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CARLOS GARCETE BOGADO (+)

  EL COLLAR SOBRE EL RÍO - Cuentos de CARLOS GARCETE


EL COLLAR SOBRE EL RÍO - Cuentos de CARLOS GARCETE

EL COLLAR SOBRE EL RÍO

Cuentos de CARLOS GARCETE

Editorial FUTURO

Buenos Aires – Argentina

1987 (127 páginas)

 

 

 

CARLOS GARCETE

Nació en Asunción en 1918, y curso sus estudios en esta ciudad hasta el bachillerato. Ejerció su doble vocación de pintor y de es­critor desde temprana edad. Fue discípulo de Bestard en el Ateneo Paraguayo; en Buenos Aires tuvo como maestros a Castagnino, Ber­ni, Urruchua y otros; en París completo su formación pictórica bajo un renombrado artista: Jo­sé Luis Leiva.Sus cuadros expues­tos en Francia, España, Argentina y, en su propia patria, entre no­sotros, le han permitido viajar por muchos países, visitar gran­des museos y conocer celebridades de la pintura y de la literatu­ra contemporánea.

Como escritor debe incluírselo en la llamada Generación de 1940. Fue amigo y vecino de uno de sus líderes, Herib Campos Cervera, y frecuentó las tertulias de esa generación constituida por Roa bas­tos, Oscar Ferreiro Josefina Pla, Elvio Romero y otros.

"Mi pasión es la literatura", ha dicho mas de una vez; "la pintu­ra me da para vivir''. Nos re­cuerda esto aquello de Darío: "Mi esposa es de América; mi amante de París . Sospechamos que en Garcete hay una suerte de coquetería de artista bien dotado, una pose inofensiva y facilmente disculpable. Como dramaturgo fue aplaudido en Francia por La caja de fósforos, pieza traducida al francés por Claude Coutton: La boite á'allumettes. En Buenos Aires le aplaudieron Isidoro Ro­dríguez S.R.L.

Su primera colección de cuen­tos, publicada por la Editorial

 

 

 

EL COLLAR SOBRE EL RIO

 

Ramón abandonó su rancho en el pueblo y se fue a trabajar a los yerbales del Alto Paraná, cansado de su vida de agricultor, monótona y sin horizontes. En Posa­das consiguió, sin mucho trajinar, engancharse en una tropa de mensualeros.

A los pocos días, en uno de los tantos bailes, conoció a una simpática morena de ojos grandes y profundos, la­bios sensuales y un cuerpo airoso y excitante. Le gustó y la invitó a bailar.

-¿Cómo es tu nombre, morena? -preguntó Ramón apenas la tomó en sus brazos.

-Delia.

-Delia... me gusta tu nombre. ¿Tenés compañero?

 -No encuentro...

-No te creo, muy linda para andar sola. . . Entonces, voy a ser yo.

-Eso vamos a ver todavía; muy apurado el hombre para conseguir mujer.

-No tengo apuro, no quiero dejar pasar la ocasión nomás.

Delia respondió con una sonrisa y se iluminaron sus ojos. Ramón la estrechó fuertemente contra sí y le apretó la mano. Arrimó su rostro al de ella y así bailaron toda la noche.

-Quiero llevarte conmigo a los yerbales del Alto Paraná.

-No tiene vueltas el hombre... -contestó riendo Delia.

-No soy caballo de malacate...

-Ya estuve por esos lugares, me fui de compañera de un mensú (Mensú: Trabajador de los yerbales.). El nunca terminaba de pagar el anticipo, y un día me cansé de vivir en el monte, lavando y cocinando, y me vine sola -comentó Delia con naturalidad.

Ella aceptó la propuesta, pero antes se hizo comprar vestidos de seda, zapatos de tacos altos, perfumes y otras bagatelas. El día de la partida, a Ramón no le sobraba un centavo en el bolsillo.

Esa tarde pasaron frente a un puesto de venta de ba­ratijas y Delia quedó prendada de un collar de fantasía.

 -Comprame, Ramón, ese collar; me gusta mucho.

 -Ya no tengo dinero para comprar un grano de ese collar. Gastamos todo el anticipo; ahora vamos a ir a tra­bajar para pagar nuestra cuenta, y, si tenemos suerte, juntar un poco de dinero para la vuelta.

Delia hizo unmohín de disgusto y no volvió a hablar del collar.

Al atardecer zarparon río arriba en dos grandes chatas remolcadas por una lancha. La algarabía  de los men­súes era infernal; trepados a los fardos y cajones de mercaderías apilados en la cubierta, gritaban agitando pañue­los y sombreros.

-¡María...! ¡Voy a traer mucha plata para comprarte todo lo que te guste! -gritó bromeando un mensú algo enjuto, abanicándose con un gran sombrero de caranday.

-¡Si el paludismo no deja tus huesos en el monte! -contestó desde el muelle, riendo, una mujercita de ros­tro gracioso.

Delia y Ramón, apoyados en la borda asistían casi como espectadores a la triste realidad, pero alegres de la partida al infierno verde de los yerbales. De esos lugares se contaban historias de trabajos inhumanos, de muerte, de enfermedades tropicales, de fugas terminadas con una bala en la espalda, de la lucha en la selva con animales feroces y serpientes en acecho.

Ramón sacó un pañuelo y comenzó a sacudir en el aire en ademán de despedida.

-¿De quién te despides. . . ? -preguntó Delia.

-De nadie y de todos -bromeó Ramón-. No tengo de quien despedirme.

-Yo tampoco y eso me pone triste.

Las sombras comenzaban a envolver a lo lejos el puerto de Posadas. Los mensúes, se agruparon en la popa, donde calentaban el agua para el mate sobre braseros construidos con latas de envase de querosene.

A la noche siguiente varios ;disparos los despertaron sobresaltados. Tres futuros mensúes se habían arrojado al agua y nadaban, al amparo de lanoche hacia la orilla del río. Con la fuga eludirían el pago del anticipo, con riesgo de sus cabezas. Unas veces lograban escapar; otras, las balas daban en el blanco, y sus cuerpos flotaban en las aguas del Paraná y, antes de que, la corriente del río los arrastrase hasta el puerto de Posadas, eran devorados por las pirañas.

Tardaron cuatro días en llegar al puerto de la com­pañía yerbatera a la que iban destinados. Al día siguien­te, en enormes carros polacos, fueron llevados hasta el lu­gar de trabajo. Esa misma tarde Ramón eligió un sitio adecuado y se puso a levantar su ranchito, ayudado por Delia. Él era uno de los pocos mensúes que tenía la suerte de poseer mujer; eso lo tornaba importante ante la peque­ña población del yerbal.

A la semana empezó la elaboración de la yerba-mate. Ramón se hizo de algunos amigos con quienes se entretenía en jugar a los naipes en los días de lluvia torren­cial. Así se forjó una corriente de camaradería, y no fal­taba la rueda para el aperitivo y la chanza. Ciriaco, José y Francisco los más asiduos concurrentes.

Había transcurrido medio año y el trabajo intenso en los yerbales silvestres continuaba sin pausa. La cuenta deudora (el maldito anticipo) con laque habían empren­dido sus tareas, originada en la trampa del adelanto, dis­minuía muy lentamente.

Un buen día, con sol, pájaros y cantos de cigarras. De­lia se levantó un poco triste, malhumorada.Hizo algunos trabajos del rancho sin ganas. Mientras lavaba ropas en el arroyo, una idea le iba picando en la cabeza: volver; volver a Posadas. La nostalgia de los bailes, de los zapatos de tacos altos y medias de seda, la entristecía. A la noche, mientras comían la magra ración se encaró con Ramón.  

-Quiero volver, ya estoy cansada de la  selva, de los bichos; es demasiado tiempo.  

-No podemos irnos todavía, aún  debemos mucha plata a la compañía.

-Si no puedes irte, me iré yo ,entonces.No quieroquedarme más.

Esa determinación insólita sorprendió a Ramón; se  había acostumbrado a ella, tal vez la quería.

-Si no podemos volver todavía es por tu culpa;gastamos todo el anticipo en estupideces... Recién  estamos pagando un poco más de la mitad de la deuda.

-¿Pero no querías mujer?

 -Y qué.

-Nada, quiero irme, nada más.

-¡Te vas a quedar aquí hasta que termine de pagar el anticipo y juntar un poco de plata! -gritó Ramón-. Si venía solo, ahora no debía un centavo.

-¿No querías mujer..?

Ramón no respondió, era verdad. Delia no siguió la discusión; conocía muy bien a su hombre; comprendió que todo sería inútil; no tenía otro remedio que esperar. Se sintió prisionera, atada a Ramón; eso no le desagradaba, más bien le gustaba, pero le habían entrado las ganas de irse, era demasiado libre. Ya había tenido el mismo pro­blema con el otro mensú, pero esa vez se volvió sola cuan­do se cansó del monte. Claro que Eustaquio -pensó- era un hombre flojo, sin carácter, muy distinto de Ramón. Con éste no se podía jugar. Iba a tener que quedarse, esta vez era diferente... pero eso no terminaría así; si la obli­gaba, buscaría la forma de vengarse.

Pasaron los días. Delia buscó entre los mensúes al que podría acudir a sus coqueteos. No era fácil; esas co­sas, si se descubrían, se arreglaban a punta de cuchillo. José le pareció el más indicado; era bastante macho, tal vez como Ramón, y si ella llegaba a gustarle, no iba a detenerse ante probables consecuencias. Desde ese día comenzó a insinuarse con sonrisas, palabras y gestos ...

Una madrugada, en un descuido, Delia deslizó unas palabras al oído de José. El sabor de la aventura, su hombría halagada y la larga abstinencia embriagaron a José. Ese día no fue a trabajar al monte; pretextó un fuerte ataque de paludismo. Cuando las circunstancias se dieron, Delia se introdujo en el ranchito de José. Muchas veces se repitieron las visitas.

Un día terminó la zafra; los que habían saldado el adelanto se encontraban en libertad; por poco tiempo, de volver a sus pueblos. Los que seguían debiendo a la em­presa -la mayoría-, se quedaban a plantar maíz, mandioca y a abrir piques en la selva. Ramón, acicateado por Delia, consiguió saldar su deuda y lograr una pequeña su­ma en su haber.

Estaban      listos para la partida. Esa mañana , en el puerto de la compañía unos trescientos mensúes, desde hora temprana, se encontraban desparramados a lo largo de la barranca del río, chanceando, conversandoy festejando alborozados la oportunidad del regreso. Delia ca­minaba lentamente al lado de Ramón. A pesar de todo lo ocurrido, ella siguió junto a su hombre, sin cambiar nada; no obstante, él la encontró rara en más de una ocasión. Ramón atribuía ese comportamiento al deseo vehemente de Delia de volver a Posadas.

En un gran baldío, frente a un depósito con paredes y techos de zinc; se instalaron los mercachifles, y se disponían a vender sus baratijas a los mensúes que habían conseguido reunir unos pocos pesos al final de la zafra.

 Delia quedó en compañía de otras mujeres, mientras Ramón se dirigía a la Administración a cobrar su saldo. Cuando volvía, se encontró con doña Cantalicia, andrajo­sa, borracha, profiriendo palabrotas. La vieja le alargó la mano y le pidió dinero. Ramón reaccionó ante su esta­do calamitoso.

-Vieja borracha, en vez de comprarte un vestido... Doña Cantalicia se enfureció:

-¡Qué vas a decir, pueblero tonto!, si Delia se acues­ta con José... -y lanzó una áspera carcajada.

Ramón la sacudió violentamente y le dijo:

 -¡Repetí otra vez, vieja mentirosa!

La mujer siguió riendo.

-Si todo el mundo sabe, con José, cuando decía que estaba con el paludismo... ella se iba a su ranchito, ja... ja...

 

Ramón no cabía en sí de ira y tocó, sin quererlo, la culata de su revólver y comenzó la búsqueda de José. Esa cuenta se la iba a cobrar, pero a nadie preguntó por él, no quiso despertar sospechas. Recordó no haberlo visto en toda la mañana; probablemente, ya habría cruzado al Brasil. "¡Cobarde!" Se había reído de él. Se sintió ofen­dido, humillado y buscó desesperadamente en su cabeza la forma de limpiar esa mancha. Fue hasta donde la ha­bía dejado a Delia y la encontró conversando alegremente con las otras mujeres. Ella, al verlo venir, se levantó y salió a su encuentro.

Tengo sed, Ramón, quiero tomar un poco de mosto frío.

Ramón no contestó, apenas asintió con la cabeza. Se encaminaron hacia el puesto de la vendedora. La bebida fresca apagó la sed de Delia y a Ramón le ayudó a sua­vizar su rabia que disimulaba con esfuerzo.

Pasaron frente a un quiosco de baratijas que exhibía vestidos, zapatos, pañuelos de mujer, aros, espejos, collares...

-Ramón, comprarme ese collar. ¡Qué lindo es! Me parece que es el mismo que no me compraste aquella vez en Posadas.

Ramón se acercó, preguntó el precio y pagó. Delia ofreció el cuello, y cuando él iba a prender el gancho del collar, disimuladamente, hizo un movimiento brusco, casi imperceptible, soltando el hilo, y las cuentas se esparcie­ron sobre la tierra roja, brillando al sol del mediodía co­mo grandes gotas de sudor. Ella protestó y ambos se arrodillaron a juntar los granos del suelo.

-No vayas a preocuparte, te voy a enhebrar de nue­vo tu collar, tenía un hilo muy fino, no servía -dijo Ra­món tratando de ser amable.

 

Puso las cuentas del collar en su bolsillo, buscó unas hojas de cocotero y se dedicó a sacarle fibras. Con ellas fabricó un hilo fino que retorció sobre el muslo de Delia; le pasó cera y enhebró de nuevo el collar, tanteandova­rias veces la solidez del hilo. "Resistirá hasta que te mueras”-murmuró Ramón como hablando consigo mismo, y volvió a ponerle el collar. Delia no ocultaba su alegría y agradecimiento.

A las cansadas, a las cuatro de la tarde, apareció a lo lejos, en un recodo del río, una lanchitaque traía a remolque dos chatas. Ramón no dejaba de buscarlo a Jo­sé con la vista, aunque discretamente. No lo veía por nin­gún lado; no hizo preguntas, tampoco nadie :se acordó de él: parecía florecer un entendimiento tácito.

        Se instalaron en un rincón de la popa de la última chata. Con unas tacuaras y un poncho improvisaron un toldo para guarecerse del sol que daba de lleno en la cu­bierta.

 

Al atardecer, los mensúes se trenzaron en un entusias­ta juego de naipes. Después de la cena se contaron chistes, cuentos y sucedidos- Uno a uno se fueron quedando dormidos sobre mantas tendidas en la cubierta. Ramón preparó su poncho listado junto a la borda; eran los úni­cos que estaban  despiertos; la luna había salido un momento antes. Delia lucía su collar cuyas cuentas fulgura­ban luces de luna plena. Ramón la tomó de la mano y la acercó a laborda. Se entretuvieron un rato mirando las aguas turbulentas del gran río. La abrazó, y después comenzó a jugar con el collar. La miró fijamente a los ojos-ojos profundos- hermosos y relampagueantes. Le acu­ció el deseo íntimo de penetrar en la gloria de un largo beso; estuvo a punto de besar esos labios y con un es­fuerzo que llegó a rasgarle el alma consiguió alejar la ten­tación. Y. . . en medio de la noche honda escuchó lejana­mente la risa alcoholizada de la vieja Cantalicia: "Ja... ja... ja... si la Delia se acuesta con José". La borrasca interior era terrible, quería olvidar, olvidar todo, pero más pudo el barro espeso de su rencor. Suspiró largamente para darse una tregua en la lucha y cerró los ojos para detener su mano que estuvo a punto de agitarse en una bofetada. Delia lo miró un tanto sorprendida y desarmó el gesto, sin saberlo, pasándole la mano por los cabellos.

El abrió los ojos y se encontró con el rostro alegre y la boca entreabierta de Delia. Ramón volvió a acariciarle la cara y el cuello; jugó nuevamente con el collar, esta vez con las dos manos, y cuando sus dedos se encontraron en la nuca de Delia, con un pequeño gesto, pero poderoso movimiento, ajustó el collar al cuello; lo fue ciñendo, más... más... Se oyó un leve quejido que se perdió en el rumor del río y el cuerpo se desplomó en sus brazos y lo depositó sobre el poncho listado tendido en la cu­bierta. Alrededor todos dormían. Extrajo de su atado una soga más bien delgada, pero fuerte. Sujetó al cuello de Delia con un nudo corredizo, la alzó y lentamente fue deslizándola por la borda de la embarcación. El viento agitaba sus cabellos. Ató el extremo de la cuerda a una argolla de amarre. El cuerpo de Delia arrastrado por la embarcación flotaba sobre el río nocturno; por momentos se hundía y volvía a salir a la superficie. La luna se des­componía en varias luces sobre las cuentas fulgurantes del collar prendido a su cuello suave, gritando con destellos de plata su protesta sorda. El cuerpo inertechocaba con maderos impulsados por la corriente que le arrancabagi­rones del vestido y de las carnes. La luna la seguía incan­sable en ese fluvial viaje. Por instantes, en las  curvas del río, el cuerpo se sumía en la noche, a la sombra de las altas barrancas de basalto, pero de nuevo, infatigable, la luna volvía a poner, obstinadamente, sus luces sobre el collar.

 

 

 

EL ALEGATO

 

-Julia, mañana me  voy a vivir de nuevo en la chacra, a mi ranchito.. . No es por nada…-iba a seguir hablan­do. Pero creyó innecesario dar más explicaciones.

La mujer escuchó las palabras de Ramón con su in­veterada humildad. Estaba acostumbrada a aceptar resignadamente sus determinaciones, aunque fuesen arbi­trarias. Ella conocía muy bien el carácter de su hombre y advirtió con claridad que cumpliría su palabra.

El prosiguió en un tono sin matices, frío:

-Espero no me molesten;  no tengo nada en especial contra vos, Julia; tampoco es con los viejos.. . hice mal en casarme...

-Es que ya no me querés,  Ramón; hace mucho tiempo que no te doy gusto en nada...

"Es que ya no me querés….". Estas palabras sonaron en sus oídos con un valor nuevo, distinto. No  lo había pensado cuando resolvió irse de  la casa; no sabía exactamente si la quería o no, simplemente no tuvo en cuenta ese detalle. “A lo mejor la quiero”, se dijo ,pero la ideafija de volver al antiguo .rancho de su  época de soltero, de ser libre, sin, horas establecidas para el trabajo y las comidas, de no estar :sujeto a los convencionalismos familiares, de volver a la madrugada vencido por el sueño y  la fatiga después de largas caminatas y musiqueadas, con la guitarra a cuestasy una botella de caña semi vacía en la mano, disipó de un soplo los débiles tientos que aún po­dían atarlo a su Julia.

-¿No sabés, acaso, que estoy embarazada de tres me­ses? -mintió Julia, arriesgando un ardid, a pesar de co­nocer bien la tozudez de Ramón.

-Ya me lo dijiste…

Julia guardó silencio; semantuvo serena; ni una sola lágrima asomó a sus ojos, no obstante el  profundo cariño que sentía hacia su hombre. Aprendió a quererlo así, como era.

- Cuando nazca mi hijo, si es cierto... voy a venir a verlo; pero ahoraquiero andar libre, Julia, como los pá­jaros: y los animales del monte.

Calló; el recuerdo de su infancia lacerada fustigó su memoria y asomó el resentimiento:

 

-Mi hijo va a tener un apellido y todo el pueblo va a saber quién es su padre; va a tener más suerte que yo... Para qué vamos a ir más lejos: yo no sé nada del hombre que se acostó con mi madre. El pueblo está lleno de hijos que no conocen a sus padres... .Mamá  crió cuatro criaturas con sus puños, lavando; planchando ycocinando de casa en casa.

El resto del día se deslizó con su ritmo habitual.  Ramón no habló  una palabra  más. Tampoco anunció  a  sus suegros lo resuelto. La cena se desarrolló como de cos­tumbre; Julia sirvió la cena solícita, pendiente de Ramón, sin que le temblaran las manos. Su intuición campesina le decía loirreparable de algunos designios. Ella lo que­ría y se daba cuenta del dolor que iba a producirle la ausencia de Ramón. Aceptaba resignadamente lo que  la vida le imponía, como los hombresdel campo  que con­templan calladamente la destrucción de sus plantaciones por la sequía  o ven morir sus animales a causa de alguna peste desconocida.

        

Se adentró la noche, se acostaron; Ramón fumó su cigarro de hoja como todas las noches, en silencio, con las luces apagadas, echando las cenizas en el piso.

La  luz lechosa de la luna se coló por la ventana  y rozó la tapa del viejo baúl. Julia no pudo dormir, sus ojos permanecieron abiertos escrutando en la penumbra; te­nía muy presente las palabras de Ramón. Ahora estaba ahí, a su lado, como siempre. Una enorme ansiedad, por momentos dolorosa, le oprimía el pecho: parecía faltarle el aire.

Ramón seguía fumando su cigarro, y  con cada chupa­da, una tenue aureola rojiza alumbraba sus facciones. Dio una  última pitada, escupió en el suelo el resto del tabaco adherido a sus labios y arrojó el pucho por  la  ventana.

 A Julia le parecía tan extraño  todo, sinsentidoy, por momentos, creía  que era un malsueño, o tal vez el temor de perder a su hombre la llenaba de alucinaciones, pero muy pronto entraba en la realidad para recordar con lu­cidez lo que Ramón le había dicho en  la mmañana.   Aún  sonaban en sus oídos las. palabras con las que él ,había cor­tado como con filo de machete el débil tallo de sus ilusiones. De pronto sintió que dos poderosos brazos le ceñían la cintura; luego las manos buscaron los pechos firmes, duros.

 

Apenas los dedos apretaron los delicados pezones, éstos se pusieron tiesos como tocados por una descarga eléctrica. Las manos dejaron los senos temblorosos para resbalar con mágica destreza por el vientre moreno, fino y elástico. Ella dejaba hacer, no tenía fuerzas para resis­tirse y sentía vergüenza de reconocer, aunque íntimamente, la atracción poderosa hacia su hombre, el raro sortile­gio que Ramón ejercía sobre ella cuando sus caricias se difundían por, su cuerpo joven, tenso para e1 goce. Julia olvidó todas sus penas y dolores y se entregóblandamente.

Comenzaba a aclarar cuando estaba ya en la cocina peleando con el humo, en su esfuerzo de arrancarle  llama a los tizones; puso la pava en el fuego y cargó pacientemente la yerba en el mate.

 

Ramón rasqueteaba al caballo moro y Julia le cebaba mate. Él se dio cuenta de que ella no lo acompañaba. Ramón la miró como recriminándole, pero ella no desvió la vista, se armó de coraje y sostuvo la mirada Julia le alcanzaba el mate con frecuencia desusada, casi sin inter­valos, y se sorprendió de su osadía. Apenas tuvo fuerzas para ejercer esa única e ingenua venganza.

Ramón rechazó con un gesto el mate que ella estuvo a punto de darle y se dirigió a la habitación. Tampoco tomó ella aquél último mate cebado en vano y que había quedado en su mano tendida en el vacío. Ramón regresó con la "gurupa" cargada de ropas, la puso sobre el anca del moro y la sujetó con tientos  al recado. Metió el pie izquierdo en el estribo y con impulso diestro montó en su moro, lo espoleó ligeramente y acortó las riendas; el caballo comenzó a andar de costado, con  pasos cortos y la cabeza erguida.

 

Julia abrió la tranquera para dar paso al jinete, como hacía todas las mañanas cuando Ramón iba a trabajar a la chacra. El levantó la mano en señal de despedida, en su gesto habitual, y se alejó silbando. Ella quedó inmóvil, mirándolo alejarse, hasta que Ramón se perdió detrás de una nube de polvo. En el horizonte el sol empezaba a dorar las copas de los árboles.

 

Pasaron muchos meses sin que Julia tuviese noticias de Ramón; en la casa nunca se pronunció su nombre, y cuando en la conversación se hacía necesario nombrarlo por algún motivo, un gran silencio lo reemplazaba; su pre­sencia flotaba en la casa como la de un muerto que traía malos recuerdos. A pesar de que Ramón vivió con ellos apenas un año, a Julia le parecía cosa de toda la vida. Cuando lo tuvo a su lado, hizo lo que hace una mujer ena­morada para retener a su hombre; pero con toda su sa­biduría femenina jamás pudo penetrar en esa alma sellada de horizontes, de árboles y tierra arada; nunca llegó a comprender la textura simple hecha de vientos y reflejos de sol y luna. Hubo momentos en que hasta sintió celos del brioso y endiablado caballo moro, y las alusiones bur­lescas de su madre referidas al animal le arrancaron lá­grimas más de una vez.

 

Cuando bordeaba el año, el padre de Julia inició los trámites para legalizar la separación. Ella accedió en un gesto heroico a fin de no perder el cariño de sus padres, que era lo único que le restaba en la vida. El juicio finalizó sin que Ramón hiciera acto de presencia en el juzgado. Julia estaba enterada de que Ramón no se había ausentado del pueblo, aunque nunca más lo había visto desde aquella mañana. El domingo,  a la salida de la misa, le contaron que Ramón había estado preso unos días con otros agricultores a causa de una disputa sobre diferencia de precio en la cosecha de algodón; que él se había cons­tituido en resuelto defensor de sus derechos, enfrentándose con el turco Abraham y el inescrupuloso comisario. El comportamiento de Ramón la alegró y sintió un vivo e intimo orgullo que la hizo ruborizar.

 

Ramón salió del boliche cuando la pálida claridad del atardecer hacía que las cosas adquiriesen formas y colores imprecisos. La luz del sol, casi horizontal a esa hora, bru­ñía tenuemente las hojas de los árboles y los tejados de las casas. Iba montado en su caballo moro, a tranco len­to, sin itinerario previsto. Pensaba en el fracaso que ha­bía significado su esperanzada cosecha de algodón, en el trabajo inútil, en la baja artificial del precio del producto, y lo que más le dolía eran esos días de calabozo y de hu­millación gratuitos, todo porque no quiso dejarse robar por el acreedor, que contaba siempre con la complicidad venal del comisario.

Alguien lo saludó al pasar y levantóla vista para  res­ponder; fue cuando se dio cuenta de que estaba a unos pocos metros del portón de la casa de Julia. Hacía más de un. año que. no pasaba por esa calle de tierra y pasto, dondelas carretas  dibujaban con sus llantas de hierro profundos surcos. Miró hacia el patio y vio a la  madre de Julia, juntando leña para la cocina, a unos pasos de la tranquera que una mañana había franqueado para no vol­ver más.

-Buenas tardes.. . doña…

 -Buenas tardes, Ramón -respondió doña Francis­ca, sorprendida por la presencia imprevista de su yerno.

Ramón no esperó que lo invitasen y se apeó del moro; de las riendas lo condujo hasta la tranquera, donde descorrió dos palos y entró al  patio seguido de su caballo. A la mujer se le cayeron unos trozos de leña a causa de la sorpresa que le produjo tan inesperada visita. Ramón, con la calma que le era propia, ató su montado ; a un poste.

Tanto tiempo, Ramón; nosotros ya te creíamos en los yerbales o en otro pueblo -dijo la mujer por decir al­go, tratando de salir del aturdimiento.

Ramón se encaminó hasta el pozo y sacó un balde, de agua fresca, se lavó la cara para despabilarse y dio de be­ber el resto al moro; el animal relinchaba y daba coces contra la tierra dura del patio, como si con ello quisiera demostrar que había reconocido su antigua morada. Ra­món se acercó a la amplia galería que rodea toda la casa y trajo una silla, la recostó contra un horcón y se sentó tranquilamente. Durante todo el tiempo doña Francisca permaneció quieta y muda, observándolo, sin lograr repo­nerse de su asombro, sin atinar a tomar una actitud. Ra­món rompió el silencio­:

-¿Se pueden tomar unos mates?, doña...

-Bueno, en seguida nomás debe venir el viejo -dijo doña Francisca y se dirigió a la cocina con la leña apre­tada contra el pecho. Antes de entrar se volvió para asegurarse de la realidad de la presencia de Ramón. Durante el tiempo que le llevó preparar el mate, el visitante se ha­bía levantado y, en pocos minutos; desensilló el caballo, y colocó los aperos en el pequeño galpón de los arreos.Y herramientas, fuera del alcance del rocío. Doña Francisca volvió con el mate, trajo una silla y se sentó frente a Ramón.

 

A los pocos minutos llegó don Eulogio y fue tanto su estupor que necesitó apoyarse en uno de los travesaños de la tranquera; alargó el cuello y pudo comprobar una vez más que el hombre sentado frente a su mujer era Ramón de cuerpo presente. En otras circunstancias hubie­se estallado, pero ahora lo tomó desprevenido y no acer­taba a asumir una decisión. Atravesó la tranquera sin salir de su desconcierto, se acercó y saludó sin convic­ción. El "que tal" sonó hueco en sus oídos, como si hu­biera sido pronunciado por otra persona, lejana...

-Bien, don Eulogio -respondió Ramón-. Pasaba por aquí y como hace mucho tiempo que no veo a la gente me apeé a tomar unos mates. -Volvió a sentarse sin es­perar la indicación de estilo.

Doña Francisca le alcanzó una silla a don Eulogio -todavía azorado- para que se sentara. El viejo no per­cibió el saludo ni las explicaciones de Ramón. Hubo un silencio, luego­:

-¿Y la Julia? -inquirió Ramón. El tono de su  voz parecía carente de interés y bien podía como un simple cumplido. Él se había cuidado de causar esa im­presión y de encontrar el instante preciso para su pre­gunta.

No obtuvo respuesta; sus palabras se diluyeron en las sombras del atardecer y del silencio. Comprendió que no debía insistir y se puso a hablar de lo  mal que le había ido en la cosecha. El tema, de sumo interés para don Eulo­gio; avivó sus ojillos acuosos y lo despegó de su mutismo.

Hablaron sobre chacras y animales. De pronto, en lo más animado de la conversación, apareció Julia en la pe­numbra. Ella no pudo determinar la identidad de la tercera persona; no obstante, saludó. Ramón, que estaba atento a las palabras de don Eulogio, no se dio cuenta de la presencia de Julia, cuya voz, al saludar, lo tomó de sor­presa.

-Buenas noches, Julia, que tal -iba a seguir; pensó referirse a su larga ausencia, mas guiado por su intuición montaraz, calló.

-Bien, Ramón -respondió Julia confundida por la aparición repentina del hombre que no había olvidado desde aquella patética mañana. Ahora estaba ahí, frente a ella, con la silla recostada contra el horcón del alambrado, igual que antes. De su mente se borró el tiempo que él estuvo fuera de su lado como una sonámbula, sin noción de las cosas, ignorando las horas, los días de la semana. La presencia de Ramón vino a avivar esos recuerdos. Ju­lia no se movió, permaneció de pie, rodeada del silencio de la noche que empezaba a envolver las siluetas con una muda semioscuridad. Todos callaban; la amena conversa­ción sobre asuntos rurales se cortó de golpe con la llegada de Julia. El aire que emanaba del mutismo de las cuatro figuras comenzaba a enrarecerse, se tornó casi irrespira­ble. Ramón se valió del suspenso:

-Julia, voy a quedarme a cenar; si se puede matar una gallina... -dijo Ramón con la llaneza propia de la persona que tiene atributos para formular un deseo.

Durante la cena Ramón habló lo necesario; se ocupó de observar el trato que le dispensaban. Cuando terminaron, Ramón y don Eulogio salieron al patio y se ubicaron en sus sitios anteriores a proseguir la conversación; las mujeres, finalizadas las tareas, se integraron al grupo. Julia se conducía reticente sin decir una palabra; doña Francisca intervenía muy poco. Mientras tanto; la noche avanzaba; la luna asomó lentamente detrás del mangal. Ramón, sin descuidar la charla, no cesaba de mirar a Ju­lia. Desde hacía unos instantes sentía una rara sensación, un deseo vehemente de poseerla. Encontró natural ese ­anhelo que iba creciendo en él, siendo -como era- ella su mujer. Miró el cielo unos segundos y observó la luna que irradiaba gloriosa su luz cenicienta sobre ellos, dibu­jando en el suelo las sombras largas e irreales de sus fi­guras. Se acomodó en la silla, y los otros creyeron que iba a levantarse y despedirse, pero permaneció sentado, no dejando entrever la más leve intención de marcharse. De súbito, como movido por un deseo que lo acuciaba, sin mediar situación propicia, haciendo abstracción de los demás, dijo:

-Julia, voy a quedarme a dormir.

Las palabras de Ramón causaron estupor, y él pudo advertirlo en los rostros a la claridad de la luna.

 -¡Eso no puede ser! -exclamó don Eulogio, ponién­dose de pie. Iba a proseguir, pero Ramón lo interrumpió:

 -No es para que se enoje... don, si la Julia es mi mujer...

-¡Ya dije que no puede ser! ¡Ella ya está separada por el juzgado! -gritó don Eulogio.

-No grites, van á escuchar los vecinos -intervino doña Francisca.

-Julia es mi mujer, don Eulogio; no valen nada esos papeles de jueces y abogados. Yo fui su primer hombre y el que la hizo mujer en la cama, y va a seguir siendo mi mujer mientras yo viva; ¡ése es mi derecho!

 

Don Eulogio escuchaba aturdido las palabras de Ramón, que las decía con tanta convicción, con la enorme fe de los que creen poseer la verdad con la simple certidum­bre de su justa razón. El viejo vaciló, no pudo formar una sola frase para desbaratar tan elemental pero poderoso argumento. Anonadado, se apoyó en la silla para lue­go sentarse. Hizo un esfuerzo para hacer frente a la po­sición de su ex yerno, pero de pronto, sin saber cómo, se sintió joven, sin canas ni arrugas. Una fuerza extraña, telúrica, muy íntima, dirigía sus pensamientos, ubicándo­lo, finalmente, en el lugar de Ramón. Y él, Eulogio Zá­rate, con la sinceridad que tenía para consigo mismo, des­cubrió que pensaba igual que Ramón; descubrió que hu­biese actuado de la misma manera con su mujer si las circunstancias lo hubieran puesto en idéntico trance. La nueva situación pesaba como una montaña.

Las palabras de Ramón fueron las últimas que se pro­nunciaron esa noche en el patio, mientras la luna seguía en el cielo su trayectoria de luz. Hacia el cementerio, los siete ojos de las siete cabrillas chispeaban sonrientes.

 

Se acostaron. Ramón fumó su cigarro de hoja como hacía antes todas las noches, en silencio, con las luces apa­gadas, echando las cenizas en el piso. La luz lechosa de la luna volvía a colarse por la ventana y rozó la tapa del viejo baúl. Dio una última pitada, escupió en el suelo el resto del tabaco adherido a sus labios y arrojó el pucho por la ventana.. .

Comenzaba a clarear cuando Julia ya estaba cebando mate en la cocina; esta vez lo acompañó a tomar; luego, Ramón ensilló su caballo y de un salto se enrosquetó en el recado, espoleó al moro ligeramente y le acortó las riendas; el animal empezó a andar de costado, con pasos cortos y la cabeza erguida.

Julia abrió la tranquera; él levantó la mano en señal de despedida, como aquella lejana mañana, y se alejó sil­bando. Ella quedó inmóvil mirándolo alejarse, hasta que Ramón se perdió detrás de una nube de polvo. En el ho­rizonte el sol empezaba a dorar las copas de los árboles.

 

 

 

 

LA HORQUETA DEL ÁRBOL

 

Eran siete. Se habían desprendido de la columna guerrillera para cumplir una misión importante. Nueve horas de marcha en la selva empezaban a hormiguearles las piernas. El cansancio se hacía sentir, sus caramaño­las casi vacías acosaban la sed, los mosquitos, garrapa­tas y toda clase de bichos se lanzaban sobre ellos acosándolos. Faltaban aún tres horas de camino a marcha for­zada. La operación debía ser cumplida antes de media­noche.

 

Víctor caminaba un tanto retrasado en la fila; un pie lastimado le impedía andar por el pique, abierto a filo de machete, a la par del grupo. Muy cerca, pisándo­le los talones, iba Adolfo cuidando la retaguardia.

A cincuenta metros se abría un claro en el bosque. Adolfo creyó oportuno aprovechar el lugar para descan­sar y se adelantó a ordenar el alto. Apenas caminó vein­te pasos, y cuando los primeros guerrilleros llegaron al claro, se oyó una ráfaga de ametralladora. La embosca­da les hizo muertos y heridos. Los que no fueron alcan­zados contestaron el fuego. Al instante comprendió Adol­fo, dado el nutrido tiroteo, la superioridad numérica y de armamentos del enemigo. Se volvió rápidamente por la senda encontrándose con Víctor.

 

-¡Pronto, Víctor! Es necesario que alguien se salve, tenemos que cumplir la misión -gritó Adolfo.

Víctor lo siguió; Adolfo trepó a un árbol alto, copudo, de hojas espesas. Víctor subió ayudado por su compañero y jefe de la patrulla. Se instalaron en una horqueta a quince metros del suelo. Los disparos habían cesado por completo; se escuchaban vagamente conversaciones y voces de mando. ¿Habrían muerto los cinco restantes? -pensó Adolfo- ¿Quiénes serían? ¿Antonio, Juan, Ro­berto? ¿Quiénes estaban aún con vida?

Juan tenía el vientre perforado por las balas y se de­sangraba irremediablemente. Tendido en el suelo bocabajo, apretaba entre sus manos la metralleta.

Un oficial, seguido por varios soldados, inspecciona­ba a los caídos, tocándolos con las botas para cerciorarse si estaban muertos. Buscaba a uno que estuviese vivo; necesitaba un prisionero para averiguar sobre el grueso de la columna guerrillera. Su tarea consistía en liquidar a todos los guerrilleros antes de que éstos alcanzaran las zonas pobladas.

 

Sin levantar la cabeza, Juan vio venir al grupo con el oficial al frente. Se le empañaron los ojos; no sentía ningún dolor, una placidez inexplicable lo invadió. La vista se le volvió a aclarar. El oficial se encaminaba aho­ra hacia él; lo seguían suboficiales y soldados; ya estaban a veinte metros, quince, diez... Inmóvil, con los ojos en­treabiertos los vio acercarse; hizo un esfuerzo levantan­do unos centímetros su metralleta y apretó el gatillo. La ráfaga volteó al oficial y a cinco más. Juan no pudo ver el resultado de sus disparos. Un sargento le disparó un tiro en la cabeza. Era tarde para la venganza. Juan murió un segundo antes.

-¡Qué hace, sargento, necesitamos un prisionero! Después que se lo interrogue puede hacer con él lo que quiera, ¡antes no! -gritó colérico el oficial.

-¡Pero mire los muertos que hizo este desgraciado, mi teniente!

-Ya le dije, ¡después! ¡Necesitamos un guerrillero vivo!

 

Al borde del bosque lo encontraron a Roberto heri­do en un muslo; estaba quieto, conteniendo la respira­ción, simulaba estar muerto. No era fácil engañarlos; lo levantaron. La herida le permitía tenerse en pie.

En lo alto del árbol Adolfo y Víctor pudieron obser­var el desarrollo de la escena. Apartando silenciosamen­te las ramas vieron estremecidos cómo Juan vendió cara su vida. Eso les dio ánimo para mantenerse serenos. A Víctor le latía con fuerza el corazón y estuvo a punto de lanzar un grito de aprobación.

Abajo, en el claro del monte, Roberto era interroga­do a gritos.

-¡Vas a hablar, carajo! -vociferó el teniente-. ¡Dón­de dejaron el grueso de la columna!

-No sé el lugar... -¡Cuándo se separaron!

 -Hace... tres días...

Adolfo y Víctor se conmovieron al oír los datos falsos.

 -¡Así que no sabés dónde dejaron a los otros! -vol­vió a gritar el teniente golpeándolo en la cabeza con la culata de su pistola. El golpe le abrió una herida y la san­gre inundó sus cabellos.

-Yo no soy baqueano por aquí; Juan era el que co­nocía bien estos lugares…

-¡Quién es Juan! ¿Vino con ustedes? -preguntó an­sioso el oficial:

-Ahí está, ustedes lo mataron...

-¿Qué misión tenían en esta zona?

Adolfo y Víctor se apretaron el uno contra el otro y contuvieron la respiración esperando impacientes la res­puesta de Roberto. De él dependía que el puente ferrovia­rio no fuera celosamente vigilado.

-¡Vas a hablar o no, carajo! -gritó irritado el ofi­cial, aplicándole una patada en la rodilla de la pierna he­rida.

Roberto se torció de dolor, apretó los labios y no profirió una sola queja. Buscaba en su mente una res­puesta aceptable para despistarlos.

-Nos dijeron que íbamos a asaltar un pueblito... la comisaría...

-¡Estás mintiendo, miserable!¡Por aquí no hay nin­gún pueblito!

-Así me dijo el comandante Juan... -dijo Roberto, señalando el cadáver del compañero.

-¡Ahora ya no podrá decir nada; así vamos a liqui­darlos a todos, desgraciado!

La sangre que corría de la herida de la cabeza le ba­jaba por el cuello y le teñía la camisa. Estaba muy cansado, no podía mantenerse en pie; hacía un gran esfuerzo para no perder el conocimiento, la sed lo devoraba, sus labios eran como dos brasas que le quemaban las entra­ñas y la fiebre derrotaba su voluntad.

-¡Este no va a hablar! ¡Estaqueenló! -ordenó el te­niente -  ¡Sargento, queda a su cargo hacerlo hablar!

 El oficial se alejó seguido por los soldados. El sar­gento se dispuso a cumplir la orden acompañado de dos ayudantes.

-¡Soldado Ramírez, sáquele la ropa!

El soldado permaneció un instante como azorado, sin atinar a cumplir la orden. Su juventud no comprendía lo que estaba ocurriendo, no era esta la forma que él había soñado de servir a la patria. El sargento lo sacó de su indecisión de una patada en el trasero; le arrancó de las manos el fusil y con un culatazo en el pecho tumbó al prisionero. En pocos minutos estaba desnudo y la tierra se adhería a la sangre formando una pasta rojiza. De una gruesa rama cortaron las cuatro estacas. Lo sujetaron pri­mero de las muñecas, luego de los tobillos. Mientras los soldados realizaban la operación del estaqueo, el sargento le aplicaba fuerte puntapiés en las costillas. La boca se le llenó de saliva sanguinolenta que se deslizaba por la comisura de los labios.

-¡Así que no vas a hablar, infeliz! ¡Si no hablas te voy a sacar los huevos! -chilló el sargento enfurecido ante la pasividad de Roberto.

Víctor sintió un escalofrío correrle por la espalda. Pensó: "Ese sargento asesino y mercenario es capaz de cumplir su amenaza". Un odio terrible se apoderó de él .y los ojos se le tiñeron de sangre, la rabia dominó sus sentidos.

-¡Cobarde! -murmuró-. A ese sargento yo le...

-No hables, pueden oírte -dijo por lo bajo Adolfo.

 -¡No puedo aguantar más! -contestó Víctor.

El sargento desenvainó su cuchillo y se preparó a realizar su amenaza. Se agachó sobre el cuerpo del pri­sionero y con la mano izquierda tomó los testículos de Roberto y acercó el filo.

-¡Cobarde! ¡Hijo de puta! -explotó Víctor con ra­bia. Llevó su metralleta a la altura de los ojos y apuntó al sargento.

-¡No...!-dijo Adolfo y con rapidez le aplicó un golpe en la cabeza con la culata de su pistola.

Víctor perdió el conocimiento, los árboles comenza­ron a girar enloquecidos, pasaban velozmente frente a sus ojos los soldados, los árboles, Roberto, el sargento, los arboles... Entró en la oscuridad, parecíale que flotaba en el espacio...

(Las luces iluminaban profusamente el gran teatro. Víctor apareció en el escenario y el público lo recibió con aplau­sos; saludó tres, cuatro, cinco veces; la ovación no cesaba. El concierto de esa noche podía ser la de su consagración artística definitiva. Se sentó y puso el pie izquierdo sobre el banquito plegadizo que siempre llevaba en el estuche del instrumento. Pulsó las cuerdas de la guitarra, la afi­nó por última vez y dio comienzo al programa con "Cholí", de José Asunción Flores. Cuando terminó la ejecución el público aplaudió entusiasta, y clamorosos adjetivos llena­ron la sala.  Se emocionó vivamente; no pudo encontrar las palabras para anunciar la próxima interpretación).

 

Víctor se desplomó pesadamente en la horqueta del árbol, estuvo a punto de caer desde lo alto. Adolfo se abrazó a él y al tronco.

Allá abajo, en el claro del bosque, el sargento seguía su tarea macabra. Había seccionado los testículos de Roberto y arrojado a un costado.

Adolfo no podía resistir por más tiempo el peso del compañero, los músculos se le aflojaban; estuvo a punto de soltarlo, pero lo que abajo veía le dio nuevas fuerzas. Roberto estaba aún con vida; apenas la boca se le crispó en un gesto de dolor.

-¡Vas a hablar o no, carajo! -gritó el sargento en plena crisis de furia.

(Buenos Aires, oscura y lluviosa medianoche de mayo. Víc­tor y Teresa salieron a tomar un café en un bar de Paler­mo. Era la última noche. Hablaron, hablaron mucho. "Víctor, ¿pensaste bien en eso? Lo veo muy peligroso". "No te preocupes, voy a cuidarme, Teresa, para volver a tu lado". "¿No puedes dejar de ir? Ya no tienes veinte años". "Me eligieron, no puedo ahora aparecer como un cobarde". "¿No me habías dicho que había muchos jóve­nes ansiosos de ir a pelear?". "Así nos informaron". "En­tonces, que vayan esos jóvenes, tú eres un gran artista, y si...". "Los artistas, ¿no pueden morir por un ideal?". "Sí, pueden, pero esto me parece tan descabellado. Me sorprende que te hayan elegido; creo que serías más útil con tu arte. Si te mandan, me quedaré con la impresión  de que esos señores les tienen muy poca estimación a sus artistas”).

-¡Si no quieres hablar te voy a cortar la lengua, así no hablarás nunca más!

Adolfo cerró los ojos; el peso que sostenía su brazo era superior a sus fuerzas, pesaba una montaña el cuerpo inerme de Víctor. Además; las dos metralletas, las muni­ciones, los machetes, la bolsa de víveres cargada con la dinamita: todo un mundo. Todo el mundo del deber sos­tenía con sus brazos que se iban debilitando.

El sargento metió la mano en la boca de Roberto bus­cando la lengua.

-¡Cobarde! ¡Mal nacido! -murmuró Adolfo con ra­bia impotente y se apretó con más vigor al tronco y al compañero.

(El río, enfrente la patria, casi al alcance de la mano; los pájaros iban y venían de una orilla a la otra. Víctor sintió una íntima alegría y el corazón se le ensanchó en el pecho. "Nunca debimos salir de nuestra tierra. Nos exiliamos por unos días, meses, nada más ; pero ya van para catorce años. Si nadie, nadie hubiese salido, ahora sería más fácil; dejamos el camino libre a la dictadura.No sé por qué a veces pienso que muchos de nosotros estamos muy có­modos en el exilio...").

El cuerpo del sargento inclinado sobre el prisionero, le impedía a Adolfo ver lo que éste hacía. La ansiedad de esos momentos le hizo olvidar por unos instantes el es­fuerzo que desplegaba, pero muy pronto le faltó la respiración, y, contra su voluntad, comenzaron a aflojarse sus brazos.

El sargento había cortado la lengua de Roberto y se alejaba con los soldados a reintegrarse al regimiento.

 Ante la nueva situación Adolfo reunió sus últimas ener­gías para no soltar el cuerpo del compañero en el vacío. Le habló al oído, llamándolo. Víctor empezó a parpadear: volvía en sí lentamente; abrió los ojos y se tomó del tronco.

 -¿Qué pasó, Adolfo? Estuve a punto de disparar y me desmayé.

Adolfo respiró profundamente; faltaron pocos segun­dos para que las cosas acaecieran de otra manera.

-Tuve que hacerlo, Víctor; no tenemos derecho a caer en flaquezas emocionales, tenemos una misión que cumplir.

Víctor no contestó, permaneció callado mirando des­de el árbol el cuerpo estaqueado de Roberto. Descendieron trabajosamente; cortaron las sogas de las muñecas y de los tobillos de Roberto. Juntaron hojas secas y con ellas cubrieron el cuerpo del compañero muerto.

A pesar del cansancio emprendieron la marcha en busca del objetivo. Caminaron varias horas; la noche era oscura, con relámpagos que rasgaban el cielo. Terminó la selva y se encontraron en un terreno con manchones de arbustos. Una hora más tuvieron que andar para llegar, a las vías del ferrocarril. Quinientos metros hacia el Este pudieron divisar el puente a la luz de un relámpago.,

Cuarenta y cinco minutos después una .gran explosión sacudió la tierra.

 

 

 

EL SILLÓN DE RUEDAS

 

Mamá habló por teléfono para decirme que una reu­nión de profesores con el director la iba a demorar, y que no llegaría a casa antes de las seis. La llamada tele­fónica significaba: "No te olvides de darle el café con leche a tu hermano, tratalo con paciencia; debes tener en cuenta su estado psíquico, ¿me oyes?". Y siguieron las recomendaciones; yo las barajaba con "Bueno... está bien...  sí, mamá. . . ".

Hacía cinco minutos que había llegado del trabajo, apurando el paso para alcanzar a tiempo el baño, cuando el teléfono impertinente me cortaba el chorro; sí, ya sabía era mamá con sus fastidiosos encargos, ocupate de tu her­mano, mira que el pobre no está bien, imagínate lo que es estar sentado para siempre en un sillón de ruedas, y es tan doloroso saber que era un muchacho sanísimo, lleno de vida, con un porvenir envidiable (yo no lo envidiaba) por delante, pensar que si no hubiese sido por ese desgraciado accidente (él era culpable; apenas ganó unos pesos de más, se compró el auto para presumir), a estas horas sería ya el gerente de la empresa...

Corrí a la cocina a calentar la leche y el café; apro­veché ese intervalo para volver al baño a terminar lo que el teléfono había interrumpido. Preparé el café con leche todo lo aplicadamente que pude; medí con cuidado las proporciones para la mezcla, teniendo en cuenta el gusto de Luis.. Casi unté las rebanadas de pan con manteca y dulce, pero felizmente recordé a tiempo que eso ya me había ocasionado una discusión con él.

-Ya sé que soy paralítico, pero puedo ahorrarles el trabajo de poner manteca y dulce al pan, mis brazos no están tullidos...

-Lo hice sin pensar  respondí.

-Sin pensar... claro, tu subconciente me considera un inservible, fue lo que te impulsó; ya sé, no me expli­ques nada.

-Ché, no fastidies, bien sabés que no pienso eso de vos.

 

Llevé presuroso la bandeja al cuarto de Luis, no sin antes esforzarme en cambiar mi rostro que seguramente denotaba cansancio, y no era para menos, estaba levantado desde las cinco de la mañana. Me asombró la habilidad que iba adquiriendo para equilibrar la bandeja en la pal­ma de la mano; podría trabajar de mozo en un restorán bacán y más que seguro ganaría el triple que en mi pues­tito de la oficina; pero qué voy a trabajar de mozo, si soy un pobre diablo de la clase media aferrado con uñas y dientes a la corbatita, los zapatos  bien lustrados y el pan­talón con la raya marcada, y una montaña de prejuicios.

-Hola, Luis, ¿cómo pasaste el día?

-Regular, ¿cómo querés que lo haya pasado, bien? Pues, bien.

 -¿Viste algún buen programa de televisión?

-¿Acaso transmiten buenos programas?

-Bueno... algunas estaciones de radio pasan excelente música clásica...

-No se puede escuchar doce  horas música clásica.

-Tenés razón, Luis, hasta Beethoven se aburriría. Voy a tomar mi café con leche yo también, tengo un apetito que no aguanto más.

-Anda, ya sé que vienes a las cinco de la  tarde cansado y hambriento, que apenas has comido un sandwich al mediodía; te has convertido en el héroe de la familia, trabajas como un burro para mantener la casa, mientras el inútil de tu hermano se pasa el tiempo sentado en esta silla de ruedas . . . en resumen: una carga.

-¿Por qué no te dejás de jorobar un poco, ché? -di­je riendo, sin ganas, y me fui a la cocina a ponerme al día con mi estómago. Era verdad lo que decía Luis, al medio­día sólo probé un sandwich (por falta de tiempo), resulta ahora que esta privación involuntaria de comerme un buen bife con papas fritas y un cuarto de vino, se transforma en un pecado, en un autosuplicio  para jorobarlo con mi nueva condición de mártir, y no sabe él que tengo vocación hasta de mantenido, pero jamás de santo. Es verdad que me sacrifico, y mucho, trabajando todo el día, y a la noche estudio para terminar la carrera, que por un pelo casi abandono; lo hago porque no tengo otra alternativa, no  porque me guste. Hermanito, no jodás tanto (que pue­do mandar todo al carajo) con las tonterías; que elocu­brás en las largas horas sentado en tu sillón de ruedas. No me hinches más ... que bastante tengo con las ocho horas del trabajo y dos de viaje, con las corridas detrás del ómnibus mal dormido y peor, comido.

 

Estoy cansado de que todo el mundo me tenga lás­tima, es como si estuvieran limándome los nervios; no puedo soportar más. Apenas me miran leo en sus ojos: "pobrecito, todo el tiempo sentado en un sillón, me da pena". ¡Se pueden ir todos al diablo con sus misericor­dias y piedades! Y éste mi hermano Antonio, cada día más amable conmigo, qué me prepara el café con leche, que me ayuda a bañarme, que se queda junto a mí los sábados y domingos, postergando sus paseos, todo por no dejarme solo, y charlamos de cualquier cosa, como dos: presos en una misma celda, obligado por las circunstan­cias.

Pero advierto que no está conmigo, aunque esté sen­tado ahí frente a mí, lo noto, está pensando en su chica, "No podré verte hoy, debo hacerle compañía a mi herma­no; debes comprender, querida, está muy solo el pobre". "Haces muy bien, Antonio, a mí también me da mucha lástima". Y... los amigos del café que notarán su ausencia, "Buen muchacho, Antonio, cómo lo cuida al herma­no tullido". Ayer me trajo un libro y una camisa, siempre sonriente; cariñoso, aunque sé muy bien que ése no es su carácter, siempre fue parco, introvertido; claro, el cam­bió sedebe a mamá, le estará todo el día encima con la cantilena: "Sé bueno con tu hermano, amable, no olvides su invalidez. Me da rabia esta situación, es que no puedo olvidarme cómo era yo con él antes del maldito accidente, nunca fui compañero, le hablaba lo necesario, le hacía sentir que yo era el hermano mayor, el hombrecito, el que estaba haciendo una brillante carrera en la empresa, ga­nando un buen salario; compadreando siempre; no se me había pasado por la cabeza invitarlo un día a pasear en mi auto, no, ahora recuerdo qué un domingo ibaa decirle que trajera a su chica, así la conocía, y, después, iríamos a dar una vuelta por Palermo y Olivos, pero llamó la Beba por teléfono y me pidió que fuéramos a ver una película de Sofía Loren y Marcelo Mastroiani. Ahora con su ama­bilidad, con su sonrisa, se está cobrando, pero no veo ironía en sus gestos ni en su voz; creo que es bueno y cariñoso con sinceridad; no, es por compasión y porque mamá no lo dejará en paz con sus consejos. Me revientan sus aten­ciones, me parece que lo odio, es terrible, pero es, verdad. Si por lo menos perdiese la paciencia conmigo y se enojara por algo, me haría menos infeliz, Sin embargo, soy yo, quien pierde la paciencia, hasta lo provoco, le encuentro peros y él nada, tranquilo, se mantiene risueño, indiferen­te a mi mal humor, estóico, trata de complacerme en todo. Seguramente para no mandarme al demonio debe conte­nerse, porque bien mirado lo cargoseo bastante, en vez de ser agradecido por lo mucho que me atiende y por las horas que pasa conmigo charlando de cosas que evidente­mente no le interesan; todo por hacerme más llevadera esta vida. Hace un tiempo que me siento incómodo en su presencia, me cuesta mirarlo a los ojos; odio su bon­dad, su sonrisa, me fastidian sus amabilidades. Tal vez si antes del accidente yo hubiera sido cariñoso con él, com­pañero, sin burlarme de su vocación de escribir, de sus versos y sus cuentos, pero no, yo estaba en triunfador el dinero era lo que daba valor al hombre. Un día le dije: , " Dejate de pavadas, che, aprende a ganar dinero, como yo, con tus escritos te vas a morir de hambre".

Me miró se rio, no  dijo nada y se fue a su cuarto. Desde ese día cam­bio conmigo, nunca más me dio a leer sus poemas y sus cuentos; se encerró, pero después del accidente volvió a ser el de antes, más bueno, más cariñoso, más compañero­. El cambio se debió a la compasión; sí, es eso, lástima.

Si Luis sigue así se va a volver loco y nos va a enlo­quecer a todos. Tenemos que buscarle una distracción, al­go en qué ocuparse, pero cómo decírselo, cómo hacerle entender que no puede seguir así, todo lo toma a mal, el complejo de su parálisis lo está consumiendo, la neuro­sis ya no lo deja vivir, tampoco a nosotros. Ahora mismo le voy a hablar, con mucha cautela, porque sino, va a arder Troya.

 

Cuando entré a su pieza no me miró; me senté frente a él y crucé las piernas como al descuido, con displicencia, y aventuré:

-Decime, Luis, ¿te gusta la pintura?

Levantó de golpe la cabeza y me observó inquisitivo.

-¿Por qué me preguntás eso? Vos sabés que con el arte no me llevo bien, creo que la pintura es un arte, pero, ¿a qué viene la pregunta? ¿Qué traés bajo el poncho?

-Creí que podría interesarte la pintura, nada más. -Siempre fui malo para el dibujo, no creo tener con­diciones para ninguna manifestación artística, menos para eso:

-Quién sabe, es cuestión de probar; qué lindo sería tener colgado en el comedor un cuadro pintado por vos.

-Decididamente, no creo.

-¿Y la guitarra? Aprender a tocar la guitarra te da­ría muchas satisfacciones y te ayudaría a pasar las horas.

-Ya sé a qué viene todo esto, lo podés decir sin ro­deos; querés que me distraiga con esas estupideces y que los deje tranquilos. ¡Si me estoy pudriendo en este sillón sin molestarlos!

-¿Quién te dijo que molestas?

-Se deduce muy claro de tus ofrecimientos.

-Es por vos, no por nosotros; quiero que lo pasés mejor cuando mamá y yo estamos trabajando -dije contrariado.

-En una palabra, ustedes doblan el lomo mientras yo haraganeo en el sillón; además van a pagar un profe­sor para que el hermanito paralítico no se aburra. ¡Te po­dés ir al diablo con tus proposiciones!

-No te hagas la víctima, tenés que entrar en razón.

-No soy una víctima, sino un desgraciado, me hu­biera muerto en el accidente, hubiese sido mejor para to­dos; así soy una carga. ¡No quiero que me tengas lástima!

 

Fue lo más razonable que dijiste: "hubiese sido me­jor para todos". Ya lo creo. No mejoran tus nervios, Luis, cada día más hosco, el mal humor es tu estado natural. Mamá está muy afligida. Esta mañana vino el médico y recetó unos tranquilizantes. Entro muy poco a su habita­ción, apenas para acostarlo en su cama, y levantarlo; cada vez que intento charlar con él es para que se produzca una agria discusión. En los almuerzos de los sábados y domingos casi no hablamos, la mesa ahora es triste y cargada de silencios. Esta situación ha destrozado mis ner­vios y transmitido mi estado de ánimo a .los compañeros de la oficina y a mi novia, con quienes pierdo la pacien­cia sin motivos. No. sé cómo va a terminar todo esto. Hoy ocurrió una cosa muy extraña con Luis: mientras almorzábamos conté que un ómnibus casi me pasó sobre las piernas. Salí un momento antes de la oficina para llegar más temprano a casa para el almuerzo de los sábados, y cuando crucé la calle corriendo para tomar el subterráneo, resbalé y caí; el chófer del ómnibus hizo un viraje brusco para no atropellarme y fue a chocar contra un auto; las ruedas enormes pasaron a dos centímetros de mis piernas. Mamá tembló y se le cayeron los cubiertos; a Luis, que escuchaba atento, se le iluminaron los ojos y una especie de alegría se reflejó en su rostro, siempre huraño en estos últimos tiempos. Me impresionó su reacción, me dio miedo.

Creo que no pude disimular el regocijo interior que experimenté cuando Antonio contó en la mesa lo que le había pasado. No sé cómo reaccioné así; es la amargura, la rabia, el odio, este sillón, mis piernas tullidas, la soledad que crece en mí y me aplasta, me estoy volviendo loco, ya no puedo más, no sé para qué seguir viviendo.

Luis está cada vez peor, y no tengo otro remedio que hablar con él, sé que va a ser difícil que comprenda, no obstante, me dirijo a su pieza; apenas entro, mira hacia otro lado.

-Luis, hoy estuvo en la oficina la Beba, insiste en venir a verte, ya no sé cómo detenerla -dije con acento grave.

-Ya sabés lo que pienso; hemos agotado el tema. Pre­fiero...

-Lé prometí hablar con vos; no sé por qué te obstinas en no recibirla. Está muy desmejorada y sufre.

-No más que yo. No, debiste prometerle nada, sabes muy bien cuál es mi posición: ¿o es que te complace que me vea en este estado, tirado para siempre en este sillón? Si eso te hace feliz, estás equivocado, Antonio, porque no dejaré que me vea, antes haré cualquier cosa para evitar­lo. Si ya no puedo casarme con ella, para qué seguir esta farsa; ¿para que se burlen de mí? Es bonita y creo que siempre te gustó; te podés quedar con ella.

Se me nublaron los ojos de cólera y alcé el puño para castigarlo; hice un esfuerzo para contenerme.

-Tengo ganas de retorcerte el pescuezo, ¡monstruo, cobarde! ¡Hay miles de seres como vos que soportan con estoicismo su desgracia; tipos como vos es preferible que se mueran! -grité indignado y salí llorando del cuarto.

Pasaban los días sin que notásemos ningún cambio en el comportamiento de Luis; no amainaban los insultos ni sus intolerancias. Mamá comenzaba a sentir los efectos de esta situación y se pasaba las noches sin dormir. Este estado de cosas se tornaba insoportable; Luis no se re­signaba a sobrellevar con valor su desgracia; nos estaba sumiendo en su mundo oscuro y perverso; su resentimien­to ya no ocultaba su odio, hacia mí, especialmente. Pensé irme de casa, y desde afuera ayudarlos en los gastos, pero también era injusto dejarla a mamá á merced de él, la mortificaría día y noche. Sinceramente no sabía qué hacer, quecamino tomar; comenzaba a desesperarme; las circunstancias eran alarmantes y amenazaban enloquecerme.

En la casa estábamos Luis y yo; mamá había salido a visitar a una tía enferma y no regresaría hasta las nue­ve de la noche. Serían las tres de la tarde y yo me estaba vistiendo para salir, cuando Luis me llamó desde su cuarto. Apenas me arrimé a la puerta me dijo:

-Antonio, si vas a salir alcanzame el tubo de los tran­quilizantes y un vaso de agua; estoy un poco nervioso y en estado de ansiedad; quiero tenerlo a mano por si lo necesito.

Su voz era amable; hacía bastante tiempo que no ha­blaba en este tono, y me extrañó el cambio. Fui a buscar el tranquilizante que mamá guardaba en un armario de la cocina, y el vaso de agua. Terminé de vestirme y fui a decirle chau a Luis. Bajé la escalera lentamente pensan­do en la rara actitud de Luis. En la puerta de calle recordé de pronto que las píldoras mamá las guardaba en el armario por indicación expresa del médico, fuera del al­cance de Luis, con la estricta instrucción de que se le pro­porcionase una por vez, cuando fuese necesario. Me di vuelta para subir corriendo las escaleras, pero me detuve en el primer escalón, me volví y empecé a caminar sin saber a dónde iba, caminaba y caminaba como un sonám­bulo. Había olvidado la cita que tenía. Era casi de noche cuando me senté en un banco de una plaza; miré a mi al­rededor y me di cuenta de que estaba en Barrancas de Belgrano. Una luna inmensa apareció en el cielo y me que­dé mirándola como si la viese por primera vez.







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