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JUAN CARLOS HERKEN KRAUER
  UN VERANO EN PARÍS - Novela de JUAN CARLOS HERKEN - Año 2009


UN VERANO EN PARÍS - Novela de JUAN CARLOS HERKEN - Año 2009

 UN VERANO EN PARÍS


Novela de JUAN CARLOS HERKEN

 
Arandurã Editorial,
 
 
Tel.: 595 21 214295
 
Asunción-Paraguay
 
2009 (166 páginas)
 
 
**/**

 
“La única palabra evitada,
cueste lo que cueste, por el autor
(salvo cuando es citada):
el anagrama de Roma.
Demasiado maltratada, violada.
Suena mejor cuando no se la pronuncia.
Y aun así se la puede escuchar”.
UN VERANO EN PARÍS
 
 
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1
SUBIENDO LAS ESCALERAS -o mejor: dejando que ellas lo subieran, como habría de corregirse después- acusó el comienzo de un vértigo inusitado.

Se apoyó sobre el pasamano a su derecha -que también se movía- y sintió un deseo irrefrenable de atajarse a su vez con la izquierda, pero se contuvo.

Apenas.

La imagen que hubiese resultado de esa flaqueza frente al espacio le resultó demasiado grotesca: un hombre, ya cerca de los cincuenta años, sosteniéndose por casualidad e incluso trepidando, cuando que las otras personas conversaban y se reían.

Nadie amenazaba con tambalearse.

Soltó las manos y alguna resolución íntima -de aquellas que ya ni siquiera pensaba que existieran- ganó la batalla final.
Se mantuvo firme hasta el final del segundo piso.

Dejó que una pareja norteamericana con videocámaras lo pasara y se aproximó al comienzo de la tercera escalera mecánica.

Derecho, hombre-dijo en voz alta, sintiendo el movimiento de cabezas en su dirección.

Llegó al tercer piso. Lo había hecho manteniendo una prestancia vertical.

Sonrió, y apresuró sus pasos hacia el próximo obstáculo. Dando prueba de su nuevo coraje, se adelantó a tres adolescentes japoneses de rostros cansados y confusos. Se acordó de la primera vez que había estado en ese lugar. Aquella ocasión en que fue traído por el aburrimiento o la soledad.

Y ni siquiera tuvo la ocurrencia de pensar que retornaría. Mucho menos que tendría ataques de vértigo.

Que -según argumentaría más tarde- poco o nada tenían que ver con la fatiga, a pesar de que se había acostado a las tres de la mañana.

Después de haber pasado días buscando el rostro de una mujer -no era la suya- que había desaparecido sin explicación alguna.

Tarea que no le correspondía, sino que le fue impuesta, o mejor, que aceptó a desgano por ese maldito resabio de deferencia hacia un amigo.

Y que lo había obligado a postergar su regreso con la excusa de que ganaría un poco de dinero. Aunque regresaba esta noche.

Si es que antes no se caía y se rompía los huesos.

Se arregló el saco y estiró la corbata. Había llegado al último piso. Ahora sí podía contemplar todo el paisaje, siempre y cuando los otros lo dejasen. Salió a un balcón al aire libre. Había viento, y se sintió reconfortado.
A un costado, la arquitectura moderna de Les Halles. Enfrente, la Catedral de Nótre Dame.

Estaba en París, era el mes de julio, hacía calor, los turistas se reproducían como conejos, los precios eran un escándalo, el dólar continuaba bajando y él tenía hambre.

Además -aun cuando eso podría ser sólo una intuición descarrilada, una presunción arrogante- estaban a punto de matarlo.

Algo que no se le había ocurrido aquella tarde, hacía cinco días.

 
II

Aquella vez creyó que comenzaba a sentirse feliz. Esa sensación le pareció al principio vergonzosa. Terminó por calificarla como infantil.

Si bien fue un momento real, aunque breve. Acababa de terminar la tarea que lo había traído de Sudamérica; un asunto de negocios que le dejaría unos cuantos miles de dólares, libres de impuesto, y para más legal. A través de un intermediario -que recibiría su comisión del cinco por ciento- arregló una exportación de cueros para un productor de calzados de diseño exclusivo. No era una gran venta, pero era el comienzo: "On verra", le había dicho su socio. Cenaron juntos en un restaurante elegante no muy lejos del Sena, y a la segunda botella de vino intimaron. El francés le confesó su pequeña infelicidad conyugal. Reconoció que nunca había querido a su esposa, pero se encontraba en proceso de acostumbrarse de alguna manera. Mientras tanto, se dedicaba a hacer plata.

Él habló de su primera mujer, de su conflictivo divorcio, de sus dos hijos, y de su segundo matrimonio, con Estela, Estela, que también ya había estado casada, y que ahora cuidaba los hijos de su primer marido y de uno del segundo.

La mezcla de alcohol y recuerdos íntimos -a más del viento cálido de un verano en París- terminó por hacerlos amigos, expresión dudosa pero factible. Al despedirse, semiborrachos, se prometieron un pronto negocio fácil.

Esa noche durmió en el hotel como un tronco. Se levantó tarde, se pegó una ducha y salió, sin afeitarse, contento, a desayunar en un lugar al aire libre. Se perdió por callejuelas que serpenteaban entre edificios grises y amarillentos, eludió varios charcos de agua y algunas reminiscencias pegajosas dejadas por especies mal educadas de la raza canina. Se encontró con mujeres y hombres vestidos con elegancia y que pedían dinero, parados en una esquina, con la mano abierta y una sonrisa, y desembocó en una plazoleta, cuya súbita aparición después de la caminata a través de veredas olvidadas por el sol le cayó como una sorpresa, casi un susto.

En el medio, una fuente. A su alrededor unos bancos en los que descansaban jubiladas, mendigos y gente sin trabajo. Un africano de piel obscura miraba en dirección al cielo con los ojos cerrados.

A un costado, un café. Se sentó afuera, en torno a una pequeña mesita de metal pintada a la aceituna negra. Cruzó las piernas, también los brazos, y a través de sus gafas de sol escrutó a las otras personas.
Se detuvo en una joven, cerca de los veinte años, acurrucada, que exhibía en su mano derecha una pluma estilográfica de color bordeaux. Al lado de la taza de café se encontraba una pila de libros. Distinguió una antología de poemas de Saint-John Perse. Enfrente de la mujer, que lucía un anteojo de lectura, redondo y grande, se encontraba una hoja de papel virgen.

Ella acercó su pluma al papel, pero se detuvo y retiró su cabeza. Sus labios palpitaban de manera casi imperceptible. Alzó la taza, la bajó y después prendió un cigarrillo. Sus pequeños ojos negros bailaban detrás de los cristales, buscando alguna explicación.

Él hasta sintió como si hubiese sido suyo el escalofrío que golpeó los hombros de la mujercilla.

Acercó de nuevo la plumafuente a la mesa, con un ligero temblor en la muñeca.

La depositó sobre el papel. Y se quedó ahí.

Levantó la cabeza.

Alzó los ojos.

Con la otra mano agarró el cigarrillo.

Y lo volvió a depositar sobre el cenicero, sin haber inhalado el humo.

Sus hombros vibraron como una paloma sacudiendo sus alas.

Se acurrucó aun más.

Y él escuchó el siseo de la pluma deslizándose, un reptil rayando la arena con su panza, a trazos grandes y redondos. Ella se detuvo, y con el arma en la mano, bajó los párpados. Él estiró sus ojos y a través del filtro marrón de sus gafas percibió las huellas, de un espeso color azul: "Mon amour".

El golpe se tradujo en un profundo vacío dentro de su cuerpo, que pronto fue llenado por la envidia, y vanos intentos de racionalizar todo aquello hacia la indiferencia, hacia el cinismo de quien ya había cruzado una cantidad suficiente de ríos como para dejar sorprenderse por los ingenuos apresuramientos de la edad.

Alguien le tocaba la espalda.
Se sobresaltó. Aquel gesto, tan rutinario, le traía recuerdos escalofriantes de su juventud.

Se dio vuelta.

Un hombre, sentado al lado de su mujer, le preguntó si tenía un cigarrillo. No había dicho "por favor".
Se alegró de haber dejado ese vicio años atrás, aun cuando en ocasiones lo retomaba.

Se levantó y se largó a una caminata sin destino, de aquellas que liberan la mente e incluso -sorpresa- la piel.

Cruzó el Sena a la altura de Chátelet, se dirigió hacia Les Halles, atravesó la Rue Saint Denis, no se dejó atraer por los escaparates de las tiendas de pornografía, y tomó dirección en rumbo a Beaubourg.

La incongruencia de ese edificio moderno -una fábrica con los intestinos para afuera- siempre le llamó la atención, desde la primera vez que lo había visto en una foto. Atravesó la plaza, repleta de turistas, pordioseros, artistas callejeros y almas perdidas, y entró al subsuelo del centro cultural. Pensó en comprar souvenirs para Estela -quien siempre decía que amaba los regalos- y para los niños, el suyo y los otros. Al final gastó sólo las últimas monedas que tenía en el bolsillo y se llevó unas tarjetas postales. Subió la escalera mecánica y llegó al último piso, el quinto. Salió al exterior y lo sorprendió una brisa fuera de estación, de esas que hacen que el sol se enfríe en verano.

En esos minutos de soledad compartida con otros extraños, pensó que era feliz. Sin afeitarse, con un día muerto antes de la partida, Estela y los niños lejos pero poseídos en la memoria, y la atmósfera de holgazanería con estilo que otorga París en julio.

-Uno se siente liviano -diría más tarde, a una persona a quien nunca pensó encontrarla en esa ciudad.
 
 
III
Fue apenas terminado el arreglo de la valija que sonó el teléfono. Pensó que sería Roland, el francés zapatero.

-Ingrato, dijiste que llamarías. Pero ahora soy yo el que te necesita.

Eustacio era un antiguo conocido de Estela - Federico lo había visto sólo dos o tres veces- y antes de tirar la carta de su mujer en un buzón, anotó la dirección del hotel en el sobre.

-Lo siento, pero el negocio prosperó y me dejó sin horas libres.

-Tengo un problema y necesito tu ayuda.

-Mi avión parte dentro de algunas horas.

-Federico, esto es grave y puedes ganar un poco de dinero.

-Voy a perder el avión.

-No te preocupes. Esto es urgente, hablemos.

-Necesito estar de regreso mañana.

-Desapareció mi esposa.
 
 
IV
** Continúa…
 
 
 
 
 
 
 
ÍNDICE
 
I Federico tambaleándose// II Encuentro con el zapatero// III Llamada// IV Encuentro// V Llamada// VI Cita// VII El ogro con el garrote de plástico// VIII Entrada al edificio// IX La recepcionista// X La irlandesa// XI Encuentro// XII Sigue la búsqueda// XIII Llamada y encuentro// XIV La peste agria [I]// XV La peste agria [II]// XVI Encuentro// XVII Encuentro// XVIII El hotel// XIX La cucaracha// XX El suburbio// XXI La vigilia// XXII La sorpresa// XXIII El zapping// XXIV El relámpago mudo// XXIV Decisiones// XXVI La regla de oro de los soldados profesionales// XXVII Advertencias// XXVIII Visita// XXIX Encuentro
 
 
 




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