CRÓNICA DE UNA FAMILIA
Novela de ANA IRIS CHAVES DE FERREIRO
(BIBLIOTECA POPULAR DE AUTORES PARAGUAYOS Nº 22)
Editorial El Lector/
Copy de la introducción Francisco Pérez-Maricevich
ABC COLOR y Editorial El Lector,
Asunción-Paraguay 2006 (111 páginas)
Director editorial: Pablo León Burián
Coordinador editorial: Bernardo Neri Fariña
Guía de trabajo: Francisco Pérez-Maricevich
Asunción - Paraguay
2006 (111 páginas)
INTRODUCCIÓN
ANA IRIS CHAVES DE FERREIRO
O LA INTRAHISTORIA NARRATIVA
DE LA POSGUERRA
1
Ana Iris Chaves Leyes nació en Asunción en 1922 y falleció en San Lorenzo en 1993. Nacida en un hogar de intelectuales (su padre fue catedrático universitario y su madre docente y narradora), absorbió con provecho cuanto en él favoreció su formación cultural y su temprana afición por la literatura.
Casada con el poeta Oscar Ferreiro (1922-2004) en 1951, acompañó a su esposo todo el tiempo que duró su exilio en la Argentina. De regreso al país, en la segunda mitad de los 50, ordenando los "locos papeles de Oscar", como decía con gracia, decidió seguir su vocación creadora de relatos.
Expansiva, bulliciosa, de risa fácil y rica en anécdotas, emprendió iniciativas culturales valiosas, tales como la reactivación del PEN Club Paraguayo en los años 70, la fundación en esos mismos años de los Clubes del Libro, que tantos frutos dio en la estimulación de vocaciones femeninas a la lectura sistemática de la mejor literatura internacional y que cuajaron luego en los talleres literarios con su vasta promoción de escritoras aún vigentes y muy activas.
Incorporada al periodismo por Kostia en las páginas de última Hora en 1973, se hizo cargo de las secciones culturales del diario. Desde ellas realizó campañas de difusión de asuntos que no pocas veces incomodaron a sectores acomodaticios.
Los difíciles años 60 y 70 fueron el duro escenario en el que Ana Iris desarrolló, con su característica impetuosidad, su ejercicio creador. Publicó sus primeros cuentos en la revista Ñandé, el diario La Tribuna y en años sucesivos en los diarios Hoy, ABC Color y última Hora. Obtuvo premios en 1961, 1976, 1987 en concursos de cuentos; en 1976, en una de sus obras teatrales y un año antes (1975) en un certamen de novela. Uno de sus cuentos integra la ANTOLOGÍA DEL JOVEN RELATO LATINOAMERICANO, de Haydée Jofre Barroso (Buenos Aires, 1972) y otro la selección traducida al alemán por J. A. Friedl Zapata en Moderne Erzáhler der Welt. Paraguay (Erdmann Verlag Stuttgart, 1975).
A partir de la publicación de su primera novela -CRÓNICA DE UNA FAMILIA, Asunción, 1966-, y de la segunda -ANDRESA ESCOBAR, Asunción, 1975--, lanzó en los 80 sus tres colecciones de relatos breves en los que se recogen textos escritos desde los años 60 hasta fines de la década del 80. FÁBULAS MODERNAS (1983), RETRATO DE NUESTRO AMOR (1984) y CRISANTEMOS COLOR NARANJA (1989), contienen cuentos notables, escritos muchos de ellos con vigorosa inventiva, fluidez argumental y ceñido asunto. La calidad en la tensión narrativa de varios de estos cuentos es producto de la claridad con que ha sido captado y acotado el tema. Puede apreciarse esto en cuentos tales como Oscura noche húmeda y Crisantemos color naranja que elaboran temas fantásticos con precisa adecuación de clima y ambiente. Otros de los cuentos trabajan asuntos definibles como realistas, invadidos de violencia, dolor y muerte, ubicables en la larga tradición del relato latinoamericano. El tema de la condición de la mujer ocupa un espacio significativo en sus textos, aunque esa visión es la convencional que tiene que ver con situaciones de humillación, marginamiento y anonadamiento, aun cuando en sus novelas la mujer exhibe orgullo y autodeterminación en defensa de su dignidad. Personajes infantiles casi no son presentados por la narradora en sus cuentos, aunque en las novelas tienen alguna rápida participación.
Los cuentos de Ana Iris no son innovadores en su técnica constructiva. Tampoco lo son en la orientación ideológica de sus temas. Más cerca de Casaccia que de Roa Bastos, estos relatos capturan momentos de una realidad sociocultural y política de la sociedad paraguaya dominada aún por valores conservadores y llena de eventos rutinarios, previsibles y ritualizados. La presentación ficticia de todo esto se asienta, pro supuesto, en una percepción crítica de ese universo poco estimulador y aún malsano, cuyo rechazo la autora se propone al describírnoslo.
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Curiosamente su primera novela -CRÓNICA DE UNA FAMILIA (1966)- es como una síntesis anticipada de toda su narrativa. En ella ya puede verse el manejo hábil de las situaciones y los personajes, vistos a través de su conducta y valores morales, la sobria utilización del diálogo, el progreso articulado de la acción hacia el cambio actitudinal, la resolución de los conflictos y el final conducido por una suerte de destino que repara injusticias y libera a la verdad.
La novela está construida en segmentos casi independientes los unos de los otros, pero unidos por el leve hilo de la sucesión lineal de tres generaciones. En el espacio temporal acotado por ellas, se despliega la colectiva aventura de unos aventureros brasileños que llegan al país apenas concluida la guerra del 70. Un matrimonio campesino y dos de sus hijos que huyen de la miseria que pasan en su Brasil natal, inician en Asunción con trabajoso esfuerzo, en medio de privaciones, una actividad comercial que le concederá riqueza y poder, los que dejará en herencia a sus descendientes.
El heredero inmediato, que desarrolla una voluntad de poder avasalladora y dominante, logra hacer crecer aún más la herencia recibida e impide de su disfrute a sus hermanos que quedaron en el Brasil mandando asesinar a su hermano que iba en su busca. El brazo ejecutor de su mandato es, a su vez, acallado para siempre haciéndosele cortar la lengua. El depositario de la terrible revelación de esto y de otras incidencias crueles, es el último heredero, quien se ve obligado en conciencia a silenciar estas realidades para evitar la consumación de males mayores para toda la familia, que vive en la ignorancia de estos hechos. El final de la novela está ocupado por la perpetua laceración que éste sufre a causa de las atrocidades sobre las cuales descansan la riqueza, el poder y el prestigio de la familia a la que pertenece. Construido sobre la simulación y la mentira el universo moral de esa familia es apenas un cuento, una ficción, una acumulación de leyendas como los que el niño repite a los visitantes exhibiendo los objetos que se encuentran acumulados en la vitrina del salón de su enorme casa: la de los Macedo Leite.
En el contexto de la novela, los personajes centrales de la narración son Alcide, el que lleva el poder de la familia a su apogeo, y doña Carolina, la madre, perpetuamente asediada por el recuerdo de sus hijos ausentes, el dolor y la impotencia, y Juan José, el que, sin haberlas cometido, expía las culpas de sus antecesores, guardándose en silencio el secreto maligno de su familia.
FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH.
Asunción, noviembre 2006
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CRÓNICA DE UNA FAMILIA
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
JOÃO 1870 HASTA 1885
REINALDO HASTA 1012
ALCIDE HASTA 1932
JUAN JOSÉ HASTA 1950
GUÍA DE TRABAJO
JOÃO
1870 HASTA 1885
Se asfixiaba en esa habitación demasiado pequeña. Salió. El verano se demoraba, acaso divertido con el evidente sufrimiento de los mortales. João Macedo Leite no encontró afuera sino polvo, un fino polvillo penetrante y molesto además de los abrasadores rayos del sol. Era peor que la estancia abandonada unos segundos antes.
Miró a su alrededor. Todos los ranchos del contorno parecían aplastarse bajo el peso de la recalentada atmósfera. En esos ranchos de tacuaras y barro, con techumbre pajiza, se hacinaba una población desnutrida, olvidada, o, mejor, ignorada por la lejana metrópoli. La siesta había despejado la calle de la cual se posesionaron esa intensa, molesta luz, unos perros vagabundos y algunos chiquillos escapados de la vigilancia materna. Entre ellos reconoció a tres de los suyos que jugaban con los vecinos revolcándose en la tierra, sucios y sudorosos. ¿Llamarlos? ¿Para qué? Sería obligarlos a compartir con la madre y los tres hermanos menores la exigüedad sofocante de la pieza.
"Los niños siente menos el hambre, el frío, el calor" -pensó, y se cansó solamente de verlos correr, saltar, infatigables bajo el sol de fuego, como si el verano no estuviese ahí, con su temperatura torturarte. Hasta donde alcanzaba su vista todo era bochorno, polvo, calor. Los árboles se veían sucios, con las hojas mustias, resentidos por la larga sequía; con sus hojas mirando hacia la tierra seca, parecían clamar por un poco de frescura, pero la pertinaz sequía no entendía de ruegos.
También la guerra se demoraba y sus efectos eran, igualmente, visibles desde hacía años: No precisamente por la escasez, por la indigencia que eran habituales en ese poblado, sino por algo casi tangible que flotaba en su ámbito; por la ausencia de viajeros que cruzaran ese apartado camino; y, más que por todo ello, por la angustia de las mujeres y el temor de los hombres, de los hombres que quedaban cada vez que un grupo de soldados venía y se llevaba a unos cuantos, vaya a saberse hacia adónde, es decir, hacia la guerra.
João, personalmente, consideraba ridícula esta situación. ¿Cómo un país como el suyo no podía aplastar al tirano? ¿Más, teniendo la alianza de dos poderosos vecinos? Era porque en el Imperio los intereses creados estaban por la prolongación del conflicto armado. Era porque a algunos de arriba convenía que la guerra no tuviese fin. Los de arriba no iban a pelear, iban a mandar. Iban a satisfacer uno de los placeres primordiales del hombre, ese afán de mando gracias al cual muchos guerreros quedaron en la historia, sencillamente porque emprendían una nueva guerra de conquista apenas se apagaban las postreras llamaradas del último saqueo. Ante la aureola del que manda, ¿qué importan las lágrimas de las mujeres y la sangre de los soldados? João pensó que si las cosas seguían así, pronto tendrían que ir al frente de la batalla los de su clase. Para él sería una solución porque desde hacía quince años su vida era miseria, llanto de niños y, otra vez, miseria.
Nacido y criado en ese pueblito de trescientas almas escasas, Mineiros, nunca tuvo el necesario empuje para soltar amarras y lanzarse hacia adelante en busca de zonas en proceso de industrialización donde el trabajo fuera permanente. O hacia otros pueblos más felices que pudieran ofrecerle una vida mejor. Casado ya no muy joven, al poco tiempo llegó el primogénito arraigándose así más a la tierra. Toda su familia residía allí y no tuvo siquiera el incentivo de un llamado para conocer otros lugares o para tentar fortuna en otros sitios.
Nunca pensó en alejarse y ahora, de pronto, se le ocurría que sería hermoso estar de regreso de algún lado; no ir a quedarse sino ir y volver. Volver con algo en las manos, o con palabras nuevas, o, simplemente, con una mirada distinta. Sentía que debía haber algo diferente y discurrió que si se incorporaba al ejército en campaña podría suceder que la lucha terminara, o que muriese el tirano, o en fin, algo, tantas cosas que significaran un cambio en su monótono vegetar.
Valdría la pena incorporarse.
Tiempo atrás, cuando un hijo sucedía a otro y a otro casi cada año, había pensado que teniendo siete el Emperador los tomaría bajo su protección como era costumbre en casos así. Ya en vías de concretarse su anhelo, Carolina Fonseca, su mujer, agotada por el trabajo y las privaciones cayó tan gravemente enferma que hubo necesidad de actuar rápidamente para salvarla.
-Esto se presenta feo-dijo la mujer que la atendía-.Vaya a buscar a la partera, ¡corra...!
Cuatro leguas a caballo para llegar, cuatro para regresar. Había llovido toda la tarde y el terreno estaba fangoso. Su caballo estuvo a punto de caer varias veces; lo salvó el conocimiento que tenía del camino y el gran dominio que ejercía sobre el animal. De cualquier manera, esa larga marcha bajo un cielo nuboso se convirtió en una pesadilla interminable. Temía llegar demasiado tarde. La angustia de perder a ese niño en quien cifraba su esperanza lo acicateaba para marchar más ligero. No pensó en ningún momento que su mujer corría peligro de muerte, esta idea no la hubiera podido soportar. Para él la vida de Carolina era algo que nadie podía arrebatarle. ¿Qué sería de él si ella se muriese? Pero eso era algo que no podía ocurrir; él solamente temblaba por el niño, por lo que el niño representaba para el porvenir.
Cuando entró en el cuartucho con la partera pisándole los talones, vio en el suelo algo fofo y sanguinolento mientras oía a su mujer que gemía desangrándose. Corrió a arrodillarse junto a ese algo. Era un niño. Su hijo, el séptimo. Ante sus ojos pasmados iba azulándose lentamente. Allí estaba. Muerto. Aquel que pudo ser ahijado de un emperador dormía sin sonrisa su eterno sueño.
João Macedo Leite lloró por primera vez en su vida. De impotencia. ¿Cómo podía suceder que así, en un segundo, rodaran los planes acariciados durante tantos meses? Pero otro dolor, el peor, le esperaba aún. Aunque se llegó con el tiempo justo para librar a Carolina de la muerte, ella quedó imposibilitada para otro intento de completar el mágico número siete que los acercaría al favor imperial. Sus esperanzas, sus sueños, se derrumbaron definitivamente.
Lleno de rencor contra su mujer, contra sí mismo, contra el destino, contra todos, tuvo que volver a la lucha diaria sin ese aliciente que lo sostuviera en los últimos años. Desde ahora, sólo de él dependía el sustento de su familia y con siete bocas a su cuidado no conoció descanso ni sosiego. Probó todos los trabajaos y en todos se hizo práctico, y aún así solo conseguía saciar apenas el hambre de su gente. Todos andaban descalzos sin tener casi qué vestir. Ganar unas monedas lo convertía en un hombre feliz, aunque a veces la posesión de esa moneda nada significaba: era mejor recibir un pan o cualquier sobra de comida antes que dinero porque solía ocurrir que nadie tuviese nada para vender.
Indudablemente, alistarse sería la solución. Decían, y era cierto, que los blancos lo pasaban bastante bien en la guerra. Su madre y sus suegros, aunque viejos, mirarían por los suyos. Él iría a la guerra. Lo decidió. Y esta decisión sirvió para aligerar sus hombros de la pesada carga que soportaban. Alzó la cabeza, echó hacia atrás sus cabellos. Volvió a mirar entorno. Le pareció que el sol era menos rajante, menos sucios los chiquillos, menos visibles los estragos de la sequía. Sintió música en su interior, no precisamente un redoblar de tambores pero sí algo parecido a un tam-tam lejano anunciando buenas nuevas. Entusiasmado, entró.
-Ni dormir se puede del calor -se quejó Carolina al verlo.
-Mejor que no duermas -contestó él- quiero hablar contigo.
Se incorporó ella en la cama y él se sentó sobre un cajón que les servía de mesa. En otra de las tres camas que había en la habitación, insensibles al calor, dormían plácidamente tres niños apretujados unos contra otros, acostumbrados desde siempre a compartir el lecho. Había también un baúl en cuyo fondo descansaban las pocas prendas decentes de la familia, como el vestido con el cual se casara Carolina quince años antes y el que se hiciera cuando creyeron que estaba cercana la hora de entrevistarse con el representante de Su Majestad Imperial, impetrando la gracia de apadrinar al séptimo hijo. En la pared, un nicho con las imágenes de San Juan y de San José, talladas en madera, regalo de la madre de Carolina. Por todas partes se veía el abandono, la desidia, el desorden que trae aparejados casi siempre la extrema pobreza.
Carolina miró fijamente a su marido, ¿qué iría a decirle? Siempre fue poco lo que hablaban, pero últimamente lo hacían aún menos. João le explicó su propósito. Esto de la guerra llevaba ya cinco años de "pronto se acabará". ¿Quién les aseguraba que no durarían otros cinco? Lo mejor sería alistarse, el ejercicio de las armas le reportaría seguramente mucho más que esta obligada inercia a la que estaba sometido en este mísero poblado. Tal vez tuviera suerte y volviera cargado de gloria y dinero. Se ganaría la admiración de sus compatriotas y con el dinero obligaría a esta tierra a dar de sí el bien que esperaban de ella y que ella se empecinaba en ocultar en su seno.
-¿Y si te matan? -murmuró Carolina.
Peor era esta muerte en vida. Este sentarse a esperar que alguien, tan pobre como uno mismo, necesite la realización de un trabajo que sería recompensado si no con un "gracias", apenas con unas monedas. Sentarse a esperar, si se plantaba maíz o batata, que Dios dijera "Está bien" y enviara una lluvia en buena época. Sentarse a esperar el buen tiempo y mirar durante veinte días caer la lluvia, hora tras hora, día tras día, hasta fundir las sementeras. Esto no era vivir. Aquí se moría un poco a cada instante, se moría sabiendo que se estaba muriendo y sin ninguna alternativa a la vista. Además, si moría en la guerra, sus hijos y ella misma no serían descuidados por el gobierno.
-¿Y cuándo irías? -la pregunta de Carolina parecía extrañamente despersonalizada, era como si estuviesen tratando de cosas que nada tenían que ver con ella.
-Tan pronto como arregle algo y pueda conseguirles con qué vivir unas semanas.
El llanto de uno de los niños que despertaba cortó la conversación. Aunque ya nada se podía agregar: João era tenaz en sus ideas y la capacidad de lucha de Carolina había sido vencida hacía mucho tiempo.
Vendió su caballo con el apero completo. Y sus espuelas y todo lo suyo que pudieron o quisieron comprarle. El dinero logrado quedaba para Carolina y los niños. Él nada llevaría, pues se decía que la guerra ya estaba cerca, allá, detrás de aquellas cordilleras. La proximidad del viaje ponía eufórico a João. ¡Al fin algo distinto! Se extrañó de no haber pensado antes en huir de ahí tan decorosamente.
Estaba feliz. Antes de entregar su caballo salió a dar una recorrida despidiéndose de sus amigos. Llegaba al galope hasta el rancho de alguno y desde el montado decía palabras de adiós. Miraba al otro, allá, abajo, pequeño y aturdido ante la hazaña que él se atrevía a realizar. Y João lo seguía mirando ansiando transmitirle su pensamiento: "¡Ea!, ¿por qué no, tú también" ¡Vamos, allá está el mundo!". Pero nada de esto decía y partía veloz. Entre rancho y rancho llevaba al paso su cabalgadura, y entonces miraba a derecha e izquierda. A lo lejos, a lo alto, conteniendo a duras penas un grito de alegría. Esta felicidad le avergonzaba un poco como si fuese una deslealtad para con su gente y trataba de disculparse pensando que su familia -por no sabía cuáles motivos- lo pasaría mejor sin él.
Entonces sucedió que en la víspera de su partida llegaron al galope dos viajeros, dos negros sudorosos y andrajosos portando la gran noticia: ¡el tirano había muerto! ¡Ya no había guerra!
Tomado de sorpresa, Joao unió sus gritos de felicidad al de todos sus vecinos, quienes dichosos, palmoteaban, bailaban, cantaban, como si la terminación de la contienda pudiera significar un cambio en sus míseras existencias.
De pronto João bajó la cabeza: si la guerra había terminado, ¿qué de sus proyectos? Adiós gloria, adiós paga, adiós heroísmo, adiós bulliciosa y aventurera vida de soldado.
Quedarse, otra vez.
Quedarse bajo este mismo sol ardiente, sobre esta tierra empobrecida, en este rancho sin misericordia. No. No era justo. Si él se hubiese marchado esta mañana, la noticia ya no lo tomaba aquí y seguiría viaje. Pero ahora, ¿a qué guerra ir si la suya había terminado? Miró con odio a esos negros sonrientes, gesticulantes, conscientes de su importancia como portadores de las noticias que transmitían a gritos. Decían que al tirano lo mató su pueblo, harto de una guerra de penurias. Decían que mataron también a sus hijos, a toda su familia. ¡Malditos esos dos! Y la gente los escuchaba fascinada. Les sirvieron aguardiente; alguien trajo un plato de porotos que los negros, felices, se sentaron a comer. Mientras comían seguían hablando, contestando preguntas, agregando más nombres a su ya larga lista de muertos. El ejército brasilero, decían era dueño de todo el país y, escuchándolos, una idea se enseñoreó de João: ese ejército necesitaría de gente adicta que lo sirviera, de civiles que tomaran a su cargo ciertas tareas, y él podría ser uno de ellos. ¡De todas maneras su viaje aún era factible! ¿Para qué quedarse cuando tan cerca -o tan lejos- sus hermanos estaban festejando el triunfo?
Rápidamente comunicó a Carolina su nueva decisión. Para no dejar tan en evidencia su intenso deseo de marcharse la instó a acompañarlo llevando con ellos sólo a dos de los niños. Los otros quedarían repartidos entre su madre y la de ella. Carolina, 40 años de sumisiones, nada objetó. Quedarse, ir, era igual. ¿Y acaso la mujer no debe obediencia al marido? Ella hubiera querido, empero, viajar con sus seis hijos, mas la distancia, la imposibilidad de conseguir víveres, la miseria que dejaban y la que les esperaba, no permitían sentimentalismos. Ubicaron a los niños. En cualquier casa de pobre hay siempre lugar para uno o para diez más y dejaron sus enseres, las camas, todo lo que podía servir a los que quedaban. Carolina insistió en llevar sus santos; le pareció que sin la protección de ellos la jornada no podría tener un buen fin.
Llevaron consigo a Alcide, el hijo mayor, de catorce años, que ayudaría a su padre allá y durante el viaje; y a Reinaldo, de ocho años, por quien la madre sentía especial cariño debido a su dulzura y buen carácter. Tan pronto pudieron, dijeron a todos, volverían para llevarse a los que quedaban.
Y cuando todo estuvo listo se lanzaron, ellos también, a la conquista de esa ciudad vencida.
Salieron, pues, de Mineiros, henchidos del fervor de los visionarios. Cruzaron el Paranayba bullente y encrespado y tras interminable marcha alcanzaron Dourados. De ahí ya les fue fácil llegar a territorio paraguayo.
Después, la ruta que tomaron para llegar a Asunción se tornó infinitamente más penosa por la escasez de recursos y por lo accidentado del terreno.
Los rodeaba la selva con sus murmullos extraños, con su palpitar de mil existencias invisibles, con su terror nocturno, con su paz poblada de peligros. João Macedo Leite iba siempre con el cuchillo pronto y el oído alerta; su hijo Alcide tampoco se descuidaba, atendiendo a su madre y a su hermano.
Una siesta, Alcide oyó unos chillidos disonantes que partían al parecer, de un frondoso árbol. Se acercó cautelosamente y descubrió que se trataba de un grupo de monos. Tomó entonces su escopeta, mientras la preparaba, los monos, gritando, se dispersaron. Pero quedó una mona, enorme, aterrorizada ante la presencia extraña y sin atinar a cargar correctamente a su pequeño monito. Cuando Alcide alzó el cañón de su escopeta hacia ella, la mona tomó a su hijito y se lo llevó al pecho mientras sus ojos parecían suplicar. El arma de Alcide, al ser disparada, produjo un estampido que fue devuelto de un árbol a otro como si ninguno quisiera cargar con la ignominia de retenerlo, despertando chillidos de terror y vuelos enloquecidos. Cuando el último eco se hubo callado, el joven avanzó hasta el sitio en que cayera la mona. Parecía que la sangre jamás dejaría de manar de su vientre destrozado... y allí el pequeño mono dando vueltas en torno a su madre sin querer convencerse de que sus saltitos cortos y sus largos chillidos eran ya inútiles.
-¿Qué fue? -preguntó doña Carolina, llegando. -Maté una mona -le dijo Alcide.
-¿Por qué?
-La vi y le disparé.
-¡No debiste hacerlo! ¿Qué se hace ahora con el monito? -Lo llevamos con nosotros -se apresuró Reinaldo en contestar.
-¡De ninguna manera! -dijo don João-¿Qué le daríamos de comer? Vamos, ya nos detuvimos demasiado.
Se alejaron. Reinaldo volvía una y otra vez el rostro deseoso de llevarse el animalito; lo mismo hizo doña Carolina, lamentándose todavía del inútil sacrificio. Para don João, que iba adelante abriendo camino, ése había sido un incidente sin importancia. En cuanto a Alcide, cerraba la marcha atento sólo a que su escopeta quedara en condiciones de ser disparada nuevamente en otra oportunidad. Para él, el incidente no había existido siquiera.
Pronto vieron por todas partes los estragos de la guerra. Por días y días viajaron sin ver a nadie, ni hombre, mujer, niños o animal vivientes; era como andar en sueños por un país de fantasmas. Y en eso se había convertido el suelo que pisaban, un país de fantasmas.
Los ranchos estaban abandonados, en ninguno de ellos había quedado el menor rastro de comida. La gente en su huida se había preocupado de llevar todo lo que pudiera servirle de alimento, incluyendo cuero de sillas y monturas. Comprobaron que el éxodo lo realizaron también con sus imágenes religiosas a cuestas, porque en ninguna de las casas en que entraron, las encontraron. En la mayoría de ellas las puertas fueron dejadas sin trancas ni llaves, acaso con la esperanza de que al regresar, éstas no estuviesen destrozadas por el invasor.
Se dieron cuenta de que la meta se aproximaba al encontrarse un día con una hilera de cadáveres. Los cuerpos estaban caídos de cualquier modo, ninguno muy separado del otro. Era fácil deducir que se trataba de la obra de un pelotón de fusilamiento. Pero ¿quiénes mataron a quiénes? Eso les fue imposible saber: el tiempo había realizado su obra y apenas sí era dable determinar que allí quedaron dos mujeres y siete hombres.
De cualquier manera, doña Carolina dijo sus oraciones, acompañada solamente de Reinaldo, quien, como ella, guardaba en su alma un lugar para propios y extraños.
Cuando al cabo llegaron a la Capital constataron que, efectivamente, sus compatriotas eran dueños de la plaza. Y que aquí el triunfo no se festejaba tanto, tal vez porque fuera vergonzoso que lo lograran a costa de tanta desolación, o tal vez porque un año antes, al ocupar la desierta capital, ya lo habían festejado en demasía. La ciudad ofrecía un aspecto deprimente, devastada por el pillaje, cuyas huellas estaban en todo sitio donde se posara la vista.
Las noticias sobre la muerte del tirano y su familia eran aquí distintas. Algunos decían que sólo su hijo mayor murió con él; un adolescente que contestó con el grito de: "Un coronel paraguayo no se rinde!", a la intimación que le hicieron.
Otros decían que también mataron a un niño de ocho años. Sobre López decían que él había pedido a los últimos oficiales que lo seguían hasta ese postrer recodo de su destino, que no debían permitir que cayera vivo en poder del enemigo. Y que cuando la resistencia se volvió inútil, cuando se vio rodeado, vencido más allá de cuanto jamás pudo imaginar, había lanzado con voz presuntuosa el santo y seña convenido: "¡Muero con mi patria!". Sus oficiales, fieles a la palabra dada y seguros de que cualquier oposición estaba de más, habían respondido a ese santo y seña con la seca y simultánea descarga de sus armas de fuego.
Y el tirano había muerto por ocho orificios que le vaciaron el cuerpo de su sangre maldita.
***
João Macedo Leite comprendió que a él también le correspondía abastecer a esa ciudad. Si sus años le habían impedido hacer la guerra, ahora en la paz trataría de ser útil a su patria.
Le asignaron una pequeña casa cuyos dueños no habían regresado todavía o acaso no regresarían nunca. Destinó una habitación para el almacén y en la otra se instaló con su familia.
Al comienzo, en ese almacén se veía apenas una bolsa de azúcar "preta", otra de porotos y casi nada de otras cosas. Todo comprado a vendedores locales ávidos de convertir su mercadería en dinero contante y sonante por temor a que le fuera confiscada. Pero João era paciente: si esto, habiéndole costado uno podría reportarle tres al cabo de unos días, esperaba. Él no tenía prisa, había venido a quedarse.
En Mineiros, su pueblito natal, y durante el viaje, pudo convencerse de que el ser humano se aferra desesperadamente a la vida bastando una partícula de alimento para mantener encendida en él la llama vital. Dueño de esta verdad siguió con la experiencia poniendo en peligro su vida y la de su familia: comían lo estrictamente necesario para subsistir y tener así más víveres para vender. Se contaba que un anochecer vinieron tres soldados en busca de porotos. Se habían acabado y, mientras iba a decirles, João vio la olla humeante sobre la mesa, la tomó y vendió a los soldados la propia cena y la de sus hijos.
Hubo meses enteros en que se vio obligado a contar las cucharadas de alimentos destinados a cada uno de ellos, alardeando de fortaleza al dar su ración a los menores. Se sacrificaba y obligaba al sacrificio. Cada cucharada menos significaba una monedita más en la bolsa. Cada cucharadita de azúcar menos, otra monedita más. No importaba el valor de la monedita ya que cualquiera fuera su tamaño, juntándolas, tarde o temprano harían una de oro.
La gente decía: "en el almacén de Macedo Leite habrá" y era cierto, siempre había. Si no en los estantes, en su cocina, y de allí se sacaba para la venta aunque fuera la última reserva.
Con el tiempo, lo de "almacén de Macedo Leite" sufrió una transformación debido al error de un cliente. Alguien dijo "de Macedo Leite" al presentarlo a un tercero y João, agradablemente sorprendido no lo corrigió. Al contrario, cuando quedó solo, le dio vueltas a la idea y esa idea le resultaba sumamente grata. Mandó blanquear el frente de su negocio y con letras negras hizo pintar en grandes caracteres: "Almacén de João de Macedo Leite". No olvidó comunicar a su mujer y a sus hijos que así debían decirlo y escribirlo en adelante.
Unos meses de juntar moneditas y ya tenía su reluciente libra. Suya. Íntegramente suya. Sin deudas ni urgentes necesidades. Al contemplarla en sus manos, tan reluciente y limpia, suspiró profundamente. Se la mostró a Carolina y sonriendo casi por primera vez desde que se instalaron, le dijo:
-Hay que festejarlo, esto es el comienzo.
-Y, con religiosidad, colocó la moneda en el fondo de un profundo baúl.
Esa tarde, por primera vez también se permitieron un paseo. Llegaron, caminando penosamente en el arenal, hasta el palacio que ese ensoberbecido tirano levantara para albergar a una princesa imperial. ¡Iluso! Como si la nobilísima sangre de los Braganza pudiera alguna vez mezclarse con la plebeya de un semisalvaje. ¿Acaso el hecho de pasear por Europa con el oro de las arcas fiscales lo convertía en noble? Pero -ahora lo tenía bien averiguado-, el tal López era un ególatra que había confundido indudablemente su patria con el propio pellejo, un rico tipo que se había parapetado tras la carne de todo su pueblo para ir estirando sus días hasta ser alcanzado por la lanza de un esclavo negro en su huida desesperada... pero, ¿a qué decirlo? Era más económico callarse y trabajar.., que a eso había venido.
La enorme mole arquitectónica se alzaba como un reto y sus puertas y ventanas sin hojas ni postigos, obligaban a mirar el cielo a través de ellas, un cielo cubierto, de nubes bajas, negras y tormentosas como las pasiones humanas. El palacio era imponente, sin embargo. Aún así, inconcluso, con su torrecilla volada en parte por el bombardeo de la escuadra, y con los desgarrados barrancos que lo afeaban, aún así se lo veía grandioso y digno de un emperador. Carolina y João estuvieron de acuerdo en este punto.
Meses después, otra reluciente monedita era depositada con igual religiosidad en el fondo del baúl. Y después otra, y otra, y otra. Cada vez la tarea se cumplía en plazos menores y con mayor dificultad debido a que el baúl aumentaba también su contenido de objetos diversos.
Por entonces, Alcide se convirtió en un mozo espigado y serio; la lucha diaria lo tornó poco comunicativo, desconfiado, calculador. Era el brazo derecho de su padre y, a la sazón, ya no necesitaba directivas, tenía suficiente conocimiento del ambiente y de los negocios como para desempeñarse a entera satisfacción de éste. Se ocupaba de los negocios durante el día y por la noche tomaba lecciones de un preceptor que halló en él, campo propicio para el estudio de las artes del lenguaje y las matemáticas. Reinaldo en cambio, como decía su padre, sólo servía para estarse sobre los libros. Habiendo transcurrido los primeros años de su vida sin ninguna instrucción, ahora le faltaban horas para dedicarse a la lectura. Físicamente era como su hermano, delgado y alto, pero de rasgos más delicados que aquel.
Si bien los Macedo Leite no eran vistos con buenos ojos por la totalidad de la población, cierto sector, el que a ellos más les importaba por ser el influyente, los aceptaba considerándolos bienvenidos en sus casas. Asistían a las pocas reuniones que organizaba esa sociedad desconcertada aún por los largos años de lucha y en la que no se podía encontrar una sola familia sin un muerto a quien llorar.
João y Carolina eran don Juan y doña Carolina de Macedo Leite, vastamente vinculados. A pesar del dominio que pronto lograron del idioma, las erres largamente arrastradas y la exuberancia en el hablar los ponían inmediatamente en evidencia, pero el color claro de la piel hacía que se los considerara sólo "portugueses" y se los aceptaba de buen grado.
Doña Carolina asimiló rápidamente las buenas maneras de la gente que trataba y suplía la escasa educación recibida con su natural bondadoso y comprensivo. Tenía siempre una palabra amable para todos como si quisiera hacer disculpar a su marido y a su hijo Alcide de lo que ella, en lo íntimo, consideraba como falta de escrúpulos.
Vivía, además, permanentemente atormentada por la incertidumbre de la suerte corrida por los suyos, allá, en Mineiros. Sus hijos, sus padres, sus suegros, ¿qué era de ellos? Durante los primeros tiempos de su llegada su angustia se vio aplacada con la interminable charla, alrededor de la mesa familiar, sobre los que quedaron, sobre la proximidad del reencuentro, sobre los bienes que el Destino les enviaba como para hacer factible este propósito.
Después, estas charlas se fueron espaciando para dar lugar a las de negocios que entablaban João y su hijo Alcide. Al comienzo ella podía interrumpirlos para hablar de su obsesivo tema: la realización del viaje en busca de los que quedaron. Los dos hombres dejaban entonces por unos minutos sus números, la miraban como si volvieran de otro mundo, le daban una respuesta tranquilizadora y volvían a sumergirse en el eterno pozo de los negocios.
Pronto, ya no la dejaron interrumpirlos. Alcide se ponía pálido y tenso al oírla y, don João, apretaba los dientes al decirle: -Esto ya está discutido. Será cuando se pueda. Silencio. Y doña Carolina debía bajar la frente, callarse y apoyarse cada vez más en su hijo Reinaldo, esperando, esperando...
***
El primitivo almacén pronto resultó insuficiente. Don Juan lo mudó a otra casa más amplia. Los negocios eran prósperos. Compró en el Chaco un centenar de leguas de praderas y bosques de quebracho y otras de yerbales en la región oriental. Poseyendo una certera visión del porvenir, iba sentando las bases para alejar definitivamente de sus vidas el espectro indeseable de la pobreza.
Vivían ahora en una amplia casa, de frente bajo y chato. Los pisos, de ladrillos, brillaban de limpieza. Tenían cuatro habitaciones a su disposición. En el patio, los helechos y jazmines daban su nota de verdor y de frescura y los trémulos culantrillos crecían hasta en el interior del brocal del pozo.
La lucha para lograr todo esto había sido dura, indudablemente, pero podía ya ensayarse un canto de victoria. Y podía pensarse en aquellos que allá en Mineiros quedaron pendientes de esta victoria, soñando con el regreso de quienes caminaron en busca de la fortuna. Nadie como doña Carolina esperaba con mayor ansia el momento de la partida en busca de los que quedaron. Para su zozobra, este momento era postergado una y otra vez por diversos motivos. Ahora lo postergaban los amores de Alcide con una joven de excelente familia aunque de las más perjudicadas por la guerra.
Estos amores colmaban de satisfacción a todos. La novia era Elena Yegros, a quien la larga marcha conocida después como "de la Residenta" tomó muy niña causándole serios trastornos en su salud. Su belleza frágil y su modo recatado encantaron a Alcide. Los padres de la joven habían muerto, él en acción de guerra y la madre durante la marcha. La recogió su madrina, una viuda para quien significaba una carga de la cual ansiaba desembarazarse. Para cualquier familia de la post-guerra, la presencia de una persona extraña a la misma inducía a desembolsos difíciles de soportar. Por eso la presencia del joven candidato fue recibida con júbilo por doña Emilia. Elena conocía las limitaciones económicas de su madrina, sabía cuán penosamente mantenía ella la casa liando cigarros o haciendo chipá que luego hacía ofrecer de puerta en puerta por una criadita. Y aceptó al extranjero sin vacilaciones porque siempre se sintió un poco de más en esa casa y pensó que su alejamiento sería una solución no solamente para ella sino también para su madrina.
El de Alcide y Elena fue un noviazgo rápido y los esponsales se celebraron con gran lucimiento así como el casamiento.
Elena y Alcide tuvieron dos hijos: Elena y Juan José. El varón, nacido a comienzos de 1885, costó la vida a su enfermiza madre.
Recién al perderla, Alcide se preguntó si Elena habría sido feliz. Trató de recordar su risa y le pareció que nunca la oyó reír. Una sonrisa, entonces. Y recogió una, dolorida, mientras mirando a su niño se moría.
¿Y él? Bueno; estaban los negocios. En este país todo estaba por hacerse y él quería hacerlo todo. La amó, indudablemente que la amó; lástima que no tuvo tiempo de decírselo ni de preguntarle a ella si correspondía a este sentimiento. Siempre tuvo deseos de hablar con su esposa. Le parecía que su blanca frente ocultaba un mundo que sería hermoso explorar. Hablar con ella, largamente. Contarle, por ejemplo, todo cuanto había visto durante ese largo camino recorrido hasta llegar a ella; o hablarle de la guerra hasta conseguir que sus ojos bajos lo miraran de frente, no como a un enemigo que fue sino como a alguien que existe para ofrendar comprensión y amor; o hablarle del futuro hasta ver desaparecer de su entrecejo esa arruga imborrable de preocupación. Todo esto pensó decirle alguna vez cuando la pasión fuera dando su lugar al cariño. Nunca se le ocurrió que debía apurarse, que no tendría tiempo más tarde. Se había hecho a la idea de que era el forjador de su destino y creyó fatuamente que el destino lo esperaría hasta que él dijera "Bueno, ahora".
Pero había sido burlado. Y este golpe terminó de marcar, definitivamente, su conducta ante la vida.
El ayer -se dijo- está muerto. Ya no sirve para nada. Ni siquiera vale la pena recordarlo. Solo el hoy cuenta porque hoy estamos vivos y porque con el hoy se forma el mañana.
La preocupación de Alcide, al menos esta preocupación, duró poco. Otra más perentoria ocupó su lugar: don Juan, su padre, cuando parecía rejuvenecido con la presencia de sus nietos, cayó enfermo. Ocurrió exactamente el 31 de mayo de 1885, día en que el Uruguay devolvía los trofeos conquistados en la guerra. Don Juan, previendo que su país haría pronto otro tanto ensayaba ante su familia el discurso con que, decía, debía hacerse la notificación. En medio de la ampulosa frase "Vosotros sabéis que nosotros libramos la guerra sólo contra el tirano que os oprimía..." cayó de bruces. Vivió como en sueños, unos días. Días en que tras la niebla que flotaba ante él, vio pasar toda su vida. Se vio joven y fuerte en su Brasil natal, en ese pueblecito que lo vio nacer; vio a sus hijos jugando en la tierra, corriendo uno tras el otro; vio su rancho, siempre lleno de llanto de algún infante. Vio el sol que castigaba sin piedad a los hombres y las plantas. Esta visión se le hizo tan vívida que sintió ahogarse de calor y quiso transponer el umbral de su mísera casa en busca de frescura. Se incorporó y el esfuerzo resultó demasiado para su debilitado corazón. Volvió a caer pesadamente sobre las almohadas jadeando entrecortadamente.
Sintió un murmullo que fue creciendo como si todas las aguas del Paraná chocaran a un mismo tiempo contra el barranco.
Después, ya nada.
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