Mauricio sacudió la lata. Un tintineo metálico le dibujó una enorme sonrisa en la cara, y la volvió a sacudir una y otra vez. Era música de ángeles para sus oídos. La volcó boca arriba y boca abajo, para sopesar su peso. Estás gorda, amiguita, le dijo a su preciada alcancía.
Hecha de lata de leche en polvo para niños, llevaba meses ahorrando algunas monedas del cobro por sus trabajos de mandados varios y barrido de excrementos de perros del vecindario. No era casual que la querida lata pesara mucho, la había alimentado a diario, con monedas de mil y de quinientos guaraníes, para comprarse el añorado botín de fútbol.
Al igual que sus hermanos, Raúl y Jacinto, y varios de sus amigos del barrio, Mauri practica fútbol en la escuelita de la plaza de su barrio. El profe cobra poco por enseñarles y consigue cada tanto que alguna casa comercial auspicie los chalecos anaranjados y verdes de las dos categorías que juegan en el lugar. Pero sus deportivos ya estaban a punto de abandonarlo para pasar a descansar. A causa de la pandemia, por ahora están suspendidas las prácticas, pero él se prepara para regresar con un botín nuevo.
Como hermano mayor, Jacinto, de trece años, trabaja como ayudante en la ferretería de la otra cuadra y le da casi íntegro el sueldo a su madre. Raúl se queda en la casa a cuidar de las dos hermanitas menores mientras su madre recorre las calles vendiendo algunos productos de limpieza que fabrica en el fondo de la casita. Su padre, aquejado de una enfermedad degenerativa, no tiene muchas posibilidades de ayudar, pero siempre está allí, dedicándoles algún gesto de afecto o agradecimiento.
Con once cumplidos, Mauricio es el lector de la familia. Colecciona libros usados y nuevos que su madrina le regala en su cumpleaños y en navidad, o como premio por haber pasado de grado. En su pequeña biblioteca, se recuestan unos por otros, las aventuras de Emilio Salgari, varios cómics con cuentos de Augusto Roa Bastos y Helio Vera, El principito, El diario de Ana Frank, Las aventuras de Tom Sawyer, y los cuadernillos de la escuela que él prefiere guardar para volverlos a releer, además de otros libros de aventuras, que le fascinan.
Desde los 9 y medio, el niño se dedica a juntar los popós de los perritos del barrio. No le da vergüenza hacerlo, porque es un trabajo como cualquier otro. Tiene una escoba especial, una palita y varias bolsas de basura, tiene agendadas las casas donde realiza la limpieza los viernes y sábados, le pagan muy bien y además, tiene un par de clientes que le dan libros o revistas como pago extra. Uno de ellos es el doctor Balbuena, que le prometió donarle parte de su biblioteca cuando sea muy anciano. Tomando las precauciones de distanciamiento, uso de tapabocas y lavado frecuente de manos, Mauricio no deja de cumplir con su trabajo, porque en plena pandemia, su madre vende menos productos y los medicamentos que su padre consume para que no progrese rápido la enfermedad, son caros.
Octubre y noviembre pasaron rápidos, entre las tareas del colegio que debía ir entregando por internet y el trabajo de barrido y recogido en varias casas del barrio. Cuando diciembre asomó sus días, la alcancía estaba más pesada y ya no hacía tanto tintineo alegre, era más bien agudo, el ruido del choque metálico de las monedas.
Notó pensativa a su madre, mientras mezclaba las esencias de colores con agua, lavandina y otros líquidos guardados en pequeños bidones y en un tambor azul, más grande que los demás recipientes. Raúl la ayudaba cargando las botellas y una de sus hermanitas jugaba en el pequeño charco formado en el patio, por la lluvia caída temprano a la mañana.
Los escuchó conversar sobre la familia Pino. Paró las orejas porque Horacio Pino es su mejor amigo, y cuando sea grande, tiene pensado enamorarse de Micaela, la niña hermosa de la familia. Tiene su misma edad y van al mismo grado en la escuela del barrio. Ella no sabe aún que Mauri la guarda en el corazón.
Tiene poco tiempo de vida, dijo su madre y Raúl la escuchó atento y compungido. ¿De quién hablan, mamá?, preguntó. Ella levantó la vista de la mezcla que estaba revolviendo y lo miró. Mauricio notó que tenía los ojos llenos de lágrimas. Doña Vilma está muy enferma, dijo, le detectaron cáncer de cuello uterino y parece que la enfermedad está muy avanzada. En este tiempo todo está muy difícil, los hospitales están llenos de enfermos por COVID y no hay suficientes medicamentos para enfermos como ella. Todo lo que gana su marido lo usan para paliar sus dolores… La visité esta mañana y me dijo que no les alcanza el dinero, ni siquiera les sobra para comprarles algunos regalitos a sus hijos y mucho menos para realizar una cena de navidad.
Por la tardecita buscó a Horacio para sentarse a charlar en la vereda. Su amigo estaba callado y ausente. Entonces, solo le hizo compañía durante un par de horas, hasta que comenzó a oscurecer.
Amaneció el 21 de diciembre y la casa estaba en silencio. Le extrañó no escuchar a su madre lavando la ropa o preparando sus artículos de limpieza, para salir a vender. Recorrió la casa y solo vio a su padre, durmiendo aún en su habitación, igual que su hermano pequeño, que dormía en una cama pequeña en la misma habitación de sus padres.
Su madre volvió como a las once, con un paquete de empanadas y mandioca. Raúl venía con ella. No tendré tiempo de cocinar, voy a ir de nuevo al hospital con doña Vilma para que la evalúe una especialista, entonces coman esto.
No vio mucho preparativo navideño en su casa, y ni siquiera habían adornado la puerta ni el arbolito. Le pidió a Raúl que lo ayude y colocaron las guirnaldas y globos por los crotos del jardín y bordearon con adornos la puerta de entrada. Cuando pasó por la casa de Horacio, le embargó una enorme tristeza al ver el aspecto sombrío de su casita.
Mamá, qué vamos a cenar en navidad?, le preguntó a su madre. Todavía no se, mi hijo, estoy preocupada por doña Vilma y su familia, ellos están muy mal económicamente y quiero cocinar algo que pueda compartir con ellos. ¿Y tenés dinero para eso, mamá? Un poco, papito, pero necesito vender más productos y cobrar a algunos clientes que me deben. Quizás compre una bolsa de muslos de pollo o unas costillitas para meter al horno… o hago milanesas. Tu papá y doña Vilma tienen una dieta especial, veré qué hago con poca plata.
Al amanecer del 23, Mauricio acarició la lata. La acarició con ternura y agradecimiento, la abrazó, le estampó un beso en el medio y la llevó a la cocina.
Mamá, este es mi aporte para la cena de navidad, le dijo, extendiendo hacia su madre la alcancía. Ella lo miró incrédula, con lágrimas brotándole de los ojos. Pero si ese dinero que ahorraste es para comprarte un botín, mi hijo querido… No hace falta, mamá, no se puede jugar hasta que pase la pandemia, y en enero voy a empezar a ahorrar de nuevo.
Su madre le llenó de besos la cabeza, y lo abrazó amorosamente. Mauri hundió la cara en la blusa de su madre y ya no pensó en el botín que lo llamaba tras la vidriera de la casa comercial, ya no… Se imaginó una mesa larga, llena de comidas ricas, jugos y gaseosas, con los Pino y su familia compartiendo la nochebuena y la esperanza de que todo irá mejor, en adelante.
