que salieron de Asunción, cuando aún estaba todo oscuro y los perros vagabundos andaban olisqueando restos de basura por las veredas desiertas de la ciudad dormida. El entusiasmo que Claudia había mostrado al abordar la camioneta, cuando Martín la recogió en la puerta de su casa, pronto se fue enfriando ante la parquedad del detective, quien respondía con monosílabos a todos los intentos de la muchacha por iniciar una conversación.

-¿Está enojado por algo en especial, o la cara de culo es parte de la personalidad de los investigadores privados? -le preguntó por fin, cuando los rayos del sol convirtieron en una llamarada su larga cabellera.

Martín la miró con expresión sorprendida. Luego esbozó una sonrisa forzada y regresó la vista al camino. La luz del sol le daba directamente en la cara y le obligaba a arrugar la frente.

-Permítame decirle que su vocabulario es bastante vulgar y chabacano -dijo.

-Encima de cara de culo, moralista -observó la muchacha.

El detective clavó los frenos y el cuerpo de Claudia se deslizó bruscamente hacía el tablero de la camioneta. Martín estacionó en la banquina, apagó el motor y la encaró con seriedad.

-Déjeme decirle algo, muchachita. Esto no es una excursión a las Cataratas del Yguazú, ni usted es mi guía de turismo. Por tanto, no se   —55→   sienta en la obligación de recitarme el decálogo de las relaciones públicas. Es más: le voy a pedir que abra el pico la menor cantidad de veces que le sea posible y deje que yo me encargue de manejar cualquier situación. Usted limítese a registrar lo que le interesa, sin intervenir para nada. ¿Está claro?

La reportera sintió que sus venas se convertían en volcanes a punto de erupción.

-¡Váyase a la mierda! ¿Quién carajo se cree que es para atreverse a darme órdenes? ¡Un maldito cana represor, machista, retrógrado, pyragué, torturador, garrotero...!

-Por favor... si desea insultarme, no se reprima. -dijo Martín y se bajó del vehículo.

-¡Hijo de puta...! ¿Adónde va? ¡No me deje con la palabra en la boca! -gritó Claudia y descendió detrás del detective. Su rostro parecía un tomate a punto de reventar. Buscó al hombre y por un momento le pareció que se había esfumado en el aire. Luego oyó ruidos en la parte posterior de la camioneta y fue a buscarlo. Un camión cargado con bolsas de naranjas pasó por la ruta y el chófer le lanzó un atrevido piropo en guaraní, lo cual acrecentó su furia. Encontró al detective parado frente a los yuyales de la banquina y se acercó hasta ubicarse casi frente a él.

-¡Escúcheme cuando le estoy hablando, desgraciado...!

-Y usted, por lo menos, permítame terminar de orinar. Mire que la puedo salpicar...

Claudia bajó la vista y vio lo que el hombre estaba haciendo, a pocos centímetros de su cuerpo. No pudo evitar sonrojarse y se dio vuelta, fastidiada. Se puso a caminar por la ruta hasta detenerse a unos diez metros frente a la camioneta. Una vaca que estaba acostada en la cuneta se molestó por su presencia y se incorporó con un mugido de protesta.

-¿Entonces...? ¿No está de acuerdo en respetar mis condiciones? -le gritó Martín, quien había regresado hasta la puerta del vehículo.

-¡De ninguna manera!

-¡Pues entonces lo siento mucho! ¡Pediré que vengan a buscarla desde Asunción!

-¿Qué...?

Cuando la periodista quiso reaccionar, ya el detective había puesto en marcha la camioneta y avanzaba en su dirección. La esquivó con un seco golpe de volante y pasó raudamente a su lado.

-¡Espere, mal nacido!

La chica corrió unos metros detrás, hasta ver que la camioneta se alejaba sin remedio. Súbitamente se sintió sola y perdida en medio de ese vasto horizonte inundado de luz. Un flash de la memoria le trajo una dolorosa imagen, una niña de cinco años con los ojos llorosos caminando por una inmensa plaza llena de personas extrañas que reían y reían sin parar, mientras ella gritaba desconsoladamente mamá... mamá, pero mamá no aparecía por ningún sitio. Entonces, como en aquel lejano y brumoso día, cayó de rodillas sobre el asfalto y, con el rostro hundido entre las manos, empezó a sollozar quedamente. Tardó en darse cuenta de que el vehículo regresaba en marcha atrás, hasta detenerse junto a ella.

-¿Por qué no hacemos un trato? -propuso el detective, abriendo la portezuela. Claudia enjugó sus lágrimas y subió a la cabina sin decir palabra. Cerró la puerta con un golpe seco y la camioneta se puso de nuevo en movimiento.

-Usted es un maricón -dijo la muchacha unos veinte minutos más tarde, pero sus palabras ya no tenían un tinte de furia, sino de resignación.

-¡Vaya! Estamos mejorando con el vocabulario.

-¿Por qué insiste tanto en humillarme?

-Sólo quiero establecer las reglas del juego. Yo ya he participado de este campeonato varias veces y sé como parar los goles. Usted no.

-Entonces, ¿para qué cuernos me trajo?

-Para que me ayude. Pero si insiste en asumir esa actitud, lo único que va a lograr es cagarnos la vida a los dos.

-¡Caramba! Creí que usted nunca decía groserías.

-Puta carajo. Usted me está contagiando.

El detective sonrió y la muchacha lo miró con cierta perplejidad. Se observaron detenidamente a los ojos durante un largo segundo. De pronto, los dos comenzaron a reír.

 

Se detuvieron a desayunar en el Cruce de Coronel Oviedo. El sol todavía no estaba tan alto, pero el calor empezaba a volverse insoportable. El aire se había inundado de un provocativo olor a chipas recién horneadas, a empanadas y milanesas fritas, a naranjas y mandarinas. Entraron a un parador y se sentaron junto a una ventana que daba hacia la ruta, desde donde podían observar el tráfico de locura que se desarrollaba en la rotonda. Los vendedores ambulantes se trepaban a las ventanillas de los colectivos y se disputaban los clientes a gritos y empujones, mientras un grupo de aduaneros e inspectores fiscales simulaban revisar las carrocerías de los camiones que llegaban desde distantes puntos fronterizos.

El comedor estaba casi vacío. Un mozo flaco y despeinado les sirvió enormes platos de bife coyguá con mandioca. Comieron en silencio, disfrutando de las caricias de un ruidoso ventilador de pared que cada treinta segundos les arrojaba una breve ráfaga de aire fresco y hacía volar las servilletas de papel.

Por la puerta de entrada apareció un hombre gordo, vestido con una camisa blanca de mangas cortas y una grotesca corbata púrpura que le colgaba del cuello como una lengua de dinosaurio. Cargaba encima más anillos, pulseras y cadenas de oro de las que se hubieran podido exhibir en las vitrinas de la Joyería Luxor. Se acercó al mostrador y pidió una coca cola. La bebió como si acabara de atravesar todo el Chaco a pie y luego paseó la mirada por el recinto. Se aproximó decidido a la mesa donde estaban la periodista y el detective.

-Buen día, los señores. Veo que se van de viaje, ¿no? -dijo, y se sentó en una de las sillas sin esperar invitación.

-Así es -respondió Martín, con fingida cordialidad.

-Seguramente al Brasil. ¿De paseo o de compras?

-De paseo, pero algo vamos a comprar seguramente.

El hombre dirigió la mirada al exterior, a través de la ventana, como si estuviera profundamente desilusionado de lo que veía.

-Ahora es mucho más difícil. Antes podías traer cualquier cosa y pasabas sin ningún problema, arreglando directamente con los muchachos nomás. Ahora hay que tener contactos únicamente.

-¿Y es muy difícil conseguir esos... contactos? -arriesgó Martín.

-Si hablás con las personas indicadas no hay inconveniente. ¿Piensan traer muchas cosas?

-Bueno... algo para la casa. Y a mí me interesa traer una red de computadoras para una empresa que estoy instalando en Asunción.

-Entonces les recomiendo no entrar por Ciudad del Este, porque allí ahora se está controlando mucho, por culpa de esos periodistas maricones que a cada rato te están pescando para ver si pillan algo. ¡Son una plaga! No te dejan luego trabajar tranquilo. En cambio, si entran por Salto del Guairá les va a ser más fácil, porque allí es frontera seca. Mirá che raá, yo te voy a dar una tarjeta para un socio que trabaja en la Aduana de  allá y él te arregla todo.

El hombre metió la mano en uno de los bolsillos y extrajo una tarjeta de cartulina blanca impresa con letras doradas que rezaban «Indalecio Esquivel y Asociados, Despachos de Aduana». Había varias direcciones y números de teléfono.

-En fin... -aclaró Martín- no va a ser gran cosa, porque no tenemos mucho efectivo encima.

-E'á, no te preocupes. Te vamos a dar muchas facilidades. Podés pagar financiado, por cuota, con cheque o tarjeta de crédito.

-¿Qué...? -se asombró Claudia-. ¿Se pueden pagar coimas hasta con tarjetas de crédito?

-¡Schssst! -se desesperó el hombre, haciendo señas a la muchacha para que bajara la voz-. No hable así señora, por favor. Digamos que es una contribucioncita nomás para los muchachos. Este pues es el país de los amigos. El Paraguay es tan chiquito que casi somos todos parientes. Y en familia pues no nos vamos a joder. Tenemos que ayudarnos todos. ¿No le parece?

El mozo se acercó a ver si necesitaban algo y enseguida volvió a retirarse. Martín miró a la calle. Vio que el chófer de un colectivo internacional que llegaba de Sao Paulo le pasaba un sobre a través de la ventanilla a un oficial vestido con uniforme verde olivo. El militar observó a los costados, agarró el sobre y lo hizo desaparecer bajo la ropa con una destreza que hubiera hecho empalidecer al mago Nizugan.

-Quizás usted pueda ayudarme -dijo el detective en voz baja, aproximándose al despachante-. Tengo unos amigos que están interesados en adquirir una mercadería muy delicada...

-Mi amigo, aquí ningo no hay cosa que no se pueda conseguir -respondió el hombre, inflando el pecho con gesto de orgullo-. ¿De qué se trata?

Ocultando la mano entre el cuerpo y el mantel, el detective le hizo el gesto de disparar el gatillo de un arma. El despachante puso cara seria.

-Eso es más complicado -observó-. ¿De qué tipo?

-De guerra.

-A la pucha -el hombre se rascó la cabeza, preocupado-. Eso es bien jodido. ¿Como para qué pico querés?

-Usted mismo lo dijo. Las cosas ya no son como antes. Somos muchos los que queremos recuperar la tranquilidad perdida.

El despachante miró fijamente al detective, calculando si podía  confiar en él. Martín le sostuvo la mirada, Finalmente el hombre asintió con la cabeza.

-Bueno... si es para eso. Mirá, yo no quiero que me comprometas. Yo no sé nada. Pero algo escuché de un tipo que se encarga de esas cosas. Si pasás por la colonia Yryvucai, en Canindeyú, andate al Hotel Lapacho Hilton. Preguntá por un tal Chico Tarová. Es un brasileño medio paraguayo. A lo mejor él te puede ayudar. Pero no te vayas a olvidar: yo no sé nada, no te dije nada, ¿eh? Nadaité luego.

-Tranquilo. No se vaya a preocupar.

-Al pelo entonces. Y ahora discúlpenme, pero tengo que volver al laburo. Imagínense, estar allí en la ruta todo el día, parado bajo el sol, con este calor de mierda. Pero qué le vamos a hacer chamigo, hay que sacrificarse manté por la patria.

El hombre se incorporó con dificultad de la silla y caminó sin muchas ganas hacia la salida, como quien se dirige a cumplir una condena inevitable. Martín apartó el plato que tenía delante de él y encaró a su acompañante.

-Tenemos que seguir viaje. ¿No vas a terminar tu desayuno?

-No -dijo Claudia-. Siento que me va a dar una terrible indigestión.

 

Eran como las diez de la mañana cuando llegaron a Carayaó, un pequeño pueblito sobre la Ruta Tres, en los límites del Departamento de Caaguazú. Les llamó la atención la gran cantidad de gente que se movilizaba por las calles. Había más concurrencia que en una fiesta patronal.

Martín detuvo la camioneta junto a un grupo de jóvenes que estaban tomando tereré bajo la sombra de un enorme curupica'y. Les saludó en guaraní y preguntó qué diablos estaba sucediendo.

-Los campesinos van a cerrar otra vez la ruta dentro de media hora -contestó un morocho flaquito que vestía una camiseta del club Cerro Porteño.

-¿Y qué es lo que van a pedir en esta ocasión? -quiso saber Claudia.

-La verdad que no sé. Tienen una lista tan larga de reclamos, que hasta ellos mismos ya se olvidan o se confunden.

-¿Ustedes están con ellos?

-¡No, nde bárbaro! La vez anterior tratamos de ayudarles, sólo para divertimos un poco, pero ligamos una garroteada tan fenomenal que hasta ahora me están doliendo los huesos. Hoy vamos a mirar desde bien lejitos nomás.

Martín les agradeció con un gesto de saludo y condujo la camioneta hacia un local que exhibía el logotipo de Bremen Chopp y decía en letras toscas «Bar Pención Restaurante El Rei. Mesa de villar. Juego electrónicos. Anexo Despensa, Carnisería y Farmacia». Era una construcción de madera, de grandes corredores al frente, en donde numerosos parroquianos estaban sentados en mesas rústicas, enfrascados en una feroz competencia de quién vaciaba mayor cantidad de botellas de cerveza. Adentro, niños descalzos y harapientos se divertían jugando con una máquina de Nintendo, convencidos de estar peleando en una nave espacial atacada por feroces alienígenas.

-¿Qué vamos a hacer? -preguntó Claudia-. ¿No deberíamos seguir viaje antes de que se cierre la ruta?

-Por el contrario -dijo Martín-. Vamos a quedarnos un rato a disfrutar del espectáculo. A lo mejor encontramos algo interesante.

-Me impresiona mucho su método científico de investigación. Todo es «a lo mejor», «por si acaso», «a ver que pasa».

Martín le dedicó una sonrisa complaciente y estacionó la camioneta a un costado del bar y sus anexos. Descendieron y empezaron a caminar. Un viento cálido barría las calles y jugaba con las faldas de las mujeres. Vieron que una muchedumbre entusiasta se iba juntando en la plaza, cerca de la Iglesia, donde un panchero afortunado remataba latas de cerveza y gaseosa. A su lado, un rubio flaco manipulaba una chillona radiograbadora, desde donde Los Fantasmas del Caribe desentonaban la versión pirata de «Caramelo».

Al otro lado de la ruta, en el patio de la Comisaría, estaba el campamento de los Cascos Azules. Achicharrados bajo sus pesados uniformes, contemplando la muralla humana que iba creciendo amenazadoramente en la distancia, los muchachos de la Policía Especializada de Operaciones parecían más que nerviosos. Entre los que dirigían el operativo, Martín encontró a un viejo conocido suyo, el comisario Custodio Bogarín. Lo había visto por última vez hacía unos siete años, durante un «interrogatorio» en Investigaciones. En esa época llevaba sombrero tejano a lo Charles Bronson y un teyu ruguai en la mano  derecha. Ahora vestía el «democracy look»: saco y corbata, con un walkie-talkie prendido a la oreja.

Se alegró de ver al detective. Martín presentó a Claudia como su asistente y el comisario le dedicó un piropo sin muchas ganas. Parecía abrumado por lo que podía suceder en las próximas horas, como si estuviera a punto de librar una batalla que sabía perdida de antemano.

-No entiendo a los políticos -les dijo, en tono de confidencia-. Antes nos daban medallas por freírle las pelotas a sus contrarios. Ahora les acariciamos apenas con unas balitas de goma y ya piden nuestras cabezas...

-¿Extrañás mucho la época anterior? -le preguntó Martín.

-Al principio me costó acostumbrarme. No podía dormir por las noches. Cerraba los ojos y veía a montones de tipos barbudos en camiseta que me rodeaban y se reían de mí. Me arrojaban libros... ¡montañas de libros! Yo me despertaba gritando, todo sudado. ¡Era terrible! Entonces un socio abogado, que es bastante leído en estos asuntos, me recomendó que me fuera a ver a un amigo suyo que era sicólogo. Él me ayudó a entender lo que me pasaba. Me explicó que eran proyecciones del subconsciente, crisis de adaptación y necesidades insatisfechas. Desde entonces me sicoanalizo una vez por semana y todo ha mejorado.

-¿Pudiste superar todos tus traumas?

-A veces siento que me pica un poco la mano, pero se me pasa después de jugar un rato con el encendedor de la cocina y el perro del vecino. Hay que adaptarse a los nuevos tiempos, Martín.

Desde la calle, varios campesinos se acercaron a llevarse el viejo tronco de timbó que los soldaditos usaban como asiento frente a la Comisaría. El oficial de guardia trató de prohibirlo, pero una de las mujeres que venía en el grupo le respondió que lo necesitaban para bloquear la ruta. El oficial insistió y varias mujeres lo corrieron a sombrillazos, gritándole «represor, represor».

Custodio hizo una mueca de fastidio. Martín comentó que en la época del Tira no sucedían esas cosas y le preguntó al comisario si él había conocido particularmente al general.

-El pasado está pisado, Martín. Ahora vivimos en democracia. Tenemos que predicar la unidad y la concordia entre los paraguayos, mirar hacia el futuro sin volver la vista atrás, con optimismo y esperanza.

-Hay quienes quieren traerlo de vuelta.

-Bueno, a decir verdad... Lecayá no permitiría nunca que suceda  todo este quilombo. Aquí hace falta alguien que ponga un poco de mano dura. Los bolches se nos están subiendo todos encima de la cabeza.

-¿Sabés algo de los ex-guerrilleros centroamericanos que, según el ministro del Interior, se están infiltrando en estas manifestaciones de bloqueo de las rutas?

-¡Los tenemos completamente detectados! -se entusiasmó-. Se hacen pasar por seminaristas y están repartiendo material subversivo entre los campesinos. Mirá lo que agarró un informante nuestro durante una reunión en el patio de la Iglesia...

Sacó del bolsillo un paquetito de papel diario primorosamente envuelto. En el interior había una cartulina impresa, del tamaño de una postal.

-Tiene la foto de un barbudo guerrillero castrista -describió-. Y al otro lado un poema subversivo, incitando a la rebelión de las masas. ¡Esta vez les agarramos!

Se lo pasó al detective y se quedó mirándolo como un niño que acaba de realizar una buena acción y espera que lo premien con un chupetín. Martín sintió mucho tener que desilusionarlo:

-Es la foto del actor Robert Powel, interpretando a Jesucristo en la película de Zeffirelli. Y lo que está escrito al otro lado es el «Magnificat», la oración de la Virgen María durante la Anunciación. Está en la Biblia.

-¿Eh...? -el comisario se puso amarillo-. Bueno... pero... a lo mejor está todo cambiado. Mirá que dice que van a echar a los ricos de su trono y van a poner en su lugar a los humildes. Eso es lucha de clases. Marxismo puro...

-Pero es textual. Asimismo dice el Evangelio.

-No te vayas a dejar engañar, Martín. Estos tipos son unos jodidos. De Rusia los echaron a patadas y ahora vienen aquí a jodernos las pelotas. Quieren crear gua'u una guerrilla como en Chispas, en el Perú.

-Chiapas. Se dice Chiapas. Y no es en el Perú, sino en México.

-Igual nomás nosotros les vamos a cortar las alas a estos gallitos. Para eso luego nos estamos modernizando. Vengan, les voy a mostrar la última tecnología que nos acaban de mandar los yanquis.

Los llevó hasta el corredor de la Comisaría, donde había un enorme bulto cubierto con una lona negra. Al fondo, otro grupo de campesinos se aproximaba buscando materiales para la barrera. Custodio quitó la lona y, con un gesto de orgullo, descubrió una estrafalaria combinación de lavarropas y cortadora de césped.

-¡Aquí lo tienen! Lo llamamos «el amansador de los revoltosos». Arroja cien granadas de gas lacrimógeno por minuto, tira chorros de agua a cinco kilómetros de distancia y emite gruñidos que le harían parar los pelos al mismísimo pombero. ¡Los campesinos van a correr de susto cuando lo vean!

-La verdad, parece bastante estrambótico -comentó Claudia.

-Su eficacia está científicamente comprobada. La policía de Los Angeles ya lo probó con los negros. ¡Ni se le acercan!

-¿Y estás seguro que los campesinos paraguayos le van a tener miedo? -preguntó Martín.

-Ya vas a ver...

-¿Cien por ciento seguro?

-Claro, chamigo... ¿por qué pio dudás?

-Porque allí veo que unos campesinos se están llevando tu máquina para usarla en el bloqueo de la ruta.

Cuando se repuso del asombro y se dio vuelta a mirar, el grupo ya se alejaba arrastrando el pesado engendro, dejando un surco blanco sobre el pavimento. Custodio corrió hacia el patio, tratando de movilizar a sus hombres, pero todos parecían muy ocupados peleándose por la única jarra de tereré.

Allí ya no había nada que hacer. Claudia y Martín salieron al sol y caminaron lentamente por el borde de la ruta hacia la barrera que estaban construyendo los campesinos. Iban riéndose y no se dieron cuenta de que una enorme Montero roja se les venía encima. El detective apenas tuvo una fracción de segundo para empujar a la muchacha y saltar a un costado. La camioneta se detuvo con un espantoso chirrido y un fuerte olor a goma quemada. La ventanilla polarizada descendió con un suave zumbido hidráulico, despidiendo una refrescante ráfaga de aire climatizado, y asomó el rostro de un hombre gordo, fresco como una lechuga y vestido con un elegante traje azul, escondido tras unos anteojos más oscuros que la conciencia de Cururu Piré. Tenía la mano izquierda sobre el volante, mientras con la derecha sostenía un teléfono celular.

-¡Te digo que hay que votar por el subsidio...! ¡Esperáme un rato...! -le ordenó al teléfono. Y luego, mirándolos con rabia: -¿Están locos? ¿Por qué no se fijan por donde caminan? ¡Casi me mato por culpa de ustedes!

-Si usted se ocupara de manejar en lugar de hablar por teléfono, sería más fácil.

-Pero... ¡vos sos Martín... Martín Yacaré!

Se quitó los anteojos y entonces Martín pudo reconocerlo. Había engordado varios kilos desde la última vez que lo había visto, cuando le tocó realizar algunos trabajos para el estudio jurídico que tenía con otros abogados. Después supo que había sido electo diputado en una lista de la oposición.

-Se lo ve saludable, doctor Fattelli. ¿Qué hace en este lugar perdido?

-Soy miembro de la comisión parlamentaria para mediar en el conflicto agrario. ¿Me esperás un cachito? Estoy hablando con Asunción. ¡Hola...! ¿Angelito? ¿Ya van a votar?

Mientras sostenía el teléfono, con la mano libre abrió una computadora portátil sobre el tablero de la camioneta. Un complejo y colorido gráfico, parecido al de un tablero de ajedrez tridimensional, se pintó en la pantalla de cristal líquido.

-Ya lo tengo, Angelito. Vamos ganando por seis votos de diferencia. Para asegurar, conseguí también el voto del diputado Morfatti. Recordale el tema de las estancias y va a agarrar viaje. ¡Te llamo de nuevo!

Apagó el celular, cerró la computadora y les dedicó una sonrisa de hielo.

-Eso es lo que yo llamaría «política vía satélite» -comentó el detective.

-Hay que saber usar la tecnología, Martín. Ya ves: en este preciso momento se está llevando a cabo una votación muy importante en el Congreso sobre una ley de privatización de empresas públicas y no podemos darnos el lujo de perder. Hay demasiados intereses por detrás. ¡Pero eso no nos impide estar aquí, solidarizándonos con la suerte de nuestros hermanos del campo!

-¿Y ya tienen alguna propuesta de solución para las demandas campesinas? -preguntó Claudia.

-Propuestas hay muchas. Pero aquí, entre nos... ¿a quién le interesa que haya solución? Mientras los campesinos sigan armando quilombo, se jode el gobierno y gana puntos la oposición.

-Pero... ¿no les preocupa el sufrimiento de las familias sin tierra?

-Claro que sí... ¡Nos preocupa mucho! Pero no crean todo lo que dicen. ¡Muchos están protestando sólo por influencias izquierdistas!

-Quizás también tengan hambre... -dijo Martín.

-Todos tenemos hambre alguna vez. Y no por eso nos ponernos a cerrar las rutas. Bueno... los veré más tarde. El deber me llama. ¡Au revoir!

Se calzó los anteojos, levantó el vidrio y condujo la camioneta hasta cerca de la multitud. Cuando bajó, saludando con una mano en alto, se oyeron algunos aplausos.

-¿Tenés tu credencial de periodista? -le preguntó Martín a la muchacha.

-Sí. ¿Por...?

-Colgátela en un lugar visible. Vamos a meternos entre la gente.

Se aproximaron a la muchedumbre congregada al costado de la ruta. En un sector, sobre la banquina, estaban amontonados los elementos que iban a utilizarse para el bloqueo: piedras, troncos, tambores, cubiertas, chatarra, incluyendo la extraña máquina de la policía. Lenguas de fuego brotaban del asfalto. Había varios periodistas con grabadoras, walkies y cámaras de televisión. Martín se fijó a ver si encontraba a alguien que respondiera a la descripción del comisario, pero no halló ni rastro de los «rojos». A no ser por los ojos de algunos campesinos que salían de un bar y no podían hallar la tierra firme.

Un viejo agricultor se paró sobre un tronco y empezó un encendido discurso en guaraní. Habló del hambre y la miseria que golpeaba duramente a las familias del campo. Dijo que los campesinos eran la mayoría de la población, los que mantenían. la economía del país, los que mandaban a sus hijos al cuartel y daban de comer a los poguasu de la ciudad, los que ponían los muertos en las guerras y las revoluciones, los que desde el principio de los tiempos seguían siendo los eternos postergados, los siempre engañados por las promesas incumplidas de los políticos. Nos piden un poquito más de paciencia, dijo. Nos dicen que mañana se van a solucionar todos nuestros problemas como por arte de magia, pero no se dan cuenta de que hace más de un siglo que les venimos teniendo paciencia. Ya estamos cansados de tener paciencia, dijo. Ya no queremos esperar más. Por eso hoy vamos a cerrar esta ruta, para empezar a abrir el nuevo camino, dijo, y la multitud estalló en una larga y cerrada sinfonía de gritos y aplausos.

Había honda emoción en los rostros curtidos. Algunas mujeres, con racimos de niños en los brazos, tenían los ojos humedecidos. A poca distancia, los Cascos Azules se acercaban amenazadoramente, en cerrada formación, blandiendo sus escudos, fusiles y cachiporras.

-Disculpe.. ¿de qué diario son ustedes? -preguntó una voz a sus espaldas.

Claudia y Martín se dieron la vuelta y se encontraron con un hombre delgado, con ojos de ratón y barba de varios días. Vestía un jeans de buena marca, camisa a rayas, un sombrero pirí con los colores del Club Olimpia y la inscripción «Recuerdo de Caacupé». Llevaba un bolso indígena colgado en bandolera. Tenía un acento medio aporteñado y parecía tan campesino como Tom Cruise.

-Somos del diario La Mañana -respondió Claudia.

-¡Qué bien! Yo soy Esculapio Ramírez, dirigente de la ocupación «Lo mitá nibaé». Por si quieren hacerme una entrevista.

-Sí, claro. -dijo la muchacha- ¿Cuál es el objetivo de cerrar las rutas?

-Pues, no dejar pasar a los vehículos.

-Hablo del objetivo político.

-Bueno... Usted sabe que la macro economía refleja una crisis coyuntural, producto de las salvajes políticas neo-liberales impuestas por el imperialismo, que golpean duramente al proletariado agrícola.

-¿Usted cree que los políticos pueden ayudar a encontrar alguna solución?

-Bueno, sí... algunos podrían servirnos de gran ayuda. Usted sabe, con los brasileños llevándose nuestros bosques, cada vez es más difícil encontrar troncos para usar como barrera.

-Perdón, ¿usted a qué se dedica?

-Soy campesino sin tierra.

-Esa no es una profesión.

-Cuando no hay trabajo, sí.

-¿Usted ha cultivado alguna vez la tierra?

-¡Por supuesto! Tengo las manos lastimadas de estar arrancando capullos de algodón bajo el frío viento sur.

-Pero... ¡el algodón se cosecha en el verano!

-¿Ah sí? Es que... nosotros plantamos una variedad «inverní».

La chica iba a contestarle algo, pero un campesino se acercó al grupo y dijo que tenía que hablar con urgencia con el entrevistado. Esculapio les pidió disculpas y se alejaron unos pasos. Escucharon que el otro les decía que lo había pensado mejor y le iba a vender su «derechera» porque alguien había «pillado» la propiedad de un alemán hacia Curuguaty y se irían para allá esa misma noche. Esculapio metió la mano en el bolso, sacó una chequera y escribió sobre la espalda del campesino.

Después arrancó el cheque y se lo pasó al otro, quien se alejó radiante hacia el bar que quedaba al otro lado de la carretera.

-Tengo mucha sed -dijo Claudia-. ¿Podríamos tomar una gaseosa?

Se acercaron al panchero que estaba cargando nuevas latitas de cerveza en su conservadora. En ese momento, escucharon que el rubio flaco de la grabadora le decía «oye chico, pásame otra birra» con un fuerte acento tropical. Martín pensó que había encontrado a uno de los cubanos castristas que con tanta insistencia buscaba el ministro del Interior. Distraídamente le preguntó si no se habían conocido en un bar de La Habana y el otro, con voz de García Márquez, le respondió:

-Jamás anduve por allá, compadre. Soy colombiano, para servirte.

-¿Y qué haces por estos parajes tan lejanos?

-Tengo una discoteca de música tropical. Cachaca, como le dicen ustedes. A la noche, después de cada bloqueo de ruta hacemos un gran baile. ¡Ni te imaginas el éxito! ¡Todo muy chévere, compadre!

En seguida, mientras terminaban de beber una coca cola, les hizo escuchar «la última primicia» que le había llegado desde Colombia. Era una canción de Los Marcianos del Trópico y hablaba de que las rutas del corazón/ sólo se cierran con la pasión/ por eso te canto esta canción/ pues sólo tú eres mi ilusión.

-Vamos -le dijo Martín a la muchacha-. Esto ha llegado al límite.

Se despidieron del colombiano, subieron a la camioneta y lograron pasar justo en el momento en que los campesinos se acercaban a cerrar la barrera.

A través del retrovisor, Martín observó que los Cascos Azules acariciaban con impaciencia sus fusiles y cachiporras.

 

- VI -

 

Se cruzaron con hombres tristes  de piel áspera como piedra. Mujeres sin edad con bebés dormidos en los brazos. Niños escuálidos de barriga hinchada que se divertían arrojando ramas de arbustos al paso de la camioneta.

Las escenas iban brotando al costado de la carretera como repetidas estaciones de un interminable vía crucis. En medio de la polvareda, Serrat se quejaba suavecito del dinero, dinero/ dinero vil metal mensajes de amor de curso legal.

Pasaron por pueblos extraviados en algún recodo del tiempo. Ranchos tapizados de polvo y soledad. Lentos y pesados camiones de carga que se iban llevando el monte, sin prisa y sin pausa, árbol por árbol. Bucólicos troperos arreando rebaños de ganado en animadas expediciones hacia los frigoríficos brasileños.

A ratos el viento levantaba remolinos de tierra color sangre contra el parabrisas. Martín luchaba con el volante para que las ruedas del vehículo no cayeran en las profundas grietas del camino.

Divisaron bosques en llamas. Desiertos de carbón detrás del humo y la bruma. Restos de árboles agonizantes que extendían sus muñones hacia el cielo. Fantasmas haraposos que marchaban hacia ninguna parte en medio de los troncos calcinados.

-Parecen secuencias de la película «Apocalipsis Now» -comentó Claudia.

-Sin embargo, no es obra de Ford-Coppola, sino de las multinacionales brasileñas -respondió Martín-. No se trata de una película. Son los montes de Canindeyú en su agonía final. La imagen real de un país devorado por su propia ilusión de desarrollo.

-Y pensar que los tecnócratas del Gobierno hablan de esta zona como una tierra de promisión...

-Pudo haberla sido. Hace poco más de una década, todo el Departamento de Canindeyú era un paraíso ecológico, un vergel casi intocable que albergaba las últimas reservas de montes vírgenes en la Región Oriental. En esa época corría la leyenda de que se iba a construir una enorme represa hidroeléctrica en la zona de los Saltos del Guairá,  donde estaban algunas de las más bellas cascadas del mundo. Fue el «sueño de la frontera», que atrajo a todo tipo de gente: desde humildes labradores que dejaron el pellejo en medio del monte, hasta legiones de inmigrantes brasileños, ávidos comerciantes, autoridades corruptas y aventureros inescrupulosos. Al final, la hidroeléctrica se construyó a cientos de kilómetros más abajo, en Itaipú, y las aguas represadas ahogaron totalmente las hermosas cascadas. El sueño se convirtió en pesadilla, dejando un territorio desbastado por las topadoras y por la corrupción fronteriza, con un alto índice de colonización cultural brasileña y una creciente espiral de violencia. Lo irónico es que muchos de los pobladores de Canindeyú hasta hoy ni siquiera conocen la luz eléctrica.

Con la mano derecha, Martín abrió la guantera y extrajo una cantimplora. Desenroscó la tapa y bebió un largo sorbo de algo que olía fuertemente a alcohol. Se la ofreció a la muchacha, quien negó con un gesto.

-Para ser un policía sabés muchas cosas y tenés una visión muy crítica de la realidad.

-Desde chico me gustó leer. Me devoraba las novelas de Agatha Christie y Conan Doyle. Soñaba con ser Sherlock Holmes o el inspector Poirot para salir a las calles a imponer justicia y castigar a los criminales. Después, cuando ya la Escuela de Policía se había encargado de convertir en puré todos mis huesos y mis mejores ideales, cayó en mis manos una novela escrita por un tal Raymond Chandler. Contaba la historia de un detective cínico y camorrero que en lugar de resolver sus casos con la inteligencia deductiva prefería abrirse paso hasta la verdad a fuerza de trompadas y borracheras. Philip Marlowe me ayudó a entender que los peores criminales no siempre son los marginales siniestros que te asaltan en una esquina, sino los tipos de refinada elegancia que visten uniforme o se sientan en lujosas oficinas.

¿Es cierto que te echaron de la Policía por lo de la huelga?

El detective la miró con una sonrisa intrigada, mientras hacía un esfuerzo por mantener la dirección firme y beber otro sorbo de la cantimplora.

-¿Me estás haciendo una entrevista para el diario?

-No, carajo. Pero si vamos a andar juntos unos cuantos días tenemos que empezar a conocernos.

-Lo de la huelga fue sólo una excusa. Ya me tenían marcado desde mucho antes, en la época de la dictadura, cuando me negué a participar  en una garroteada contra los manifestantes de Clínicas.

-Siempre quise saber qué cosas pasan por la cabeza de un cana cuando está golpeando a un tipo que pudo haber sido su compañero de juegos en la escuela.

Martín se estremeció.

Sintió que una voz le hablaba desde el fondo de sus recuerdos.

¿Te acordás?, le dijo la voz.

Una potente luz te hiere los ojos.

Volutas de humo bailan en el haz del reflector.

Olor a mierda, a cigarrillos, a agua podrida, a miedo y sudor.

¿Te acordás?

Música estridente, a todo volumen.

La felicidad, de Palito Ortega, una canción que vas a odiar durante el resto de tu vida.

¿Te acordás, Martín?

Risas, jadeos roncos, maldiciones.

Y, puta... esos gritos.

Esos tétricos, terribles, desesperados gritos que retumban por todo el recinto.

Esos gritos que nunca dejarán de perturbarte el sueño.

Fantasmas hinchapelotas que te van a perseguir para siempre, vayas adonde vayas, hagas lo que hagas.

No hay manera de huir.

No hay manera de olvidar.

No...

Se secó el sudor con la manga de la camisa y se bebió de un trago todo el contenido de la cantimplora. Los ojos se le pusieron brillosos.

Intentó explicar.

-Primero te convencen de que el tipo ese es un hijo de puta y que se lo tiene bien merecido. Vos solo estás cumpliendo con tu deber. Hasta que un día sentís que algo viscoso se te ha pegado en las manos, y no se te sale de la piel. Por más que te laves, y friegues, y friegues... con agua, con jabón de coco, con lavandina, con gasoil, con ácido... no se te sale nunca de la piel. Y entonces te mirás al espejo y descubrís que en realidad el hijo de puta sos vos.

Claudia percibió que la voz del detective se quebraba, pero no dijo nada.

Un guasu virá emergió sorpresivamente en la carretera. Miró con   —71→   curiosidad hacia el vehículo y lo desafió a perseguirlo en una veloz carrera que se prolongó durante varios metros, hasta que el animal pareció aburrirse. Entonces, con un ágil y elegante salto, desapareció en medio de la espesura.

 

Un gran cartel de madera, a la entrada del centro poblado, decía «Bienvenidos a Yryvucai, tierra de paz y progreso». Pero el espíritu del letrero se desmentía automáticamente con los enormes agujeros de bala que cubrían toda su superficie. Traspasadas por la luz diáfana del atardecer, las huellas de las ráfagas proyectaban una imagen tan hospitalaria como una postal del castillo de Drácula.

Dos senderos de tierra desnivelada, separados por un corralón lleno de yuyos, fingían ser la avenida principal. A los costados se veían edificios chatos de ladrillo y cemento, casas de madera sin pintar, galpones y cobertizos con letreros que anunciaban bares, churrascarías, tiendas, almacenes de venta al por mayor y menor. En un terreno baldío estaba instalada una enorme y colorida carpa, parecida a la de un circo. Un altavoz ubicado en la cúspide pregonaba con voz chillona y atropellada que ¡Jeeesús es la única salvación para los espíritus corrompidos por los pecados de este mundo arrepiéntete hermano pecador salva tu alma no faltes esta noche al gran culto de la Iglesia Los Elegidos de Dios en la extraordinaria Carpa de la Fe habrá ceremonia de sanación divina con la presencia del gran predicador Aloisio Junqueira llegado directamente desde Corumbá Mato Grosso do Sul y recuerda que el sábado próximo tendremos una gran feijoada gratis para todas las familiaaaas...!

Martín detuvo la camioneta en una esquina, indeciso.

Un niño de piel oscura se acercó corriendo, mientras apuntaba a la rueda derecha delantera de la camioneta.

-¡Señor, señor...! ¡Epytá un poquiño, porque amaliciá o ye furá la nde peneu!

-¿Qué dice el mitaí? -preguntó Claudia.

-Parece que tenemos una rueda pinchada.

-No lo entiendo, ¿en qué idioma habla?

-Es el «portuguarañol». La lengua de los brasiguayos. Una jeringonza producida por la mezcla arbitraria del portugués, el guaraní y  el español.

-Carajo. No lo puedo creer.

El detective descendió del vehículo y se acercó a verificar. La cubierta estaba bastante desinflada, pero aún podía resistir unas cuantas cuadras. Preguntó dónde podían arreglarla.

-Hay una borracharía amoité, frente al buteco -explicó el niño, mostrando un punto distante al final de la calle.

-¿Y el hotel Lapacho Hilton, dónde queda?

-Apeté nomás, al dar uma volta a la cuadra.

Martín extrajo su billetera y le pasó un billete de mil guaraníes. El chico lo aferró con cierto temor y miró el retrato del Mariscal López como si le pudiera contagiar alguna peste.

-¿No tenés diñeiro de verdad? -preguntó.

-Claro que es de verdad. Es dinero paraguayo, legal.

-No, coape ninguéin quiere. Tein que ser cruzado o real. Plata de Brasiu.

-De acuerdo. Más tarde, cuando cambie te lo voy a dar. ¿Cómo te llamás?

-Altair Gómez.

-¿Sos brasilero o paraguayo?

-No sé. Mi pai es brasilero. Mi mai catu paraguaya.

-Está bien, Altair. Nos veremos más tarde.

El detective subió a la camioneta y manejó hacia la dirección indicada. Era un galpón colmado de chatarra y herramientas, donde dormían restos de autos y camiones del siglo pasado. Un negro musculoso y casi sin dientes los recibió con amabilidad y les prometió que les llevaría el vehículo al hotel en una hora. Después le pidió a un adolescente con uniforme colegial que los acompañara caminando hasta el Lapacho Hilton.

El sol acababa de ocultarse detrás de los montes y las edificaciones iban cobrando un contorno cada vez más difuso. Claudia se fijó en que había postes con cables de electricidad y faroles en las esquinas, pero ninguno estaba encendido. Tampoco se prendían los focos y fluorescentes adheridos a las paredes de las casas. A través de algunas puertas vio que los pobladores se iluminaban con lámparas a gas, faroles a querosene y enormes velas.

-¿Está cortada la luz eléctrica? -preguntó.

-La instalación se inauguró hace más de un año, un poco antes de  las elecciones -explicó el muchacho-. Vino el ministro de Obras Públicas con el candidato del partido y se hizo una gran fiesta. Dijeron que una semana después se iba a conectar, pero hasta hoy no pasa nada. Nuestras autoridades se van cada mes a Asunción y siempre les prometen «dentro de poquito». La heladera que compramos en mi casa ya tiene todo telarañas.

-Pero, aquí a dos cuadras hay luz eléctrica -observó Martín.

-Los que viven sobre la divisoria internacional tienen luz que viene del Brasil, pero no se puede meter en territorio paraguayo. Algunos enchufan nomás los cables en forma pirata y estiran hacia acá, pero tienen que desconectar cada vez que vienen los inspectores de la Eletrobrás a controlar.

-¿Quiere decir que en el Hotel tampoco hay luz eléctrica? -consultó Claudia, con inquietud.

-Tenían un generador propio, pero explotó hace un mes cuando dos borrachos intentaron conectar un proyector de películas porno durante una farra y se electrocutaron. Desde entonces no se pudo arreglar más. Si quieren comodidad, es mejor que pasen al lado brasileño, en la ciudad de Amizade. Allí van a encontrar todo más mejor.

-¿Y por qué no hacemos eso? -se entusiasmó la chica, encarando al detective.

-No. Ya lo hemos discutido -respondió Martín, con firmeza. Esta noche nos quedamos aquí.

-Allí está -señaló el muchacho-. Ese es el Lapacho Hilton.

Ninguno de los dos esperaba encontrarse con un cinco estrellas en medio del monte, pero la fachada del local les dejó el alma por el suelo. Era una especie de enorme cobertizo construido con tablas de petereby, al estilo de los «salones» del viejo oeste americano. Es cierto que no estaban los caballos atados al palenque, pero eso no le quitaba la creciente sospecha de que en cualquier momento se abrirían las puertas batientes y saldría corriendo John Wayne, disparando a mansalva sus Colt 45.

El muchacho los guió al interior. Allí, el ambiente no mejoraba mucho. Altas lámparas a gas iluminaban una amplia sala cargada de humo, alcohol y frituras. Había varias mesas dispersas, llenas de sujetos que jugaban a las barajas y reían en voz alta, mientras hacían entrechocar vasos y botellas. Parecía que acababan de participar en un campeonato de quién-tiene-más-pinta-de-malandro y probablemente todos habían merecido el primer premio. Un agradable olor a carne asada llegaba  desde una parrilla, en el patio. En un rincón que simulaba ser un escenario, dos peones con sombreros tejanos y chaquetas de cuero con flecos aporreaban una guitarra, mientras se lamentaban porque «elafoi embora/ nao vai mais voltar/ lo que vou fazer/ ¡oh! vou me matar».

«Ojalá lo hagan» pensó Martín y avanzó hacia un largo mostrador ubicado a un costado del local, detrás del cual sonreía un gordo de enormes bigotes. Contra la pared asomaba una estantería repleta de botellas con marcas tan misteriosas como la identidad de Jack el Destripador.

-¡Amigos! ¡Hermanos! -los saludó el gordo, con un fuerte acento argentino-. ¡Bienvenidos al Lapacho Hilton, el mejor hotel de Yryvucai! ¡El lugar ideal para descansar, divertirse, hacer turismo y gozar de la vida!

-¿Tiene habitaciones con baño privado? -preguntó Martín, mientras bajaba los bolsos en el piso.

-Eeee... pues no señor, se lo vamos a deber. Pero tenemos amplios baños al fondo, que pueden ser usados a cualquier hora. ¡Y con una vista panorámica hacia la más bella vegetación, para disfrutar de los encantos de la ecología!

-¿Qué? ¿Vienen con un zoológico incorporado?

-¡Ja, ja... muy gracioso el señor! -festejó el gordo- ¿Desean una habitación compartida o dos separadas?

-Separadas.

-Muy bien, pues entonces les daré la cinco y la ocho. ¡Las mejores que tenemos! -el hombre rebuscó en un tablero y descolgó dos enormes llaves de metal, amarradas con alambre a tabletas de madera con números pintados-. Por favor, caballero, permítame su cédula de identidad para el registro.

El detective le pasó los documentos y el hombre empezó a anotar los datos en un cuaderno. Los músicos se habían callado y ahora bebían cerveza en una de las mesas. Claudia advirtió que todas las miradas del salón estaban fijas en ellos. Vio las caras hoscas, inexpresivas, surcadas por golpes y cicatrices. De golpe se sintió asustada y con miedo. Se preguntó qué diablos estaba haciendo en ese lugar oscuro y perdido, rodeada de seres extraños y amenazadores, respirando un aire de violencia contenida que parecía a punto de explotar. Retrocedió unos pasos y chocó contra el cuerpo de Martín. Se miraron. El detective percibió la palidez en el rostro de la muchacha y le regaló una sonrisa reconfortante.

-Hay una persona a la que me gustaría conocer -dijo Martín en  voz alta, recostado contra el mostrador y abarcando con su expresión toda la sala-. Un amigo en Coronel Oviedo me dijo que podía encontrarlo en este lugar.

-Diga usted, señor. ¿Quién es esa persona, a ver si le podemos ayudar? -dijo el gordo, alzando la vista del cuaderno de registros.

Martín se tomó su tiempo. Recorrió la sala con una mirada dura, esperando que se creara un silencio de expectativa con sus palabras.

-Se llama Chico. Chico Tarová.

Nadie dijo nada. Durante un largo silencio, Claudia tuvo la impresión de escuchar nítidamente el zumbido de una mariposa negra que revoloteaba alrededor de una de las lámparas. Luego el gordo tosió como si se hubiera atorado.

-Bueno... -carraspeó, nervioso-. Disculpe usted, señor, pero esa persona no anda por aquí en este momento. Hace rato que no viene. No sabemos nada de él.

-Pues cuando lo vea, dígale que lo estoy buscando. Es un asunto de negocios. -dijo el detective, mientras guardaba sus documentos- ¿Puede mostrarnos las habitaciones?

-Sí, sí... vengan, por aquí, por favor...

El gordo tomó las llaves y se dirigió hacia una puerta del fondo. Claudia y Martín se despidieron del estudiante, recogieron sus bolsos y avanzaron entre las mesas, sintiendo que los ojos se clavaban como flechas en sus espaldas. Pasaron cerca de la parrilla, donde un negro con un cuchillo enorme que chorreaba grasa los saludó con una sonrisa.

Salieron a un corredor que daba a un patio inmenso y oscuro. Al fondo se adivinaban los contornos de la selva. Pasaron frente a varias puertas numeradas en orden decreciente. Las tablas del piso crujían y se hundían bajo sus pies. Se detuvieron frente a la puerta número ocho y el gordo abrió con la llave.

-¿Quién desea tomar esta habitación? -preguntó, mientras encendía un farol a querosene que había sobre un estante. El resplandor mostró una cama con mosquitero, un armario, una mesa, una silla y una imagen de Nuestra Señora de la Aparecida colgada de la pared.

-Quedatevos aquí, vas a estar más cerca de la recepción -indicó Martín a la muchacha. Ella asintió con un gesto que no demostró mucho entusiasmo y depositó el bolso sobre la mesa.

-¿Qué vamos a hacer ahora?

-Nos instalamos y te paso a buscar para cenar.

-Los baños están allá al fondo, señorita -explicó el gordo-. No tenemos ducha. Hay que cargar el agua de los tambores en las palanganas de plástico. Cualquier cosa que necesite, no dude en llamar.

-Gracias.

Salieron. Claudia cerró la puerta y se dejó caer de espaldas en la cama. Sentía que sus huesos habían pasado por una trituradora y que el polvo se adhería a su cuerpo como una segunda piel. Miró su reloj. Faltaban diez minutos para las ocho de la noche. Era temprano. Pensó que tal vez sería bueno darse un baño y luego devorarse medio costillar con una cerveza bien helada. Varios mosquitos comenzaron a volar en círculos por la habitación, como saludándola. Pensó que era viernes a la noche y seguramente Mario, su novio, estaría dando clases en la facultad. ¿Saldrían a bailar más tarde con la boluda de Macarena? Quizás terminarían la noche haciendo el amor en su departamento. Pensó que en realidad le importaba un pepino. Cerró los ojos y se dejó envolver por la modorra hasta quedarse profundamente dormida.

 

El gordo abandonó a Martín en una habitación parecida a la de Claudia, que en lugar del cuadro de la Virgen tenía un póster de Madonna. El detective descargó su bolso sobre la cama y ubicó algunas ropas en el armario. Encontró una toalla descolorida por el uso pero que parecía limpia. La recogió y se dirigió al fondo, iluminándose con una pequeña linterna. Los baños estaban en una construcción separada, al final del corredor, y consistían en recintos divididos por tabiques con ranuras y pedazos de lona, donde el viento entraba como por un colador y se podía espiar a los vecinos. Se rió al pensar en el gesto que haría Claudia al encontrarse en esa situación. Encendió un cabo de vela que halló en un estante, llenó con agua una enorme vasija de plástico, se desvistió y disfrutó de la fresca caricia del agua arrancándole la pesada costra de polvareda.

Cuando sintió que estaba lo suficientemente limpio como para enfrentarse nuevamente al mundo, se secó, se ató la toalla a la cintura y recogió su ropa. Al salir oyó un ruido en el patio, algo que se movía en un árbol cercano. Martín buscó con el haz de la linterna mientras maldecía por no haber traído el revólver de la habitación. Escuchó el suave crack de una rama al quebrarse y unos chillidos agudos. Concentró la luz en el  lugar y encontró la cara peluda de un monito mirikiná que sonreía con picardía en medio de las hojas.

-Ne añaray, me asustaste -le dijo Martín-. ¿Cómo te llamás?

El animal le dedicó un breve concierto de chillidos y dio un salto al vacío, hasta quedar suspendido de su fina y larga cola.

-Se llama Macumba -dijo una voz seca, cortante, en alguna parte de la oscuridad-. No se le acerque mucho, porque le encanta morder a la gente.

Martín se sobresaltó y rastreó el patio haciendo bailar la luz de la linterna. El haz mostró a una figura recostada contra un poste en el centro del patio. Era un hombre flaco y alto, vestido de negro, con un sombrero de fieltro que le caía sobre los ojos y ocultaba parte de su rostro. Una enorme pistola asomaba entre su cinturón.

-Me dijeron que usted me andaba buscando -dijo la voz, mientras encendía un cigarrillo. La llama del encendedor mostró un mentón duro, surcado por una enorme cicatriz que le llegaba hasta la boca. -Soy Francisco Méndez. Más conocido como Chico Tarová.

-¡Mierda!... -exclamó Martín-. Mucho gusto.

El detective se sintió ridículo e indefenso, parado en medio de la oscuridad, mojado y semidesnudo, sin nada más que un montón de ropa sucia entre las manos y la luz de una linterna que iba apagándose lentamente por falta de baterías. Se reprochó haber sido tan estúpido como para dejarse sorprender.

-Usted dirá qué precisa, no tengo mucho tiempo. -habló de nuevo la voz-. Y apague esa maldita linterna.

-Disculpe, comprenderá que estoy un poco incómodo. ¿No desearía pasar a mi habitación? Así hablaremos con más tranquilidad.

-No. Yo nunca me descuido con los extraños. Hablemos aquí.

-Está bien. Un amigo común me dio su nombre y me dijo que usted podría ayudarme a conseguir algunas mercaderías.

-¿Cómo se llama ese amigo?

-Su apellido es Esquivel. Trabaja como despachante de aduanas en Coronel Oviedo. En la pieza tengo su tarjeta.

-Esquivel... No me suena. ¿De qué clase de mercadería se trata?

-¿Se lo digo así, en voz alta? -Martín miró hacia los costados, pero no se veía nada en la oscuridad-. Alguien puede escuchar.

-No se preocupe. Aquí nadie hace nada que yo no quiera. Hable.

-Armas. Necesito comprar armas. Muchas. Como para un pequeño ejército.

-¿Para quién?

-No le puedo dar el nombre de mis clientes.

-¿Y qué piensan hacer con las armas?

-Tengo entendido que mis clientes quieren arreglar algunas cosas de la política por su propia cuenta.

-Pues lamento decirle que se equivocó de persona. No le puedo ayudar.

-Pero a lo mejor conoce a alguien por aquí que tenga acceso al mercado. Por favor, indíqueme. No tengo otro contacto.

El hombre se quedó en silencio. Sólo se veía el punto rojo del cigarrillo ardiendo entre sus dedos. Martín oyó el silbido del viento y los rumores de la selva. Macumba seguía emitiendo chillidos y moviendo las ramas del mismo árbol.

-Mire, yo a usted no le conozco y no le tengo ninguna confianza -dijo la voz-. El tema en que se está metiendo es muy peligroso. Hay gente que puede molestarse. Yo le recomiendo que se vuelva a la capital y le diga a sus clientes que se queden tranquilos.

-¿Por qué? Si hay gente que tiene los mismos intereses, podríamos ayudarnos.

-¡Está loco! ¿Qué se cree, que esto es un juego? -la voz sonó amenazadora-. Por decir cosas así, aquí le pueden meter un balazo entre los ojos.

-Disculpe. Es que tengo mucha plata prometida detrás de esto. -Martín fingió humildad y súplica- No quiero perder el negocio. ¡Ayúdeme, por favor!

Otra vez el silencio. Finalmente la voz sonó más serena.

-Bueno. Veré si hay quien pueda ayudarlo. Quédese aquí unos días. No haga ni diga ninguna estupidez. Alguien se pondrá en contacto con usted, muy pronto.

El brillo dorado cayó al suelo y algo lo cubrió hasta apagarlo. La oscuridad se hizo absoluta. Cuando Martín volvió a encender la linterna, junto al poste no había nadie, como si el hombre nunca hubiera estado en ese lugar.

El detective se dirigió a su habitación. Sintió que a pesar del reciente baño su cuerpo estaba transpirado. Cerró la puerta y arrojó la ropa sucia a un rincón. Metió la mano en el bolso y extrajo un revólver  calibre 32, de caño corto, guardado en una pequeña cartuchera. Revisó el tambor. Estaba lleno. Lo dejó sobre la cama. Se vistió con unos Jeans y una camisa de algodón suave que despedían un agradable olor a limpio. Se calzó unos mocasines, se peinó, recogió su billetera y guardó el arma con la cartuchera en la cintura, bajo la camisa. Resultaba un poco incómodo pero daba mucha seguridad.

Salió al corredor con la linterna en la mano y llaveó la puerta. Caminó hasta la pieza número ocho y llamó con tres golpes secos. Escuchó murmullos, pasos, y el ruido de la llave tratando de hacer funcionar la cerradura. La puerta se abrió y asomó la cara somnolienta y despeinada de Claudia, iluminada de perfil por el tenue resplandor del farol.

-Me quedé dormida. Ni pude bañarme siquiera. ¿Qué hora es?

-Las nueve menos cuarto. Es hora de cenar. ¿Venís?

-¿Me esperás un ratito? Me voy a dar un baño rápido y vuelvo.

-De acuerdo, pero tené mucho cuidado. Hay un mono llamado Macumba al que le gusta morder a la gente. Y un pistolero vestido de negro que aparece y desaparece de la nada.

-¿Estás hablando en serio?

-Muy en serio. Vení, te acompaño. Lavate un poco la cara y dejá el baño para más tarde, porque de lo contrario nos quedaremos sin cena.

La chica buscó una toalla y salió. Cerró la puerta. Caminaron hacia los baños. La luz de la linterna era cada vez más opaca. Martín le mostró uno de los recintos y Claudia puso cara de espanto.

-Vamos, nadie te va a comer -dijo el detective, mientras encendía el cabo de vela y llenaba una palangana con agua del tambor. Luego salió y cerró la puerta-. Lavate tranquila. Te prometo que no te voy a mirar.

-Gran consuelo -dijo ella y empezó a quitarse la remera. También se desprendió el sostén. La luz de la vela proyectó la sombra de su bello busto contra la pared de lona y el detective hizo un esfuerzo para no seguir mirando. Cerró los ojos y escuchó el ruido del agua deslizándose sobre el cuerpo de la muchacha. Sintió que comenzaba a tener una erección y trató de pensar en otra cosa. Le vino a la mente el rostro del Tiranosaurio. ¿Qué podía estar haciendo en ese momento en Brasilia? ¿Viendo la televisión, muriéndose de aburrimiento y soledad, de nostalgias del poder?

Un grito agudo estalló dentro del baño. Martín extrajo el revólver y se lanzó contra la puerta con toda su fuerza. Encontró a Claudia con el torso desnudo, acurrucada contra la pared, aterrorizada, señalando hacia adelante. Siguió el gesto con la vista y encontró al mono parado sobre uno de los tabiques, enseñando sus afilados dientes con expresión divertida.

-Te presento a Macumba -dijo-. Cuidado que muerde.

Reponiéndose del susto, la muchacha extendió cuidadosamente la mano hacia el animal, que en principio la miró desafiante, pero luego bajó la cabeza, dejándose acariciar el cogote con quejidos de placer.

-¡Muy tierno! -comentó el detective, mientras guardaba el revólver y cubría con la toalla el torso de la chica-. Ahora sólo falta que nuestro temible pistolero negro aparezca transformado en una monja de catequesis.

 

El salón del hotel estaba más concurrido que la calle Palma en el Día de la Primavera. El campeonato de los cara-de-malandros había pasado a convertirse en una especie de congreso internacional, con delegaciones que competían ruidosamente en cada una de las mesas. Los músicos llorones habían sido sustituidos por otra pareja similar, a quienes se había sumado un viejito con un acordeón remendado, que se esforzaba penosamente por recrear un shoti nordestino. Dos muchachas vestidas de manera provocativa, con todo el maquillaje de la ciudad sobre sus rostros, servían las mesas y se dejaban toquetear, protestando sin mucha convicción.

-¡Ey, amigos! -gritó el gordo desde atrás del mostrador, al ver a Claudia y a Martín-. ¡Aguarden un cachito que ya les preparo una mesa!

Impartió órdenes a un muchacho que estaba divirtiéndose con los músicos. El chico fue hasta el fondo y volvió al poco rato con una mesa plegadiza de madera y algunas sillas, que instaló en uno de los pocos sitios libres que quedaban, cerca del mostrador. Una de las mozas trajo una carpeta de plástico con dibujos de frutas y la extendió sobre la mesa. Luego les hizo un gesto sonriente a la reportera y al detective para que tomaran asiento.

-¿Quieren tomar una caipiriña para abrir el apetito?

-Tráigalas -pidió Martín-. Y dos cenas completas.

La moza se marchó y al rato volvió con las bebidas. Claudia bebió un trago y cerró los ojos con deleite. Martín le contó los detalles de su encuentro con Chico Tarová y su sospecha de que el mismo era contacto o quizás integrante del comando Escorpión Amarillo.

-¡No lo entiendo! -exclamó la muchacha-. Te juro que no  entiendo tus métodos de investigación. En lugar de seguir una pista en forma discreta y silenciosa, venís aquí, te parás en medio del salón y le gritás a todo el mundo que estás buscando a ese tipo para algo turbio. ¿No te parece que eso los va a poner en alerta?

Martín sonrió y bebió un largo trago de la caipiriña, haciendo chasquear los labios. Recorrió con la vista el salón. Junto a la mesa de enfrente, los músicos comenzaban a cantar una versión de la guarania «India» en portugués, mientras un grupo de peones borrachos trataban de hacerles coro: «India, a tua imagen/ sempre conmigo vai/ dentro do meu coraçao/ tudo o meu Paraguai».

-Mirá, yo nací en un pueblito campesino de Caaguazú, llamado Yhú -relató-. Una de nuestras diversiones favoritas cuando niños era ir al monte a buscar miel silvestre. La miel más sabrosa es la producida por unas abejas pequeñitas, llamadas yateí, que esconden sus panales entre los troncos de los árboles. Es muy difícil encontrarlos. Entonces, lo que hacíamos era llevar enormes garrotes y empezar a golpear los árboles uno por uno, hasta que por casualidad le pegábamos al que tenía escondido el panal. Las abejas salían en enjambre a atacarnos. Nosotros les prendíamos fuego a unas antorchas de trapo liado a unos palos largos y con eso los ahuyentábamos. Así recogíamos la miel.

La moza los interrumpió. Traía una bandeja con cubiertos, que fue ubicando sobre la mesa. Les regaló su sonrisa y volvió a marcharse.

-Eso es lo que estoy haciendo ahora -prosiguió Martín-. Ya que no sabemos dónde está la miel, estoy golpeando los árboles, para ver si aparece el enjambre.

-¿Y las abejas nunca les llegaban a picar?

-¡Oh sí! Todo el tiempo. Teníamos la piel acribillada por las picaduras, pero la dulzura de la miel y la emoción del juego compensaban ampliamente cualquier dolor.

-En este caso, ¿no hubiera sido mejor que fuéramos directamente a ver al brujo indio, don Ecumenario?

-No, ya te lo dije. No creo en la magia. Y no me gusta depender de otra gente sin haber realizado previamente mi propio reconocimiento del terreno. Iremos mañana.

La moza regresó acompañada por el muchacho del bar y empezó a ubicar sobre la mesa varias fuentes de ensaladas, arroz, feijao, farofa, mandioca, abobriña frita...

-¿Y esto? -se asombró Claudia- ¿Cuántos más van a cenar con  nosotros?

-Esperá que el parrillero empiece a traer las carnes. Hasta que no lo insultes o lo golpees, no dejará de servirte.

Como respondiendo a una invocación apareció el negro con su cuchillo que chorreaba grasa y una ristra de longanizas clavadas a un asador de metal. Claudia permitió que le dejara algunas en el plato, pero Martín las rechazó y dijo que prefería esperar el cupí.

-¿Qué es el cupí? -preguntó la muchacha.

-Un asado que se hace con la carne extraída de la joroba de los toros cebú. Un manjar de reyes, ya lo verás.

La reportera puso cara de asco y se sirvió la ensalada de tomates.

Un bullicio de gritos y risas llegó desde la calle. Todos los rostros se volvieron hacia el sitio, los músicos callaron y el rumor de la sala fue disminuyendo gradualmente, hasta convertirse en un opresivo silencio. En la puerta de entrada aparecieron varios hombres con aspecto militar, vestidos con chaquetas de camouflage para-í. Eran jóvenes y robustos, portaban grandes pistolas en la cintura y parecían con ganas de llevarse al mundo por delante. Algunos tenían latitas de cerveza en las manos, pero a juzgar por sus demostraciones de equilibrio ya se habían bebido una bodega entera. Tres mujeres acompañaban al grupo y no dejaban de reír. Los soldados se turnaban en abrazarlas, como si temieran que se les fueran a escapar.

-Creo que ha aparecido el enjambre -comentó el detective.

Un moreno enorme y musculoso, con pinta de Rambo, comandaba al grupo. Se plantó en medio del salón y paseó la mirada por la muralla de caras hoscas que observaban en silencio. El tipo tenía una expresión tan amistosa como la del rey Herodes en un cumpleaños infantil.

-¡No se preocupe, mi capitán! -le dijo el gordo del hotel, saliendo a su encuentro con una sonrisa nerviosa-. En un minuto les preparo una mesa para todos.

-No. Quiero ese lugar -dijo Rambo, apuntando a una de las mesas próximas, donde varios peones bebían con entusiasmo un oscuro líquido que tenía una remota semejanza al vino.

-¡Vocé nao tein direito...! -protestó uno de los peones, con voz aguardentosa.

El gordo se desesperó haciendo gestos para acallarlo, pero ya era inútil. Rambo se acercó hasta el peón que había osado contestarle, lo aferró con las dos manos de la camisa, lo levantó en vilo y lo arrojó como  una pelota de básquet a unos cinco metros de distancia por encima de las mesas, hasta estrellarse contra la pared con un impacto que de seguro se habrá escuchado hasta en Río de Janeiro.

-¡Rapai de mierda! -gritó, desafiante-. ¡Si no les gusta el aire, regresen a su país!

Los demás peones que estaban en la mesa comenzaron a levantarse lentamente, con expresión asustada, retrocediendo de espaldas hacia la pared. Rambo se sentó a la mesa, seguido por los demás soldados y las mujeres.

-¡Cerveza para todos!-ordenó uno de los uniformados. Y luego, dirigiéndose a los músicos: -¡Y ustedes toquen algo, pero que no sea en portugués, carajo!

Los músicos, aterrorizados, iniciaron una lamentable versión de la galopera: «En un baiho de Asunción, yenchi viene, yenchi vai...»

Los demás clientes hicieron como que no habían visto nada y trataron de concentrarse en sus vasos de bebidas. Las mozas del hotel trajeron varias botellas de cerveza a la mesa de los milicos y trataron de resistirse sin mucho éxito a los manoseos y a las provocaciones.

-Ya lo ves -le dijo Martín a Claudia, en voz baja-. Serán hijos de puta, pero por lo menos son unos hijos de puta nacionalistas y patriotas.

El parrillero se les acercó en ese momento con unos jugosos trozos de costillas de cerdo y Martín aprovechó para preguntarle quiénes eran los recién llegados.

-Son del Destacamento Militar de la Caballería. Llegaron de Asunción hace dos meses, nadie sabe para qué. Una vez por semana aparecen en el pueblo para farrear y armar quilombo.

El negro se marchó con el asador chorreando grasa por el piso.

-¿Creés que tengan algo que ver con el Comando? -preguntó Claudia.

-¿Te fijaste lo que era el Destacamento de la Caballería, a la entrada del pueblo? ¡Es un cuchitril más pequeño que el baño del hotel! Regularmente, ninguno de estos destacamentuchos de frontera tiene más de un sargento y media docena de soldaditos. Pero aquí tenés a un capitán y a más de una docena de oficiales de alta graduación. ¿Qué te figurás que puedan estar haciendo en este lugar?

Los músicos arrancaron con una interpretación de «Adiós Lucerito Alba» que más bien se parecía a una sertaneya. Un milico que estaba bastante borracho y eufórico sacó a bailar a una de las mujeres y otros dos lo siguieron. Daban saltos de gorila en medio del salón, tropezando con las mesas, mientras los demás aplaudían. Dos soldados más se levantaron y fueron a buscar a las mozas del bar, quienes se dejaron arrastrar con el mismo entusiasmo que un rebaño de ovejas conducidas al frigorífico. Un rubio de pelo corto se levantó y se acercó tambaleante hasta la mesa del detective y la reportera. Se paró frente a Claudia y, tratando de no perder el equilibrio, se inclinó en un gesto de galantería que resultó grotesco.

-¿Bailamos, señorita?

-No gracias, no tengo ganas -contestó la joven, cortante.

El rubio parpadeó, perplejo. Le costaba entender que rechazaran su invitación.

-Vamos... es solo un bailecito -insistió, aferrando del brazo a la muchacha y tratando de levantarla.

-¡He dicho que no! ¡Y quíteme las garras de encima, imbécil! -exclamó la periodista, apartando con violencia las manos del rubio.

-¡Puta...! -gritó el milico enfurecido y tomó de los hombros a Claudia, alzándola con brusquedad- ¡Vas a bailar conmigo, quieras o no!

Con un solo impulso, Martín saltó de su silla y golpeó con el puño derecho el mentón del rubio. Se escuchó un impacto seco, como una rama que se quiebra, y el milico retrocedió trastabillando varios pasos, hasta caer aparatosamente sobre una de las mesas vecinas.

El baile y la música se interrumpieron. En pocos segundos, varios uniformados rodearon al detective, quien esquivó una bota militar que volaba hacia su cabeza y paró dos golpes de puño con el antebrazo, pero ya no pudo impedir que una rodilla se hundiera en su estómago y vaciara todo el aire de sus pulmones, jadeando pesadamente se dobló en dos y un fuerte golpe en la nuca terminó por arrojarlo de bruces contra el piso.

-¡Suéltenlo, hijos de puta...! -gritó Claudia. Un soldado que era medio bizco le dedicó una sonrisa burlona. La muchacha tomó una gran fuente de ensalada y se la estrelló contra la cabeza. El otro puso los ojos en blanco y se desplomó en cámara lenta.

Martín sintió que varios brazos de hierro lo levantaban del suelo y lo inmovilizaban. Alguien le quitó el arma de la cintura. Vio a Rambo acercarse sonriente con una reluciente Browning 9 milímetros en la mano. Más allá, el rubio hacía esfuerzos por incorporarse, frotándose la mandíbula que había comenzado a sangrar.

-Te creés muy valiente, compadre. ¿Por que no te hacés el gallito ahora?

Rambo levantó la pistola y la apuntó directamente al rostro del detective, quien pudo ver la punta de la bala brillando al final del caño.

El disparo retumbó en toda la sala y Martín cerró los ojos esperando recibir el impacto en el cuerpo, pero extrañamente no sintió nada. Buscó con la mirada y entonces vio al hombre de impecable uniforme que estaba parado en la puerta, con el revólver humeante todavía apuntando hacia el techo.

-¡Capitán Gómez, guarde esa pistola! -gritó el recién llegado.

El rostro de Rambo se volvió más blanco que un cheque de contrabandista. Con gran celeridad hizo desaparecer su arma dentro de la cartuchera y se cuadró con un golpe de tacones que resonó como un cañonazo.

-¡A su orden, mi coronel! ¡Si me permite explicarle, sólo nos estábamos divirtiendo un poquito, mi coronel! ¡No íbamos a perjudicar a nadie, mi coronel!

El coronel era un tipo de baja estatura y un poco excedido de peso. Tenía poco más de cuarenta años y era una de esas personas que rebosan autoridad hasta en la forma de respirar.

-¡Cállese la boca y suelten inmediatamente a ese hombre! -ordenó-. ¡Es una vergüenza que estén deshonrando el uniforme de la patria con estas bajezas! ¡Van a pagar hasta el último guaraní por todo lo que hayan destruido y se van a regresar inmediatamente a su cuartel!

-¡Como usted mande, mi coronel!

Martín advirtió que las mismas manos que lo habían golpeado con tanta saña ahora le acomodaban la ropa y le sacudían el polvo. Uno de los uniformados le dedicó una sonrisa resignada, que parecía un pedido de disculpas. Otro de ellos le devolvió el revólver. Hacían lo posible por mostrar que eran buenos chicos, quizás un poco traviesos pero de gran corazón. Sólo el rubio, sostenido por uno de sus compañeros, lo seguía mirando con rabia.

Rambo los apuró con un gesto y empezaron a abandonar el local. El coronel también guardó su arma y se dirigió junto al detective y a la muchacha. Detrás de él se acercó un hombre ya de edad, vestido con un elegante traje de lino de color claro y un sombrero de tela. Parecía uno de esos honorables abuelos de las películas en blanco y negro.

-¿Se encuentran bien, amigos? -preguntó el militar.

-Sí, no se preocupe -contesto Martín.

-Soy el coronel Jorge Romero, de la Quinta División de caballería -dijo, extendiendo la mano-. En nombre de las Fuerzas Armadas, les pido disculpas por el injustificable comportamiento de mis hombres. Si les han ocasionado algún perjuicio, estoy dispuesto a repararlo.

-Su oportuna intervención evitó que eso sucediera. Mi nombre es Marcelo Sandoval -mintió el detective-. Ella es mi compañera, Claudia.

-Mucho gusto, señora. Permítanme presentarle al señor Pablo Ferreira, un ilustre poblador de esta próspera región que nos está honrando con su amable hospitalidad.

El abuelo saludó con una elegante inclinación de sombrero y besó la mano de la reportera.

-¿Están de visita, o por algún motivo en especial? -preguntó el coronel.

-Estamos conociendo esta zona tan poco promocionada de nuestro país -dijo Claudia, fingiendo un aire de esposa tonta y feliz-. Y de paso, haciendo algunas compritas.

-¿Algo en especial?

-¡Oh no! Sólo algunas cositas para la casa.

-Y ustedes... ¿están en alguna misión especial? -indagó Martín. Digo, si no es una indiscreción.

-En realidad, no. Sólo estamos realizando un operativo rutinario de control en la frontera.

-¿Están alojados en el Destacamento?

-No. Allí todavía no tenemos la suficiente comodidad. Así que hemos establecido nuestro campamento en la estancia del buen amigo Don Pablo -el coronel miró su reloj-. Bueno, ya no les queremos molestar. Una vez más, disculpen todo lo sucedido y que les vaya muy bien. ¡Buenas noches!

Martín tuvo que estrecharles la mano y Claudia correspondió con una sonrisa a los saludos. Al retirarse, el coronel extendió unos billetes al gordo del hotel, quien se deshizo en gestos de agradecimiento.

-¿Será que te equivocaste? -preguntó Claudia.

-No creas, mirá eso... -el detective le señaló con discreción hacia la puerta.

Una figura sombría se desprendió de una de las mesas del fondo e interceptó al militar y al estanciero, en el momento en que ambos salían del local. Se saludaron con excesiva cordialidad e intercambiaron sonrisas hasta que la boca de la noche se los tragó a los tres.

-¿Quién es?-quiso saber la muchacha.

-Nuestro amigo, el pistolero negro. Parece que son compadres del alma.

-De cualquier manera, eso no prueba nada.

-Quizás no, pero me muero de ganas de realizar una divertida gira turística por la estancia del bueno de Don Pablo.

 

Una hora después, cuando ya los músicos habían vertido varios ríos de lágrimas y la mitad de la concurrencia estaba tumbada sobre las mesas, Martín y Claudia convinieron en que iba a resultar más saludable emprender la retirada. El detective pidió la cuenta y estuvo discutiendo un largo rato con la moza, que insistía en que pagaran en moneda brasileña. Tuvo que intervenir el gordo para que la mujer aceptara el importe en guaraníes.

Salieron al patio, ahora suavemente iluminado por una medialuna que bailaba entre los árboles. Claudia parecía un poco mareada por la campiña y el detective tuvo que sostenerla varias veces para que no se cayera. Los chillidos del mono se dejaban oír en alguna parte de la espesura y había una agradable sensación de frescura en el aire.

-Ahora sí, voy a darme el baño -dijo la muchacha, al abrir a la puerta.

-¿Querés que te acompañe?

-¿Para qué? El mono me puede cuidar muy bien.

-Ya. Si necesitás algo, estaré cerca.

Martín llegó hasta su cuarto y encendió la lampara. Se cambió la ropa por un short y una remera. Se calzó unas zapatillas livianas, extrajo del bolso una botella de whisky y salió al patio. Se recostó contra un tronco y bebió un sorbo largo, sintiendo el agradable sabor de la bebida en el paladar. A la distancia, el resplandor de la vela dibujaba la silueta del cuerpo desnudo de Claudia contra la pared de lona del baño. Martín sonrió y alzó la vista hacia el cielo estrellado. Estuvo largo rato con la mente en blanco, escuchando deleitado el concierto de las aves nocturnas en el monte, cuando el grito de mujer lo sobresaltó.

-¡Oh no, otra vez! -protestó-. ¿No era que ya se habían hecho amigos?

Miró hacia los baños. Vio la silueta de la muchacha que se movía  como si ejecutara una extraña danza. De pronto divisó otra silueta humana y se asustó. Hubo un estampido seco y la luz se apagó. Martín dejó la botella en el suelo y corrió hacia el lugar. Entró al baño pero no encontró a nadie. Había un enorme boquete en la pared de atrás, por donde entraba la claridad de la luna. La toalla y las ropas de la chica estaban tiradas en el piso. El detective volvió a maldecir por no haber traído el revólver y recogió un grueso pedazo de madera cubierto de clavos que se había desprendido de la pared. Salió por el hueco y sintió que los arbustos le arañaban la pierna. Buscó desesperadamente entre las sombras de los árboles, hasta oír un gemido a pocos metros. Corrió hasta el lugar y vio el cuerpo desnudo de Claudia que se debatía sobre los hombros de un tipo alto y grande como un ropero.

El detective alzó el pedazo de madera y lo descargó con mucha fuerza contra la espalda del ropero. Escuchó que el hombre lanzaba un grito de dolor, mientras sentía que los clavos se hundían en la carne y unas gotas tibias le salpicaban el rostro. El cuerpo de la muchacha cayó al suelo. El ropero se volvió y, a pesar de la escasa luminosidad, Martín vio la mueca de furia y de dolor dibujados en su rostro. Sin darle tiempo a reaccionar, el detective le hundió la madera en el estómago y luego le dio otro golpe en la cabeza. El ropero gritó de nuevo y cayó pesadamente entre los arbustos. Jadeante y sudoroso, Martín aguardó con el palo alzado que el otro volviera a levantarse. Lo vio arrastrarse entre los arbustos, incorporarse con dificultad y luego echar a correr hasta perderse en dirección a la selva.

-¿Estás bien? -el detective dejó caer la madera y ayudó a la muchacha, que sollozaba de rodillas.

-¡Intentó estrangularme! -gritó Claudia con desesperación, abrazándose al detective-. ¡Me quería matar!

-Calma, ya pasó.

-¿Quiénes son estos tipos? ¡Por Dios! ¿Qué es lo que está sucediendo en este país?

Martín acarició la espalda desnuda y llena de tierra, que se sacudía en espasmos convulsivos. Tomó sus manos y advirtió que la chica aferraba algo en el puño derecho. Le abrió los dedos con suavidad y encontró una cadenilla rota unida a un medallón.

-¿Qué es esto? -le preguntó.

La reportera abrió sus ojos húmedos de lágrima y trató de fijarse.

-No sé. Creo que se lo arranqué del cuello mientras luchábamos.

La claridad era muy tenue, pero aun en la oscuridad más absoluta el detective hubiera reconocido la figura del escorpión amarillo esculpida en el medallón.

 

Se bañaron juntos, iluminados apenas por la mágica luz de la luna que arrancaba un suave destello en la piel de la muchacha. Él la ayudó con mucha ternura a quitarse toda la tierra y la sangre que se le habían adheridos al cuerpo. Ella se dejó conducir con la pasividad de un bebé recién nacido. Ese hombre duro y extraño, a quien había comenzado a odiar, le despertaba ahora una confianza ciega y una insólita mezcla de sentimientos que no conseguía explicar.

El detective la envolvió en la toalla y la llevó hasta su habitación.

-Esperame aquí, cerrá con llave y no le abras a nadie más. Vuelvo enseguida.

Salió al patio, recogió la botella de whisky y se dirigió a su pieza. Desde el monte llegó el canto lúgubre de una lechuza y Martín sintió un estremecimiento en los huesos, como si le acabaran de anunciar una desgracia. Se cambió la remera mojada y sucia, guardó el revólver y la botella en el bolso, arrolló el colchón y se lo cargó sobre los hombros. Cerró la puerta y regresó al cuarto de Claudia.

-¿Qué hacés? -preguntó la reportera al verlo llegar con el colchón y el bolso. Se había vestido con una larga remera que le llegaba hasta encima de las rodillas.

-Vengo a dormir contigo.

-¡Ey! No vayas a creer que...

-No creo nada. ¡No seas boluda! Esos tipos pueden regresar...

La muchacha se ruborizó. Se apartó y lo dejó pasar. Volvió a cerrar la puerta y le dio dos vueltas a la llave. Martín bajó el bolso y desenrolló el colchón en el piso, junto a la ventana. Colocó una almohada como respaldo y se sentó, recostándose contra la pared. Abrió el bolso, extrajo el arma y la ubicó a un costado, al alcance de la mano. Después sacó la botella y bebió casi con desesperación. Suspiró profundamente y entonces su mirada se encontró con la de Claudia, que lo observaba con cierta curiosidad, parada al costado de la cama.

-¿No te parece que exagerás un poco con la bebida? -preguntó ella.

-¿Y a vos no te parece que exagerás un poco con las preguntas? -respondió él, y bebió otro largo sorbo.

-Entonces, invitáme por lo menos.

Eacute;l le pasó la botella y ella se sentó en la cama. Bebió con los ojos cerrados, sintiendo que el líquido le quemaba la garganta. Empezó a toser y él se echó a reír. Ella le devolvió la botella y se tumbó sobre las sábanas.

-¿De veras creés que van a volver esta noche?

-No lo sé. Pero estoy harto de que siempre me agarren desprevenido.

-Le pegaste muy fuerte al árbol. El enjambre se volvió peligroso.

-Quizás la colmena es más grande de lo que yo creía.

-¿Ellos ya saben quiénes somos?

-No lo creo. Pero van a hacer todo lo posible por averiguarlo.

-Entonces, ¿qué mierda vamos a hacer?

-Mañana tempranos nos mudamos de aquí. Vamos a aceptar la hospitalidad de tu amigo el hechicero.

-¿Podrías apagar la lámpara? Me muero de sueño.

Eacute;l se levantó y tapó el tubo del farol. La llama se extinguió por completo, dejando una oscuridad pesada y terrible. Trató de orientarse hasta tropezar con la punta del colchón. Volvió a sentarse, de espaldas a la pared. Buscó el bolso con las manos y extrajo un paquete de cigarrillos con un encendedor, El resplandor de la llama mostró por un fugaz instante su rostro somnoliento y su cabello despeinado. Después sólo quedó la brasa ardiente y el fuerte olor a tabaco.

-Martín... -dijo ella, con una voz que sonaba enredada por el sueño y la borrachera.

-¿Sí?

-Perdoname por todo lo que te dije esta mañana.

-No te preocupes. Es mejor que te duermas.

-Eso no significa que haya cambiado mi opinión sobre los canas hijos de puta.

-Está bien. Dormite de una vez.

El canto de la lechuza volvió a llenar la noche. El detective buscó la pistola y se sintió reconfortado al acariciar con los dedos el frío del metal.

-Martín...

-¿Qué diablos pasa ahora?

-Vos hablás muy poco de tu vida.

-No hay mucho que contar.

-¿Cuantos años tenés?

-En abril voy a cumplir 39.

-¡Sos un lecayá! ¡Martín Yacaré, estás en el viejazo total! -ella se empezó a reír.

-¿No era que tenías sueño?

-Sí, pero no me puedo dormir. No sé qué me pasa.

-¿Querés que te cuente un cuento?

-No, contame más sobre vos. ¿Por qué mierda te dicen Yacaré?

-Es una vieja historia de cuando era joven. Quizás alguna vez te cuente.

-¿Es por algo de mujeres...? ¿Por entrarle en yacaré a alguna mujer?

-Nada que ver. Más bien por lo de la piel dura... Pero es una historia muy tonta. No la quiero contar.

-Dale sí, contame, no seas mbore.

-Dije que no.

-Esta bien, la puta. No te enojes. Decime, ¿estás casado?

-Estuve. Fue hace tiempo. No funcionó.

-¿Por qué? ¿Ella se enamoró de otro?

-Digamos que la llama de la pasión se fue apagando sola. Resultó bueno mientras duró.

-Yo tengo un novio que es un pelotudo total. Un día de estos me voy a animar y lo voy a abandonar.

-Está bien. Ahora dormite.

-La joda es que estoy en pedo por él.

-No sé si será por él. Pero de que estás en pedo, me doy cuenta. Ella empezó a reírse bajito. Su risa parecía casi un sollozo.

-Martín...

-¿Hmm...?

-Tengo miedo.

-Lo sé.

-Tengo un miedo de la gran puta, carajo.

Eacute;l aplastó el cigarrillo contra el piso y se incorporó. Llegó hasta el costado de la cama y extendió la mano. Encontró la piel de la muchacha y comenzó a acariciarla suavemente. Sintió algo húmedo y tibio en sus mejillas. Levantó la sábana y se acostó a su lado. Ella se abrazó con fuerza contra su cuerpo y recostó su rostro sobre el pecho. Estuvieron así un largo instante que pudo haber durado toda una eternidad, escuchando los  ruidos de la noche y el latido de sus propios corazones. Ninguno de los dos se dio cuenta del momento en que se quedaron dormidos.

 

- VII -

Amaneció sin prisa, con una sinfonía de ladridos de perros trasnochados y mugidos de vacas lejanas. La reportera y el detective se levantaron temprano, se asearon, recogieron sus bolsos y se acercaron al salón. Una mujer flaca y avejentada barría el local, levantando nubes de polvareda. El gordo estaba detrás del mostrador, limpiando los vasos y las botellas con un paño húmedo como si fueran objetos de arte. Los miró llegar con un gesto de alarma.

-¿Cómo? ¿Ya se marchan? ¿Tan pronto?

-Así es -dijo Martín-. Hemos decidido aprovechar el día para hacer compras en el Brasil.

-¡Que lástima! -el gordo parecía realmente apenado-. Se van a perder el gran espectáculo de esta noche. Actuarán «Os meninos bonitos do Sertao», un dúo que está causando furor en todo el Mato Grosso.

-No sabe cuánto lo sentimos. A propósito, ¿no vino el negro del taller a traemos la camioneta?

-¿Aparecido? No, no lo he visto. ¿Para cuando les prometió?

-Dijo que estaría listo ayer, en una hora.

-Bueno, eso para él puede significar un día, como mínimo. Ese muchacho es un profesional muy exigente. Siempre acostumbra primero probar el vehículo, para ver si está en condiciones, antes de entregarlo. Generalmente hace un viaje largo hasta Dourados y, para comprobar mejor la resistencia, acostumbra llenarlo de mercaderías hasta el tope.

-¡Que tipo formidable! -rezongó el detective. Y luego, dirigiéndose a Claudia: -¿Por qué no me esperás aquí? Voy a buscarlo.

-Está bien.

-Por favor, siéntese, señorita -invitó el gordo-. Le voy a hacer servir un rico desayuno. Gentileza de la casa.

Martín canceló la cuenta, tomó su bolso y salió a la calle. La muchacha se ubicó en una de las mesas. Fue entonces cuando lo vio.

El viejo estaba sentado al fondo del salón, escribiendo muy despacio en un cuaderno de hojas amarillentas. Los rayos de sol se filtraban por las rendijas, a sus espaldas, dándole un aura sobrenatural. Vestía un traje gastado y antiguo, un modelo que a Claudia le pareció era de principios de siglo. Tenía una barba blanca y espesa, una frente amplia y surcada por arrugas. Sin embargo, sus ojos brillaban con una vivacidad casi juvenil. Parecía abstraído de todo, como si estuviera en otro mundo.

Una mujer trajo una bandeja con tazas y cubiertos, una cafetera humeante, pan y mermelada. Los dejó sobre la mesa donde estaba sentada la periodista. Ella se sirvió y bebió despacio. El viejo levantó la mirada. Tenía un aire lejanamente familiar.

-Señorita, venga -dijo, con una voz ronca, apenas entendible. No parecía una voz humana, sino un gorgoteo de viento o de agua.

-¿Cómo? -preguntó la muchacha.

-¡Venga, rápido! Siéntese aquí.

Claudia se levantó, recogió el bolso y fue hasta la mesa del viejo. Él le hizo una seña para que se sentara a su lado. Ella obedeció.

En ese momento, se oyó un fuerte chirrido de frenos en la calle y una furgoneta militar se detuvo frente al hotel. Las puertas se abrieron y cerraron con violencia y la corpulenta figura de Rambo ingresó al local. Detrás venían tres soldados armados con metralletas.

-¿Dónde están? -preguntó Rambo, dirigiéndose al gordo.

-¡Buen día, mi capitán! -respondió el hombre, con cara de susto-. ¿A quién anda buscando?

-Al hombre y a la mujer de anoche. No te hagas el tonto, curepa. ¿Dónde están?

-El hombre se ha ido al taller de Aparecido, a buscar su vehículo. La muchacha estaba sentada hasta hace un rato en esa mesa. No sé dónde se habrá metido.

Rambo esparció a sus soldados con un gesto. Dos de ellos cruzaron al patio. El otro avanzó hacia el fondo del salón con la ametralladora lista para disparar, como si temiera encontrarse con un batallón enemigo. Claudia percibió que los latidos de su corazón se aceleraban. El viejo la tomó suavemente del brazo y le hizo un gesto para que guardara silencio. El soldado se acercó hasta unos escasos metros de la mesa y la muchacha lo encaró, dispuesto a enfrentar la situación. Sintió que la mirada del uniformado pasaba a través de ella y se dirigía a otros rincones del recinto, para regresar después junto al mostrador.

-¡Aquí no hay nadie, mi capitán!

-Está bien -dijo Rambo-. Llamá a los otros. ¡Nos vamos!

Los demás soldados emergieron con la misma expresión de fastidio  en sus rostros.

-Si vuelven por acá avisame, curepa. Quiero tener una conversación con ellos.

-Quédese tranquilo, capitán. ¡Adiós y suerte!

Los militares salieron y un rato después se escuchó el motor de la furgoneta que arrancaba. El gordo volvió a limpiar las botellas, imperturbable. Claudia respiró profundamente y encaró al viejo.

-No entiendo... ¿Qué mierda sucedió? ¿Por qué no nos vieron?

-«Lo esencial es invisible a los ojos». ¿Lo has leído en alguna parte?

-¡Carajo! Me cagué toda.

-Un periodista nunca debe tener miedo. Si la verdad está de tu parte, no habrá fuerza que consiga doblegar tu espíritu.

-¿Cómo sabe que soy periodista?

El viejo entrecerró los ojos, como si reviviera imágenes de una época fecunda y terrible.

-Yo también lo fui. Hace mucho, cuando escribir significaba hundir la pluma hasta el mango.

-¿En serio? -se entusiasmó Claudia-. ¿En que diario trabajó? ¿En La Tribuna, en ABC Color...?

-No. Era un pequeño periódico de combate. Se llamaba Germinal.

-Entonces... ¿usted podría explicarme qué mierda es lo que está sucediendo acá? ¡No entiendo nada de todo este delirio!

-Es la realidad del Paraguay, mi hija. Una realidad que delira como un moribundo y nos arroja al rostro ráfagas de su enorme historia. Siempre ha sido así.

-Usted no parece muy optimista...

-Lo soy. Todavía creo que este pequeño jardín desolado hará en sus entrañas, de un golpe, la justicia plena, radiante, y resucitará como Lázaro.

-Perdóneme. Tengo que encontrar a mi compañero.

-Salí por la puerta del costado, nadie te va a ver.

Claudia se levantó. El viejo la miró y sonrió por primera vez. Era una sonrisa limpia, luminosa, contagiante.

-Gracias. Quizás volvamos a encontrarnos.

-Yo estaré aquí. Siempre...

Ella empezó a caminar hacia la puerta. Miró hacia el salón, pero la limpiadora había desaparecido y el gordo parecía muy concentrado acariciando sus botellas. Al llegar a la salida, Claudia se dio la vuelta para despedirse del viejo, pero solo vio la mesa vacía, bañada por un fantasmal rayo de luz que entraba por la ventana.

 

Desde una esquina, donde un ejército de moscas libraba una feroz batalla contra tres jarras de mosto, Martín contempló la amplia e irregular avenida que separaba a los dos países. La calle paraguaya era de tierra, angosta y descuidada. Un letrero de madera pintado a mano le daba un nombre: «Mariscal López». Más allá había un hito de cemento con las banderas tricolor y verde amarilla y luego la reluciente autopista, que exhibía su orgullosa denominación en un enorme letrero de plástico: «Barao do Rio Branco». Recordó que a pocos kilómetros hacia el norte, en un hermoso valle llamado Cerro Corá, hacía más de un siglo, el ejército del Barón del Río Branco había ultimado al Mariscal López y a todo su ejército, dando fin a una cruenta guerra de cinco años en la que los gobiernos del Brasil, la Argentina y el Uruguay habían aniquilado a sangre y fuego el primer experimento de autonomía y soberanía que se realizaba en el continente. Ciento veinticuatro años después, la derrota continuaba de otra manera y con otras armas.

El detective caminó varias cuadras hasta encontrar el taller de Aparecido. Observó que la camioneta estaba estacionada en el patio y varios hombres descargaban cajones de electrodomésticos de la carrocería y los transportaban hacia una barraca del fondo. El negro lo vio llegar y salió a su encuentro con los brazos abiertos y una amplia sonrisa sin dientes.

-¡Hola amigao! ¡No se ponga bravo, su camioneta ha tomado un tiempiño demás, pero ha quedado nuevecita! ¡Ya le iba a llevar!

-No tenía por qué apurarse. No la necesito hasta el año que viene.

Aparecido se rió con todas sus ganas y le descargó una palmada en la espalda que hizo tambalear al detective. Muchacho divertido el negro, se dijo Martín. Para él la vida era una fiesta continua. Tardaron diez minutos en vaciar el vehículo. Aprovechó para curiosear por el taller. A través de la puerta abierta vio que la precaria barraca estaba atiborrada de enormes cajas. Dos jóvenes con uniforme de colegio trabajaban sobre una mesa larga, ensamblando las piezas de lo que parecía una computadora.

-¿Quiere comprar un televisor? -le preguntó el negro, con su  ancha sonrisa hueca.

-¿Qué?

-Veinte pulgadas, en colores, estéreo, más de 300 canales de memoria, con imagen tridimensional y control remoto. ¡Todo eso por sólo 200 dólares, amigao! ¡Es de gracia!

-¿Y de qué marca es?

-¡Ah, por eso no se preocupe, amigao! ¡Usted dice qué marca prefiere y nosotros se la colocamos en un momentiño!

Martín respondió que quizás en otra oportunidad. El negro se rió de nuevo, mostrando la boca que parecía un agujero negro, y le dio otra muestra de cariño que le dejó pocas costillas sanas al detective. La camioneta estaba lista. Martín preguntó cuánto era el servicio y Aparecido, sin dejar de sonreír, le dijo que había sido muy poca cosa, que en otro viaje le iba a cobrar. Gente generosa y afectiva los fronterizos, pensó y se apuró en despedirse con un gesto lejano, antes de que le vinieran con alguna otra oferta o con más demostraciones de amistad.

Retrocedió con la camioneta hasta salir a la calle de tierra. Luego cruzó el paseo central y desembocó en la moderna autopista brasileña. Manejó media cuadra y se detuvo frente a un bar en donde ofertaban «o cachorro quente máis gostoso do mundo». Al descender del vehículo, vio que una furgoneta militar frenaba con violencia frente al taller de Aparecido, en medio de una infernal polvareda. Volvió a buscar el revólver en la guantera, cuando sintió que una motocicleta se acercaba junto a él.

 

Claudia caminaba nerviosa por una vereda atestada de vendedores y mesiteros informales, que la confundían con una turista brasileña y le cerraban el paso tratando de venderle perfumes falsificados, anteojos de carey, cámaras fotográficas de latón, rolex que se desarmaban con sólo tocarlo y radiograbadoras de marcas insondables.

-¡Lleva, patroa!

-Vamos fazer baratiño para vocé.

-¡Olla que graciña!

-Vein cá, meu bein.

-¡Puede pagar en dólar, cruzado, real o travels check!

-¡Compra, compra, compra...!

Ella gritaba que no, trataba de apartar con las manos el enjambre de  brazos y objetos que se agitaban en su camino, pero la muralla humana se hacía cada vez más compacta. El enorme y pesado bolso que llevaba colgado le dificultaba los movimientos. El calor cada vez más denso y la insistencia de los vendedores la ponían histérica. Sentía que le faltaba el aire y a ratos se le nublaba la vista. Desesperada, empujó a una mujer gorda que trataba de hacerle probar por la fuerza un enorme portasenos. La gorda tropezó con su propio peso y resbaló hacia atrás, arrastrando a la periodista encima de su pequeño estante de exhibición de ropas íntimas. Las dos rodaron sobre el suelo, en medio de un mar de bombachas y sostenes.

-¡Vocé e doida, minina! -se enojó la gorda, despatarrada en el piso, y empezó a arrojarle todo lo que tenía a mano.

Esquivando prendas interiores y trozos de madera, Claudia recogió su bolso y avanzó agazapada hacia el medio de la calle. Cuando sintió que estaba lo suficientemente distante de la gorda, se dispuso a incorporarse. En ese momento escuchó el ruido de las cubiertas al frenar sobre el asfalto y sintió que un vehículo se detenía de golpe a sus espaldas.

-¡Oye...! ¿Qué te pasa? ¿Estás loca para ponerte así en medio de la ruta? -le gritó una voz que a Claudia le resultó conocida.

Giró el rostro y se encontró con la expresión azorada de Rambo, que asomaba medio cuerpo desde la cabina de la furgoneta militar. En el interior del vehículo adivinó las siluetas de varios soldados armados hasta los dientes.

Antes de que el capitán saliera de su asombro, Claudia se levantó, recogió su bolso y comenzó a caminar de prisa hacia el sector brasileño de la avenida.

-¡Ey... esperá! ¡Sólo quiero hablar contigo! -le gritó el militar. Al ver que la muchacha no le hacia caso, puso en marcha la camioneta y se dispuso a seguirla

La reportera empezó a correr. Sentía que su cara estaba roja y que su respiración se hacía más difícil. Le pareció absurdo, pero justo en ese momento recordó sus primeros años de colegio, cuando le tocó ganar una medalla con la figura del Tiranosaurio en las olimpiadas estudiantiles «Generación de la Paz». Aquella vez lloró de emoción, parada en el podio de los ganadores, encandilada por los reflectores y suspendida sobre un mar de vítores y aplausos. Dos años después, durante una cena familiar, el papá de su novio Alejandro le mostró las cicatrices de las torturas y le habló de cosas terribles que parecían haber ocurrido en un distante reino  de pesadillas. Fue como si le hubieran volcado encima un balde de agua helada. Esa noche, en la soledad de su cuarto, ella lloró hasta que se le secaron los ojos y después arrojó la medalla a través del sanitario.

La camioneta se acercaba cada vez más. Claudia saltó encima de la valla que separaba el paseo central de la avenida y se dirigió hacia la autopista, resbalando sobre el pasto que estaba lleno de agua acumulada. El vehículo militar abandonó el camino de tierra, embistió la valla de madera destrozándola con violencia, y empezó a derrapar sobre el césped fangoso, hasta estrellarse con gran estruendo contra el hito de cemento que tenía los colores de las banderas. Los soldados salieron disparados por el aire y rodaron sobre el suelo. Uno de ellos apretó el gatillo y una ráfaga alcanzó a un trozo del mojón donde estaba pintado el dibujo del León de la República con el Gorro Frigio y la inscripción «Paz y Justicia», pulverizándolo.

La periodista se paró al borde de la autopista y se volvió a mirar las secuelas del accidente. Varios vehículos se detuvieron y los curiosos empezaron a acercarse. Vio que Rambo se levantaba con la ropa sucia y ensangrentada, rojo de furia, y gesticulaba hacia ella, gritando órdenes a sus soldados. Dos de ellos recogieron sus armas y comenzaron a correr en su dirección. Se sintió cansada y perdida, metida en un juego ridículo y sin sentido que no sabía cómo terminar. Fue entonces cuando una poderosa moto Ninja se detuvo a su lado y una voz familiar le gritó:

-¡Vamos, pronto...! ¡Subí!

Le costó reconocerlo sin la pintura, sin las flechas y sin la víbora. Vestía vaquero azul, una musculosa negra, botas de cuero y llevaba su larga cabellera recogida en una colita a la espalda. Se parecía a Daniel Day-Lewis en versión metalera.

-¡Willy!

-¿Qué esperás? ¿Tarjeta de invitación?

Claudia miró hacia atrás y vio que los militares se acercaban corriendo a pocos metros. Sin pensarlo más, saltó a la grupa de la moto y se aferró con fuerza al cuerpo del indio. El motor aceleró a fondo y la Ninja salió disparada por la autopista. Los dos soldados se pararon, con rabia, y apuntaron sus armas hacia el horizonte. Dispararon una ráfaga que hizo saltar chispas del pavimento. El grito de Rambo los detuvo.

-¿Están locos? ¿Quién les ordenó hacer fuego?

-Pero, mi capitán... -protestó uno de los tiradores-. Yo pensé que usted...

-No pienses. Es mucho trabajo para vos. Dejá nomás que se vayan. Si son los que nosotros pensamos, ya van a aparecer de nuevo.

 

La moto devoraba distancias a una velocidad de vértigo. Se inclinaba en las curvas hasta casi acostarse en el asfalto y volvía a enderezarse, dejando atrás a los demás vehículos como si fueran objetos inútiles, restos de un pasado para olvidar. La reportera se sentía una figura de papel recortado, más liviana que el aire, apenas unida a la tierra por sus manos entrelazadas a la cintura del indio motociclista. Dos veces intentó preguntarle cómo había hecho para encontrarla, pero el viento arrastraba sus palabras con más rapidez de lo que podía pronunciarlas y al final prefirió guardar silencio. Miró hacia atrás, pero se tranquilizó al pensar que lo militares no iban a poder alcanzarlos, a no ser que contaran con un jet supersónico.

Las casas iban desfilando al costado de la ruta, muy apuradas unas tras otras, hasta que se fueron cansando y sólo quedó la vegetación abierta, verdes campos cultivados con manchas dispersas de monte. La Ninja empezó a disminuir la velocidad y fue saliendo de la autopista hasta detenerse en una estación de servicio de la Petrobrás. Claudia reconoció con alegría la camioneta de Martín estacionada a un costado del local. Al verlos, el detective descendió del vehículo y acudió a su encuentro.

-¡Vaya! ¡Veo que el gran jefe Vaca Motorizada ha logrado rescatar a la princesa! -se burló.

-Pero, ¿qué...? -se sorprendió Claudia- ¿Ustedes ya se conocían? ¿Estaban combinados?

-Tuvimos el gran gusto de conocernos recién esta mañana. El Gran jefe Caballo Loco de Hierro me mandó a pasear y dijo que el rescate de la bella en peligro le correspondía exclusivamente a él, por derechos reservados.

-Mi padre me envió a buscarte -comentó Willy.

-¿Y él cómo lo supo?

-Él siempre lo sabe todo.

-Al parecer, nuestro brujo tiene un equipo de espionaje más eficiente que los pyragués de Investigaciones -observó Martín.

-No le hagas caso -dijo Claudia.

-Muy bien. Entonces, ¿qué tal si seguimos viaje? Mi casa queda  sólo a seis kilómetros de aquí.

-De acuerdo.

-¿Venís conmigo o continuás con el Gran Guerrero Cola de Caballo? -preguntó el detective a la muchacha.

Claudia lo miró con rabia. Luego sonrió y montó a la grupa de la moto, desafiante:

-A ver si sos capaz de alcanzarnos, Gran Jefe Cabeza Hueca.

 

En el patio de la casa se había juntado un batallón de desgraciados. Había para elegir: ciegos, sordos, mudos, leprosos, paralíticos. Escorias de humanidad que hacían equilibrios con sus muletas, ancianos que apenas podían sostenerse en pie, cadáveres que seguían vivos por pura desidia o porque hasta la misma muerte se había olvidado de ellos. Todos tenían la misma sucia piel color de tierra, la misma profunda y fatalista tristeza en las miradas. Esperaban en silencio que la puerta del inmenso galpón escupiera al afortunado que ya llevaba demasiado tiempo adentro, y que la voz ronca del indio parecido a Kevin Costner gritara el nombre del próximo señalado para escapar a las maldiciones de Dios.

En el corredor, niños que eran puro hueso y piel se amontonaban frente al resplandor gris de un televisor, desde donde los verdes ojos de Xuxa simulaban derretirse de amor y sus manos de hada madrina les arrojaban beiyiños, beiyiños, para tudos os baixiños.

El ronquido del motor les llamó la atención. Vieron que una moto se apartaba de la autopista a gran velocidad, efectuaba un recorrido zigzagueante y se detenía frente a la casa con una frenada espectacular. Willy lanzó un grito parecido al que emiten los pieles rojas en los westerns cuando atacan un fuerte del Séptimo Regimiento, y ayudó a Claudia a bajar del vehículo. Se volvió a mirar hacia atrás, divertido. La camioneta del detective todavía era un punto diminuto en el horizonte.

Anahí surgió del interior de la casa, bella y radiante. Llevaba un fresco vestido con dibujos de flores silvestres. Abrazó a la reportera con mucho afecto y alegría.

-Como ves, he regresado -dijo Claudia.

-Mi papá ya lo sabía, mucho antes de que vos lo decidieras -contestó la muchacha india y su sonrisa reveló la maravilla de sus hoyuelos.

En ese instante la camioneta de Martín bajó del asfalto y se acercó con suavidad hasta el lugar.

-Es mi amigo -dijo la periodista.

-Sí, papá ha visto su estrella -apuntó Anahí-. Es un gran guerrero. Un ser noble pero muy solitario y atormentado. Tiene un gran dolor dentro de su corazón.

El detective descendió del vehículo y se aproximó al grupo.

-¡Jau! -saludó, bajando la cabeza ante Willy y la reportera-. Gran Jefe Cabeza Hueca reconoce la superioridad de Cola de Caballo y su borrico de acero.

-¡Sos un payaso! -se rió Claudia- Vení, te presento a Anahí, la hermana de Willy.

Se saludaron con un beso en las mejillas. El detective parecía impresionado con la belleza de la muchacha.

-¿Y el hombre que se olvidó de morir, donde está? -preguntó Martín.

-Está terminando de atender a sus pacientes. Voy a avisarle.

-Vengan, tomen asiento, por favor -invitó Willy.

Formaron un círculo en el corredor. El indio que se parecía a un cuervo apareció con una bandeja que contenía varios vasos de plástico y una botella de coca cola de dos litros. Empezó a servirles la bebida. En el patio, Kevin Costner emergió del galpón y se enfrentó a la multitud de desdichados.

-¡Escúchenme todos! -les dijo, con la misma pose de un líder político en cierre de campaña electoral- Las consultas han terminado por hoy. Don Ecumenario tiene otros asuntos urgentes que atender. Por favor, regresen el próximo viernes, bien temprano y serán recibidos con los mismos números que hoy les hemos entregado.

La multitud dejó escapar un leve murmullo de frustración y luego empezó a dispersarse pasivamente. Algunos de los niños se resistieron a salir de enfrente al televisor, pero cuando Kevin Costner desenchufó el aparato, se resignaron. Un chiquito de ojos saltones se echó a llorar desconsoladamente y a arrastrarse por el piso, porque quería ver bailar a las paquitas. Su madre le aplicó un tuque en la cabeza y el enano se calló.

-Nuestro amigo tiene más clientes que el Hospital de Clínicas -comentó Martín-. ¿Todos vienen para que se les eche el diablo del cuerpo?

-Eso era antes -explicó Willy-. Ahora, hasta el trabajo de los exorcistas ha cambiado. La situación está mucho más fea y la gente tiene otro males que se le meten en el cuerpo. Los malos espíritus ya no se llaman Lucifer, Belial o Belcebú, como en las películas de Linda Blair. Ahora tienen otros nombres menos oscuros pero igualmente diabólicos: desempleo, enfermedad, miseria...

-¡Vaya! -exclamó el detective- Apuesto a que ni el mismo Milton Friedman y sus «Chicago's Boy» hubieran pensado que los efectos del neoliberalismo iban a alterar hasta el espacio de lo sobrenatural.

-Lo terrible es que ningún libro negro enseña cómo exorcizar a la pobreza -dijo una voz seca y profunda a sus espaldas.

Todos se dieron vuelta a mirar. El anciano estaba allí parado en el rellano de la puerta, con su rostro de piedra y sus ojos ensombrecidos. Vestía un pantalón de lienzo y llevaba una manta de tejido de caraguatá sobre el torso desnudo.

-Bienvenidos, amigos -dijo-. Han llegado justo para la hora final. La hora en que el Tigre Azul que duerme bajo la hamaca del Ñanderuvusu despertará de su sueño eterno y se lanzará a devorar al sol.

-Usted también ha leído a Galeano, ¿eh? -señaló Martín.

El anciano sonrió y se acercó a estrechar en un abrazo a Claudia. Luego le dio la mano al detective. Se estudiaron el uno al otro, con un aire de desconfianza y desafío. Después se sentó en cuclillas sobre uno de los sillones de cuerdas de nylon. Martín pensó que se parecía a una momia india disecada.

La reportera les explicó las razones de su viaje y les relató todo lo que había sucedido desde que llegaron a Yryvucai. El anciano escuchó con atención.

-El guerrero blanco tiene razón -dijo, al final-. Sé de muchas cosas que no me las ha revelado el fuego, sino los ojos y los oídos de mis hermanos. Sé que hay hombres blancos de uniforme que están haciendo sonar tambores de guerra en medio de los montes de la Gran Fazenda.

-¿Qué es la Gran Fazenda? -preguntó Claudia.

-La Fazenda «Ipanema», de Don PabloFerreira -explicó Willy. Tiene más de trescientas mil hectáreas. La mitad está en el Brasil y la mitad en el Paraguay. Es como un país aparte. Su gente puede cruzar la frontera cuando quiera, meter y sacar tranquilamente todo lo que se les antoja. Tiene varios aeropuertos escondidos en medio del monte. Enormes depósitos donde se descargan las mercaderías que llegan directamente desde Miami, Hong Kong y Taiwán.

-¿Vos conocés el lugar? -indagó Martín.

-No, nadie puede entrar allí, ni siquiera la policía. Está cercado por alambradas eléctricas. Hay un ejército de pistoleros y yagunsos que Mrtillan continuamente todo el área. Pero tenemos algunos hermanos a los que no pueden controlar. Ellos han visto y nos contaron.

-¿Quiénes son los que pueden entrar?

-Son los tigreros, los cazadores de yaguareté. Han vivido toda su vida en esos montes y se han vuelto parte de los árboles y de la tierra.

-¿Podrías conseguir que uno de esos tigreros me lleve hasta allí?

-No lo creo. Es muy difícil. Los tigreros casi nunca salen a la civilización. Son más salvajes que los propios yaguareté.

El anciano alzó la mano y encaró al detective.

-No podés entrar. Ese lugar es como el valle de la muerte. Un viaje sin retorno.

Martín esbozó una sonrisa irónica. Parecía harto de toda esa historia. Bebió de un trago la gaseosa que quedaba en su vaso y luego lo depositó sobre el piso de ladrillos.

-Mire abuelo, mejor deje los cuentos de pomberos y luisones para sus nietos. Yo ya estoy un poco crecidito para que me asuste con esas cosas. Me han pagado para hacer un trabajo y eso es lo único que me importa. Si usted puede ayudarme, le voy a estar eternamente agradecido durante todos los siglos que siga viviendo. Y sino, ya me las voy a arreglar por mi propia cuenta.

-Pero... Martín... -balbuceó Claudia.

-No quieras engañarme -dijo el anciano, imperturbable-. No quieras engañarte a vos mismo. Sabemos muy bien que el dinero es lo que menos te importa.

-¿Ah no? Digáselo al coreano del bar de mi edificio, que cada fin de mes me trae una cuenta con más ceros que los gastos del Parlamento.

-De cualquier forma, no vas a poder entrar -intervino Willy. Hace mucho que los tigreros no salen del monte.

El anciano se levantó del sillón. Su piel de pergamino se tensó como el cuero de un tambor, mostrando las curiosas formas de su esqueleto. Claudia tuvo miedo de que el cuerpo diminuto fuera a desbaratarse de un momento a otro.

-Hay una manera de entrar -dijo, con solemnidad.

-¿Cómo...?

-Hay un tigrero en el campamento de los Eternos.

-¿Los Eternos? -preguntó Claudia, intrigada- ¿Qué diablos son los Eternos?

-Son campesinos sin tierra que viven bajo carpa, en un campamento provisorio, al costado de una carretera, desde hace un siglo -señaló Willy-. Fueron expulsados de las propiedades de La Industrial Paraguaya hace más de cien años. Desde entonces esperan que el Gobierno les dé un lote de terreno en donde vivir y cultivar. La tierra de la que ellos fueron desalojados ha pasado a manos de alemanes, yankis, brasileños... Todos los gobiernos: liberales, colorados, febreristas, militares... les han hecho las mismas promesas y ellos siguen esperando contra toda esperanza. Han ocupado mil veces la misma propiedad y han sido echados otras mil veces del mismo sitio. Los más viejos han muerto, pero sus hijos y sus nietos siguen luchando y soñando con la tierra prometida.

-Está bien -dijo Martín-. ¿Cómo puedo llegar hasta ese lugar?

-Yo te voy a llevar -se ofreció Willy.

-Y yo también voy contigo -agregó Claudia.

-¡No! -objetó el anciano-. Anahí te va a llevar. Ustedes dos vendrán conmigo a otra misión igualmente peligrosa.

-¿De qué se trata? -quiso saber la periodista.

El viejo se recostó contra uno de los horcones del corredor y dirigió la vista hacia el horizonte. Una bandada de loros maracaná se dispersó con gran bullicio desde la copa de un yvyraró.

-Mañana, al rayar el alba, se iniciará un gran encuentro de brujos, payeseros y personas con poderes místicos en la cumbre del Cerro Verde. Dicen que allí vendrán unos personajes muy influyentes para pedirles que apoyen el regreso del Hombre de la Noche. A mí no me han invitado, pero igual voy a ir. Muchos de los que van a asistir fueron mis ahijados y me respetan. Y también van a estar los otros, los vividores y los charlatanes. Esos también me conocen y me tienen miedo. Voy a tratar de impedir que las fuerzas del espíritu se pongan al servicio de la oscuridad.

-¿Dónde queda ese Cerro Verde? -preguntó Martín.

-En los límites de la Gran Fazenda, al otro extremo del monte por donde vos vas a entrar.

-Entonces hagan mucho escándalo. Eso ayudará.

-Pero... -observó Claudia- yo voy a necesitar fotografía de todo lo que puedas encontrar: los aeropuertos, las tropas, las armas...

-No te preocupes. Te voy a traer fotos como para que ganes el  premio Pulitzer.

-Será mejor que nos pongamos en movimiento después del almuerzo -dijo Don Ecumenario-. Para ustedes el viaje será un poco accidentado, porque el camino es bastante feo. Llegarán al campamento hacia el atardecer.

El anciano caminó unos pasos y se acercó a Martín. Lo miró de frente y el detective tuvo la impresión de que esos ojos reflejaban un cansancio más antiguo que el mundo.

-Yo sé que no creés en estas cosas -le dijo-. Pero no te olvides que mañana, cuando te toque enfrentarte con los hombres de la guerra, habrá otra batalla que no será con el cuerpo ni con las armas, sino con la fuerza de los espíritus.

-Está bien -contestó el detective-. De haberlo sabido, hubiera traído c onmigo a los Cazafantasmas.



 

- VIII -

 

El pájaro campana detuvo su vuelo en medio del aire. Aleteó furiosamente durante un largo momento. Buscaba un sitio en donde posarse, pero no había una sola mísera rama en toda la inmensidad. A ambos lados de la carretera, el paisaje se veía más liso y pelado que una mesa de billar. Vastas planicies de tierra roja, despojadas de toda vegetación, resplandecientes bajo el intenso cielo azul. Era como si el desierto del Sahara se hubiera transplantado en medio de los montes de Canindeyú. Una franja de nubes de algodón, con formas de animales prehistóricos, coronaba el horizonte. El ave emitió un gemido metálico, casi un lamento lúgubre, y se lanzó en picada con dirección al sur.

Cielo azul, horizonte blanco, tierra roja. Los colores de la bandera paraguaya, pero puesta del revés. Como el país, pensó Martín, No era de extrañarse que el pájaro campana, símbolo folclórico del pueblo guaraní, -emprendiera vuelo en busca de mejores horizontes. Al final de cuentas, eso es lo que miles de paraguayos habían estado haciendo a lo largo de los años: irse. El derrocamiento de la dictadura había puesto fin al exilio político, permitiendo el regreso de algunos dirigentes partidarios, líderes sociales, artistas e intelectuales desterrados por la arbitrariedad y la intolerancia, pero el éxodo de los exiliados económicos continuaba sin pausa. Más de un millón de paraguayos refugiados como ilegales en las villas miserias de Buenos Aires, en las favelas de Río de Janeiro y Sao Paulo, en las callampas de Santiago de Chile. O dejando el pellejo en las zafras algodoneras del Chaco argentino, en las minas de Ouro Preto, en las ciénagas del Pantanal de Mato Grosso, en las rutas del contrabando de Santacruz de la Sierra o Santa María de Iquique.

«Al Paraguay se lo despuebla» había comprobado Rafael Barrett a principios de siglo, en su visceral texto «El dolor paraguayo». Medio siglo después, en su novela «Hijo de Hombre», Augusto Roa Bastos escribió que «este es el país de la tierra sin hombres y de los hombres sin tierra». Ahora, cuando el Nuevo Paraguay Moderno y Democrático se encontraba ya en las puertas del Año Dos Mil, ambas sentencias literarias seguían teniendo el peso de una verdad irrefutable. Ser paraguayo es una permanente sensación de partida, una continua manera de decir adiós.

Martín sintió que su garganta estaba seca y maldijo por no haber recargado la cantimplora en la casa del brujo indio. La camioneta se desplazaba a los tumbos por la estrecha carretera desolada, levantando incesantes tolvaneras de polvo rojo, como humo de sangre. A su lado, Anahí dormitaba plácidamente recostada en el asiento, ajena al calor y los banquinazos.

Pasada la media tarde, el desierto de tierra mecanizada fue cediendo paso a los campos de pastura y después a algunos islotes de selva que se iban estrechando hasta convertir la carretera en una angosta picada, poblada de cerradas curvas. Martín aminoró la velocidad. De pronto, al final de una accidentada cuesta, sintió un estallido de maderas quebradas sobre sus cabezas. Alzó la vista y vio que un enorme árbol se desplomaba en cámara lenta hacia la camioneta. Una bandada de pájaros chocó contra el parabrisas y el detective perdió la dirección. El vehículo empezó a bailar, atropellando la vegetación, mientras una lluvia de hojas y ramas ensombrecía el cielo. Con violentos giros de volante logró esquivar los golpes del ramaje hasta detenerse contra un montículo de tierra. El grueso tronco de peroba se estrelló a pocos metros, con un tremendo impacto que hizo temblar la tierra.

-¿Qué pasa? -preguntó Anahí, asustada, restregándose los ojos.

-Se acaba de caer un árbol gigantesco -contestó Martín, jadeante-. Por puro pedo nos hemos salvado de morir aplastados.

El detective abrió la puerta y descendió del vehículo. La muchacha india lo siguió. Dos siluetas oscuras bajaron desde una lomada en medio del follaje.

-¡Ey, meu amigo! ¿Judo bien? ¿No les aconteció nada? -gritó una de las siluetas.

Eran dos hombres barbudos, cubiertos de polvo y sudor, con las ropas sucias y rasgadas. Uno de ellos blandía una enorme motosierra como si fuera un arma de guerra. El otro llevaba una cinta métrica.

-¿Están locos? -les recriminó Anahí- ¿Cómo van a dejar caer un árbol así sobre la carretera? Por poco nos matan.

-Disculpe por favor, minina -dijo el hombre de la motosierra-. No sei cómo pudo acontecer esto. El rollo tenía que caer para el otro lado, hacia la planchada. Gracias a Nossa Señora de Aparecida no hubo desgracia.

-¿Dónde está la planchada? -preguntó Martín.

-Allí, al outro lado de la lombada.

El detective subió por el mismo lugar donde habían aparecido los hombres, abriéndose paso entre los arbustos. Caminaba deprisa, casi a la carrera, con la respiración agitada, sin sentir los pinchazos de las ramas y los espinos que le iban llenando la piel de arañazos y escoriaciones. Llegó a lo alto de la loma y trepó de un salto sobre un tronco caído. Entonces miró el paisaje que se extendía al otro lado y lo que encontró le produjo un sorpresivo nudo en el estómago.

-¡Dios mío! -exclamó- ¡No lo puedo creer!

-¿Qué pasa? -pregunto Anahí con voz alarmada, mientras se acercaba subiendo dificultosamente, seguida de cerca por los dos hombres.

-Mirá... -le dijo Martín, alzándola sobre el tronco y señalando con la mano hacia la extensa planicie que se abría bajo sus pies.

La muchacha miró y se quedó boquiabierta. Cientos o miles de enormes y gruesos troncos de árboles se apilonaban unos juntos a otros sobre la vasta superficie de tierra devastada, extendiéndose hacia un horizonte que parecía no tener fin.

-Es un cementerio de árboles... -dijo Anahí.

-De árboles no. De bosques enteros. -corrigió Martín.

A cierta distancia, un grupo de hombres, con una grúa mecánica, procedían a cargar los rollos sobre la carrocería de enormes camiones con chapa brasileña. El ronquido del motor iba y venía, arrastrado por el viento.

-¿Qué le parece, meu amigo? -preguntó el hombre de la cinta métrica-. Aquí tein una riqueza incalculable, todo en la mellor madeira: cedro, lapacho, peroba, ibirá pitá...

-¿Cómo han podido cortar tantos árboles? ¡Se necesitan ejércitos de hombres!

-¡Ah, es muito fácil! -dijo el hombre, con orgullo-. Antes los paraguayos echaban los árboles con hacha, a pulso. Tardaban más de un mes para limpiar una hectárea. Ahora nosotros hacemos desmonte moderno y limpiamos cincuenta hectáreas en un solo día. Dois topadoras de oruga unidas por una cadena bien grosa van tumbando todo lo que hay en su camino. Y pronto. En un ratiño, donde antes había un monte, ahora tein una tierra libre de todo. Usted sólo tiene que sacar los rollos, dejar que todo el resto se quede bien seco y luego le prende fuego. Despois mete tractor con arado y ya tiene el terreno limpio y parejo. Claro, la tierra sólo da para plantar soja durante dois o treis años, porque despois se muere y entonces hay que botar abono químico para darle vida otra veiz. Pero así  es el progreso, meu amigo.

Martín no dijo nada. Pensó en Claudia y en su grupo de militantes ecologistas, de quienes él se había burlado llamándolo chiítas. ¿Qué iban a decir si estuvieran ahora allí, en su lugar, contemplando los restos de la masacre forestal? Observó un majestuoso rollo de cedro que fácilmente debía tener unos quince a veinte metros de diámetros. ¿Cuántos años habrá vivido ese gigante? ¿Cuánta historia, cuánta tragedia, cuántos sueños habrán transcurrido alrededor de su frondosa ramazón? Ahora estaba yerto sobre el suelo, condenado a convertirse en un cercado para vacas o en una mesa de frivolidades. Anahí se dio cuenta de que las facciones del detective estaban crispadas en un gesto de rabia y de impotencia. Se acercó y lo abrazó desde atrás con ternura. Se miraron a los ojos y durante ese fugaz instante ambos sintieron que junto a la honda tristeza que los unía también estaba naciendo algo nuevo, indefinible. El viento traía y llevaba caprichosamente el ronquido de los motores y las máquinas, el grito de los peones.

Y había algo más.

Había como un coro de quejidos lastimeros que iba creciendo en el aire. Algo así como los gemidos de los moribundos en un campo de batalla.

 

La Ninja se detuvo frente a una pequeña edificación de madera, ubicada al borde de una zanja. Las paredes estaban pintadas de un rojo tan intenso que parecían desangrarse. Un cartel casi más grande que el propio local, con el dibujo de un teléfono, informaba que allí funcionaba la Antelco de Yryvucai. Al lado había otro letrero con el logotipo de la Brahma que ofrecía «chopinho bein gelado, mixto quente e baurú». Alguien había agregado con tiza y letra manuscrita: «Tein Jogo do Bicho».

Claudia se bajó de la moto y le pidió a Willy que la esperara un momento. Se aproximó al local. La puerta estaba abierta. Entró a una pequeña sala que combinaba una especie de bar con una modesta oficina pública. Había un mostrador de formica y un estante con bebidas, un escritorio pequeño con un teléfono de esos antiguos, que funcionaban a manivela. El Tiranosaurio, en uniforme militar, sonreía desde un cuadro colgado en la pared. No se veía a ningún ser humano en las cercanías.

La periodista golpeó las manos varias veces. Al cabo de algunos  minutos escuchó ruidos hacia el fondo y apareció una mujer gorda de aspecto humilde, con cara de fastidio, arreglándose la ropa.

-¿Sí, señorita? ¿Qué desea?

-Disculpe. Esta es la oficina de la Antelco, ¿verdad?

-Eso dice el cartel. ¿No sabés pico leer?

-Necesito hacer una llamada a Asunción.

La gorda recogió un trapo y empezó a espantar las moscas que se habían congregado alrededor de una fuente de empanadas, sobre el mostrador.

-Bueno, dejame tu número. Voy a ver si te consigo para mañana.

-¿Cómo para mañana? Necesito hablar ahora.

-Ahora ningo no se puede.

-¿Por qué?

-Mirá, che ama, ya son las cuatro de la tarde. El sol ha calentado los cables y la línea ya no responde. Hay que esperar que se enfríen un poco. Vení mañana bien tempranito y vamos a probar.

-Me está jodiendo...

-Eso, si es que no llueve o no hay viento fuerte, porque así tampoco anda.

-¡Puta, no lo puedo creer!

-¿No me creés? Mirá, escuchá nomás... -la mujer fue hasta el escritorio, alzó el teléfono y se lo ofreció a Claudia. La línea estaba más muerta que los proyectos socialistas de Europa del Este.

-¡Oh, Dios! ¿Qué puedo hacer? Necesito comunicarme con Asunción.

-Pues andate al Brasil, mi hija. Allí tienen microondas, fax, satélite y todas esas cosas que nosotros ni soñamos. Te van a comunicar en un ratito.

-Pero... entonces, ¿para qué cuernos existe esta oficina?

-Yo no sé, mi hija. No te vayas a enojar conmigo. Yo sólo soy una empleada. Encima hace cinco meses que no me mandan mi sueldo de la capital.

Claudia recogió su cartera y se dispuso a marcharse. Entonces volvió a fijarse en el retrato del Tiranosaurio.

-Señora... ¿usted sabe que él ya dejó de ser el presidente, verdad?

-Y sí, che ama -la gorda puso cara de pena y resignación-. Así co es este mundo ingrato. A los bandidos se les premia y a la gente que se preocupa por el prójimo se le chuta de una patada por el culo.

-Pero usted se habrá enterado de todas las cosas terribles que él hizo: la plata que se robó, la gente que fue torturada, desaparecida, asesmada...

La mujer la interrumpió con un gesto de rechazo.

-¡Nambré! Yo no quiero saber de esas cosas. Lo único que te voy a decir es que yo una vez estaba en la calle, a punto de morirme de hambre, con mis dos hijitos enfermos, y nadie vino a socorrerme. Entonces le escribí una carta al general. A los pocos días vino el presidente de la seccional colorada a visitarme y me dijo que le habían llamado de Asunción para que se ocupe de mi caso. Él me ayudó y me consiguió este puesto. No es mucho lo que se gana, pero ya sirve ya para vivir. Y yo soy una persona agradecida, mi hija. Así que esa foto se va a quedar allí hasta el día en que yo me muera.

-¿Usted sabe algo de cierta gente que está queriendo traer de vuelta al general?

El rostro de la gorda se volvió pálido. Claudia advirtió una sombra de miedo en sus ojos.

-¡No! -gritó- ¡Yo no se nada de eso! Y ahora perdoname mi hija, pero tengo muchas cosas que hacer.

La periodista salió a la calle. Willy la esperaba con la moto estacionada bajo la sombra de un naranjo.

-¿Conseguiste hablar? -le preguntó.

-No. Vamos a tener que hacer una pequeña excursión hasta el vecino y hermano país.

 

El campamento de los Eternos surgió sorpresivamente al final de una curva. Martín frenó de golpe y la camioneta se detuvo, envuelta en una espesa nube de polvo. Detrás de la neblina roja divisó varias chozas armadas con troncos y carpas entre la carretera y una alambrada, en una franja de terreno que no superaba los diez metros de ancho. En el centro había una especie de descampado, donde varias mujeres cocinaban en un enorme tambor ennegrecido. Se veían ropas tendidas al sol, herramientas de labranzas recostadas contra un árbol, mazorcas de maíz apilonadas sobre una mesa. Una enorme pancarta extendida entre dos árboles decía con letras toscas: «Asentamiento campesino Oñondivepá. Devuelvan la tierra mala vida». Un retrato del general Rodríguez, recortado de un  afiche electoral, sonreía desde la pared de una de las chozas. En la parte delantera del campamento había un mástil improvisado con un tronco fino y largo, un poco torcido, en donde flameaba una bandera paraguaya ajada y descolorida.

Descendieron del vehículo. Una bandada de niños semidesnudos les salió al encuentro. Tenían miradas de cautela pero al mismo tiempo de curiosidad. Un perro esquelético y sarnoso les dedicó algunos ladridos que producían más lástima que miedo. Anahí golpeó las manos y una de las mujeres se apartó del grupo que cocinaba para venir a recibirlos. Era morena y robusta, de aspecto descuidado, con la piel tostada por el sol. Tenía la expresión resuelta de quien está acostumbrada a lidiar con el infortunio.

-¡Hola, Ña Filomena! -saludó la muchacha.

-¡Eh...! ¿Mba'éico Anahí? -respondió la mujer- ¿Será que te desatinaste o qué y por eso te aparecés por estos rumbos?

-Venimos a visitarles. ¿Se encuentra Don Calaíto?

-Están todos trabajando hacia la chacra. Le voy a llamar enseguida. ¿Por qué no pasan a sentarse? Vamos a servirnos un poco de tereré.

Ntilde;a Filomena los condujo hasta la sombra de un ñangapiry, donde vanos troncos estaban ubicados a modo de asiento. Desde el interior de una de las carpas se escuchaba al grupo mexicano Bronco cantando «Dos mujeres un camino». Una niña gordita de largas trenzas y sonrisa pícara les trajo una jarra de plástico con agua, la guampa cargada con yerba y una bombilla de lata.

-Nos van a disculpar manté, pero no tenemos hielo. -señaló la mujer.

-Por favor, Ña Filomena, no te vayas a preocupar -dijo Anahí.

-Bueno. Ahorana espérenme un rato, le voy a llamarle a ese individuo.

La mujer se alejó unos metros hasta cerca de la alambrada. Un letrero pegado al cerco decía: «Propiedad privada. Prohibida la entrada». Al otro lado había un tupido bosque. La campesina se plantó en medio de los arbustos, se hizo bocina con las manos y lanzó un grito largo y agudo. Al poco rato, otro grito similar se oyó a la distancia. Ña Filomena sonrió satisfecha y se acercó de nuevo a los visitantes.

-Ya viene ya.

-Gracias, señora -dijo Martín.

-¿Y cómo pa anda tu papá, che áma? -pregunto la mujer,  encarando a Anahí-. Hace rato co que me tengo que ir junto a él, para que me saque un bicho malo que tengo en la barriga. No me sobra nomás co la platita.

-Perdone, señora -se interesó Martín-. ¿Cómo sabe que es un bicho malo?

-¡E'a, che caraí! Porque cada vez que va a pasar una tragedia fea, siento que el bicho me salta adentro. La última vez, cuando iban a venir los milicos a llevarle preso a Calaíto, el bicho se parecía a un sapo con epilepsia en mi barriga. Por eso es un bicho malo. Porque si anuncia noticias buenas en vez de pura aguería, entonces sería un bicho bueno, ¿no le parece?

-Claro, tiene usted mucha razón -dijo Martín-. ¿Me disculpan un momento? Voy a buscar un cigarrillo en la camioneta.

Se levantó y fue hacia la carretera. El sol empezaba a sumergirse entre los árboles. Cerca de allí, los niños jugaban al fútbol entre los cultivos de mandioca con los pies descalzos y una pequeña pelota de goma. El detective tuvo unas profundas ganas de mandar todo al demonio, sacarse los zapatos y meterse a chutar con los mitaí. Extrajo los cigarrillos de la guantera del vehículo y encendió uno. Se paró junto al tronco que presumía de mástil y dejó que el humo dibujara extrañas figuras en el aire.

-¡Alto! ¡Manos arriba! -gritó una voz ronca a sus espaldas- ¡No vayas que a tocar la bandera si no querés que te liquide, nde boliviano bandido!

Martín giró con cuidado y se encontró con un viejito arrugado, armado con un machete y vestido con un desgarrado uniforme que alguna vez había sido militar. Estaba en pose de ataque, tenía la mirada perdida y el rostro crispado por una antigua furia. El pulso le temblaba al levantar el arma, como si pesara más que todas sus pesadillas.

-Tranquilo abuelo -dijo Martín, tratando de no hacer ningún movimiento en falso que pudiera ponerlo nervioso-. No soy boliviano. Che paraguayo ndéichante aveí. Soy tu compatriota. Para mí también la bandera es sagrada.

El otro lo miró con desconfianza y amagó una estocada con el machete. Martín sintió que la hoja rozaba sus cabellos y un sudor frío le corrió por la nuca.

-¡No te hagas el ñembotavy, bolí! -gritó el viejito- ¡Allá en Boquerón me engañaron una vez, pero ahora ya no va a ser así! ¡Vamos a defender el Chaco hasta vencer o morir!


 

Amagó un nuevo golpe con el machete. Martín lo esquivo con dificultad. Retrocedió hasta chocar de espaldas contra un árbol. El viejo sonrió al verlo acorralado. El detective bajó las manos a la cintura y acarició el revolver. Deseó no tener que usarlo. Una silueta se dibujó detrás de él, ocultando el sol.

-¡Sargento Villalba! ¿Qué está haciendo? -reclamó la silueta.

-Es un enemigo boliviano que vino a robarse la bandera, mi teniente -contestó el viejito sin dejar de amenazar con el machete.

-Déjelo sargento. Ese hombre es un aliado. Yo respondo por él.

-No se confíe, mi teniente. Estos bolí son muy letrados.

-¡A discresión, sargento! ¡Puede retirarse!

-¡A su orden, mi teniente!

El viejito clavó el machete en el suelo y se cuadró ante el recién llegado con un golpe de sus tobillos desnudos. Luego recogió el arma y corrió agazapado hacia los fondos, como si avanzara en medio de las trincheras.

La silueta se acercó y entonces el detective pudo divisar sus rasgos. Era un hombre de unos treinta años, delgado, de aspecto rudo. Vestía un pantalón vaquero desteñido y una remera con los emblemas del Encuentro Nacional, solo que el sol multicolor estaba un poco tapado por las capas de barro rojo.

-Buenas tardes, señor -dijo, extendiendo la mano-. Yo soy Calaíto Espinoza, presidente de la Comisión Vecinal del Asentamiento Oñondivepá.

-Martín Olmedo, mucho gusto.

-¿El viejo le hizo algún daño? -preguntó.

-Por suerte no, pero si usted no llegaba a tiempo, a lo mejor iba a extrañar un poco a mi oreja izquierda.

-No crea. Al pobre viejo le faltan algunos tornillos, pero es incapaz de hacerle daño a una mosca.

-¿Cómo se llama?

-Crisanto Villalba. Es un Chacoré. Le dieron tres Cruces de Hierro por su heroísmo en el combate. Él cree que la guerra todavía no ha terminado. Hace sesenta años que sigue peleando.

-Es extraño -dijo el detective, como hablándose a sí mismo-. Tengo la impresión de haberlo conocido antes, en algún otro lugar.

-Puede ser. Él es de Cabeza de Agua, una compañía de Itapé, allá en el Guairá. Pero a lo mejor le está confundiendo con otra persona. La  verdad que todos los veteranos se parecen. Andan así, tirados y medio locos. Fueron a pelear y a dar su vida por defender a su patria, pero esta patria desagradecida no tiene un miserable lugar para ellos.

Martín lo vio parado al lado del mástil, recortado contra el sol del atardecer. El Pabellón Nacional flameaba con rabia, sacudiendo sus pliegues deshilachados hacia el horizonte. El viejito se aferraba al tronco de la bandera como si fuera el último asidero que le quedaba en el mundo.

-Anahí me dijo que usted quiere ver a Lacú, el tigrero. Yo creo que no debe tardar. ¿Por qué no vamos a conversar allá, bajo la sombra? -invitó Calaíto.

Al pasar frente a una de las chozas, Martín se fijó nuevamente en el enorme retrato del general Rodríguez.

-Parece que es muy popular entre ustedes -comentó.

-No se deje engañar por las apariencias. Es solo un recurso que usamos para frenar un poco a los milicos cuando vienen a desalojarnos. Durante la dictadura hacíamos una barrera con las mujeres y los niños. Poníamos en frente la bandera paraguaya, la foto del Tiranosaurio y un calendario de la Virgen de Caacupé. Después del golpe quemamos la foto del dictador y conseguimos el afiche de Rodríguez. Los milicos siempre dudan un poco antes de golpear a alguien que tiene la foto de su superior

-Pero ahora Rodríguez ya no es el presidente...

-Claro, pero el presidente que está ahora es un ingeniero civil nomás y a su foto nadie le hace caso. Por eso estamos tratando de conseguir del otro general, el que manda de verdad, pero todavía no hicieron afiche con su foto.

-No se preocupen. En poco tiempo más habrá fotografías de él hasta en las copas de los árboles.

-La verdad que ahora estamos arrepentidos de haber quemado la foto del Tira. Están diciendo que va a volver...

-Disculpe, ¿qué significa ese cartel: «Devuelvan la tierra mala vida»?

-Así se le dice a las miles de hectáreas que se tragaron los militares y los funcionarios de la dictadura con sus transfugueadas, sin pagar un solo guaraní. Es un término que usan mucho los obispos, los políticos de la oposición y esos especialistas que hablan en las radios. Nosotros les copiamos a ellos.

-¡Ah! Entonces está mal escrito. Ellos hablan de la «tierra mal habida», con hache y be larga. Así como está, significa otra cosa. Algo así  como «tierra prostituida».

-¿En serio? Bueno, pero la tierra que se va en poder de los bandidos es un poco también como las mujeres de mala vida, como las putas. ¿No?

El detective sonrió. Llegaron hasta la sombra del árbol, donde Anahí y Ña Filomena conversaban acerca de la organización del campamento. Se sentaron sobre los troncos y la gordita con trenzas les pasó el tereré. Un exquisito olor a mandioca frita llegaba desde el grupo donde las demás mujeres se hallaban cocinando.

-¿Cómo pueden cultivar si no tienen tierra? -preguntó Martín.

-Tenemos una chacra aquí, en la pequeña franja que hay entre el camino y la alambrada de la propiedad -explicó Calaíto-. Allí plantamos «mandioca» maíz, poroto, batata, andaí... cosas para comer solamente. Dicen que la Itaipú va a construir aquí una supercarretera. Los ingenieros ya vinieron tres veces a medir y nos dijeron que tenemos que irnos, porque o si no van a echar el asfalto sobre nuestras cabezas. O sea que nosotros estamos viviendo y plantando en medio de una ruta.

-Y de las tierras que les ha prometido el Gobierno... ¿No hay novedad?

-Hace un mes el ministro de Agricultura estuvo en Salto del Guairá. Fuimos hasta allá para hablar con él. Le contamos nuestro problema. «Tengan un poquito de paciencia», nos dijo. «La democracia no puede solucionar en un día los problemas de 35 años de dictadura». Más o menos lo mismo le dijo el presidente Rivarola a mi bisabuelo hace cien años, cuando le echaron de esas tierras que están al otro lado de la alambrada. Cuando eso eran propiedad de la Industrial Paraguaya. Mi bisabuelo se murió de paciencia. Mi abuelo y mi papá también. Yo no pienso hacerlo.

-Y entonces, ¿qué van a hacer?

-La semana próxima vamos a volver a recuperar nuestra tierra. Vamos a cortar la alambrada y vamos a entrar otra vez. Van a venir campesinos de otras ocupaciones a ayudarnos.

-Pero los militares vendrán a desalojarlos de nuevo...

-Sí, pero esta vez ya no vamos a salir por las buenas. Estamos hartos de promesas, cansados de ser pacientes. Mire nomás al sargento Crisanto Villalba. Se volvió loco peleando por su patria, ¿y para qué? Los empresarios gringos y los grandes manguruyuses se adueñaron de toda la tierra, mientras él no tiene adonde caerse muerto, no tiene tierra ni para hacer bodoques. Imagínese, en este país el 2% de la población tiene la propiedad del 90% de las tierras cultivables. Los campesinos somos extranjeros en nuestra propia patria, compañero. Somos apenas sombras, fantasmas. Nosotros ya ni siquiera existimos.

-Pero... ¿acaso no han cambiado las cosas con la caída de la dictadura?

-Cambió sí, pero para los políticos, para los dirigentes, para los intelectuales. Muchos personajes que antes estaban a nuestro lado en las ocupaciones de tierra y en las manifestaciones de protesta, que ligaban con nosotros los mismos garrotes de la policía y a veces hasta eramos compañeros en el mismo calabozo o en la misma mesa de torturas, ahora ellos ocupan puestos en el Gobierno, en el Parlamento, en los municipios, se visten con trajes y lente oscuro, salen en los diarios y en la televisión, pero nosotros seguimos ligando los mismos garrotes, seguimos visitando las mismas cárceles, nuestras ollas siguen tan vacías como antes y nuestros hijos siguen sin tener escuelas ni hospitales.

-Quiere decir que si regresa el Tiranosaurio, ustedes no sentirían la diferencia.

-¡Ah no! -se indignó- ¡Eso sí que no! Eso sí lo tenemos muy claro, compañero. Nosotros preferimos morirnos de hambre en libertad y no en dictadura. Nosotros estamos con la democracia. El problema es que la democracia no está con nosotros.

Risas y voces llegaron de los alrededores. Varios hombres se acercaban caminando junto a la alambrada. Algunos tenían el torso desnudo y la piel perlada de sudor. Cargaban hachas, machetes y azadas. Uno de ellos traía un tapití muerto colgado de las orejas. La roja claridad del atardecer parecía un telón de fuego a sus espaldas y les otorgaba un aspecto espectral, como si en realidad fueran sólo sombras o fantasmas olvidados por algún dios indolente y desmemoriado.

-Ya están volviendo de la chacra -dijo Ña Filomena-. Seguramente Lacú viene con ellos.

Varios niños fueron corriendo hacia ellos, gritando «papá, papá». Entre sonrisas, abrazos y bromas, se fueron congregando alrededor de la enorme olla humeante donde cocinaban las mujeres. Un morocho enorme y musculoso metió la mano en el recipiente y quiso probar la comida, pero una de las cocineras le dio un fuerte golpe con una espátula de madera y el tipo aulló de dolor. Todos se echaron a reír. Martín pensó que resultaba bastante agradable ver a esa gente sufrida y pobre gozando con cosas tan   simples y cotidianas.

-Alla está Lacú -dijo Anahí-. Esperame un rato, voy a hablar.

La muchacha se acercó al grupo y saludó a varios de los campesinos, estrechándoles la mano. Luego se apartó con uno de ellos, llevándolo hacia la alambrada. A pesar de la distancia y de que la claridad se volvía cada vez más difusa, el detective pudo fijarse que se trataba de un hombre flaco, de facciones aindiadas, vestido con un pantalón de lona de color indefinido y una remera oscura. En la cabeza llevaba un extraño gorro hecho con la piel de algún animal silvestre.

Estuvieron conversando un largo rato. En realidad era la muchacha la que hablaba y el hombre de vez en cuando hacía algún gesto descuidado, como si no pareciera demasiado interesado en el asunto. Finalmente la chica sonrió, le dio una cariñosa palmada en la espalda, como una madre contenta de haber convencido al chico para que se tome la sopa. Después se acercaron al lugar donde el detective ya se había tomado más de medio centenar de mates de tereré.

-Lacú, él es el señor Martín Olmedo -dijo Anahí, presentándolos.

-Mucho gusto -respondió el detective, estrechándole la mano. Sintió la mirada dura del hombre, pero su rostro no reflejaba ningún signo de emoción.

-Lacú no está de acuerdo, pero ha aceptado llevarte hasta la Fazenda de Don Pablo sólo porque mi papá se lo pide -señaló la muchacha.

-Le agradezco mucho. ¿Por qué no está de acuerdo?

-Peligro mucho -dijo el tigrero-. Hombre de ciudad no podrá aguantar.

-Eso lo veremos. ¿A qué hora podemos salir?

-Medianoche. Madrugada mejor hora para cruzar alambrada.

-Perfecto.

El hombre hizo un leve movimiento afirmativo con la cabeza y se retiró en silencio hacia algún lugar del campamento.

-Es bastante conversador, ¿verdad? -comentó el detective.

-Todos los tigreros son así -explicó Calaíto-. Callados, solitarios, misteriosos. Viven metidos en el fondo del monte. Salen muy pocas veces para vender pieles, algo de miel silvestre y llevarse un poco de provistas. Pero también para ellos el mundo se está quedando cada vez más chico. Como los montes, como los tigres, ellos también son una especie en vías de extinción.

-Bueno, basta de discursos -dijo Anahí, incorporándose-. Voy a refrescarme un rato al arroyo, antes de que oscurezca por completo. ¿Querés venir, Martín?

-Seguro.

-No tarden mucho. Vuelvan para cenar -les dijo Na Filomena.

El detective fue hasta la camioneta y recogió una toalla. Al regresar, se encontró con el viejito, que estaba disponiendo a los niños en formación frente al mástil de la bandera. Todos tenían caras muy serias, como si en verdad fueran los integrantes de un diminuto ejército harapiento. La gordita de trenzas sostenía en las manos un radiocasetero todo destartalado y amarrado con alambres.

-¡Pelotón... firmes! -gritó el viejito. Los niños se cuadraron como autómatas. Dos de ellos abandonaron la fila y se acercaron al mástil con gestos ceremoniosos.

Desenredaron el piolín y se quedaron esperando instrucciones.

-¡Cabo, empiece la ejecución! -ordenó el viejito.

La gordita de trenzas guerreó un rato para poder oprimir la tecla del play. El radiocasetero hizo un ruido de licuadora descompuesta y enseguida empezaron a oírse los alegres sones de una música tropical. A Martín le costó identificar los acordes del Himno Nacional, distorsionados por la versión cachaquera. Los dos niños dejaron deslizarse el piolín entre sus dedos y la ajada bandera tricolor comenzó a descender suavemente, acunada por la brisa tibia del atardecer. Los últimos resplandores del sol pintaban la escena con un mágico toque de irrealidad.

 

El bastón de tacuara golpeaba rítmicamente contra el piso de tierra, como los latidos de un inmenso corazón. La silueta del anciano subía y bajaba contra el fulgor de la fogata, estremecida en espasmos y convulsiones, al compás de la percusión. Su cuerpo escuálido, invadido por una inexplicable vitalidad juvenil, parecía cada vez más delgado y liviano, casi de humo, a punto de flotar y elevarse en el aire. Su voz gastada dejaba oír un canto gutural y monótono en guaraní, poblado de antiguas emociones y profecías.

Recostada contra la pared del galpón, Claudia asistía fascinada al espectáculo. A su lado, Willy sonreía y arrojaba de vez en cuando puñados de hierbas secas al centro de la hoguera, avivando las llamas e impregnando el ambiente con un olor embriagante y dulzón.

-¿Qué es eso? -preguntó la muchacha, en un susurro.

-Son hojas de ñepirundy. Se usan para convocar la fuerza de los grandes guerreros.

-¿Este baile es también para eso?

-Es una danza para fortalecer el cuerpo y el espíritu. Se baila siempre antes de una gran batalla.

-¿Querés decir que habrá una pelea en el lugar a donde vamos a ir?

-En cierto modo, sí. Pero no te preocupes, vos vas a estar protegida.

-Decime, ¿vos también sabés bailar esta danza?

-Sí, claro. Aunque, en realidad, yo prefiero el techno en las discotecas.

La reportera no pudo evitar la risa. El anciano lo percibió y detuvo la danza. El indio que se parecía a un cuervo también paró el golpeteo del tacuapu.

-Vení -le dijo el viejo, tendiendo la mano hacia la muchacha.

Ella vaciló, sorprendida. Willy la empujó suavemente hacia el centro del galpón. El anciano hizo una seña al Cuervo y los latidos recomenzaron.

Tum... tum... tum...

Claudia sintió que las manos del viejo moldeaban su cuerpo y sus movimientos, y se dejó llevar. El ritmo entraba en sus venas, corría por su sangre. Vio su sombra proyectada por la luz de la hoguera contra la pared, moviéndose en el mismo estilo convulsivo con que lo hacía el anciano.

Tum... tum... tum...

Se sintió libre, segura, abierta. Tuvo la extraña idea de que alguien, hace mucho tiempo, ya le había enseñado a bailar esa extraña danza, pero que recién ahora lo estaba reconociendo. Su cuerpo se iba volviendo cada vez más leve, casi etéreo, como si en cualquier momento pudiera empezar a volar. La voz musical del anciano le iba transmitiendo historias y sueños en un idioma que ella no conocía pero que entendía perfectamente, porque no lo escuchaba con el oído sino con el corazón.

El arroyo brotaba desde la profundidad del bosque, se filtraba entre los hilos de la alambrada y atravesaba la carretera por debajo de un puente de madera con más agujeros que el Presupuesto General de Gastos de la Nación. Había una pequeña playa de arenas blancas en la orilla, en el mismo sitio donde el cauce hacía una curva y formaba un remanso de aguas profundas y oscuras. Las primeras sombras de la noche comenzaban a dibujarse bajo los arbustos, pero el cielo aún tenía un color azul intenso y la claridad parecía casi fosforescente. Las aves se empeñaban en cantar todas juntas, como si estuvieran compitiendo para una grabación de «Camino al éxito».

-¡Aaah! -exclamó Anahí con deleite al meter los pies descalzos en el agua-. ¡Que hermosura! Hace rato que estaba soñando con esto. ¿Venís?

-Es que... no traje short. -dijo el detective, sentado sobre un tronco en la orilla.

-¿Y para qué lo necesitás? -respondió la muchacha con una sonrisa. Se llevó las manos a la espalda y se desprendió el vestido. Martín sintió que su pulso se aceleraba al ver ese cuerpo joven y bello que se descubría con tanta naturalidad, como si fuera parte del entorno. Ella dobló el vestido con mucho cuidado y lo depositó sobre unas tablas que se usaban para lavar ropa. Luego se desprendió el sostén y se quitó las bragas. Las dejó en el mismo sitio. Su piel brillaba con un suave destello eléctrico en la penumbra. Avanzó unos pasos hasta que el agua le llegó casi a la altura de los muslos. Entonces dio un ágil salto de pantera y se sumergió por completo en la profundidad del remanso.

Martín la vio aparecer de nuevo varios metros más allá. Sacudió su larga cabellera mojada, lanzó una exclamación de placer y volvió a hundirse. Estuvo varios minutos jugando bajo el agua, mientras el detective sudaba y fumaba un cigarrillo tras otro.

-¿Qué, no pensás meterte? -preguntó por fin. Su voz tenía la misma suavidad de la brisa que acariciaba las hojas de los caraguatá.

-Un poquito más tarde.

-¿Qué te pasa? ¿Tenés vergüenza de desnudarte frente a mí?

-No sé. Es que... recién nos conocemos.

Ella se rió y su risa tuvo el mismo sonido del agua que golpeaba contra las piedras.

-Decime, ¿qué es lo que ustedes esconden detrás de la ropa?

-Nosotros... ¿quiénes?

-Ustedes, los paraguayos. Especialmente los hombres de la ciudad.

-¿Por qué cuando hablás de los que no son indios decís «los paraguayos»? ¿Acaso vos no naciste también en este país?

Ella se aproximó caminando hacia la parte más playa. Quedó sentada a poca distancia del detective, con el agua que la cubría hasta la altura de los senos. Martín sintió que su belleza salvaje le hería los ojos.

-Si vos decís «este país» y yo digo «este país», a lo mejor suena igual, pero los dos estamos hablando de algo muy diferente. Nosotros somos guaraníes. Antes de que ustedes marcaran las fronteras, nuestro pueblo vivía en un gran país que empezaba en las pampas del sur y llegaba hasta las islas del Caribe. Hoy todavía existen hermanos nuestros viviendo en Bolivia, en Brasil, en Argentina, en Uruguay, hasta en Colombia. Y para nosotros no son bolivianos, ni brasileños, ni argentinos, aunque tengan la cédula de nacionalidad de esos lugares. Son guaraníes. Son más compatriotas nuestros que los paraguayos que viven en nuestro mismo territorio, pero no saben ni por qué le cantamos a la luna cuando nace el maíz.

-Me impresiona tu erudición. Hablás casi como una antropóloga.

-Soy doctora en Antropología.

-¿Qué...? -el detective abrió la boca y el cigarrillo se le cayó al agua.

-Estudié seis años en la Universidad Católica de Sao Paulo. Mi hermano Willy es ingeniero civil.

-No entiendo. ¿Entonces qué carajo están haciendo aquí, en medio del monte? Vos podrías estar enseñando en una facultad o trabajando para uno de esos centros de investigación que les sacan plata a los europeos, inventando historias sobre el comunismo en las misiones jesuíticas.

-Hay dos razones. Una es por mi papá. Él no quiere irse de aquí, donde están sus raíces. Está peleando su última batalla para evitar que muera la memoria de nuestro pueblo y nos necesita a su lado.

-¿Y la otra razón?

Anahí sonrió y sus hoyuelos brillaron como dos luceros.

-En realidad soy feliz aquí.

-Hmm... Parece un buen motivo.

-Bueno, ¿te vas a meter o no al arroyo? -le arrojó un poco de agua con las manos.

-Si prometés que no me vas a mirar mientras me saco la ropa.

-Prometido.

Ella le dio las espaldas y él se sacó los mocasines, el pantalón, la camisa y finalmente el slip. Los dejó sobre la misma tabla y entró caminando hasta la parte más profunda. Se arrojó con un sólo impulso y nadó bajo el agua hasta sentir que le faltaba aire en los pulmones.

-¡Realmente es una delicia! -dijo, acercándose con grandes brazadas hasta el lugar donde estaba la muchacha.

-¿Viste? No entiendo por qué la gente se resiste a disfrutar de los placeres tan simples que nos brinda la naturaleza. Estuve varias veces en Asunción y me ha dolido en el alma ver que todos los arroyos están muertos y envenenados.

-Lo hacen para poder vender los jacuzzi.

-Mi padre dice que dañar a la tierra y a la naturaleza es dañar nuestro propio cuerpo y nuestro propio espíritu. Todos somos parte de la tierra. Ella es nuestra madre. Nos ha dado la vida y nos da la energía y el alimento que necesitamos para seguir viviendo.

-¿Nunca pensaste en fundar un movimiento ecologista?

-¡No te burles! -la muchacha tomó un puñado de lodo del fondo del arroyo y se lo arrojó al detective por la cabeza. Él se rió y se sumergió de nuevo para limpiarse.

-¿Ustedes no tienen vergüenza de andar desnudos? -preguntó Martín, acostándose sobre la arena y dejando que el agua lo cubriera hasta el cuello.

-Para nosotros todo el cuerpo es como la cara. Muestra lo que somos y lo que sentimos. Son los paí católicos los que vinieron a decirnos que eso es cosa del demonio. Entre los guaraníes no se conocía la prohibición ni la culpa.

-¿Qué otras costumbres tienen, que sean distintas a las nuestras?

-La libertad es el valor más grande para nuestro pueblo. Los niños los ancianos son sagrados y la comunidad se encarga de cuidarlos y protegerlos. A los niños se les enseña a ser libres y responsables desde chiquitos. Jamás se les maltrata o se les golpea.

-Todo lo contrario de lo que pensaba mi papá.

-Los caciques se eligen en asambleas de hombres y mujeres. Las mujeres tienen tanta autoridad como los hombres. La sexualidad es libre y la virginidad no tiene importancia alguna. Las mujeres también tienen el derecho de elegir al hombre que les gusta y de manifestarle abiertamente sus deseos.

-¡Vaya! Conozco a algunas amigas feministas que se sentirían en el paraíso con ustedes.

La muchacha se incorporó y se acercó gateando sigilosamente hasta quedar muy próximo al detective. Tenía una sonrisa felina que hacia brillar sus blancos dientes en la oscuridad.

-Yo, por ejemplo -dijo, con voz susurrante y al mismo tiempo amenazadora-. He descubierto que me gustás mucho y he decidido hacerte el amor...

-¿Qué...?

-¡Ahora... en este momento!

Martín sintió que un escalofrío le recorría por todo el cuerpo. Quiso levantarse y correr pero sus brazos y sus piernas no le respondían.

-Esperá... no te apures... -balbuceó.

-¿Por qué? -preguntó ella, trepándose sobre él, aplastándolo contra la arena mojada.

-Porque... es que... así no se puede...

-¿Por qué no? -insistió ella, atrapándolo con su sensualidad, refregando su femineidad desnuda contra su piel ansiosa-. ¿Por qué no te puedo hacer lo mismo que le habrás hecho tantas veces a tantas otras mujeres?

-No... por favor... -gimió, en un último esfuerzo de racionalidad, pero sentía que ya era inútil. Su propio cuerpo estaba decidiendo otra cosa. El muy maldito estaba decidiendo traicionarlo y colaborar con el enemigo, con esa lengua viscosa y ardiente que se le metía en la boca y le estrujaba los dientes, para luego descender por su cuello, por su pecho erizado de cosquillas, por su vientre estremecido de placer, hasta llegar al centro de su masculinidad herida, humillada, entregada tan dócilmente en espasmos convulsivos que lo hacían chapotear en el agua, mientras sus ojos abiertos contemplaban el cielo que ahora sí empezaba a cubrirse de estrellas.

 

 - IX -

 

La alambrada despedía un suave fulgor de plata bajo el reflejo de la luna. Las dos sombras se agazaparon detrás de los arbustos y aguardaron en silencio. La selva era un desigual concierto de trinos y rugidos. De vez en cuando un árbol se doblaba con la fuerza del viento y producía un gemido casi humano que ponía los pelos de punta. A lo lejos se escuchaba el ruido de un motor, quizás un tractor o una topadora. Martín sintió que los músculos del pie se le comenzaban a adormecer e intentó cambiar de postura. Al retroceder pisó una rama seca, que se quebró con un estallido. Algo se movió entre los arbustos y salió disparado hacia la alambrada. Hubo un fuerte chasquido y una lluvia de chispas brotó en la oscuridad. Un penetrante olor a carne quemada inundó el aire. El detective tuvo la sensación de que se ahogaba.

Un rato después, Lacú se arrastró hasta el lugar y con un palo retiró el cuerpo inerte que se había quedado pegado a la valla electrificada. Era un teyu guazú, un lagarto de los grandes. Su piel estaba completamente carbonizada.

-Nadie -dijo el tigrero, con un susurro de voz-. Podemos pasar.

-¿Cómo? -preguntó Martín-. ¡Vamos a cocinarnos contra la alambrada!

-Árboles -respondió el tigrero, señalando hacia arriba.

-¡Oh no! Y a mí que nunca me gustaron las películas de Tarzán.

El hombre avanzó gateando hasta un gran yvyraró. Martín lo siguió. No entendía por qué tenían que arrastrarse como si estuvieran atravesando una trinchera del frente bosnio, pues no se veía un alma en los alrededores y además la oscuridad era casi absoluta, pero prefirió no cuestionar el procedimiento. La mochila le pesaba enormemente en la espalda y dificultaba sus movimientos.

El tigrero comenzó a trepar por el árbol y le hizo una seña para que lo imitara. Resignado, Martín también se puso a escalar, sintiendo que las astillas de la corteza se le clavaban en la piel. Se acordó que cuando era mitaí, allá en Yhú, acostumbraba fugarse de la casa de la abuela del mismo modo; trepándose por un yvapovú que extendía sus brazos encima del cercado y dejándose descolgar hacia la calle como en un tobogán. Sólo que el cercado de la abuela no tenía electricidad, ni él tenía los músculos tan atrofiados y doloridos como ahora, ni tampoco había un ejército de mercenarios esperando del otro lado. Después de subir unos veinte metros, Lacú le indicó que avanzaran por una gruesa rama que cruzaba sobre la alambrada e iba al encuentro de otro árbol, formando una especie de puente. El tigrero se equilibraba encima del delgado tronco con la agilidad de un simio. Martín tuvo que encaramarse con las manos y con los pies. De pronto sintió que el peso de la mochila lo arrastraba hacia un costado y resbaló hasta quedar colgado en el vacío. Miró hacia abajo y vio que las puntas de la alambrada estaban exactamente debajo de él, como llamándolo. Cerró los ojos. Lacú retrocedió y lo aferró del brazo derecho. Tiró con fuerza hacia arriba y lo ayudó a subir de nuevo. El detective se abrazó a la rama como si fuera su amor de toda la vida y respiró profundamente para recobrar el aliento. Se sintió mejor. El hombre le extendió la mano para ayudarlo a recorrer el trayecto que faltaba, pero Martín le hizo señas de que podía hacerlo solo. Se incorporó hasta quedar completamente parado sobre la rama. Movió los brazos y caminó unos pasos. Se equilibraba bien. De golpe se sintió mitaí otra vez, conquistador del mundo, abriéndose paso entre el vuelo de los corochiré con los bolsillos llenos de olorosas guayabas. La alambrada había quedado atrás y ahora el otro árbol estaba allí, con los brazos abiertos. Lacú lo miraba, sonriente y admirado. Empezaron a bajar, descolgándose entre ramas y juncos hasta tocar suavemente el suelo. Listo. Ya estaban del otro lado.

-¿Y ahora? -preguntó Martín.

-Cruzar monte -dijo el tigrero y se internó entre los matorrales, apartando con las manos la espesa vegetación.

-Carajo -masculló el detective, disponiéndose a seguirlo-. Esto parece más jodido que ir a bailar cachaca en el Club Fomento de Barrio Obrero.

CERRO VERDE, YRYVUKAI. (Apuntes de Claudia Villasanti para el diario La Mañana).Son las 5:10 de la madrugada. Escribo sentada sobre una piedra mojada de rocío, rodeada por un enjambre de mbaríguis. Hace un poco de frío y me siento muy cansada. Hemos viajado durante casi toda la noche para llegar hasta aquí, la ladera del Cerro Verde. Al otro lado empiezan las tierras  de la Fazenda «Ipanema» del terrateniente brasileño Ferreira, donde presumiblemente se refugian los miembros del Comando Escorpión Amarillo. El Cuervo nos trajo en un viejo jeep hasta el desvío a Itanará. De allí seguimos en un tractor, atravesando montes y chacras.

Está comenzando a clarear muy despacio. Desde el sitio donde estoy sentada puedo ver la imponente mole del cerro, que se parece a un enorme tigre acostado, dispuesto a saltar sobre nosotros de un momento a otro y devorarnos. Me da un poco de miedo, pero al mismo tiempo siento mucha ansiedad por subir hasta la cima y ver lo que hay arriba. Esta espera me pone muy nerviosa. No sé que mierda es lo que va a suceder allá arriba, pero siento que puede ser algo decisivo para mí, para esta gente, para el país.

Don Ecumenario está sentado a unos veinte metros del lugar donde me encuentro. Hace como media hora que está allí, duro como una estatua, mirando hacia el horizonte. Parece que está rezando o meditando. Por momentos se escucha su voz, muy suave, en una especie de canto o letanía, bastante distinto a lo que había escuchado ayer. Willy y el Cuervo se metieron al monte para recoger hierbas y raíces. Dicen que el encuentro de los brujos va a comenzar después de la salida del sol.

A medida en que amanece, el paisaje se vuelve más hermoso y fascinante. Hay un valle verde y ondulado contra un cielo extrañamente rojo y azul. Me siento conmovida. Es la primera vez que estoy aquí, este es un sitio totalmente extraño para mí, pero algo me dice que lo conozco como si fuera la palma de mí mano. Si creyera en la reencarnación podría suponer que ya he vivido mi otra vida en este lugar. Pero me resisto a creerlo, como tampoco quiero creer en los supuestos designios mágicos que el brujo indio pretende endilgarme. ¿Yo, elegida por los dioses? Ridículo.

Antes de salir de su casa, Don Ecumenario me colgó al cuello un collar de semillas bastante exóticas. Dice que tiene enormes poderes y que me va a proteger de los peligros. Para mí no es más que un objeto de artesanía indígena. Sin embargo, cada vez que lo toco siento que me transmite una extraña energía.

Estoy confundida. Tal vez se deba al cansancio y a la falta de sueño. O porque empiezo a sospechar que el verdadero viaje no es esta odisea que estamos haciendo a través de la selva para ir a confrontar a unos cuantos hechiceros charlatanes. No, el verdadero viaje es el otro, el que estoy realizando dentro de mí, confrontándome conmigo misma, sin saber muy bien qué carajo estoy buscando, ni qué cuernos es lo que voy a encontrar. Pero estoy sintiendo que, acaso por primera vez en mi loca vida, comienzo a marchar por el camino correcto.

Debo estar rayada. Empecé a escribir esto tan sólo para anotar los datos que me pudieran servir después en el reportaje, pero al final termino confesándole al cuaderno mis sentimientos más íntimos. Es que no tengo a nadie con quien hablar de estas cosas. ¡Ay Lucy, amiga mía, cuánto te extraño!

¿Y Martín? ¿Dónde estará ese loco en este momento? Estoy tan preocupada por lo que le pueda ocurrir.

 

Esta vez el trino metálico se oyó más cerca. Brotaba desde la frondosa copa de un guapoy. Lacú se detuvo y le hizo un gesto de silencio al detective. La claridad del amanecer comenzaba a filtrarse lentamente entre las hojas. Ambos tenían las ropas mojadas por el rocío de los arbustos. El tañido estalló de nuevo. A Martín le pareció triste y lúgubre, muy diferente a la sonoridad musical que el gran arpista Félix Pérez Cardozo había traducido en su célebre canción instrumental «Guyrá Campana».

-Pájaro no canta. Llora -explicó el tigrero en voz muy baja-. Debe estar herido.

Avanzaron algunos pasos agazapados detrás de los guembé, hasta quedar a muy poca distancia del árbol de donde provenían los trinos. Entonces Martín lo vio. Era un ave pequeña, de plumaje color oliva, con la cabeza cenicienta y el vientre cruzado por estrías amarillas. De vez en cuando desplegaba las alas en un movimiento febril y desesperado, agitando las hojas a su alrededor. Su cuerpecito se alzaba grácilmente, con ganas de emprender el vuelo, pero sus patas se negaban a despegarse de la rama, como si estuvieran clavadas.

-Tiene mangaisy -dijo el tigrero.

El detective recordó su infancia en los campos de Yhú. El mangaisy es una cera que se fabrica con la savia del curupicay. Se hiere el árbol con un cuchillo y entonces brota una sangre pegajosa y blanca como leche. Se recoge el líquido en una lata y se lo deja secar al sol hasta que se vuelve marrón, casi translúcido. Después se esparce la cera sobre las ramas de un árbol y se deja un puñado de semillas o migajas de galleta en la corteza. Los pájaros vienen a posarse, atraídos por el alimento, y sus patas quedan aprisionadas por la cera. Cuando niño Martín lo había hecho muchas veces. Esas travesuras inconscientes de las que luego uno se arrepiente durante toda la vida.

-Vamos a liberarlo -dijo, incorporándose, pero Lacú lo atajó del  brazo y le obligó a echarse de nuevo. Un ruido de voces y de golpes de machete se oyó a poca distancia. Martín ocultó su mochila entre los arbustos y los dos, tumbados en el piso, se arrastraron para que las hojas de guembé los cubrieran totalmente.

-¿Dónde pusimos la otra trampa? -se escuchó decir a una voz chillona, casi adolescente.

-Allí, en ese guapo'y -dijo otra voz, más gruesa y dura.

El machete golpeó con fuerza algunos arbustos y varios trozos de rama cayeron cerca de donde estaban ocultos. Dos pares de botas enormes y pesadas pasaron junto a ellos, aplastando hierbas y ramas secas. Martín se incorporó levemente y pudo ver que se trataba de dos hombres vestidos con uniforme militar para'í. Uno de ellos, el que tenía el machete, era petiso y robusto, de piel oscura. El otro era rubio y flaco, de pelo corto y parecía muy joven. Llevaban cinturones con cartuchera y un rifle ametralladora colgado en bandolera. El rubio portaba dos jaulas de alambre, en cuyo interior se podían ver a un corochiré y a tres loritos maracaná callados y tristes.

-¡Mirá! ¡Que preciosura! -dijo el rubio, aproximándose al árbol -¿Vos sabés de qué especie es?

El morocho petiso también se acercó y lo observó detenidamente. El animalito aleteaba como si de eso dependiera su sobrevivencia.

-¡Vaya! ¡Si no estoy equivocado, con este pajarito nos vamos a anotar un porotazo!

-¿Porqué? -preguntó el rubio.

-Es un pájaro campana. Un ejemplar muy raro, que casi ya no se consigue. Hace dos años que la hija de don Pablo viene pidiendo uno para llevar a Brasilia, pero hasta hoy nadie lo pudo agarrar.

-¿Entonces...? ¿Creés que nos van a dar un premio?

-Seguro. Vamos a pedir como mínimo una semana de franco en Ponta Porá.

El morocho petiso aferró al ave por el lomo, inmovilizándole las alas. Después sacó un cuchillo enorme y liberó sus patas del mangaisy. El animal trató de sacudirse, pero los dedos lo presionaban como tenazas.

-¡Tranquilo, viejo! -exclamó el petiso con una sonrisa burlona. Mejor que te resignes. Hoy ya diste tu último vuelo.

El rubio le alcanzó una de las jaulas donde estaba el corochiré. El petiso abrió la puerta con cuidado y arrojó al pájaro campana en su interior. El corochiré desplegó las alas, como saludando a su nuevo compañero de celda.

-¿Ya está? -dijo el rubio, recibiendo de nuevo la jaula-. Entonces, ¿qué te parece si regresamos? Vamos a llegar tarde para el desayuno.

-Dale.

El petiso empezó nuevamente a golpear las ramas con el machete, a pesar de que se marchaban por el mismo sitio de llegada. Esta vez pasaron mucho más cerca del lugar donde se ocultaban el detective y el tigrero, tanto que Martín sintió que una de las botas por poco le aplastaba la cabeza. Las jaulas pasaron balanceándose en manos del rubio y el detective creyó advertir una mirada de súplica en los pequeños ojos metálicos.

Cuando se apagaron los golpes a la distancia, los dos emergieron del escondite con las ropas manchadas por el barro y la vegetación.

-Parece que ya estamos muy cerca -dijo Martín.

-Fazenda a media legua -contestó Lacú.

-¿Qué le parece si descansamos un rato? Tengo los huesos como sacados de un trapiche.

El tigrero se encogió de hombros, como si no le importara y a la vez le costara entender que alguien pudiera cansarse por tan poca cosa. Martín recogió su mochila y se sentó sobre un tronco. Respiró hondo. Extrajo una cantimplora y bebió varios sorbos de agua fresca. Se la ofreció a Lacú, pero el otro ni siquiera lo advirtió. Estaba mirando el pedazo de cielo azul que asomaba entre los árboles. Los primeros rayos del sol llegaban filtrados por la espesura y hacían brillar el blanco vapor que se levantaba de la humedad. Martín sacó una pequeña Canon computarizada, con un zoom que llegaba hasta los 500 milímetros. Enfocó a la distancia. Un tucán que se entretenía devorando una fruta de pacurí apareció en el visor, en primer plano, exhibiendo su largo pico amarillo. El detective guardó la cámara en un estuche de cuerina y se lo ató al cuerpo con una correa. Luego extrajo su revólver, comprobó que el cargador estuviese repleto y lo metió en la cartuchera. Bebió un poco más de la cantimplora y escondió la mochila debajo de un tronco caído. Se sintió más liviano y seguro.

-Vamos.

Marcharon por la selva durante casi una hora sin pronunciar palabra. El monte empezaba a volverse menos tupido. El esqueleto de una vieja camioneta Ford Rural apareció en un recodo, casi cubierto por la vegetación. Una hermosa flor de malvón amarillo resplandecía entre los hierros herrumbrados. Martín pensó que era un buen augurio y se puso de mejor humor. Encontraron latas vacías de cerveza, bolsas de plástico, cajas de galletitas. La civilización ha pasado por aquí. Cuando menos lo esperaba, un campo abierto apareció detrás de los árboles.

-Allí está... -dijo Lacú.

El detective se acercó hasta los límites de la espesura y se ocultó detrás de un arbusto para observar con detenimiento. Quedó estupefacto.

A pocos metros del sitio donde estaban escondidos comenzaba la ancha pista de hormigón, tanto o más larga que la del Aeropuerto Internacional Silvio Pettirossi de Asunción. Al fondo se veía un edificio con una torre elevada, erizada de cables y antenas. Dos parabólicas miraban al cielo de manera desafiante y un poco más allá había un radar girando incansablemente como un robot bailarín. El costado de la pista estaba sembrado de enormes construcciones con paredes de cemento y techos de chapas de zinc. Parecían hangares o depósitos. Uno de ellos estaba con la puerta metálica abierta y desde su interior asomaban las narices de algunas avionetas.

-¡Es increíble...! -masculló el detective, mientras extraía la cámara fotográfica. El objetivo del zoom puesto al máximo le permitió observar con detalle que varios hombres con chaqueta militar estaban descargando cajas del interior de un Cessna bimotor. El disparador de la Canon hizo click repetidas veces.

-Bueno... -dijo Martín, volviéndose hacía Lacú-. Amigo mío, ya cumpliste tu misión. Ahora tengo que hacerle una visita a estos señores y va a ser mejor que lo haga solo.

-¿Vas a ir allá? -exclamó el tigrero con cara de asombro, apuntando a los hangares- ¡Estás loco! ¡Te van a matar!

-No te preocupes. Trataré de convencerlos de que no lo hagan. ¡Ah... y gracias por el paseo! Voy a volver otro día con más tiempo y a lo mejor te acompaño a cazar algunos tigres.

-Hace rato que ya no cazamos yaguareté -dijo Lacú con seriedad-. Milicos se meten en el monte y no perdonan a ningún animal.

-¿Y cuál es la diferencia? ¿Acaso ustedes no hacían lo mismo?

-No. Tigrero sale a mariscar para vivir. Milicos matan por crueldad.

-¡Vaya! Claudia se va a poner feliz. El movimiento Corazón Verde tiene un potencial electoral muy alto en esta región. A propósito, ¿dónde queda tu casa?

-Allá, en el monte, abajo del Cerro Verde.

Lacú apuntó hacia el horizonte esmeralda que se alzaba detrás del aeropuerto y los edificios de la Fazenda. El cerro se recortaba imponente contra el espejado cielo azul. Tenía el aspecto de un templo natural, uno de esos sitios de rituales primitivos que al mismo tiempo inspiran miedo y fascinación.

-Claro -dijo el detective-. Entonces es allí donde se está realizando el festival de los Fantasmas en el Ring.

 

-¡Señoras y señores...! ¡Profesionales de la Medicina Popular Alternativa, Estudiosos y Maestros de las Ciencias Ocultas, Hermanos de la Fraternidad Espiritista, Páis-de-Santos y Pombas-Giras del Umbanda y del Quimbanda, Grandes Payeseros, Brujos y Hechiceros del Culto Guaraní...! ¡Tengan todos ustedes muy pero muy buenos días! ¡En nombre de la Asociación Esotérica de Canindeyú les doy la más cordial bienvenida a este Primer Congreso Regional de Esoterismo, bajo el lema: ¡«Los espíritus unidos jamás serán vencidos»! ¡Muchas gracias a todos por su gentil presencia!

El hombrecito se quitó el sombrero de copa con un gesto teatral, bajó la cabeza hasta casi besar la tierra y se quedó esperando los aplausos. No hubo ninguno y eso pareció desilusionarlo mucho. Pero se recompuso enseguida y mostró una sonrisa más falsa que un reloj coreano. Llamó a sus secretarias, dos muchachas de rostro pintado de blanco y vestidas con largas túnicas rojas, quienes recogieron un lote de carpetas negras y empezaron a repartirla a los asistentes con una diabólica simpatía que ya hubiera querido Boris Karloff.

No había tanta gente. A lo máximo unas treinta personas, cada cual vestido de un modo más estrafalario. Estaban sentados sobre largos bancos de madera, dispuestos de manera circular, en una especie de anfiteatro natural ubicado en la misma cumbre del cerro. Desde allí se divisaba todo el valle, un paisaje de belleza indescriptible que Claudia había tenido oportunidad de divisar en muy pocas oportunidades.

En el centro estaba montado un rústico escenario de madera, con una escenografía bastante grotesca que trataba de imitar a un altar de sacrificios. El hombrecito del sombrero de copa, ataviado con un traje negro del siglo pasado, fungía de maestro de ceremonias. Se había presentado a sí mismo como «Zé do Caixao», nombre tomado de un famoso personaje brasileño de películas de terror. Sólo que éste en lugar de miedo inspiraba lástima.

Sentada al lado de Willy y el Cuervo, la reportera se fijó en los demás asistentes. La que más llamaba la atención era una negra gorda como una ballena, vestida con una inmaculada túnica blanca y el pelo dividido en infinitas trenzas a lo Woophi Goldberg. Se llamaba Mai Casilda y era una sacerdotisa del culto a Iemanjá. A su lado estaba sentado un hombre parecido a Drácula, flaco y alto, de pelo blanco, con la piel pálida como un cadáver, con un traje oscuro y una capa roja. Lo habían presentado como Vovó das Mortes, guía del Quimbanda. También estaba la hermana Astrogilda, médium de la secta Los Elegidos de Dios, con una especie de turbante floreado en la cabeza y una colección de collares en el cuello. Un espiritista gordo y petiso, una vidente que bizqueaba del ojo izquierdo, dos gemelos hipnotizadores que se parecían como imágenes de un espejo y un faquir encantador de serpientes, tan despistado como Fidel Castro en Wall Street, complementaban la fauna. Los demás eran payeseros indígenas y campesinos, vestidos de manera común y sin ninguna señal de ostentación. El único que sobresalía entre ellos era Robustiano Cañete, el médico naturalista de Lambaré, vestido con un impecable traje blanco que contrastaba con su piel oscura. Estaba sentado en primera fila, erguido y desafiante, exhibiendo con orgullo la aureola de haber sido payesero personal del Tiranosaurio. A último momento, cuando ya la reunión iba a comenzar, llegó un sujeto en una moto y saludó cordialmente a la concurrencia. Claudia lo reconoció en seguida. Era el misterioso pistolero negro, Chico Tarová.

-Muy bien, señoras y señores, distinguido y respetable público presente -dijo el hombrecito, parado en medio del escenario-. Ahora que ya todos cuentan con sus respectivos materiales didácticos previamente distribuidos por nuestras deliciosas secretarias, vamos a dar inicio a las deliberaciones de este trascendente encuentro esotérico. El primer y único punto del orden del día es el Plan propuesto por nuestra prestigiosa aunque humilde Asociación Esotérica de Canindeyú, para unir y coordinar nuestras fuerzas místicas ante el magno acontecimiento de los poderes cosmogónicos que se manifestarán el próximo 3 de noviembre, cuando tenga lugar la caída de la noche en pleno día, liberando un gran caudal de energía cósmica nunca antes vista. En nuestras manos, como maestros de lo sobrenatural, está la responsabilidad de ilustrar y  conducir debidamente a nuestro pueblo acerca de la verdadera significación de este evento histórico. Como ustedes bien saben, no es ninguna casualidad que este fenómeno estelar se registre precisamente el día 3 de noviembre, en la misma exacta fecha en que vino al mundo una gran personalidad cuya ausencia todos sentimos y...

-¡Mentira! -dijo una voz seca, profunda, potente como un trueno.

El hombrecito quedó paralizado. Todos se volvieron a buscar el origen de la voz... y hallaron a Don Ecumenario parado contra un horcón, con los brazos cruzados, impertérrito, desafiante.

-Discúlpeme, por favor, estimado amigo -dijo el hombrecito, tratando de mantener la sonrisa-. Todos admiramos su bien ganado prestigio como cultor de las artes sobrenaturales provenientes de su rica tradición aborigen, pero les pediría muy especialmente a todos los presentes que no realicen ninguna interrupción hasta tanto hayamos terminado de exponer el Plan que ustedes tienen minuciosamente descrito en sus respectivas carpetas, porque...

-¡Es mentira! -la voz volvió a escucharse con furia-. Cualquiera sabe que el ciclo de las estrellas no se mueve. Es inmutable. Hace millones y millones de lunas, antes de que los hombres surgieran de la neblina radiante para caminar sobre la tierra, ya estaba escrito y decidido que el tigre azul se iba a comer al sol. Si un hombre nace justo ese día, es por otra cosa. A los dioses no les importa. No tiene nada que ver.

Un silencio largo siguió a sus palabras. El hombrecito mantenía la sonrisa pero no sabía que decir. Finalmente Robustiano Cañete se levantó y señaló con un gesto despectivo a Don Ecumenario.

-¿Qué hace este hombre aquí? ¿Quién lo ha invitado? Siempre ha sido un contrera, un provocador. ¡Yo pensé que solo íbamos a estar los verdaderos y no los charlatanes...!

-¡Un momento! -dijo otra voz. Un hombre joven, de facciones campesinas, se levantó enojado- No voy a permitir que nadie le llame charlatán. Don Ecumenario es uno de los más grandes y dignos maestros de las ciencias ocultas en el Paraguay. Todo lo que yo sé, lo he aprendido de él.

-¡Es un subversivo, un comunista! -gritó la hermana Astrogilda.

-¡De yeito nefiún! -le respondió Mai Casilda.

-Por favor, señores... un poco de calma -se desesperaba el hombrecito.

-¡Que lo echen de aquí! -pedía, histérico, Robustiano Cañete.

-¡Sarabá, sarabá! -invocaba Vovó das Mortes.

Claudia observaba divertida el desbarajuste que se había formado en un santiamén. El hombrecito realizaba gestos patéticos para tratar de imponer orden, pero nadie le hacía el más mínimo caso. Todos discutían a viva voz y nadie se entendía. Hasta que el estampido del disparo de un arma hendió el aire y todos se sobresaltaron.

-Perdonen -dijo el pistolero negro, con el revólver en la mano-. Pero tengo una propuesta para arreglar esta diferencia y poder seguir con la reunión...

-¿Cuál es? -preguntó la vidente bizca.

-Que Don Ecumenario y Don Robustiano se enfrenten para demostrar su poder ante la asamblea. Al que consiga la victoria le daremos la razón.

Todos se observaron, interrogantes.

-A mí me parece muy bien -dijo el faquir encantador de serpientes.

-¡Vai ser muito divertido! -se entusiasmó Mai Casilda.

-¿Están de acuerdo? -preguntó Chico Tarová, encarando a los dos contendientes.

Robustiano Cañete se quitó el saco y dejó libre su abultada panza.

-¡Sí! ¡Hace rato que le quería arreglar las cuentas a este farsante!

Como toda respuesta, Don Ecumenario esbozó una sonrisa enigmática.

 

Un Piper Azteca bimotor abandonó uno de los hangares y correteó hasta el extremo de la pista, cabeceando repetidas veces como si padeciera de un insistente ataque de sueño. Al cabo de unos minutos decidió largarse en carrera y comenzó a elevarse con suavidad, repartiendo reflejos plateados hasta perderse en el cielo azul.

Martín se entretuvo durante más de diez minutos barriendo todo el horizonte con el zoom de la cámara, fotografiando el movimiento que se registraba en los hangares. Desde el interior de uno de los depósitos más grandes emergieron varios jeeps transportando cajas y cilindros. Después salió un camión que llevaba a una veintena de soldados con uniformes y armas en la carrocería. El vehículo dio una vuelta en redondo   por la pista y se encaminó hacia la selva. Por los gritos y las risas que se escuchaban a la distancia, los muchachos marchaban tan contentos como si se dirigieran a un parque de diversiones.

Lacú seguía entre divertido y curioso los movimientos del detective. Miraba fascinado la cámara fotográfica. Martín le invitó a que observara a través del zoom. Suponía que el efecto de proximidad visual iba a causar un gran asombro en su mente primitiva. Sin embargo, el tigrero apartó la vista y con una sonrisa de niño travieso comentó: «¡Es como la televisión!».

El motor de un vehículo los distrajo. Martín vio que una furgoneta verde con carpa de lona se acercaba por el costado de la pista, muy próxima al lugar donde estaban escondidos. Era su oportunidad.

-Bueno, viejo... me voy. Ya viene mi transporte escolar.

-¡Suerte, amigo! -respondió Lacú, con expresión preocupada- Si estás en peligro, llamame fuerte con el pensamiento. Yo te voy a escuchar.

El detective contestó con una sonrisa y aguardó detrás de los arbustos cercanos a la pista. Cuando pasó la furgoneta salió corriendo detrás de ella, agachado como un chimpancé, tratando de evitar que el chófer y su acompañante lo pudieran ver por los espejos retrovisores. El vehículo iba despacio y eso le permitió treparse a la carrocería sin mayores dificultades. En el interior había varias cajas grandes de cartón. Las fue revisando una por una. Contenían en su mayor parte electrodomésticos, relojes y elementos de informática. Una de las cajas estaba semi-vacía. El detective se metió en su interior. Tuvo que ponerse casi en posición fetal para poder cerrar la tapa desde adentro. Así, acurrucado, sintiendo que los músculos se le iban adormeciendo y que tenía serias dificultades para respirar, viajó durante largos e interminables minutos, mientras se preguntaba una y otra vez quién le había mandado meterse a jugar al Philip Marlowe o al Sam Spade. Aunque los detectives de la novela negra norteamericana jamás se hubieran atrevido a tanto. Esto era más bien para Indiana Jones o Jack Ryan. Chicos del Hollywood de los 90 para quienes nada resulta imposible.

La furgoneta se detuvo. Martín escuchó varias voces y gritos que retumbaban y decían cosas inentendibles. Algo se cayó en alguna parte y el estampido se escuchó con un prolongado eco. Debía encontrarse dentro del hangar. Los tinglados con techo de zinc siempre tienen una acústica infernal.

-¡Ey, los perros! ¡Vengan a descargar esto! -ordenó una voz muy  cerca.

Hubo estruendos de pasos, ruidos secos, y la carrocería empezó a sacudirse un poco. El detective percibió que la caja en la que estaba metido se arrastraba por el piso y después quedaba como flotando en el aire.

-¡La puta! ¡Está muy pesado! ¿Qué hay adentro? ¿Plomo? -se quejó una voz, distorsionada por el esfuerzo físico.

-Han de ser esas computadoras grandes -respondió otra voz. Pesan como una tonelada.

La caja descendió con un fuerte golpe contra el suelo. Martín sintió que su espina dorsal se doblaba y tuvo que morderse los labios para no gritar de dolor.

-¡Ya está! ¡Este ha sido el último! -dijo una de las voces, con alivio.

-¡Ey, lo mitá! ¿Ustedes no van al campo de entrenamiento? -preguntó alguien desde lejos.

-Sí, qué le vamos a hacer. Si no, el capitán nos va a mandar descuerear de lo lindo.

-¡Bueno! Entonces, si no se va a quedar nadie, encárguense de cerrar bien la puerta. ¡No quiero que el general venga a encontrar otro quilombo como el de la otra vez!

-Me parece que Marcelo se queda trabajando en la computadora, mi sargento.

-Igual échenle candado. Ese tipo es bastante despistado. Él tiene su propia llave para cuando quiera salir.

-¡A su orden, mi sargento! ¡Le queda muy bien su sombrerito floreado, mi sargento!

-¡Andate a cagar, maricón!

Hubo risas, pisadas, golpes. Ruido de un motor que se encendía y luego se alejaba. Más pisadas. Un estruendo que sacudió todo el recinto. Seguramente la puerta al cerrarse. Después un silencio pesado y denso. El detective esperó algunos minutos y salió de la caja. Le dolía hasta la punta de los cabellos. Caminó unos pasos para desentumecer los músculos. El hangar era tan grande como un estadio de fútbol. Cajas y más cajas. Al fondo se veía un enorme camión estacionado, con una voluminosa carga tapada por una lona negra. En uno de los costados había compartimientos divididos con mamparas, desde donde brotaban ruidos secos, aislados.

Con el revólver en la mano Martín se deslizó sigilosamente entre los embalajes. Le llamó la atención un grupo de grandes cajones de  madera que estaban hacia el fondo, cerca del camión, y que exhibían en forma bien visible las leyendas «Danger» y «US Army». Las fue abriendo con cuidado. El detective tenía un vasto conocimiento sobre armas y en seguida reconoció los fusiles M-16 y las ametralladoras UZI que atiborraban varias cajas. Encontró balas en cantidad suficiente como para aniquilar a toda la población del país. Bombas y explosivos plásticos con detonadores conectados a relojes digitales. Tomó varias fotografías. Sintió que la transpiración empezaba a empaparle la camisa. Su semblante se oscureció al ver unos embalajes largos y rectangulares, semiocultos por una carpa de plástico. Los abrió casi con desesperación y confirmó sus sospechas: eran lanzacohetes LOW. Recordó un video yanqui que le habían mostrado una vez en la Escuela de Policía. Con uno de esos juguetes se podía destrozar un tanque de guerra. La gran puta, estos tipos están locos, pensó. Una idea terrorífica empezó a instalarsele en la mente. Miró con estremecimiento hacia el camión, cuya misteriosa carga tenía ahora una apariencia cada vez más siniestra. Se acercó jadeando. Sacó su navaja del bolsillo y con una súbita rabia cortó las amarras. Levantó un extremo de la lona. ¡Mierda, sí... allí estaban! Frescos y relucientes. Exhibiendo su satánica belleza de máquinas convertidas en celebridades mundiales desde su fulgurante actuación en la Guerra del Golfo. Montados en sus plataformas móviles, los seis misiles «Patriot» apuntaban casi distraídamente hacia el techo.

-¡Puta carajo! -exclamó, totalmente fuera de sí- ¿Piensan traerlo al Tiranosaurio o comenzar la Tercera Guerra Mundial?

Hubo un ruido. El detective reaccionó, asustado, cubriendo rápidamente la lona y ocultándose detrás del camión con el revólver preparado. Escuchó pisadas y una puerta que se abría. Un sujeto flaco, de gruesos anteojos y cabellos parados, salió desde el interior de los compartimientos. Vestía unos jeans desteñidos y una chaqueta militar. El medallón con la figura del escorpión amarillo despedía resplandores contra su pecho.

-¡Hola! ¿Hay alguien allí? -gritó.

Martín contuvo la respiración. El sujeto caminó unos metros hacia el medio del hangar y miró hacia todos lados. Se rascó la cabeza con expresión desconcertada.

-¡Muchachos! ¿Están allí?

Su voz se prolongó en ecos distorsionados. Después silencio. El sujeto se encogió de hombros y volvió a meterse en los compartimientos.

Martín aguardó un rato y luego se deslizó detrás de él. Abrió la puerta con suavidad, apuntando con el arma. Era una pequeña oficina con un escritorio y tres sillas de cuerina negra, un archivador, un teléfono blanco y un florero con claveles de plástico. Tan cálido y acogedor como la morgue. Otra puerta entreabierta. Daba a un pasillo un poco descuidado y sucio al que desembocaban varias puertas. Había polvo, telarañas y hasta un nido de avispas rojas colgado de la parte superior de la pared. No eran muy afectos a pasar la escoba los muchachos. Llegaban ruidos sordos, esporádicos, desde uno de los recintos. A través de una ventana de vidrio vio al flaco de anteojos sentado frente a una mesa y a un panel que sostenían una compleja red de equipos de informática. Había una gran cantidad de monitores, teclados, cajas de disco, módem, scanners e impresoras láser. El flaco estaba sumamente concentrado corrigiendo algo que parecía una planilla en el monitor. Ni se dio cuenta cuando Martín abrió sigilosamente la puerta y se colocó a sus espaldas, con el caño del revólver casi tocándole la nuca.

-¡Hola! ¿Tenés algún programa de Las Tortugas Ninjas? Estoy medio aburrido y quisiera jugar un rato.

El flaco saltó de su silla. Miró al detective como si se tratara de un marciano.

-¿Quién es usted? ¿Cómo diablos entró aquí?

-Soy un yacy yateré. Se acabó mi provisión de caña y salí del monte a buscar.

La mano del flaco intentó reptar debajo del escritorio, pero lo hizo con tanta torpeza que se puso en evidencia aún antes de iniciar el movimiento. Martín saltó hacia adelante y le golpeó el dorso de la mano con el caño de la pistola. El sujeto pegó un aullido de dolor.

-¡Ah no, mi viejo, así no! -le reprochó el detective-. Alarmas no. Gritos y escándalos tampoco. Vamos a quedarnos sentados y tranquilitos a conversar un rato como dos viejos conocidos del barrio.

-¡Está loco! Los muchachos van a volver enseguida. Cuando lo encuentren, lo van a hacer pomada.

-¿Sí? Ahora contame una de Stephen King. A lo mejor empiezo a temblar.

-¿Qué carajo es lo que quiere?

-Que me hagas una demostración de las cositas maravillosas que hay en tus archivos. Especialmente lo que tenga que ver con la Operación Fecha Feliz.

-¡Ni loco! -El flaco se puso pálido como un cadáver- ¡Eso es secreto militar! Además yo no tengo el password, la clave para entrar.

-Apuesto a que sí. A lo mejor necesitás un poquito de estímulo para recordar. No te preocupes, yo te voy a ayudar.

Sin dejar de apuntarlo con el revólver, el detective hurgó entre los cables y equipos. Encontró un grueso prolongador. Se acercó al flaco, le inmovilizó los brazos contra el respaldo del sillón giratorio y los ató con fuerza.

-¡Nde... esperá...! ¿Qué mierda estás haciendo..?

Martín no respondió. Abrió la puerta, salió al pasillo y fue hasta la recepción. Allí, en el armario, entre tarros de Nescafé y leche en polvo encontró lo que buscaba: un frasco de edulcorante Nutrasweet. A la vuelta se detuvo frente al nido de las avispas y destapó el recipiente. Los bichitos emergieron del interior como caza-bombarderos y empezaron a revolotear enloquecidos alrededor del vidrio. El detective se dirigió junto al flaco, quien pugnaba infructuosamente por liberarse. Arrastró la silla giratoria del sujeto hacia un rincón y, sin previo aviso, empezó a dejar caer varias gotas gomosas del edulcorante sobre su rostro.

-¡Ey...! ¡Qué le pasa...! ¿Qué carajo es esto? -protestó el flaco.

Martín estiró otra silla y se sentó frente al panel de las computadoras. Pulsó la tecla de scape, borró la planilla y regresó al punto de insersión.

-La palabra clave, por favor -pidió.

-¡No se lo puedo dar! -suplicó nerviosamente el flaco.

-Está bien, no importa. ¡Ah... tené cuidado! Parece que esas avispas están con hambre -dijo el detective, impasible, como si informara sobre el pronóstico del tiempo-. No sé porqué, pero creo que están confundiendo tu cara con una flor de girasol.

Las avispas comenzaron a bailar en círculos alrededor del rostro del flaco. La computadora pidió el input y Martín empezó a escribir palabras al azar. Eclipse. Sol. Luna. Oscuridad. Escorpión. Amarillo. Golpe de Estado. Tiranosaurio. Payé. Fecha Feliz. Soy un boludo. Mierda. Un bip agudo le reprochaba su error repetidas veces.

-¡Nooo...! ¡Sáqueme de aquí a estas abejas! ¡Me van a picar...

-No son abejas sino cava pytá. Avispas coloradas. El aguijón de una sola de ellas te puede hacer volar de fiebre durante toda una noche. Si te pica media docena, probablemente te duermas y no despiertes nunca más. ¿Qué...? ¿No les enseñan entomología en el Ejército?

Los ojos del flaco se desorbitaron al ver que uno de los insectos estaba parado en la punta de su nariz. El sudor frío y las gotas del edulcorante estaban formando un espeso y brilloso jarabe sobre su piel.

-¡Venga... por favor...! ¡Está por picarme...!

-La palabra clave.

-¡Ayayayay...! ¡Me picó, carajo! ¡La puta... me picó!

-La palabra clave.

-¡Tembelo...! ¡La palabra clave es Tembelo! ¡Aaaaaay... puta, como duele!

-Muy original -Martín escribió la palabra. Tembelo era el marcante popular con que se conocía al ex-dictador, una despectiva manera de describir su rasgo físico más notorio: el grueso y gordo labio inferior que le colgaba como un belfo de dragón. La pantalla del monitor empezó a cubrirse de signos, palabras, figuras.

-¡Ya le dí la frase! -imploró el flaco- ¡Ahora ayúdeme, por favor! ¡Me duele mucho!

Martín tomó una jarra de tereré que había sobre una de las mesas, fue hasta el flaco y la vació sobre la cara. El agua espantó a las avispas. Con una hoja de papel de impresión removió los restos del jarabe. El sujeto suspiró aliviado. El detective regresó al computador.

-Interesante, muy interesante -exclamó, mientras iba descorriendo los documentos en el visor.

-¡Nos van a matar! -sollozaba el flaco- ¡A los dos!

Durante más de diez minutos Martín estuvo revisando los documentos. Luego se volvió al flaco, que sollozaba casi en silencio, convertido en un ovillo lastimoso. La nariz se le había hinchado y estaba roja como una brasa encendida.

-¿Este teléfono tiene conexión externa?

-Tiene DDI. Se puede llamar a cualquier parte del mundo.

-Muy bien -dijo el detective, acercándose-. Lo siento mucho, amigo, pero no quiero que escuches esta conversación.

El otro puso ojos de terror, pero no pudo evitar que el dorso del revólver se estrellara contra su cráneo con un ruido seco. Su cabeza cayó blandamente sobre el respaldo de la silla. Martín volvió a sentarse, pulsó varios dígitos en las teclas del teléfono y esperó algunos minutos.

-¿Hola? -dijo la voz del doctor Humbero Cardozo al otro lado de la línea.

-Habla Martín Olmedo, doctor,

-¿Qué...? ¿Olmedo? ¡Maldición! ¿Dónde diablos se encuentra?

Claudia me llamó ayer por la tarde y dijo que usted pensaba meterse hoy en la boca del lobo.

-Estoy adentro mismo del estómago, doctor. Y le diría que a punto de ser digerido.

-¿Encontró algo interesante?

-Mucho más de lo que esperaba. No me va a creer. Estos tipos tienen mayor tecnología bélica que todos los ejércitos latinoamericanos juntos. Y están esperando recibir más partidas en los próximos días. Hay que detenerlos ya mismo, antes de que se vuelvan invulnerables.

-¿Qué me sugiere?

-Si puede hablar con los peces gordos del Gobierno, le voy a dar las coordenadas del aeropuerto privado de Ferreira. Si todavía les queda gente leal en las Fuerza Armadas, es preciso que vengan inmediatamente con todos los aviones, helicópteros, tanques... que sé yo. Los pueden tomar por sorpresa si se apuran.

-Puedo hablar con el presidente de la República ahora mismo. Pero no me va a creer. Y aun si lo hace, una operación así no se puede armar con tanta rapidez.

-Dígale que hay media docena de misiles apuntando a lugares estratégicos. Y que dos de ellos apuntan directamente al Palacio de Gobierno y a Mburuvichá Róga. Ya verá con qué rapidez mueven el trasero.

-¿De veras...? -la voz del director demostró un sobresalto-. Eso es increíble, Olmedo. Pero debo ofrecerles alguna prueba. Algo que los convenza.

-¿Usted tiene el módem conectado a su computadora doctor?

-Sí. Lo tengo encendido.

-Muy bien. Entonces pase la línea telefónica al ordenador. Le voy a enviar todo el detalle de la operación.

-Correcto. Ya está.

Martín depositó el tubo en la base de transmisión del ordenador y oprimió las teclas para operar el módem. Al poco rato, la computadora empezó a transmitir todos los datos almacenados en el programa. Cinco minutos después, un biiiip largo y sostenido avisó que la operación había concluido. El detective retomó la linea.

-¿Doctor? ¿Me escucha?

-Sí, Olmedo. Lo he recibido todo. ¡Es increíble! Esto va a hacer saltar a todo el mundo. Lo vamos a publicar in extenso en la edición de   —144→   mañana. Ahora voy a llamar al presidente y le voy a exigir que salga ya mismo una expedición hacia allá. También hablaré con el presidente de la Corte Suprema de justicia y con el titular del Parlamento, para que participen. ¡Y por supuesto, a toda la prensa escrita, radial y televisiva, del país y del exterior! ¡Esto es grandioso, Olmedo, grandioso...! ¡Será nuestra consagración en la historia del periodismo internacional! ¡El día en que el diario La Mañana salvó a la democracia paraguaya!

-Calma, doctor. No se olvide que antes tienen que salvarme a mí. Especialmente si quiere las fotos exclusivas que le estoy preparando.

-¡Genial...! ¿Usted en qué lugar exacto se encuentra?

-Estoy dentro de un hangar, al lado del aeropuerto. Más precisamente en la sala de computación. Lo muchachos del Escuadrón fueron a jugar al tiro al blanco en un monte cercano, pero es probable que regresen enseguida y quieran seguir practicando conmigo.

-¿Claudia está con usted?

-No. Ella está por aquí cerca, en la cumbre de un cerro, jugando a las Brujas de Salem.

-Creo que podemos llegar antes de dos horas con los helicópteros, Olmedo. ¡Mientras tanto, manténgase a salvo!

-Haré lo posible, doctor. ¡Hasta luego!

Colgó el teléfono, hizo una copia del archivo en disquet y se volvió hacia el flaco que seguía inconsciente. La nariz roja le daba un divertido aire de payaso. Le desató los brazos, le quitó el manojo de llaves que llevaba prendido al cinturón y después le quitó la chaqueta militar. Se la puso. Le quedaba un poco apretada, pero nadie iba a darse cuenta. Encontró una gorra militar y también se la puso. Alzó al sujeto sobre los hombros como si fuera una bolsa de mandioca y salió al hangar. Lo acostó entre unas cajas y lo cubrió con una lona. Le hizo un gesto irónico de despedida. Chau viejo, disculpá la incomodidad, en la cárcel dormirás mejor.

Empezó a caminar hacia la puerta de salida. De pronto sintió un escozor. Algo adentro suyo le decía no, no te podés ir. Se detuvo. Miró otra vez hacia el camión que seguía estacionado al fondo, con sus bultos siniestros bajo la lona. Sintió que una voz le hablaba desde algún lugar. No viejo, no te podés ir así tan panchamente. ¿Quién te garantiza que esos juguetes de la muerte no han de volver a caer en manos equivocadas? ¿Quién te dice que los unos han de ser mejores que los otros? Al diablo, se dijo. Sos un boludo sentimental, Martín. Siempre lo serás. Caminó de  prisa hacia las cajas del fondo, abrió la que contenía los explosivos y extrajo uno de ellos, el que parecía de mayor poder. Fue hasta el camión y estuvo manipulando un largo rato con los cables y las conexiones. Después ajustó el reloj. Pulsó algunas teclas y modificó los dígitos. Ya está. Se secó el sudor de la frente y respiró hondo. A la mierda. Ahora hay que rajar de aquí.

Estaba por abrir la puerta de salida, cuando de nuevo sintió el escozor. Mierda, ¿y ahora qué? El flaco, dijo la voz. No lo podés dejar allí. ¿Por qué no? Es un maldito tránsfuga. No, no podés, Martín. Sencillamente no podés. Carajo. Maldita sea la hora en que a Freud se le ocurrió darle voz a la conciencia. Uno le sigue un poquito la corriente y ya no te suelta más. ¿O no fue Freud? Se acercó al sujeto y trató de levantarlo. El sujeto se removió con un quejido y empezó a despertarse. Martín extrajo el revólver y le propinó otro golpe en la cabeza. El flaco volvió a dormirse. El detective lo envolvió con la lona como si fuera un paquete para regalo y lo cargó sobre los hombros. Abrió la puerta y salió al exterior.

Había un grupo de soldados movilizándose alrededor de una avioneta en otro de los hangares. Un jeep, con cuatro hombres uniformados se paseaba por la pista. Martín trató de caminar sin llamar la atención hacia un viejo camión que estaba estacionado a cierta distancia. El sujeto sobre sus hombros pesaba una tonelada. El jeep daba vueltas y más vueltas por la pista. Martín llegó hasta el camión, depositó al flaco en el fondo de la carrocería y lo tapó con la lona. Iba a tardar algunas horas en despertar.

El detective se trepó a la cabina. El camión estaba bastante destartalado. Buscó los cables detrás de la llave de arranque pero sólo encontró una espesa red de telarañas. Golpeó el tablero con furia y sintió un fuerte dolor en la mano. Puteó varias veces mientras se frotaba los dedos enrojecidos. A través del parabrisas vio que el camión con los soldados estaba regresando. No había caso. Para llegar al monte más cercano tenía que atravesar la pista caminando. Era como pasearse por un campo de tiro con el blanco pintado en las espaldas. Tampoco podía quedarse allí a esperar. De pronto empezó a tener miedo, mucho y de golpe. No, no podía quedarse allí. Extrajo la cámara fotográfica y el disquet de la computadora y los guardó en el portaguantes del vehículo. Si llegaban a capturarlo, alguien tendría la oportunidad de encontrarlos más tarde. Pensó en dejar una nota, pero le pareció estúpido. ¿Qué iba a escribir? ¿Alguna frase heroica? Vamos, detective, la hora del sacrificio ha  llegado. La democracia necesita de mártires. ¡Mbóre!

Descendió de la cabina y empezó a cruzar despacio la pista. Caminaba con la mayor naturalidad que le resultaba posible, como si se dirigiera a mirar vidrieras en la calle Palma. A lo mejor tenía una suerte maldita y no se fijaban en él. A lo mejor pensaban que era un recluta que necesitaba hacer una incursión apresurada en el monte. A lo mejor...

El ruido del motor de un jeep empezó a crecer en la distancia. Parecía acercarse con rapidez a sus espaldas. No puede ser, se dijo. Son suposiciones. Estás muy nervioso. Se hundió la gorra hasta los ojos. Hay que seguir caminando. No pasa naranja. Pero el motor se acercaba cada vez más. Más. ¿Adónde correr? Alrededor no había nada. Ni un miserable sitio donde esconderse. Acarició el revólver bajo la chaqueta. No era una buena idea. No le iban a dar oportunidad. Que mala leche. El motor se escuchaba cada vez más cerca. No. Más cerca. Sacrificio. Más cerca. Mártir de la democracia. Más. ¡Araca!

-¡Usted... alto! -gritó la voz a sus espaldas-. ¡A usted le estoy hablando!

Martín se sintió perdido. Siguió caminando. El jeep aceleró y se ubicó a su costado. De reojo vio a Rambo parado en el asiento de al lado del conductor, apuntándolo con la Browning 9 milímetros. Como si eso no fuera suficiente, en la parte de atrás del vehículo dos soldados también lo encañonaban con sendos fusiles-ametralladoras.

-¡Quieto, carajo! -vociferó Rambo- ¡Deténgase o disparamos!

Martín se detuvo. Sin que se lo pidan, levantó las manos hasta casi tocar el cielo. Quería demostrar que era un chico bueno, obediente. No sean brutos, muchachos. Me estoy portando bien, ¿no lo ven? Los soldados saltaron al suelo y lo rodearon. Uno de ellos se acercó por detrás y le palpó todo el cuerpo hasta encontrar el revólver. El jeep paró el motor. Rambo esbozó una ancha sonrisa.

-Pero miren a quién encontramos... Nuestro amigo, el guapo del hotel. ¿Qué se te ha perdido por aquí, muchacho?

-Busco al señor Pablo Ferreira. Tengo un negocio que proponerle -contestó Martín.

-¡Ah sí, ya lo creo...

Rambo, acercándosele con la pistola apuntada hasta tocar con el caño la frente del detective.

Inesperadamente el arma subió y volvió a bajar con fuerza.

Martín percibió el impacto, pero ya no tuvo tiempo de sentir dolor.

 

El mundo se volvió oscuro.

Muy oscuro.

 

La hoguera ardía encima del altar de los sacrificios. Leños de curupicay dispuestos en forma de cruz sobre un bracero de hierro arrojaban lenguas doradas, refulgentes.

Robustiano Cañete se aproximó, silencioso, con el rostro gordo y moreno perlado de sudor. A su alrededor todos observaban, tensos, expectantes. El payesero extendió los puños cerrados sobre el fuego y se pudo sentir claramente el olor a pelo quemado cuando las llamas comenzaron a chamuscar los vellos de sus brazos. Recorrió con los ojos el cerco de curiosos y dirigió una sonrisa despectiva a Don Ecumenario. Entonces abrió los puños con un gesto espasmódico y hubo una explosión brillante que hizo retroceder a todos, arrancando gritos de sorpresa. Una cascada de chispas ascendió a los cielos como una gigantesca estrellita de navidad. El efecto duró más de medio minuto y cuando todo se acabó, en medio de una densa humareda que olía a pólvora y a hierbas mágicas, se escucharon largos gritos, vítores y aplausos.

Cañete sonrió sobradoramente y retrocedió unos pasos. Hizo un gesto de invitación a su contrincante. Don Ecumenario asintió levemente con la cabeza y se aproximó al fuego. Claudia sintió que una mano helada sofocaba su corazón. El anciano la miró y sonrió de modo casi imperceptible. Extendió los puños sobre la hoguera, del mismo modo en que lo había hecho el otro. Otra vez la tensión y la expectativa en los rostros. El anciano abrió las manos y todos se echaron hacia atrás, por puro reflejo. Pero esta vez no sucedió nada. Absolutamente nada.

Un murmullo de desaprobación y desencanto empezó a crecer, hasta convertirse en rechiflas e insultos. Don Ecumenario sonrió y empezó a bajar lentamente las manos hacia el brasero. Las rechiflas se silenciaron. Las manos se sumergieron en medio de las llamas. Claudia creyó sentir ella el dolor y cerró los ojos. Los demás no podían creer lo que estaban viendo. El rostro del anciano estaba impasible y sereno. Sus manos aferraron un enorme leño por la parte encendida al rojo vivo y lo levantaron en el aire. Una exclamación de susto y admiración brotó de todas las gargantas.

Don Ecumenario miró a su contrincante. Cañete estaba lívido. Con  un gesto muy rápido, el anciano le arrojó el leño encendido. El otro, sorprendido, lo aferró en el aire. Lo sostuvo un rato entre sus manos, estupefacto. De golpe su rostro empezó a descomponerse en una máscara de dolor. El olor a carne quemada impregnó todo el ambiente. Cañete pegó un alarido y dejo caer el leño, que se estrelló contra el piso esparciendo chispitas rojas. Sin dejar de gritar, se echó a correr desesperado hacia cualquier parte. Don Ecumenario levantó sus manos y mostró las palmas rugosas, intactas.

El eco de los aplausos se extendió durante largos minutos.

 

Las campanadas sonaban muy fuerte en medio de la oscuridad. Tan fuerte que hacían doler el cerebro. Qué raro. Martín no se acordaba de haber visto ninguna Iglesia cerca. Ni que la noche hubiera llegado tan deprisa. Ni mucho menos que se hubiera acostado a dormir sobre algo tan frío como el hielo. La última vez... ¿qué diablos había ocurrido la última vez? Entonces recordó el jeep, los aviones, la pista, los hangares, las armas... y ese milico desgraciado, cuando lo agarre... ¡uf! Sintió agujas en la cabeza. Quiso tocarse pero las manos no le respondían. El cuerpo entero se negaba a responder. Otra vez las campanadas. No, no eran campanadas. Era ese maldito pájaro. Pero entonces dónde, qué...

-Está despertando -dijo la voz.

Martín trató de abrir los ojos. Le resultaba tan difícil como encontrar funcionarios honestos en las administraciones de Aduanas y Puertos. El resplandor de la luz lo golpeó como un martillo. De a poco las imágenes se fueron clarificando. Vio unas botas negras y brillantes en primer plano. Una de las botas se movió y le aplastó la nariz. La bota estaba unida a una pierna vestida de verde para-í. Y la pierna conducía arriba, hacia un cuerpo musculoso que sostenía un rostro sonriente y burlón.

-¡Arriba, mierda! -gritó Rambo- ¡Hace rato que estamos esperando para que nos aclares un montón de cosas!

El detective sintió que unos potentes brazos lo recogían del suelo como a un maniquí y lo tumbaban en un sillón de madera. Recién entonces pudo advertir que se encontraba en el amplio y fresco corredor de una vivienda. Casi todo era de madera barnizada y lustrosa. Una gruesa baranda los separaba de un bello y cuidado jardín. Más allá, en la distancia, los hangares y las avionetas flotaban en el vaho caliente de la  pista.

Rambo se paró frente a él desafiante. Tres hombres aguardaban sentados en otros sillones, como espectadores impacientes ante una obra teatral retrasada. Reconoció al coronel Romero y al fazendero Ferreira. Ambos mostraban expresión de disgusto y habían perdido la azucarada amabilidad de la otra noche. El tercero era un rubio flaco y alto, pinta de gringo, con una mirada fría y perturbadora. Detrás de ellos, colgado del techo, estaban las dos jaulas con los loritos, el corochiré y el pájaro campana. Al parecer, habían decidido unánimemente dejar de trinar.

-¡Bueno! ¡No te vamos a esperar toda la mañana! ¡Empezá a hablar, mierda! -Rambo parecía histérico. La Browning le temblaba en la mano derecha. A los costados del detective, dos soldados apuntaban sus ametralladoras como aguardando que hiciera algún movimiento sospechoso para vaciarle el cargador. Tranquilo, muchachos. No tenían por qué preocuparse. El iba a quedarse más estático que un opositor después del pacto político.

-Ya le dije: quería hablar con el señor Ferreira -contestó Martín, mirando al viejo que sorbía lentamente un vaso de limonada-. Me han indicado que él puede ayudarme a conseguir unas mercaderías muy especiales para unos clientes en Asunción.

La Browning se movió con un destello imperceptible y el detective sintió un agudo dolor en la mandíbula. El sabor de su sangre en la boca le resultó ajeno y extraño.

-¡Contame otra historia, mierda! -gritó Rambo, fuera de sí, y lo aferró de los cabellos, dispuesto a golpear de nuevo.

-Espere, capitán -dijo el coronel Romero, levantándose del sillón. Recogió algunas cosas de una pequeña mesita. Martín reconoció su billetera, con sus documentos y sus tarjetas. El militar se acercó hasta casi pegar su rostro al del detective.

-Sabemos quién es usted, amigo -su voz sonaba tranquila, casi paternal-. Sabemos que ha vestido el uniforme en una época difícil y ha defendido los intereses de la patria. Por lo tanto, usted también sabe que hay momentos en la vida en que un hombre debe jugarse a fondo por los valores que defiende. Momentos de definición, de renuncia personal. Eso es lo que estamos haciendo aquí, en este rincón alejado y perdido de nuestro querido Paraguay. Estamos preparándonos para responder a los desafíos de la historia. Para salvar al país, una vez más, de la afrenta y la iniquidad. Tenemos que honrar a nuestros héroes que dieron su vida por  la patria en las trincheras de Cerro Corá y Boquerón. No podemos permitir que nada, absolutamente nada, modifique el curso de nuestro destino. Usted y yo, aunque hayamos servido en distintas instituciones, somos de la misma raza de valientes y patriotas. Por eso le pido que colabore con nosotros. Díganos cómo ha llegado hasta aquí, quiénes lo enviaron, qué es lo que se sabe de todo esto allá afuera. Le aseguro que su acción será plenamente recompensada y usted ocupará un lugar muy importante en esta nueva era que pronto va a vivir nuestro país.

El coronel terminó sus palabras con una sonrisa de político en campaña electoral y se quedó aguardando la salva de aplausos.

-Me conmueven sus palabras -dijo Martín-. Créame, si no estuviera tan asustado por las bravuconadas de este gorila al que usted llama capitán, quizás hubiera llorado de emoción.

Una sombra de furia borró repentinamente la sonrisa del rostro del coronel.

-¡Hijo de puta!

-No pierda el tiempo con esta mierda, mi coronel -intervino Rambo, blandiendo su pistola contra el rostro del detective-. Déjelo a ni cargo, yo le voy a hacer cantar como a un gallito.

-Ustedes están locos si creen que ese plan va a tener éxito -dijo Martín-. ¿Quién es el genio estratega al que se le ocurrió? ¿No será el mismo guionista de «El sueño mágico de Bibi»?

-¿Y vos qué podés saber de estas cosas, compadre? ¿Qué podés saber, eeeh? -desafió Rambo, hincando varias veces con el caño de su pistola el pecho del detective.

-A ver -pidió el coronel, cuya voz había recobrado el tono de fingida suavidad-. Ilústrenos con su divina inteligencia. Díganos qué es lo que le parece mal.

Martín miró disimuladamente su reloj. Había tiempo. Por qué no divertirse un poco.

-La coyuntura política nacional e internacional es muy adversa para una aventura bélica como la que ustedes se plantean -dijo, con una forzada pose doctoral-. Supongamos que tengan éxito militar y logren controlar el poder. Eso es factible, si tomamos en cuenta a los genios encargados de nuestra Defensa Nacional. Pero, ¿cuánto tiempo les va a durar? ¿Qué respaldo van a tener de la población civil? Y ni hablemos de la comunidad internacional.

El coronel se sentó de nuevo y acercó un poco más su sillón hacia  el detective. Parecía entusiasmado de poder discutir con alguien los detalles de su mesiánica misión. Martín palideció al pensar lo que eso significaba: no iban a dejarlo salir vivo de allí.

-Todos esos riesgos han sido mil veces estudiados por especialistas en análisis estratégico -explicó el militar, reforzando sus palabras con gestos ampulosos-. La población civil, como usted la llama, está harta de un gobierno que sólo le da libertad para morirse de hambre. Está harta de los políticos que se pasan prometiendo cosas que nunca van a cumplir. Son payasos que han convertido el Parlamento en un gran circo y que gastan el tiempo y la plata del pueblo tirándose mierda unos a otros, mientras sus compatriotas deambulan en busca de pan y de trabajo. Sí, la gente esta harta de que los criminales le hayan perdido el respeto a la policía y que ya nadie pueda salir tranquilo a las calles. Cada vez hay más robos, asaltos, violaciones... Esa población civil apoyaría de muy buen grado el regreso de un hombre que quizás cometió errores, pero que siempre se preocupó por la paz, el bienestar y la seguridad de sus compatriotas. Yo he recorrido miles de humildes hogares por todo el territorio nacional antes de tomar esta decisión. He hablado con la gente, he visto la miseria, la desilusión, el desencanto por esto que pomposamente llaman democracia. ¿Qué democracia? El país es un tremendo caos. Son los payasos, los putos y los bolches los que en realidad des-gobiernan. Cualquiera dice cualquier barbaridad y la prensa lo publica en grandes titulares. Se confunde libertad con libertinaje. Se ofende y se agravia gratuitamente a las instituciones más sagradas que tiene un país: la Iglesia, la Familia y especialmente las Gloriosas Fuerzas Armadas. Se viola uno. de los derechos capitales del inundo occidental y cristiano: el derecho a la propiedad privada. Cualquiera puede declararse «sin tierra» y amanecer con una carpa y una bandera en tu propio patio. Así no vamos a ir a ningún lado, compañero. Así solamente le estamos preparando el camino para que unos cuantos bolches trasnochados, que ya no tienen lugar ni en la Unión Soviética, terminen adueñándose del país. La gente sabe eso y no está de acuerdo. Yo he visto que en miles de hogares humildes, muy calladamente, la gente abre sus baúles al atardecer y saca un retrato del general como una verdadera reliquia, lo ponen en el nicho familiar, junto a sus santos más queridos, y le encienden una vela. Esa gente va a estar muy contenta de que él regrese para gobernar.

Martín volvió a mirar su reloj. Dedicó una sonrisa irónica al coronel, que parecía haber entrado en una especie de trance mientras  hablaba.

-Es posible que una buena parte de la población, la que corresponde al sector más postergado e ignorante, el sector más acrítico y corrompido por la misma dictadura, se comporte de esa manera -dijo el detective, con aire conciliador-. No lo descarto. Pero otra gran parte ha adquirido mayor conciencia crítica, precisamente gracias a lo que usted llama libertinaje periodístico y conoce en detalle los horrores de la dictadura. No creo que esa gente esté muy dispuesta a repetir la historia. El gobierno que tenemos actualmente está muy lejos de ser una maravilla, es verdad, pero la diferencia está en que nosotros lo hemos elegido. Con trampas, por supuesto, pero lo hemos elegido. Y eso es algo que a lo mejor no sirve para llenarnos el estómago, pero... ¿sabe coronel?, el día en que yo deposité ese papelito en las urnas me sentí bastante bien. Una sensación parecida a la primera vez que hice el amor con una mujer. Y sé que muchos compatriotas también se sintieron así.

-Palabras... -rechazó el coronel, moviendo reiteradas veces la cabeza hacia los costados-. Sólo palabras. ¿Usted cree que somos tan tontos como para intentar repetir la historia? Tenemos un programa político mucho más atractivo que esta mascarada que está hoy en cartelera. ¿Quieren democracia? Nosotros se la vamos a dar. Pero una democracia con patriotismo, con orden, con seguridad, con pan y trabajo para todos los paraguayos de bien. En pocos días más, un movimiento terrorista de ultra-izquierda comenzará a operar en el país. Habrá bombas en las embajadas, en las escuelas y en los colegios, en las Iglesias y en las oficinas públicas. Morirán mujeres y niños, gente inocente. La población se va a desesperar. El Gobierno será incapaz de contener la oleada del terror. El país se volverá aún más ingobernable. Entonces llegará la salvación.

-Naturalmente -acotó Martín-, los terroristas no serán otros sino los buenos muchachos del Comando Escorpión Amarillo. El viejo y frustrado Plan Ene se vuelve a reflotar. Me desilusiona, coronel. Ni siquiera son capaces de planear cosas originales.

-El plan va a funcionar. Claro que, lamentablemente, usted ya no estará vivo para poder comprobarlo. Vamos a convocar a elecciones en forma inmediata y le aseguro que el general saldrá elegido con la mayor cantidad de votos que haya registrado la historia política de este país.

-¿Y usted espera que los yanquis y los otros países dueños de la plata aprueben una locura como esa? Hace una década era buen negocio poner generales en el poder. Hoy los Mister quieren yuppies de cuello y   —153→   corbata, porque dan mejor imagen y se los maneja con más facilidad. A su general lo van a dejar más solo que a su propia estatua, la que fue derribada del Cerro Lambaré por la multitud y que hoy se llena de herrumbre en los depósitos de chatarra de la Municipalidad.

El coronel dirigió la pregunta al rubio flaco y alto, que desde el principio escuchaba la conversación con ganas de intervenir.

-En eso también se equivoca. ¿No es verdad, Mister Norton?

-Así es -dijo el rubio, en un castellano que a pesar de tener un fuerte acento gringo, sonaba perfecto-. Sólo hay que recordar lo que sucedió en Perú, con Fujimori. Es posible que algunos gobiernos emitan sus declaraciones de condena y hasta retiren sus embajadas por algún tiempo. Pero no son los gobiernos los que mandan sino las grandes corporaciones. O las transnacionales, como les gusta decir a los comunistas. Para estas corporaciones, desde que cayó el régimen, el Paraguay ha dejado de ser un lugar de interés para las inversiones. No hay respeto por la propiedad privada, no hay estabilidad social ni económica, no hay garantías de orden ni de seguridad para el capital. ¿Quién piensa usted que está financiando toda esta operación bélica tan costosa?

-¿Por qué no llama a las cosas por su nombre, amigo? -contestó Martín- No me hable de corporaciones. Hábleme de la Mafia. O, si quiere, de los Cárteles del Narcotráfico. He visto sus hangares llenos de basura taiwanesa. Estoy seguro de que detrás de todo eso está el maldito polvo blanco. A ustedes les interesa un pito la democracia, el bienestar, la seguridad y todas esas sandeces. Lo único que les importa es la seguridad y el bienestar de sus bolsillos.

-¡No! -dijo el coronel, súbitamente indignado- ¡Esta es una misión patriótica! ¡Estamos tratando de salvar al país!

-Ni su madre le va a creer ese discurso, coronel. Deje a la patria tranquila, que ya demasiado le han chupado la sangre. Los que tumbaron a su general lo habrán hecho por muchas otras razones, pero principalmente porque el negocio ya no les resultaba rentable. Se creyeron que con un sistema de seudo-democracia podían lavarse la cara y seguir robando con tranquilidad, pero la criatura se les fue de la mano. Ese es el problema de darle libertad a la gente. Se abre las puertas de la jaula y los pájaros, en lugar de darte las gracias y seguir alegrándote la mañana con su canto, te dan la espalda y se echan a volar, cada vez más alto. Y desde lo alto dejan caer la caca sobre las cabezas de sus amos, los muy desagradecidos. Los periodistas se animan y empiezan a meter las narices en tu ropero, revolviendo al sol los trapos sucios. Los jueces sienten que se les mueve el piso y para asegurar su supervivencia hasta juegan a hacer justicia. Ya no hay garantías. Los parlamentarios, con tal de salir en la prensa y ganar protagonismo, hasta se atreven a acusarte de corrupto y narcotraficante. ¿Pero qué se han creído? Las cosas no tenían que ser de esa manera, ¿verdad coronel? Ese no era el trato. Hay que volver a poner las cosas en su lugar. ¿Por qué no traemos de vuelta al viejo general?

-Es usted muy fantasioso, amigo. Lástima que esa imaginación tan rica deba ser truncada de un modo tan trágico. -la voz del coronel había perdido definitivamente el tono de cordialidad, para volverse dura y amenazadora-. Usted no es lo que yo creía. Es apenas uno más de esos bolches: un pobre tipo que odia a los militares.

-No crea, coronel. Llegará un momento, en este país, en que nadie odiará a lo militares. Pero, claro, en una época así usted jamás sería militar.

El rostro del coronel se tiñó de furia.

-Creo que ya hemos hablado bastante. ¡Capitán, lléveselo!

Rambo sonrió con satisfacción y se aproximó con su pistola. Martín miró su reloj y comprendió que debía ganar un poco más de tiempo.

-¡Espere! Antes sáqueme de una duda, coronel. ¿Realmente creen que un anciano ya medio esclerótico y que, según las pocas entrevistas periodísticas, se pasa recitando incoherencias, pueda dirigir un país como el que ustedes quieren?

El coronel pareció sorprendido por la pregunta. El viejo Ferreira se levantó de su sillón como despertando de un sueño brumoso. Hasta entonces había permanecido silencioso y estático. Se sirvió otro vaso de limonada y encaró al detective.

-Ese es un punto interesante, amigo. Lo hemos discutido en muchas oportunidades. Yo personalmente he ido a visitar al viejo en su residencia de Brasilia. Las veces que le insinué el tema siempre me respondía con anécdotas confusas sobre sus años de gobierno y sus jornadas de pesca en el río Paraná.

-¿O sea que el Tiranosaurio ni siquiera está enterado del Plan? -pregunto Martín con perplejidad.

-No lo necesitamos a él, sino a su leyenda. Actualmente él es apenas un fantasma solitario que vive alimentado de las nostalgias de un poder que se le ha escapado, acaso para siempre. Ya era así incluso antes del golpe que lo derrocó. Los hombres del Cuatrinomio manejaban el  Gobierno y él se había convertido en una sombra de su propia figura. Hoy, sólo sueña con poder volver a pescar en su vieja isla. Bastará que le digamos que eso está arreglado y regresará feliz de poder morir en su tierra. La gente se sentirá reconfortada de verlo, aunque sea de forma difusa y a la distancia. El resto quedará en manos de nuestros políticos y expertos.

-Ya veo. Lo tienen todo previsto. Debo admitir que, a pesar de que el plan es una locura irrealizable, tiene aristas muy originales. La idea de utilizar el momento del eclipse, por ejemplo, me parece locamente genial.

-Eso iba a ser un golpe de efectismo, al estilo Hollywood. Reforzado por el tema del payé, a cargo de los hechiceros, podía ayudar bastante a crear un clima, un ambiente más propicio. Pero seguramente vamos a tener que adelantar la fecha. Su presencia aquí significa que nuestro plan se ha filtrado de algún modo. De cualquier manera, la dinámica de los acontecimientos políticos lo convierten en un hecho irreversible.

Martín miró su reloj. El momento estaba cerca. Muy cerca.

-Lamento desilusionarlo, don Pablo. Pero creo que ya es muy tarde. Su hermoso plan acaba de irse a la mierda.

-¿Qué dice?

-Les ofrezco la oportunidad de que se rindan para evitar un inútil derramamiento de sangre. Dígales a sus hombres que dejen de apuntarme y me entreguen sus armas.

-Ahora el loco es usted -se enojó el coronel-. No sé si se ha dado cuenta que es un prisionero. O peor: un condenado a muerte.

-Coronel, permítame encargarme de este tipo -propuso Rambo, con impaciencia-. ¡Ya me tiene podrido!

-Proceda, capitán.

El detective no despegaba sus ojos del reloj. Sentía que los latidos de su corazón se aceleraban a medida en que avanzaba la manecilla del segundero.

-Se lo digo por última vez. Ríndanse.

-¡Lléveselo, capitán! -ordenó con furia el coronel.

-¡Vamos, mierda! ¡Andando! -exclamó Rambo, empujándolo con la pistola.

Martín los miró a cada uno al rostro, con una sonrisa sobradora.

-Ustedes lo quisieron, desgraciados.

En ese preciso instante, el mundo pareció explotar.


 

El hombre que se parecía a Drácula movió la cabeza de manera despectiva.

-Usted ha sido muito letrado, meu amigo. Ha engañado con un truco de cuarta al pobre Don Robustiano. Pero estoy seguro que no se va a poner contra los poderes del Quimbanda. ¡Aaaah, contra el Diablo usted no se anima!

-No se anima, no -le hizo coro la hermana Astrogilda.

Don Ecumenario los miró con lástima. No podía entender que hubiera gente tan terca y obstinada en el mundo.

-No hace falta que mueva un dedo contra ustedes. Puedo pedirle a mi alumna más nueva que los haga volar por los aires con un solo gesto.

Drácula y la medium de turbante floreado se echaron a reír. Algunos de los que estaban alrededor le siguieron la corriente.

-Quiero ver. Eso yo quiero ver -dijo la hermana Astrogilda.

El anciano dirigió la mirada hacia Claudia y le pidió que se aproximara.

-Vení, mi hija. Dales una pequeña demostración de tu poder.

-¿Qué...? ¿Yo...? -se asustó la muchacha.

-No te preocupes. Es sólo una pequeña lección para estos incautos. Poné la mano sobre el collar, así -con sus dedos guió los de la muchacha, oprimiendo el collar de semillas contra su pecho-. Y ahora concentrá toda la fuerza de tu pensamiento.

-Pero... yo... -balbuceó Claudia.

-¿Qué va a hacer? ¿Va a sacar pajaritos de abajo de la ropa? -se rió la hermana Astrogilda.

-Cerrá los ojos, concentrate. Para no causar mucho daño, dirigí tu poder bien lejos... allá en el valle. -dijo el anciano, apuntando hacia la distancia.

La muchacha no entendía mucho pero pensó que era mejor seguir el juego. Cerró con fuerza los ojos y oprimió el collar hasta que su dedos se pusieran blancos.

-Allá... -dijo el anciano, sin dejar de apuntar.

Todos los ojos se dirigieron hacia el lugar indicado.

Pasaron algunos minutos. No sucedía nada.

-¡Es tudo mentira, viejo! ¡Déjese de macanear! -dijo Drácula,  impaciente.

Claudia seguía con los ojos cerrados.

-Allá... -repitió el anciano.

Volvieron a mirar hacia el valle.

De pronto, en el punto señalado brotó un enorme resplandor, como si un sol inmenso se hubiera encendido repentinamente en medio del paisaje. Una explosión fuertísima llegó hasta ellos y el suelo empezó a moverse como en un terremoto.

Claudia abrió los ojos, asustada. No pudo creer lo que estaba viendo. Miró sus manos, el collar, las personas que retrocedían temerosas de su presencia. Don Ecumenario sonreía divertido. Drácula estaba más pálido que nunca y la hermana Astrogilda había perdido el turbante.

-¿Quieren otra demostración? -desafió el anciano y todos echaron a correr, incluyendo al hombrecito y al pistolero negro.

-¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? -preguntó la muchacha, con angustia.

El anciano la miró con una seguridad tranquilizadora.

-No fuiste vos, sino tu amigo. Vamos. Puede necesitar ayuda.

 

Un ruido ensordecedor llenó el aire y la tierra comenzó a sacudirse convulsivamente. Los vidrios de las ventanas saltaron en pedazos. Una lluvia de polvo y astillas empezó a caer desde el techo del corredor. Los hombres se movían como borrachos, tratando de entender lo que sucedía, cuando vieron la inmensa llamarada blanca que brotaba de los hangares y abrazaba el cielo. Luego sobrevino un fogonazo ensordecedor. Y otro. Y otro. Y otro. Coronas de humo negro ascendían desde el centro de las explosiones. Restos de fuselajes y cajas, pedazos de pared, estructuras de hierro retorcido, partes de vehículos y aviones volaban por los aires.

-¡Mierda...! -dijo el coronel.

Todos estaban estáticos, paralizados, observando la tragedia desde atrás de la baranda. Martín aprovechó el momento y empezó a retroceder despacio hacia el fondo del corredor. Nadie se dio cuenta.

El detective trepó en silencio la valla y cayó suavemente sobre el césped del jardín. Se ocultó detrás de la pared de la vivienda. Había una distancia de unos mil metros, a través de un campo pelado, para alcanzar el monte más cercano en dirección al cerro. Era ahora o nunca. Empezó a  correr.

Rambo fue el primero en reaccionar. Se volvió con los ojos llenos de furia hacia el lugar donde había estado el detective.

-¡Carajo! ¡Se ha escapado!

Los dos soldados se sacudieron de su estupor y empezaron a buscar en todas las direcciones, entrechocándose. El coronel fue hacia el fondo de la casa y pudo ver a la solitaria figura que atravesaba el campo a toda carrera.

-¡Allá está!

-¡Vamos! ¡El jeep...! ¡En el garaje! ¡Pronto! -gritó Rambo a los soldados, mientras saltaba sobre la baranda.

Martín corría con dificultad sobre la tierra roja, arcillosa y resbaladiza. Sintió que el cansancio llegaba antes de lo previsto y se juró a sí mismo no volver a faltar a las sesiones en el gimnasio del coreano. El sol golpeaba sin misericordia y el monte parecía alejarse burlonamente a medida en que avanzaba. Al fondo, los hangares en llamas componían una escenografía apocalíptica.

El creciente ruido del motor llegó hasta él como un toque de alarma. Sin dejar de correr volteó la cabeza. ¡Oh no! exclamó al ver que el jeep se aproximaba, hamacándose con violencia dentro de una nube de polvo rojo. Rambo iba al volante y los dos soldados estaban parados, sujetos a los travesaños de hierro, con las metralletas listas para disparar. El detective creyó que su buena estrella lo abandonaba definitivamente. El monte aún estaba muy lejos. Jamás iba a llegar a tiempo. No tenía revólver. En los alrededores no había una sola miserable piedra con qué defenderse. Desde la distancia, la oscura sombra del cerro sonreía con expresión maligna. Por allí cerca debía vivir el tigrero. Lacú, maldito seas, ¿dónde diablos te metiste?

Algo surgió del monte y empezó a crecer, a medida en que se aproximaba. Era un vehículo que venía velozmente en su dirección. ¿Más soldados? ¿Lo iban a atrapar entre dos fuegos? No, era un enorme camión, cargado hasta el tope con gruesos rollos de madera. Martín seguía corriendo casi por inercia. Volvió la vista atrás. El jeep estaba cada vez más cerca. Uno de los soldados trataba de hacer puntería, pero los banquinazos no le permitían estabilizarse. Una ráfaga pasó muy cerca, horadando la tierra como una lluvia de granizos. Martín trató de correr con más fuerza. Era inútil. Miró al cielo. Ni rastro de los aviones desgraciados. Ahora sí se terminaba todo. Mártir de la democracia. ¿Por qué tenía que ser así? Otra  ráfaga. Casi. Y ese camión que venía directo para chocarlo. Pero no. ¿Qué hace? Está girando en redondo. De nuevo hacia el monte. La nube roja lo envolvió y lo hizo toser. En medio de la polvareda advirtió una silueta conocida que emergía desde la cabina y le gritaba que suba. Sí, era Lacú. ¡Hijo de puta! ¡Lacú!

El alma le volvió al cuerpo. De un salto se aferró a una de las salientes de los rollos atados con cadenas y trepó con avidez, mientras el camión reanudaba la marcha. Sintió el ruido del motor del jeep cerca, muy cerca. La polvareda era infernal, pero eso también impedía la visibilidad de sus seguidores. El detective avanzó encaramándose de un tronco a otro, hasta afirmarse encima de la carga. Costaba mantener el equilibrio. Escuchó el tableteo de la ametralladora y las balas se estrellaron contra la madera, esparciendo chispas y astillas. Se acostó detrás de los rollos, hacia el costado izquierdo. El jeep avanzaba por el costado derecho, casi pegado al camión, ya fuera de la nube de polvareda. Ahora los soldados apuntaban hacia la cabina del camión, tratando de acertar al conductor. Martín se desesperó. Buscó algún elemento que pudiera arrojarles y entonces vio que los troncos de madera estaban sujetos en la carrocería por gruesas cadenas unidas en un punto a una palanca de acero. Se arrastró hasta el sitio y trató de levantar la palanca. Estaba demasiado fuerte. Escuchó otra vez el tableteo y el ruido de las balas pegando contra la cabina, astillando los vidrios del parabrisas. Estiró la palanca con todas sus fuerzas. El mecanismo hizo un ruido, ¡clump!, y las cadenas saltaron por los aires. Sintió que los rollos se movían y empezó a correr, dio un salto y se acostó sobre el techo de la cabina. Desde allí vio la cara de terror de los ocupantes del jeep, al darse cuenta que los rollos se les venían encima.

Martín cerró los ojos pero no pudo evitar oír los terribles y desesperados gritos.

Más gritos para su colección particular de pesadillas.

¿Por qué tenía que ser siempre así?

¿Por qué...?

 

Bajaron por la cuesta del cerro a la mayor velocidad que permitía el tractor. El Cuervo manejaba esquivando árboles y rocas como un volante de Fórmula Uno. Claudia ir; tentaba sujetarse al brazo de Willy como fuera posible, con miedo de que en el próximo banquinazo saliera   despedida por los aires como una flecha. También temía que al viejo Ecumenario se le desbarataran los huesos con el infernal matraqueteo. Finalmente la cuesta concluyó en una planicie abierta y el viaje se hizo un poco más agradable.

Desembocaron en una carretera, que los condujo a su vez hasta una alta alambrada y un gran portón de madera. Había una torre de guardia, pero no se divisaba a nadie en su interior. Una cámara de circuito cerrado de televisión se movía en silencio hacia cualquier dirección.

-¿Qué hacemos? -preguntó el Cuervo.

-Hay que pasar como sea -dijo Willy.

El Cuervo manipuló los cambios y oprimió el acelerador al máximo. Claudia cerró los ojos y se abrazó a Willy. Escuchó el bramido del motor y el seco impacto de la madera que se quebraba con violencia. Cuando volvió a mirar ya estaban adentro de un enorme campo de cultivos de soja. A lo lejos se veía el infernal incendio que oscurecía una parte del cielo con la negra humareda.

-¡Martín...! -gritó, con un dejo de angustia.

-Él está bien -le aseguró el anciano.

Se cruzaron con grupos de personas de aspecto humilde que corrían con desesperación hacia la salida del campo. Había hombres, mujeres y muchos niños. Llevaban bolsas sobre los hombros y el miedo pintado en sus rostros.

-Vamos hacia allá -indicó Don Ecumenario, apuntando hacia un camión de carga que se detenía al borde de la selva.

Una bandada de coloridas mariposas se alzó desde la humedad del follaje y empezó a revolotear por todas partes, indiferente a la tragedia. Lacú apagó el motor, abrió la puerta y trepó por la carrocería. Encontró al detective acostado sobre la cabina del camión, temblando convulsivamente.

-Amigo... -dijo.

-¡Dios...! ¡Oh Dios! -exclamó Martín con un sollozo.

-Venga. Ya pasó todo.

El tigrero extendió la mano y presionó el hombro del detective con un gesto enérgico, fraternal. Martín levantó el rostro y miró a ese hombre rudo, huraño, casi primitivo, al que apenas conocía y tenía una mirada  color de cielo. ¿Quién era? ¿Qué demonios estaba haciendo en ese lugar? ¿Cómo había podido llegar tan a tiempo? Los ojos del detective estaban húmedos. Lacú lo ayudó a bajar.

Vio que los hangares seguían ardiendo en el horizonte. De vez en cuando se escuchaba otra sorda explosión y algo volaba por los aires. Había un frenético movimiento de hombres y vehículos alrededor, extrañas figuras animadas de una vieja película de Chaplin. No muy lejos de allí estaba la mole del jeep aplastado bajo los gruesos troncos de madera. Ningún sonido. Ningún movimiento. Martín desvió la vista.

-¿De veras me escuchaste cuando yo te llamé con el pensamiento? -preguntó.

-¿Pensamiento? No -dijo el tigrero, apuntando hacia el lugar del incendio-. Yo vi señales de humo. Un ruido enorme que hizo temblar toda la tierra. Por eso vine.

El detective comenzó a reír. De repente todo le pareció absurdo, irreal, como si ambos fueran apenas personajes de una novela barata, en un país sin literatura ni pasado. Empezó a reír sin poder contenerse. El tigrero lo miraba sin entender. El detective tuvo que agarrarse el estómago por el dolor que le provocaba la risa y fue doblándose, cayendo de rodillas sobre el suelo, mientras el ruido de los primeros helicópteros llenaban el aire y los caza-bombarderos Xavantes iban descendiendo unos tras otros en la pista, en medio del humo y los resplandores del incendio.

-Lacú se dio cuenta de que un tractor se aproximaba hacia ellos. Al poco rato pudo reconocer a sus amigos. Claudia saltó a tierra sin esperar que el vehículo se detuviera y llegó corriendo junto al detective. Se arrodilló a su lado y lo abrazó con fuerza. Se miraron. Los dos tenían los ojos cubiertos de lágrimas.

Los demás también se aproximaron.

-¡Estás herido...! -exclamó Claudia al observar el cuerpo de su amigo, lleno de escoriaciones y manchas rojas.

-Son sólo golpes y arañazos. No es nada grave.

Don Ecumenario le alcanzó un pequeño hy'acuá. Martín se bebió el contenido hasta la última gota. El líquido tenía un sabor amargo, pero era refrescante y producía una sensación agradable.

-Parece que no hubo necesidad de llamar a los Cazafantasmas -dijo el anciano.

-No. Pero allá arriba tuvieron bastante trabajo, ¿verdad?

-Algunos problemitas. Pero esta chica se encargó de resolverlos.

El viejo miró a Claudia y sonrió. Ella le respondió con otra sonrisa. Un eco de disparos y explosiones llegó desde el sitio de los hangares. Se veían fogonazos, más aviones y helicópteros que descendían y se esparcían por todas las direcciones. Varios hombres salían con las manos levantadas de los pocos edificios que aún no habían sido destruidos. En pocos minutos todo había concluido. Martín pudo ver que desde uno de los helicópteros bajaban hombres vestidos con trajes, gente con cámaras y equipos de televisión. Reconoció la figura del doctor Cardozo dirigiendo la febril expedición. No lo podía ver, pero adivinaba la expresión de felicidad en su rostro.

-Vamos -dijo Claudia-. Alguien tiene que curarte esas heridas.

-No -contestó Martín-. Todavía no. Me queda algo por hacer. 



 

- X -

 

Al entrar al monte, Martín recibió en el rostro la caricia del viento suave y fresco, con un fuerte aroma de mburucuyá y orquídeas silvestres. El concierto de trinos llegaba desde todas partes y las mariposas bailaban enloquecidas en el aire húmedo. El detective tuvo la grata sensación de que allí todo era tan bello y vital que no había lugar para el dolor, ni para la tristeza, ni para la muerte. Deseó fervientemente que todo fuera así por siempre. Pero sabía que no podía ser. Que si regresaba dentro de algunos años el monte ya no iba a estar y en su lugar habría quizás un nuevo desierto. O edificios desnudos y fríos. O máquinas. O antenas... ¿Era, ese el destino irremediable de este pobre y sufrido Paraguay?

Caminó entre las malezas tambaleándose como un borracho, llevando las dos jaulas de los pájaros, una en cada mano. Claudia y Don Ecumenario lo seguían de cerca, envueltos en un pesado silencio. El detective se detuvo en un claro y miró las altas ramazones de los árboles, ofreciéndose como brazos abiertos en una eterna bienvenida. Abrió la primera jaula y los tres loritos maracaná avanzaron tímidamente sobre el piso de alambre. Los tomó a cada uno con los dedos y los arrojó al aire. Se alzaron en un vuelo feliz hasta confundirse con el follaje.

Después abrió la otra. El corochiré salió volando solo, sin ayuda, dio varias vueltas en círculo y se posó sobre una rama. Empezó a cantar, como agradeciendo su libertad. Martín se quedó aguardando, pero la otra ave permanecía quieta en el fondo de la jaula. Metió la mano y la aferró. Sintió la suavidad de sus plumas en los dedos y la tristeza profunda en su alma. Abrió las palmas y el ave se quedó parada sobre su mano, mirándolo con sus pequeños ojos acerados.

-¿Qué pasa, amiga? ¿Ya no querés volar?

-A lo mejor está herida -dijo Claudia-. O tiene miedo.

El anciano se acercó y acarició la pequeña cabeza del animal.

-Ponele un nombre. Los pájaros cautivos siempre necesitan un nuevo nombre para volver a vivir.

-Se llamará Inocencia -dijo Martín-. Inocencia Guyrá Campana.

-Es un lindo nombre -señaló Claudia.

El ave abrió las alas color ceniza como si fueran un paraguas. Dejó  oír un trino agudo y metálico, enérgico y melodioso. Claudia nunca antes lo había escuchado y le pareció sublime. El ave volvió a cantar, una y otra vez, cada vez más rápido, desgranando tañidos en una verdadera catarata musical. Entonces, muy lentamente, empezó a levantar vuelo. Los rayos del sol arrancaron destellos de su plumaje, mientras se elevaba cada vez más alto y libre contra el cielo azul.

-Adiós, amiga -dijo Martín, con la mano levantada-. Que no sea el último vuelo, sino el primero.

Permanecieron en silencio mirando hacia arriba hasta que el ave se perdió de vista en la inmensidad. El eco de su canto quedó flotando por un momento más entre los árboles.

Claudia se acercó y abrazó con ternura al detective.

-Vamos. Me preocupan esas heridas...

-En realidad, lo que tengo es hambre -admitió Martín-. No he comido nada desde anoche.

-Yo tampoco -dijo la muchacha.

Se pusieron a caminar juntos hacia el extremo del monte.

-Vamos a la casa de Lacú -propuso el anciano-. Queda cerca. Yo les voy a preparar el desayuno. Tienen que probar la auténtica comida de los Mbya Guaraní.

-¿Sí...? ¿Comida ecológica? ¡Qué bueno! -se entusiasmó la reportera.

-Espero que te guste. Yo ya la probé. -comentó Martín, mientras guiñaba un ojo al indio-. La chicha de mandioca fermentada con saliva humana es un poco amarga, pero te acostumbrás enseguida.

-¿Con saliva humana...? -repitió Claudia. Su voz iba perdiendo el entusiasmo.

-Sí, al principio sabe un poco fuerte. Después termina gustándote. Por lo menos es más pasable que las hormigas con miel...

-¿Hormigas...?

-...o las víboras hervidas con zanahorias.

-¡Víboras...!

-Sí... y también gusanos, y raíces, y lagartos... Comida ecológica, no contaminada por la civilización. Alimentos para el espíritu. ¡Te va a encantar!

La muchacha se detuvo y se recostó contra un árbol. La expresión de su cara demostraba que hacía un gran esfuerzo para contener el malestar.

-Perdonen...-balbuceó-, pero creo que en realidad no tengo hambre.

-Bueno -dijo el anciano, con seriedad-. Si ustedes quieren, pueden comer esas porquerías. Yo en realidad prefiero una buena hamburguesa con una coca cola.

Claudia los miró, perpleja. Los dos estaban muy serios, hasta que Don Ecumenario empezó a sonreír. Al verlo, el detective tampoco se pudo contener y enseguida los tres estallaron en una carcajada.

Siguieron caminando, abrazados, sin dejar de reír.

Cuando salieron de la espesura, Martín volvió la vista y vio a varios pájaros parados en una rama, como despidiéndolos.

El detective sintió de pronto que todo eso significaba algo y que quizás el destino no tenía por qué ser tan inexorable. Quién sabe... en una de esas regresaba al mismo sitio dentro de cinco, o diez, o quince años, y en lugar del desierto, de los edificios, de las máquinas o las antenas, se encontraba con la misma selva poblada de vida y de color, de música y trinos de campana.

Quién sabe... ¿Por qué no?


 

GRATITUDES

A Rocío Galiano, la mamá de Inocencia Guyrá Campana, por el generoso «préstamo» de su personaje y por la amistad solidaria que se filtró a través de las páginas de este libro.

A Juan Moreno y a Roberto Goiriz, por la complicidad gráfica y la grata locura de una antigua camaradería.

Al profesor Rolando Natalizia, por su implacable cacería de errores ortográficos y sus sinceros esfuerzos por traducir al castellano una escritura arisca y enrevesada.

A Mario Rubén Álvarez, por sus dedicadas correcciones y su gentil asesoramiento en las voces guaraníes.

A Moli, Telly, Lupe, Regina, Mengo, Marcos, Griselda, Zulma, Gustavo, Any, Rubén... y a tantos buenos amigos que animaron página a página esta obra, con su constante buena onda.

A Pablo Burián, por la confianza.

A los políticos, militares y personajes públicos, protagonistas de la delirante realidad paraguaya, sin cuya involuntaria participación esta novela jamás hubiera sido posible.

A Mágica, mi querida PowerBook, que realizó la mayor parte del trabajo.

 

 

 

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