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RAMIRO DOMÍNGUEZ (+)
  EL PRIMO JUAN, 2009 - Relatos de RAMIRO DOMÍNGUEZ


EL PRIMO JUAN, 2009 - Relatos de RAMIRO DOMÍNGUEZ

EL PRIMO JUAN, 2009

Relatos de RAMIRO DOMÍNGUEZ

Editorial SERVILIBRO

Dirección editorial VIDALIA SÁNCHEZ

Tapa, diseño gráfico y diagramación MIRTA ROA MASCHERONI

Corrección AUGUSTO GONZÁLEZ LANDÁEZ

Grabado de tapa M.C. ESCHER

Asunción – Paraguay

Setiembre 2009 (94 páginas)

 

 

NOTA PRELIMINAR

 

         Lo del PRIMO JUAN fue una estrategia a la que eché mano por poner distancias entre mis emociones y las peripecias de una vida que se fue desmigajando entre pormenores a veces ínfimos y otras que estallaron como implosión de mundos desbaratados por obra de una mano alocada.

 

 

PRÓLOGO

 

         Cada nuevo libro del gran Maestro Ramiro Domínguez nos proporciona la posibilidad de un gozo estético singular. No es excepción éste, que ratifica otra vez una antigua certeza: el privilegio de contar entre nosotros con un ser de excepción, hermano mayor en todos los ámbitos de este país que llaman vida.

         Mediante El Primo Juan podemos compartir experiencias de vida intransferibles: conocerlo, solo vislumbrarlo a veces hasta donde nos guía la mesura, el pudor de quien de él nos habla; quizá un poco más, a pesar de la estrategia "por poner distancia", o gracias a ella, en esta obra sin resquicios ni recursos vanos, de una mano maestra cuya dación ha enriquecido a generaciones, no sólo en páginas memorables, trascendentes testimonios de un auténtico humanista.

         Recuerdos entrañables del itinerario vital de Juan nos llevan a la sin par Villa Rica, la del apogeo "coincidente con la década más brillante del Paraguay moderno", al contraste entre el ambiente urbano, refinado, culto, y la contemplación de las fogatas encendidas en los cerros en el mundo rural a pocas leguas de donde un niño escapaba de siesta para escuchar a los peones hablar en guaraní; vemos los carros repletos de caña dulce seguidos por los chicos camino a la fábrica; el jolgorio del asado con cuero... la Villa Rica centro de cultura arrasada luego por la revolución, como los campos por las langostas cuando la sequía. La Villa cercana a los bosques del Ybyturuzú y la Asunción de entonces, de pozos y aljibes, con gente de etiqueta en las calles, y entre ambos sitios los viajes en tren con coche comedor y chipá y aloja en las estaciones: estos y otros espacios de América y el primer mundo después, conformaron el entorno geográfico de la vida de Juan, quien contrariamente a la pasiva aceptación de la mayoría, desarrolló pronto su interés hacia variados episodios y actitudes humanas.

         En los años durante los cuales se modeló la identidad de Juan -como no lo logra la educación formal- se sumaron su pronta afición a la música motivada por su madre al piano, la lectura de los clásicos, el hábito de contarse por escrito sus emociones, su incorporación a la Academia Literaria de su colegio, el San José con el Padre César Alonso y el lema en el que aún hoy persevera: "la redención del Paraguay por la cultura". Al P. Alonso también, nos cuenta Ramiro Domínguez, debe Juan el haberse iniciado muy joven en la docencia.

         Siempre empeñado en su formación interior, con su "Estrella Polar" como guía, frecuentó las páginas de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, a cuyas huellas se incorporaron las grabadas en su espíritu por el monasterio, que lo ubicaron "por siempre en un repertorio y jerarquía de valores a los que no habría de renunciar ya nunca". Tampoco decaería ese apasionado interés hacia la gente y el contraste de las dos vertientes culturales captadas en su niñez de hijo de médico rural. Los resultados siguen indelebles en su magisterio y en todas las manifestaciones a las que prodiga su afán.

         Hermoso libro "El primo Juan", en el que también leemos nombres de valiosas personas e instituciones: Ramón Indalecio Cardozo, Clotilde Bordón, Deán Chamorro, acreedores de "la primera y más proficua reforma educativa "; León Cadogan, Josefina Plá, Livio Abramo, Julio Correa, Darcy Ribeiro... Y la amada familia de Juan. Hay mucho más aquí: anécdotas como la del joven pasajero de blanco en un tren con botellas de miel en el portabultos, y la del mercado cuya variada oferta negaba la existencia del póra.       Resulta un placer recorrer estas líneas, saber de Juan y meditar sobre los altos valores que conformaron, como nos dice Ramiro Domínguez, esa "peculiar condición de arribeño entre dos culturas"... "lo más caro y entrañable de su condición humana".

         Me uno finalmente al deseo de Juan de que el jazminero reverdezca. Y añado: y sea como aquel "nuevo florecer de los lapachos".

 

         Gladys Carmagnola

 

 

 

 

         Había nacido -según dicen- ya casi ahogado, después de dos días de trabajo de parto de su madre, a quien los médicos especulaban con la idea de salvarla mediante un aborto. Pero en fin, nació con vida y como siempre, fue recibido con alborozo en la extensa familia de sus padres, quienes primero buscaban algún nombre sonoro en la dinastía de reyes hispanos, como Rodrigo o Gonzalo, por acomodarlo a la progenie del abuelo castellano, pero por último acabaron por quedar por el más democrático de Juan.

         Creció pues como un chico esmirriado, que con el primer amago de fresco se resfriaba, y pronto dio señas de estar propenso a una bronquitis asmática, por lo que lo acostaban en un vaho de eucalipto y no dormía sin medias y el gorro en la cabeza. Para mayor seguridad, habían dispuesto su cuna en la enorme alcoba matrimonial, y él se entretenía chupándose el moco y mirando a través de las barandas de hierro el trajín de los padres en su ancho lecho nupcial.

         De sus primeros atisbos, retenía la imagen de haber sido llevado a Asunción envuelto en mantas al alto corredor una noche estrellada, para señalarle el paso del cometa que dejaba una estela de luz. Otro tanto cuando en Villa Rica disponían los grandes canastos con chipa-piru para los ahijados de guerra de su madre. También el de una siesta luminosa, en que un preso boliviano, de los tantos confiados libremente a la hospitalidad de las familias, le entretenía en el escritorio de la abuela suiza dibujando su perfil a tinta china.

         De su bautismo tardío -porque lo llevaron a los dos años a cumplir el rito en la catedral-, había oído que los festejos terminaron en un carnaval con vino, servido generosamente en enormes baldes enlosados, en la bodega que su padre tenía funcionando en Espinillo, a poco más de una legua de la ciudad.

         Cuando el trajín de guerra había convocado a paraguayos y bolivianos a un conflicto armado que los entretuvo más de tres años en incontables episodios heroicos que no parecían tener fin, su padre como todos los hombres de la familia fue convocado al frente, y en su condición de médico cirujano lo nombraron director del hospital de sangre habilitado en el Comanchaco. Ahí tuvo ocasión de compartir frecuentemente la cena con oficiales bolivianos de alto rango en su condición de presos de guerra, quienes mantenían con el Estado Mayor una relación de civilizada condescendencia. También en el precario hospital habría de repartir su tiempo evacuando a los innumerables enfermos de tifus y asistiendo a los heridos que todavía habían escapado a la muerte. De sus frecuentes viajes a caballo o en los camiones Ford del ejército recorriendo el frente de guerra, no era extraño que el carromato fuera saltando sobre cadáveres, entre ellos del boliviano capitán Ustares, abierto a pleno sol con su caramañola y su diario de guerra en la maleta. Cuando aflojaba el fuego de los obuses, la tropa se congregaba en vivacs entreteniéndose en improvisados contrapuntos de guitarra, donde iba naciendo una épica popular que guardaría el registro más cabal de aquella gesta heroica.

         Entre tanto la madre, como todas las mujeres del pueblo y de ciudad, era jefa de hogar y administraba el salario de guerra del marido anotando en su libreta con minuciosa prolijidad hasta las raíces de mandioca, el litro de leche, las galletas y la lonja de carne del diario familiar.

         A Juan, el menor de los hijos, lo entretenía mientras ella cosía a máquina un bulto enorme de ropas, sentado en su silla alta garabateando páginas enteras con las únicas letras que había aprendido a copiar a lápiz: uuuuuuuuu mmmmmmm, con supuesto destino para su papá ausente. También seguía al peón de patio o la mucama cuando el estrépito de una bomba en la plaza anunciaba como único medio la llegada de algún parte de guerra, con la inevitable lista de muertos y la noticia de los avances del ejército en territorio enemigo. O acompañaba el séquito fúnebre detrás de los restos de algún oficial caído en batalla, precedido por la banda de músicos bajo la batuta del alemán Krekeler.

        

 

ÍNDICE

Prólogo

Los Abuelos

La villa

La época

El Brasil a mano/ Testimonio de Juan

La otra vida interior

Atardecer

 

 

 

 

LOS ABUELOS

 

         Se dice de sus abuelos que habían venido de cuatro puntos bien distantes; de la España nórdica - Toro para más precisión, en la provincia de Zamora ("no se hizo Zamora en una hora")- y el cantón suizo-francés del Valais, muy frente a las nieves eternas de los Alpes y una cerrazón calvinista en las costumbres; por el lado materno, un abuelo griego escapado como galeoto de los puertos del Pireo, y que terminó exportando puros a Europa desde su manufactura en Villa Rica, sobre los escombros de la Triple Alianza; un tatarabuelo italiano ("de la República de Génova") completaba el mapa genealógico de Juan, que nunca terminó de ubicarse en este amasijo de recuerdos tan dispares como los progenitores.

         Del abuelo español, se contaba que su padre en todas las efemérides del 2 de Mayo lo alzaba de chico a una mesa para jurar "odio eterno a los franceses". Había ocurrido que el abuelo de éste fue fusilado en la plaza principal de Toro por los tercios napoleónicos, tras una conjura entre notables del pueblo, para vengar el ultraje de sus mujeres por las fuerzas de ocupación; lo que no impidió que su bisnieto años más tarde fuera un afrancesado "amateur" en el París de de la "belle époque".

         La abuela suiza Caterine había venido a los seis años con sus padres y hermanos a Concepción del Uruguay, en la provincia argentina de Entre Ríos, y al fondear el barco de inmigrantes en Río de Janeiro, el padre leyó en los periódicos que "había terminado la guerra del Paraguay" -1 de Marzo de 1870-. Entre tanto, el tatarabuelo genovés había establecido una prolífica familia "en los hijos que hube de la ciudadana Petrona Regalada Carísimo" -como reza el testamento ológrafo escrito de puño y letra con fecha de 1826; en él se disponía que su entierro fuese en el convento de Santa Bárbara, de los frailes menores, donde luego un nieto suyo nombrado intendente habría de levantar el futuro palacete municipal- había ocurrido que con la expulsión de los frailes y órdenes religiosas por bando del dictador Gaspar de Francia, el primitivo convento se vino abajo, y el lugar fue designado en la jerga popular como "convento-kué" o lo que fue convento.

         A propósito, en un acta de la Villa, datada en 1808 y obrante en el Archivo Histórico de la Nación, se da cuenta pormenorizada de los actos dispuestos para la jura de lealtad "al Rey Nuestro Señor, en que por nueve días se oficiaron solemnes ceremonias en los templos de la ciudad, y que al cabo de ellos los cabildantes "en corceles bailarines y bien enjaezados" encabezaron la procesión con el pendón real, y que a cada tanto el alférez Don Fernando Meaurio, espada en mano, profería "que viva nuestro Católico Monarca, el Rey Don Fernando VII, desde tablado bien dispuesto; a lo que estas remotas gentes respondían: "que viva muchos años".

         - A ver si me contás de nuevo, Mamatía, lo de la bisabuela Bobó, que tuvo que cargar con sus hijos después de la muerte del marido aquejado del cólera, cuando la Guerra Grande.

         - Yo tenía quince años, y como mis hermanos eran todos menores, decidí acompañar a mi madre en la crianza de sus siete hijos, y lo peor, como la tía Juliana Insfrán, su hermana, había sido sentenciada y luego ejecutada en los procesos de San Fernando por un supuesto delito de traición del Cnel. Martínez, su marido, fuimos confinados a Caaguazú, de donde por las penurias que soportamos, acabada la guerra, volvimos con el cadáver de nuestra pequeña hermana Adelaida.

         El niño Juan se hacía un enredo tratando de acomodar los nombres a su ya complicado anecdotario familiar. Lo que menos entendía era cómo la tía Basilia -la Mamatía del extenso clan- había rechazado propuestas de matrimonio, entre ellas del Gral. Bernardino Caballero al regresar éste de su largo exilio; todo, según decían, por acompañar a su madre en sostener la economía del hogar y en la educación de sus hermanos menores, Tampoco entendía muy bien aquello de la estrecha amistad de la tía Juliana con Madame Lynch, ni que ésta consistiera en que fuera ejecutada a lanzazos poco después.

         Tampoco que el abuelo Cosme no se plegara a los antilopiztas, alegando que toda aquella historia era todavía próxima, y había que esperar a apaciguar los ánimos para llegar después a una visión más cabal de aquel período atroz de nuestra historia. Como no había mucho que hacer en el pueblo, y el ganado se multiplicaba solo en la pequeña estancia familiar, optó como hijo mayor por organizar una modesta empresa de transporte en carros de bueyes desde la Villa hasta lo que por entonces era conocido como "punta Riel" o Paraguarí, hasta donde había llegado el ferrocarril en tiempo de López, mercando en la compra y venta de productos de la tierra. Y para entonces Villa Rica era el acceso más directo a los yerbales, por la "picada de siete leguas" Caaguazú, o por el camino de Ajos "la puerta de los yerbales" en los documentos de la época. El incipiente mercado en una población literalmente diezmada le reportó suficiente lucro, de modo a formar su propia familia y enviar a su hermano Antonio a estudiar ingeniería en Montevideo. Ya graduado éste último, recibió del gobierno nacional el cometido de proseguir la red del ferrocarril, primero hasta Villa Rica y después a Encarnación, para empalmar con el ferrocarril Roca, conectando así por vía Posadas al Paraguay con el puerto de Buenos Aires.

         De aquella época la tía Constancia, que se uniera en matrimonio con el estadounidense William Harrison, conservaba un daguerrotipo con las fotos del presidente norteamericano Teodoro Roosevelt y un grupo de compatriotas suyos en la estación de Villa Rica -Carlos Chase, William Harrison y el inglés Bottrell,- desde la plataforma del tren, todos en tenida de explorador con casco y polainas y el rifle en bandolera. Ocurría que la picada de "siete leguas" a Caaguazú se había hecho famosa por la caza del tigre y en las casas de familia era frecuente que se exhibieran enormes cueros de tigre en los dormitorios y las salas de recibo.

         Otro hermano del abuelo, Federico, se había graduado en la escuela de Derecho de Asunción, llegando a ocupar el cargo de Rector de la incipiente Universidad Nacional, y Presidente de la Suprema Corte de Justicia, desde donde había firmado la orden de ejecución de un parricida, en el sonado caso de Gastón Gadín.

         El abuelo griego, entre tanto, prosperaba en su manufactura de tabacos, y alentó a la formación del primer club social de la República con el orondo título de EL PORVENIR GUAIREÑO, radicado inicialmente en una de las casas de Lucas Antonio Papaluca.

         Sus hijos, todos con sonoros nombres griegos, Carmen, Amelia, Héctor, Antonio y Aurora, fueron enseñados a saludar a su padre en el dialecto coiné, "salutaris kyrie patér" -algo así como "te saludo, señor padre"-. El abuelo español, formado en Madrid en el colegio de los padres escolapios, había sentido muy pronto la injusta discriminación en los institutos de la iglesia entre la nobleza y la gente de estado llano, lo que más tarde lo aproximó a la masonería, y ya en Paraguay, ejerciendo el cargo de Director del recién fundado Colegio Nacional de Concepción, organizó con otros europeos la logia de "la perfecta armonía", con algún resabio laicista de sus años mozos. Enredado en la península en conspiraciones carlistas, y al imponerse el bando de los isabelinos, abandonó sus estudios de ingeniería en Salamanca y se vino a Buenos Aires. Como no atinaba adónde acudir en busca de trabajo, cogió el primer diario y en la sección avisos leyó una oferta de empleo como mayordomo en una de las connotadas familias porteñas, cuyo jefe muy pronto se percató del nivel académico de Don Enrique, como acostumbraba llamarlo, y le ofreció luego el cargo de docente en un liceo organizado entre un grupo de amigos y, cosas de la vida, un discípulo suyo resultó ser el joven Venancio B. López, sobrino del Mariscal, que cultivó su amistad y vuelto al Paraguay como Canciller de la Nación, trajo a su maestro como Director del Colegio Nacional de Concepción, aceptando luego apadrinar al primer vástago del abuelo, también inscripto con el nombre de Enrique.

         Catalina, su esposa, establecida con su padre y hermanos como inmigrantes suizos en Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos, completó ahí la carrera de maestra normal, prosiguiendo en la ciudad de Paraná los estudios superiores hasta graduarse de profesora normal, y ya casada con el abuelo español que le aventajaba en más de veinte años, formaron en Villa Concepción como director y vice-directora, el primer plantel docente del flamante Colegio Nacional. Muerto el abuelo a los cincuenta y cuatro años, probablemente de fiebre amarilla, según consta en los registros de la época haber azotado una epidemia de dicho mal en el Mato Grosso brasileño y parte del departamento de Concepción, aceptó la oferta del compadre Venancio B. López, de ocupar en Asunción el cargo de Vice-Directora de la Escuela Normal de Profesores, bajo la dirección de Juan R. Dahlquist.

         Sus hijos, Enrique y Manuel, huérfanos de padre a la edad de once y diez años, recién entonces fueron bautizados por gestión de la madre, porque su padre, librepensador y masón, no habría consentido en ello mientras viviera. Por ahí el dejo agnóstico del tío Manuel y la visión satírica de cualquier acto religioso que espontáneamente afloraba en las anécdotas de Enrique, para más, malcriado en el París de la "belle époque" haciendo el posgrado en medicina cuando la primera guerra mundial, de donde volvió como Mayor del ejército francés.

 

 

 

LA VILLA

 

         Así simplemente figura en los mapas de la colonia, más o menos en el mismo lugar que se le asignó en el "paraje de Ybyturuzú" después de sus múltiples transmigraciones, asediada constantemente por los bandeirantes portugueses, en la caza del indio para sus cosechas de caña dulce en el entorno paulista. Villa Rica del Espíritu Santo, fundada en 1570 sobre un afluente superior del Paraná-panéma y a más de cien leguas al este de los Saltos del Guairá, fue por más de un siglo el hito solitario en la línea de frontera entre las posesiones de Portugal y España en la América meridional, y con Asunción, la única ciudad de españoles y con cabildo propio hasta la fundación de las villas de Pilar y Concepción, ya casi al cierre del período colonial. Famosa por asiento de las primeras reducciones jesuíticas en Paraguay, y los estudios de la lengua guaraní que allá realizara el limeño P. Antonio Ruiz de Montoya, fue sin embargo evangelizada muchos años antes por los frailes menores de la Orden de San Francisco, que dejaron huellas indelebles en la cultura popular y el folklore guaireño. Fueron casualmente dos conversos mestizos, Gabriel de la Anunciación y Juan Bernardo, ambos guaireños, los primeros catecúmenos del mítico fray Luis de Bolaños, y con ellos el apóstol fue elaborando los primeros textos del catecismo y de liturgia en guaraní, llegando Juan Bernardo a ser sacrificado como mártir por los indios Paranáes, antes de su conversión por Bolaños en la reducción de San José de Caazapá. Sus huesos, que por siglos habían sido depositados en la capilla del cementerio en dicha ciudad, fueron traídos ya en este siglo al oratorio de San Francisco en Asunción, junto a los de Fr. Bolaños su evangelizador. En orden cronológico, Fr. Juan Bernardo es sin lugar a dudas el protomártir paraguayo.

         Caso único en la historia colonial, la misma población originaria de la Villa fue migrando con sus santos y estandartes y, por razones de malquerencias con el cabildo de Asunción, en que predominaban los "iralistas", "comuneros" o revoltosos, los guaireños o "alvaristas", reclamaban su condición de lealtad al Rey "Nuestro Señor", lo que les valió el ostracismo y animadversión de los gobernadores, a punto de solicitar de ellos su desmembramiento como provincia aparte. De ahí el mote peyorativo y adjudicado en sorna de "República del Guairá".

         Con el ferrocarril, y ya iniciado el siglo XX, recibió un considerable número de inmigrantes, en gran mayoría europeos y orientales, que venían a lucrar con los productos de la tierra, en particular la yerba mate, el algodón y tabaco, pero trayendo sus hábitos de sociedad urbana y civilizada, que pronto había de darle a la ciudad un perfil muy característico de "pequeña Europa" en la feliz expresión de Carlos Caroni, otro guaireño trasterrado. Aunque predominaba la colonia de italianos y españoles, también acudieron en gran número franceses y alemanes, sirio-libaneses y judíos, norteamericanos, ingleses, rusos, holandeses y montenegrinos.

         Los inmigrantes aunque venían a colonizar la tierra, eran en su mayoría de extracción urbana, manteniendo el atuendo y los modales de sus ciudades de origen, de modo que en poco tiempo estimularon la creación de clubes sociales, hoteles y restaurantes con mozos en rigurosa tenida de negro y mandil blanco. Ni faltaron las orquestas de músicos mayormente alemanes y judíos, que animaban los saraos con los valses vieneses y los compases del chotis y el lancero. Se fundaron periódicos y era frecuente la presentación de piezas dramáticas del teatro clásico y romántico por grupos de actores amateurs.

         Otro centro de formación de cultura desde la década de los '80: el Colegio Nacional, con figuras próceres como Simeón Carísimo, Delfín Chamorro y Luis Couchonal, docentes europeos como el armenio Elías Baliosian y el español José Guillén Vélez. Baliosian, a más de los cursos de francés que impartía con su señora en todos los niveles, era como docente de filosofía entusiasta divulgador del positivismo de Augusto Comte y, de resultas, propulsor de los primeros cuadros del partido comunista en que Villa Rica nuevamente llevó la delantera. De esa hornada salieron los primeros anarquistas y poetas como M. Ortiz Guerrero, Leopoldo Ramos Giménez, Facundo Recalde, Natalicio González.

         Ni faltaron los colegios europeos, como la Deutsche Schule, donde se inició en su tercera lengua el célebre León Cadogan, o el Colegio Inglés, conocido en el pueblo como Escuela Evangélica, con su torreón esquinero desde donde atronaba un viejo armonio en los oficios sabatinos; pero donde se enseñaba además de lengua inglesa, labores manuales y bellas artes; allí acudía como otras niñas de sociedad la bella Amelia Papaluca, malograda en su juventud por una epidemia de tifus.

         Ya en esa época Villa Rica cobró fama de centro de cura de la tisis o tuberculosis -el "mal du siecle"- que por entonces no tenía tratamiento específico y acosaba mayormente a los estratos de la burguesía.

         El doctor Bottrell poco después de la Guerra Grande, había colaborado a divulgar lo de las virtudes terapéuticas de los aires guaireños, acaso por el ozono que exhalaban los bosques del Ybyturuzú, y que amodorraba a los turistas al atardecer. Lo cierto es que al conectar el ferrocarril desde la Villa hasta Encarnación, afluyeron gran número de enfermos rioplatenses y de zonas más remotas. Siendo el abuelo Cosme Intendente Municipal había recibido de su amigo el Presidente Manuel Gondra recomendación de tratar con deferencia al Cnel. Grocoski, un ruso blanco que venía con su mujer y su joven hija Mima, aquejada de dicha enfermedad. Casualmente, en su fugaz visita al Paraguay, Rubén Darío la conoció y, al parecer, mantuvo un furtivo romance con la joven rusa, y ya de vuelta a Buenos Aires, se enteraría de su muerte en Villa Rica, dedicándole aquella estrofa modernista:

         "¿Sabéis? La rusa, la soberbia y blanca rusa

         que danzó en Buenos Aires,

         feliz como una musa enamorada,

         y sonrió mucho, y partió luego a dar sol

         a sus rosas al Paraguay de fuego,

         ha muerto esta mañana "

 

         Una modesta lápida al fondo del cementerio, junto a una columna trunca en recordatorio a "Umberto Primo -Re d'Italia"- indicaba el sitio en que depositaron sus restos. Otro visitante asiduo y huésped obligatorio en el hogar de los padres de Juan, Don Viriato Díaz Pérez y notable exponente de la Generación española del '98, acudía regularmente a acompañar a su hermana Alicia Díaz Pérez, enferma de tisis hasta su muerte, que con su pequeño hijo Hérib Campos Cervera había acudido también en procura de un alivio a su mal; y acaso allí el muchacho se vio estimulado por la prédica de los anarquistas guaireños a asumir la voz reivindicatoria de los míticos "mensú", devorados por la leishmaniasis y explotados miserablemente por las transnacionales yerbateras, como luego había de denunciar otro peninsular ilustre, Rafael Barret.

         Era tal el número de pacientes foráneos que el "Hotel Central" hubo de habilitar varias residencias como sucursal, y a las diez de la noche la campana mayor de la catedral hacía sonar el toque de queda, para retirarse las familias y dar lugar a los enfermos, que salían a la plaza a "tomar aire" y refrescarse con el aura fresca que venía de los cerros.

         De la nutrida -y calificada- colonia francesa, en la que se destacaban las familias Poisson, Lefebvre, De Mestral, Couchonnal y Chilabert, un inmigrante francés de la Universidad de Toulouse, Benjamín Balansa, "botaniste explorateur" como reza el subtítulo de su biografía, fue el pionero en descubrir las virtudes de la esencia del "petit-grain", como él lo registrara del extracto de la hoja del naranjo agrio, y adquirió para la familia un feudo enorme que se extendía desde Aguapety, camino a Ajos, hasta las estribaciones de la cordillera de Ybyturuzú.

         Allá una hija suya, conocida en poeta como Renée Checa, cultivó el arraigo a su tierra natal, evocada en "Sillages" y "Ma terre guaraní" elaborando un singular efecto bilingüe, tal como:

         "Ah, mon pays natal, ma terre guaraní,

         Paraguay, je voudrais mourir ou je suis née,

         dans ce Guayra, ton coeur, par une matinée

         toute mure d'orange y de lima-souti".

 

         oh, mi país natal, mi tierra guaraní,

         Paraguay, yo querría morir donde he nacido

         En aquel Guairá, tu corazón, una mañana

         Madura de naranjas y de lima-sutí

 

         Evocando sus versos, el adolescente Juan habría de repetirse muchas veces, agobiado en los círculos elegantes del primer mundo:

 

         "Je ne suis pas d'ici, terre civilisée,

         quand on a du silence et de la solitude

         goûté le lait puissant, le reste est servitude

         et le tapage humain me donne la nausee ".

 

         Yo no soy de aquí, tierra civilizada

         cuando del silencio y de la soledad se ha gustado

         el nutriente fecundo, lo demás es servidumbre

         Y el estruendo humano me provoca náusea.

 

         Indiscutiblemente que la década más brillante del Paraguay moderno, bajo el gobierno de Eusebio y Eligio Ayala, tuvo también su apogeo en Villa Rica, en donde se inició con Ramón Indalecio Cardozo y notables compañeros, como Clotilde Bordón y Delfín Chamorro la primera y más proficua reforma educativa, a tal punto que antes de ser llamado el primero a ejercer en la capital el cargo de Director del Consejo Nacional de Educación, hubo de cerrarse por dos años en Asunción, la Escuela Normal de Profesores, porque atraídos por la fama de Chamorro y con las facilidades del tren que cubría el tramo Asunción-Villa Rica en cuatro horas, los estudiantes se inscribieron en masa en esa ciudad y se erigió en ella un coqueto edificio "art-nouveau" de dos plantas destinado al mismo fin en Villa Rica. Cardozo cultivó además la historiografía, e inició a su hijo Efraín en el registro documental, siendo también ambos señeros en el estudio crítico y pausado de nuestra historia.

         Pero a pocas cuadras de ese mundillo refinado y urbano se extendía el mundo rural y primitivo, y a no más de cuatro leguas se veía a la tarde en los cerros arder los fogones de los indómitos mbya-guaraní o a poco más sobre el arroyo Morotí se agrupaban los últimos remanentes aché-guayaki, cuyos vástagos era aún frecuente encontrar entre las familias acaudaladas con mejor suerte y aún mayor grado escolar que los del campesino criollo.

         Esa contracultura apasionaba al pequeño Juan, estimulado por las circunstancias de ejercer su padre como médico rural con gran naturalidad en esa sociedad de dos vertientes y, casi, como hijo de gringos con menos remilgos que el paraguayo común. El chico se escapaba a la siesta al ruedo de los peones, cuando en los meses de verano iban todos a la estancia de los abuelos, disfrutando del anecdotario picaresco que se deslizaba entre ellos en su lengua vernácula, o cuando en la trastienda del caserón hogareño la cocinera y el personal de servicio se explayaban en tópicos que eran tabú delante de los padres.

         Como la usina eléctrica de la ciudad que operaba a leña terminaba el servicio a medianoche, era frecuente que su padre lo despertara para sujetarle la lámpara a kerosén mientras atendía en el consultorio a algún operario de aserradero o de los ingenios de azúcar por accidente grave, o heridos de arma blanca llevados en el mismo carro entre víctima y victimario. También le fascinaba la forma en que el campesino se chanceaba cuando acudía sangrante o con las tripas en la mano, respondiendo a la pregunta del galeno que si le dolía con el tradicional "e ho rei-katu hese" -siga no más, no hay cuidado-.

         Ese contrapunto entre la ciudad y el campo fue conformando la estructura moral del chico y ya de grande empezó descifrando su propia identidad, que lo descolocaba en ambos extremos, hasta ir descubriendo su peculiar condición de arribeño entre dos culturas, pero que en el fondo conformaban lo más caro y entrañable de su condición humana.

         Por su precaria salud, también andaba descolocado en el ruedo de primos o hermanos, cultivando como defensa un mundo interior en que solía enovillarse, y no había quién lo rescatara de su mutismo. A la larga, algún confesor anciano le deslizó la idea de abrirse a la vida religiosa, lo que para él fue un nuevo deslumbramiento.

         Muy pronto se volcó también a la lectura de los clásicos, y aún niño se inició en el hábito de contarse a sí mismo sus propias emociones en las primeras cuartillas que sin confiar a nadie iba cubriendo con impecable caligrafía de escolar.

         Ya en la secundaria, y embebido en el teatro de Jean Racine, se deleitaba declamando aquella estrofa del coro de Athalie:

 

         "D'un coeur qui t’aime, mon Dieu,

         qui peut troubler la paix?

         Il cherche en tout ta volanté supreme,

         Et ne se cherche jamais

         Sur la terre, dans le ciel même,

         Est-il d'autre bonheur, que la tranquile paix

         D'un coeur qui t'aime? "

 

         De un corazón que te ama, mi Dios,

         quién puede turbar la calma?

         El busca en todo tu voluntad soberana

         Sin buscarse jamás

        

         En la tierra, y en el mismo cielo

         Habrá felicidad como la tranquila paz

         De un corazón que te ama?

 

        

         Una costumbre que le fastidiaba al adolescente, era la de los "asaltos" y de "pasar el día", ambos de una pequeña burguesía ociosa, que organizaba para "matar el tiempo" el "asalto" de un grupo bullanguero de amigos previa advertencia a los dueños de casa; otro tanto cuando sonaba el teléfono a la mañana y alguna amiga advertía a su madre que con su marido y sus hijos irían a "pasar el día" -literalmente- entretenidos en salas separadas las damas de los caballeros, mientras los chicos eran confinados al patio o los trascuartos del interior. También corría por cuenta de los hijos mayores preparar el consabido coctel guaireño, cuya liturgia había sido iniciada por el inglés Bottrell, con sus diversas fórmulas de añadir fernet o vino blanco o tinto, y servirlo en copas con la corona de azúcar al borde.

         También se acercaban al caserón algunos mendigos; los más asiduos, Zoilo "trebe", apodado así porque fabricaba con gruesos alambres trebes para apoyar las ollas de hierro en el fogón campesino dispuesto directamente en el suelo y Cherymbaheta, una anciana harapienta que devolvía la limosna con el "Ñande Jára ta nde rovasa, ha ta nde rymba heta" - Dios te bendiga y te dé mucho ganado-, que por entonces era la forma más frecuente de enriquecerse.

         A la ciudad con calles de tierra llegaban los carros de bueyes tirados por dos o tres yuntas, con el picador moviendo en el cencerro la picana emplumada y haciendo sonar en el aro las sonajas de acero que producían un estruendo abemolado. Los chicos se salían a la calle detrás de los carros de caña dulce, que hacían su recorrido de leguas hasta el próximo ingenio, yendo a pernoctar en torno a la fábrica en espera del ansiado turno.

 

 

 

EL PRIMO JUAN de RAMIRO DOMÍNGUEZ

Artículo de opinión de DELFINA ACOSTA

 


A mí me suele gustar la obra del novelista español Benito Pérez Galdós, pues además de contarnos su situación sentimental, su ubicación psicológica y artística dentro del mundo, nos va mostrando capítulos históricos de la España a la que le sucedían de manera continuada las revoluciones de 1900.

 

Didáctica y uso pormenorizado y detallista del lenguaje, son los elementos literarios que valoro mucho en cualquier autor. En la obra de carácter autobiográfico El primo Juan, Ramiro Domínguez, pone su acento sobre un estilo de vida, rico en esplendores y en ingenio, de su Villarrica natal. Lo suyo no es una narración que se desliza fácilmente. No. Lo suyo tiene sus hermosos detalles lingüísticos que dejan al descubierto un alma plena de fulgores y una mente despierta, creadora y muy sugerente.

Y es así, mediante el sano fruto de su mente tan creativa, como venimos a confirmar tras la lectura, por sucesión de narraciones, que la década más brillante del Paraguay moderno tuvo su mejor tiempo bajo los gobiernos de Eusebio y Eligio Ayala.

Hombre entregado a la educación más esmerada, Ramiro Domínguez nos señala la importancia de la reforma educativa hecha por Ramón Indalecio Cardozo, Clotilde Bordón y Delfín Chamorro.

Se respira, se siente, a veces, la presencia de las anotaciones de Gabriel García Márquez en los párrafos llenos de exquisitez literaria del libro que reseño.

Le vienen a la memoria los sucesos más dignos y notables de un tiempo por siempre ido, pero que permanece en la memoria del pueblo paraguayo debido a su caudal histórico y emotivo.

Ramiro Domínguez sabe todo. Qué pasó, dónde, bajo qué farol, cuántas estrellas se dieron cita entonces en el sitio, etc. Personajes que deleitaron la memoria popular son citados y explicados, con riqueza literaria y puntualidad de fechas por el autor de El primo Juan.

Así, por ejemplo, recuerda a Serafina Dávalos, quien no le temía a nadie, y salía al balcón, al caer el atardecer sobre Asunción, para fumar un pucho. Es posible tomar la imagen y guardarla. Una mujer saboreando la nicotina, sin que le importara, ni mucho menos, qué cosas vendría de decir de ella la pacata sociedad asuncena, es una buena estampa de una época pasada.

Una extracción, con carácter de resumen, de los sucesos más importantes que se dieron en el Paraguay, es posible hallar en este libro singularmente práctico, pues políticos, parientes de políticos, personalidades, hombres y mujeres de fundamento dentro de una sociedad que brilló con luces propias, nos van llegando bajo la pluma de Ramiro Domínguez.

También recuerda sus primeros inicios dentro de la fe cristiana, las enseñanzas que le impartieron. “Su breve paso por el monasterio benedictino de la Trapa, primero y por más tiempo en la abadía de Saint Joseph´s Abbey, unas setenta millas al O. de Boston, en EE. UU., y cuatro años más tarde en Azul, provincia de Buenos Aires, donde los mismos monjes habían erigido una nueva casa, dejaron huella imborrable en su ánimo, a punto de ubicarlo para siempre en un repertorio y jerarquía de valores a los que no habría de desertar ya nunca más”, puede leerse en el libro.

Recuerda los tiempos en que el ingenio del hombre debía suplir la carencia de las comodidades modernas. O aquellos largos viajes en tren.

O aquella vida que era otra, porque, pasado el tiempo, uno la quiere más.    En el capítulo final puede leerse que El primo Juan, confiado en Dios, sintiéndose amado por Dios, está en paz con la vida, cuando se inicia el atardecer de su existencia.
30 de Octubre de 2009
 

Fuente: artículo de opinión EL PRIMO JUAN

del Suplemento Cultural del

Domingo, 1º de Noviembre de 2009

Publicado en el diario ABC COLOR



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